Cada día que pasa desde que los talibanes tomaron Kabul, la dimensión histórica de la humillante derrota del imperialismo estadounidense, y el carácter irreversible de su decadencia, es imposible de ocultar.
Tras la desintegración del Gobierno y el ejército afganos –un colapso sin apenas precedentes en la historia– los talibanes se hicieron con la capital sin disparar un solo tiro. En los agónicos días que siguieron a su triunfo los medios nos han inundado con las impactantes imágenes de una huida apresurada en helicópteros desde la embajada americana, y de un abarrotado aeropuerto con miles de personas desesperadas por salir del país.
El colofón sangriento en este caos lo puso el ISIS con el doble atentado en el que murieron cerca de 200 personas, incluidos trece militares estadounidenses. Después de 20 años de intervención militar extranjera “contra el terrorismo y por la democracia”, la masacre perpetrada por el grupo yihadista, nacido directamente de la ocupación estadounidense, escribe toda una metáfora.
Las operaciones de evacuación no se han prolongado más allá del 31 de agosto, salpicadas por las crónicas y reportajes que el circo mediático ha vomitado a conciencia. Pero el fraudulento “humanitarismo” de Biden y sus aliados pronto ha dejado paso al cinismo más cruel: la UE, implicada hasta los tuétanos en la debacle, pondrá en marcha medidas excepcionales para impedir una avalancha de refugiados afganos y pagará miles de millones a Turquía o Qatar para que levanten nuevos campos de internamiento.
Un punto de inflexión en las Relaciones Internacionales
Debemos comprender seriamente la dimensión de lo ocurrido. No se trata de una derrota de Biden en exclusiva sino del imperialismo occidental en su conjunto, y de un cambio trascendental en las Relaciones Internacionales (RRII) tejidas en los años posteriores al colapso de la URSS.
La huida estadounidense de Afganistán no se puede desvincular del ascenso incontenible de China como superpotencia económica, tecnológica y militar, de los efectos de la Gran Recesión de 2008 y la crisis de sobreproducción no resuelta, del ascenso de la lucha de clases y la enorme polarización que sacude todos los continentes, de la deslegitimación del parlamentarismo burgués y el avance del totalitarismo de derechas y, finalmente pero no menos importante, de la catástrofe derivada por la Pandemia y el cambio climático.
EEUU está sufriendo derrota tras derrota. Perdió la partida en Iraq y en Afganistán después de años de guerra. Paquistán ya no obedece las indicaciones del Departamento de Estado y su estrategia contra Irán se ha estrellado contra un muro. No ha conseguido sus objetivos en Siria (aunque ha reducido el país a escombros ayudando a los integristas). En Palestina los planes de paz han saltado por los aires mientras Israel atraviesa la mayor crisis social y política de su historia. Tampoco le ha ido mejor en Sudán, ni en Myanmar, ni en Libia, por no hablar de América latina, donde sus apuestas golpistas fracasaron miserablemente en Bolivia o Venezuela. En la África subsahariana, EEUU no juega ya ningún papel relevante frente al dragón asiático.
China habla de tú a tú a una potencia que se creía imbatible y con impunidad para ocupar militarmente cualquier parte del planeta. Pero no es la única. Rusia hace lo mismo, asegurando su control de Crimea, Bielorrusia, plantando cara a Ucrania y a la OTAN, extendiendo su influencia por la exrepúblicas soviéticas del Caúcaso y Ásia.
La guerra es una actividad muy lucrativa
Desde los tiempos de Jimmy Carter y Reagan, el imperialismo estadounidense dedicó a la intervención militar en Afganistán una barra libre de recursos. El estudio más completo, el Proyecto Costes de Guerra de la Universidad de Brown, arroja la cifra de 2,26 billones de dólares tan solo en los últimos 20 años, es decir, 300 millones de dólares al día durante. De todo este maná apenas llegaron migajas a la población.
Pero ¿quién se ha llenado los bolsillos entonces? El complejo militar-industrial encontró en la “guerra contra el terrorismo” un negocio redondo tras la desaparición del “enemigo soviético”. Los datos son apabullantes: la aeronáutica Lockheed Martin se convirtió en el mayor proveedor para las operaciones en Afganistán, y solo en 2013 obtuvo contratos por valor de 44.100 millones de dólares, seguida de cerca por Boeing. Raytheon ha obtenido 25.000 millones en contratos y BAE Systems otros 20.000.
