“El fascismo italiano proclamó que el “sagrado egoísmo” nacional es el único factor creativo. (…) Hace sólo veinte años los manuales escolares enseñaban que el factor más poderoso para la producción de riqueza y cultura es la división mundial del trabajo, que tiene sus raíces en las condiciones naturales e históricas de desarrollo de la humanidad. Ahora resulta que el intercambio mundial es la fuente de todas las desgracias y todos los peligros. ¡Volvamos a casa! ¡De vuelta al hogar nacional!”
León Trotsky, 1933
“La globalización (…) elimina la clase media y nuestros empleos (…) Nuestro país estará mejor cuando empecemos a fabricar nuestros propios productos nuevamente, volviendo a atraer a nuestras costas nuestras otrora grandes capacidades manufactureras”.
Donald Trump, 2016
Los años se suceden y la burguesía muestra su impotencia para remontar la recesión más profunda de los últimos 70 años. El panorama es incluso más sombrío que en la primera fase de la crisis. Todas las medidas destinadas a reactivar la economía no solo se han mostrado impotentes para rescatar a Europa del estancamiento y garantizar un crecimiento sólido en EEUU, tampoco han evitado que la sobreproducción se extendiera por todo el mundo. El FMI lo reconocía hace unos días al señalar que “las políticas a la hora de resolver los arraigados problemas que sufren las mayores economías mundiales ha metido al mundo en el peor bache de bajo crecimiento de las últimas tres décadas y la situación podría ir a peor.”
No faltan motivos de preocupación. El capitalismo chino, que en la primera fase de la Gran Recesión se convirtió en una esperanza, muestra hoy sus debilidades. Su desarrollo de los últimos años ha estado basado en una vertiginosa política de endeudamiento que ha provocado una formidable burbuja difícil de controlar: su deuda pública se acerca al 300% de su PIB. Por si esto fuera poco, sectores decisivos de su industria siguen asfixiados por la sobrecapacidad en un mundo que no puede asimilar ya sus mercancías como antes.
Respecto al resto de las naciones emergentes, la situación es aún peor. La economía más importante de América Latina, Brasil, se enfrenta a su peor crisis de los últimos 25 años, con una caída del PIB superior al 5%. En Europa, los obstáculos que se interponían en el camino hacia la recuperación se han recrudecido tras el Brexit. Y si miramos hacia el norte en busca de buenas noticias, no las encontraremos. The Wall Street Journal informaba este verano que las mayores compañías de EEUU registraron cuatro trimestres consecutivos de reducción en sus ganancias debido a sus ventas raquíticas. Es más, el capitalismo estadounidense acusa duramente el ajuste en la industria de los combustibles fósiles, que comprende a los grandes monopolios estadounidenses: Exxon, Shell, BP y Chevron acumulan una deuda combinada de 184.000 millones de dólares.
Y qué decir del sector financiero, cuyo rescate ha provocado tanto sufrimiento a millones de familias trabajadoras. Lo cierto es que esta bomba de relojería no ha sido desactivada. Desde comienzos de 2016 los 20 mayores bancos han perdido una cuarta parte de su valor de mercado combinado, aproximadamente 465.000 millones de dólares. En lo que se refiere a la actividad bursátil, desde que en verano de 2015 se desplomaran las bolsas chinas, la pérdida de su capitalización supera los 18 billones de dólares.
Declive del comercio mundial
A pesar de los nueve años transcurridos desde el estallido del sector inmobiliario en EEUU, del hundimiento de Lehman Brothers, y de todas las empresas y empleos destruidos, los capitalistas siguen desconfiando de la inversión en el tejido productivo. Son conscientes de que en 2008 el pinchazo de la burbuja financiera anunciaba una prolongada crisis de sobreproducción que acarrearía a su vez una fuerte contracción del comercio mundial.
El desarrollo del mercado mundial —inducido por la nueva división del trabajo internacional tras el colapso del estalinismo y la apertura de nuevos mercados y ramas de la producción— jugó un gran papel, entre otros factores, para que el capitalismo europeo y estadounidense, junto con China, registraran dos décadas de crecimiento salpicado de breves recesiones (desde 1987 hasta 2007 aproximadamente). La incorporación de Rusia, los países del este de Europa, y fundamentalmente China al comercio mundial, inició una espiral ascendente en la que las viejas potencias capitalistas encontraron una jugosa fuente de inversiones productivas. La internacionalización del comercio y del proceso productivo adquirió un nuevo impulso. La participación media de las exportaciones e importaciones de mercancías y servicios comerciales en el PIB mundial pasó del 20% en 1995 al 30% en 2014, y, en ese mismo periodo, las exportaciones mundiales de mercancías se multiplicaron por cuatro .
