Una revolución que merece ser estudiada

El 19 de julio de 1979, Nicaragua —un pequeño país que no llegaba a 3 millones de habitantes— se convertía en el punto más avanzado de la lucha por la transformación socialista de la sociedad. Durante más de una década, la resistencia heroica de la juventud, de la clase obrera y el campesinado nicaragüense enfrentados a una sangrienta guerra civil y un cerco económico organizados por el imperialismo estadounidense movilizó la solidaridad y esperanzas de los activistas de izquierda por todo el mundo.

Este libro no busca únicamente recuperar la memoria de aquellos acontecimientos y rendir homenaje a todos los que entregaron sus vidas combatiendo a la dictadura somocista, el capitalismo y el imperialismo. La revolución sandinista representa una de las páginas más conmovedoras en la lucha de las y los oprimidos por su liberación y una fuente inagotable de enseñanzas para las revoluciones de hoy. 

La decadencia capitalista y la batalla despiadada por la hegemonía mundial entre los bloques imperialistas están impulsando genocidios como el perpetrado por el Estado sionista contra el pueblo palestino, guerras brutales y un avance exponencial del militarismo, el crecimiento de la extrema derecha global y una hecatombe climática.

Pero la crisis del sistema también crea las condiciones para nuevos estallidos y crisis revolucionarias en todo el mundo. Desde 2019 hemos asistido a insurrecciones de masas en Chile, Colombia, Perú, Bolivia, Honduras o la propia Nicaragua. Argelia, Sudán, Líbano, Sri Lanka… Los retos y obstáculos que enfrentó el movimiento en todos estos casos tienen muchas similitudes con los que se encontró la revolución sandinista. 

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Este libro busca recuperar la memoria de aquellos acontecimientos y rendir homenaje a todos los que entregaron sus vidas combatiendo a la dictadura somocista, el capitalismo y el imperialismo. También insistir en sus enseñanzas para las revoluciones de hoy. 

Acción directa y poder obrero

Mediante su acción directa, el proletariado nicaragüense, con las capas más oprimidas de la juventud al frente, derrotó la represión del Estado, dividiendo al ejército en líneas de clase y obligando al dictador Somoza y la casta de oficiales a huir del país. No solo eso: las masas en lucha desbarataron uno tras otro todos los planes para una transición pactada que reemplazase al tirano por otro títere al servicio del imperialismo y la oligarquía.

La huelga general insurreccional consiguió en semanas lo que la guerrilla del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) había tratado de lograr en 17 años de combate heroico, pero con una estrategia que le dificultaba penetrar entre la clase obrera urbana. Y fue precisamente esa huelga general prolongada e insurreccional, y el poder que emanaba de los comités y las milicias obreras y populares que se conformaron, lo que les dio el control de ciudades enteras. Ese fue el punto clave para el desmoronamiento de la dictadura somocista. El pueblo aupó a quienes, tras décadas de combate contra Somoza, habían ganado su respeto y reconocimiento: las y los guerrilleros sandinistas.

Si la dirección del FSLN hubiera contado con un programa socialista claro, impulsando la unidad y coordinación de todos los comités y columnas milicianas mediante delegados elegidos y revocables, la democracia obrera habría dado pasos adelante muy firmes. Si hubiesen nacionalizado la banca, la tierra y las grandes empresas bajo control obrero para planificar socialista y democráticamente la economía, se podrían haber puesto las bases materiales para reconstruir el país en tiempo récord y empezar a satisfacer las necesidades más acuciantes de la población. Al mismo tiempo, un llamamiento internacionalista a extender la revolución, empezando por El Salvador, que también vivía una crisis revolucionaria, habría contribuido decisivamente a sumar fuerzas contra la política de acoso y derribo del imperialismo estadounidense, despejando el camino al socialismo en Nicaragua y a escala continental.

“Revolución por etapas”, aislamiento y burocratización

Pero la dirección del FSLN, especialmente su tendencia mayoritaria liderada por los hermanos Daniel y Humberto Ortega, estaba influida por la teoría estalinista de las dos etapas, según la cual la revolución debía consolidar un régimen democrático pactando con la llamada “burguesía no somocista”. Para no asustarla, había que posponer el socialismo a un futuro lejano e indeterminado.