La “privatización” de la guerra, el eufemismo utilizado para designar las fortunas que amasan las grandes corporaciones en todas las guerras imperialistas, llenó de oro al negocio de la logística, los suministros, la atención médica o la seguridad privada. Afganistán se transformó en un nuevo El Dorado para los “contratistas”.
Junto al complejo militar-industrial, el sector financiero, los grandes bancos y fondos de inversión también han hecho su agosto con la guerra. Casi la totalidad de este descomunal gasto militar se ha pagado con créditos bancarios. El estudio de la Universidad de Brown estima que ya se han desembolsado más de 500.000 millones de dólares en intereses y calcula que para 2050 los intereses de la deuda de la guerra afgana podrían alcanzar los 6,5 billones de dólares.
El imperialismo estadounidense ha dedicado casi 100.000 millones de dólares a la formación del ejército afgano, pero era un ejército solo en el nombre. La corrupción lo recorría de arriba abajo: miles de soldados fantasma que en realidad no existían pero cuyos salarios sí se embolsaban sus mandos, líneas de suministro imaginarias que dejaban a las tropas sin comida, agua ni municiones o el desvío directo de miles de millones a los señores de la guerra.
La desintegración del ejército y del aparato estatal afgano ha sido recibida “con sorpresa” por los medios de comunicación y el propio Gobierno estadounidense. Sin embargo, la falacia de la reconstrucción y unas instituciones afganas completamente ficticias era perfectamente conocida por las sucesivas administraciones de EEUU.
Once informes anuales del supervisor estadounidense para la reconstrucción pusieron sobre la mesa la situación que hemos descrito. En 2019, el Washington Post desveló los llamados “Papeles afganos”, una investigación del ¡propio Gobierno! que reunía más de 2.000 páginas de entrevistas a participantes en todos los niveles en la intervención en Afganistán. Demostraba el conocimiento que había en la Administración de la auténtica situación que se vivía en el país ocupado. La corrupción era un desagüe para los miles de millones que se enviaban a Afganistán, y no se estaba ganando la guerra ni se tenía una idea clara de cómo ganarla. Pero todos eligieron mirar hacia otro lado y que la situación continuase igual, ante el riesgo que implicaba plantear la retirada o incrementar la escalada militar enviando más tropas.
Ni democracia, ni progreso. El terrible saldo de la ocupación
Mientras corría este torrente de dinero, y contra lo que decía la propaganda de todos los Gobiernos y medios de comunicación occidentales, en Afganistán ni se desarrollaba la democracia, ni se reconstruía el país ni se defendían los derechos de las mujeres.
Es cierto que pequeñas capas de la población en las grandes ciudades —vinculadas a la administración creada por EEUU, a contratistas de todo tipo y ONG occidentales— mejoraron su situación. La mejor prueba de esto es lo ocurrido en Kabul. La capital pasó de medio millón de habitantes en 2001 a cuatro millones en la actualidad, pero la desigualdad que sufre es brutal: barrios enteros de chabolas que sobreviven de la basura, contrastan con el barrio de Shirpur en el que se concentran las mansiones de lujo de los señores de la guerra.
Estos encabezaban las diferentes facciones de la brutal guerra civil que asoló el país tras la salida de las tropas soviéticas, y fueron recuperados por el imperialismo estadounidense y sus aliados de la OTAN para dirigir el país. Desde entonces han sido la autoridad real en numerosas provincias, saqueando la riqueza del país y el dinero supuestamente dedicado a la “reconstrucción”, que en teoría superaba el Plan Marshall para europa tras la Segunda Guerra Mundial.
Ante el avance de los talibanes, estos mafiosos, que habían prometido públicamente resistir “hasta la última gota de sangre” movilizando sus milicias privadas, se dividieron entre los que huyeron en mitad de la noche (Atta Noor o Dostum), los que se rindieron (Khan) o los que intentan formar un “Gobierno de unidad” con los talibanes (Karzai, Abdulá o Hekmatiar). Han cambiado de bando como el que cambia de calcetín, y ahora se venden a los poderes extranjeros que pugnan por ganar la influencia decisiva: China, Irán, Qatar o Pakistán.
La corrupción de la administración afgana y de estos señores de la guerra, organizados en una auténtica cleptocracia, ya se tragaba el 25% del PIB en 2010. Mientras tanto, el 72% de la población vive hoy bajo el umbral de la pobreza y más del 30% enfrenta “inseguridad alimentaria”.
