Desde su nueva ocupación como tertuliano del Grupo Prisa, Pablo Iglesias ha realizado un entusiasta panegírico de las políticas del estalinismo en la guerra civil española.

El vídeo que reproducimos con su intervención merece una reflexión seria. No es la primera vez que Iglesias nos sorprende con sus declaraciones contradictorias. Pero que le escuchemos elogiar sin ninguna mesura el papel del PCE como partido del “orden”, convertido en un refugio para militares, policías y sectores de la sociedad que velaban por la propiedad y la ley frente a la revolución obrera en marcha, no es tan habitual.

En la trinchera de la socialdemocracia, no del comunismo

Iglesias utiliza para su argumentación una amalgama: reivindica fervorosamente la actuación del estalinismo contra la revolución que estalló en territorio republicano, justificándola como "responsabilidad de Estado", y a renglón seguido defiende el papel heroico de miles de militantes comunistas que sufrieron la represión, las torturas, la cárcel y en muchos casos la muerte, en la lucha contra la dictadura franquista. Lo hace como si una cosa condujera inevitablemente a la otra. Pero no es así ni mucho menos.

Las palabras de Iglesias pueden aparentar altura de miras, y serán música para los oídos de los progresistas del sistema, pero están en las antípodas de las que pronunciaría un luchador consecuente.

Si nos basamos en su razonamiento, en el caso de la revolución rusa de 1917 Lenin debería de haber sido tratado como un provocador, exactamente como hicieron los estalinistas con los militantes de la izquierda anarquista o poumista que reclamaban el triunfo de la revolución socialista en 1936.

Otro tanto se podría decir respecto a la revolución alemana de noviembre de 1918 y el levantamiento espartaquista de enero de 1919. Siguiendo las tesis de Iglesias, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht estarían completamente equivocados, y los dirigentes socialdemócratas que defendían el orden “democrático” de la burguesía habrían actuado correctamente. Que las bandas fascistas golpearan hasta la muerte a los dos líderes del comunismo alemán, por orden del ministro del interior socialdemócrata, Gustav Noske, o que Andreu Nin fuera secuestrado por un comando estalinista en 1937 para ser torturado y asesinado, no serían más que las consecuencias inevitables de desafiar la “democracia” y no cumplir con el servicio a la patria que aquellos momentos exigía.

Somos duros en nuestras valoraciones, pero Pablo Iglesias no hace más que echar tierra a los ojos de miles de activistas que buscan un camino efectivo para combatir a la reacción y la extrema derecha. Con su actuación y declaraciones se ha convertido en el representante de un tipo de oposición muy estimada por el régimen político actual. Dice cosas ocurrentes en las tertulias junto a Carmen Calvo y José Manuel Margallo, en sus artículos algunas veces utiliza incluso tacos para dar más brío a sus argumentos… pero a la hora de la verdad, disciplina a todos los que influye para que se mantengan al lado del PSOE, y lo blanquea constantemente mientras éste aplica la agenda del Ibex 35 y de los grandes poderes fácticos.

De asaltar los cielos y desafiar a la casta, Iglesias se encuentra cada día más cómodo actuando de engranaje necesario en las políticas socialdemócratas, y sometiéndose a las fronteras ideológicas del régimen del 78.

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Las esperanzas de los millones de personas que apoyaron a Podemos para conseguir un cambio radical en sus condiciones de vida han sido sepultadas bajo una avalancha de concesiones políticas.

Orden contra la revolución

Las esperanzas de los millones de personas que apoyaron a Podemos para conseguir un cambio radical en sus condiciones de vida han sido sepultadas bajo una avalancha de concesiones políticas y maniobras cortoplacistas típicas del juego parlamentario más aberrante. Como consecuencia, hace ya mucho que los círculos de Podemos, que antes rebosaban de actividad y de participación, se han vaciado y solo sobreviven como una estructura formal, una ficción que se mantiene por la inercia de los cargos públicos.

Lejos de reconocer su responsabilidad en este desastre, Iglesias busca dotarse de legitimidad histórica para justificarse y lo hace envolviéndose en la bandera del sacrificio de miles de militantes comunistas. El papel protagonista de todos ellos y ellas en la lucha contra la dictadura franquista está más allá de cualquier duda y es un patrimonio del que toda la clase trabajadora debemos sentirnos orgullosos.