Las cadenas de producción internacionales se intensificaron y desarrollaron al máximo. La fabricación del modelo 787 Dreamliner de Boing ilustra muy bien esta realidad. El fuselaje central se fabricaba en Italia, los asientos en Gran Bretaña, los neumáticos en Japón, el tren de aterrizaje en Francia y las puertas de carga en Suecia. Para la empresa automovilística Volkswagen, resultaba rentable producir los motores en Alemania, el cableado en Túnez y los filtros en Sudáfrica. Hungría y Polonia, tras su entrada en la UE, se insertaron en este gran puzle de relaciones económicas especializándose en manufacturas químicas, transporte y equipos electrónicos.
Toda esta interdependencia y conexión de las diferentes economías nacionales entre sí se tradujo, una vez estalló la crisis de sobreproducción, en un contagio masivo. “Otra característica importante de la contracción del comercio en 2008-2009 fue su alcance verdaderamente mundial y el elevado grado de sincronización entre los distintos países. (…) En enero de 2009, el 73% de los países había registrado un fuerte retroceso de las exportaciones y otro 16% también había experimentado una caída de las exportaciones pero a un ritmo más moderado… la transmisión entre países fue excepcionalmente rápida.”
La política es economía concentrada: el auge del nacionalismo político y económico
El comercio mundial se contrajo brutal y rápidamente, el mercado se redujo y la lucha entre las potencias por el control del mismo se recrudeció. A diferencia de los periodos de expansión económica, en los que la expectativa de abundantes beneficios puede facilitar una cierta coexistencia no exenta de tensiones entre las diferentes burguesías nacionales, el estallido de la recesión provocó una escalada de los conflictos diplomáticos, económicos y militares. Al calor del declive del intercambio en el mercado mundial, el chovinismo nacional empezó a germinar. Los problemas del norte de Europa comenzaron a presentarse por muchos como una responsabilidad de los países mediterráneos, la decadencia de la industria nacional como consecuencia de la competencia desleal de otros países, los inmigrantes como la causa de la falta de empleo, los refugiados como una amenaza a nuestra forma de vida, y la construcción de grandes muros en nuestras fronteras como una necesidad vital…
Los hechos que señalan una vuelta al nacionalismo económico y político —el síntoma inequívoco de la decadencia senil del capitalismo— se multiplican por todo el mundo. EEUU denuncia como un ataque contra sus intereses nacionales la reclamación de la UE a Apple del pago de 13.000 millones de dólares en impuestos atrasados. A su vez, EEUU y Europa se alían para denunciar que China usa sus finanzas públicas para subvencionar empresas deficitarias con el objetivo de inundar el mercado con productos por debajo de su coste de producción. Respecto a esta cuestión, el cinismo de Obama y Merkel es evidente. El gobierno estadounidense no tuvo ningún reparo en ‘ayudar’ con dinero público a sus automotrices cuando fueron golpeadas por la crisis, por no hablar de las subvenciones a la producción agrícola. Una de las últimas novedades en este terreno se produjo el pasado abril, cuando la UE anunció la compra de deuda privada de empresas, es decir, que multinacionales europeas conseguirán dinero a bajo interés con cargo al BCE. Aunque un denso oscurantismo envuelve toda esta operación, ya se conocen a algunas de las afortunadas: Telefónica, Siemens, Renault, Assicurazioni Generali…
Esta vuelta al proteccionismo y el nacionalismo económico, que hunde sus raíces en la profundidad de la crisis, impulsa la misma tendencia en el plano político. Un fenómeno que se extiende por todo el mundo. Donald Trump, el candidato republicano a la presidencia de los EEUU, promete subir los aranceles a los productos chinos y mexicanos para devolver su viejo esplendor a la industria estadounidense. Marine Le Pen, llama al pueblo francés a apoyar una política de ‘patriotismo económico y proteccionismo inteligente’. El UKIP británico, se presenta como “el más nacional de todos los partidos”. Todas estas organizaciones, y otras semejantes, ya sea Alternativa por Alemania, Amanecer Dorado en Grecia, el noruego Partido del Progreso, el Movimiento por una Hungría Mejor o los Auténticos Finlandeses, comparten además un discurso rabiosamente racista que, lejos de ser combatido, es consentido e incluso alentado por los partidos de la derecha tradicional y, también, como demuestra la trayectoria de Hollande, por amplios sectores de la socialdemocracia. No debemos extrañarnos, la burguesía necesita que el eje del debate político se desplace a la defensa de la patria, que el conflicto social se vea distorsionado y desviado del terreno de la lucha entre explotados y explotadores para situarse en el enfrentamiento entre nacionales y extranjeros.
