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 La mayoría de las encuestas coinciden en que, muy probablemente, a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas de abril de 2022 pasarán el liberal Emmanuel Macron y un candidato de la extrema derecha que podría ser Marine Le Pen.

Ya en las presidenciales de 2002 el candidato de la derecha tradicional, Jacques Chirac, y el ultraderechista Jean-Marie Le Pen, padre de Marine, disputaron la última ronda electoral. Pero en esta ocasión hay dos factores nuevos que merecen toda nuestra atención.

En 2002 se llegó a las elecciones presidenciales después de un gobierno del Partido Socialista encabezado por Lionel Jospin que realizó privatizaciones masivas de empresas públicas, creando un fuerte malestar social que debilitó electoralmente a la izquierda. Pero en 2022 las elecciones tendrán lugar después de cinco años de presidencia derechista  de Macron, y una agenda de intensos recortes que se ha enfrentado a movilizaciones sociales de envergadura, incluyendo la rebelión de los “chalecos amarillos”. ¿Cómo es posible que la izquierda no sea capaz de canalizar este descontento y pueda sufrir una aparatosa derrota?

El ascenso de Éric Zemmour subraya el peligro

El segundo factor que caracteriza estos próximos comicios es que otro candidato ultraderechista, Eric Zemmour, tendría opciones de superar a Le Pen y pasar a la segunda vuelta. Esta división en la extrema derecha, lejos de debilitarla electoralmente, la refuerza. Su intención de voto ha aumentado en casi 5 puntos desde que Zemmour y Le Pen compiten por el mismo electorado.

Zemmour, periodista televisivo, ha centrado su discurso en lo que él llama la “soberanía nacional” francesa, que se resume en un programa de nacionalismo económico extremo y en un ataque despiadado a la población inmigrante y a los refugiados, con argumentos que recuerdan a las campañas antisemitas del zarismo y del nazismo. Zemmour hace suyas las teorías conspiratorias que presentan a los inmigrantes como un ejército, dirigido por una mano oculta, cuyo objetivo es iniciar una guerra civil y destruir la civilización francesa.

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Zemmour, periodista televisivo, ha centrado su discurso en un programa de nacionalismo económico extremo y en un ataque despiadado a la población inmigrante.

Junto a este mensaje belicista y racista, también dirige su odio hacia las mujeres y hacia la población LGTBI, difundiendo los infundios más repugnantes del pensamiento reaccionario, como que las feministas quieren “castrar a los hombres” o los homosexuales adoptar niños para violarlos.

Que con este tipo de mensajes Zemmour pueda alcanzar una intención de voto del 18% es un indicador de la profundidad de la crisis social francesa, que golpea con dureza a una pequeña burguesía rural y urbana que siempre jugó un papel importante en la vida política del país.

Esa pequeña burguesía, cuya mezquindad y estrechez de miras tan bien describió Marx, vive atenazada entre el miedo a la clase obrera y a la revolución, y la incertidumbre de perder su patrimonio en medio de una crisis económica furiosa.

En los años 30 del siglo pasado las capas medias golpeadas por la crisis se convirtieron en la base social del fascismo francés y del colaboracionismo con los nazis. En 1968, aterrorizados por el gran levantamiento obrero y juvenil de mayo, un amplio sector de ellas  se movilizó en defensa de la propiedad y el orden apoyando el programa bonapartista del general De Gaulle.

La crisis de 2008 ha vuelto a golpear a la pequeña burguesía francesa, tanto económicamente como en sus perspectivas de ascenso social y en su orgullo nacional. Estos pequeños propietarios dirigen su rabia contra el orden financiero internacional y contra los inmigrantes y refugiados, que suponen una “carga” para las finanzas públicas. Por eso ponen sus ojos en quienes, como Zemmour, hablan enérgicamente contra “las élites” y ofrecen la recuperación de un supuesto pasado esplendoroso. El trumpismo francés, con sólidas raíces sociales, irrumpe en la escena con fuerza.