Pero de forma torticera, Pablo Iglesias intenta hacer pasar por verdades las mentiras del estalinismo sobre la guerra civil española y sus traiciones a la causa del socialismo. Y no es ninguna casualidad. El pasado no solo es un terreno fértil para la lucha ideológica, también lo es para escatimar claridad a los acontecimientos del presente.

Reivindicando al PCE como “partido del orden” y como el “mejor partido republicano”, Iglesias hace suya la política contrarrevolucionaria del estalinismo, que supeditó a la clase obrera a una supuesta “alianza” con una burguesía progresista inexistente, en aras de convencer a las potencias democráticas (Francia e Inglaterra) de lo adecuado de apoyar a la república. Por supuesto nada de esto ocurrió. Francia e Inglaterra idearon la política de No Intervención y traicionaron al pueblo español. Lo último que querían era una revolución victoriosa que pudiera contagiarse.

Y Stalin, obligado por la presión de la opinión pública antifascista y de la militancia comunista del mundo entero, permitió una ayuda militar limitada y condicionada a no comprometer su política exterior de pactos con esas mismas “potencias democráticas”.

En efecto, el estalinismo se convirtió en el partido de la ley y el orden, el que más eficazmente enfrentó y desbarató la revolución social. Porque el 19 de julio de 1936 el golpe militar fascista no fue derrotado por la acción del Gobierno del Frente Popular, que permitió a los militares que había elevado al más alto escalafón intrigar y conjurar ante sus mismas narices. La derrota fascista se fraguó en las calles de Barcelona, de Madrid, de Valencia, de Málaga, de Almería, de Donosti y decenas de ciudades y localidades, cuando los obreros, armados con lo que tuvieron a su alcance, asaltaron los cuarteles y se enfrentaron a las tropas sublevadas.

Ese triunfo no se detuvo en respetar el orden burgués de la república. Inmediatamente los trabajadores se lanzaron a una actividad revolucionaria más profunda incluso que la de los bolcheviques tras la toma del poder en octubre de 1917.

Iglesias no habla de las milicias que combatieron al fascismo en las primeras semanas. Tampoco de los comités obreros que tomaron miles de fábricas. Ni de las colectividades agrarias que llevaron a cabo la incautación de los latifundios y los pusieron a producir para el pueblo. Tampoco de las patrullas de control que sustituyeron a la odiada policía, ni de los tribunales revolucionarios que acabaron con la justicia capitalista.

No habla de nada de eso, y aunque sabe que sucedió, lo oculta conscientemente porque significaría reconocer que la clase obrera protagonizó una revolución social en su lucha contra el fascismo. Y eso también lo llevaría a admitir que el huevo fascista estaba incubándose por el mismo régimen capitalista republicano que durante seis años de reformas fallidas fue incapaz de satisfacer las aspiraciones de libertad, de pan y tierra de los obreros y los campesinos españoles.

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Iglesias no habla de las milicias, ni de los comités obreros que tomaron miles de fábricas o de las colectividades agrarias. Eso significaría reconocer que la clase obrera protagonizó una revolución social en su lucha contra el fascismo.

Pablo Iglesias intenta utilizar el paraguas de la lucha antifranquista para colarnos su mercancía ideológica: no se podía hacer la revolución socialista en los años 30, y tampoco se puede hacer ahora. Es más, declara que el “orden y la ley” era el mejor antídoto contra el fascismo en los años treinta. ¿Ahora también lo es defender el régimen del 78 y la alianza con el PSOE para combatir al PP y a Vox? No parece que sea así realmente. Lo ocurrido en las elecciones a la comunidad de Madrid el pasado mes de mayo, demuestra que la desmovilización, la paz social, el abandono de la lucha de clases, lo que hace es reforzar a la reacción.

En definitiva, se intenta sustituir el “Si se puede” por el “No se puede” manipulando la memoria histórica. Y hay otro aspecto clamoroso que muestra esa manipulación. En su recapitulación, Pablo Iglesias se salta intencionadamente una etapa de relevancia crucial para entender la situación actual. Silencia totalmente el papel de los dirigentes del PCE en el proceso de la Transición.

¿Qué papel jugó el PCE en la Transición?

