Engels señalaba que a veces acontecimientos trascendentales se concentran en un corto periodo de tiempo, mientras que décadas enteras pueden transcurrir sin apenas sobresaltos. Precisamente vivimos uno de esos periodos, donde el equilibrio del sistema capitalista en términos políticos, sociales y económicos se ha hecho añicos.

Los últimos cuatro años han significado la entrada en la escena política de millones de personas, de trabajadores, de una nueva generación de jóvenes, de parados y jubilados, de sectores de las capas medias que, golpeados con saña por la crisis del capitalismo, han vivido un proceso de toma de conciencia acelerado. Años de aprendizaje vital, en los que un amplio sector de los oprimidos ha tomado el gobierno de sus asuntos en sus propias manos, con todo lo que ello implica. En este tiempo, el proceso que ya se venía incubando desde las grandes movilizaciones contra la intervención imperialista en Iraq ha sufrido un salto cualitativo. La señal fue la explosión del 15M que abrió las compuertas a una rebelión social de gran calado, a un auge de la lucha de clases sólo comparable con otras dos épocas: la lucha contra la dictadura franquista en los años setenta y el proceso revolucionario que nuestro país vivió en los años treinta. Ha sido necesario ocupar masivamente y de manera prolongada las plazas y calles para que los pilares en los que se fundamentaba el régimen nacido del pacto de 1978, haya entrado en una crisis profunda. Sí, como en todas las grandes transformaciones sociales ha sido la irrupción de las masas lo que ha subvertido el orden establecido. La derecha se ha enfrentado a una contestación en las calles sin parangón, pero también los dirigentes socialdemócratas y las cúpulas de los sindicatos de clase —amarrados a la política de pacto social y colaboración con la patronal— han sido desbordados por una marea de movilizaciones masivas, radicalizadas, participativas y enormemente críticas con los aparatos burocráticos.

El ser social determina la conciencia, escribió Marx. El topo de la historia ha cumplido eficazmente su labor: lo que parecía imposible para muchos se ha cumplido, y la idea de romper con las injusticias del capitalismo, de considerar a este sistema como un engendro decrépito que no cumple ninguna función progresista en nuestras vidas se ha abierto paso en la conciencia de millones. Y cuando las ideas de liberación se apoderan de la mente de la gente, se transforman en una fuerza material capaz de barrerlo todo.

Este proceso de fondo ha descolocado todo el tablero político: la correlación de fuerzas se ha modificado en beneficio de los trabajadores. Y el terremoto político que ha sacudido a todas las fuerzas políticas y creado un estado de alarma en los cuarteles generales de la clase dominante tras el 24M, es la confesión de lo lejos que ha llegado el proceso en el Estado español. Esta es la causa de la crisis del PP, cuyo último capítulo no ha sido escrito; y del hundimiento electoral del PSOE, que ha quedado relegado a una tercera o cuarta posición en muchas grandes ciudades, y cuya dirección se apresta a cumplir servilmente con los deseos de la burguesía en esta etapa convulsa. El giro patriotero y la inmensa bandera rojigualda en la que se ha envuelto Pedro Sánchez para recoger los votos de un sector defraudado con el PP, no evitará que las fuerzas políticas situadas a su izquierda sigan creciendo y ganando el apoyo de su base social, y mucho más sí, en una situación desesperada para la burguesía, se presta a participar en un gobierno de unidad nacional. Sería la mejor manera de despeñarse por un barranco, pero que nadie dude de que semejante servicio lo harían con gusto muchos de los actuales y pasados dirigentes socialistas, siguiendo el camino de sus colegas del PASOK griego.

