Desde la crisis del 2008 asistimos a un proceso imparable: la aceleración del ascenso de China como nueva potencia mundial y el declive de la hegemonía de EEUU. Algo que ha quedado en evidencia en la gestión de la pandemia, en la cada vez mayor dependencia económica occidental de China o en la humillante derrota estadounidense en Afganistán. Los avances del gigante asiático en áreas estratégicas como la tecnología, con el desarrollo del 5G o la inteligencia artificial, o las tierras raras, donde controla un 75% de la producción mundial, son también un ejemplo contundente de ello.
Provocaciones del imperialismo estadounidense
Como parte de la estrategia para enfrentar este avance, Joe Biden visitó por primera vez a finales de mayo a sus principales aliados en la zona, Corea del Sur y Japón. Tres fueron las claves de esta gira: el anuncio de un nuevo tratado de cooperación económica, conocido como Marco Económico Indo-Pacífico (IPEF), que integra a un total de 13 países; un nuevo encuentro del Diálogo Cuadrilateral de Seguridad, conocido como QUAD e integrado por Japón, Australia, India y EEUU para contrarrestar a China en la región; y la cuestión de Taiwán.
Precisamente fueron las declaraciones de Biden sobre Taiwán las que marcaron el carácter de este viaje, al afirmar que EEUU intervendría militarmente en caso de agresión militar china sobre la isla. Unas declaraciones que, con el telón de fondo de la guerra en Ucrania, suponen un paso más en las amenazas del imperialismo estadounidense. Aunque posteriormente las declaraciones fueron matizadas por la Casa Blanca, que insistió en que EEUU seguía respetando el principio de “una sola China” (solo 14 pequeños países reconocen a Taiwán), Washington sigue tensando la cuerda, como lo hizo con la expansión de la OTAN en Europa, en un intento de atar en corto a sus socios en la región frente a la expansión china.
Sin embargo, a pesar de la propaganda, la carrera por la hegemonía política y económica en la región está lejos de decantarse a su favor. El nuevo tratado para la cooperación económica, que además de EEUU y Japón integra a Australia, Brunéi, Corea del Sur, India, Indonesia, Filipinas, Malasia, Nueva Zelanda, Singapur, Tailandia y Vietnam, supone escasos avances y queda muy lejos de ser un tratado de libre comercio, limitándose a estrechar vínculos en materia de estándares de inversión, energías renovables o la supervisión de las cadenas de suministro.
Nada que ver con la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), el mayor tratado de libre comercio del mundo, alcanzado por China, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda y diez países del sudeste asiático que conforman la ASEAN. El tratado, firmado en 2020 y con entrada en vigor en enero de 2022, engloba en torno al 30% de la población y del PIB mundiales.
Washington enfrenta las mismas debilidades en otro ámbitos: en el QUAD, India no solo no ha condenado la invasión rusa de Ucrania, sino que se ha beneficiado de la compra de crudo y mantiene con Rusia importantes acuerdos para adquirir armamento; el pacto militar de EEUU con Reino Unido y Australia (AUKUS) no fue bien recibido por la mayoría de países del sureste asiático y supuso un choque frontal con Francia por la cancelación del acuerdo para la venta de submarinos a Australia por valor de 50.000 millones de dólares
La importancia de Taiwán para China
De la misma forma que EEUU intenta mantener su papel como primera potencia mundial, China hace lo propio como potencia emergente. Una lucha por la hegemonía mundial que se vuelve cada vez más encarnizada en un contexto de crisis del sistema capitalista.
Las pretensiones de China sobre Taiwán se remontan al final de la guerra civil (1927-1949), cuando el ejército de Mao derrotó a los nacionalistas burgueses de Chiang Kai-shek y estos, en torno a un millón de personas, se refugiaron en la isla china de Taiwán, donde establecieron una feroz dictadura amparada por EEUU. Desde entonces, Beijing ha mantenido siempre su postura sobre “una sola China”, con vistas a una futura reunificación.
A pesar de su reducido tamaño, y de contar con una población de poco más de 20 millones, la importancia estratégica de Taiwán es fundamental para ambas potencias. Sin ir más lejos, aunque el acercamiento de EEUU a China en la década de los 70 supuso el reconocimiento de Beijing como el legítimo Gobierno de China en detrimento de Taipéi, Estados Unidos ha seguido suministrando armamento a la isla y sigue siendo uno de sus principales socios comerciales.
Actualmente, Taiwán es el mayor fabricante de semiconductores del mundo, una industria clave para muchos sectores productivos como la automoción, las telecomunicaciones o la informática. TSMC, por sí sola, produce el 54% de los chips a nivel mundial, y UMC, la otra compañía taiwanesa alcanza el 7%. Muy por delante de otras compañías como Samsung, con un 19% de cuota, o la norteamericana GlobalFoundries, con un 7%. Una industria que además de su importancia estratégica es enormemente lucrativa: en 2021 el volumen de negocio alcanzó los 555.900 millones de dólares, creciendo un 26,2%. Prueba de ello son las inversiones millonarias que los principales fabricantes están llevando a cabo para poner en marcha nuevas fábricas que puedan abastecer la demanda.
