La cuenta atrás para las elecciones presidenciales de Estados Unidos está en marcha, atravesada por una polarización política y social extrema. Tras el intento de atentado contra Donald Trump que ha reforzado el fanatismo ultraderechista de sus fieles, y la retirada de un Biden convertido en cadáver político, la maquinaria propagandística para encumbrar a la nueva candidata demócrata está a pleno rendimiento.
Pero Kamala Harris no puede disimular los intereses que realmente defiende: en su primera entrevista pública a la CNN ha reafirmado su compromiso inquebrantable con el régimen sionista de Israel, al que seguirá surtiendo de armamento y apoyándolo en su carnicería contra el pueblo palestino. Además ha dejado muy claro su apoyo al concepto de “una frontera segura” por lo que continuará con las políticas migratorias racistas de Biden, que en los hechos ha representado un seguidismo nauseabundo del discurso de Trump.
Polarización extrema en un imperio en decadencia
Trump podría regresar a la Casa Blanca. Es increíble, después de tantos análisis y premoniciones sobre su liquidación política tras el asalto al Capitolio en enero de 2021. El magnate de New York ha impuesto además su completo dominio sobre el Partido Republicano. Está bastante claro que su impunidad está garantizada gracias a la amplia simpatía con la que cuenta entre sectores decisivos del aparato del Estado y la judicatura, y que sus apoyos entre amplios sectores de las clases medias y de trabajadores desmoralizados y completamente enfurecidos con el establishment, no ha dejado de crecer tras cuatro años de desastre de la Administración demócrata.
Biden y sus colaboradores, y todos aquellos que desde la izquierda del partido agrupada en los Democratic Socialists of America (DSA) han estado jaleando sus políticas, pueden observar cómo el legado de frustración y rabia que han dejado no se puede ocultar con propaganda y eslóganes ingeniosos.
Los demócratas, con Biden y Harris a la cabeza, no han cumplido ni una sola de sus promesas estrella, como cancelar la deuda estudiantil, mejorar los derechos sindicales o terminar con el racismo y la brutalidad policial. Por supuesto, han sido incapaces de blindar los derechos ya conquistados de las mujeres o la comunidad LGTBI, que han sufrido un fuerte retroceso bajo el fuego de un Tribunal Supremo trumpista ante el que han demostrado una completa impotencia.
Biden ha gobernado para Wall Street, llenado los bolsillos de la gran banca, las corporaciones tecnológicas y los fondos de inversión más depredadores, y se ha lanzado a poner en práctica una agenda migratoria salvaje logrando un récord de deportaciones, 750.000 este año.
Por supuesto, la Administración demócrata tampoco ha defraudado en política exterior, y Biden puede retirarse con el desdichado honor de haber comenzado una guerra imperialista en Ucrania y respaldado un genocidio salvaje en Gaza contra un pueblo indefenso. Y todo para impulsar los beneficios estratosféricos de la industria armamentística norteamericana y reforzar la escalada militarista de Occidente a unos niveles desconocidos. Todo ello no ha impedido que EEUU siga su descenso a los infiernos y esté perdiendo la partida frente a China en la lucha por la supremacía mundial.
Con este historial, y a pesar de la amenaza muy real que representa la vuelta de Donald Trump, una nueva victoria demócrata está en el alero.
La gran mayoría de los medios capitalistas estadounidenses intentan propagar que el principal problema de los demócratas ha sido la senilidad de Joe Biden y que, una vez arreglado este “detalle”, todo está listo ya para que el país cuente con una presidenta que garantice la estabilidad social.
Pero la realidad detrás de esta polarización y del ascenso de la extrema derecha trumpista, es la profunda crisis del capitalismo estadounidense que no ha dejado de profundizarse. Los más de 150.000 millones destinados al régimen reaccionario de Zelenski, los 30.000 millones de apoyo al sionismo genocida de Netanyahu, o el medio billón largo de dólares que en cuatro años han recibido en subvenciones y desgravaciones las grandes firmas de Wall Street y la industria militar, contrastan con una inflación que se come los salarios, con la desigualdad social imparable y el empobrecimiento de amplios sectores de la clase obrera y las capas medias.
Es esta realidad la que alimenta al trumpismo. Sectores de las capas medias y la pequeña burguesía aterrorizados ante un futuro sin privilegios, o sectores de la clase trabajadora blanca atrasados golpeados por la desindustrialización y una precariedad endémica, se aferran desesperadamente a un sueño americano ya extinto. Trump no hace más que espolear con su demagogia a estos sectores, apelando al orgullo nacional herido, y culpando de todos los males a la inmigración, al movimiento feminista y a la izquierda combativa que no deja de movilizarse en las calles.
