Durante la noche del 9 al 10 de septiembre tuvo lugar en Bogotá un levantamiento espontáneo de la juventud de los barrios obreros, contra la brutalidad y violencia estatal constante. Lo que empezó como una protesta por un caso de abuso policial, el asesinato de Javier Ordóñez a manos de dos patrulleros, terminó siendo una matanza a sangre fría —bautizada como la Masacre de Bogotá—, que se cobró la vida de más de una decena de jóvenes de entre 16 y 27 años.
La indignación ante la represión y el descontento a raíz de la dura crisis económica que atraviesa el país han reactivado la protesta social, siguiendo la estela del paro nacional de noviembre y diciembre de 2019. Cientos de miles de jóvenes y trabajadores se han movilizado durante las dos últimas semanas en las ciudades, pidiendo el fin del terrorismo de Estado y contra las medidas neoliberales del presidente Iván Duque.
El nivel de polarización y confrontación entre clases avanza a paso de gigante, abriendo lo que será un nuevo periodo histórico tras la larga noche de un siglo de violencia, pobreza extrema, conflicto armado, políticas neoliberales y sucesivos Gobiernos de la derecha.
La Masacre de Bogotá
Las imágenes de la muerte de Javier Ordóñez han provocado un tremendo impacto y recuerdan la de George Floyd en Minneapolis. En la grabación, que se hizo viral velozmente, se ve cómo dos policías, con toda la confianza en su impunidad, aplastan la cabeza de un civil desarmado que no opone resistencia. Mientras sus amigos rogaban que pararan a los agentes, estos hicieron numerosas descargas táser sobre la espalda y cabeza de la víctima. La reciente autopsia confirma que, no contentos con la golpiza a la que le sometieron en plena calle, Ordóñez sufrió más torturas en comisaría. El resultado fue su fallecimiento instantes después de su ingreso en el hospital.
Sin que llegaran a pasar 24 horas tras este cruel suceso, cientos de vecinos del barrio de Villa Luz, donde se produjo la muerte de Ordóñez, se concentraron frente al Comando de Atención Inmediata (CAI) de la zona. La protesta se extendió espontáneamente por toda la ciudad de Bogotá, registrándose concentraciones y disturbios en más de 70 CAI, especialmente en los barrios más empobrecidos de la ciudad.
La respuesta policial fue totalmente criminal y desmedida. La consigna dada por el Ministerio de Defensa era mantener el orden a toda costa, después de las lecciones que sacaron tras las masivas y recientes movilizaciones de paro. Así, la policía recibió la instrucción de disparar munición real, a la vez que se declaraba el toque de queda. En la misma línea se organizaron patrullas paramilitares, especialmente pertenecientes a los ultrauribistas Águilas Negras, que atacaron indiscriminadamente a quien encontraron. El saldo oficial de la noche fue de 13 muertos, alrededor de 400 heridos —209 de ellos graves—, una menor de edad violada en comisaría y más de medio millar de detenidos.
La violencia de aquella noche ha sido percibida entre amplias capas de la población como una declaración de guerra abierta a la juventud y la clase trabajadora. En respuesta, decenas de CAI han sido quemados e inutilizados, al igual que se han tomado varios autobuses para bloquear las avenidas e impedir el paso a los camiones de los antidisturbios.
Estabilidad capitalista, terrorismo de Estado y miseria
Durante décadas, el respeto a los derechos democráticos más básicos y a vivir en paz ha sido una reivindicación de los movimientos sociales y políticos en Colombia. Y no es una cuestión secundaria. Desde hace más de 70 años el Estado ha garantizado la paz social y sus privilegios a los capitalistas a base de sangre, fuego y terror ilimitado, utilizando permanentemente como excusa el conflicto armado. La violencia y el terrorismo de Estado han sido la manera de asegurar décadas de estabilidad social, ahogando en sangre a quien levantara la voz contra cualquier injusticia.
La descarnada represión de la policía y el ejército goza de total impunidad y respaldo legal. Además, en medio del atraso social y de la infraestructura de una economía poco desarrollada, el narcotráfico y las bandas criminales están totalmente fusionados con estos cuerpos represivos, convirtiéndose en parte de los matones y sicarios de las mafias. Precisamente por esto, la furia con que los manifestantes se han dirigido a los CAI —y no a otros edificios institucionales— no es ninguna casualidad. En la práctica, estas pequeñas comisarías no son más que centros de torturas, violaciones y en los que se respalda, armas en mano, a los contrabandistas, extorsionadores, narcotraficantes y proxenetas.
