La contundente victoria de Trump en las elecciones presidenciales y su vuelta a la Casa Blanca han causado una fuerte conmoción. Frente a aquellos que le dieron por finiquitado después del fracasado asalto al Capitolio, minusvalorando así el peligro de esta amenaza reaccionaria, Trump regresa más fuerte y desafiante tras batir a Kamala Harris en voto popular.
Respondiendo a una mayoría de predicciones y encuestas, la victoria de Trump no ha sido para nada ajustada: logra tres millones de votos más que en 2020 y es el candidato republicano más apoyado de la historia, mientras Harris pierde casi siete millones respecto a los anteriores comicios.
Como ya hemos señalado en anteriores declaraciones[1], el fenómeno del trumpismo y el auge global de la ultraderecha responden a causas sociales profundas. Pero los análisis de los medios de comunicación, supuestamente serios y liberales, secundados por una legión de creadores de opinión y representantes de la izquierda reformista, e incluso algunos que no se sabe muy bien por qué se proclaman “marxistas”, no hacen más que presentar fórmulas tan fáciles de tragar como superficiales. Todo lo explican a partir de las campañas de bulos y desinformación en X y redes sociales. Qué sencillo. Elon Musk y gente como él serían los responsables de esta “catástrofe para la democracia”, tanto en EEUU como en el resto del planeta.
Pero esta línea de opinión oculta cuidadosamente que el apoyo mediático desplegado en favor de Kamala Harris ha sido incluso más intenso y estruendoso. Periódicos y revistas que son sólidos pilares del sistema en EEUU y los países occidentales, como The New York Times, Rolling Stone, The Guardian, El País y muchos más, importantes cadenas generalistas de televisión, numerosas figuras de Hollywood y de la industria de la música, con millones de seguidores en la redes sociales, o presentadoras archiconocidas como Oprah Winfrey se han volcado con Kamala Harris y los demócratas.
Lo que no dicen este ejército de periódicos y televisiones, que aparentan la mayor seriedad y rigor informativo, es que ellos son los que más bulos propagan todos los días utilizando una fórmula bien conocida: decir la verdad en aspectos nimios y superficiales, para mentir descaradamente en los que verdaderamente importan.
No. La propaganda, la desinformación y las mentiras siempre han existido bajo el orden capitalista, como bien padecemos día a día en la izquierda combativa y, sin duda, juegan un papel político relevante en la lucha de clases. Pero por sí solas no explican una victoria de Trump de tamaña envergadura y una derrota tan humillante de los demócratas. Las razones de fondo hay que buscarlas mucho más cerca: en las criminales políticas practicadas por la Administración Biden que con tanto ahínco han defendido los medios de comunicación del sistema.
Biden puso en marcha una agenda belicista, tanto en Ucrania como en Oriente Medio, armando hasta los dientes a Netanyahu para perpetrar el genocidio en Gaza y la brutal agresión contra el Líbano, y empujando a un régimen neofascista como el de Zelenski a una guerra reaccionaria e imperialista. La inmensa mayoría de los medios de comunicación occidentales lo aprobaron todo y no se cortaron a la hora de amplificar la propaganda sionista con el falaz argumento de su derecho a la “autodefensa”, aplaudiendo a rabiar al Gobierno ucraniano y dando sus bendiciones al incremento del gasto armamentístico de la OTAN.
Biden y los demócratas han gobernado para Wall Street al tiempo que han hundido las condiciones de vida de la clase trabajadora, golpeada por el aumento descontrolado del precio de la vivienda y una inflación que está llenando los bolsillos de las grandes corporaciones. La agenda antinmigración del trumpismo es vomitiva, pero los demócratas han aplicado una legislación igual de cruel en la frontera, igualando el récord de deportaciones de Trump.
Biden y sus colaboradores han hecho gala de una dura represión contra el sindicalismo combativo y la izquierda que lucha, y tampoco han dudado en recurrir a la brutalidad policial para acabar con las acampadas universitarias en solidaridad con Palestina.
Y, como telón de fondo, la decadencia imparable del imperialismo norteamericano frente a China y Rusia no deja de exacerbar la desestabilización interna de una potencia que, hasta no hace mucho tiempo, imponía su orden al mundo.
Un Gobierno de banqueros, multimillonarios, nazis y dementes
Tras su victoria, Trump ha mostrado lo lejos que está dispuesto a llegar para defender los intereses globales de la gran burguesía estadounidense. Algunos nombramientos han reforzado la imagen de excéntrico que cultiva conscientemente y con la que alimenta la tensión mediática que le rodea. Pero en los asuntos de importancia la política de su Administración seguirá los dictados de los grandes poderes económicos.
