En la noche del 3 de octubre, cuando terminaba una histórica jornada de huelga general en Catalunya en protesta por las brutales agresiones realizadas por las fuerzas policiales durante el día de la celebración del referéndum y en defensa del derecho a decidir, una intervención televisada de Felipe VI de Borbón anunció un salto cualitativo en la política represiva del gobierno.

Con un tono agresivo no escuchado en boca de un jefe de Estado español en los últimos 40 años, Felipe VI pronunció una abierta declaración de guerra contra el pueblo catalán y contra sus instituciones de autogobierno, anticipando la batería de medidas represivas y la suspensión de las instituciones autonómicas catalanas que seguirían pocos días después. Y por si cupiera alguna duda sobre el papel que la Corona quiere jugar en la deriva autoritaria del gobierno de Rajoy, dos semanas después, en la entrega de los premios Princesa de Asturias, Felipe VI recuperó el más rancio vocabulario franquista para referirse a la voluntad de emancipación del pueblo catalán como “un inaceptable intento de secesión de una parte de su territorio nacional” que va a ser “resuelto” aplicando todo el peso de la legislación represiva que la constitución de 1978 facilita.

Digno sucesor de Franco y del legado reaccionario de los Borbones

A nadie que conozca la historia moderna del Estado español puede sorprenderle la posición de Felipe VI. A fin de cuentas, debe su papel de Jefe de Estado a la decisión del dictador fascista y asesino de masas Francisco Franco de restaurar la monarquía borbónica en la persona de su padre, Juan Carlos I, que se vio obligado a abdicar cuando la cantidad de casos de corrupción que le salpicaban se hizo insoportable y amenazaba con abrir una grave crisis institucional.

Juan Carlos I jugó un papel central en los Pactos de la Transición, que permitieron que el aparato de estado franquista perviviera en el nuevo régimen constitucional y que los protagonistas de 40 años de represión salvaje asegurasen su impunidad y mantuviesen posiciones clave en el aparato represivo del Estado. Como parte de esos pactos, la Constitución de 1978 reservó a la figura del Rey unos amplios poderes que le permitirían jugar un papel dictatorial en situaciones de crisis en las que las medidas represivas ordinarias no pudiesen aplastar a la movilización popular.

Felipe VI continúa la tradición reaccionaria y represiva de la dinastía borbónica, que desempeñó un papel fundamental en el aplastamiento de los tímidos intentos de revolución burguesa en el S. XIX y en el mantenimiento de un régimen nobiliario podrido y decadente que condenó a los pueblos del Estado español a casi dos siglos de atraso, barbarie y sufrimiento.

Atraso capitalista y reacción monárquica

Como consecuencia la Guerra de Independencia, a principios del S. XIX, el pueblo sublevado en armas contra el ejército napoleónico constituyó Juntas revolucionarias que levantaron inmediatamente la bandera de la libertad y empujaron a los representantes de la naciente burguesía española a liderar la elaboración de una Constitución liberal, aprobada en Cádiz en 1812. A pesar de su timidez, en modo alguno equiparable a la obra de la burguesía revolucionaria de Francia, Holanda o Inglaterra, la nobleza y la Iglesia rechazaron de plano cualquier tímido intento de reforma que cuestionara su poder omnímodo y se agruparon en torno a Fernando VII de Borbón, conocido popularmente como el “Rey Felón”, para ahogar en sangre las ansias de libertad del pueblo.

Lo más negro de la tradición española reinó sin límites durante 10 años hasta que un nuevo levantamiento liberal, en 1820, forzó a Fernando VII a aceptar la Constitución. Durante tres años el Borbón no tuvo más remedio que resignarse a aceptar las mínimas reformas que la extremadamente débil y atrasada burguesía española intentó aplicar, pero en cuanto consiguió reagrupar a las fuerzas de la reacción nobiliaria, tres años después, reestableció el régimen absolutista y castigó con la muerte a los líderes liberales que habían osado desafiarlo. La reacción llegó a tal extremo que incluso se reestableció la Inquisición bajo la dependencia directa del Rey y hasta 1826, cuando fue ahorcado por hereje un maestro valenciano, se siguió castigando la disidencia religiosa con la muerte.

