El año 1917 marcó un cambio trascendental en el rumbo de la guerra y de las relaciones entre las clases. Del frente occidental sólo llegaban noticias adversas para el Estado Mayor del káiser: más de 240.000 soldados alemanes fueron muertos en Verdun de febrero a diciembre de 1916. En casa, la situación económica y política continuaba deteriorándose. La cosecha de patatas se hundió ese año a la mitad de antes de la guerra, mientras el acaparamiento y el mercado negro llenaba los bolsillos de los especuladores. La miseria y la escasez se propagaban en los barrios obreros para indignación de sus pobladores y de los soldados que regresan de permiso, pero los grandes burgueses no dejaban de vivir en la opulencia más obscena.
La revolución no conoce fronteras
Los paralelismos con la vida cotidiana de las principales ciudades de Rusia eran notables, y no eran pocos los actores políticos que pensaban que Alemania se encaminaba a una situación explosiva similar. Desde los ministros del Reich hasta los burócratas sindicales, las referencias y declaraciones sobre los efectos de la revolución rusa y las posibilidades de contagio en Alemania se sucedían. Pierre Broué lo describe así:
“En el consejo de ministros, el titular de interior habla del ‘efecto embriagante de la revolución rusa’, y el subsecretario de Estado, Helfferich, al informar acerca de sus entrevistas con los dirigentes de los sindicatos, declara que según estos ‘la agitación que suscitan las dificultades de abastecimiento y el movimiento revolucionario en Rusia pueden provocar una tormenta tal, que el gobierno no podría controlarla”.
Las advertencias de los dirigentes socialpatriotas de los sindicatos no eran bravuconadas. Los expedientes policiales, siempre atentos a los cambios en el estado de ánimo de los obreros, venían a corroborar esta visión. Pierre Broué sigue con la descripción: “Un informe del prefecto de policía al comandante militar de Berlín, fechado en 23 de febrero, declara: ‘Actualmente, casi todos los militantes sindicales del metal que se imponen en las fábricas, son miembros de la oposición, y una gran parte del grupo Spartakus que ha tomado por consigna ‘Poner fin a la guerra mediante las huelgas’ (…) Frente a la potencia de los militantes sindicales extremistas, los dirigentes sindicalistas Cohen y Siering son impotentes y contrarios a someterse, pues su situación y su reelección está en juego. De este modo Siering actúa ahora en el mismo sentido que estos extremistas, promoviendo agitación, en el curso de diversas reuniones (...) lo que le vale la simpatía de los extremistas”.119
Este cúmulo de circunstancias preparó el estallido del movimiento huelguista de abril de 1917, en el que el ejemplo de los obreros rusos cobró especial relevancia para la propaganda revolucionaria. En Berlín, los espartaquistas editaron volantes reivindicando la revolución rusa como el camino para fundar la república democrática, y lo mismo ocurrió en otras ciudades: Leipzig, Hamburgo, Bremen, Nuremberg. En la capital, la vanguardia de los trabajadores agrupada detrás de los delegados revolucionarios se preparó para un asalto de envergadura. En opinión de sus dirigentes el momento para una movilización de masas, para una gran demostración contra la guerra, había madurado. Eligieron el 15 de abril, el día en que se iba a celebrar una asamblea general convocada por el sindicato del metal para hacer su llamamiento a la lucha. Pero dos días antes Richard Muller, uno de los líderes más reconocidos de los delegados, fue detenido en un intento de parar la acción.
La iniciativa de Berlín no era la única. En Leipzig, el movimiento se había puesto en marcha con manifestaciones de mujeres en contra del desabastecimiento. Eran muchas las señales del descontento acumulado, pero no amilanaron al gobierno, que reaccionó reduciendo el suministro semanal de pan de 1.350 a 450 gramos por persona. La noticia, una descarada provocación, exasperó aún más a los trabajadores y a sus mujeres. En Berlín, el ambiente de indignación en la asamblea de metalúrgicos obligó a los dirigentes sindicales reformistas a adelantarse a los delegados revolucionarios, convocando una huelga contra el desabastecimiento y la reducción de las provisiones para el 16 de abril; una vez hecho el llamamiento, los delegados revolucionarios propusieron su extensión hasta lograr la liberación de Richard Muller.
La movilización de los metalúrgicos creó la alarma en el aparato socialdemócrata. Era una decisión que chocaba contra su política de paz social y dejaba al descubierto su posición rompehuelgas de los últimos años. Para curarse en salud, Vorwärts lanzó una advertencia contra los agitadores y extremistas, poniendo “en guardia” a los trabajadores contra los que querían convertir la lucha por la paz en un asalto revolucionario. Pero la prevención de la dirección socialdemócrata cayó en saco roto; los trabajadores ya habían tomado una poción demasiado grande de su medicina y la lucha adquirió una dimensión formidable.
El 16, la huelga fue un completo éxito en Berlín, con más de 300 empresas implicadas y unos 300.000 trabajadores secundándola. La acción se extendió rápidamente a Leipzig, con un esquema similar: los delegados más radicales y los espartaquistas distribuyeron octavillas manuscritas llamando a la lucha, y la dirección reformista de los sindicatos se vio obligada a ponerse a la cabeza para no quedar superada. Al mediodía del 16 el paro ya era generalizado, y más de 15.000 metalúrgicos se concentraban en una de las principales plazas de la ciudad. La trascendencia de la movilización de Leipzig fue grande. La asamblea obrera decidió aprobar una resolución en la que además de demandar el aumento de las raciones de alimentos y de carbón, formulaba seis reivindicaciones políticas de gran importancia:
· Una declaración del gobierno en favor de una paz sin anexiones.
· La supresión de la censura.
· El levantamiento del estado de sitio.
· La abolición de la ley de movilización del trabajo.
· La liberación de los presos políticos.
· La introducción del sufragio universal en elecciones a todos los niveles.
“La asamblea” escribe Pierre Broué, “decide que la resolución debe ser entregada en mano al canciller, en Berlín, por una comisión, elegida allí mismo por aclamación, que comprende dos responsables del sindicato de los metalúrgicos y tres representantes del partido socialdemócrata independiente.”120
La situación se complicó para los dirigentes sindicales y también para el gobierno. Unos y otros se necesitaban mutuamente en esos momentos, pero los líderes socialpatriotas temían, con razón, una reacción violenta desde el Estado Mayor que les debilitara aún más, que les hiciera perder una parte importante de su peso entre la base militante de los sindicatos y en general en las fábricas. Scheidemann y otros dirigentes insistieron a las autoridades ansiosamente para que no respondieran con violencia, a pesar de tratarse de reivindicaciones políticas prohibidas por la legislación de excepción vigente; también solicitaron que recibieran a la delegación. Por su parte, los delegados revolucionarios de Berlín reclamaron la continuidad de la lucha hasta la liberación de Richard Muller, y los espartaquistas se sumaron llamando a los trabajadores de la capital a hacer suyas las reivindicaciones de sus compañeros de Leipzig.
En esas circunstancias las autoridades militares dieron el primer signo de debilidad importante desde el inicio de la guerra: aceptaron recibir a una delegación berlinesa de los obreros en huelga, aunque compuesta mayoritariamente de representantes reformistas, y liberar a los dirigentes detenidos. A la vuelta de la reunión, se suscitó un acalorado debate con la mayoría de los delegados revolucionarios que participaban en el comité de huelga y que insistían en adherirse a las exigencias del manifiesto de Leipzig; los miembros de la delegación apelaron a deponer la huelga, seguros de que las autoridades dejarían en libertad a Richard Müller. Después de un virulento debate con posiciones muy enfrentadas, los reformistas ganaron la votación por un margen muy estrecho. La huelga fue levantada oficialmente el 18, mientras la delegación de Leipzig, que también había sido recibida en Berlín, regresó con un planteamiento similar para acabar con el conflicto. Pero no era tan fácil imponer la pacificación una vez que el movimiento se había desatado.
La llamada a la normalidad no impidió que los mítines se sucedieran en las principales empresas de Berlín, y en muchos de ellos los diputados del USPD tomaron la palabra apelando a la continuidad de la acción. En los siguientes días, más de 50.000 trabajadores de las fábricas más emblemáticas de la capital continuaron con la huelga, denunciando lo que consideraban una traición por parte de sus jefes sindicales. En ese momento apareció en numerosas asambleas una consigna clave: ¡Elección de consejos obreros! El ejemplo de la revolución rusa, de los sóviets, empezaba a prender en la conciencia de los obreros más avanzados.
“Los huelguistas de la DWM eligen un comité de huelga que dirigen los delegados revolucionarios Franz Fischer y Bruno Peters. Los de la Knorr-Bremse, después de cinco horas de discusión, ponen en primer plano de sus reivindicaciones la liberación de Karl Liebknecht. Eligen un consejo obrero que preside el revolucionario Paul Scholze y que lanza enseguida una llamada para la elección de consejos obreros en todas las fábricas.”121
El movimiento no logró mantenerse. Todavía eran una minoría los trabajadores implicados pero lo significativo de las huelgas de abril, a pesar del aparente control de los líderes conciliadores, fue la ruptura con la dinámica precedente, se perdía el miedo y los obreros empezaban a confiar en sus propias fuerzas. El retroceso parcial de los jefes militares les había dado una señal muy precisa: cosechar victorias incluso más importantes no era una fantasía. La experiencia de las huelgas de abril de 1917 caló hondo, y servirían de punto de partida para dar un paso de gigante en la siguiente oleada. Por otra parte, la actuación de los diputados del USPD les granjeó una autoridad y un reconocimiento nada desdeñable entre capas de los obreros más combativos. Las opiniones de Rosa Luxemburgo respecto a las posibilidades del nuevo partido se confirmaban por la experiencia práctica.
Los acontecimientos alemanes de 1917 iban entretejiéndose con los de la revolución rusa. Las huelgas de Berlín y Leipzig coincidieron con la reorientación del Partido Bolchevique, ya bajo la dirección práctica de Lenin. La llegada de Lenin en abril supuso una transformación completa del eje político del bolchevismo. Oponiéndose a la política de colaboración con la burguesía y con los imperialistas de la Entente, combatiendo cualquier ilusión en el gobierno provisional, Lenin rompió por abajo con la atmósfera de unidad que se respiraba en la cúspide política, experta en el arte del disimulo y el engaño hacia las masas.
Antes de volver a Rusia en el mes de abril, Lenin tenía puesta la vista en Alemania y en la probabilidad de que los acontecimientos allí siguieran también un curso revolucionario. A su llegada a la estación Finlandia de Petrogrado, donde fue recibido por miles de trabajadores y por una delegación oficial que incluía a los jefes socialpatriotas del sóviet, Lenin rindió tributo a Karl Liebknecht. El relato del menchevique Sujánov, citado por Trotsky en su historia de la revolución rusa, describe el tenso ambiente cuando las palabras de Lenin retumbaron:
“…De pie en medio del salón, parecía como si todo lo que estaba ocurriendo allí no tuviera nada que ver con él. Miraba a derecha e izquierda, se fijaba en los que le rodeaban, clavaba los ojos en el techo, arreglaba el ramo de flores, ‘que armonizaba muy mal con su aspecto’, y después, volviendo completamente la espalda a la delegación del Comité Ejecutivo, ‘contestó’ del modo siguiente: ‘Queridos camaradas, soldados, marineros y obreros. Me siento feliz al saludar en vosotros la revolución rusa triunfante, al saludaros como a la vanguardia del ejército proletario internacional… No está lejos ya el día en que, respondiendo al llamamiento de nuestro camarada Karl Liebknecht, los pueblos volverán sus armas contra sus explotadores capitalistas… La revolución rusa, hecha por vosotros, ha iniciado una nueva era. ¡Viva la revolución socialista mundial!”.122
El impacto del bolchevismo
Como en todos los países beligerantes, las noticias de la revolución de octubre llegaron a Alemania taimadas por la propaganda gubernamental, siempre hostil y distorsionada. Los elementos socialpatriotas, y también los centristas, no podían ocultar su perplejidad. El hecho de que al principio rebajaran su oposición a los bolcheviques y que alabaran con el gesto torcido a la revolución, demostraba que las simpatías de los obreros alemanes estaban del lado bolchevique.
El 12 de noviembre, el Leipziger Volkszeitung, órgano del USPD, habló de la revolución de octubre en los siguientes términos: “En Rusia, el proletariado ha tomado el poder político: es un acontecimiento de significación mundial”. Dos días más tarde el mismo periódico señalaba: “Nosotros proletarios alemanes, estamos de todo corazón, en estas horas, con nuestros camaradas rusos en el combate. Luchan también por nuestra causa. Son la vanguardia de la humanidad, la vanguardia de la paz.”123 Pero estas palabras ocultaban en realidad una profunda divergencia en el seno del USPD. Los más derechistas de la dirección, incluyendo a Kautsky y Bernstein, pronto empezaron con su particular campaña de calumnias y descalificaciones contra los bocheviques. Argumentaban constantemente, sacando a relucir su patina de sabios teóricos, que la experiencia rusa no era un modelo a seguir en la democrática y civilizada Alemania.
Sólo Rosa Luxemburgo, Liebknecht y el conjunto de los militantes espartaquistas, como hemos señalado en el apartado anterior, mostraron su apoyo entusiasta al nuevo poder de los sóviets. Pierre Broué incide en esta cuestión:
“Franz Mehring, como ‘decano’, dirige el 3 de junio de 1918 una carta abierta a los bolcheviques, en la que se declara solidario de su política. Critica ferozmente la perspectiva —del USPD— de reconstruir la socialdemocracia de antes de la guerra y la califica de ‘utopía reaccionaria’. Se pronuncia por la construcción de una nueva Internacional y formula una autocrítica: ‘Nos hemos equivocado sobre un solo punto: precisamente cuando después de la fundación del partido independiente (...), nos hemos unido a él a nivel organizativo, con la esperanza de impulsarlo adelante. Esta esperanza hemos tenido que abandonarla.’ Desarrolla más ampliamente las mismas tesis en una serie de artículos titulados los bolcheviques y nosotros, publicados a partir del 10 de junio de 1918 en Leipziger Volkszeitung. Haciendo referencia a los análisis de Marx sobre la Comuna de París, se dedica a demostrar que la acción de los bolcheviques se sitúa en esta perspectiva, la dictadura del proletariado se ha realizado en Rusia bajo la forma del poder de los sóviets, pudiendo y debiendo serlo en Alemania por la de los consejos obreros, instrumentos para la toma del poder por los trabajadores. En la perspectiva de la revolución mundial, plantea la cuestión de la necesaria edificación de una nueva Internacional, en torno al Partido Bolchevique.”124
Desde que ocuparon el poder, los bolcheviques siempre tuvieron la opinión de que la obra de los trabajadores rusos en octubre de 1917 no era más que el inicio de la revolución mundial. Nunca se hicieron otra idea ni otro cálculo, y todas sus acciones se subordinaron a ese objetivo: lograr las mejores condiciones para la extensión y el triunfo revolucionario en Europa. En esa perspectiva, la revolución alemana adquiría una importancia clave, además de representar la garantía para la supervivencia de la dictadura del proletariado en Rusia, un país pobre, con una amplia base campesina, y destrozado económicamente por la guerra.