Por otro lado, para fortalecer la maquinaria del miedo, los terratenientes conformaron las Autodefensas Unidas de Colombia, fuerzas de choque fascistas, además de numerosos grupúsculos paramilitares satélite, que han causado decenas de miles de víctimas mortales.
Finalmente, la dejadez del Estado hace que haya extensas zonas rurales en las que gobiernan las organizaciones criminales, que imponen su orden a base de aterrorizar a poblaciones enteras con matanzas selectivas, violaciones y desapariciones.
En la actualidad, esta realidad se concreta en el incremento de la violencia indiscriminada contra jóvenes en zonas rurales. En lo que va de año se han registrado más de 50 masacres en la periferia del país, con 219 muertos oficialmente reconocidos. En agosto y septiembre el ritmo se intensificó, llegando a confirmarse una masacre cada dos días.
Al estado de terror al que se ha sometido siempre a las masas, hay que añadir la miseria creciente e incesante. Si bien las condiciones de los sectores más vulnerables eran ya propias de pobreza exacerbada, el impacto de la crisis actual y de la cuarentena de más de cinco meses ha agudizado esta situación. El Banco de la República prevé un 20% de paro a finales de 2020, acompañado de una bajada en el PIB de, como mínimo, un 6%, y un incremento en la inflación del 2%. La parálisis de la economía ha empujado a cientos de miles de personas a condiciones de mendicidad, especialmente a las familias vinculadas a la economía irregular (hasta un 30% de la población, según el DANE) y que llevan meses sin obtener ningún ingreso.
Un periodo de polarización social sin precedentes
Si bien la muerte de Javier Ordóñez ha sido la chispa que ha hecho saltar por los aires el polvorín, la realidad es que la rabia que se está expresando hoy en Bogotá y en el conjunto del país no se debe exclusivamente a este suceso.
Las masas de jóvenes que toman las calles manifiestan su rabia contra el terror al que han sido sometidos ellos y las generaciones pasadas. Igualmente, lo hacen contra los recortes en servicios sociales, el empleo precario, la pobreza extendida y el desastre anunciado que está siendo la pandemia. Con una red de sanidad pública testimonial y más de 75.000 contagiados por Covid-19, el país es el sexto en el mundo con más afectados por el virus, y el decimoprimero en víctimas mortales. A todo ello, la respuesta del Gobierno neoliberal de Iván Duque ha sido movilizar los fondos públicos para entregarlos a las grandes multinacionales que operan en el país, mientras abandona a su suerte a millones de personas en situación de extrema vulnerabilidad.
Por su parte, la burguesía es plenamente consciente de que se encuentra ante un conflicto con una marcada naturaleza de clase, y que la paz social no se va a imponer fácilmente. Por un lado, el máximo representante del sector más agresivo de la oligarquía colombiana, el expresidente y ultraderechista declarado, Álvaro Uribe, se ha posicionado abiertamente por la militarización de la capital. Y es que su situación particular ha sido una de las mayores fuentes de ruptura social en el país.
Buscando apaciguar el descontento político, algunos sectores de la alta judicatura dictaron el pasado agosto el arresto domiciliario provisional para el exmandatario por un delito menor de fraude judicial. Esta medida, que no es más que una maniobra, suscitó rápidamente el aumento de las masacres, y está íntimamente vinculada con la virulencia con la que ha actuado la policía durante esta semana. Tanto es así, que Uribe ha sido ampliamente señalado como el brazo instigador de la Masacre de Bogotá, siendo esta una venganza contra el movimiento del Paro Nacional por su detención. Sus seguidores, al estilo de las milicias fascistas estadounidenses, se han puesto gustosos en primera línea, junto a la policía, disparando y amedrentando a la población en los barrios de Bogotá, Medellín y Cali. Y junto a Uribe, se han colocado abiertamente el presidente Duque y el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo.
Por otro lado, la fracción más diligente de la burguesía, vinculada al sector financiero, tampoco es capaz de ofrecer ninguna alternativa para asegurar la paz social. Las condiciones de crisis económica impiden cualquier tipo de inversión pública que pueda apaciguar las protestas, que tienen un amplio contenido social. Así, el camino que han tomado para frenar las protestas es mantener la represión a la vez que la acompañan de medidas simbólicas completamente vacías. Ejemplo de ello es la sentencia de la Corte Suprema, el pasado 23 de septiembre, que ordena al Ministerio de Defensa pedir perdón públicamente por el abuso policial y garantizar los derechos democráticos de reunión y manifestación. Aunque esta regañina al Gobierno central no cambie nada, refleja el temor que tiene una parte del aparato del Estado a las protestas, y sus graves contradicciones internas.