Si algún partido puede reclamar para sí mismo la dudosa gloria de haber sido el arquitecto de la Transición y de su retoño, el régimen del 78, es precisamente el PCE, que tenía bajo su influencia directa a la flor y nata de la vanguardia obrera y juvenil.

En la fase final del franquismo, cuando la dictadura hacía aguas por todas partes, cuando era cada vez más evidente para amplios sectores de la clase dominante que tras la muerte de Franco iba a ser imposible mantener su régimen represivo, la dirección del PCE se ofreció a pilotar una transición a la “democracia” que no alterara en lo sustancial el orden capitalista y que frenara en seco una movilización social creciente que amenazaba con desbordarse. Una política de colaboración de clases que bebía directamente de su posición en los años de la revolución y la guerra civil.

Para decenas de miles de trabajadores y trabajadoras la lucha antifranquista era parte de otra más amplia contra el sistema capitalista. La caída de la dictadura portuguesa en 1974 y la situación abiertamente revolucionaria que se desarrolló a partir de marzo de 1975, dio ímpetu al movimiento en el Estado español. Las enormes huelgas obreras de 1976 y el colapso del gobierno de Arias Navarro y Fraga Iribarne pusieron de manifiesto las enormes dificultades que enfrentaba la burguesía para gobernar.

La correlación de fuerzas era muy favorable a la clase obrera, aunque los narradores “progresistas” de la historia de aquellos años nos quieran hacer creer lo contrario. Lo que la alteró, ayudando a recomponer la confianza de la oligarquía, fue la decisión de la dirección del PCE, en clara continuidad con la política seguida en la guerra civil, de ayudar a toda costa a mantener intacto el régimen capitalista frenando a la clase obrera.

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Durante la Transición, la correlación de fuerzas era muy favorable a la clase obrera. Lo que la alteró fue la decisión de la dirección del PCE de ayudar a toda costa a mantener intacto el régimen capitalista frenando a la clase obrera.

El prestigio y la autoridad ganados por los militantes y cuadros comunistas durante décadas de lucha clandestina fueron puestos al servicio del pacto social y de una salida a la dictadura que conservara íntegro su aparato estatal. Una pieza decisiva en esa operación fue la propuesta de “amnistía” formulada por Santiago Carrillo, secretario general del PCE, herencia de su famosa doctrina de la “reconciliación nacional”.

La propuesta, un pacto de punto y final en esencia, se recibió con entusiasmo por los políticos más astutos del régimen, los jueces fascistas y policías represores, porque para ellos significaba una garantía de impunidad. Torturadores y asesinos tan abyectos como el comisario Conesa o Billy el Niño, los magistrados de los tribunales franquistas y militares con las manos manchadas de sangre, pudieron respirar tranquilos y seguir ocupando posiciones de mando en la dirección del ejército y la policía, en el tribunal Supremo o la Audiencia Nacional.

Pero la mayoría de los militantes y simpatizantes comunistas, no los arribistas y carreristas,  esperaban otro resultado de sus años de lucha, esperaban otro tipo de salida de la dictadura. Cuando comprobaron cual era la verdadera naturaleza de la Transición se extendió el llamado “Desencanto”. Miles de militantes abandonaron el PCE, desmoralizados y desilusionados. Pablo Iglesias se apropia de esa memoria histórica para defender precisamente la política que la traicionó, y que hoy imita Unidas Podemos a través de su alianza sin principios con el PSOE.

Para redondear su obra de confusión, a la que tan gratamente presta sus recursos el Grupo Prisa, Iglesias adopta una actitud compungida al hablar de los “crímenes cometidos en nombre del comunismo”, metiendo en el mismo saco la plenamente justificada lucha armada contra el fascismo, y los repugnantes crímenes de la burocracia estalinista, cuyas principales víctimas fueron precisamente quienes defendían con firmeza las auténticas ideas de Marx, Engels y Lenin.

Estamos asistiendo a un fenómeno del que ninguna formación ni tendencia política puede escapar. La crisis del capitalismo es de tal envergadura que no deja salidas intermedias. Los proyectos reformistas a la “izquierda” de la socialdemocracia tradicional, que renunciaron a la lucha de clases, al marxismo y la revolución, como el que promovió Pablo Iglesias, hacen aguas. Y si algo va a servir para hundirlos más en el fango es su reivindicación abierta del programa estalinista.

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