Considerando que en 1917 había en suelo ruso dos millones de prisioneros de guerra, de entre ellos 165.000 soldados y 2.000 oficiales alemanes, la actitud de los bolcheviques hacia esta masa humana fue decidida. Su compromiso internacionalista no era una declaración vacía, o un recurso al que sacaban brillo en las celebraciones y congresos. Desde las jornadas de abril en Petrogrado, en todos los grandes acontecimientos de la revolución los bolcheviques habían movilizado a los prisioneros de guerra alemanes y de otras nacionalidades, los habían integrado por miles en sus campañas de agitación internacionalista, y no pocos de ellos se habían convertido en convencidos comunistas. El papel que estos hombres jugaron cuando fueron repatriados a Alemania y otros países fue considerable, y miles de ellos se situaron en la vanguardia de la lucha revolucionaria nutriendo las filas de los partidos comunistas que nacieron al poco tiempo.
La declaración bolchevique de una paz justa sin anexiones causó sensación entre los prisioneros, pero también ente los obreros alemanes a pesar del silencio de sus dirigentes oficiales. Durante las negociaciones de paz en Brest-Litovsk, iniciadas en diciembre de 1917 y concluidas en marzo de 1918, Trotsky, como comisario del pueblo para Asuntos Exteriores, transformó las reuniones con el alto mando militar en una plataforma de propaganda revolucionaria. El objetivo era llegar a los soldados y los obreros alemanes, convencerles de las justas demandas de una paz democrática de los bolcheviques, pero sobre todo galvanizar su espíritu revolucionario y ayudar al derrocamiento del capitalismo alemán.
“Con la reacción hay que hablar ruso”
El año 1917 terminó con una transformación profunda del ambiente entre las masas alemanas. Un sentimiento de golpear duro para poner fin a la guerra, a sus masacres, a la escasez, y barrer al káiser, prendió definitivamente y no hubo forma de pararlo.
Cuando en enero de 1918 se reunieron representantes de los delegados revolucionarios, junto a la dirección del USPD y los diputados de este partido en el Landstag de Berlín y en el Reichstag, para acordar nuevas acciones, los esquemas de los dirigentes centristas se rompieron también. Un torrente sordo anunciaba ya las batallas decisivas. La presión era tremenda. El encuentro aprobó un llamamiento contra el gobierno y la guerra, y a favor de organizar la huelga general; pero los centristas, temerosos de desatar fuerzas incontrolables, vacilaban e hicieron desaparecer del texto la convocatoria de la huelga. La manipulación se topó con los trabajadores de la capital. No era posible parar el movimiento así, eso podía pasar en otra época. Ahora había que enfrentarse contra la acción decidida de los obreros más avanzados, que habían aprendido mucho en estos años y que disponían de una organización: los delegados revolucionarios.
En el marco de la preparación de la lucha se celebró la asamblea de torneros de Berlín el 27 de enero. El ambiente de combatividad y confianza era tal, que la asamblea decidió desencadenar la huelga para el día siguiente. El 28 de enero, 400.000 trabajadores berlineses secundaron el llamamiento de huelga y eligieron delegados en sus fábricas, hasta un total de 414, la mayoría revolucionarios. En la asamblea general que los delegados realizaron al mediodía, el dirigente Richard Müller propuso la aprobación de una resolución con reivindicaciones muy similares al de los huelguistas de Leipzig en abril de 1917:
· Paz sin anexiones ni indemnizaciones
· Representación de los trabajadores en las conversaciones de paz
· Mejora del avituallamiento
· Derogación del estado de sitio
· Restablecimiento de la libertad de expresión y de reunión
· Leyes para proteger el trabajo de mujeres y niños
· Libertad detenidos políticos
· Sufragio universal a los 20 años.
También se eligió un comité de acción de once miembros, todos de los delegados revolucionarios, presidido por Müller, y se invitó al USPD a enviar representantes, invitación que se hizo extensible al SPD. Por parte del USPD asistirían Haase y Ledebour y del SPD Ebert y Scheidemann. La decisión de los dirigentes del SPD de participar en aquel comité no era inocente. Su objetivo era desactivar un movimiento que se dirigía como un obús contra su política de colaboración con el régimen militar. Dentro de una estrategia calculada, Ebert reclamó inmediatamente paridad entre los representantes de los partidos y de los huelguistas, y se posicionó en contra de muchas de las reivindicaciones aprobadas en la asamblea. Durante el tiempo que duró la huelga se produjeron enfrentamientos entre la policía y los trabajadores. Los dirigentes del SPD, aludiendo al riesgo que entrañaba continuar la movilización, intentaron reventar el movimiento proponiendo negociaciones con el gobierno a través de los mandos sindicales que el canciller estuviera dispuesto a recibir. Finalmente, se organizó una delegación compuesta por delegados revolucionarios (Müller), del USPD (Hasse) y del SPD (Scheidemann), pero el resultado fue frustrante.
La autoridad militar respondió a los huelguistas con medidas represivas, reforzando el estado de sitio y amenazando con cortes marciales extraordinarias. También ordenó el cierre del Vorwärts, acusándolo de haber propagado falsas noticias por anunciar que la huelga había sido secundada por 300.000 obreros. La prohibición le proporcionó un prestigio inmerecido a la dirección del SPD. El 1 de febrero en uno de los mítines que se sucedieron en apoyo a los huelguistas, Ebert se dirigió a los trabajadores. Pierre Broué describe la reacción de estos:
“En el mitin del parque Treptow, Ebert toma la palabra a pesar de la prohibición de las autoridades militares: ‘Es un deber de los trabajadores sostener a sus hermanos y padres de frente y forjarles las mejores armas (…) como lo hacen los trabajadores ingleses y franceses durante sus horas de trabajo (…) La victoria es el deseo más querido de todos los alemanes…’ Abucheado, tratado de amarillo y de traidor, se proclama solidario con las reivindicaciones de los huelguistas”.125
Las maniobras del SPD para poner fin a la lucha tuvieron un éxito relativo; el mayor problema fue que esta acción saboteadora coincidió con la debilidad de los espartaquistas y las vacilaciones de los delegados revolucionarios, poco convencidos de continuar la huelga y de endurecerla con el riesgo represivo que ello supondría. La decisión de Müller y sus camaradas fue suspender la lucha en Berlín. Posteriormente, Ebert reconocería en sus memorias las auténticas intenciones que le movieron en aquellos días: “...Yo entré a la dirección de la huelga con la intención bien determinada de ponerle fin lo más deprisa y evitar así al país una catástrofe”.126
La derrota de los obreros berlineses a principios de febrero dio un balón de oxigeno a los militares alemanes en las negociaciones con los bolcheviques en Brest-Litovsk. No es ninguna casualidad que, coincidiendo con este desenlace negativo, el 18 de febrero el ejército alemán pasara a la ofensiva en el Este, emplazando a los bolcheviques a aceptar su “tratado de paz”. Los líderes de SPD, aún sabiendo que esa imposición significaba anexiones y el saqueo del territorio ruso (el tratado de Brest-Litovsk supuso la ocupación alemana de Ucrania y de grandes porciones de Finlandia y los países bálticos), se abstuvieron en la votación parlamentaria cubriéndose con un poco más de barro.
La lucha de clases está plagada de derrotas, mucho más numerosas que las victorias. Pero hay derrotas y derrotas. Hay momentos en que una derrota puede tener efectos fructíferos, ayudar considerablemente en el proceso de reflexión y maduración política de los mejores activistas, en su comprensión de las tareas y del papel del partido revolucionario, de la necesidad de aumentar el combate a una escala superior. “Nos hacen falta armas”, escribiría después de la derrota de la huelga de enero Richard Müller “nos hace falta hacer propaganda en el ejército, la única solución es la revolución.”
También los espartaquistas sacaron conclusiones. En las palabras de Leo Jogiches:
“Por cretinismo parlamentario, en su deseo de aplicar el esquema previsto para todas las huelgas sindicales, y sobre todo por falta de confianza en las masas, y también —no es la razón más pequeña— porque desde el comienzo, los independientes no podían imaginar la huelga más que como un simple movimiento de protesta, el comité se ha limitado, bajo la influencia de los diputados, a intentar establecer conversaciones con el gobierno, en lugar de rechazar toda negociación y desencadenar la energía de las masas bajo las formas más variadas.”127
Había llegado el momento de “hablar ruso a la reacción” como afirmaban las octavillas espartaquistas distribuidas a los soldados de la guarnición de Berlín.
Espontaneidad y partido
Los avances en la conciencia, en el nivel de combatividad, en la conexión de las consignas revolucionarias con las aspiraciones de la vanguardia obrera, contrastaban con las carencias en materia de organización de la Liga Espartaquista. Jogiches escribió una nota esclarecedora haciendo balance de la huelga de enero: “Parece que ha habido entre los delegados (...) muchos de nuestros partidarios. Sólo que estaban dispersos, no tenían un plan de acción y se perdían entre la muchedumbre. Además, la mayor parte de las veces, ellos mismos no tuvieron perspectivas claras.”128
“Dispersos”, “sin un plan de acción”, “sin perspectivas claras”… La ausencia de una organización disciplinada y cohesionada políticamente, se convertía en un lastre para los objetivos revolucionarios de los espartaquistas. Pero algo semejante también había sucedido en las filas bolcheviques durante la revolución de febrero en Rusia. Sin la dirección de Lenin, aislado en su exilio suizo, la organización bolchevique se encontraba muy dispersa, con muchos de sus activistas enterrados en las trincheras, y sus efectivos de Petrogrado, Moscú y otras ciudades inmersos en la batalla callejera sin un plan acabado, ni en lo que se refería a las perspectivas de los acontecimientos ni a las consignas.
El comité bolchevique de Petrogrado, con Molotov al frente, fue pillado completamente por sorpresa en las jornadas revolucionarias de febrero y apenas proporcionaba orientación. La llegada de Stalin y Kámenev para hacerse cargo de la dirección del partido en la capital no arregló las cosas; desplazando a la dirección anterior por “izquierdista”, imprimieron a Pravda un sesgo conciliador limitándose a apoyar al Comité Ejecutivo de los Sóviets dominado por eseristas y mencheviques.
La irrupción de Lenin trastocó el rumbo de los acontecimientos internos del partido. Las Tesis de abril fueron el instrumento y, aunque hubo una férrea resistencia entre los que se llamaban así mismos “viejos bolcheviques”,129 Lenin fue implacable en su crítica:
“Hasta nuestros bolcheviques manifiestan confianza en el gobierno. Esto sólo se puede explicar por la embriaguez de la revolución. Es la ruina del socialismo…Si es así, tendremos que tomar caminos distintos, aunque para ello tenga que quedarme en minoría.” Fustigando a Kámenev y Stalin por sus posturas conciliadoras y sus declaraciones a favor de la unificación con los mencheviques, que habían pronunciado en varias reuniones conjuntas de ambos partidos, Lenin señaló: “Pravda exige al gobierno que renuncie a las anexiones. Exigir que un gobierno capitalista renuncie a las anexiones es una estupidez, es una burla escandalosa”; “He oído decir que en Rusia hay una tendencia unificadora, de unificación con los defensistas, y declaro que sería una traición contra el socialismo. A mi juicio vale más quedarse sólo, como Liebknecht. ¡Uno contra ciento diez!”.130
No hizo falta llegar a ese punto. En la conferencia de los bolcheviques de toda Rusia celebrada en Petrogrado a finales del mes de abril, Lenin consiguió una gran mayoría para sus tesis. La clave para lograr este triunfo fue la actitud de los obreros bolcheviques. Ellos veían en la posición de Lenin una forma acabada a sus intuiciones, a sus temores, y una guía para resolver en positivo sus anhelos tras la amarga experiencia de hacer una revolución para luego ver encumbrada en el poder a la burguesía y los socialpatriotas.
Trotsky analiza así este proceso:
“Lenin halló un punto de apoyo contra los viejos bolcheviques en otro sector del partido, ya templado, pero más lozano y más ligado con las masas. Como sabemos, en la revolución de febrero los obreros bolcheviques desempeñaron un papel decisivo. Estos consideraban cosa natural que tomase el poder la clase que había arrancado el triunfo (…) Lo que le faltaba a los obreros revolucionarios para defender sus posiciones eran recursos teóricos, pero estaban dispuestos a acudir al primer llamamiento claro que se les hiciese. Fue hacia ese sector de obreros, formados durante el auge del movimiento en los años 1912 a 1914, hacia el que se orientó Lenin. Ya a comienzos de la guerra, cuando el gobierno asestó un duro golpe al partido al destruir la fracción bolchevique de la Duma, Lenin, hablando de la actuación revolucionaria futura, aludía a los ‘miles de obreros conscientes’ educados por el Partido, ‘de los cuales surgirá, a pesar de todas las dificultades, un nuevo núcleo de dirigentes’. Separado de ellos por dos frentes, casi sin contacto alguno, Lenin no les perdió nunca de vista. ‘La guerra la cárcel, la deportación, el presidio, pueden diezmarlos, pero ese sector obrero es irreductible, se mantiene vivo, alerta, y se halla impregnado de espíritu revolucionario y antichovinista’. Lenin vivía mentalmente los acontecimientos al lado de estos obreros bolcheviques, marchaba unido con ellos, sacando de todo las conclusiones necesarias, sólo que de un modo más amplio y audaz. Para luchar contra la indecisión de la plana mayor y la oficialidad del Partido, Lenin se apoyaba confiadamente en los suboficiales, que eran los que mejor expresaban el estado de ánimo del obrero bolchevique.”131
Para Lenin, la única razón por la que se había dejado escapar el poder en febrero, era que:
“El proletariado no es lo bastante consciente todavía ni está suficientemente organizado. Hay que reconocerlo. La fuerza material reside en manos del proletariado; pero la burguesía ha resultado ser más consciente y estar mejor preparada. Es un hecho monstruoso pero hay que reconocerlo franca y abiertamente y decir al pueblo que si no ha tomado el poder ha sido por su desorganización y la falta en él de una conciencia clara.”132
Lenin no idealizaba la espontaneidad de las masas. La experiencia de las revoluciones siempre ha puesto de relieve que la espontaneidad, intrínsecamente ligada a la irrupción de las masas en la lucha, debe transformarse en una acción consciente orientada a la toma del poder. Y esa orientación sólo puede provenir de una dirección forjada en la teoría y en la práctica de la lucha de clases; que intervenga en todos los acontecimientos decisivos de manera coherente, no dispersa, bajo unos mismos presupuestos políticos; que sepa transmitir en cada fase las consignas necesarias, elevando el nivel de conciencia y comprensión de la vanguardia, para ganar, a través de ella, a la mayoría de la clase.
A finales de 1917, la capacidad de Rosa Luxemburgo para influenciar la actividad cotidiana de la Liga Espartaquista era indudablemente reducida. Las dificultades del núcleo dirigente se agudizaron además tras la detención de Jogiches el 24 de marzo de 1918. Con él cayó el nervio organizativo de la Liga. Quedaban al frente Franz Mehring, con setenta años, Paul Levi y Ernst Meyer.
