La guerra total desatada en el PP, después de que Pablo Casado lanzara acusaciones explícitas de corrupción contra Isabel Díaz Ayuso intentando frenar su avance por el control del partido en Madrid y de la dirección nacional, se ha dirimido con una rapidez asombrosa. Casado y su mano derecha, el secretario general Teodoro García Egea, han sido desalojados humillantemente de sus posiciones, en medio de un espectáculo bochornoso de deslealtad, venganza y asesinato político.

Solo, despreciado por una inmensa mayoría de los militantes, traicionado por sus más fieles escuderos, hostigado sin misericordia por la prensa de derechas, Casado aprovechó la sesión de control al Gobierno del miércoles 23 para lanzar un patético discurso de despedida. Poco después, obligado por los cuchillos que los barones pusieron en su garganta, aceptó la salida “honrosa” que le ofrecían: permanecer como jarrón decorativo en su cargo hasta el congreso extraordinario del PP convocado para abril, y apoyar al candidato designado por la cosa nostra popular, el presidente de Galicia, Alberto Núñez Feijóo.

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Solo, despreciado y traicionado, Casado aprovechó la sesión de control al Gobierno del miércoles 23 para lanzar un patético discurso de despedida. 


La extrema derecha del PP sale fortalecida

Casado ha pagado muy cara la osadía de haber atacado al capital electoral más destacado del PP, Isabel Díaz Ayuso. Acostumbrado a las maniobras de aparato y a las intrigas de pasillo, gracias a las que alcanzó la presidencia del partido en 2018 tras la renuncia de Mariano Rajoy, Casado y su equipo no supieron leer el profundo cambio que ha tenido lugar entre la base social y electoral de la derecha, y el significado profundo del avance de Vox. La trayectoria errática de Casado en estos tiempos, que alcanzó extremos caricaturescos en la campaña electoral de Castilla y León, así lo demuestra.

Como señalamos en la declaración anterior, una mayoría de militantes y votantes del PP reclama guerra a muerte contra los derechos de la clase trabajadora. Esa miríada de pequeños y medianos empresarios mezquinos, que amasan beneficios a costa de la precariedad y la pobreza salarial en la hostelería, la construcción, el campo, el comercio, el transporte y en numerosos sectores productivos, no están dispuestos a retroceder ni un ápice. Muchos ya han migrado a Vox, pero los que permanecen fieles al PP no quieren oír hablar de “pactos de Estado” o la mínima colaboración con el Gobierno “socialcomunista”.

Alentados por el nacionalismo españolista, llenos de confianza cuando observan la actitud fascista y represiva de la judicatura y la policía, inflamados por los éxitos electorales de Santiago Abascal, quieren que el PP marque con trazo grueso sus señas anticomunistas y reaccionarias.

Quieren dar la batalla a fondo contra todos aquellos que fueron el motor de la enorme movilización social que se desencadenó tras la crisis de 2008, contra la juventud en lucha, el movimiento feminista y LGTBI, y los pueblos de Catalunya, Euskal Herria y Galiza que exigen su derecho a decidir.

No se trata de un fenómeno exclusivo del PP. En todo el mundo estamos viendo como las bases de los partidos tradicionales de la burguesía están viviendo un proceso de radicalización hacia la extrema derecha, como es el caso del Partido Republicano de los EEUU con Donald Trump, o a través del trasvase masivo de votantes a opciones claramente fascistas, como ocurre en Francia o Italia.

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La base social del PP, esa miríada de pequeños y medianos empresarios mezquinos, que amasan beneficios a costa de la pobreza salarial están girando hacia la extrema derecha. 


El giro reaccionario en el Estado español se ha manifestado a través de dos vías. Un sector del PP decidió no esperar más y, ante lo que consideraba vacilaciones de sus dirigentes frente al PSOE, rompió con el partido y constituyó Vox. Pero el sector mayoritario decidió permanecer a pesar de las dudas sobre el rumbo del partido. En estos dos años, y viendo los resultados desastrosos que se están cosechando en las urnas y el avance de Vox, una parte fundamental se han ido agrupando en torno a Díaz Ayuso, que, como la presente crisis ha demostrado, se ha convertido de facto en la líder más indiscutible de los populares, avalada por su aplastante victoria electoral en las elecciones autonómicas del pasado año y por su capacidad de frenar a Abascal apropiándose de su discurso.

