El 4 de diciembre de 1928, meses antes del fatídico crac bursátil de otoño de 1929, el presidente de los EEUU, Coolidge, pronunció en la cámara de representantes el que sería su último mensaje sobre el estado de la Unión: "Ninguno de los Congresos de los EEUU hasta ahora reunidos para examinar el estado de la Unión tuvo ante sí una perspectiva tan favorable como la que se nos ofrece en los actuales momentos. Por lo que respecta a los asuntos internos hay tranquilidad y satisfacción (...) y el más largo periodo de prosperidad. En el exterior hay paz, y esa sinceridad promovida por la comprensión mutua..."
Al considerar la historia económica del capitalismo, especialmente los periodos de exhuberancia financiera, siempre encontramos a los mismos individuos, supuestamente capaces e inteligentes, que concentran el poder de las altas finanzas y gobiernan naciones, dejándose arrastrar por el mismo ambiente enfebrecido y narcotizante. Tomando la historia del siglo XX no como letra muerta sino como una fuente de enseñanzas para entender el presente y preparar el futuro, es posible aprender mucho. Por eso las lecciones del crac de 1929, sus orígenes y consecuencias, deben ser estudiadas muy en serio.
El crac de 1929
La destrucción masiva de fuerzas productivas causada por la Primera Guerra Mundial en Europa, sin comparación posible a ningún enfrentamiento imperialista anterior, trasladó irremediablemente el eje de la actividad económica mundial hacia el Pacífico, colocando a los EEUU como la potencia económica decisiva1.
Entre 1922 y 1925 las bases del crecimiento estadounidense parecían sólidas. La industria norteamericana registró un avance asombroso, impulsada por el desarrollo de nuevos mercados para sus manufacturas (tanto en Europa como en Latinoamérica) y por la aplicación civil de los nuevos inventos y tecnología que la guerra alumbró. Todo este proceso dinámico se tradujo, a su vez, en el desarrollo de nuevas ramas de la producción (plástico, aeronáutica, telecomunicaciones…) y en un fuerte aumento de la productividad del trabajo. Unas cuantas cifras bastan para ilustrar la frenética actividad económica que vivieron los Estados Unidos: entre 1923 y 1929 la producción de automóviles creció un 33% y el consumo de energía eléctrica se incrementó en más de un 100%. En 1925 las tasas de inversión productiva rozaban el 20% del Producto Nacional Bruto.
Sin embargo, en medio de una prosperidad que parecía infinita, los primeros síntomas de desaceleración de la actividad productiva se manifestaron a finales de 1926, derivados del estancamiento europeo y de la saturación en los mercados mundiales de cereales y productos agrícolas (especialmente del trigo y del algodón, lo que precipitó una caída importante de los precios agrarios). A partir de ese momento, se produjo un fenómeno típico de los periodos de boom económico: debido a la sobreabundancia de capitales, que no tenían colocación rentable en la economía productiva, estos se reorientaron con fuerza al mercado bursátil.
Entre 1926 y 1929 se agudizó el desfase entre la actividad económica y la especulación en bolsa: en esos cuatro años, el índice general de cotización de los valores pasó de 105 a 220, mientras que el índice general de negocio de las empresas cotizadas sólo creció de 105 a 120. Esta brecha entre la economía real y el sector especulativo lejos de reducirse aumentaba día a día. Como en la actualidad, los deseos de los especuladores y las autoridades por mantener indefinidamente el círculo virtuoso chocaron de bruces con la realidad. El desmoronamiento de las cotizaciones bursátiles fue brusco y sorprendente, reflejando a su vez un hecho incontrovertible: los activos de las empresas y su volumen de producción estaban muy por debajo que lo que indicaban los índices de cotización. La dinámica inapelable de la economía real se impuso finalmente y los efectos fueron devastadores.
Pánico
El 24 de octubre de 1929 estalló el pánico: la bolsa de Wall Street registró más de nueve millones de peticiones de ventas; el día 29 fueron 16 millones. Los títulos de la bolsa de Nueva York perdieron el 20% de su valor de cotización durante el mes de octubre y un 50% en el mes de noviembre de 19292.