Este dato, por sí solo, podría explicar las ambiciones chinas sobre la isla, pero quizás más importante todavía es su emplazamiento geográfico. Taiwán está situada estratégicamente en la zona de paso de los principales puertos comerciales chinos: Shanghái al norte y Hong Kong al sur, donde se concentran tres de los principales puertos: Shenzhen, Guangzhou y el propio Hong Kong. Además, por el estrecho de Taiwán pasa una de las principales rutas comerciales del mundo, la que conecta Asia con Europa a través del Índico. Al valor comercial se suma el valor desde un punto de vista militar, ya que la cadena de islas formada por la prefectura de Okinawa, perteneciente a Japón y que cuenta con una base militar estadounidense, y la propia Taiwán, dificultan la salida al océano Pacífico en caso de ataque.
La situación interna en Taiwán
En el último periodo, incluso dentro del régimen de Taipéi se han producido divisiones en torno a la actitud hacia China. La llegada al poder de Ma Ying-Jeou (del Kuomintang) en 2008 llevó las relaciones entre ambos territorios a su mejor momento, llegando a alcanzar un Acuerdo para el Establecimiento de un Marco de Cooperación Económica (2014) para reducir las barreras arancelarias.
Este acercamiento a China suscitó las protestas de miles de activistas y estudiantes, en un movimiento conocido como los girasoles. Un movimiento que mezclaba demandas democráticas con un rechazo a la pérdida de autonomía taiwanesa, y que fue clave para la victoria en 2016 del Partido Progresista Democrático (PPD) con un 56% de los votos. El PPD es un partido burgués opuesto al Kuomintang, fundado en 1986 durante la dictadura, que combina una oposición frontal a China con una verborrea democrática. En 2020 revalidó su victoria con el 57% de los votos, sustentada en una política nacionalista y en unas relaciones cada vez más tensas con China, lo que ha generado un aumento de la identidad taiwanesa en una parte de la población. En 2016, el 60% de la población se veía exclusivamente representado por su identidad taiwanesa, y en 2019, después de la dura represión de las protestas en Hong Kong contra una nueva ley de seguridad ciudadana, un 32% de los encuestados en un estudio de la Universidad Nacional Chengchi de Taiwán preferían avanzar hacia la independencia, el doble que en 2018.
Taiwan, pieza clave del enfrentamiento EEUU-China
La última provocación de Washington ha sido la visita a Taiwán de Nancy Pelosi, la presidenta demócrata de la Cámara de Representantes. Esta maniobra, más que una demostración de fuerza, refleja la desesperación de la Casa Blanca, acosada por la situación interna. La crisis económica avanza (hace poco que EEUU ha entrado en recesión técnica) acompañada de una inflación desbocada, la popularidad de Biden está hundida a niveles históricos y en noviembre se celebran las elecciones de medio mandato, donde se enfrenta a la posibilidad de un fuerte varapalo.
Como un signo de los tiempos, la respuesta de Beijing ha sido mucho más contundente que en ocasiones anteriores. En una conversación telefónica con Biden el 28 de julio, Xi Jinping le dijo textualmente que “si uno juega con fuego se puede quemar”. Esta afirmación corona semanas de declaraciones de altos funcionarios chinos que han llegado a poner encima de la mesa una posible respuesta militar. La pelota está ahora en el tejado de Washington. Haga lo que haga, está en peor situación ante Beijing que antes de esta provocación, incluso el Pentágono ha dicho que la visita “no es una buena idea”.
A pesar de la retórica belicista de Biden, no parece probable, al menos a corto plazo, una operación militar china sobre la isla. La intervención imperialista rusa en Ucrania está siendo seguida de cerca por Beijing y, aunque está resultando favorable a Moscú, ha vuelto a poner de manifiesto que la guerra es la ecuación más complicada. En el caso de Taiwán, las dificultades para sostener un apoyo económico y militar por parte de EEUU serían mucho mayores por su carácter insular, pero la posibilidad de que China se haga fácilmente con su control no está garantizada de antemano.
Sin embargo, las tendencias de fondo marcadas por la crisis histórica del sistema capitalista, y que han dado lugar a un recrudecimiento en la lucha interimperialista por un nuevo reparto del mundo, descartan que la pugna sobre Taiwán se pueda resolver de manera amistosa. Como señaló Lenin en su obra Imperialismo fase superior del capitalismo: “¿Qué otro medio que no sea la guerra puede haber bajo el capitalismo para eliminar las discrepancias existentes entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la acumulación de capital, por una parte, y el reparto de las colonias y de las esferas de influencia entre el capital financiero, por otra?”.
La política cada vez más agresiva del imperialismo estadounidense está siendo respondida por China con un incremento de las incursiones y maniobras militares sobre la isla, poniendo de manifiesto que Beijing esta dispuesto a utilizar el mismo lenguaje. De la misma forma que la posible incorporación de Ucrania a la OTAN ha supuesto una línea roja para los Moscú, China considera a Taiwán una cuestión de primer orden.
Una guerra en Taiwán supondría un nuevo salto cualitativo en la lucha interimperialista de consecuencias incalculables. La clase obrera de la isla y del mundo entero no ganarían nada con ella, como ya está ocurriendo con el conflicto de Ucrania. Pero pedir la paz mediante la diplomacia, como vende hipócritamente esa izquierda gubernamental que se pliega a la OTAN, es una farsa. El fin de las guerras en la época imperialista no vendrá de la mano de los que las provocan, sino de la lucha decidida por el socialismo internacional y el derrocamiento revolucionario del capitalismo. Solo la clase trabajadora puede poner fin a la escalada militarista y a la barbarie que crece día a día.