Es indudable que las dificultades de la guerra, de la clandestinidad, las detenciones de sus máximos dirigentes, se levantaban como un obstáculo muy serio para los espartaquistas. Pierre Broué aporta algunos datos significativos:
“En Berlín, el grupo espartaquista de la sexta circunscripción, que se extiende en Charlottenburg, Berlín-Moabit y hasta Spandau, no tiene más que siete miembros. La dirección espartaquista ha sido desmantelada por las detenciones que siguieron a las huelgas de enero, la de Leo Jogiches, Heckert y otras muchas. Wilhelm Pieck, perseguido por la policía, ha pasado a Holanda. La actividad central del grupo —la publicación de las Cartas y de octavillas— descansa sobre algunos individuos agrupados en torno de Paul Levi, que ha vuelto de Suiza y de Ernst Meyer. Clara Zetkin y Franz Mehring, que son los abanderados, no tienen la posibilidad física de llevar la dura vida de clandestinidad. Esta situación pesa mucho sobre la moral de los dirigentes, que aprecian mal el ritmo de los acontecimientos y no esperan grandes sucesos en 1918, como lo muestra la carta dirigida a Lenin el 5 de septiembre de 1918 por Ernst Meyer: ‘Con tanta paciencia como nosotros, habéis tenido que esperar y lo haréis aún, los signos de movimientos revolucionarios en Alemania. Felizmente, todos mis amigos se han vuelto más optimistas. Tal vez no podemos esperar acciones importantes, ni por el momento, ni para el próximo futuro. Pero, para el invierno tenemos proyectos más amplios y la situación general aquí, viene en nuestra ayuda.’ La verdad es que los revolucionarios tienen el sentimiento que no poseen influencia sobre los acontecimientos.”133
Al revés de lo que se imaginaban algunos espartaquistas, las perspectivas no ofrecían, ni mucho menos, razones para el pesimismo. La revolución de octubre había despertado entre la juventud alemana un nuevo espíritu, y las ideas del bolchevismo hacían progresos en esas capas. Muchas de las debilidades orgánicas de los internacionalistas alemanes eran inevitables, teniendo en cuenta las condiciones de la guerra y la represión; otras, como veremos más adelante, provenían de concepciones harto confusas, y en muchos casos equivocadas. Pero las oportunidades que se abrieron a los espartaquistas a partir de noviembre de 1918 fueron inmensas. Nada estaba decidido de antemano.
Un régimen quebrado
El Estado Mayor alemán se enfrentaba inevitablemente a la derrota. La ofensiva en el frente occidental, que comenzó el 21 de marzo, dejó un saldo catastrófico. La inactividad del frente oriental, donde los soldados alemanes sufrían los efectos de la propaganda bolchevique, representaba una amenaza aún mayor que el terrible desgaste de sus tropas en el oeste. A este panorama negativo había que sumar la intervención en la guerra de los Estados Unidos, con todo su potencial militar intacto, que desequilibró la correlación de fuerzas a favor de la Entente de manera definitiva.
La historia de las últimas semanas de reinado del káiser recoge toda la podredumbre de la que es capaz una clase dominante en decadencia. Enfrentada a la derrota, la burguesía alemana y su Estado Mayor recurrieron a todo tipo de maniobras desesperadas, haciendo valer un fanatismo criminal difícil de igualar. El gran protagonista de esas jornadas fue el jefe adjunto del Estado Mayor, el general Erich Ludendorff, que concentró un gran poder dictatorial en sus manos:
“Ludendorff encarnaba, como ningún otro, la nueva burguesía dominante en Alemania, que durante la guerra había ido arrinconando cada vez más a la vieja aristocracia. Encarnaba sus ideas pangermánicas, sus furibundas ansias de victorias”.134
Una vez que la perspectiva de la derrota se hizo clara, el centro de atención de Ludendorff giró en como salvar al Ejército, el instrumento armado de la clase dominante. Era necesario firmar el armisticio lo más rápidamente posible asegurando, eso sí, que el “prestigio” del Estado Mayor quedara cubierto. ¿Cómo lograrlo? Presentando las cosas de tal forma que recayese sobre el gobierno la responsabilidad de la petición de paz. Se trataba de una maniobra arriesgada que necesitaba de muchos cómplices, en primer lugar de una mayoría de diputados dispuestos a jugar el papel de comparsa. Para pescar a sus señorías y animarlos a esa operación fraudulenta, cosa que tampoco exigía grandes esfuerzos, había que echar el anzuelo de una “reforma constitucional”, por supuesto lo más blanda posible. Así podría cumplirse además con las exigencias planteadas por el presidente norteamericano Wilson en sus famosos 14 puntos.
En las circunstancias de finales de septiembre y principios de octubre de 1918, cuando las noticias de los frentes no hacían más que empeorar, la disyuntiva era difícil. Si se quería mantener el control sobre las palancas de poder, para lo cual era requisito indispensable engañar a las masas, habría que darse prisa en realizar una “revolución por arriba”, establecer un gobierno civil sobre una base democrático-parlamentaria, y evitar que el terremoto de la revolución lo barriese todo. Por supuesto, cualquier gobierno de ese tipo debería colocarse bajo la tutela efectiva de los militares. Esa era la previsión de Ludendorff, que una vez consiguió el respaldo de Hindemburg, del canciller, del ministro de Asuntos Exteriores y del propio káiser, se dirigió a convencer a los oficiales del Estado Mayor.
La historia está llena de momentos en que los cambios cuantitativos, arrastrados durante años y apenas perceptibles en la superficie de la sociedad, confluyen y se transforman en un gran cambio de calidad; y aunque la clase dominante trate de maniobrar para evitarlos, intentando con todas sus fuerzas enderezar una situación que se desliza rápidamente fuera de control, no puede impedir que la inflexión se produzca. Eso fue lo que ocurrió en Alemania.
Ludendorff mostró todas sus habilidades para la impostura y el engaño con el fin de convencer a sus colegas de la opción adoptada. Según el coronel Von Thaer:
“Cuando nos encontrábamos reunidos, Ludendorff se mezcló entre nosotros, su rostro reflejaba la aflicción más profunda, estaba pálido pero mantenía la cabeza bien alta (…) A continuación nos dijo que se veía obligado a comunicarnos que nuestra situación militar era absolutamente desastrosa. Nuestro frente occidental podía derrumbarse en cualquier momento (…) con las tropas ya no se podía contar (…) Era de prever que el enemigo lograría en poco tiempo, con la ayuda de los americanos, siempre tan belicosos, una estrepitosa victoria, un éxito de lo más rotundo, y entonces el Ejército occidental perdería su último aliento y refluiría como la marea, completamente disgregado, cruzando el Rhin, trayendo la revolución a Alemania. Era estrictamente necesario evitar esa catástrofe….”135
Evitar la revolución. Ese era el objetivo principal. Paralelamente empezaron las negociaciones para forjar la mayoría parlamentaria. Los representantes del Zentrum y los jefes del SPD, a los que Ludendorff ofreció “garantías políticas” de que las reformas para un régimen parlamentario iban “en serio”, se mostraron perfectamente dispuestos. Ebert se comprometió sin ninguna dilación con la estrategia y convenció a los diputados del SPD alegando que, ahora que todo se desmoronaba, el partido no debía exponerse a que le reprocharan su negativa a colaborar:
“bien al contrario, lo que debemos hacer es ponernos manos a la obra. Debemos procurar conseguir el prestigio suficiente para llevar a cabo nuestras pretensiones y, si fuera posible, ligarlas a la salvación del país, así que conseguirlo se convierte en nuestra maldita obligación y deuda.”136
Ebert ganó el debate sin apenas oposición y logró que el 5 de octubre, el príncipe Max de Baden, nombrado canciller por el káiser, designara a Scheidemann nuevo secretario de Estado. El jefe de SPD entendió este “éxito” como “el punto de inflexión en la historia de Alemania”, y el “nacimiento de la democracia alemana”. Así fue como los jefes socialdemócratas, patriotas endurecidos, se prestaron a socorrer por segunda vez al régimen, ahora agonizante. Sin mayor problema ofrecieron sus servicios para dar un barniz democrático a un gobierno presidido por un príncipe, que se afanaba en salvar su pescuezo y el de sus semejantes.
El primer acto de esta gran coalición consistió en dirigir una petición de armisticio al presidente norteamericano Wilson. Es cierto que la mayoría de la clase trabajadora desconfiaba de un gobierno dirigido por un príncipe colocado ahí por los jefes del Ejército; pero, por encima de ese hecho, la idea de alcanzar la paz, sobre todo de manera inmediata, despertó las esperanzas de millones. El fin de la guerra era ansiado por una inmensa mayoría, igual que ocurrió en Rusia en los meses inmediatamente posteriores al levantamiento de febrero, y en esa aspiración profunda se apoyaron los dirigentes socialdemócratas para intentar recuperar un crédito muy gastado por años de colaboracionismo.
La entrada de los socialdemócratas en el gobierno no supuso que la guerra terminase. Entre el 8 y el 23 de octubre, el presidente Wilson envió tres notas al nuevo ejecutivo alemán con peticiones muy precisas: en la primera exigió la retirada de las zonas ocupadas, en la segunda el fin de la guerra submarina y, en la tercera, la abdicación del káiser. Entretanto, en el frente occidental seguían los combates y en ese mismo mes se mandaron masivamente cédulas de reclutamiento; pero todas las medidas fueron infructuosas. Los ejércitos de Austria-Hungría y Turquía, aliados del káiser, se desmoronaron, y desde los Balcanes e Italia los ejércitos de la Entente se aproximaban a las fronteras desprotegidas del sur de Alemania.
En esa situación desesperada, Ludendorff cambió de opinión. La razón, según aduce Haffner, además de endosarle al nuevo gobierno la responsabilidad de la derrota militar, era impedir que las reformas constitucionales adquirieran un carácter permanente, pensando en la posibilidad de restaurar en un lapso breve de tiempo el viejo régimen monárquico. Pero ya era tarde para este juego.
Es cierto que los socialdemócratas, el Zentrum y otras formaciones burguesas en el parlamento, que habían aceptado la maniobra de Ludendorff, cargarían públicamente con la responsabilidad de la capitulación. En aquellas condiciones, este hecho no significaba nada frente al deseo de millones de alcanzar la paz lo antes posible, terminando con el sufrimiento y las atrocidades de la guerra. En su esquema de director de orquesta, Ludendorff pensaba que podía desdecirse de los acuerdos anteriores y presentarse como el héroe de la casta militar, como el guerrero “que se opone valientemente a un gobierno de demócratas blandengues ávido de paz y dispuesto a capitular.”137 Pero tenía un grave problema. Los tiempos de la embriaguez chovinista habían desparecido por completo. Los generales prusianos carecían de una base social de apoyo significativa. Las fuerzas del proletariado estaban por la paz, y los soldados querían volver a casa inmediatamente. El falso honor de estos falsos patriotas chocó con las fuerzas de la historia.
La excusa que utilizó el general para ejercer de “héroe” fue la tercera nota del presidente Wilson. Alardeando, la consideró inadmisible, para afirmar que “sólo puede significar para nosotros, los soldados, la exigencia de proseguir con la resistencia con todas nuestras fuerzas.” Pero la “representación” trágica del general no agradaba a los sectores decisivos de la burguesía alemana, que comprendían mucho mejor la dinámica adversa de los acontecimientos. Una cosa era contar con el Estado Mayor para impedir la extensión de la revolución bolchevique dentro de Alemania, y otra muy diferente aceptar sin más los planes de unos generales que juzgaban sus intereses como superiores a los del conjunto de la clase dominante. Ludendorf chocó con la oposición de príncipe Max, que exigió al káiser una negativa a los planes de su jefe de Estado Mayor. Guillermo II no tardó mucho en prescindir de los servicios de Ludendorff.
Internacionalismo proletario
En una conferencia en el mes de septiembre, la dirección del USPD había podido evitar a duras penas un pronunciamiento general a favor de la dictadura del proletariado. En octubre, la Liga Espartaquista se reunió en Berlín junto a los comunistas internacionalistas de Bremen para definir un programa de transición. Las reivindicaciones que acordaron popularizar entre la clase obrera representaban un paso adelante muy claro:
· Abolición de la ley militar sobre la mano de obra.
· Abolición del estado de sitio.
· Amnistía para todos los adversarios a la guerra, tanto civiles como militares.
· Anulación de todas las deudas de guerra.
· Nacionalización de la banca, de las minas y las fábricas.
· Nacionalización de las grandes y medianas propiedades rurales.
· Reducción de la jornada laboral sin reducción salarial.
· Aumento drástico de los salarios bajos.
· Concesión a los militares del derecho de reunión y organización. Abolición del código militar.
· Abolición de los tribunales militares. Cualquier medida disciplinaría debería ser adoptada por los delegados elegidos por los soldados.
· Abolición de la pena de muerte y de trabajos forzados por crímenes políticos y militares.
· Control de los medios de abastecimiento a los representantes de los trabajadores.
· Abolición de los landers138 y destitución de las dinastías reales y principescas. Por la República socialista.
La tensión crecía día a día. Los ministros del SPD hicieron notar en el consejo de gobierno su preocupación por la marcha de los acontecimientos. Una noticia más se añadió al hervidero en que se había convertido la izquierda berlinesa: Karl Liebknecht iba a ser puesto en libertad a finales de octubre. El 23 de ese mes, el internacionalista insobornable, el comunista revolucionario, fue recibido triunfalmente por miles de obreros: “Ningún monarca tuvo jamás en Berlín una acogida tan entusiasta como la que fue tributada a Liebknecht a su llegada a la estación de Anhalt”, escribiría Kautsky.139 Sin perder un instante, igual que Lenin a su llegada a Petrogrado, Karl Liebknecht se lanzó a la Plaza de Postdam donde fue detenido dos años atrás, para arengar a miles de trabajadores y de jóvenes, emplazándoles a organizar la revolución proletaria en Alemania. Esa misma tarde el embajador soviético, Adolf Joffe, organizó una recepción en su honor en la que se leyó un mensaje de salutación de Lenin.
La dirección bolchevique apoyó a los revolucionarios alemanes con todos los medios y fuerzas de que disponían. Esa era la forma de mostrar su internacionalismo proletario. Ya antes del triunfo de octubre, militantes jóvenes agrupados en torno al citado Willy Münzenberg en Suiza, difundieron clandestinamente en Alemania el texto de Lenin El programa militar del proletariado revolucionario; también se enviaron miles de ejemplares del El Estado y la revolución, que decantó a muchos militantes izquierdistas y no pocos anarquistas a las posiciones de Lenin, y hubo otras muchas decisiones de gran alcance.
Karl Radek organizó la distribución por las trincheras alemanas de millares de panfletos con la llamada de paz del gobierno soviético. Además se inició la edición de Die Fackel (La Antorcha) que exponía las posturas bolcheviques y animaba a la confraternización, con una tirada de medio millón de ejemplares distribuidos profusamente en todo el frente. Los bolcheviques organizaron a los prisioneros de guerra alemanes (había mas de 165.000 soldados y 2.000 oficiales), y muchos de ellos fueron ganados al comunismo. Hubo otras iniciativas, como la creación de la Federación Internacionalista de Prisioneros de Guerra, en abril de 1918, o de una sección alemana en el Partido Bolchevique durante una conferencia celebrada en Moscú.