En su Gobierno habrá dos banqueros, Scott Bessent como secretario del Tesoro y Howard Lutnick como secretario de Comercio, ambos CEO de grandes fondos de inversión. Bessent es muy conocido por haberse enriquecido junto a George Soros con sus apuestas bursátiles a principios de la década de los noventa del siglo pasado. Pero lo fundamental es que con ambos personajes en posiciones claves se aprobarán nuevas rebajas fiscales, como ya ocurrió durante el primer mandato de Trump, para enriquecer aún más a Wall Street, a los bancos y a las grandes corporaciones.
Trump ha anunciado la creación de un Departamento de Eficiencia Gubernamental dirigido por otros dos grandes multimillonarios: Elon Musk, el hombre más rico del planeta, según la revista Forbes, y Vivek Ramaswamy, magnate del sector farmacéutico. Un Departamento que tendrá la tarea de eliminar todo tipo de regulaciones medioambientales, laborales, financieras y recortar la Administración federal. En sus primeras declaraciones Musk ha prometido que meterá un tijeretazo de hasta 2 billones de dólares y despedirá a miles de empleados públicos. Parece que tratan de trasladar el programa de Milei a los EEUU.
Elon Musk, que cada vez se perfila más como la mano derecha de Trump, insiste en que el Gobierno debe funcionar como una empresa, concretamente como sus propias empresas, donde se jacta de exigir a los trabajadores jornadas de hasta 80 horas semanales. Son los multimillonarios de siempre, los que en los albores del capitalismo acumularon grandes fortunas con el trabajo infantil, y que quieren extender aún más un capitalismo salvaje sin derechos laborales. Los mismos, por cierto, que apoyaron a Hitler o Mussolini con su demagogia antiobrera, anticomunista y antisemita para apuntalar sus negocios.
Otra batalla de gran importancia se va a librar en el Departamento de Educación, para el que Trump ha designado a la mujer de un magnate de la lucha libre, Linda MacMahon, con la intención de expurgar “los planes educativos izquierdistas que propagan la ideología de género y son un derroche de recursos”.
Por supuesto, ha insistido en recortar hasta el hueso el Medicare y el Medicaid, los dos precarios servicios sanitarios públicos que utilizan millones de norteamericanos que carecen de seguro de salud. Trump ha designado al frente del Departamento de Salud a dos auténticos dementes, Robert F. Kennedy, un adalid de cualquier teoría de la conspiración, y el doctor Mehmet Öz, un antiguo cirujano convertido desde hace años en una multimillonaria celebridad televisiva que se dedica a estafar a la gente con supuestos productos milagrosos para la salud. Pero detrás de estos dos especímenes se ocultan los intereses de las poderosas compañías de seguros y multinacionales de la salud, que son las que ejecutarán la estrategia de fondo.
A toda esta lista de banqueros, multimillonarios y tarados se suman neofascistas como Pete Hegseth, designado como secretario de Defensa y, por tanto, cabeza del Pentágono y del Ejército. Hegseth es un conocido presentador de la Fox, fundamentalista cristiano que exhibe numerosos tatuajes nazis y que llama abiertamente a una guerra civil contra los movimientos sociales, los antifascistas, sindicalistas e izquierdistas que quieren “matar a nuestros fundadores, matar a nuestra bandera y matar al capitalismo”.
Como secretario de Estado ha situado a Marco Rubio, un fiel representante del lobby cubano de Miami, furibundamente sionista, anticomunista y contrario al aborto, y que es un probado halcón belicista defensor de una política agresiva contra China, Irán, Cuba y Venezuela.
La lista se completa con muchos más nombres, como el de Elise Stefanik, nombrada embajadora de EEUU en la ONU, que considera a esta institución una organización antisemita. El de Mike Huckabee, elegido para ser Embajador en Israel, quien argumenta que “no existe tal cosa como un palestino” y defiende públicamente que Israel se anexione Cisjordania. O el de Thomas Homan, conocido como el zar de la frontera, que ya sirvió a la anterior Administración demócrata al frente de la policía fronteriza, y que ha prometido que “dirigirá la mayor operación de deportación que este país haya visto jamás”. Obama ya concedió en 2015 a este individuo el “Premio al Rango Presidencial” por su trabajo en “operaciones de aplicación de la ley y deportación”[2].
De cara a estos nombramientos, que deben ser respaldados por el Senado y que sin duda generan inquietud en ciertos sectores, Trump ya ha dicho que maniobrará para imponerlos. El carácter bonapartista de su Administración se acentuará para evitar que ninguna institución u organismo condicione o limite su Presidencia, algo que tiene más fácil que en su anterior mandato ya que cuenta con el control del Congreso, del Senado y del Tribunal Supremo, y con un Partido Republicano donde nada se mueve sin su aprobación.