Kamala Harris, la vicepresidenta del Gobierno de la guerra
La colaboración demócrata con el genocidio en Gaza ha marcado un punto de inflexión. La saña con la que Biden y su Gobierno, y numerosos gobernadores y alcaldes demócratas reprimieron a decenas miles de jóvenes en los campus de las universidades de todo el país, ha movilizado el repudio de amplios sectores de su base electoral tradicional.
Por eso la masiva campaña propagandística para impulsar a Kamala Harris y mitigar los efectos de esta fuerte movilización contra la Administración demócrata. Pretenden presentarla como la gran alternativa contra el trumpismo, porque es mujer, por su ascendencia racial o por su imagen como una “fiscal justiciera” que persigue la corrupción y lucha por la libertad. Pero ni la más potente de las campañas publicitarias es suficiente para ocultar su compromiso con la burguesía norteamericana, con el aparato del Estado, con Wall Street y Silicon Valley, y con el sionismo más ultra.
Esta exsenadora y antigua fiscal general del Estado de California nunca ha tenido una agenda de izquierdas ni nada que se le parezca. Ha apoyado con las dos manos los paquetes millonarios para financiar la guerra en Ucrania a costa de los ya mermados programas sociales en educación o sanidad. También el aumento del presupuesto solicitado por Biden para blindar la frontera con México, avanzando en la construcción del famoso muro iniciado por Trump, y se ha volcado con una estrategia migratoria que ha supuesto rechazar al 90% de los solicitantes de asilo y multiplicar los centros de detención y de agentes fronterizos para criminalizarlos. También en su primera entrevista como candidata se ha comprometido a continuar con el fracking, a pesar de sus desastrosas consecuencias para el medio ambiente.
Kamala Harris asiste cada año a las reuniones de AIPAC, el lobby sionista que aúna a millonarios republicanos y demócratas, y por eso no ha tenido sonrojo en manifestar con total nitidez su posición en la convención demócrata celebrada en Chicago: “Déjenme ser clara en esto. Siempre defenderé el derecho de Israel a defenderse y me aseguraré de que Israel tenga la capacidad de defenderse.”
Estas indignantes y crueles palabras no obtuvieron reproche alguno por parte de la “izquierda” demócrata del DSA, de líderes como Bernie Sanders o de Alexandria Ocasio Cortez, que sí se dirigió a la Convención pero solo para apoyar sin fisuras, acríticamente, a la nueva líder demócrata.
Los demócratas han demostrado en los hechos, ante los ojos de millones, que no son ninguna alternativa para frenar el avance de la extrema derecha trumpista, y de ahí la importante crisis que arrastran y que podría acelerarse si sufren una derrota electoral. Más de la mitad de los congresistas demócratas no aplaudieron o se ausentaron de la sesión del congreso a la que asistió Netanyahu, tratando de desmarcarse, con gestos vacíos, de una política genocida digna del Tercer Reich.
La clase dominante ante las elecciones
Parte de la campaña para presentar a Kamala Harris como la solución ha consistido en una carta de dirigentes republicanos a favor de su candidatura. Un documento que, supuestamente, probaría que existe oposición a Trump dentro del Partido Republicano y que el magnate es un verso suelto, incontrolado y sin apoyos sólidos entre la clase dominante norteamericana.
Una teoría que difícilmente casa con los hechos. En realidad la clase capitalista está dividida. Es cierto que sectores con peso de la burguesía prefiere a los demócratas para manejar esta situación social y política tan delicada, y temen, con razón, que una Administración trumpista haga saltar todo por los aires. Pero muchos otros sectores ven con desesperación la pérdida de influencia norteamericana en el exterior, el avance incontenible de China, y saben que deben exprimir sin piedad a la clase trabajadora nativa e inmigrante, si pretenden asegurar sus beneficios y su poder. Por eso Trump también concita apoyos potentes, nada marginales, entre los plutócratas estadounidenses. Que Elon Musk o Stephen Schwarzman, CEO de Blackstone, sean hoy algunos de sus principales defensores, dice mucho.
El sector que cree que hay que aplicar mano dura a la clase obrera para aplastar cualquier atisbo de combatividad sindical, y que los recursos para ganar la guerra por la hegemonía salen de las arcas públicas, apuestan fuerte por Trump. Y lo más importante: el líder republicano se ha dotado de una base de masas y la ha organizado y movilizado a nivel nacional. El asalto al Capitolio fue un excelente ejemplo de lo que ese polvo social reaccionario y rabioso está dispuesto a hacer.