A pesar de su victoria, Ayuso no parece tener prisa por asaltar Génova. Su camino hacia la presidencia del PP de Madrid ha quedado completamente despejado y garantizado por el resto de barones populares, y será desde la dirección de la organización territorial más fuerte del PP, y la que más votos le aporta, desde donde intentará moldear a su gusto la composición de la nueva dirección que sustituirá al equipo de Casado.

¿Es irresistible el ascenso de Ayuso?

El fulgurante ascenso de Ayuso parece sorprendente si se toma en consideración el completo desastre de su gestión de la pandemia. Miles de personas murieron a causa de la decisión deliberada y consciente de su Gobierno de negar asistencia hospitalaria a los usuarios de las residencias de mayores de la Comunidad de Madrid, que se convirtieron en auténticos mataderos. El escándalo de la compra de mascarillas y la comisión millonaria de su hermano, no es sino una gota de agua en una gestión basada en la sistemática destrucción de los servicios públicos – sanidad, enseñanza, etc. – con el objetivo declarado de convertirlos en fuente de inmensos beneficios privados y de suculentas comisiones. El caso del hospital Zendal y la magnitud de los sobrecostes de su construcción, son un botón de muestra.

Muchos activistas honestos de la izquierda se echan las manos a la cabeza y se preguntan cómo es posible que una gestión criminal y corrupta haya sido recompensada, primero, con una victoria electoral rotunda y, después, con el liderazgo fáctico de la derecha. Desde la dirección de Unidas Podemos se recurre una y otra vez a una supuesta “correlación de fuerzas” desfavorable y, soterradamente, se hace recaer en la ignorancia y credulidad de “la gente” la responsabilidad por el ascenso de Ayuso y la extrema derecha.

Pero la realidad es muy diferente. Las políticas de Ayuso levantaron en su momento una ola de indignación popular que alcanzó su máxima expresión en las movilizaciones espontáneas en protesta por las medidas de confinamiento clasista impuestas por Ayuso a los residentes en los barrios obreros de Madrid. Esas protestas pusieron a Ayuso y sus políticas contra las cuerdas, pero, cuando más débil se encontraba, Pedro Sánchez corrió en su ayuda. La rueda de prensa que ambos, Sánchez y Ayuso, ofrecieron a los medios, rodeados de un mar de banderas rojigualdas, fue la escenificación de la voluntad del Gobierno del PSOE y UP de evitar la ruptura de la paz social, fuese cual fuese el precio que hubiese que pagar.

La izquierda gubernamental, mientras se negaba a movilizar en la calle contra Ayuso, seguía aplicando desde la Moncloa la agenda de recortes sociales del Ibex 35, la CEOE y la UE, y los principales puntos del Pacto firmado por el PSOE y UP se incumplían abiertamente (no derogación de la reforma laboral de 2012, no derogación de la ley mordaza, los precios de los alquileres por las nubes, renuncia a la vivienda pública, incremento de los desahucios, represión contra las luchas obreras y juveniles…).

El equipo que rodea a Ayuso, encabezado por un veterano como Miguel Ángel Rodríguez y aconsejado y orientado por la FAES de José María Aznar, percibió la pusilanimidad de la coalición PSOE-UP y decidió aprovechar el momento. De este modo, la política de desmovilización impulsada por el Gobierno “más progresista de la historia” y los sindicatos CCOO y UGT dejó las manos libres a Ayuso, hasta el punto de que ahora puede permitirse reivindicar abiertamente el cobro de comisiones por parte de su hermano, e incluso, en un gesto de suprema chulería, entregar a la Fiscalía la documentación del caso antes de que se la reclamen, con la certeza absoluta de que el aparato judicial va a dejarla impune.

Persistiendo en esta desastrosa política, la oposición de izquierda en la Comunidad de Madrid exige ahora comisiones de investigación y reclama acciones judiciales, como si las innumerables diligencias abiertas al PP a lo largo de toda su existencia hubiesen ofrecido algún resultado real.