La mayoría de los ministerios y cargos en la Junta de Gobierno para la Reconstrucción Nacional (JGRN), tras el triunfo revolucionario, fueron reservados a burgueses como el líder de la patronal, Alfonso Robelo, y la futura dirigente de la contrarrevolución, Violeta Barrios de Chamorro. Estos capitalistas habían roto con el dictador cuando constataron que ya no servía para mantener al pueblo a raya y actuaban como caballo de Troya de Washington, saboteando cualquier medida que oliese a revolución.

Las manifestaciones masivas y tomas de tierras y fábricas impulsadas por las bases sandinistas junto a otras fuerzas de izquierda empujaron al FSLN a tomar medidas  por arriba y nacionalizar la banca y diferentes haciendas y empresas. Robelo, Chamorro y los demás representantes burgueses salieron del Gobierno y se unieron al sabotaje económico y la contrarrevolución organizados por Washington. Por otro lado, algunos dirigentes sandinistas llegaron a plantear que era necesario seguir los pasos de la revolución cubana, instaurando una economía planificada. Pero la presión de la burocracia estalinista de la URSS y del Gobierno cubano, de la socialdemocracia internacional y los Gobiernos capitalistas “amigos” les disuadió.

Las masas lucharon hasta el agotamiento para completar su revolución. Resistieron militarmente las amenazas de invasión estadounidenses y la guerra criminal desatada por la “Contra”, guerrilla creada por la CIA con oficiales somocistas y paramilitares fascistas. Respondieron al boicot empresarial y latifundista organizando miles de sindicatos y ocupando empresas y haciendas. Protagonizaron movilizaciones y asambleas multitudinarias exigiendo al FSLN extender las nacionalizaciones para avanzar al socialismo.

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Si la dirección del FSLN hubiera contado con un programa socialista claro, y hecho un llamamiento internacionalista a extender la revolución, el camino al socialismo habría quedado despejado en Nicaragua y a escala continental. 

La decisión de la dirección sandinista de mantener la mayor parte de la economía en manos capitalistas y la revolución dentro de las fronteras de Nicaragua, significaron finalmente que el edificio del Estado burgués, duramente afectado, se pudiera reconstruir, y que, en consecuencia, los sectores más combativos que luchaban por extender las ocupaciones y el control obrero terminaran siendo duramente reprimidos. Lacras como la inflación, el desabastecimiento, el burocratismo y la corrupción se extendieron como un cáncer, frustrando las expectativas levantadas por la revolución.

Tras varios años de intervención militar contrarrevolucionaria financiada generosamente por Washington, que causaron decenas de miles de muertes, y tras más de una década con todas estas contradicciones golpeando la moral de las masas, el FSLN —que había arrasado en las elecciones del 4 de noviembre de 1984 con un 67% de los votos— acabó perdiendo de forma contundente los comicios del 25 de febrero de 1990 frente a la coalición derechista liderada por Violeta Chamorro.

Chamorro hablaba demagógicamente de reconciliación nacional y prometía mejorar los salarios y condiciones de vida como resultado del fin de la guerra y la reanudación de relaciones con EEUU. Algunos sectores de la izquierda críticos con el FSLN, llevados por su desesperación y rabia contra un Gobierno que les había reprimido y atacado, cayeron en la trampa de apoyar a esta marioneta de Washington, argumentando que su victoria al menos “recuperaría la democracia”.

Las consecuencias del triunfo electoral de la contrarrevolución no se hicieron esperar. Chamorro privatizó decenas de empresas públicas, acometió miles de despidos, devolvió las fábricas y tierras expropiadas a sus antiguos propietarios... Nicaragua se convirtió en el segundo país más pobre del continente, solo superada por Haití. Las desigualdades sociales alcanzaron niveles previos a la revolución.