Todas estas acciones se desarrollaban paralelamente a la prolongación de las negociaciones de Brest; al Estado Mayor alemán no le pasaba desapercibida la táctica bolchevique y su influencia en los acontecimientos internos de Alemania. Para frenar en seco a los bolcheviques, los negociadores alemanes, con el general Hoffmann al frente, dictaron un ultimátum: o aceptaban las condiciones draconianas del tratado de paz que les ofrecía el Estado Mayor alemán, y que significaba amputar una parte fundamental del territorio soviético, o las hostilidades se reiniciarían. Tras una encendida controversia en el círculo dirigente del Partido Bolchevique, y después de la reactivación alemana del frente oriental, se firmó el “Tratado de Paz” en marzo de 1918.
La actitud de los bolcheviques no fue baldía. Trotsky lo recuerda en su autobiografía haciendo alusión al efecto que causó la audacia de los revolucionarios rusos en Karl Liebknecht:
“Por aquellos días, se hallaba recluido en una cárcel alemana un hombre a quien los políticos de la socialdemocracia acusaban de loco utopista y a quien los jueces de los Hohenzollern inculpaban del delito de alta traición. Y este presidiario escribía: ‘El balance de Brest-Litovsk no es igual a cero, aunque de momento haya de traducirse en una paz brutal de imposición y avasallamiento. Gracias a los delegados rusos, Brest-Litovsk se ha convertido en una tribuna revolucionaria de radio amplísimo. Aquellas negociaciones sirvieron para desenmascarar a los Imperios centrales, para desenmascarar el instinto de rapiña, la falsedad, la perfidia y la hipocresía de Alemania. Sirvieron para dictar un veredicto aniquilador contra esa política alemana de las mayorías a que, según ella, se ha de ajustar la paz, y que tiene más de cinismo que de gazmoñería. Han servido para desencadenar, en varios países, considerables movimientos de masas. Y su trágico acto final —la intervención decretada contra la revolución— ha sacudido todas las fibras socialistas del mundo. Ya llegará el día en que se demuestre la cosecha que van a recoger de esta siembra los triunfadores de hoy. Yo les garantizo que no van a disfrutarla a gusto”.140
Después de la firma del “tratado de paz”, Alemania se vio obligada a establecer relaciones diplomáticas con el nuevo Estado soviético. Este hecho aparentemente inocuo, marcó un nuevo jalón en la penetración de las ideas bolcheviques entre los trabajadores alemanes. Gracias a la incansable labor de Adolf Joffe, un veterano revolucionario camarada de Trotsky en el grupo Interdistritos de Petrogrado, y que desde abril de 1918 actuó como primer embajador soviético en Berlín, la labor de propaganda y el apoyo material y político a los revolucionarios alemanes se multiplicó, poniendo en nuevas dificultades y aprietos a los jefes socialdemócratas y al Estado Mayor.
Joffe actuó, desde una posición aparentemente tan poco apropiada como la de embajador, como un agitador y organizador de la izquierda revolucionaria alemana. Para empezar se negó a presentar sus credenciales al Emperador, en protesta por la política militarista del Reich; pero si recibió en la sede de la embajada a los principales líderes del ala de izquierdas del USPD, invitando públicamente a los revolucionarios detenidos. Su labor y su visión fueron muy audaces: compró información política valiosa; compro armas y suministró los recursos para imprimir toneladas de literatura contra el káiser y a favor de la revolución socialista; protegió legalmente a los militantes, cuadros y dirigentes espartaquistas y a muchos del USPD, otorgándoles dinero, salvoconductos y credenciales de periodistas de la recién creada agencia telegráfica soviética (Rosta); mantuvo contactos con los militantes clandestinos y orientó su actividad, asegurando el vínculo con Petrogrado gracias a la inmunidad de la valija diplomática.
A mediados de octubre de 1918, Lenin era completamente consciente del inminente estallido de la revolución alemana. Envió una carta de felicitación a la Liga Espartaquista, cuya labor “había salvado el honor del socialismo internacional”. También durante la recepción que la embajada soviética en Berlín ofreció a Karl Liebknecht tras su liberación, se leyó la misiva enviada por Lenin, “saludando su libertad como el principio de una nueva era, la era del socialismo victorioso que empieza ahora para Alemania y para todo el mundo.”141
Cuando ese mismo mes de 1918 se informó en el Sóviet de Moscú de la creación del gabinete del príncipe Max, en el que participa Scheidemann como secretario de Estado, la revolución alemana ocupó el centro del debate. Lenin, aún convaleciente del atentado que sufrió el 30 de agosto142, envió una carta que fue leída ante los delegados:
“La crisis alemana demuestra que ha empezado la revolución o que es inminente e inevitable (…) El proletariado de Rusia debe poner en tensión todas sus fuerzas para acudir en ayuda de los obreros alemanes (…) llamados a sostener la lucha más obstinada contra el imperialismo inglés y contra el suyo propio (…) El proletariado ruso debe comprender que pronto le serán pedidos los más grandes sacrificios a favor del internacionalismo (…) Hay que crear una reserva de trigo para la revolución alemana, hay que activar la formación de un poderoso ejército rojo. Habíamos resuelto contar con un ejército de un millón de hombres para la primavera; ahora nos hace falta un ejército de tres millones de hombres. Podemos tenerlo. Lo tendremos.”143
En esa reunión sí pudo tomar la palabra Trotsky, que se encargó de subrayar la importancia de los acontecimientos alemanes:
“(…) Si el proletariado de Alemania intenta tomar la ofensiva, el deber esencial de la Rusia de los Sóviets consistirá en pasar por alto en la lucha revolucionaria, las fronteras nacionales. La Rusia de los Sóviets no es más que la vanguardia de la revolución alemana y europea (…) Por una parte del proletariado alemán y su técnica y, por otra, nuestra Rusia desorganizada pero rebosante de riquezas naturales y tan poblada, constituirán un bloque formidable contra el cual vendrán a estrellarse todos los embates del imperialismo (…) Liebknecht no tiene que preocuparse de firmar un tratado con nosotros. Le ayudaremos, aun sin tratado, con todas nuestras fuerzas. Lo consagraremos todo a la lucha proletaria mundial”.144
La revolución alemana confirmaba las tesis de los bolcheviques y de Rosa Luxemburgo. Entre los estrategas más clarividentes de la burguesía la apreciación era muy similar. En un memorándum confidencial, Lloyd George, primer ministro británico, hablaba francamente a su colega francés Clemenceau: “Toda Europa está invadida del espíritu de la revolución. Hay un sentimiento profundo, no de descontento, sino de furia y revuelta entre los obreros contra las condiciones existentes antes de la guerra. Todo el orden político, social y económico está siendo puesto en tela de juicio por las masas de la población de un extremo a otro de Europa.”145 En efecto, la era de la revolución socialista europea había comenzado.
Noviembre
Las similitudes con la Rusia revolucionaria eran evidentes, pero también había algunas diferencias significativas. Cuando Lenin llegó a la estación Finlandia contaba con un partido, y aunque todavía era minoritario, podía movilizar miles de trabajadores revolucionarios para intervenir en los acontecimientos. Pero Liebknecht y Rosa Luxemburgo, todavía en prisión, apenas disponían de militantes. Unos pocos centenares en toda Alemania, y decenas en la capital. La mayoría de los trabajadores de vanguardia, que oscilaban hacia la izquierda, se encuadraban en el USPD.
Lo interesante de aquella situación, la paradoja dialéctica, es que los mismos dirigentes del USPD, asustados de que los espartaquistas pudieran desbordarles y conscientes del enorme prestigio que Liebknecht mantenía entre sus bases, decidieron proponer la integración de éste en los órganos de dirección. Liebknecht, muy renuente, exigió a los jefes centristas garantías políticas, en primer lugar la celebración de un congreso del USPD que hiciera balance de su actuación y rectificase el rumbo. Por supuesto, ninguna de estas peticiones fue admitida; tan sólo, y no fue poco, una declaración reconociendo que la política del USPD se había acercado a la de los espartaquistas. Liebknecht declinó la cooptación pero si aceptó asistir como invitado al comité ejecutivo del USPD siempre que se trataran asuntos de importancia.146
Las condiciones para desencadenar una acción decisiva contra la guerra y la política reaccionaria del gobierno maduraban. La presión en las fábricas y entre la población de Berlín decidieron a los delegados revolucionarios a constituirse en la capital como Consejo Obrero provisional. Entre los delegados revolucionarios la acogida a Liebknecht fue muy calurosa y, de hecho, tres militantes espartaquistas, Pieck, Ernst Mayer junto al propio Liebknecht, se integraron en ese Consejo Obrero provisional. La intensa agitación callejera, en las fábricas, en los círculos del USPD, en la base del SPD, en las filas de los delegados revolucionarios, planteó la cuestión con toda crudeza. ¿Se debía pasar directamente a la insurrección armada contra el régimen, o era necesario prepararla mediante la organización de una huelga general y la agitación en los cuarteles?
Los centristas no tenían mucha confianza en el movimiento. Menospreciaban las muestras de agitación y las manifestaciones que agruparon a miles de trabajadores en diferentes ciudades. Cuando el 2 de noviembre los dirigentes centristas se reunieron con los delegados revolucionarios de Berlín, las cartas se pusieron boca arriba. El presidente del USPD, Haase, parlamentario conservador y poco amigo de revoluciones, abogó, con una parte de los delegados revolucionarios (Muller entre ellos), por la insurrección inmediata para el 11 de noviembre. Otros líderes del USPD, como Ledebour señalaron el 4 de noviembre como el gran día. Pero Karl Liebknecht, aconsejado por los delegados bolcheviques presentes en Berlín, entre ellos Karl Radek, combatió ambas posturas rechazando toda propuesta de insurrección armada sin una movilización previa de las masas que les convenciera de aceptar esta salida, sin una agitación seria y sistemática en los cuarteles que permitiera ganar a la guarnición para la causa revolucionaria.
Liebknecht y los espartaquistas entendían imprescindible lanzar la consigna de la huelga general, paralizar la producción, organizar comités obreros, e incluso manifestaciones armadas, como paso previo a la insurrección. Los espartaquistas no se fiaban de los dirigentes del USPD, de individuos como Haase que jugaban a la insurrección de forma tan frívola. Sabían que su “sarampión revolucionario”, aunque reflejaba el ascenso de las masas, no era más que una mezcla de aventurerismo y oportunismo del peor tipo.
A pesar de las advertencias y argumentos de los espartaquistas, el Consejo Obrero berlinés, constituido fundamentalmente por los delegados revolucionarios, rechazó tanto la moción de Lebedour como la de Liebknecht y aprobó la de Haase. La situación no era igual en otras ciudades. En Stuttgart, los espartaquistas contaban con posiciones muy sólidas en el USPD y dirigían una importante red de delegados revolucionarios. Animados por las noticias que llegaban de Berlín sobre los preparativos insurreccionales, se lanzaron a la convocatoria de huelga en las empresas más importantes de la ciudad, como la fábrica Daimler que quedó paralizada el 4 de noviembre. Después de manifestaciones multitudinarias, la izquierda revolucionaria era la dueña del poder efectivo en Stuttgart, pero el movimiento quedó aislado tras la decisión de los dirigentes berlineses de esperar al 11.
Las divisiones en las cumbres del poder político daban la medida más fiel de lo lejos que había llegado el fermento revolucionario. Había elementos burgueses asociados al aparato del Estado que se negaban a la política de concesiones temiendo fortalecer al ala revolucionaria. Otros, en cambio, creían que sólo la colaboración con la socialdemocracia y las reformas políticas podrían evitar un final semejante al octubre ruso. Pero la casta militar tenía una agenda propia. Respirando una atmósfera irreal, creyéndose sus propias mentiras, su impudicia les llevó a realizar un acto desesperado. Un cálculo desastroso, pues al sacudir el látigo de la contrarrevolución animaron la pleamar revolucionaria.
El 20 de octubre, después de que el gobierno burgués-socialdemócrata decretase el cese de la guerra submarina, atendiendo a la exigencia de Wilson, los jefes de la Flota rehusaron cumplir con las órdenes y decidieron provocar una batalla “decisiva” con la armada inglesa. No pensaron en las consecuencias que una carnicería semejante, que se saldaría inevitablemente con la masacre de miles de marinos alemanes, podría desencadenar.
La tradición de izquierdas de los marinos fue un importante factor en el desarrollo de los acontecimientos:
“Se habían reunido todas las condiciones”, escribe Pierre Broué, “para hacer de los buques de guerra activos focos de agitación. Las tripulaciones estaban formadas por una mayoría de obreros cualificados, a menudo metalúrgicos, con experiencia de lucha y conciencia de clase. Las circunstancias de la guerra, que dejaban a los navíos en puerto, permitían el mantenimiento de estrechos contactos entre marinos y obreros de los puertos y de los astilleros, el tráfico de libros, octavillas, periódicos, intercambio de ideas y organización de discusiones a bordo. Las condiciones de vida, la concentración de proletarios en un espacio restringido, las cualidades de audacia, de espíritu colectivo que éstas desarrollaban, hacían más insoportables las duras condiciones materiales de los marinos y fogoneros, en el marco de una inactividad que no conseguían disfrazar los ejercicios disciplinarios, absurdos, impuestos por un cuerpo de oficiales particularmente reaccionario. Desde 1914, existían en la flota pequeños grupos de lectores de la prensa radical, sobretodo de Leipziger Volkszeitung. En 1915, se había evocado, de forma vaga ciertamente, la necesidad de constituir una organización central en la flota mediante la reunión de los grupos socialistas dispersos. El movimiento adormecido, toma de nuevo vida después del invierno de 1916-1917, bajo la influencia de la revolución rusa en particular, en la que los jóvenes suboficiales, marinos y fogoneros, de origen obrero y socialdemócratas de educación, ven el modelo del camino a seguir para obtener la paz”.147
La decisión de emprender la batalla contra la flota inglesa fue respondida por los marinos con el amotinamiento de la escuadra en Wilhelmshaven. La consigna en ese momento no era otra que defender la petición del gobierno en favor del armisticio. Ante la insubordinación, los almirantes temerosos no quisieron arriesgarse a un enfrentamiento abierto. Primero decidieron dispersar la flota amotinada: una escuadra permaneció ante Wilhelmshaven, otra recibió la orden de dirigirse a Brunsbüttel y la escuadra que no se había amotinado, navegó de vuelta a Kiel, donde llegó el 1 de noviembre. Pero los oficiales habían detenido a más de mil marineros que fueron desembarcados en el puerto de la ciudad báltica e internados en prisiones militares. Les esperaba un consejo de guerra y el pelotón de ejecución. Ante esta perspectiva, el espíritu de revuelta se apoderó de los marineros, de todos ellos.
