El pasado 2 de enero, el gobierno de Arabia Saudí decapitaba a 47 opositores políticos acusados de participar en supuestas “actividades terroristas”. Esta carnicería, la mayor ejecución realizada por el régimen de la Casa de Saud en un solo día desde 1980, no ha provocado ninguna resolución de repulsa por parte de la ONU, ni la protesta de los “civilizados” gobiernos de Occidente, ni por supuesto ninguna campaña indignada en los grandes medios de comunicación. El hecho habla por sí solo de la hipocresía imperialista.
Un régimen que chorrea sangre por todos su poros, que financia y arma al Estado Islámico (EI), que ha desencadenado una intervención criminal en Yemen, tiene carta blanca. Sus recursos petroleros y la posición que ocupa en el Gran Juego de Oriente Medio y la guerra de Siria, colocan a la oligarquía saudí en el centro de los acontecimientos mundiales.
Entre los ejecutados, además de activistas y líderes de la Primavera Árabe en el país, se encontraba el clérigo chií Nimr Baqir al Nimr, condenado sin pruebas, y cuyo asesinato señala no sólo la escalada de tensión entre el gobierno de Riad y su gran rival en la región, Irán, también la creciente crisis interna que corroe a la monarquía saudí.
La lucha por la supremacía regional
El crecimiento del poder e influencia de Irán, que representa un golpe directo al anterior status quo de Oriente Medio y a la supremacía de Riad en el área, es un factor clave para entender la situación. Irán ha fortalecido su alianza con el gobierno de Damasco y Rusia, y se ha beneficiado del reciente levantamiento de las sanciones que pesaban sobre su economía y su exportación petrolera. En este último caso, Washington ha dado un volantazo a su política exterior, apoyándose en el régimen de los ayatolás para combatir al EI en Iraq y asegurar sus intereses en la zona. Lo mismo que otras potencias occidentales, como Francia, que ven en Irán un potencial aliado para una resolución de la guerra en Siria acorde a sus aspiraciones imperialistas.
Las transformaciones en las relaciones internacionales son el reflejo del cambio dramático que está experimentando la situación objetiva del capitalismo y la pérdida de su equilibrio interno. Reagrupamientos, nuevas alianzas, cambios en los componentes de los bandos enfrentados, son la expresión de una época turbulenta. Estas modificaciones explican también la agenda que ha desplegado el gobierno de Arabia Saudí y su oligarquía.
Amenazados por el contagio de los movimientos revolucionarios que sacudieron Egipto, Túnez, Yemen… en 2011, y enfrentados al desafío iraní, el régimen de Riad ha buscado reforzar su alianza con el resto de estados musulmanes sunitas y asegurar su supremacía política y militar. Las consecuencias son visibles: en primer lugar, una brutal agresión militar, que se prolonga desde abril de 2015, contra los rebeldes houthis en Yemen a los que acusan de estar apoyados por Irán. Con el mismo objetivo de frenar la expansión de Irán siguen dando un importante apoyo a diferentes grupos integristas en Iraq, Siria y otros países de la región, fundamentalmente el Estado Islámico y diversas franquicias ligadas a Al Qaeda, que también han sido utilizados por el régimen saudí para descarrilar los procesos revolucionarios surgidos a partir de 2011. En esta misma línea de acción contrarrevolucionaria, no han dudado en intervenir militarmente en Bahrein para proteger a la monarquía del Emirato de las protestas populares, o apoyar el golpe de Estado del general Al Sisi en Egipto.
Crisis económica y represión
Aunque Arabia Saudí participa formalmente en la “coalición antiterrorista” creada por EEUU y Francia, nada ha variado respecto a los aspectos fundamentales de su política exterior. Formalmente son aliados del gobierno de EEUU pero en la práctica no dejan de apoyar a las organizaciones yihadistas que combaten a los imperialistas de Washington en las guerras de Iraq y Siria. Contradicciones que a su vez reflejan asuntos mucho más de fondo, como la decisión de Riad de saturar el mercado mundial de petróleo para desalojar a sus competidores.
Parece locura, pero tiene su lógica. Arabia Saudí produce más de 10 millones de barriles diarios, y lo hace para asegurase la mayor cuota del mercado frente a EEUU —cuya producción se ha disparado en los últimos años gracias a nuevas tecnologías de extracción (fracking)—, o la de rivales más tradicionales como Rusia o Irán, que vuelve a la escena tras el levantamiento de las sanciones. Una huida hacia delante que está teniendo muchas implicaciones, y no sólo en el plano de sus relaciones exteriores.
Mientras que por un lado aumenta su cuota, Arabia esta sufriendo el impacto de la caída de los precios del crudo en su economía, que han arrasado con su estabilidad presupuestaria: en 2015 el déficit superó el 15% del PIB. Para contrarrestar esta merma de ingresos, el gobierno ha puesto en marcha una política de recortes en los subsidios de la gasolina, el agua y la electricidad que ha supuesto ya una escalada inflacionaria de más del 30%, con la vista puesta en eliminar definitivamente los subsidios y privatizar los sectores educativo y sanitario, así como parte de la empresa estatal de petróleo, Aramco. En palabras del ministro de Economía, se trata de “una revolución thatcherista”. Al mismo tiempo, el gasto militar y en seguridad, imprescindible de cara a mantener su hegemonía regional, no para de subir y supone ya más del 25% de su presupuesto total. Y todo ello cuando las reservas de divisas empiezan a retroceder y podrían evaporarse en apenas cinco años si se mantiene el ritmo de crecimiento del déficit.
Pero el país sufre otros problemas estructurales. El crecimiento del paro y la necesidad de dar salida a una gran masa laboral —con una población muy joven y que se duplicará de aquí al año 2030— romperá otro de los pilares de la economía saudí: la utilización casi exclusiva en el sector privado de mano de obra extranjera en condiciones de semiesclavitud. Toda esta situación empieza a resquebrajar el estado asistencial en que se han basado los monarcas saudíes para controlar las protestas sociales.
La oligarquía gobernante ha respondido a este turbio panorama exacerbando los prejuicios nacionalistas y religiosos —utilizando la agresión a Yemen y la amenaza del chiísmo y de Irán—, pero también con una escalada represiva: 157 ejecuciones el año pasado, récord en veinte años. Arabia Saudí lleva décadas siendo el gran núcleo reaccionario en Oriente Medio y en el conjunto del mundo árabe y musulmán, un papel clave, a su vez, de cara a mantener su propia estabilidad interna. Su actual crisis y las crecientes movilizaciones en Túnez y otros países, debilita ese papel y señalan la perspectiva de un nuevo renacimiento de la lucha de clases.