En noviembre de 2015 Mauricio Macri logró una victoria pírrica en la segunda vuelta de las elecciones argentinas. El candidato de la oligarquía, la derecha golpista y neoliberal, y del imperialismo, quedó muy lejos del holgado triunfo que todas las encuestas prometían: venció con un 51,40% y 12.903.301 sufragios, frente al 48,60% y 12.198.441 papeletas, de Daniel Scioli, candidato kirchnerista. El resultado electoral puso de manifiesto la gran polarización social que ya entonces vivía el país.
Su triunfo fue celebrado con entusiasmo por las bolsas y toda la prensa de derechas, que no dejaron de alabar el “nuevo orden social” que prometía el flamante presidente. Macri se erigió como el mirlo blanco con el que la burguesía del continente y sus amos de Washington pretendían poner el RIP al gran movimiento de masas que en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador y la propia Argentina, dio lugar a crisis revolucionarias y precipitó la llegada de gobiernos reformistas que, utilizando una retórica antiimperialista, se desviaron de la agenda ortodoxa neoliberal. Macri era la supuesta confirmación de que la derecha podría reconstruir su base social y tener éxito.
Por supuesto, su ascenso también reflejó el fracaso de ese supuesto modelo de reformismo latinoamericano. Es evidente que las políticas de Néstor Kirchner y Cristina Fernández supusieron en determinados aspectos un cambio respecto a los gobiernos privatizadores y reaccionarios anteriores. Pero los juicios a los responsables de los crímenes de la dictadura o las reformas de tipo asistencial que aprobaron con un apoyo social notable, no significaron un cambio en las estructuras capitalistas del país, afianzando un modelo dependiente de las exportaciones de materias primas que permitieron al capital financiero y la oligarquía tradicional acumular grandes beneficios. Argentina consolidó en aquellos años una enorme deuda externa en dólares, y abrió de par en par su tejido productivo a la precarización, los bajos salarios y el dominio de los grandes monopolios imperialistas en los sectores estratégicos de su economía.
El desencanto era patente en el último periodo de gobierno de Cristina, y la situación empeoró con el discurso derechista de su candidato, Scioli, que multiplicó sus guiños a los sectores empresariales y financieros, y no disimuló su ansia por copiar el modelo represivo de Macri cuando éste era gobernador de Buenos Aires. Los lazos con la burocracia sindical más corrupta, y sus orígenes menemistas de los que siempre se jactó, fueron otro obstáculo evidente para que un personaje como Scioli pudiera derrotar a la derecha. El descontento entre las capas medias, y la desilusión ante un candidato peronista que defendía el ajuste y la austeridad, dieron el triunfo al que pretendía pasar por representante del “cambio”.
Un presidente al servicio de la oligarquía y las multinacionales
No pasó mucho tiempo para que la careta demagógica de Macri cayera estrepitosamente. En los primeros meses se aprobaron 40 decretos, a cual más agresivo y derechista, una auténtica declaración de guerra contra los trabajadores, los pensionistas y la juventud. El “Gobierno del cambio” devaluó el peso, eliminó impuestos a la oligarquía tradicional, aprobó subidas en el recibo de la luz e incrementos del precio del transporte y puso encima de la mesa el despido de miles de empleados públicos. El carácter del nuevo Gobierno quedó claro también en el terreno de los derechos democráticos: nombró como cargos públicos a personajes ligados a la dictadura y liberó a torturadores que estaban encarcelados.
Pero el estrecho margen con el que Macri ganó las elecciones era un claro indicativo de que la clase obrera y los sectores más desfavorecidos no se iban a quedar de brazos cruzados. Los trabajadores públicos, los maestros, los pensionistas, las mujeres, los estudiantes, protagonizaron importantes movilizaciones desde el primer momento, destacando el gran conflicto con los jubilados por la reforma de las pensiones que acabó con una brutal represión policial ante el parlamento. En este ambiente de resistencia, la irrupción de la lucha de las mujeres contra la violencia machista, la justicia patriarcal y por el derecho al aborto, ha marcado un punto de inflexión.