Los mismos hombres que no habían tenido las fuerzas para amotinarse no dudaron en hacerlo en Kiel para salvar la vida de sus camaradas:
“El primer día mandaron una delegación al comandante de la plaza para exigir la liberación de los prisioneros; obviamente esta reclamación fue rechazada. El segundo día discutieron largo y tendido en el edificio sindical de Kiel con los soldados de infantería de la marina y los estibadores sobre que era lo que podían hacer, pero no llegaron a ninguna conclusión. El tercer día, el domingo 3 de noviembre, pretendían proseguir las discusiones, pero se encontraron bloqueada la entrada del edificio sindical que estaba vigilada por una guardia armada. Por eso se reunieron al aire libre, en un campo de instrucción donde miles de trabajadores se unieron a ellos, escucharon los discursos y formaron finalmente un gran cortejo. Algunos estaban armados. En un cruce de calles, una patrulla detuvo la manifestación. El jefe de la patrulla, un tal teniente Steinhäuser, ordenó que se disgregasen, y al ver que no lo cumplían ordenó abrir fuego. Nueve muertos y veintinueve heridos quedaron tendidos sobre el pavimento. La caravana se disperso, pero un marinero armado se adelanto y disparó al teniente Steinhäuser.
“Este fue el acto decisivo, el disparo de salida de la revolución alemana (…) La mañana del lunes 4 de noviembre, los marineros de la tercera Escuadra eligieron sus consejos, desarmaron a los oficiales, se armaron e izaron en los navíos la bandera roja (…) Marineros armados, ahora bajo las ordenes de sus consejos de soldados, y dirigidos por un contramaestre llamado Arlet, desembarcaron en formación, ocuparon sin resistencia la prisión militar y liberaron a sus compañeros. Otros ocuparon los edificios públicos y la estación. Al mediodía llegó a Kiel un destacamento de soldados del ejército de Tierra que había sido enviado por la comandancia de Altona para reprimir la sublevación de los marineros: pero el destacamento fue desarmado entre escenas de confraternización. El comandante de la base naval, privado de cualquier mecanismo de autoridad, recibió a regañadientes a una delegación del consejo de soldados y capituló. Los infantes de marina de la guarnición se solidarizaron con los marineros. Los estibadores de los muelles declararon una huelga general. Al atardecer del 4 de noviembre, Kiel estaba en manos de cuarenta mil marineros y soldados insurrectos.”148
Para sorpresa de todos los dirigentes obreros, tanto de los centristas como los delegados revolucionarios y los espartaquistas, el incendio que acabaría con el régimen saltó desde un foco no previsto. Las marchas adelante y atrás, los esquemas conspirativos, las dudas sobre las posibilidades del momento, quedarían barridas por la grandiosa insurrección de los marineros y los trabajadores de Kiel. Ellos iniciaron las gloriosas jornadas de la revolución alemana.
Los primeros momentos de euforia lo inundaron todo; el sentimiento de fraternidad y de unidad que absorbía los espíritus se trocó en la nota dominante. De esos momentos iniciales de la revolución, en los que un empacho de esperanza y confianza mueve a los trabajadores, la clase dominante y sus lugartenientes en el movimiento obrero se aprovechan para la maniobra y el engaño. Sin ningún derecho, sin haber jugado papel alguno en los acontecimientos de Kiel, los socialdemócratas oficiales fueron encaramados a una posición de dirección que nunca solicitaron, pero que necesitaban mantener para dar continuidad al orden burgués.
Cuando al final de la jornada del 4 de noviembre llegaron desde Berlín dos delegados del gobierno, que ya estaba al tanto de las noticias y no podía disimular su inquietud y temor, los trabajadores y los marinos insurrectos les recibieron entusiastamente. Esos delegados eran el secretario de Estado, Haussmann, y el diputado socialdemócrata Noske, que se presentó como valedor de los marinos, como su defensor, y declaró el apoyo del gobierno a su acción contra los oficiales. ¡Que otra cosa podían hacer! Este gesto llenó de confianza a los insurrectos que, sin ser conscientes de que tenían el poder en sus manos porqué lo habían conquistado con las armas, nombraron a Noske gobernador de Kiel. Las escenas vividas en la revolución rusa de febrero de 1917 se repetirían a lo largo de los primeros días de noviembre de 1919 en Alemania.
Aunque los marineros confiaban en que los líderes socialdemócratas del gobierno les apoyarían, tenían claro que, si no querían verse acorralados y derrotados, necesitaban extender el movimiento por toda Alemania, conseguir la liberación de todos los prisioneros y acabar con el káiser. Había que hacer como en Kiel en todas partes. Sin esperar consignas y consejos de sus dirigentes oficiales, pero gracias a la audacia de los elementos más conscientes y decididos —entre los que destacaron muchos espartaquistas—, los marineros, los soldados y la clase obrera se pusieron en marcha. Durante la semana del 4 al 10 de noviembre, la parte occidental de Alemania dejo de ser una dictadura militar para convertirse en una República de los Consejos. El 5 de noviembre la revolución triunfaba en Lübeck y Brunsbüttelkoog; el 6 en Hamburgo, Bremen y Wilhesmshaven; el 7 en Hannover, Oldenburg y Colonia; el 8 la revolución controlaba todas las grandes ciudades del oeste de Alemania, además de Leipzig y Magdeburgo, al este del Elba.
Así describe Haffner esta marcha triunfal:
“Por todas partes, como por acuerdo tácito, sucedía lo mismo: los soldados de las guarniciones elegían sus consejos de soldados, los obreros escogían sus consejos de trabajadores, las autoridades militares capitulaban, se entregaban o huían, y las autoridades civiles, atemorizadas e intimidadas, reconocían tímidamente la nueva soberanía de los consejos de trabajadores y soldados. El mismo espectáculo se repetía por doquier: se veían por todas partes concentraciones de personas por las calles, grandes asambleas populares en las plazas de los mercados, por todas partes se veían escenas de hermanamiento entre marineros, soldados y civiles extenuados. En todas partes se trataba en primer lugar de liberar a los presos políticos; después de las prisiones, se ocupaban los ayuntamientos, las estaciones, las comandancias militares e incluso a veces las redacciones de los periódicos.”149
¡Liberar a los presos políticos! Ese objetivo que se impuso el movimiento revolucionario desde el primer momento, sacó a Rosa Luxemburgo, un 9 de noviembre, de la cárcel de Breslau. Debilitada, agotada psicológicamente, ansiosa, se dirigió inmediatamente a Berlín para continuar con la tarea.
Los Consejos de Obreros y Soldados tiñeron de rojo la geografía alemana. Y, como ocurriera con los sóviets en Rusia tras las jornadas de febrero, esos órganos de poder obrero que disputaban a las instituciones burguesas la dirección de la sociedad, no eran todavía un poder estructurado con un programa y unos objetivos estratégicos claros. Ante todo reflejaban la acción directa, la intervención revolucionaria del proletariado y los soldados.
Lenin y Trotsky señalaron, refiriéndose a los sóviets rusos, que de nada servía hacer un fetiche de las formas organizativas que adopta la acción de la clase, incluso en los momentos de estallido revolucionario. Esta fuera de discusión la fuerza de los sóviets o los consejos alemanes como elemento disolvente del viejo régimen, como está fuera de duda su potencial creador para establecer las bases de uno nuevo; pero por sí solos no podían decidir el futuro de la revolución. Esa capacidad estaba condicionada, en última instancia, por el partido que imprimiese a estos órganos una orientación política capaz de derrocar con éxito a la burguesía, destruir su Estado sustituyéndolo por un régimen de democracia obrera, y comenzar la expropiación económica de los capitalistas, de la banca y sus grandes medios de producción.
En el proceso revolucionario que comenzaba en Alemania con la insurrección de noviembre de 1918, y a pesar de sus complejidades y particularidades, se observan toda una serie de líneas de demarcación que también se dieron en Rusia desde febrero a octubre de 1917, o en la revolución española entre el 19 de julio de 1936 y mayo de 1937. Como en esas experiencias, los meandros por los que discurrieron los consejos obreros alemanes fueron muchos más complicados y tuvieron un curso mucho más escarpado que las fórmulas doctrinarias que algunos utilizan para medir la “pureza” de una revolución.
“La elección de los consejos de trabajadores y soldados no puede compararse naturalmente con unas elecciones normales en tiempos de paz” escribe Haffner. “En los cuarteles, los compañeros nombraban a menudo a los soldados más admirados o a los más destacados. La elección de los consejos de trabajadores sólo se celebraba en las fábricas, y cuando se hacía, que era en contadas ocasiones, se desarrollaba de un modo similar; habitualmente el ‘consejo de trabajadores’ estaba formado por miembros de los comités ejecutivos locales de los dos partidos socialistas (el SPD y los Independientes) y se confirmaba dicha elección, por aclamación, en grandes concentraciones, con frecuencia a cielo descubierto y en las plazas centrales de las poblaciones. La mayoría de las veces los consejos de trabajadores estaban integrados paritariamente por miembros de ambos partidos; la voluntad de las masas apuntaba claramente a la reunificación de los dos partidos hermanos enemistados, que se habían separado durante la guerra. La opinión general e indiscutible era que juntos debían constituir el nuevo gobierno de la revolución.”150
La confianza de las amplias masas trabajadoras en los líderes reformistas de los partidos obreros tradicionales, igual que las manifestaciones a favor de la “unidad” socialista, son aspectos recurrente en las primeras fases de cualquier revolución. Así sucedió en la Rusia de 1917 y en España en julio de 1936, aunque en este último caso el movimiento revolucionario del proletariado fue mucho más allá en toda una serie de aspectos. No hay nada extraño en ello. Sólo la experiencia práctica, ayudada por la intervención consciente del partido revolucionario, puede despejar las brumas de ese ambiente de euforia “unitaria” que es aprovechado, invariablemente, por los arribistas y los reformistas para medrar y apropiarse de la dirección de un movimiento que ellos jamás quisieron.
Siguiendo con los elementos comunes; durante las primeras jornadas de la revolución alemana destacó la generosidad de los trabajadores y soldados revolucionarios para con los mandos militares, los jefes de policía o los burgueses en general. Un reflejó indirecto de las dudas que asaltaban a los que encabezaban la marcha revolucionaria, sobre todo de como utilizar y con que fin, el poder que ahora recaía en sus manos.
“Hubo poca resistencia, violencia y derramamiento de sangre” escribe Haffner. “La sensación que caracterizó estos primeros días de revolución fue la perplejidad: perplejidad de las autoridades ante su repentina e inesperada pérdida de poder, perplejidad de los revolucionarios ante su repentino e inesperado poder (…) La revolución fue bondadosa: no hubo linchamientos ni tribunales revolucionarios. Muchos presos políticos fueron liberados, pero no se arrestó a nadie. En contadas ocasiones se apaleó a algún oficial o a algún suboficial especialmente odiados. A la gente le bastaba con arrancar los galones y las medallas a los oficiales: formaba parte del ritual revolucionario tanto como izar la bandera roja…A las masas victoriosas de poco les sirve actuar con bondad; los sectores vencidos no le perdonan la victoria.”151
“Detesto la revolución como al pecado”
La revolución triunfante comenzó de forma periférica, y la capital del Reich, Berlín, seguía siendo decisiva para su éxito completo. Los militares, la burguesía, y los líderes derechistas de la socialdemocracia percibían el ambiente general reinante y la eventualidad de que el capitalismo alemán fuera barrido.
Hasta tal punto reinaba ese estado de alarma, que el príncipe Max tomó una decisión muy significativa. El 5 de noviembre de 1918, utilizando como excusa el asesinato del embajador alemán en Rusia ocurrido cuatro meses antes152, decidió la expulsión fulminante de Joffe como embajador soviético. Al día siguiente, fue introducido, junto con sus colaboradores, en un tren especial y despachado a la frontera.
En los círculos dirigentes la angustia era imposible de reprimir.
“Que el movimiento diera marcha atrás. Esto era lo único que preocupaba durante la semana de la revolución a los tres centros de poder que en ese momento todavía poseía el Reich y que sentía cómo se tambaleaba el suelo bajo sus pies: al káiser y al Alto Mando del Ejército dirigido por Hindenburg y Groener en Spa, Bélgica; al gobierno del Reich del príncipe Max de Baden en Berlín; y, también en Berlín, a la dirección del Partido Socialdemócrata bajo el mando de Ebert, que deseaba y apoyaba a este gobierno, pero que sentía cómo se aproximaba la necesidad de salir de un segundo plano y de ser él mismo quien salvara al gobierno. Los tres coincidían en que la revolución debía ser ‘sofocada’ o que ‘diera marcha atrás”.153
Tras el éxito del levantamiento de Kiel y la extensión del movimiento revolucionario por todo el país, los imperialistas norteamericanos exigieron al gobierno alemán, en nombre de los aliados, el fin completo de las hostilidades en un plazo de 72 horas. Con el fin de la guerra encarrilado, la desmovilización de las tropas planteaba un problema de gran envergadura: la posible dislocación interna del ejército, arrastrado por el ambiente revolucionario. La burguesía, su Estado Mayor y los socialpatriotas, contaban con una fuerza militar exigua para responder a sus órdenes. Pensaban que el ejército del Oeste se encontraba más a salvo del contagio revolucionario que las fuerzas del Este, afectadas por la intensa propaganda bolchevique. Pero incluso aceptando esa posibilidad, no estaba claro a favor de qué y de quién podría movilizarse ese ejército.
En esos momentos críticos volvieron a reproducirse las discrepancias sobre el camino a seguir. Groener, sucesor de Ludendorff en el Estado Mayor Central, y el canciller imperial, Max de Baden, estimaban que la figura del káiser se había convertido en un obstáculo para neutralizar el movimiento revolucionario. Se inclinaban cada vez más por sacrificar esa pieza en beneficio del futuro. No estaban seguros de que las tropas occidentales respondieran en el caso de tener que enfrentarse al “enemigo interior”.