La actitud de los principales dirigentes del FSLN, Daniel y Humberto Ortega, fue muy cuestionable. No solo renunciaron a encabezar las huelgas generales y movilizaciones masivas que protagonizaron sus bases contra el nuevo Gobierno contrarrevolucionario, también ordenaron al ejército que seguía bajo su control, como parte de la transición pactada, activar una dura represión.

Vuelta de Ortega al Gobierno y crisis revolucionaria

Los capítulos finales del libro están dedicados a los acontecimientos que se sucedieron desde 1990. El descontento contra el brutal retroceso en los derechos democráticos y sociales bajo Chamorro y los Gobiernos de derechas posteriores dio nuevamente la victoria al FSLN en las elecciones de noviembre de 2006. Este triunfo formaba parte del giro a la izquierda que vivía Latinoamérica, animado por las victorias de la revolución bolivariana liderada por Hugo Chávez en Venezuela y los procesos revolucionarios y elección de Gobiernos de izquierda en otros países.

Las masas esperaban un cambio revolucionario, pero Daniel Ortega pactó con sectores de la clase dominante nicaragüense, estableciendo un régimen que poco tiene de progresista ni antiimperialista. Su Gobierno burgués emplea a fondo la represión militar y policial para golpear a sectores críticos por la derecha pero, sobre todo, a la izquierda y al sindicalismo combativo. Es típicamente bonapartista, ni socialista ni revolucionario. Así se comprobó en 2018, cuando sus políticas capitalistas de recortes y ataques a las pensiones y derechos sociales provocaron una crisis revolucionaria que tuvo su epicentro en barrios obreros y populares de numerosas ciudades, bastiones históricos del sandinismo. La insurrección fue aplastada gracias a una represión salvaje que causó más de 450 muertes y miles de heridos, detenidos y exiliados.

Desde entonces, Ortega se ha aproximado cada vez más al bloque imperialista formado por China y Rusia, buscando estabilidad y beneficios para una oligarquía de la que ya forma parte, junto a reconocidos empresarios y a parte de la jerarquía eclesiástica.

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Hoy, Daniel Ortega encabeza un régimen que poco tiene de progresista ni antiimperialista y mucho menos de socialista. Es un Gobierno burgués que emplea a fondo la represión militar y policial contra la izquierda y el sindicalismo combativo. 

Revolución y contrarrevolución en América Latina

La oleada revolucionaria que vivió Latinoamérica durante la primera década del siglo XXI fue derrotada por los mismos motivos que frustraron la revolución sandinista. En lugar de expropiar a los capitalistas y sustituir el Estado burgués por un Estado revolucionario dirigido por la clase obrera, los distintos Gobiernos de la izquierda reformista promovieron acuerdos con la burguesía y con el imperialismo “amigo” chino, que ha avanzado vertiginosamente en su pugna con el estadounidense por la hegemonía continental y mundial.

Donde la revolución llegó más lejos fue en Venezuela. Chávez resistió los embates imperialistas, mostrando una audacia y compromiso inquebrantables con los oprimidos. Sus nacionalizaciones parciales, y la intervención estatal en la economía, redujeron ampliamente la pobreza elevando los niveles de vida y los presupuestos educativos y sanitarios, construyendo centenares de miles de viviendas. Pero Chávez confió en la posibilidad de avanzar gradualmente al socialismo mediante acuerdos con una supuesta “burguesía patriótica”, apoyándose en el aparato estatal y militar y en la colaboración con los imperialistas chinos y rusos.

El aislamiento de la revolución bolivariana y la falta de medidas enérgicas contra los capitalistas permitieron que una legión de arribistas y carreristas se hicieran con el control de la dirección del PSUV, marginando a los sectores de izquierda más consecuentes y marxistas. Este proceso se aceleró una vez que Chávez murió, y esta casta de burócratas se dedicó a tomar posiciones decisivas dentro del aparato militar y estatal, y fundirse con sectores de la burguesía. Los privilegios y beneficios que obtienen de esa alianza son numerosos. Todavía hablan en nombre del “socialismo”, pero en realidad han laminado la obra de Chávez y destruido las conquistas de la revolución bolivariana, al tiempo que desacreditan las ideas socialistas ante millones de trabajadores.