La situación para las mujeres y los niños es otro ejemplo terrible de lo que realmente ha significado veinte años de intervención imperialista. El 87% de las mujeres afganas son analfabetas (dos tercios de las niñas no van a la escuela) y el 75% de las adolescentes se siguen enfrentando a un matrimonio forzado. El nuevo Código Penal de la “democracia”, instaurado por EEUU, no modificó la legislación referente a la violencia contra las mujeres de la época talibán manteniendo en pie castigos como la lapidación por adulterio. Se calcula que un 90% de las mujeres sufre depresión o trastornos por ansiedad y que el 80% de los suicidios son de mujeres hartas de sufrir una violencia generalizada y estructural.
La violencia sexual contra la infancia ha sido tolerada con total impunidad por las fuerzas de ocupación de EEUU, Alemania, Holanda o España. Entre los militares y policías afganos estaba extendida la figura de los bacha bazi (literalmente, “jugar con los niños”, eufemismo que camufla la esclavitud sexual infantil). Los mandos occidentales conocían esta situación y simplemente se cruzaban de brazos y dejaban hacer a sus pupilos. Los pocos soldados estadounidenses que se atrevieron a denunciarlo fueron expulsados del ejército.
En estas dos décadas solo se puede hablar de un auténtico éxito en Afganistán: la producción de heroína. Supuestamente el ejército estadounidense ha gastado 10.000 millones de dólares en la “lucha contra la droga”, pero Afganistán es el principal productor de opio, copando el 90% del mercado mundial de heroína.
El opio representa alrededor de un tercio del PIB afgano. Es, con diferencia, el mayor cultivo del país y proporciona cerca de 600.000 empleos. Los talibanes son grandes beneficiados: algunos informes cifran en un 60% el porcentaje que cubre de sus finanzas, pero no son los únicos. Los señores de la guerra y funcionarios de alto rango de la administración afgana participan del negocio de la heroína. Numerosas plantaciones son directamente vigiladas por policías locales. Y la heroína también ha formado parte de la intervención estadounidense: el New York Times informó en 2009 de que la lista de traficantes con la que trabajaba el Pentágono no incluía a aquellos que se habían puesto del lado de las tropas de EEUU.
La otra cara de este negocio es el incremento explosivo del número de adictos dentro de Afganistán. Según la ONU, se ha pasado de 200.000 heroinómanos en 2005 a cerca de 2,5 millones en 2015, con una extensión particularmente dramática entre las mujeres y los niños. La ONU consideraba en 2015 que un 9,5% de las mujeres eran adictas y un 9,2% de los niños de hasta 14 años había dado positivo en una o más drogas. Unas cifras que la propia ONU considera que están aumentando sin duda y a mayor ritmo.
El papel del imperialismo chino
No es ningún secreto que los dirigentes chinos han alentado a las fuerzas talibanes, proporcionando cobertura política a sus máximos líderes, recibidos con todos los honores en la capital china, contribuyendo con apoyo militar a través de Irán, y garantizando reconocimiento exterior e inversiones a cambio de que el futuro Gobierno integrista mantenga una razonable estabilidad interna y no desate una guerra civil.
En los últimos días las declaraciones chinas se han multiplicado. "La historia de Afganistán ha entrado en una nueva página tras la retirada de las tropas occidentales. Los afganos tienen ahora un nuevo punto de partida para encontrar la paz a nivel nacional y centrarse en su reconstrucción", señaló el martes 31 de agosto el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores Wang Wenbin en rueda de prensa.
Por supuesto, lo que puede pasar no se decide solo en China, pero lo que sí ha dejado claro el régimen de Xi Jingping es que su política exterior, que al fin y al cabo es una prolongación de la interior, no tiene nada de comunista ni de proletaria. Respaldar a los talibanes está en las antípodas del marxismo leninismo. Es realpolitik imperialista, pura y dura.
El interés de China en Afganistán tiene dos ejes: asegurar sus intereses en un país con una posición geoestratégica clave y explotar lo más posible la imagen de decadencia e incapacidad que está dejando el imperialismo estadounidense.
Hasta ahora, a pesar de inversiones nada desdeñable en las infraestructuras viarias y en el sector minero, el Gobierno afgano se había negado a participar en el proyecto estratégico de transportes y comunicaciones auspiciado por China (la conocida como La nueva ruta de la seda). La derrota del imperialismo americano y la desintegración de su Estado títere pueden cambiar el panorama radicalmente.
Según informes aparecidos en la prensa económica, Afganistán tiene unas reservas estimadas de 1,4 millones de toneladas de tierras raras como lantano, cerio, neodimio y otros minerales fundamentales para la producción de tecnología como el litio. De hecho, en 2019 EEUU importó el 80% de las tierras raras que necesitaba de China, mientras que en la UE el porcentaje rondaba el 98%.