La presión en la calle ha acabado por desbordar a unas direcciones sindicales que han mantenido, en general, una actitud conciliadora para asegurar una paz social rota en numerosas ocasiones por la presión desde abajo. Y así fue como nuevamente el martes 25 de septiembre, el empuje de las masas experimentó un gran paso adelante. Ese día Argentina vivió la cuarta huelga general desde que Macri llegó a la presidencia. Esta gran movilización tuvo su preludio el día anterior con la convocatoria de huelga por parte de las dos ramas de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), huelga general a la que se sumó la Confederación General del Trabajo (CGT) al día siguiente. El país quedó totalmente paralizado: transporte por carretera, ferroviario y aéreo, la administración pública, la sanidad y educación y una enorme lista de grandes y pequeñas empresas. Como la prensa capitalista tuvo que reconocer, fue una contundente demostración de fuerza de la clase obrera en defensa de unas condiciones de vida dignas frente al saqueo de la oligarquía, el FMI y las políticas del gobierno.
Macri se mueve sobre un gran polvorín social, y ahora que la economía argentina amenaza con hundirse puede estallar. La perspectiva de un nuevo Argentinazo como en 2001 está presente en la situación.
La economía argentina en barrena
El 14 de septiembre de 2018, eleconomista.es señalaba la siguiente idea: “Los países que han experimentado una caída de sus monedas de más del 40% en un año, generalmente han sufrido recesiones de más del 6% al año siguiente”.
Hoy la caída del peso argentino ha superado con creces esa cifra y la inflación consume los recursos de la economía del país. La financiación externa se ha cortado en seco y los costes del endeudamiento se han disparado, estancando la inversión. La pregunta no es si habrá recesión, sino cómo de profunda será; de hecho el propio gobierno estima que la economía retrocederá un 2,4% en 2018.
El pesimismo domina entre los analistas que intentan trazar una perspectiva de los acontecimientos argentinos. En un artículo publicado el 28 de septiembre en El País y titulado ‘Tocar fondo otra vez’, podíamos leer: “La única posibilidad real de salvación consiste en que tanto los propios argentinos como los inversores internacionales tengan fe y decidan que esta vez, a diferencia de las anteriores, las cosas saldrán bien”. Esta apelación a la providencia es toda una declaración de principios.
La frágil economía argentina, golpeada por distintos factores internos y externos (peso de la deuda y dependencia de la financiación externa por un lado, y subida de los tipos de interés en EEUU, hundimiento de la lira turca, etc., por otro), profundizó su crisis durante el mes de abril. El tipo de cambio del peso argentino se derrumbó y, para apoyar a la moneda nacional, el Banco Central de Argentina aumentó la tasa de interés del 27,25% hasta el 40%; tan sólo en una semana vendió casi el 10% de sus reservas en divisas extranjeras. De nada sirvieron estas medidas: el peso ha experimentado una devaluación del 53% en los últimos 12 meses. El 1 de agosto 1 dólar se compraba por 28 pesos pero, en octubre, la moneda estadounidense cotiza a 38,90 pesos (a principios de septiembre el dólar llegó a cotizar a 41,71 pesos), a pesar de que la tasa de interés supera ya el 73%, la más alta del mundo.
En el mes de mayo Macri recurrió al FMI para obtener un préstamo por valor de 50.000 millones de dólares a condición de que el Gobierno argentino llevara a cabo un duro plan de ajuste. Pero eso no ha impedido que la economía argentina siga su descenso al abismo.
La inflación ha alcanzado el 35% en los últimos 12 meses y las previsiones apuntan a que en diciembre se situará muy por encima del 40%. La fuga de capitales ha alcanzado los 16.676 millones de dólares el primer semestre de 2018, incrementándose un 117% respecto a 2017, año en que alcanzó los 22.148 millones de dólares. La perspectiva de un nuevo “corralito” cobra cada vez más fuerza.
Ante una situación cada vez más crítica, Macri negoció a la desesperada un nuevo acuerdo con el FMI ante el fracaso del primer plan, que se concretó finalmente el pasado 27 de septiembre. El FMI sumó otros 7.000 millones de dólares a los 50.000 millones iniciales y adelantó además los plazos de entrega a 2019. “De 6.000 millones previstos para 2018 se pasa a 13.400 millones. En 2019 se pasa de 11.400 millones a 22.800 millones” (El País, 27/9/18). A cambio, el Gobierno se ha comprometido a reducir a cero el déficit fiscal primario (antes del pago de intereses de la deuda) para el año próximo, y ofrece ante el altar del FMI nuevos y más profundos recortes que hundirán todavía más las ya de por si deterioradas condiciones de vida de la población argentina.