Los viejos demonios vuelven a resurgir
A pesar de su inmenso poder, los capitalistas siguen teniendo enormes dificultades para que la mayoría de la clase obrera beba el veneno del chovinismo. Cuando millones de jóvenes y de trabajadores, a través de su acción, aúpan a la escena política a nuevos partidos y dirigentes como Syriza en Grecia, Podemos en el Estado español, Bernie Sanders en EEUU o Jeremy Corbyn en Gran Bretaña, no hay duda de que la gangrena del racismo, la xenofobia y el nacionalismo reaccionario no son la alternativa para las grandes masas de explotados. Dicho esto, sería estúpido menospreciar los avances electorales de la extrema derecha e ignorar la amenaza que se cierne sobre el movimiento obrero. Pero, ¿Cómo combatir estas tendencias reaccionarias que surgen precisamente de la descomposición del capitalismo?
Entre sectores reformistas de las nuevas formaciones emergentes de la izquierda, se vuelve a recurrir al viejo discurso socialdemócrata de que la mejor forma de cerrar el paso a la reacción es confiar en el buen funcionamiento de la democracia y las instituciones parlamentarias. Pero es precisamente la impotencia de la “democracia” capitalista por resolver el problema de la crisis, esa misma “democracia” que ampara los rescates a los grandes bancos y legisla los recortes y la austeridad contra la población, que permite el desempleo crónico y la extensión de la desigualdad, la que crea las condiciones objetivas para una vuelta al nacionalismo y a los discursos reaccionarios —y fascistas— característicos de los años treinta del siglo XX. Esa “democracia” es la que legisla para que en Europa se trate a cientos de miles de refugiados inocentes —víctimas de las guerras y atrocidades de las que son responsables las potencias occidentales— exactamente igual que hacían los nazis, y sus gobiernos aliados, contra millones de judíos en Europa.
La burguesía no desprecia ningún medio para garantizar sus objetivos. Utiliza a discreción a los gobiernos conservadores y socialdemócratas para imponer sus políticas, recorta los derechos democráticos, endurece la represión y, mostrando el callejón en que se encuentran, recurren al espantajo demagógico del nacionalismo por que no vislumbran una salida a la crisis que no pase por aplastar a sus competidores en el mercado mundial. Son tan conscientes de la gravedad de la situación que la directora gerente del FMI, Christine Lagarde, señaló: “El péndulo político amenaza con oscilar hasta situarse en contra de la apertura económica y si no se aplican medidas de política contundentes, el mundo podría sufrir un decepcionante crecimiento durante un largo periodo”.
El futuro es del socialismo
Los viejos demonios, que parecían conjurados, vuelven a resurgir con fuerza. A principios de los años 30 del siglo pasado, León Trotsky explicaba las tendencias dominantes en un contexto histórico que muestra toda una serie de similitudes con el actual: “Se pone cabeza abajo la tarea progresiva de cómo adaptar las relaciones económicas y sociales a la nueva tecnología, y se plantea cómo restringir y coartar las fuerzas productivas para hacerlas encajar en los viejos límites nacionales y en las caducas relaciones sociales.”
El desarrollo del mercado mundial, la división mundial del trabajo, la internacionalización del proceso productivo, en definitiva, la socialización de la producción a escala planetaria es un proceso extraordinariamente progresista. Ha desarrollado la industria, ha elevado la productividad del trabajo, ha generado avances tecnológicos maravillosos. En 1848 Marx y Engels explicaban en el Manifiesto Comunista como lo nuevo se desarrolla dentro de lo viejo, como la burguesía fue engendrada en la vieja sociedad feudal y mediante una revolución victoriosa en naciones como Gran Bretaña y Francia, lograron acabar con las restricciones impuestas por un régimen político caducado. Sólo así las fuerzas productivas avanzaron como nunca lo habían hecho antes en la historia.
La misma coyuntura se levanta ahora ante la humanidad. La solución no es dar marcha atrás el reloj de la historia, volver al proteccionismo, a la lucha entre los diferentes Estados nacionales capitalistas, cerrar más fábricas y despedir a más trabajadores. Para acabar con la miseria, con las guerras, con el sufrimiento de un número cada vez mayor de seres humanos, es preciso liberar a las fuerzas productivas de la camisa de fuerza que impide que sigan avanzando: la propiedad privada de los medios de producción y las fronteras nacionales. La actual crisis de sobreproducción prueba que una nueva sociedad se está gestando en el seno de la vieja. Las condiciones objetivas para levantar una economía mundial planificada, basada en la participación democrática y consciente de la población en la toma de decisiones, están dadas. El socialismo lejos de aparecer como una utopía es la única solución, la garantía de que un mundo que es capaz de generar tanta riqueza lo pueda emplear para el bienestar de la humanidad. Para lograrlo, la gran tarea sigue siendo la misma: construir la organización capaz de llevar el programa de la transformación socialista hasta el final.