El crédito masivo que alimentó la burbuja especulativa de los años veinte trasladó inmediatamente la crisis al sector bancario, acelerando el colapso general. Los bancos no podían recuperar los créditos multimillonarios que habían concedido para financiar la compra de títulos bursátiles y de empresas que ya no valían nada3.
La actividad productiva sufrió una brusca contracción: tomando un índice de producción industrial de 100 para 1928, en 1930 el índice se situaba en el 83 y en 1932 en el 54. El parón de la producción provocó una oleada de cierres de empresas: en 1929 desaparecieron 22.909 firmas y en 1932 fueron 31.822. Las tasas de inversión colapsaron: si en 1929 todavía se mantenían al 15,4% del PNB, en 1931 se redujeron al 7,2% y en 1932 al 1,5%.
Paralelamente el desempleo creció a niveles desconocidos: de 1,5 millones de parados en 1929 se pasó a 4,5 millones en 1930, 7,9 millones en 1931, 11,9 millones en 1932 y, finalmente, 13 millones en 1933. En el campo se produjo un auténtico éxodo de más de 600.000 campesinos al año hacia las ciudades y regiones más prósperas.
Una crisis mundial
En una economía mundializada la crisis no se detuvo en las fronteras de los EEUU. Como en 2008, la recesión se trasladó inmediatamente a Europa, dónde el sistema financiero no pudo evitar su estrangulamiento tras la repatriación de los capitales estadounidenses. Pero lo que tuvo mayores consecuencias, a la hora de ampliar y profundizar el movimiento recesivo, fue la adopción generalizada de medidas proteccionistas y devaluaciones competitivas por parte de las diferentes potencias con el fin de proteger sus mercados. En Francia, las tasas arancelarias que gravaban las importaciones pasaron del 17,8% en 1929 al 29,4% en 1935. En Gran Bretaña también aumentó sensiblemente la dosis de proteccionismo: los aranceles subieron del 19,8% en 1932 al 23,3% en 1935. Estas medidas contrajeron el comercio mundial que sufrió una reducción muy severa; tan sólo en EEUU, el colapso económico provocó que el valor de sus importaciones pasara de 4.400 millones de dólares en 1929 a 1.339 millones en 1932.
En definitiva, la producción se redujo en todos los países, creció el desempleo a niveles asombrosos y la inflación hizo su aparición espectacularmente, hundiendo los salarios y los pequeños negocios. Los efectos políticos de la recesión mundial fueron tremendos. Europa se vio sacudida por huelgas generales, manifestaciones de masas y una crisis profunda de la democracia burguesa y sus instituciones. Se abrió una fase de revolución y contrarrevolución sólo comparable con el periodo de 1917-19234.
El equilibrio capitalista se rompió en todos los planos (económico, político, diplomático y militar).
Las lecciones de la historia
Aunque existen datos y cifras para afirmar que en la última década hemos asistido a unas condiciones excepcionalmente favorables para una nueva fase de acumulación capitalista, si consideramos con detenimiento el conjunto del periodo también observaremos dificultades reales para que la inversión productiva pudiera ofrecer una rentabilidad adecuada a toda la plusvalía generada en aquellos años. El fenómeno de sobreacumulación de capital, mucho más acusado a partir de la segunda mitad de la década de los noventa, generó la gigantesca burbuja especulativa que ahora ha estallado. La bolsa, como en los años previos al crac de 1929, se convirtió en un nuevo El dorado, haciendo posible el sueño ideal de cualquier capitalista: producir capital sin necesidad de pasar por la dura experiencia de la inversión productiva y la venta de mercancías.
Los fenómenos de la recompra de acciones, la explosión bursátil de las empresas puntocom, la exhuberancia irracional de unos valores que no se correspondían, ni de lejos, con el volumen de la actividad de las empresas y sus beneficios en el mercado, dio lugar a que el excedente de capital encontrara magnífico acomodo en la bolsa y los grandes fondos especulativos. Confirmando lo que Marx dejó escrito en El Capital, el capital financiero adquirió un movimiento cada vez más independiente del proceso que vivía la economía real, se hacía ficticio e improductivo, transformándose en un peso muerto de la producción capitalista. Así, se agudizaba la contradicción fundamental de la sobreproducción: la que se da entre el capital tal cual se introduce directamente en el proceso de producción, y el capital tal cual se presenta como dinero, de manera relativamente autónoma y al margen del proceso.
