“Bajo el capitalismo es inconcebible un reparto de las esferas de influencia, de los intereses, de las colonias, etc., que no sea por la fuerza de quienes participan en él, la fuerza económica, financiera, militar, etc. Y la fuerza de los que participan en el reparto cambia de forma desigual, ya que el desarrollo armónico de las distintas empresas, trust, ramas industriales y países es imposible bajo el capitalismo. Hace medio siglo Alemania era una insignificancia comparando su fuerza capitalista con la de Gran Bretaña (…) ¿Es concebible que en diez o veinte años la correlación de fuerzas entre las potencias imperialistas permanezca invariable? Es absolutamente inconcebible”.
El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin
Despreciar el avance colosal de las fuerzas productivas en China en estas últimas décadas y la base material que ha proporcionado al régimen de capitalismo de Estado y a su burguesía para lanzar su agenda imperialista tiene poco que ver con la teoría marxista. Es negar una de las leyes más sobresalientes del materialismo histórico: la del desarrollo desigual.
El gigante asiático ha completado de forma acelerada etapas que a otras naciones les costaron décadas. Un progreso que no ha sido solo cuantitativo, sino cualitativo, hasta transformarse en una potencia capaz de desafiar la supremacía a EEUU en ámbitos económicos y geoestratégicos decisivos, y disputar con éxito creciente la gobernanza global. Mientras Washington se ha convertido en un foco de desestabilización permanente de las relaciones internacionales, Beijing atrae a su órbita a numerosos países que no hace tanto estaban del lado de la superpotencia americana.
Capitalismo de Estado
Podemos señalar tres grandes puntos de inflexión en el avance del capitalismo chino: la Gran Recesión de 2008, la pandemia y la guerra imperialista en Ucrania.
Mientras las potencias occidentales se hundían en una espiral de recesión y estancamiento, China despegó de forma contundente en 2008. Si ese año su PIB fue de 4,5 billones de dólares, en 2012 ascendía a 8 billones y en 2022 a 17,1. En el año 2000 la formación bruta de capital fijo se estimaba en 400.000 millones de dólares, pero en 2018 alcanzó los 5,7 billones superando el registro de EEUU.
La contribución de China al crecimiento económico mundial fue del 3,1% en 1978, del 27,5% en 2018, y del 33% en 2021 (fuente OCDE). Aunque EEUU en 2022 seguía siendo la economía más grande con el 26,6% del PIB global, según JP Morgan Economic Research, China recortó distancias y alcanzó el 20,5%. La UE ocupó el tercer lugar (16,8%) y Japón (5,7%), el cuarto.
Como parte de la campaña de descalificar estos avances, la prensa occidental lleva años ridiculizando las políticas del régimen de Xi Jinping y pronosticando todo tipo de catástrofes. En mayo de 2022, The Economist escribía sobre “la locura del covid cero” que “está aterrorizando a los inversores". Pero la realidad contestó estas previsiones, y también a los autoproclamados teóricos marxistas que se hicieron eco de ellas. China sufrió un número de muertes ínfimo en comparación con las que sufrimos en Occidente y mantuvo un crecimiento robusto durante todo este periodo.
De hecho, las exportaciones chinas siguieron boyantes durante 2020, y ese año sentó las bases para la fulgurante expansión de 2021, cuando sus ventas en el exterior crecieron casi un 30%. Entre 2020 y 2022 la economía china avanzó, en tasas acumuladas, casi nueve puntos más que la estadounidense. Según Bloomberg Economics, la expansión del PIB chino este lustro será del 22,6% frente al 11,3% de EEUU.
Inevitablemente un resultado semejante ha granjeado mayor estabilidad social y política al régimen de Xi Jinping si lo comparamos con la situación de fractura y empobrecimiento que viven las sociedades estadounidense y europea. No hace falta ser un sabio para entender que el avance sostenido de la producción y las exportaciones está generando un mercado interno más amplio, y esto ha permitido a la clase dominante china hacer concesiones salariales muy por encima del resto de economías. Según la OIT, entre 2008 y 2022 los salarios reales de los trabajadores chinos casi se han triplicado.
Señalamos estas ideas no para sembrar ilusiones en el capitalismo chino, ni para ocultar la despiadada explotación a la que está sometida la clase obrera, la ausencia de libertades sindicales y democráticas, y el carácter imperialista de su Estado. Lo hacemos precisamente para entender por qué la lucha entre EEUU y China ha llegado al punto crítico actual. La batalla por la hegemonía que libran las dos superpotencias es el telón de fondo que explica los conflictos militares y políticos que se desarrollan delante de nuestros ojos.