El colapso de la socialdemocracia y del neorreformismo

Muchas cosas han cambiado desde los años 30, pero las palabras de león Trotsky en ¿Adónde va Francia? conservan toda su vigencia: “Los pequeñoburgueses desesperados ante todo ven en el fascismo una fuerza combativa contra el gran capital, y creen que, a diferencia de los partidos obreros que trabajan solamente con la lengua, el fascismo utilizará los puños para imponer más 'justicia' […]. Es falso, tres veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme a las 'medidas extremas'. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña burguesía, sus grandes masas, no ven en los partidos obreros más que máquinas parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar, no creen que esta vez estén dispuestos a llevar la lucha hasta el final.”

Y la historia vuelve a repetirse.  La renuncia de la izquierda a luchar por una alternativa revolucionaria frente a la decadencia capitalista es lo que echa a los sectores medios – y a capas atrasadas y desesperadas de la clase obrera – en brazos de la extrema derecha.

La socialdemocracia ha gobernado en Francia durante muchos años. En 1981, en alianza con el Partido Comunista francés, Miterrand ganó las elecciones con un programa que incluía importantes nacionalizaciones y reformas para la clase trabajadora. Pero ese Gobierno no fue capaz de hacer frente a las presiones de la burguesía y renunció a cualquier tipo de medida anticapitalista de calado, echando marcha atrás en todas las reformas iniciadas. Desde entonces, los diversos Ejecutivos del Partido Socialista han aplicado políticas indistinguibles de las de la derecha.

Fue el fracaso de la coalición PS-PC lo que allanó el terreno al Frente Nacional, dirigido en aquel entonces por Jean-Marie Le Pen. En 1986 consiguió entrar en el parlamento y, aunque pronto volvió a ser una fuerza extraparlamentaria, conservó desde entonces un importante porcentaje de votos y una fuerte presencia municipal.

Las grandes movilizaciones obreras de principios de los años 2000, junto con las campañas antifascistas, debilitaron el apoyo al Frente Nacional. Pero las consecuencias de la crisis de 2008 volvieron a ofrecerle grandes posibilidades. El crecimiento del desempleo y la destrucción de importantes sectores industriales por la deslocalización de los capitalistas franceses, permitieron al FN avanzar en zonas tradicionales de la izquierda agitando un programa chovinista.

En 2011, Marine Le Pen desplazó a su padre al frente del FN e intentó desligar al partido de los rasgos más claramente fascistas y racistas de su pasado, e incluso cambió el nombre por el de Rassemblement National. Sus intentos de sustituir a la derecha tradicional en crisis remozándose con un toque de modernidad, le granjeó un éxito indiscutible: en 2017 consiguió disputar a Macron la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Pero en su giro hacia la “moderación” dejó un flanco abierto a su derecha, que en un momento de aguda polarización social y tras la pandemia ha aprovechado Zemmour.

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Pero Mélenchon, lejos de proponer un programa socialista ha hecho suya la retórica de la “soberanía nacional” y ataca a la inmigración en nombre de la defensa de los derechos sociales de los trabajadores autóctonos.

El fracaso de la coalición de la izquierda, y de los sucesivos gobiernos socialistas, tuvo también como resultado la pulverización electoral de la izquierda reformista tradicional. La candidata socialista, Anne Hidalgo, actual alcaldesa de París, tiene una intención de voto del 5% y el candidato comunista apenas roza el 2%.

La crisis de 2008 propició en Francia, igual que en otros países, el surgimiento de una alternativa formalmente a la izquierda de la socialdemocracia, la Francia Insumisa, encabezada por Jean-Luc Mélenchon. Pero Mélenchon, lejos de proponer un programa socialista ha hecho suya la retórica de la “soberanía nacional” y ataca a la inmigración en nombre de la defensa de los derechos sociales de los trabajadores autóctonos. Lejos de debilitar a la extrema derecha, lo que este discurso consigue es pavimentarle el camino.

A pesar de ser, con diferencia, el mejor situado entre los candidatos de la izquierda, las encuestas no le dan a Melenchon más que un 10% del voto. Aunque consiga unir los votos del resto de la izquierda y de los ecologistas apenas llegaría al 30% según los sondeos.

La experiencia de los años 30 es contundente. Solo con un programa que apunte al corazón del sistema capitalista y proponga su transformación revolucionaria será posible levantar una izquierda creíble y con capacidad para enfrentar a la extrema derecha.

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