¿Qué alternativa necesitamos frente a Trump y frente a la guerra?
Las encuestas de los medios burgueses prodemócratas, como el diario El País, están ocultando que la contienda sigue enormemente ajustada. Esta se decidirá en un puñados de “estados clave” que votaron por Biden en 2020 pero en los que venció Trump en 2016. La diferencia entre los candidatos es, en muchos casos, menor a un punto porcentual en varios de estos estados.
Lo que las encuestas no miden es la diferencia entre una extrema derecha completamente movilizada y a la ofensiva y una izquierda atada de pies y manos por las políticas de sus dirigentes, muchas veces indistinguibles de las de los republicanos, y que contribuyen a desmovilizar a su base social. ¿Qué ocurrirá con los miles de jóvenes y trabajadores que han salido a las calle a denunciar a Genocide Joe por su apoyo a Netanyahu? ¿Votarán por Kamala Harris?
Habrá muchos trabajadores que voten a Kamala Harris por pura desesperación y falta de alternativa ante el avance de Trump, pero seamos claros. Habrá millones de jóvenes, de afroamericanos, de árabes, de trabajadores y trabajadoras, de mujeres combativas que en 2020 hicieron posible la victoria de Biden que en esta ocasión se negarán a dar su apoyo al partido azul. Todo tiene un límite.
El Partido Demócrata ha traspasado ya tantas líneas rojas que la frustración generada es difícil de compensar con gestos publicitarios y eslóganes vacíos. Si durante gran parte de su historia se han aprovechado de la ausencia de un partido de la clase trabajadora para aglutinar el voto de la izquierda, este escenario se está transformando. Gran parte de la juventud y sectores de trabajadores, han dicho basta, tal y como han reflejado las grandes movilizaciones contra el genocidio sionista en Gaza. Es cierto que en el terreno electoral, el más desfavorable para la clase trabajadora, esa oposición puede aún no reflejarse de manera clara, pero es indudable que hay una transformación entre amplios sectores de las masas.
El espacio y el potencial para una organización de la clase trabajadora, revolucionaria, de clase y con una política socialista que apunte al corazón del sistema está más que maduro. Si hoy el Partido Demócrata utiliza la autoridad de Bernie Sanders, de Alexandria Ocasio Cortez o de otros dirigentes del DSA para lavarse la cara y para tratar de bloquear el movimiento en las calles es porque antes conquistaron esa autoridad reivindicando las ideas del socialismo, de la educación pública, del poder de la clase trabajadora en acción que llegó a entusiasmar a millones. Hoy han abandonado todas esas posiciones entregándose en cuerpo y alma a la clase dominante y a la burocracia demócrata, actuando como una mera muleta de izquierdas en beneficio de Biden o, ahora, de Kamala Harris.
Las perspectivas electorales son complejas e inciertas obviamente. Algunas encuestas plantean porcentajes de voto históricos, especialmente entre los menores de 30 años, para opciones alternativas de izquierda, como la del Partido Verde y su candidata –Jill Stein – que ha participado muy activamente en la lucha contra el genocidio. También existe incertidumbre sobre la abstención, muy alta históricamente, pero que en 2020 fue de las más bajas desde la fundación de los EEUU y benefició decisivamente a Biden.
En todo caso, ante la amenaza del trumpismo y su discurso cada vez más ultraderechista y reaccionario, cuestionando incluso la necesidad de nuevas elecciones en el futuro, podría haber una nueva movilización del voto popular no tanto a favor de Harris, sino contra Trump.
Si Trump gana estas elecciones no será fruto de una falta de conciencia entre la clase obrera y la juventud, sino consecuencia del desastroso papel de los demócratas, incapaces de proporcionar una alternativa coherente frente a la reacción. Y en todo caso, esa victoria solo será el preludio de nuevas y duras batallas en la lucha de clases.
Lo verdaderamente crucial es lo que se esconde tras estos comicios y las tendencias de fondo que marcan. La juventud se ha levantado con fuerza contra el racismo, contra el machismo, contra el genocidio sionista, y un nuevo movimiento sindical está desafiando y arrancando victorias a gigantes como Google, Amazon, a los grandes de la automoción. Una generación se está reencontrando con las tradiciones revolucionarias de su clase y aprendiendo de su experiencia.
Ellas y ellos son los que levantarán las barricadas para cerrar el paso al avance de la extrema derecha. Para que puedan hacerlo, necesitamos construir esa herramienta que nos sirva de arma en la lucha contra la extrema derecha del siglo XXI: el partido de la revolución, del socialismo, de las trabajadoras y trabajadores norteamericanos contra la dictadura del capital.