Una dinámica ascendente
China está posicionándose en los sectores que serán más cruciales para el modo de producción capitalista en los próximos decenios. En 2022 las exportaciones de coches chinos alcanzaron un récord de 3 millones de unidades, un 54,4% más que en 2021. Las cifras de 2023 son aún mejores: en el primer trimestre las exportaciones han crecido el 58,3% interanual, convirtiéndose en el mayor exportador mundial de coches tras superar a Japón.
En este sector domina por completo el mercado del coche eléctrico, y la industria y el Estado trabajan a pasos acelerados para controlar la producción de baterías y ampliar decisivamente su autonomía, tal como ha anunciado la compañía Gotion High-Tech con el desarrollo de una que puede recorrer 1.000 kilómetros con una sola carga.
El coche eléctrico no es algo marginal, al contrario, se trata del símbolo de la transición productiva del siglo XXI por sus poderosas implicaciones en todos los segmentos de la economía mundial.
Ante esta avalancha de malas noticias, desde la prensa económica norteamericana y europea han lanzado la tesis de que estamos presenciando un “peligroso proceso de desglobalización y fragmentación del mercado mundial”. Pero lo que ocurre en realidad es otra cosa: las enormes dificultades para romper con una economía globalizada e interconectada en extremo es lo que atiza el conflicto entre las potencias, y este conflicto aumenta en vigor y trascendencia ya que se está produciendo un cambio en el liderazgo de la globalización.
Estamos asistiendo nuevamente, como en otras coyunturas históricas, a la crisis de la economía nacional y a una batalla encarnizada entre los grandes bloques imperialistas que se han ido conformando en los últimos diez años y que solo se puede resolver en la arena internacional mediante una lucha a muerte. En El imperialismo, Lenin explica esta dinámica: “El capital financiero y los trust no disminuyen, sino que aumentan las diferencias en el ritmo de crecimiento de las distintas partes de la economía mundial. Y una vez que ha cambiado la correlación de fuerzas, (...) ¿qué otro medio que no sea la guerra puede haber bajo el capitalismo para eliminar las discrepancias existentes entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la acumulación de capital, por una parte, y el reparto de las colonias y las ‘esferas de influencia’ entre el capital financiero, por otra?”.
Las cadenas globales de producción y suministros están más extendidas que nunca, por no hablar del capital financiero. La economía mundial es una realidad apabullante, pero el problema es como la dirección de la misma apunta ahora en contra de los intereses del imperialismo occidental. El aspecto central no es el retroceso de la globalización, sino el cambio de dirección en esa globalización, que está pasando del eje anglosajón (y alemán) al que encabeza China. Y lo más llamativo es que aunque este nuevo liderazgo sea nocivo para Occidente, ningún país puede desacoplarse debido a las estrechas relaciones que se han fraguado en las últimas décadas.
A pesar de todos los intentos de limitar los intercambios entre EEUU y China, de los aranceles que aprobó la Administración Trump o de una nueva fase en la guerra comercial bajo Biden, los vínculos entre ambas economías no se han debilitado. ¿Por qué ocurre esto? La respuesta es obvia: es bastante difícil desacoplarse del país que es el primer exportador y segundo importador del mundo.
Un estudio del Banco de Santander (septiembre de 2023) aporta las cifras concretas: “Considerando el año 2022 completo, el superávit comercial de China se amplió en un 31% anual, llegando a 876.910 millones de dólares, la cifra más elevada desde que comenzaron a hacerse registros en 1950, ya que las exportaciones aumentaron en un 7% y las importaciones solo en un 1% (Administración General de Aduanas de China, 2023)”[1].
En noviembre de 2020 China firmó la Asociación Económica Integral Regional con otros 14 países del indopacífico. El acuerdo más amplio de la historia, que abarca el 30% de la economía mundial. La Inversión Extranjera Directa (IED) aumentó en China un 8% en 2022: “La industria manufacturera experimentó un crecimiento del influjo de la IED del 46,1% interanual (...) el de las industrias de alta tecnología un 28,3% en comparación con 2021. Durante este periodo, la inversión (…) de la Unión Europea evidenció un agudo incremento del 92,2% interanual”.
Estos datos son una bofetada a la estrategia de EEUU de intentar romper las relaciones económicas y comerciales entre Europa y China. El avance del gigante asiático es de tal magnitud, que tras la pandemia se convirtió en el principal acreedor multilateral del mundo, y aunque Beijing redujo su tenencia de bonos norteamericanos de más de un billón a 800.000 millones de dólares, lo esencial es que la interdependencia mutua de ambos países no disminuye.
