Según los dirigentes del PSOE, la reciente exhumación de los restos de Francisco Franco y su traslado desde el Valle de los Caídos al cementerio de El Pardo, habría sido un acontecimiento trascendental y habría supuesto dar carpetazo a una época histórica marcada por la represión y el miedo. Nada más lejos de la realidad.

Saludamos la exhumación, como no podría ser de otra manera, aunque es absolutamente escandaloso que esta se haya convertido en prácticamente un segundo funeral de Estado al dictador; pero más allá de este punto, lo fundamental todavía sigue pendiente.

El Estado español es, por detrás de Camboya, el país con más fosas comunes del mundo; las asociaciones de Memoria Histórica siguen demandando una reparación y una justicia que nunca llega y los nietos y herederos del dictador siguen disfrutando y ampliando impunemente el patrimonio que acumuló fraudulentamente Franco.

Estas son algunas de las muchas cuestiones del legado de la dictadura franquista que siguen muy presentes a pesar de los más de 40 años transcurridos desde la muerte del  dictador  y de los casi 23 que el PSOE ha gobernado desde que se instauró el régimen constitucional en 1977.  

Pero el punto central que cada día se alza ante nosotros con más claridad es que el franquismo vive, y con buena salud, en posiciones clave en los organismos del poder político y económico y en el corazón del aparato del Estado. La intensificación de la crisis en Cataluña y la escalada represiva desencadenada por el Gobierno, la Judicatura, la Guardia Civil y la Policía, jaleada por los medios de comunicación, son una contundente prueba más de esta realidad.

El aparato Estatal que durante casi 40 años sirvió para aplastar a sangre y fuego cualquier intento de la clase obrera y la juventud por organizarse y luchar por sus derechos ha pervivido casi intacto en el régimen político actual, gracias a los Pactos de la Transición.

La exhumación de Franco está siendo utilizada, entre otras cosas, como una cortina de humo para tratar de camuflar esta evidencia precisamente cuando el régimen del 78 hace aguas por todas partes.

Por otro lado, al poner el foco de atención en la figura personal de Franco, la burguesía española intenta ocultar el hecho de que a pesar del poder personal que este acaparó, el régimen franquista fue el instrumento mediante el cual los capitalistas y los grandes latifundistas del Estado español aseguraron su dominación de clase.

La Transición: «cambiarlo todo para que todo siga igual»

Cuando a finales de los años 60 el movimiento obrero empezó a dar pasos firmes y a ganar sus primeras victorias, un sector de la burguesía empezó a plantear la necesidad de deshacerse de un régimen que empezaba a ser inútil para contener el avance de los trabajadores y la juventud, consciente de que el empeño por mantenerlo intacto podría desatar una explosión social de imprevisibles consecuencias. A medida que capas cada vez más amplias de la clase obrera se iban incorporando a la lucha contra la dictadura, la mayoría de la clase dominante concluyó que el régimen debía ser «reorganizado». El objetivo fue salvaguardando lo esencial, renovar la dictadura del capital cambiando algunos elementos de su fachada.

Con la inestimable e imprescindible ayuda de los dirigentes de la izquierda reformista (PSOE y PCE) y de los dos grandes sindicatos de clase, (CCOO y UGT) la burguesía española consiguió realizar este cambio que en el fondo no cambió nada.

Los Banús, March, Koplowitz, Fierro, Fenosa, Coca, Melià, Botín, entre otros, continuaron siendo los dueños del país. Todos ellos amparados por el régimen y bien relacionados con los falangistas, aprovecharon la postguerra y los inicios de la democracia para forjar e incrementar sus imperios y hoy son los que siguen manejando los hilos.

Por otro lado, el desmontaje de las instituciones del franquismo y de su partido único no tuvo consecuencias negativas para los cómplices de Franco. Todo lo contrario. Los altos cargos del franquismo fueron recompensados por los servicios prestados al gran capital y al poder financiero.

Muchos de ellos fueron colocados en consejos de administración de grandes bancos como La Caixa o el Banco Hispano, o empresas, como Endesa, Telefónica, Sogecable o Iberdrola.

Uno de los casos más conocidos es el de Rodolfo Martín Villa, ministro de Gobernación en 1976 y responsable del asesinato de cinco trabajadores en Vitoria que acabó siendo consejero de Endesa y presidente de Sogecable. Pero hay muchos más, como Antonio Barrera de Irimo, vicepresidente primero del Gobierno franquista que asesinó a Salvador Puig Antich y que después fue consejero de Telefónica, Banco Hispano Hipotecario e Hispamer.

Otros prohombres de la dictadura siguieron activos en política, fundamentalmente a través de Alianza Popular, fundada por el exministro franquista Manuel Fraga Iribarne y rebautizada después como Partido Popular.

Jueces, policías y militares: el franquismo incrustado en el aparato del Estado

Los acuerdos de la Transición permitieron la completa continuidad del aparato represivo del franquismo en el régimen nacido de la Constitución de 1978. Militares golpistas y policías torturadores se vieron exonerados de sus crímenes gracias a la Ley de Amnistía, que les garantizó impunidad hasta el día de hoy.