Diferentes estimaciones calculan que estos recursos potenciales de tierras rasas podrían tener un valor estimado de 2,5 billones de euros. A esta riqueza hay que sumar reservas de 60 millones de toneladas de cobre, 2.200 millones de toneladas de mineral de hierro y vetas de aluminio, oro, plata, zinc y mercurio, que suponen un gran atractivo para inversión china.
Pero la situación que se ha abierto en Afganistán no será un camino de rosas para Beijing. La intervención militar estadounidense hacía a Washington responsable en la zona. A partir de ahora, la estabilidad que busca China va a tener que garantizarla por sus propios medios y por los que aporten sus socios (Rusia, Pakistán e Irán), que no siempre coinciden en sus intereses.
Los dirigentes chinos han declarado abiertamente que su preferencia tras la salida americana es un Gobierno de coalición “islámico, pero abierto e inclusivo”, según la portavoz de Exteriores, Hua Chunying. Pero el colapso tan demoledor de los americanos y sus aliados abre un camino diferente, con los talibanes concentrando todo el poder a una escala que no tuvieron en el pasado.
La cuestión central para China será hasta qué punto su “diplomacia económica” imperialista, y la colaboración con Pakistán —principal patrocinador de los talibanes— puedan proporcionar esa ansiada estabilidad. De momento, la contención de los talibanes señala que los intereses en juego geoestratégicos y materiales van a empujar por la senda de evitar una nueva guerra civil sangrienta. No estamos en 1996, cuando por primera vez los talibanes tomaron el poder: ni China ocupa la misma casilla en el tablero internacional, ni EEUU es aquella potencia que se vanagloriaba del “fin de la historia”.
Solo el pueblo salva al pueblo
El Gobierno Biden ha sufrido un revés durísimo y acusa una gran caída de popularidad que está siendo aprovechada por la derecha trumpista. Pero los dos sectores de la burguesía estadounidense representados por demócratas y republicanos tienen las mismas recetas para paliar la pérdida de peso internacional de EEUU: profundizar la lucha contra China y golpear las condiciones de vida la población americana.
En Afganistán, la reacción fundamentalista levanta la cabeza. Los talibanes, el fruto de una operación puesta en marcha por Carter y Reagan con el apoyo de Pakistán y Arabia Saudí para combatir a los soviéticos, se han hecho con el país. ¿Qué podemos esperar de ellos? Lo hemos visto en las últimas décadas: el fundamentalismo islámico juega el mismo papel que las bandas fascistas, desarticula los movimientos revolucionarios y permite que el capitalismo siga funcionando.
Los imperialistas y el integrismo son dos caras de una misma moneda: se alimentan y necesitan en esta era de crisis global, recesión, pandemia y descomposición capitalista.
Los que han hecho posible el escenario de horror en Afganistán son los mismos que lo hicieron antes en Iraq, en Siria, en Libia o en Yemen. Sí, por un lado son los talibanes, el Estado Islámico, todo tipo de bandas reaccionarias yihadistas…, pero detrás están sus patrocinadores, las monarquías reaccionarias del Golfo, los mulás en Irán, el imperialismo que crea las condiciones para que existan, cuando no los organiza y fortalece directamente.
Es muy posible que los talibanes lleguen a acuerdos relevantes con China. Pero en la China capitalista actual tampoco hallarán las masas afganas, ni de ningún país, la solución a sus problemas. Tampoco en los mensajes hipócritas de Occidente, que la socialdemocracia y sus nuevos aliados de la nueva izquierda reformista tratan de blanquear a toda costa.
En estos años, la Unión Europea ha devuelto a Afganistán a miles de refugiados que huían de la guerra o los ha encerrado en campos de “internamiento”. Ha financiado a los regímenes de Turquía o Marruecos y a los señores de la guerra libios para que hagan de guardias de fronteras. Hoy hacen llamamientos hipócritas a que se respeten los derechos de las mujeres afganas, al tiempo que preparan nuevas medidas para aumentar su opresión.
Solo hay un camino para resolver el caos al que arroja el capitalismo a un país tras otro: la revolución socialista, la toma del poder por parte de la clase obrera al frente de las masas oprimidas, con un programa para derrocar a la oligarquía y al imperialismo, que expropie las palancas fundamentales de la economía y las ponga bajo el control democrático de la población.
No hay otra opción: ¡socialismo o barbarie!