Xosé Cuíña, ex secretario general del PP gallego, conselleiro de Obras Públicas en la Xunta y eterno delfín de Fraga, fue cesado por éste a mediados de enero, convirtiéndose así en la primera víctima política del desastre del Prestige. Su destitución Xosé Cuíña, ex secretario general del PP gallego, conselleiro de Obras Públicas en la Xunta y eterno delfín de Fraga, fue cesado por éste a mediados de enero, convirtiéndose así en la primera víctima política del desastre del Prestige. Su destitución va a traer cola porque el PP gallego no es el partido homogéneo que parecía.

Cuíña es el apóstol de uno de sus sectores, el de los caciques partidarios de las formas “tradicionales” de hacer política (clientelismo, enchufismo, abuso descarado de poder). El otro sector no tiene diferencias de fondo con éste, pero comprende que hoy en día, “en democracia”, hay que intentar, en la medida de lo posible, disimular un poco.

Estas diferencias han venido provocando durante los últimos años roces internos en el PP gallego. Los últimos, a raíz del Prestige. Cuíña fue partidario de sumarse a la manifestación del domingo 1 de diciembre en Santiago, y esa misma tarde, después de que más de 200.000 gallegos desfilásemos por las rúas de Santiago, planteó en un Consello extraordinario de la Xunta que ésta asumiese la gestión de la crisis y marcase distancias con el Gobierno central. Asimismo, Cuíña fue el promotor del voto favorable del PP a la comisión de investigación en el Parlamento autonómico, desbaratada después por Aznar.

Todo esto tiene su lógica. Cuíña y compañía necesitan el poder a cualquier precio porque es la fuente de sus privilegios, y harán lo que consideren más conveniente para mantenerlo en cada momento. Por eso, entendiendo que, en esta coyuntura, en las municipales de mayo les perjudicaría permanecer demasiado pegados al Gobierno, optaron por desmarcarse. Ya a mediados de diciembre, Baltar, hombre de Cuíña y presidente de la Diputación de Ourense, había consensuado con PSOE y BNG una durísima declaración, que leyó en persona ante los medios de comunicación, criticando la actuación del Gobierno central en lo del Prestige.

Este comportamiento encaja perfectamente con las tradiciones políticas de la derecha española, una derecha miope, mezquina, provinciana, sin visión a largo plazo, que antepone en todo momento y lugar los estrechos intereses del cacique de turno al proyecto político. Ésta es una debilidad histórica de la burguesía del Estado español, que jamás consiguió unificarse en un partido único. Se unen circunstancialmente, cuando los intereses de las partes coinciden; cuando no es así, se disgregan.

Durante los años treinta, el propio nombre del principal partido de la derecha reflejaba este fenómeno: Confederación Española de Derechas Autónomas. En la Transición, la debacle de la UCD dio lugar a la proliferación de numerosas formaciones burguesas de corte regionalista o provincialista a lo largo y ancho del Estado, incluida Coalición Galega. E incluso ocupando ya la Moncloa, el PP sufrió la escisión “asturianista” de Sergio Marqués.

A Cuíña y los suyos no les gustan las interferencias en su “feudo”, como han venido demostrando con gestos para marcar ciertas distancias respecto a la dirección central del PP. A esto es a lo que se referían los cinco diputados autonómicos ourensanos cuando hablaron de que se estaba diluyendo la “identidad galleguista” del PP. Hasta ahora, el peso específico de Fraga mantenía la cohesión. Pero la crisis del Prestige, sumada a sus 80 años y a su pasado franquista, han convertido a Fraga en un político acabado. La “rebelión” de los cinco diputados —que ni más ni menos exigieron la dimisión del secretario general del PP en Galicia y amenazaron con abandonar el Parlamento y dejar a Fraga en minoría— demuestra que perdió el control sobre el partido.

Esta rebelión es una demostración de fuerza y un indicativo de hasta dónde está dispuesto a llegar Cuíña, un mensaje destinado al aparato central del PP y sus partidarios para que frenen la ofensiva. Lo más probable es que Cuíña no dé ningún paso decisivo antes de las municipales, para que no le puedan achacar unos malos resultados. Además, a lo que él aspira es a suceder a Fraga, a ser el jefe. Pero si su estrategia no le da resultados, la propia dinámica de los acontecimientos podría conducir a una escisión en el PP gallego antes de las próximas autonómicas, para las que quedan casi tres años.

Todo dependerá de los efectos políticos de la crisis del Prestige, y no sólo en Galicia. Un varapalo importante en las autonómicas de mayo o en las generales de 2004 precipitaría tanto el proceso de descomposición interna (que no se limitaría a Galicia) como el fin de Fraga, y la idea de una formación nacionalista burguesa a imagen y semejanza de CiU o PNV (aunque obviamente mucho más débil), en condiciones de hablar de tú a tú con el gobierno central de turno y de obtener contrapartidas a cambio de su apoyo, podría abrirse camino rápidamente en las filas del PP gallego.

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