La lucha de clases no se detendrá
A pesar de este tono amenazador y del Gobierno ultraderechista que ha conformado, Trump se enfrenta a un escenario muy complicado.
En el plano exterior ha prometido poner fin a la guerra de Ucrania. Pero la cosa no es tan sencilla. Una retirada inmediata o, lo que es lo mismo, forzar a Zelenski a un acuerdo con Putin que implicaría pérdidas territoriales sustanciales para Ucrania, supondría una nueva y humillante derrota para el imperialismo norteamericano. Igual que Biden se tuvo que enfrentar al desastre de Afganistán, ahora Trump tendrá que gestionar el revés que le espera en Ucrania. Una realidad que, sin duda, le pasará factura.
Por otro lado, y a pesar de la agenda prosionista de Trump, la continuación del genocidio en Gaza y la invasión del Líbano no están dando frutos positivos para el imperialismo norteamericano. Al revés. Las relaciones con Arabia Saudí y el resto de monarquías del Golfo, con Egipto o con Turquía no dejan de degradarse y exponen aún más a la región a la influencia de China. El descrédito y creciente aislamiento de EEUU, que Trump puede agravar aún más, no augura nada positivo para los intereses exteriores de Washington.
Como en 2016, Trump promete hacer América grande de nuevo, pero su alternativa para conseguirlo, recurriendo a una dura política arancelaria contra China y el resto del mundo, puede cosechar los mismos desastrosos resultados que en su anterior mandato. El capitalismo chino es hoy más fuerte que en 2016, y ha multiplicado y diversificado sus inversiones en todo el mundo justamente para esquivar esta política de sanciones.
Trump no puede soslayar que la economía mundial está más entrelazada que en cualquier otro momento de la historia. Y romper con esto resulta enormemente complicado. De ahí que su amigo Elon Musk, que genera el 30% de la producción de Tesla en China, se haya pronunciado reiteradamente en contra de la imposición de nuevos aranceles.
En un contexto extraordinariamente difícil para el imperialismo norteamericano, la principal apuesta del trumpismo pasa por poner orden en casa, mantener a raya al “enemigo interno” y golpear con fuerza a la clase obrera estadounidense. Pero incluso en este aspecto las cosas no van a resultar tan sencillas.
La promesa de Trump de una deportación masiva de hasta once millones de inmigrantes ilegales ya se ha encontrado con las críticas de importantes sectores empresariales, vinculados tanto a los demócratas como a los republicanos, que señalan que un plan de este tipo supondría un duro golpe para una economía en la que el 20% de la mano de obra la componen inmigrantes[3]. Sectores como la construcción, la agricultura o la hostelería colapsarían; de ahí la insistencia en alcanzar un acuerdo entre los dos grandes partidos con “políticas razonablemente” represivas.
El trumpismo tiene en el punto de mira al movimiento de solidaridad con Palestina, a la izquierda militante y antifascista, a los movimientos sociales y, especialmente, al sindicalismo combativo que en estos años ha desafiado a grandes magnates como Jeff Bezos en Amazon, a las tres grandes de la automoción y a muchos de esos multimillonarios que simpatizan plenamente con Trump para que les garantice mano dura contra la clase obrera.
El trumpismo, y este es un rasgo característico del fascismo, utiliza la demagogia y el populismo, pero para golpear a la clase obrera y a la izquierda, esparciendo un anticomunismo histérico contra todo lo que huela a revolución.
La lucha de clases está entrando en una etapa mucho más dura, donde las tendencias autoritarias se refuerzan cada día más. La reelección de Trump profundiza estas tendencias desautorizando a esa izquierda reformista que apelaba y sigue apelando al Estado capitalista, a la democracia burguesa, para combatir a la ultraderecha y al fascismo. El Estado capitalista no solo no frena a la reacción, sino que la protege y la promueve, como ha quedado de sobra demostrado en el caso de Trump.
Para enfrentar a Trump y a la ultraderecha solo hay un camino: construir una poderosa organización de la clase obrera y la juventud con un programa revolucionario y socialista, que impulse la movilización masiva de los oprimidos y la acción directa, incluyendo la autodefensa contra las bandas fascistas y la brutalidad policial.
Notas:
[1][1]Donald Trump vuelve a la Casa Blanca tras una victoria rotunda
[2] Los halcones de guerra ultraconservadores dominan el gabinete de Trump
[3] Empresarios, republicanos y demócratas, advierten a Trump sobre el desastre económico de una deportación masiva