Su otra apuesta política se centra en la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, de la Alianza Verde, y su homólogo en Medellín, Daniel Quintero. Estos representantes de la unidad nacional, no han hecho más que llamamientos a la calma y la reconciliación. Con un tono suave, han criminalizado los daños a los CAI, a la vez que han pedido perdón por el abuso policial.
En este sentido, la alcaldesa de Bogotá, que se apoyó en el voto de la izquierda para hacerse con el ayuntamiento, se enfrenta a una contradicción gigantesca. Claudia López, por su papel como regidora, tiene la última palabra sobre las directrices de la policía metropolitana, el grueso de la que opera en la ciudad. La realidad es que, en su afán de buscar una paz social imposible, ha perdido totalmente el control sobre la policía que sigue una dinámica propia, obedeciendo únicamente al Gobierno central y al expresidente Uribe. Lejos de hacer una denuncia pública y un llamamiento a la movilización contra el abuso policial, López se ha dedicado a implorar al presidente y posicionarse como una víctima que tiene las manos atadas. Nada más lejos de la realidad.
La posición de las direcciones de la izquierda ante este nuevo salto en la lucha ha sido tremendamente insuficiente. Por un lado, las direcciones sindicales —especialmente Diógenes Orjuela, presidente de la Central Unitaria de Trabajadores— se han negado a “politizar” el conflicto, y han hecho llamamientos a la paz y al diálogo. La jornada de paro del pasado 21 de septiembre ha respondido únicamente a tratar de mantener la autoridad del Comité Nacional de Paro ante la presión por abajo, pero fue convocado de manera burocrática y sin organizar ningún tipo de llamamiento serio a la lucha, por lo que a pesar de la masividad de las movilizaciones, encabezadas por la juventud, no tuvo el impacto de las jornadas de noviembre y diciembre.
Por su parte, Gustavo Petro, senador dirigente de Colombia Humana, ha sabido conectar mejor con el sentir generalizado de la juventud y la clase obrera, y se ha puesto a la cabeza en la denuncia a los abusos represivos. Sin embargo, su alternativa es una reforma legislativa de la policía para convertirla en un cuerpo civil y subir el sueldo a los agentes de la base, para que no se involucren en el narcotráfico o la extorsión.
La desmilitarización de la policía sería una victoria parcial del movimiento, pero lo que no entiende Petro es que la violencia estatal no tiene un origen en la ley que regula a los cuerpos represivos, sino en su razón de ser: mantener el orden social, a cualquier precio, para que los grandes capitalistas y terratenientes sigan haciendo sus negocios tranquilos sobre la base de la explotación y la opresión a la clase trabajadora y la juventud. La disolución de la policía, siendo sustituida por un cuerpo democrático de seguridad ciudadana, es la única salida viable para nuestra clase, pero esto no será posible sin la lucha masiva y revolucionaria por echar abajo el capitalismo, la verdadera raíz de toda violencia y opresión.
A pesar de las enormes dificultades, el miedo al virus y a la represión, y el shock generalizado provocado por la pandemia, cientos de miles han tomado las calles durante las últimas semanas en Colombia. Esta experiencia de enfrentamiento directo con la policía metropolitana, las luchas del último periodo y el posicionamiento erróneo de los sectores reformistas, como la alcaldesa Claudia López o la dirección de la CUT, están haciendo sacar conclusiones a capas cada vez más amplias de la juventud y la clase obrera, en el sentido de que es necesario el fortalecimiento organizativo e ideológico de la vanguardia de la lucha a corto, medio y largo plazo.
Colombia se encuentra en la antesala de un proceso de revolución y contrarrevolución. La represión y la crisis histórica del capitalismo solo están agudizando las contradicciones ya acumuladas que están listas para explotar. A su vez, es evidente que a la burguesía nacional no le va a temblar la mano a la hora de tomar medidas de carácter autoritario y bonapartista. Sin embargo, el movimiento obrero, campesino y estudiantil en Colombia se muestra cada vez más fuerte y firme. Después de décadas de férreo control de la burguesía, el enfrentamiento abierto entre clases no ha hecho más que empezar.