Atraso capitalista y reacción monárquica

El lento desarrollo del capitalismo español y de una débil burguesía continuó a lo largo del S. XIX, pero no alteró en lo sustancial el carácter autoritario de la monarquía borbónica. Bajo el reinado de Isabel II se mantuvo una durísima represión, ya no solo contra el movimiento liberal y republicano, sino también contra el naciente movimiento obrero y contra el movimiento de emancipación de lo que quedaba de imperio colonial. El fracaso de la “Revolución Gloriosa” de 1868, el último intento de la burguesía y la pequeña burguesía por instaurar un régimen más asimilable a los regímenes europeos de la época, echó definitivamente a los capitalistas en brazos de la reacción monárquica y marcó el devenir del Estado español hasta el día de hoy.

El carácter atrasado y parasitario del capitalismo español, incapaz de gobernar si no es por medio de la represión, más abierta o más disimulada, según la fuerza que en cada momento mostrase la movilización de los trabajadores, se consolidó en esos años, con la dinastía borbónica como estandarte. El fracaso de la revolución burguesa también creó las bases para que la cuestión nacional en el Estado español se mantuviera vigente muchas décadas después de haber sido resuelta en la mayor parte de los países de la Europa capitalista.

El crecimiento del movimiento obrero fue visto como un serio peligro por parte de las clases poseedoras. De nuevo otro Borbón, Alfonso XIII, encabezó la peor oleada represiva conocida en tiempos modernos hasta 1936. El pistolerismo patronal y los asesinatos perpetrados por las fuerzas policiales, protegidas bajo la tristemente famosa Ley de Fugas, acabaron con la vida de miles de obreros y jornaleros que empujados por el hambre y la miseria reclamaban una vida digna. La misma mano de hierro se aplicó al pueblo del Rif, sometido a sangre y fuego al dominio colonial.

La reacción borbónica prestó una especial atención a Cataluña. La fuerza del movimiento obrero barcelonés, demostrada en el gran levantamiento de 1909 contra el envío de tropas a Marruecos, conocido como Semana Trágica, asustó a las clases propietarias, que, ante los intentos de un sector de la población catalana de conseguir un estatuto de autonomía, levantó la bandera del más zafio nacionalismo español, la misma bandera en la que hoy se envuelve el biznieto de Alfonso XIII.

El nacionalismo español, la represión salvaje contra el movimiento obrero y la rapiña colonial en Marruecos no impidieron que a principios de los años 20 surgiese una situación insostenible para la Monarquía borbónica. En 1923 la crisis era tan profunda y amenazaba de tal manera la supervivencia del régimen, que Alfonso XIII alentó el golpe de estado del general Primo de Rivera, un anticipo de lo que unos años más tarde sería la dictadura sangrienta del general Franco.

Ocho años de dictadura y represión no consiguieron eliminar los problemas profundos de la sociedad española y finalmente la movilización popular acabó en abril de 1931 con el reinado de Alfonso XIII de Borbón.

Desde el exilio Alfonso XIII apoyó y financió el golpe de estado preparado por el general Francisco Franco. A pesar de este apoyo, Franco decidió, una vez asegurado mediante el terror su absoluto dominio político, aplazar el restablecimiento de la monarquía hasta después de su muerte. De este modo, Juan Carlos I de Borbón fue designado como sucesor de Franco para continuar la tarea iniciada por su antepasado Fernando VII: encabezar un Estado opresivo que por todos los medios asegurase la pervivencia de la propiedad privada y el dominio de los propietarios de los medios de producción sobre la clase trabajadora.

Los “buenos negocios” de los Borbones

La querencia por la represión y el autoritarismo no ocupa por completo el corazón de los Borbones, sino que en él queda sitio, y un sitio bien grande, para un desmedido amor por la rapiña y la acumulación obscena de riqueza. No ha habido un gran negocio en los últimos 200 años en los que el Borbón de turno no haya conseguido una suculenta participación.

Grandes acontecimientos históricos, como la guerra colonial en Marruecos y sus posteriores consecuencias, no podrían explicarse sin la turbia intervención de Alfonso XIII, doble beneficiario de la guerra, tanto como socio de los grandes financieros que se beneficiaban de la explotación de los recursos mineros del Rif (el conde de Romanones y su hermano el duque de Tovar, el marqués de Comillas, etc.) como en su condición de comisionista de los suministradores de equipos y pertrechos al ejército español. Fue precisamente el empeño de Alfonso XIII de hacer intervenir al ejército en la construcción de una vía férrea para facilitar la salida de los fosfatos y el hierro de las minas, lo que acabó desencadenando una guerra que condujo a la derrota en la batalla de Annual, que dejó un saldo de más de 20.000 soldados de reemplazo muertos, todos ellos hijos de familias obreras, jornaleras o de pequeños campesinos o artesanos, ya que los hijos de los ricos estaban eximidos de ir a la guerra a cambio de un pago en metálico de 1.000 pesetas.