Una cuestión estratégica

El tremendo avance de las fuerzas a la izquierda de la socialdemocracia, el triunfo de Ada Colau en Barcelona, de Manuela Carmena en Madrid, de las candidaturas de Unidad Popular en numerosas ciudades, apunta directamente a la línea de flotación de la clase dominante, pues anima aún más a un resultado histórico de la izquierda que lucha en las generales de noviembre. La cuestión ahora se plantea no en términos tácticos sino estratégicos: lograr la Unidad Popular para que sirva efectivamente al objetivo de transformar la sociedad. Pues este es el fin, acabar con la lógica del capitalismo, con la sumisión a la dictadura del capital financiero, con un entramado institucional, de jueces, leyes y organismos al servicio de los grandes poderes económicos.

La forma es importante, pero mucho más lo es el contenido. La dirección de Podemos, con Pablo Iglesias al frente, debe ser consciente de su responsabilidad en estos momentos. Sin duda son el eje fundamental de la confluencia de la izquierda que lucha, y sus decisiones tendrán gran trascendencia. Plantear la unidad en Catalunya con las fuerzas que han hecho posible el triunfo de Barcelona en Común, con las Mareas Gallegas o con Compromis, y negarse obcecadamente a intentar esos mismos acuerdos con Izquierda Unida, no se sostiene si lo que se quiere realmente es derrotar a la derecha y al PSOE. Obviamente la dirección de Podemos lucha por la hegemonía en la izquierda, pero eso no está reñido con lograr la unidad con miles de luchadores que se encuadran en estos momentos en IU o en los movimientos sociales. Y ciertamente, la debacle lectoral de IU el 24M, por más que algunos se empeñen sólo en ver las cifras de concejales obtenidos y no la dinámica global, ha servido para que desde la dirección se tomen medidas que, aunque llegan muy tarde, son un paso adelante; medidas como romper con esa costra mafiosa que ha dirigido IUCM durante años y rebajar el tono sectario hacia Podemos, incluso las declaraciones de Garzón renunciando a ser el candidato a la presidencia por parte de la Unidad Popular, en un reconocimiento claro a que esa posición la ocupará Pablo Iglesias. La forma en este caso es lo de menos, lo de más es que las aspiraciones a esa unidad de la izquierda que lucha es enorme tal como los resultados del 24M han refrendado, y nadie tiene derecho a frustrarlas, máxime cuando las diferencias políticas entre los actores protagonistas y los secundarios son poco perceptibles.

Y en cuanto al fondo de la cuestión, precisamente la experiencia de Grecia nos brinda en bandeja grandes enseñanzas. Nos enfrentamos a un enemigo que movilizará todos los medios a su alcance para derrotarnos. Por eso, pensar ingenuamente que con ardides parlamentarios, con gestos o con pequeñas medidas avanzaremos, es no comprender la seriedad del momento. La burguesía española, como la griega y la europea, no permitirá que un triunfo electoral se interponga en sus objetivos. Ya lo está dejando más que claro en su campaña de difamación constante contra los alcaldes y equipos de gobierno de Madrid, Barcelona, Cádiz y muchos otros.

Lo que está en juego es mucho para una clase que ha ejercido durante dos siglos el monopolio del poder, tiene memoria histórica y sabe por experiencia como empiezan los procesos revolucionarios y como éstos pueden atravesar por una etapa de desarrollo parlamentario antes de mostrase de una forma descarnada y abierta. De ahí se desprende además la principal lección de los acontecimientos griegos: si se quiere llevar a cabo mínimas reformas en beneficio del pueblo, reformas que por más modestas que sean chocan con los pilares del capitalismo, con los beneficios del capital financiero y la oligarquía económica, y con los planes de austeridad y recortes, sí se quieren llevar a cabo esas medidas es absolutamente necesario movilizar a los trabajadores, a los oprimidos, a la juventud contra el sabotaje de la clase dominante. Y este camino exige, inevitablemente, la confrontación contra nuestros opresores, la adopción de medidas enérgicas para poner bajo el control democrático de la población las palancas fundamentales de la economía, nacionalizar la banca y los monopolios para romper las cadenas de la dictadura financiera. No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Este es el asunto fundamental.

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