“Muchos hombres que ocupaban cargos de responsabilidad” señala Haffner, “incluyendo el canciller del Reich, contemplaban la renuncia al trono del káiser como la mejor solución, el único medio posible de salvar la monarquía. Calculaban que con una regencia y un rápido armisticio todavía estarían a tiempo de mantener el Estado, la Constitución y la Monarquía. Pero si el armisticio fracasaba a causa de la ‘cuestión del káiser’, entonces surgiría amenazante la revolución (…) Así pensaba no sólo el príncipe Max de Baden, sino también Friedrich Ebert. También a él le preocupaba mucho la amenaza revolucionaria. La derrota exterior era ya inevitable, y suficientemente grave. La derrota exterior y la revolución interior eran ya demasiado (…) La sola idea horrorizaba a Ebert. Por eso su programa era ahora exactamente igual al del gobierno, al que apoyaba desde fuera con todos los medios: abdicación del káiser, rápido armisticio, regencia, salvaguardia de la monarquía”.154
Pero todos dudaban en la forma de llevar a cabo la operación y en que tipo de régimen debería sustituir al Reich. ¿Quién podía mostrar una salida? En palabras de Haffner:
“Fue la dirección del SPD, en particular el presidente Friedrich Ebert, que cada día que pasaba ocupaba un papel más relevante, la que forzó los acontecimientos. No era hostil al gobierno, a quién más bien había ayudado a sobrevivir y al que había ofrecido su apoyo desde el primer momento de su existencia; tampoco se oponía férreamente a la monarquía; no se oponía por principio al orden estatal establecido; se sentía, al igual que su partido, como una fuerza viva del Estado, como su última reserva. Para él, al igual que para Groener y el príncipe Max, se trataba de salvar a Estado y controlar la revolución. Pero se había percatado mejor que ellos de la fuerza que había adquirido la revolución y de que no podía perderse un día más si lo que se pretendía era frenarla (…) El miércoles 6 de noviembre Ebert apareció con sus colegas de la dirección el SPD en la cancillería del Reich, dónde también se hallaba el general Groener, y exigió a modo de ultimátum la abdicación del káiser. Era necesario si ‘se quería evitar que las masas pasasen el bando revolucionario’. Era ‘la última oportunidad para salvar a la monarquía.”155
A pesar de las resistencias de Groener, el príncipe Max estaba convencido de que la solución de Ebert era la única posible. Al día siguiente le convocó a una reunión en la Cancillería:
“Le comunicó a Ebert su decisión de partir personalmente hacia el Cuartel General para exigirle al káiser su renuncia al trono. ‘Si consigo convencer al káiser ¿lo tendré entonces a usted de mi parte en la lucha contra la revolución social?’ (…) Ebert respondió sin titubeos ni ambigüedades: ‘La revolución social será inevitable si el káiser no abdica, señaló, pero yo no la quiero en absoluto, la detesto como al pecado. Él esperaba poder atraer a las masas y a su partido hacia el gobierno tras la abdicación del káiser. Tocamos de pasada la cuestión de la regencia. Le dije que, según la constitución, el regente de Prusia y del Reich debía ser el príncipe Eitel Fridrich. Ebert dio su palabra y la de su partido de no poner dificultades al gobierno en cuestiones constitucionales. Luego me deseó con palabras conmovedoras mucho éxito en mi viaje”.156
La socialdemocracia alemana quiso prolongar la agonía de una monarquía moribunda y sin futuro, pero los acontecimientos se sucedieron con tal rapidez que arrojaron a la cuneta los cálculos políticos de Ebert. La maniobra del príncipe Max y de Ebert fracasó por la acción independiente de las masas completamente refractarias a aceptar la continuidad de la monarquía. La revolución, que ya había llegado a Berlín en la misma tarde del jueves 7 de noviembre, hizo imposible el desplazamiento del príncipe Max a Spa para visitar al káiser. La efervescencia en la capital había subido de tono, con los trabajadores berlineses preparándose para jugar el papel de vanguardia que les correspondía.
Mientras tanto, los dirigentes del USPD que habían sufrido un ataque de vacilaciones desde que conocieron las noticias de la insurrección de Kiel, se negaban a tomar la iniciativa para preparar la “insurrección” del 11 de noviembre. Haase, presidente del partido, se había comprometido ya con Noske a no tomar medida alguna que pudiera comprometer la unidad socialista. Se estaba jugando al escondite con la revolución. La señal de Kiel y su extensión no podía dejar de contagiar a Berlín. Las escaramuzas, las dudas, los retrocesos de los líderes obreros de la capital, exceptuando a Liebknecht y sus camaradas que se mostraron completamente decididos desde el primer momento, chocaron con la voluntad y el ánimo de los trabajadores. Finalmente, tras cerciorarse que la caldera bullía a una presión insoportable, los mandos del USPD berlinés convocaron veintiséis asambleas públicas. El gobierno quiso prohibirlas, pero la dirección socialpatriota del SPD, alarmada por las consecuencias contraproducentes que tendría una acción represiva, los convenció para permitirlas y poder intervenir en ellas con el fin de apaciguar los ánimos.
En estas condiciones era imposible mantener los planes de una regencia transitoria pilotada por el príncipe Max. Una opción semejante hubiera sido arrollada sin contemplaciones por los obreros. Sintiendo la urgencia de momento, Ebert maniobró con energía y audacia, presentando un nuevo ultimátum al canciller: El káiser debía abdicar el viernes 8 de noviembre.
“Se trataba de una lucha contra la revolución bolchevique que asciende, siempre más amenazante y que significaría el caos”, escribió el dirigente socialdemócrata de derechas Honrad Haenisch refiriéndose a la actuación de los dirigentes derechistas del SPD; y continúa: “La cuestión imperial está estrechamente ligada a la del peligro bolchevique. Es necesario sacrificar al emperador para salvar al país. Esto no tenía absolutamente nada que ver con ningún dogmatismo republicano.”157
La proclamación de la República
La efervescencia en los barrios proletarios de Berlín, en las grandes fábricas, entre la masa de delegados revolucionarios, había llegado a un punto crítico. Las vacilaciones obraban a favor del enemigo y había que tomar una determinación. El 8 de noviembre los líderes del USPD no pudieron resistir más la presión y lanzaron una octavilla llamando al derrocamiento inmediato del régimen imperial y al establecimiento de la República de los Consejos. Paralelamente, Liebknecht y sus camaradas habían decidido también escribir un llamamiento para poner a los independientes ante hechos consumados. La hoja espartaquista llamaba a la insurrección obrera, al poder de los consejos y a la unión con los obreros de Rusia para el triunfo de la revolución socialista mundial. En otro plano muy diferente, los liberados socialdemócratas del aparato sindical informaban a la dirección del SPD que eran incapaces de impedir que las masas obreras pasaran a la acción el 9 de noviembre.
La huelga general de ese sábado 9 de noviembre, impulsada por los espartaquistas, el USPD y los delegados revolucionarios, y a la que se sumó sin otro remedio el SPD, paralizó la ciudad. Decenas de miles de trabajadores y de mujeres se desplazaron desde los barrios proletarios hacia el centro, dispuestos a la victoria completa.
La fuerza del movimiento era tal, que los planes de represión previstos por el Estado Mayor fueron derrotados con facilidad. El Cuarto Regimiento de Cazadores —una unidad que ya había sido utilizada en el frente oriental contra los revolucionarios rusos— había recibido la notificación de movilizarse contra los obreros berlineses, pero a la hora de la verdad las órdenes no fueron cumplidas. Una delegación de los soldados del regimiento se desplazó a la sede de Vorwärts solicitando a los representantes de los socialpatriotas que se trasladaran al acuartelamiento para explicar a la tropa lo que estaba sucediendo. Desde el SPD se envió a un dirigente veterano, Otto Wels, que tomó la palabra en el patio del cuartel Alexander. Se dirigió a las tropas formadas tras sus oficiales:
“Inició su discurso con prudencia, evitando hacer un llamamiento a la sedición (…) Habló con tristeza y sinceridad sobre la guerra perdida, de las fuertes condiciones de Wilson, de la insensatez del káiser, de la esperanza de paz. Mientras hablaba pudo notar poco a poco como las tropas iban asintiendo y cómo crecía la inseguridad entre los oficiales. Paulatinamente siguió con tiento y fue siendo cada vez más claro, hasta que dijo: ‘¡Vuestra obligación es evitar la guerra civil! Os llamo a ello: ¡Un hurra por el Estado popular libre!’ y de pronto todo el mundo aplaudió. Había ganado… ningún oficial disparó. Con sesenta hombres que debían proteger el Vorwärts, Wels regresó triunfalmente y continuó su ruta hacia otros cuarteles de la guarnición berlinesa. Ahora sabía de qué se trataba y cómo debía manejar a los hombres”.158
Los dirigentes del SPD entendieron que estaban en minoría en muchas fábricas, y que el USPD y los espartaquistas les estaban arañando apoyos y su influencia penetraba en lo que antes habían sido sus bastiones en el movimiento obrero. ¿Cómo podían contrapesar esa debilidad? Logrando un punto de apoyo entre los soldados, deseosos de poner fin a la guerra, y abandonar cuanto antes las trincheras. En los surcos de esos sentimientos y bajo las promesas de paz y prosperidad en una Alemania unida, la dirección del SPD sembró la semilla de la conciliación con la burguesía. Ese fue el primer movimiento, la primera maniobra para enfrentarse a los obreros revolucionarios. La necesidad de hacerse con una fuerte base en el Ejército motivó a los dirigentes del SPD en esos días: sabían que la fuerza armada decidiría en última instancia. La táctica les dio resultado durante algunas semanas, hasta que finalmente también mostró sus carencias.
El virus revolucionario se había extendido entre la clase obrera, pero confirmando las peores previsiones de la burguesía también lo había hecho entre las tropas. La Segunda División de la Guardia (formada por los regimientos de la Guardia del rey de Prusia), que había sido retirada del frente para reconquistar Colonia a los revolucionarios, se negó a obedecer a sus oficiales. El 8 de noviembre, el káiser, en un arrebato bravucón, advirtió que reestablecería el orden en el país marchando al frente de su Ejército; pero los treinta y nueve comandantes que habían sido convocados por Groener, señalaron que las tropas no eran utilizables para la guerra civil. Groener se dirigió al káiser esa misma jornada, y le comunicó que no era posible proceder al plan que había ideado sino todo lo contrario: “El Ejército volverá a casa ordenadamente bajo el mando de sus jefes y oficiales, pero no bajo el mando de vuestra majestad”.159
Cuando este conjunto de noticias llegaron a la Cancillería el 9 de noviembre, el príncipe Max de Baden planteó con toda crudeza la disyuntiva en la que la clase dominante y la casta militar alemanas se movían: “ya no podemos derrotar a la revolución, sólo podemos asfixiarla”. Los trabajadores de Berlín estaban dispuestos a sacar de la escena al káiser, y si la dirección del SPD no actuaba con rapidez podría perder el control. Todavía se intentó una última maniobra tramada en Spa: que el káiser renunciara al título de emperador pero mantuviera el de rey de Prusia. La ingeniosa fórmula llegó tarde: a esas horas la situación era ya insostenible, y la Cancillería tenía la información de enormes concentraciones obreras que acudían en masa al centro de la ciudad desde las zonas industriales.
El príncipe Máx de Baden, a pesar de no contar con la aprobación del káiser, publicó la nota de su abdicación y algo más:
“El káiser y rey ha decidido renunciar al trono. El canciller permanecerá en su cargo el tiempo necesario hasta que todas las cuestiones relativas a la abdicación del káiser, a la renuncia al trono del príncipe heredero del Reich alemán y de Prusia y al establecimiento de la regencia hayan sido resueltas. El canciller tiene la intención de proponer al regente el nombramiento del diputado Ebert como canciller y presentar un proyecto de ley para que se convoquen inmediatamente elecciones generales para formar una Asamblea Constituyente, que determinará definitivamente la futura forma del Estado alemán, así como el tratamiento de la minorías nacionales que deseen permanecer dentro de las fronteras del Reich.”160
El 9 de noviembre las masas insurrectas en Berlín no esperaron. Cientos de miles de trabajadores habían llegado ya al centro de la ciudad sin intención de retirarse. Los soldados del cuerpo de cazadores, que habían sido llevados para defender la prefectura de policía, capitularon sin combate ante los destacamentos obreros comandados por el dirigente del USPD, Eichhorn. Tras el desarme de los soldados, la cárcel de la comisaría se abrió y seiscientos prisioneros políticos fueron liberados. Por su parte, Emil Eichhorn se instaló en el despacho del prefecto, recibiendo el cargo de jefe de la policía berlinesa de mano de los trabajadores insurrectos.
Los combates se sucedieron en otros lugares. Tras doce horas de lucha armada, los soldados y obreros liberaron la cárcel de Moabit; de sus celdas salieron numerosos prisioneros políticos, entre ellos Leo Jogiches. Decenas de miles de obreros, de jóvenes, de mujeres de los barrios proletarios de Berlín, recorrían las calles tomando los edificios oficiales sin resistencia de consideración.
A la hora de la comida, la multitud se agolpó en las inmediaciones del edificio de Reichstag:
“Donde Ebert y Scheidemann estaban comiendo, en mesas separadas (…) fuera se había producido un gran alboroto, una enorme muchedumbre había llegado al Reichstag y reclamaba la presencia de Ebert y Scheidemann. Un coro de voces gritaba al unísono: ‘¡Fuera el káiser!, ¡Fuera la guerra! Y ¡Viva la República!’ (…) Ebert sacudió la cabeza y siguió comiendo la sopa. Sin embargo Scheidemann, que era un brillante orador populista y que esperaba beneficiarse de ello, dejó su sopa y se apresuró a salir…Se acercó a una ventana y la abrió…se le desató la lengua. ‘El pueblo ha logrado una victoria en toda regla —exclamó, y añadió exultante de júbilo—: ¡Viva la República Alemana’ (…) Al volver a la cantina Ebert rojo de irá se reveló contra el gesto de su colega. Como cuenta Scheidemann en sus memorias: ‘Golpeó con el puño en la mesa y me espetó: ‘¿Es eso cierto?’. Cuando le respondí que no sólo era cierto, sino que no tenía nada de extraño, me montó una escenita que no acerté a comprender. ‘No tienes ningún derecho a proclamar una República! ¡Lo que tenga que ser de Alemania, sea una República o lo que fuere, lo decidirá una Asamblea Constituyente!”.161
La subida de la marea revolucionaria en esa jornada no se contuvo con la proclamación de Scheidemann.
“A las cuatro de la tarde alguien pronunció la consigna ‘¡Al Palacio!’. Media hora más tarde, el palacio real estaba ocupado y Karl Liebknecht se asomó a un balcón desde el que alguien había desenrollado una sabana roja y proclamó por segunda vez en ese día la República, pero ahora era una República socialista”.162
El discurso del jefe espartaquista fue vibrante:
“La dominación del capitalismo que ha convertido Europa en un cementerio está rota de ahora en adelante. Nos acordamos de nuestros hermanos rusos. Nos habían dicho: Si en un mes no habéis hecho como aquí, romperemos con vosotros. Nos ha bastado cuatro días. No porque el pasado esté muerto debemos creer que nuestra tarea está terminada. Debemos aprovechar todas nuestras fuerzas para formar el gobierno de los obreros y soldados y construir un nuevo Estado proletario, un Estado de paz, de alegría, y de libertad para nuestros hermanos alemanes, y nuestros hermanos de todo el mundo. Les tendemos la mano y les invitamos a completar la revolución mundial. ¡Los que quieran ver realizadas la república libre y socialista alemana y la revolución alemana levanten la mano!’. Un bosque de brazos se levanta”.163
Mientras eso sucedía en las calles, a las doce del mediodía del 9 de noviembre, Ebert ya se había presentado en la Cancillería con una resolución de la dirección del SPD exigiendo el traspaso del gobierno a él y su partido para “mantener la calma y el orden”. El príncipe Max de Baden aceptó sin mayor problema y con bastante alivio. El gobierno del que se hacía cargo Ebert era todavía el antiguo aparato del Reich donde todos los secretarios de Estado mantuvieron sus cargos, incluido Von Scheüch, el ministro de guerra prusiano. En las horas inmediatas, Ebert, realizó un llamamiento público a los trabajadores berlineses que no dejaba lugar a dudas de sus intenciones: “¡Conciudadanos! El hasta ahora canciller imperial me ha traspasado el control sobre los asuntos del Reich con la aprobación de varios secretarios de estado (…) ¡Conciudadanos! Os pido que abandonéis las calles. ¡Mantened el orden y la calma!”. El patético emplazamiento de Ebert no tuvo mayor efecto. Los trabajadores habían salido a la lucha y no se iban a retirar tan fácilmente. De hecho, esa misma noche aparecerían en Berlín dos diarios de ala izquierda: Die Internationale (La Internacional), como órgano de USPD, y Die Rote Fahne (La Bandera Roja), de la Liga Espartaquista. Ambos salieron impresos de los talleres que horas antes habían sido ocupados por los obreros armados.