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La política de desmovilización impulsada por el Gobierno “más progresista de la historia” y los sindicatos CCOO y UGT dejó las manos libres a Ayuso, hasta el punto de que ahora puede permitirse reivindicar abiertamente la corrupción. 


Limitándose exclusivamente a la acción institucional, la izquierda reformista madrileña proclama públicamente su renuncia a impulsar la única vía que puede parar a Ayuso y a la extrema derecha que ella representa: la lucha masiva y contundente en las calles, defendiendo una política que rompa con la austeridad y los recortes. Obviamente, hacer eso significaría exigir un giro de 180 grados en la acción del Gobierno de coalición, y no parece que esta vaya a ser de ninguna manera la política a seguir.

¿Podrá Núñez Feijóo sacar al PP de su crisis?

Los barones del PP han visto una salida a la crisis en Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta de Galicia, amigo de narcotraficantes y cuyo historial de chanchullos y contratos amañados no tiene nada que envidiar al de Ayuso.

Hasta el momento, Feijóo ha sido reticente a abandonar su feudo electoral de Galicia, a pesar de que desde hace años una buena parte de los dirigentes del PP lo ven como el candidato idóneo para dirigir el partido, tanto por la simpatía y apoyo que concita internamente, como por su imagen de político moderado y “hombre de Estado”, cuidadosamente alimentada por los medios del gran capital, como el diario El País.

Su actuación en estos últimos días, en los que jugó el papel de dar la puntilla a un Casado herido de muerte, revela que el PP se encuentra al borde del abismo. A pocos meses de las elecciones autonómicas de Andalucía y con Vox como gran triunfador en las recientes de Castilla y León, la crisis desencadenada ha sido de tal magnitud que pone en peligro el papel del PP como primera formación de la derecha del Estado español. Feijóo ya no puede continuar siendo un mero espectador y no le ha quedado más remedio que intentar poner orden.

Pero una cosa es pacificar momentáneamente la situación, cobrándose las cabezas de Casado y Egea, y otra muy distinta solucionar los problemas de fondo que han abocado al PP a esta crisis brutal.

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Los barones del PP han visto una salida a la crisis en Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta de Galicia, amigo de narcotraficantes y cuyas prácticas no tienen nada que envidiar a las de Ayuso. 


Pablo Casado no defendía una política sustancialmente distinta a la de Ayuso, ni mucho menos. Pero como cabeza visible del PP tenía que prestar atención a las recomendaciones e indicaciones que le llegaban desde los centros del poder financiero y empresarial. El gran capital, por el momento, está muy satisfecho con el desempeño del Gobierno PSOE-UP y no solo no ve ninguna necesidad de derribarlo, sino que percibe el gran riesgo de que su caída pudiese debilitar el mejor muro de contención contra la movilización social con el que han podido contar en los últimos años.

Feijóo, a pesar de su prestigio, deberá enfrentarse a los mismos dilemas ante los que Casado se ha estrellado. Si opta por llegar a acuerdos de Estado con el PSOE, minará rápidamente sus apoyos internos y facilitará el avance de Vox a costa del PP. Y si se decide por la vía de la oposición total y derribo del Gobierno de Sánchez, solo conseguirá mimetizarse con Ayuso, y muy probablemente preparar el terreno para que esta de su salto definitivo a la política estatal.

Parece claro, basándonos en los hechos tozudos, que el giro a la extrema derecha de uno de los partidos fundamentales de la burguesía española se va a consolidar. Y esto, a pesar de las ilusiones que se hacen algunos de que el derribo de Casado puede favorecer al Gobierno de coalición, plantea un enorme desafío a la clase trabajadora, a los activistas de la izquierda, y a todos los que sabemos que para defender nuestros derechos hay que pasar a la acción, confrontar con los capitalistas y construir organización y conciencia.

Tenemos que romper con el discurso y la práctica que solo nos lleva a la parálisis, y levantar una alternativa de izquierdas consecuente para frenar el avance de la extrema derecha. No hay tiempo que perder.

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