A la tragedia de tantas vidas segadas, españolas y rifeñas, hay que sumar el coste que pagaron las finanzas públicas a causa de las aventuras financieras y bélicas de Alfonso de Borbón. Más de 5.600 millones de pesetas de la época, extraídas del esfuerzo de millones de obreros industriales y de jornaleros agrícolas, se gastaron en la campaña de África. Una buena parte de ese dinero acabó en las cuentas suizas de Alfonso de Borbón, una fortuna, parte de la cual heredó su nieto Juan Carlos y que en su momento heredará su biznieto Felipe VI.

Las minas marroquíes no fueron el único negocio de Alfonso XIII. Su larga mano también llegó a empresas que explotaban concesiones públicas o que contrataban con la administración, como Metro o Transmediterránea. Y como su sed de beneficios no se saciaba con su participación en negocios legales, también participó en el mundo de la estafa a través de su participación en el sistema de apuestas de las carreras de galgos. Años después, la II República desmanteló la mafia de los canódromos, prohibió las carreras de galgos y, a la vista de los abrumadores indicios de delito presentó una demanda judicial contra Alfonso XIII de Borbón por estafador. El golpe fascista de Franco canceló las diligencias judiciales en curso.

Corrupción y tráfico de esclavos

Alfonso XIII no fue el primer Borbón que aprovechó su posición para llenarse los bolsillos por cualquier medio posible. Su bisabuelo Fernando VII creó un primer y gran precedente para la, hasta el momento, interminable historia de corrupción de la dinastía Borbón. Debido a la insurrección de las colonias americanas la Marina española requirió una urgente ampliación de su flota. Para, supuestamente, conseguir esos barcos en el menor plazo posible el gobierno de Fernando VII negoció con el gobierno ruso la compra de una parte de su flota. La multimillonaria operación llenó los bolsillos de los gobernantes, empezando por los del propio Rey, y cuando los barcos llegaron a Cádiz resultaron ser buques de desguace, incapaces de navegar hasta América, por lo que fueron desechados. Eso sí, el dinero pagado al gobierno ruso y las ingentes comisiones del Borbón y sus ministros jamás fueron reclamadas o devueltas.

A pesar de la pérdida de la mayor parte de las colonias la monarquía española consiguió conservar el dominio sobre las islas de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. La explotación de los riquísimos recursos agrícolas de Cuba fue objeto de codicia de la burguesía española, y muy especialmente de la gran burguesía catalana, que selló en esos años una duradera alianza con la dinastía Borbón, que perdura hasta la fecha, como demuestran las recientes noticias sobre los oscuros negocios conjuntos de Jordi Pujol y Juan Carlos I de Borbón.

Las grandes haciendas cubanas se trabajaban con mano de obra esclava, de modo que el tráfico de esclavos desde África se convirtió en un lucrativo negocio en el cuál, como no, participaron a manos llenas los Borbones de la época. Junto a la gran burguesía catalana, otras grandes familias de la burguesía vasca y española se lucraron con el tráfico de esclavos. En el origen de las fortunas que crearon posteriormente La Caixa, el Banco de Bilbao, la metalúrgica La Barcelonesa, el Banco Hispano Colonial, la Maquinista Terrestre y Marítima, FCC y otras muchas, está el horror y la inhumanidad de la trata de esclavos. Muchos de “nuestros” más destacados linajes burgueses iniciaron su vida empresarial en el tráfico más infame que puede concebirse. Y vistas sus actuales políticas laborales no parece que hayan avanzado mucho desde entonces.

La prohibición europea del tráfico de esclavos, aprobada a principios del S. XIX dificultó los negocios a los esclavistas españoles. Pero por suerte para ello la monarquía borbónica facilitó una cobertura legal que permitió continuar con el tráfico de esclavos nada menos que hasta 1886, año en que fueron liberados los últimos 25.000 esclavos que quedaban en Cuba.

A cambio de esta cobertura legal el rey Fernando VII se embolsó pingües beneficios. Su viuda, María Cristina de Borbón, madre de la reina Isabel II, estableció una cuota, que percibía directamente, por cada esclavo negro que llegaba a Cuba, un sistema que su hija mantuvo. Por supuesto, los Borbones no fueron los únicos destinatarios de este dinero sangriento. Todos los políticos de la época, como O’Donnell o Cánovas del Castillo participaron en la ciénaga de corrupción que se extendía a los pies del trono borbónico.

