Un puñado de hombres y mujeres, uno por cada asociación representada, se han encerrado en unos locales de Madrid. Fuera, cerca de cincuenta personas se manifiestan mañana y tarde. Sobre su pecho, un lema: Veinticinco años después, qué vergüenza. Son Un puñado de hombres y mujeres, uno por cada asociación representada, se han encerrado en unos locales de Madrid. Fuera, cerca de cincuenta personas se manifiestan mañana y tarde. Sobre su pecho, un lema: Veinticinco años después, qué vergüenza.

Son los afectados, las afectadas, por el envenenamiento masivo con aceite de Colza adulterado. Un atentado contra la salud pública en el que fueron acusadas 38 personas en un juicio que condenó tan sólo a 13.

Esta primera sentencia, obtenida en 1989, marca las indemnizaciones que los afectados y sus familias tendrán derecho a percibir y que percibirán, en efecto, muchos años después sin que las cantidades se actualicen. Y no sólo eso: el gobierno ha decidido descontar las ayudas otorgadas desde los primeros momentos (lo que incluye hasta la leche pagada a los lactantes) y se prepara para desmantelar el sistema de prestaciones que en su tiempo, se desplegó para atender a quienes habían sido envenenados por la ambición de un puñado de indeseables y la dejación de funciones de vigilancia y protección del Estado.

Porque, tras una larga batalla legal: dos sentencias y varios recursos que ocupan 16 años de la vida de las víctimas, éstas consiguen que el Estado sea declarado responsable civil subsidiario con la condena de 10 funcionarios de la Administración.

Hace años que los condenados salieron a la calle. Que se sepa, solo uno de ellos, que intentó abrir un supermercado en Aluche, fue reconocido y tuvo que cerrarlo ante la ira de los vecinos. Es de suponer que el resto ha rehecho su vidas.

Pero las víctimas no. Las víctimas cuentan con cerca de 3.000 muertos, 6.000 afectados por distintos grados de invalidez, y casi 11.000 enfermos para siempre. La mayoría de quienes trabajaban perdieron su trabajo y un número importante su capacidad de trabajar. Los niños se enfrentaron a dolencias que dificultaron sus posibilidades de estudio, muchos adolescentes quedaron marcados por la vergüenza de sus manos deformes, o su calvicie provocada por el veneno, la extrema debilidad, la pérdida de los dientes…

Con el tiempo, otras enfermedades han ido haciendo estragos unas traídas por el síndrome, otras por los efectos secundarios de los potentes medicamentos que se ven obligados a tomar.

No hay curación para las víctimas. Así lo reconoce la Organización Mundial de la Salud. Y la justicia les ha ido siendo esquiva en muchas ocasiones. Ya en el primer juicio masivo celebrado en la Casa de Campo, cuando los afectados escucharon las primeras condenas y el murmullo de rechazo comenzó a crecer, el juez les ofendió con una frase que todavía recuerdan: No se alarmen ustedes, que ahora hablamos de dinero. La policía, a caballo, terminó cargando contra los afectados.

La pesadilla había comenzado el 1 de mayo de 1981, cuando un niño de ocho años moría por una enfermedad desconocida hasta la fecha. Ochenta más murieron tan sólo en ese mes. Quienes entonces teníamos edad de razonar, no habremos olvidado el miedo hacia una plaga que crecía a nuestro alrededor . Una plaga sin cura y sin origen conocido ante la que caían conocidos, vecinos y familiares.

Quienes entonces quedaron atrapados o atrapadas en sus garras, arrastran su enfermedad, su vida destrozada y su dolor entre el olvido de quienes nos salvamos y el desaire de los gobiernos que deberían atenderles y que se empeñan, inexplicablemente, en disolverles como colectivo. No lo entienden, pero saben ahora, porque han cruzado cifras, que hubiera sido mejor que les mataran o les invalidaran a tiros en alguno de los terribles atentados terroristas que desgraciadamente conocemos. Entonces sus ayudas serían mayores y el Estado –inocente esta vez y solidario- aprobaría y renovaría leyes y prestaciones, reconociendo la dignidad de las víctimas de los enemigos de la democracia.

Salidas de gente del común, barriadas obreras y pueblos modestos, las personas que enfermaron para siempre hace ya 25 largos y crueles años, son, a lo que parece, un testigo molesto, un tipo de pariente pobre al que ocultar.

Ningún partido, ninguna asociación ha recogido firmas en su apoyo, una parte de la prensa nacional ha silenciado su conflicto. Sólo los sindicatos recordaron la tragedia que cumplía 25 años el primero de mayo. Luego, el silencio.

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