“Unidad socialista”
Los capitalistas alemanes se vieron forzados a aceptar la república burguesa parlamentaria, a reformar la fachada de su sistema para mantener el edificio de su dominación, sólo por la fuerza de los hechos. Ebert quería salvar a la monarquía, pero tanto él como sus aliados en la corte del káiser estaban completamente superados.
A tenor de cómo evolucionaban las cosas en la capital, el príncipe Max, con el buen tino que caracteriza a los aristócratas en los momentos en que se juegan cosas importantes, huyó esa misma tarde de Berlín apresurada y clandestinamente. De igual manera se comportó el káiser. El campeón de las proclamas patrióticas, el que condujo sin miramientos a millones de jóvenes y trabajadores para que fueran masacrados en las trincheras… tomó cautamente el camino del exilio sin levantar mucho polvo. El puño de los trabajadores alemanes golpeó mucho más fuerte a la monarquía prusiana que las divisiones de la Entente.
Ebert tenía ante sí grandes desafíos. El problema que se le presentaba para hacer efectivo su gobierno desde la Cancillería era realmente complicado. ¿De que sirve disponer de un gobierno si no se puede gobernar? ¿Para que valen los ministerios si el poder real se encontraba en manos de los Consejos de Obreros y Soldados? Pero Ebert demostró que tenía bastante claro como había que proceder para cambiar la correlación de fuerzas, y someter al poder revolucionario a la legalidad burguesa, disfrazada de república democrática.
Los Consejos de Obreros y Soldados estaban naciendo y los líderes derechistas del SPD se preparaban para dinamitarlos desde dentro. ¿Cómo? En las condiciones revolucionarias de la primera quincena de noviembre no era posible un choque frontal con los consejos, no existía una palanca lo suficientemente fuerte y con el respaldo social necesario que permitiera destruirlos. Hasta elegir una Asamblea Constituyente que abortase definitivamente la revolución socialista había que transigir con estos órganos, debilitándolos al máximo.
“Desde la mañana del 9 de noviembre, cuando la clase obrera se movilizó en Berlín y las tropas se pusieron al lado del SPD, dejó de importar si el káiser abdicaba o no, si permanecía en Spa o partía hacia Holanda. A partir de ese día el defensor del antiguo orden ya no era el káiser, era Ebert. Y esa tarde del 9 de noviembre Ebert ya no tenía tiempo de ocuparse del káiser, al contrario de lo que el príncipe Max había vivido por la mañana; tenía otras preocupaciones bien distintas. Esa tarde, la revolución amenazaba con sobrepasar a Ebert.”164
Cuando Ebert fue nombrado canciller era perfectamente consciente de que necesitaba la concurrencia de ala izquierda —los socialdemócratas independientes— si quería ampliar su apoyo entre los trabajadores de la capital y del resto de Alemania. Valorando su actitud en los años de la guerra y el rumbo que adoptaban los acontecimientos en esas horas, debía compensar su fusión con la burguesía recurriendo a la demagogia. Su agitación en pro de la “unidad socialista”, para dar un barniz de “izquierdas” a su maniobra, pronto encontró el eco esperado en las filas del movimiento obrero y la tropa, especialmente entre las masas que despertaban a la acción, ávidas de paz, cansadas de miserias y sufrimientos. Para muchos trabajadores embarcados definitivamente en la lucha, la salida del káiser tenía que tener una recompensa: lograr un gobierno que pusiera fin a la pesadilla vivida en los últimos años.
Aquella tarde del 9 de noviembre, el Reichstag registró una frenética actividad, con los grupos parlamentarios del SPD y del USPD reunidos permanentemente. Cualquiera podría pensar que la vuelta a los despachos, al hormigueo de las salas confortables, a los comentarios en voz baja y las quinielas ministeriales era un buen síntoma, un signo de normalización “democrática”. En realidad se trataba de la sacudida nerviosa provocada por el auge de la revolución en las calles berlinesas, y la desesperación de los líderes socialdemócratas por intentar aplacarla.
Ebert jugó a fondo sus cartas y se apoyó en la oportunidad que le ofrecía el USPD, seguro de que sus dirigentes, a los que conocía muy bien después de años de sentarse en la misma bancada del Reichstag y en los órganos de dirección del partido, no harían ascos a su oferta. Sin perder un instante ofreció apresuradamente a una delegación del USPD, con la que topó en la cancillería, que le presentaran nombres de tres candidatos para tres ministerios. Ebert quería incorporar inmediatamente al USPD al gobierno provisional e implicarle en todos sus planes contrarrevolucionarios. No podía dejar al ala izquierda de la socialdemocracia maniobrar a sus anchas, y mucho menos permitir que los beneficiados de la situación fueran Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Las lecciones de la revolución rusa, los errores de los mencheviques y eseristas y la audacia de los bolcheviques a la hora de conducirse en semejantes circunstancias, recordaban a la dirección del SPD, a sus aliados burgueses y al Alto Estado Mayor, el riesgo que corrían en aquella hora.
La oferta produjo un gran revuelo y discusiones acaloradas en el aparato del USPD. Algunos dirigentes como Ledebour se opusieron a toda colaboración con los derechistas. Pero las presiones a favor de un gobierno de unidad se sucedían también: llegaban a través de soldados que, como delegados de la guarnición, exigían la formación de un gobierno unitario; de trabajadores que proponían la entrada de Liebknecht en el mismo, como garantía revolucionaria.
¿Cuál fue la postura de los Espartaquistas? Igual que en la preparación de la insurrección de noviembre, Liebknecht, aconsejado por los bolcheviques, no rehusó oponerse sin más a la participación en el gobierno. La presión de las masas a favor de la unidad entre organizaciones socialistas imponía una táctica flexible que permitiera conectar con miles de trabajadores que actuaban de buena fe. Los obreros tenían que abrir los ojos y comprender la naturaleza oportunista de esa campaña a favor de la unidad, que los socialpatriotas agitaban con tanto ahínco. Liebknecht, apoyado por Ernst Müller, propuso seis condiciones concretas como base de acuerdo político para un gobierno “unitario”:
1) Proclamación de la República socialista alemana.
2) Entrega del poder legislativo, ejecutivo y judicial a los representantes elegidos por los obreros y soldados.
3) No a los ministros burgueses.
4) Participación de los representantes del USPD limitada al tiempo necesario para la conclusión del armisticio;
5) Ministerios técnicos sometidos a un gabinete puramente político; 6) Paridad de los partidos socialistas en el seno del gabinete.165
Sólo unas horas más tarde, la dirección del SPD informó que sólo aceptarían las dos últimas propuestas, las cuatro primeras se rechazaron de plano. Asamblea constituyente, colaboración con los partidos burgueses y oposición a lo que llamaban una “dictadura de clase”, es decir, al poder obrero, eran los ejes del programa público de Ebert, Noske y Scheidemann; el otro programa, el oculto, el que entre bambalinas pactaron con los militares y los capitalistas para decapitar a la revolución, se vería a las pocas semanas.
La llegada al día siguiente del presidente de los independientes, Haase, proveniente de Kiel, precipitó un golpe de timón y selló el acuerdo. Pasando por encima de las garantías exigidas por Liebknecht, el veterano oportunista aceptó la entrada en el gobierno con tres ministros. La dirección del USPD se ataba así al carro de los socialpatriotas, proporcionando un margen de maniobra muy valioso a los sepultureros de la revolución. Pero la decisión de coaligarse en nombre de la “unidad socialista”, también supuso una gran escuela de aprendizaje para miles de trabajadores que, en base a la experiencia, se acercarían a la revolución proletaria y a los espartaquistas.
El Consejo de Obreros y Soldados de Berlín
Las fuerzas en combate estaban delimitadas en dos grandes campos, que a su vez tenían sus propias divisiones y zonas de confluencia y transición. Por una parte estaba la burguesía aliada con la dirección del SPD. A ellos se suman el Estado Mayor, las tropas de confianza, la prensa capitalista, la “juventud dorada”, y los partidos tradicionales que, por la presión de los acontecimientos, comenzaron una rápida conversión a la “democracia”. Desprendiéndose de los símbolos que más les identificaban con el viejo régimen, intentaron engañar a las masas:
“Es sorprendente la rapidez con que el conjunto de las autoridades o del personal político se funden en este movimiento ‘democrático’ para combatir a la revolución y defender el orden y la propiedad”, escribe Pierre Broué. “Conservadores y reaccionarios se proclaman de la noche a la mañana republicanos y demócratas, partidarios de una ‘soberanía popular’, que era hasta entonces la menor de sus preocupaciones (…) El Centro católico se rebautiza ‘Partido Cristiano-Demócrata’; los conservadores se agrupan en el ‘Partido Popular Nacional Alemán’ que inscribe en su programa el sufragio universal, el gobierno parlamentario, la libertad de prensa y de opinión (…) Junkers y burgueses se visten con disfraces democráticos; lo esencial es primero apartar a los consejos.”
En el campo revolucionario encontramos a las masas de trabajadores y a los campesinos pobres, a los soldados, a los delegados revolucionarios, la base del USPD y a los militantes entusiastas de la Liga Espartaquista. En este universo de fuerzas, es justo mencionar el destacado papel que desempeñaron los delegados revolucionarios el 9 y 10 de noviembre. Su intervención en Berlín fue clave tanto para el triunfo del levantamiento, que propinó el puntapié definitivo a la monarquía, como para la constitución del Consejo Obrero de la capital.
Haffner relata así su actuación:
“Un grupo de cien hombres aproximadamente cuyo núcleo lo formaban unos doce (…) No eran grandes teóricos ni grandes pensadores, eran hombres prácticos y veían claramente de que se trataba en esos momentos: había que dar a las masas un líder con capacidad de actuación, un órgano que pudiese hacer política, un gobierno revolucionario que quitase de en medio a Ebert y a los demás partidos. Convocaron a unos doscientos seguidores. Al atardecer [del 9 de noviembre], mientras caía la noche y las masas empezaban a disolverse poco a poco en las calles, ocuparon el Reichstag (…) Un grupo de hombres que habían ocupado los bancos azules del gobierno dirigía la reunión con bastante firmeza. Eran los líderes de los delegados revolucionarios, y algunas caras eran conocidas: Richard Müller y Emil Barth (…) Poco después de las diez, algunos miembros del SPD que habían participado en la sesión salieron apresuradamente de la sala, recorrieron a pie con paso acelerado el camino más corto entre el Reichstag y la Cancillería y le contaron a Ebert, atónito, lo que estaba ocurriendo: ahora mismo, en el Reichstag, una sesión acababa de decidir que al día siguiente deberían ser votados en todas las fábricas y cuarteles los consejos de trabajadores y soldados —un representante por cada batallón y por cada mil trabajadores— y estos consejos que saldrían por elección debían reunirse a las cinco de la tarde en el circo Busch para nombrar un gobierno provisional, un ‘Consejo de los Comisarios del Pueblo’. En ningún momento se había hablado del gobierno de Ebert, se había hecho como si no existiera ningún gobierno”.166
El influjo de la revolución rusa, del octubre triunfante, no era producto de la imaginación, ni de la mente calenturienta de los militares o los jefes socialdemócratas. La orientación socialista de la revolución alemana no dejaba dudas; la vanguardia creía firmemente en ella y se movía para su triunfo. No era ninguna exageración pensar que el éxito del bolchevismo en Alemania podía ser cuestión de muy poco tiempo.
Estas razones empujaron definitivamente a Ebert a maniobrar audazmente para obtener legitimidad en el nuevo orden revolucionario, pero no para hacerlo avanzar sino para desmontarlo y anularlo. Era difícil, pero las circunstancias obligaban a tener muy en cuenta las lecciones de la revolución rusa. Si se quería impedir el triunfo del bolchevismo, había que actuar con firmeza, decisión y sin ninguna vacilación:
“Ebert representaba la izquierda del establishment, la última reserva del antiguo orden (…) Tras Ebert sólo quedaba Ebert. Si fallaba, ya no había nada. Entonces, ¿Qué posibilidad quedaba? ¿La guerra abierta? ¿Prohibir la elección de los consejos y la reunión del circo Busch, recurriendo incluso a ejército? Ante esta idea Ebert se acobardó. Lo cierto era que desde esa mañana tenía a las tropas berlinesas haciéndole costado ¿Pero les podía exigir cualquier cosa? ¿Las tropas seguirían obedeciendo ciegamente? (…) Sólo quedaba una salida. Ebert debía renunciar a mantener en su persona ‘la relación orgánica con el pasado’. Debía renunciar a ser el último canciller del Reich y en su lugar debía convertirse en el primer presidente de ese ¿cómo llamarlo?, ¿Consejo de Comisarios del Pueblo? Debía buscar una nueva legitimación (…) ¿Imposible? No. Al fin y al cabo había suficientes socialdemócratas fieles entre los trabajadores berlineses; lo que debía hacer era movilizarlos en el momento oportuno. Ante todo, debía rematar la alianza con los Independientes, aunque hubiese que hacer concesiones; debía poner a los trabajadores y soldados presentes en el circo ante el hecho consumado de un gobierno totalmente socialista.
Reconciliación, unidad, ‘no a una guerra entre hermanos’; ese debía ser ahora el lema. Ebert conocía a sus trabajadores lo suficiente como para saber que este lema levantaría el entusiasmo y sería irresistible. ¡Y no había que olvidar a los soldados! Ellos también tenían que votar”.167
Los delegados revolucionarios que decidieron convocar a los trabajadores y soldados para elegir los consejos, tuvieron un gran éxito: la mayoría de la clase obrera berlinesa se presentó en sus fábricas para votar. Paralelamente, la dirección del SPD también tomó medidas oportunas y durante toda la noche imprimieron miles de panfletos que se distribuyeron masivamente; también publicaron una edición especial de Vorwärts que circuló por todas las fábricas. El artículo principal de ese número llevaba por título ¡No a una guerra entre hermanos! La idea de no derramar más sangre, después de la prueba que había supuesto la guerra, y la perspectiva más que posible de un cambio de régimen, por mucho que este estuviera encabezado por gente como Ebert, no podía dejar de tener apoyo. Hacia falta que las ilusiones democráticas, en pleno estallido, dieran paso a la decepción con los socialpatriotas. Como en los primeros compases de todos los procesos revolucionarios, las masas se volvían hacia sus organizaciones tradicionales y aplaudían con entusiasmo cualquier signo de ruptura con el pasado.