Marionetas fascistas de EEUU como María Corina Machado o Edmundo González Urrutia, con apoyo de la derecha y ultraderecha global pero también de buena parte de la socialdemocracia, denuncian demagógicamente los privilegios de esta nueva burocracia. El imperialismo estadounidense intenta apoyarse en ellos para recuperar el control directo del país. Venezuela es una pieza importante en la pugna por la hegemonía continental entre EEUU y China ya que posee las reservas petroleras sin explotar más importantes del planeta y grandes yacimientos de oro y otros recursos naturales.

Construir una izquierda revolucionaria, levantar un programa comunista 

Aunque la oleada revolucionaria de comienzos de siglo ha sido derrotada, la debilidad del capitalismo latinoamericano, su dependencia de las potencias imperialistas y el saqueo, pobreza y desigualdad a que condena a las masas, crea las condiciones para nuevas insurrecciones y levantamientos sociales. Solo el freno que suponen los dirigentes de la izquierda reformista ha impedido que los estallidos revolucionarios en Chile, Colombia, Perú y otros países que mencionamos al inicio de esta introducción hayan acabado en la toma del poder por la clase obrera.

La izquierda reformista latinoamericana ha desarrollado una nueva versión de las dos etapas según la cual las masas carecen de fuerza y conciencia para luchar por transformar la sociedad y el objetivo debe ser sellar pactos con sectores de la burguesía y los imperialistas chinos y rusos, pensando que eso garantizará estabilidad y soberanía para aplicar algunas mejoras.

Su consigna de “la Asamblea Constituyente”, que también ha sido asumida, añadiéndole las etiquetas “Libre y Soberana” por la gran mayoría de dirigentes de los partidos comunistas de origen estalinista o maoísta, e incluso por numerosos grupos que se declaran trotskistas, solo ha servido para dar oxígeno a las maniobras de la burguesía y desviar las aspiraciones revolucionarias de las masas a las controladas aguas del parlamentarismo.

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Nuevos estallidos revolucionarios son inevitables en América Latina. El único modo de impedir que la nueva oleada de luchas, levantamientos y revoluciones acabe derrotada es construyendo una izquierda revolucionaria con un programa comunista. 

En los hechos, esta consigna agitada hasta la saciedad ha actuado como una versión actualizada de la teoría etapista de la revolución, como una válvula de seguridad para confundir a la clase obrera y hacerla pensar que con nuevas constituciones o parlamentos burgueses se pueden resolver problemas que requieren precisamente acabar con el orden capitalista. Se quiera o no, este planteamiento político ha concedido un margen precioso a las clases dominantes y el imperialismo para reorganizarse y pasar al ataque.

En la actualidad estamos viviendo una completa transformación de la correlación de fuerzas mundial, y un auge extraordinario de la batalla interimperialista por la hegemonía.  Washington actúa como un animal rabioso, tal como demostró la política criminal y belicista de Biden, apoyando al régimen sionista de Netanyahu en su genocidio contra el pueblo palestino, y promoviendo la guerra en Ucrania a favor del Gobierno neonazi de Zelenski. Y como están confirmando también las amenazas y medidas aprobadas por el Gobierno de extrema derecha de Donald Trump.

Pero esto no hará más que incrementar el rechazo al imperialismo y el malestar social. Nuevos estallidos revolucionarios son inevitables. Las clases dominantes de todos los países lo saben y se preparan para batallas cruciales. En Latinoamérica, como en EEUU y el resto del mundo, sectores clave de la oligarquía están apostando también por ultraderechistas como Milei, Bolsonaro, Kast, etc., cuyo objetivo es aplastar la tremenda fuerza e instinto revolucionario que han mostrado en las calles la juventud y la clase trabajadora, el movimiento feminista y LGTBI, los pueblos originarios, las minorías racializadas... 

El único modo de impedir que la nueva oleada de luchas, levantamientos y revoluciones acabe derrotada es construyendo una izquierda revolucionaria con un programa comunista. Solo así será posible dar respuesta a todas las necesidades sociales, erradicar la barbarie capitalista y garantizar una vida digna y un futuro para la humanidad. 

                                                  

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