A medida que la valorización de la plusvalía chocaba con dificultades, el sector financiero se nutría cada vez más de capitales en busca de mayor rentabilidad. En los años noventa y en la década actual, el recurso permanente al crédito, típico en cada fase expansiva, se convirtió en un elemento imprescindible para garantizar el consumo y, de esta manera, sostener la producción. En estas circunstancias, la presión para mantener la acumulación en base al crédito se hizo aún más potente, y los límites naturales del ciclo económico fueron rebasados5.
Durante diez años hemos asistido a una completa desregulación de los mercados financieros para facilitar los movimientos del capital entre las diferentes esferas de inversión productiva y especulativa. También en estos años, el fenómeno universal del apalancamiento fue impulsado para financiar mega fusiones empresariales que permitieran competir en un mercado cada vez más saturado asegurando tasas de ganancia mayores. La expansión del comercio mundial, la apertura de la URSS y de China a los capitales imperialistas, la presión despiadada sobre las economías subdesarrolladas para abrir sus fronteras a una avalancha de manufacturas occidentales (TLC, acuerdos bilaterales…), las privatizaciones masivas de empresas estatales, la burbuja inmobiliaria, etcétera. Todo contribuyó a la omnipresencia del capital financiero. Pero de actuar como una válvula de escape en la acumulación capitalista, el mercado financiero y el crédito se han convertido en los precipitadores de una crisis económica mundial. Y esta crisis, después de un periodo de auge logrado a expensas de la sobreexplotación de la clase obrera en todo el mundo, sacudirá los cimientos del capitalismo y colocará la lucha por la transformación socialista de la sociedad en el primer punto del orden del día.
1. Si en 1914 la deuda externa norteamericana ascendía a 3.700 millones de dólares, en 1919 su superávit acreedor rebasaba los 3.000 millones. Durante la Primera Guerra Mundial, los EEUU lograron una excepcional acumulación de capitales, concentrando las mayores reservas de oro del mundo mientras el dólar se colocaba como la única moneda convertible en este metal precioso.
2. Entre 1929 y 1932, un conjunto de 65 títulos vio descender su cotización de la barrera de los 125 dólares a menos de 27. Un desplome que se puede comparar a la caída actual en las cotizaciones de muchas inmobiliarias, constructoras y bancos de EEUU y Europa.
3. En 1929 quebraron 642 bancos en EEUU; en 1930 la cifra alcanzó los 1.341; pero en 1931 el número de quiebras se disparó hasta los 2.298. En conjunto entre 1931 y 1932, 5.096 bancos entraron en bancarrota.
4. Incluso en EEUU se produjeron grandes movimientos de parados, radicalización política hacia la izquierda y una oleada huelguística sin precedentes, especialmente a partir de 1933 cuando la economía empezó a mostrar síntomas de reactivación.
5. "El crédito" afirmaba Rosa Luxemburgo, "cumple diversas funciones en la economía capitalista, siendo las más importantes la expansión de la producción y facilitar el intercambio. Cuando la tendencia inherente a la producción capitalista a expandirse ilimitadamente choca con los límites de la propiedad privada o con las restringidas dimensiones del capital privado, el crédito aparece como el medio de superar, de modo capitalista, esos obstáculos. (...) Por tanto, lejos de ser un instrumento de eliminación o atenuación de las crisis, es un factor especialmente poderoso para la formación de las mismas. Y no puede ser de otro modo si pensamos que la función del crédito, en términos generales, es eliminar las rigideces de las relaciones capitalistas e imponer por doquier la mayor elasticidad posible, a fin de hacer a todas las fuerzas capitalistas lo más flexibles, relativas y mutuamente sensibles que se pueda. Con esto, el crédito facilita y agrava las crisis, que no son otra cosa que el choque periódico de las fuerzas contradictorias de la economía capitalista" (Rosa Luxemburgo, Reforma o Revolución, Fundación Federico Engels. Madrid, 2002, p. 32