Esta continuidad se nota hoy especialmente en el mundo judicial. Franco creó, como una de las piezas centrales de su aparato de represión masiva, un órgano judicial especialmente encargado de perseguir, encarcelar y, en muchos casos, condenar a muerte, a sus oponentes políticos. Ese órgano fue el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, creado en marzo de 1940 y que siguió funcionando, a pesar de su disolución formal, hasta 1971.

Como continuador de la labor represiva de este Tribunal, una de cuyas características distintivas era que operaba en sesiones secretas, en 1963 se creó el Tribunal de Orden Público (TOP), un tribunal destinado a perseguir a los opositores al franquismo y a proteger los crímenes de la policía política de Franco, la tristemente famosa Brigada de Investigación Social. En el año 1977, como parte de la remodelación «democrática» del aparato del Estado, el TOP se transformó en la Audiencia Nacional. De los 16 jueces que formaban el TOP, 10 recabaron en el Tribunal Supremo o en la Audiencia Nacional. Sin ir más lejos los tres presidentes que tuvo el TOP, Enrique Amat,  José F. Mateu y José de Hijas, acabaron en el Tribunal Supremo.

También obtuvieron su premio a los servicios prestados gran parte de los fiscales del franquismo, como Antonio González y Félix Hernández, los dos fiscales del TOP de 1964, que   llegaron al Supremo.

Otros jueces del régimen pasaron posteriormente a formar parte del Consejo General del Poder Judicial. Desde estas posiciones han tenido las manos libres para modelar a su imagen y semejanza el cuerpo de jueces y fiscales de la «democracia».

Lo mismo ocurrió con la policía política. Esta perdió su antiguo nombre de Brigada de Investigación Social y, bajo su nueva denominación de Comisaría General de Información, pero con los mismos mandos fascistas al frente (Conesa, Manuel Ballesteros, Jesús Martínez, González Pacheco, etc.), continuó su labor represiva.

 La Constitución del 78 no acabó con las leyes franquistas ni con su sistema judicial

A pesar de la propaganda engañosa que se dedica a idealizar la Constitución de 1978, presentándola como un texto escrito sobre un folio en blanco en el que se plasmó la voluntad democráticamente expresada de la ciudadanía del Estado español, sin trabas ni cortapisas, la realidad es que la Constitución del 78 se debatió y aprobó bajo la celosa supervisión del aparato del Estado franquista, especialmente de los mandos del Ejército.

El propio articulado de la Constitución, como bien pudimos comprobar con la aplicación de su artículo 155 en Cataluña, y antes, en octubre de 2017, con el amenazante discurso televisivo de Felipe VI, recoge un amplio conjunto de medidas de excepción que, aunque en su redactado literal son diferentes de las de la legislación de excepción de Franco, son idénticas en lo que se refiere a su finalidad última: controlar, y si es necesario aplastar a cualquier precio, todo intento de subvertir el orden capitalista que la Constitución consagra.

El papel de la Monarquía y el Ejército en la Constitución del 78 es el ser, en última instancia garantes del orden social y de la propiedad privada, aplicando las disposiciones constitucionales que permiten convertir la declaración de derechos en papel mojado.

Si hiciera falta alguna prueba adicional de la continuidad de la Constitución del 78 respecto al ordenamiento legal del franquismo, basta con comprobar como las sentencias políticas de los tribunales franquistas, incluyendo las condenas a muerte, siguen siendo legales. Lejos de anular estas sentencias de tribunales fascistas, que no respetaban ni siquiera las mínimas garantías que su propia legislación establecía, la ley de la Memoria Histórica se limita a declararlas «injustas», reconociendo así de hecho la perfecta continuidad entre el sistema judicial franquista y el sistema judicial «democrático».

Por último, por si aún cupiesen dudas sobre la pervivencia del franquismo en el aparato de estado, bastaría con enumerar las leyes aprobadas por Franco, incluso en su época de dictadura más despiadada, que siguen en vigor a día de hoy: leyes que afectan al funcionamiento de las fuerzas de seguridad y los servicios de inteligencia, como son la Ley de Secretos Oficiales, aprobada en 1968, o la de Condecoraciones Policiales, aprobada en 1964; leyes fundamentales para la vida económica como la de Expropiación Forzosa, aprobada en 1954 o la de Energía Nuclear, en 1964. Incluso la Ley Hipotecaria, que ha permitido a los bancos expulsar de sus viviendas a cientos de miles de familias en los últimos años, fue promulgada por Franco en 1946.

En resumen, las herramientas de dominación fundamentales del franquismo, las que le permitieron durante casi 40 años mantener un régimen de excepción y terror al servicio de la clase dominante, se han conservado prácticamente intactas bajo la cobertura de la nueva constitución democrática de 1978. Ha bastado la ola de movilización desatada a raíz de la crisis de 2008, y muy especialmente el levantamiento del pueblo catalán en defensa de sus derechos nacionales, para que ese trasfondo franquista aflore al primer plano de los acontecimientos.

Las ilusiones democráticas que permitieron a los dirigentes de la izquierda reformista engañar a los trabajadores y los jóvenes hace 41 años se están viniendo abajo ante la evidencia de los hechos. La necesidad de un cambio radical, que no solo barra definitivamente la herencia del franquismo, sino también el sistema social y económico que la ha mantenido y reforzado, se presenta en el horizonte de la juventud y la clase trabajadora cada día con mayor claridad.

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