Las masivas movilizaciones del pueblo argelino, que desde el 22 de febrero sale cada viernes a las calles para protestar contra la corrupción del régimen y contra la pobreza, han creado graves grietas en la cúpula del poder. Inicialmente las manifestaciones tenían como objetivo protestar contra el intento del régimen de perpetuarse presentando a Abdelaziz Buteflika, presidente del país desde 1999, como candidato a su quinta reelección en las próximas elecciones. En un intento de calmar la movilización popular, el 11 de marzo se anunció que Buteflika retiraba su candidatura, pero lejos de conseguirlo esta concesión animó aún más a las masas argelinas, que continúan su protesta con mayor fuerza.
A sus 81 años, gravemente enfermo, casi sin habla y obligado a pasar largas temporadas en un hospital suizo, Buteflika no es más que el hombre de paja de la camarilla burocrático-militar que dirige el país desde el golpe de Estado de 1965. Hasta ahora ha contado también con el apoyo del empresariado, del principal partido islamista, el MSP (Movimiento por la Sociedad y la Paz), vinculado a la Hermandad Musulmana, y de las grandes potencias occidentales, con Estados Unidos y Francia a la cabeza. Además del interés del imperialismo por las inmensas reservas de hidrocarburos de Argelia, el gobierno argelino es desde hace muchos años un fiel aliado de las intervenciones militares en África, que, bajo la excusa de la “guerra contra el terrorismo”, responden a los intentos de las potencias imperialistas por controlar las riquezas minerales de los países del Sahel: uranio en Níger, oro en Mali, petróleo en Chad, diamantes en la República Centroafricana.
El miedo a la revuelta popular, clave de la fallida candidatura de Buteflika
La causa del apoyo unánime de las potencias imperialistas, la burguesía argelina y la cúpula del Ejército a la candidatura de Buteflika es que veían en ella la posibilidad de aplazar la creciente revuelta de una población empobrecida y frustrada por la destrucción de las conquistas históricas que siguieron a la victoria del Frente de Liberación Nacional (FLN) en la guerra de independencia contra el poder colonial francés.
En 1962, el nuevo gobierno del FLN nacionalizó la tierra y las principales empresas y estableció un sistema de planificación central orientado a mejorar las condiciones de vida de la población argelina, sumida en la miseria después de más de 130 años de dominio colonial francés y destrozada por una represión que dejó casi un millón de muertos y destruyó innumerables aldeas y pueblos.
A finales de los años 80, coincidiendo con el colapso de la Unión Soviética, el gobierno inició un programa de privatizaciones, provocando un masivo levantamiento popular. La ausencia de una organización revolucionaria de masas capaz de defender un programa de transformación socialista dejó un vacío que fue ocupado por los islamistas, quienes vieron en la revuelta popular una gran oportunidad para hacerse con una porción del poder del Estado.
La decisión del régimen de continuar con las privatizaciones y ahogar en sangre la resistencia del pueblo argelino desencadenó una sangrienta guerra civil a principios de los años 90, que dejó más de 150.000 muertos. En aquellos años Buteflika jugó un papel central en la victoria en la guerra civil y, sobre todo, en mantener unida a la cúpula del régimen. De modo que, apoyando a Buteflika, la clase dominante intentaba cerrar, al menos temporalmente, las crecientes grietas en la cúpula del régimen y presentar un frente unido contra la rabia popular.
Una combinación insostenible de pobreza, represión y corrupción
El miedo de la clase dominante argelina ante una explosión social está plenamente justificado. Mientras que una minoría insignificante de empresarios y sus aliados en la cúpula del Estado controlan el 42,6% de la riqueza del país, la realidad cotidiana para la inmensa mayoría de la población es el desempleo, especialmente el juvenil, la falta de vivienda asequible y un costo de la vida que crece sin parar, mientras que el salario mínimo se mantiene en 130 euros mensuales. Desde 2017 el paro ha vuelto a crecer con fuerza, colocando al 35% de la población bajo el umbral de pobreza. Para cientos de miles de jóvenes la emigración, legal o ilegal, se ha convertido en la única salida, hasta el punto de que en 2017 un total de 1.800.000 argelinos trabajaban fuera del país, más del doble de los que lo hacían en 1990.
La pobreza es aún más insoportable porque la corrupción generalizada en la cúpula del régimen se manifiesta a plena luz del día. Los coches de lujo, las mansiones en las mejores playas del Mediterráneo, la ostentación más obscena de los cachorros de los poderosos, añaden aún más rabia a una situación que por sí misma es insostenible. Además, la brutalidad policial contra la población, especialmente contra los habitantes de la Cabilia, los bereberes, que desde 1980 reclaman el respeto a su lengua, el amazigh, y a sus derechos nacionales, no han hecho sino agravar aún más las tensiones.
Hasta hace unas semanas el régimen había conseguido mantener la calma y el orden. La inmensa mayoría de la población se limitaba a dar la espalda a las instituciones y a la política y se concentraba en la dura tarea de sobrevivir. En las últimas elecciones la abstención real alcanzó el 80% del censo electoral, lo que es una buena muestra de la completa pérdida de legitimidad del régimen argelino.
La Primavera Árabe de 2011 puso en movimiento a la juventud argelina, pero el régimen, aprendiendo de los acontecimientos en Túnez y Egipto, consiguió neutralizar la protesta con un amplio programa de reformas y medidas sociales. Desde entonces, a pesar de las frecuentes oleadas de huelgas y protestas, el régimen había conseguido evitar una rebelión popular que desafiase su continuidad.
Pero esta situación de aparente tranquilidad se ha roto, y todo indica que seguirá un rumbo de creciente radicalización. La decisión de los trabajadores del campo gasístico de Hassi R’Mel, explotado por Sonatrach, la mayor empresa del país, de ir a la huelga el pasado 17 de marzo en apoyo a las reivindicaciones populares es un importante paso adelante. La entrada en la lucha de la clase obrera argelina puede dar la puntilla final a un régimen que se tambalea. Pero para asegurar una completa victoria es imprescindible contar con un programa que unifique las demandas populares y vaya a la raíz de los problemas. Y para que ese programa, que sólo puede ser el programa de la revolución socialista e internacionalista, inspire y dé forma a la acción de las masas hay que construir un partido revolucionario firme, probado durante años en las luchas cotidianas, y capaz de resistir las tentaciones de conciliación con sectores sociales ajenos a la clase obrera. Los oprimidos y oprimidas en Argelia sólo pueden confiar en sus propias fuerzas. La revolución argelina está en marcha.