De hecho, el plan puesto en práctica por el nuevo director del Banco Central de Argentina (BCA), Guido Sandleris, que sustituye al dimitido Luis Caputo, quien abandonó su cargo el 25 de septiembre día de la última huelga general, implica una colosal sangría de recursos y la profundización de la recesión económica. Los especuladores financieros se frotan las manos, ya que el plan supondrá extraordinarias ganancias para ellos.
El mecanismo activado por el gobierno es el siguiente: con el fin de “convencer” a los bancos para que apuesten por el peso argentino, el BCA ha emitido bonos en pesos, a los que ha llamado “Leliq” (letras de liquidez), de vencimiento semanal, que solo pueden ser operados entre los bancos. Con estos bonos pretende retirar pesos de la circulación con el objetivo de mantener su valor frente al dólar. Por estas “letras”, el BCA está pagando un interés del 73,3% y los más optimistas auguran que estos intereses no bajarán del 60% por lo menos hasta diciembre. Este plan le cuesta hoy al BCA 23 millones de dólares diarios, una sangría de recursos que amenaza las reservas argentinas y aumenta el riesgo de que la economía entre en suspensión de pagos.
¡Abajo Macri, por un Gobierno obrero que acabe con los recortes y la austeridad!
Mientras todo esto ocurre en las cumbres financieras, y el saqueo se planifica con esmero, el nivel de vida de las masas argentinas se encuentra al borde del colapso. Según las estimaciones oficiales, 27 de cada cien argentinos viven en la pobreza, y en los últimos seis meses 800.000 personas engrosaron sus filas. La Universidad Católica Argentina estima que la pobreza alcanza al 33% y que uno de cada diez argentinos es indigente. El número de ciudadanos que no tiene acceso a agua corriente es de 3,2 millones, y el que carece de sistema de alcantarillado alcanza los 9,5 millones.
Argentina podría entrar en un plazo no muy lejano en una nueva crisis revolucionaria como la de 2001. Hay muchos factores objetivos que trabajan para un desenlace semejante. Por eso es fundamental que el factor subjetivo, es decir, la dirección revolucionaria, se prepare para los acontecimientos turbulentos que están por venir.
La confrontación con el Gobierno ha llegado a un momento decisivo, y en este punto es necesario impulsarla a un nivel superior con un programa revolucionario. La clase obrera argentina ha dado sobradas muestras de su voluntad de luchar hasta donde haga falta para enfrentarse al infierno que la política de Macri, los grandes capitalistas argentinos y el FMI.
Hay que preparar las condiciones en los centros de trabajo, en los barrios, escuelas y universidades, a partir de la acción de los sindicatos combativos y clasistas, las organizaciones de la izquierda anticapitalista y los movimientos sociales y populares, para la convocatoria de una huelga general indefinida con un objetivo central: ¡abajo este Gobierno de la oligarquía y el capital y sustituirlo por uno de la clase obrera!
Un objetivo así sólo puede alcanzarse ganando a la mayoría de la clase trabajadora a un programa socialista. Esta, sin duda alguna, es la tarea central que deberían tener las organizaciones de la izquierda que se reclama del marxismo y del trotskismo, empezando por el Frente de Izquierdas y de los Trabajadores (FIT). Una tarea que debe partir de una estrategia no sectaria para sumar a esta batalla a la base militante de las organizaciones de la izquierda peronista, que están girando hacia la confrontación con el Gobierno y buscan una salida socialista a la crisis.
Existe una oportunidad histórica para transformar radicalmente la situación en Argentina, asestando un golpe decisivo a la reacción. Después de la experiencia fallida de la revolución bolivariana y los fracasos de los gobiernos reformistas, hay que volver a insistir que frente a la colaboración de clases necesitamos llevar adelante el programa del socialismo internacionalista basándonos en el poder de los trabajadores.