Los temores del imperialismo estadounidense están perfectamente fundados. Según el Instituto de Política Estratégica Australiano, China lidera la investigación en la tecnología del futuro. Supera a EEUU y al resto de países en investigación de 37 de 44 tecnologías claves para la innovación y el crecimiento. Adelanta también a EEUU en ocho campos relativos a la industria energética.
EEUU aún es líder en superordenadores, procesadores de última generación y en procesamiento de lenguaje natural (necesario para avances como ChatGPT), pero el margen es cada vez más estrecho. China superó a EEUU en patentes anuales por primera vez en 2011. Diez años después, según datos de la ONU, ya doblaba el número de patentes. Rebasa a Estados Unidos en densidad de robots, lidera la producción de tierras raras y condiciona la industria de EEUU.
La lucha entre China y EEUU por el control de las materias primas estratégicas es a muerte. La batalla por el dominio del mercado de los semiconductores no indica ningún retroceso de la globalización, sino que el control de este mercado será decisivo para la supremacía tecnológica y económica del futuro.
Es cierto que China depende de la tecnología extranjera, casi toda controlada por sus rivales geopolíticos: Taiwán, Japón, Corea del Sur o Estados Unidos. Pero el régimen de Beijing ha puesto en marcha el plan Made in China 2025 para reducir las importaciones de chips del 85% (en 2015) al 30% en 2025.
Los problemas de EEUU con el mercado de microchips también son evidentes. Y lo son por la estrecha interrelación de esta industria con la producción que las multinacionales norteamericanas desarrollan en China. Jensen Huang, consejero delegado de Nvidia, la compañía norteamericana de semiconductores más valiosa del mundo, lo destacaba así en Financial Times: “las restricciones a la exportación del Gobierno Biden dejan a la firma californiana con ‘las manos atadas’, pues no puede comercializar chips en uno de los principales mercados. ‘Si China no puede comprar a Estados Unidos, simplemente lo construirán ellos mismos. Así que EEUU tiene que tener cuidado. China es un mercado muy importante para la industria de la tecnología (…) Si nos privan del mercado chino (...) No hay otra China’”.
El capitalismo de Estado chino tiene sus problemas, y no son menores. La deuda total china alcanza cotas sin precedentes (295% del PIB). La burbuja inmobiliaria también se extiende como una mancha de aceite acarreando quiebras multimillonarias, el caso más destacado es Evergrande. Sin duda, uno de los grandes desequilibrios estructurales es que parte muy importante de esta actividad inmobiliaria se ha financiado con deuda de Gobiernos locales y municipales —que se abastecen de la banca en la sombra, el sector financiero desregulado— y que alcanza los tres billones de dólares. Parece de locos, pero si lo comparamos con lo que mueve este sector en EEUU y Europa, quien tiene un problema diez veces mayor es Occidente.
Pero, sobre todo, su dependencia exportadora de países que están en situación de recesión y estancamiento (Alemania, EEUU, Italia...) añade incertidumbre. De ahí la enorme diversificación de las inversiones chinas y la búsqueda de nuevos mercados de materias primas, producción agroalimentaria, minera, etc. en África, América Latina y Asia.
Pensar que el capitalismo chino puede superar las contradicciones inherentes al proceso de acumulación es un sinsentido. Lo que queremos situar es el contexto en que se mueve la economía china, sus fortalezas frente a sus competidores y las ventajas cualitativas de las que goza, aunque sea temporalmente, su régimen de capitalismo de Estado.
Todavía no ha reemplazado a EEUU como superpotencia imperialista dominante, pero la guerra ya ha comenzado. El imperialismo norteamericano cuenta con puntos sólidos a su favor. El dólar es hegemónico: está involucrado en casi el 90% de las transacciones y representa casi el 60% de las reservas de divisas de los bancos centrales (70% en 1999), pero existen planes y acuerdos comerciales entre China y bastantes países, incluidos algunos exaliados relevantes de EEUU, para cambiar esta tendencia. Aún es un volumen discreto, pero la situación puede acelerarse como ya ha ocurrido en otros campos.
Entender el calado del desarrollo de China como potencia es esencial para orientarse en la arquitectura actual de la política mundial. Este es el factor más relevante, junto a la decadencia del imperialismo norteamericano, para comprender los seísmos que están golpeando las relaciones internacionales y sus efectos en la lucha de clases de todos los países.