Siguiendo la tradición borbónica, Juan Carlos I aprovechó su posición para amasar una enorme fortuna. Su participación en muchos de los más oscuros negocios de los últimos 40 años fue ocultada tras un muro de silencio por los partidos del sistema, el mundo empresarial y los medios de comunicación. Todos se esforzaron en ocultar la vinculación del monarca con los más destacados delincuentes financieros de la época. Gente como Mario Conde, Javier de la Rosa, Manuel de Prado, Ruiz Mateos, Alberto Cortina o Alberto Alcocer, se asociaron con el Rey para realizar negocios de más que dudosa legalidad. Cuando la notoriedad estos turbios negocios ya no pudieron ocultarse por más tiempo, la benignidad de la “Justicia” española permitió a estos delincuentes mantener a buen recaudo el producto de sus saqueos y dejar al Rey al margen.

Además de estos negocios con delincuentes, Juan Carlos aprovechó su papel en las relaciones exteriores para asegurarse comisiones ilegales en la venta de armas y en la compra de petróleo, según denunció en su día Roberto Centeno, exconsejero delegado de CAMPSA. Dependiendo del precio del crudo, se embolsó durante casi 20 años un sobreprecio de entre 1 y 2 dólares por cada barril de petróleo importado. Considerando que las importaciones diarias de petróleo ascendían a alrededor de un millón de barriles, puede calcularse la fabulosa cantidad que se embolsó a costa de todos los ciudadanos.

Por la república socialista

Juan Carlos I su familia y sus allegados han sido relacionados con muchos de los más sonados casos de corrupción de los últimos años. Sus hermanas resultaron ser titulares de cuentas ocultas en Panamá, descubiertas a causa de una filtración periodística, su sobrino Bruno Gómez se vio implicado en un escándalo urbanístico, y las andanzas de su yerno, el delincuente Iñaki Urdangarín, son suficientemente conocidas. La gota que desbordó este vaso de putridez fueron los desmanes de una amiga del Rey, la famosa Corinna, que, en un ambiente de crisis del régimen, hicieron imposible mantener por más tiempo la conjura de silencio que le protegió tantos años.

Como oscuro hombre de negocios, Juan Carlos de Borbón superó con mucho a sus antecesores. Como herencia de su padre, Juan de Borbón, recibió 320 millones de euros. Este dinero, producto de la corrupción sistemática de Alfonso XIII, creció como la espuma en manos de Juan Carlos I. En 2012 un informe del periódico The New York Times estimaba la fortuna del Rey en 1.950 millones de euros, el equivalente a más de 6.200 años de su salario. Esta fortuna, bien oculta en paraísos fiscales, pasará pronto a manos de Felipe VI, que, con sus viajes de “negocios” a Arabia Saudí y Kazajistán y con sus contactos con los gobernantes de Emiratos Árabes o Qatar, va preparando el terreno para continuar la lucrativa labor de su padre. 

La crisis catalana ha puesto de manifiesto, otra vez más, cuál es el papel que la clase dominante reserva a la institución monárquica encarnada en la dinastía Borbón. Como jefe del estado, el Borbón sirve como catalizador simbólico de la reacción y al mismo tiempo, gracias a las amplísimas medidas de excepción previstas en la constitución de 1978, se le reserva un poder decisivo en caso de crisis social que amenace la estabilidad del sistema. Todo está preparado para que, llegado el momento, siga los pasos de su bisabuelo Alfonso XIII y abra el paso a un régimen abiertamente represivo.

La corrupción sistemática que envuelve a la familia Borbón no preocupa en absoluto a la clase dominante. Es el pequeño estipendio que han de pagar para poder contar, en caso de necesidad, con un recurso político tan valioso. A los marxistas nos escandaliza tanto la corrupción borbónica como el papel que el vigente sistema político reserva Felipe VI. Pero somos conscientes de que la corrupción borbónica es inseparable de la corrupción, el parasitismo y la barbarie que ha acompañado desde su nacimiento al capitalismo del Estado español, y que su papel de último recurso en la defensa del orden establecido no es un accidente, sino una necesidad orgánica del sistema capitalista.  Por eso nuestra lucha va a la raíz misma de los problemas y se dirige contra la verdadera causa de los males que afectan a la inmensa mayoría de la sociedad, la clase trabajadora.

Únete a nuestras filas y juntos llevemos a la dinastía Borbón y al sistema capitalista que la nutre y protege al lugar que les corresponde, el basurero de la Historia.

 

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