Los candidatos presentados por los delegados revolucionarios fueron elegidos para los consejos, pero también se eligieron a muchos otros, partidarios del SPD. En sus memorias, Richard Müller narra que algunos funcionarios del SPD, ayer apaleados fuera de las empresas por no querer unirse a la gran marcha, eran votados en los consejos de los trabajadores. El movimiento todavía no había roto con sus viejas formaciones, como pasó durante las jornadas inmediatas al triunfo de la revolución de febrero en Rusia, cuando mencheviques y eseristas conquistaron la mayoría de los sóviets rusos.
Si las elecciones en las fábricas arrojaron un resultado que podría considerarse como una derrota parcial para las fuerzas revolucionarias más conscientes, en el caso de los cuarteles la cosa fue mucho peor. Allí el tono de la agitación del SPD no tuvo nada que ver con el que se utilizaba en las fábricas:
“Allí los delegados revolucionarios no pintaban nada, allí nadie les conocía, allí la voz cantante la llevaba Otto Wels [SPD] y decía las cosas claras. Nada de reconciliación y de hermanamiento, allí se trataba de hacer fracasar un oscuro complot mediante el cual se pretendía coger desprevenido al SPD alejándolo del gobierno. ¿Acaso los soldados no se habían puesto el día antes, sin consideración de partido, de parte del pueblo? Bien, pues ahora tenían la obligación de defender los derechos del pueblo. Ahora los soldados debían ponerse a disposición del gobierno Ebert-Scheidemann, tal y como habían hecho el día antes los Cazadores de Naumburg.”168
La dirección del SPD se condujo con energía para tener la influencia preponderante entre los delegados de los cuarteles:
“Al mediodía tuvo lugar en el patio del edificio del Vorwärts una reunión de soldados —tanto de los que habían sido elegidos como de los que no—; los líderes y los portavoces se pusieron de acuerdo, se preparó la comida y por la tarde, mucho antes del inicio de la asamblea, los soldados marcharon, con Wels a la cabeza, hacia el circo Busch, donde ocuparon las primeras filas cerca de la pista.”169
Ebert actuó con cautela. Debía presentarse como el líder de un gobierno de reunificación socialdemócrata, e implicar activamente en sus planes a los Independientes para cubrirse lo más sólidamente posible el flanco izquierdo. Si quería asegurar que la asamblea del circo Busch entrará en razones y apoyara una solución que le permitiera ganar un tiempo imprescindible, esa era la mejor táctica posible.
Los delegados revolucionarios más experimentados, que ya conocían los resultados de las elecciones en las fábricas, eran muy conscientes de que los líderes del SPD y los más derechistas del USPD estaban decididos a controlar la asamblea del circo Busch. Richard Müller lo recuerda en sus memorias:
“…Era imposible contemplar un gobierno sin contar con los socialistas más conservadores. Esto era un hecho. También estaba claro para todos que los socialistas conservadores intentarían acabar con el poder de los consejos de soldados y trabajadores para conseguir instaurar una asamblea nacional y, con ello, una república democrática burguesa. Si lo conseguían la revolución estaba perdida.”
Ante un desenlace que parecía cantado, los delegados revolucionarios intentaron adosar al gobierno una especie de control desde abajo. Reivindicando su paternidad en la convocatoria de la reunión del circo Busch y al hecho de que mantendrían la presidencia en las discusiones, intentaron hacer elegir otro organismo controlado por ellos. Muller lo relata así:
“Se decidió proponer en la asamblea la votación de un comité de acción de los consejos de trabajadores y soldados. No debía entrarse en el debate de en qué consistirían sus tareas, sino constituirlo, por así decirlo, mediante este engaño.”170
La asamblea del circo Busch se celebró con una participación de entre dos mil y tres mil hombres. Haffner retrata el fresco de aquella jornada histórica:
“…la revolución y la república parlamentaria burguesa entraron en guerra ante una masa enfervorizada (…) en las gradas inferiores unos mil hombres en uniforme gris de campaña formaban un bloque fuertemente disciplinado; arriba hasta la cúpula, mil o dos mil obreros y obreras…en la pista, en unas mesas de madera improvisadas, estaban la presidencia y todas las personalidades de los partidos socialistas, desde Ebert hasta Liebknecht (…) Ebert, que habló en primer lugar, anunció la unión de los dos partidos socialistas y con ello se ganó inmediatamente a los congregados: era precisamente eso lo que esperaban oír (…) Habló mucho de calma y orden, un orden imprescindible ‘para la victoria completa de la revolución’. Haase, el líder de los Independientes, a quién le toco hablar a continuación, poco pudo decir en contra de Ebert (…) A continuación habló Liebknecht que intentaba nadar contra la corriente. Le reprochaba al SPD la política que había llevado durante la guerra. Pero en ese bello momento de la victoria y la reconciliación, nadie quería oír eso. Hubo muchas interrupciones, especialmente intranquilos estaban los soldados de las primeras filas, que comenzaron a gritar al unísono ‘¡Unidad! ¡Unidad!”.
Después de los lances dialécticos entre los representantes del ala derecha y burguesa, de los jefes centristas, y los marxistas internacionalistas, el delegado revolucionario Barth tomo la palabra para proponer la constitución del mencionado “comité de acción”. Pero en lugar de ser concreto y directo, Barth se enredó en un discurso largo y tedioso, confuso, que desveló la maniobra ante Ebert y sus seguidores. Inmediatamente, Ebert se lanzó a exigir la paridad entre los dos partidos en dicho organismo, a lo que siguió una nueva explosión de los soldados y de numerosos delegados obreros a favor de la “unidad”, furiosos contra aquellos que la cuestionaban. De entrada, los dirigentes oficiales del USPD rechazaron la exigencia de Ebert, abogando por una representación proporcional en base al apoyo real de ambos partidos en las fábricas. Pero como ya era habitual, no tardaron mucho en acusar la presión de los derechistas y temerosos de romper con ellos aceptaron la representación paritaria.
Al final de la reunión se anunció la constitución de un Consejo Ejecutivo de los Consejos de Obreros y Soldados, con veinte miembros electos, diez obreros y diez soldados. De los delegados obreros, una mitad sería para el SPD y la otra mitad del USPD y delegados revolucionarios. Los diez representantes de la tropa se elegirían al día siguiente. También se votó y ratificó al nuevo gobierno que se llamaría, para hacer una concesión a los Independientes y sobre todo a los delegados revolucionarios, “Consejo de los Comisarios del Pueblo”. Ebert se convertiría de esta manera en jefe del Consejo y a la vez del gobierno republicano instalado en el Reichstag. Como acto emotivo al final de la sesión se aprobó una nueva resolución con muy bonitas palabras sobre la república socialista y la revolución mundial (que sólo publicarían al día siguiente los diarios burgueses mientras el Vorwärts se abstendría de hacerlo), y se cantó La Internacional.
Las maniobras de Ebert explotaron el espíritu que, en ese momento, dominaba a la mayoría de los allí congregados. La primera reunión del Consejo de Obreros y Soldados de Berlín concluyó con un triunfo para los socialpatriotas, los máximos enemigos de la revolución socialista, pero un triunfo al fin y al cabo parcial, pues el sistema de los consejos se había puesto en marcha y las circunstancias podían cambiar como en Rusia.
Sería un error pensar que la Liga Espartaquista no tenía grandes posibilidades de conquistar un apoyo masivo a su programa en las semanas y meses venideros. Objetivamente tenían puntos de apoyo considerables.
“En realidad las oportunidades de la revolución soviética alemana, al día siguiente del nueve de noviembre, eran más fundadas de lo que habían sido en febrero las de la revolución soviética rusa” señala Pierre Broué. “En todos los centros obreros los consejos están escindidos por la doble influencia de los mayoritarios y los independientes. Pero, en Rusia, los mencheviques y los eseristas tenían en febrero la mayoría en todas partes, incluso en el sóviet de Petrogrado. En Alemania al contrario, los revolucionarios, independientes de izquierda I.K.D. [Comunistas Internacionalistas], o Espartaquistas, partidarios de la dictadura del proletariado, dirigen algunos de los consejos más importantes: Richard Müller en Berlín, Kurt Eisner en Munich, Rück en Stuttgart, Heckert en Chemnitz, Lipinski en Leipzig, Merges en Brunswick, Laufenberg en Hamburgo, todos presiden consejos de obreros y soldados cuya autoridad alcanza regiones enteras. Por lo demás no hay ni más ni menos desorden en el tumultuoso nacimiento de los consejos alemanes del que hubo en el de los sóviets o el que había en 1936 en los comités o consejos en España.”171
Las ilusiones democráticas y el doble poder
Los acontecimientos de noviembre habían culminado una etapa fundamental. La insurrección había barrido a la monarquía y despertado a la vida política a millones de obreros y soldados. Ellos disponían del poder real, pero no eran conscientes de la nueva situación: se enfrentaban a enemigos resueltos a hacer lo necesario para evitar el derrocamiento del capitalismo.
En el Estado Mayor, en los medios empresariales y gubernamentales, la victoria de Ebert no aligeró el sentimiento de inquietud. De hecho, hubo un asunto que indicaba el temor real al espectro de la revolución. En la reunión del circo Busch se aprobó el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la Rusia soviética, rotas después de la expulsión de Joffe el 6 de noviembre. Éste se encontraba esperando en la frontera la resolución final para volver a ocupar su lugar en la embajada de Berlín. El 19 de noviembre, el Consejo de Comisarios del Pueblo abordó la espinosa cuestión. Estaba también presente Kautsky, como invitado especial a las deliberaciones. Haase, el presidente del USPD aconsejó que se retrasase la decisión, con calculado cinismo, y Kautsky lo apoyó “con el argumento de que el régimen soviético no podía durar muchas semanas más.”172 Los centristas hicieron el trabajo sucio por los socialpatriotas. Joffe no fue readmitido y tuvo que volver a Moscú.
Los jefes del SPD seguían aterrorizados ante la perspectiva de una revolución socialista triunfante. Igualmente, los jefes militares que habían combatido en la gran guerra percibían con claridad la necesidad de contar con el apoyo firme de Ebert y compañía. Lo más preciado para ellos, en la medida que la posibilidad de aplastar por la fuerza al movimiento revolucionario representaba todavía en esas fechas una aventura incierta y entrañaba por tanto un serio riesgo, era poder distraer las energías de la revolución y finalmente desbaratarla. Hindemburg ya había declarado abiertamente que los militares estarían dispuestos a colaborar con el canciller para “evitar la extensión del terrorismo bolchevique en Alemania”. El general Groener, era de la misma opinión:
“El cuerpo de oficiales sólo podía cooperar con un gobierno que emprendiese la lucha contra el bolchevismo. Ebert estaba decidido a hacerlo (...) No había ningún otro partido que tuviese suficiente influencia sobre las masas para restablecer, con la ayuda del ejército, un poder gubernamental”.173
A través de este general, los militares solicitaron de Ebert una conjunción completa para aplastar el bolchevismo y la república de los consejos, para trabajar con energía por una rápida vuelta al orden burgués. En la práctica eso significaba la convocatoria inmediata de una Asamblea Nacional (Constituyente).
“Ebert aceptó mi propuesta de pacto —escribe Groener en sus memorias—. A partir de entonces, a través de una línea secreta entre la cancillería y el Alto Mando, mantuvimos conversaciones diarias por la noche sobre las medidas que era necesario tomar. Así se mantuvo el pacto.”174
El SPD contaba con la inercia de esos primeros días de revolución victoriosa. Millones de obreros y soldados miraban a sus organizaciones tradicionales, al SPD y especialmente al USPD, buscando orientación y una salida positiva. La traición de los dirigentes oficiales de la socialdemocracia a la revolución no era percibida aún por las masas del proletariado que se habían sacudido el peso muerto del káiser. La resolución de sus acuciantes problemas requería una completa y definitiva ruptura con el capitalismo, pero por el momento a muchos trabajadores y soldados les parecía suficiente con la llegada de la “democracia” y la Asamblea Constituyente.
Estas esperanzas eran alentadas por la maquinaria propagandística del SPD y de sus aliados, que machacaban abiertamente con la amenaza de la guerra civil y el caos de imponerse una dictadura de “clase” como en Rusia. Sus alabanzas al carácter “democrático” de la revolución alemana era su forma de confundir a los obreros, sobre todo a sus capas menos experimentadas: “Hemos vencido pero no lo hemos hecho para nosotros solos”, se leía en el Vorwärts del 13 de noviembre “¡Hemos vencido para todo el pueblo entero! Por eso nuestra consigna no es ‘’Todo el poder a los sóviets!’ sino ¡Todo el poder al pueblo entero!”.
La coyuntura no era tan simple como se la habían imaginado algunos revolucionarios. Los espartaquistas estaban todavía en minoría. ¿Cómo cambiar esta situación, como transformar esta pequeña organización en un partido de masas, en el partido fundamental de la clase obrera alemana?
En noviembre de 1918, Rosa Luxemburgo y sus camaradas se enfrentaban a unas circunstancias similares a las que Lenin hizo frente en abril de 1917. La Liga Espartaquista se mantuvo firme en su política de clase e internacionalista. Correctamente agitaban por el derrocamiento del orden capitalista y el establecimiento de la República de los Consejos de Obreros y Soldados, al tiempo que denunciaron la alianza frentepopulista de los socialdemócratas con la burguesía. Rosa Luxemburgo lo expresaba en Die Rote Fahne, el 20 de noviembre de 1918:
“No se trata ahora de escoger entre democracia y dictadura. La cuestión puesta por la historia en el orden del día es: democracia burguesa o democracia socialista. Porque la dictadura del proletariado es la democracia en el sentido socialista del término. La dictadura del proletariado no significa bombas, putschs, rebelión o ‘anarquía’, como pretenden los agentes del capitalismo, sino el empleo de todos los medios del poder político para la edificación del socialismo, para la expropiación de la clase capitalista, conforme al sentimiento y la voluntad de la mayoría revolucionaria del proletariado, es decir el espíritu de la democracia socialista. Sin la voluntad y sin la acción consciente de la mayoría del proletariado no habrá socialismo. Para agudizar esta conciencia, para organizar esta acción, es necesario un órgano de clase: el Parlamento de los proletarios de las ciudades y del campo.”
No existía la menor contradicción en vincular la lucha por los derechos democráticos a la revolución socialista, de hecho, eso era lo único que podía asegurar la perdurabilidad de esos derechos. Pero ¿cómo defender un programa socialista y al mismo tiempo intervenir en los acontecimientos con las consignas y las tácticas correctas, teniendo en consideración las ilusiones democráticas de las masas en esta primera fase de la revolución? ¿Cómo combatir con éxito la política y las maniobras de los dirigentes del SPD, y las vacilaciones y fraseología pseudorevolucionaria de los líderes centristas del USPD?
Lenin insistió una y mil veces que la vanguardia debía explicar pacientemente su programa. Esta tarea de propaganda y de intervención codo con codo con los trabajadores en sus organizaciones y organismos políticos, económicos y militares, aprovechando de forma hábil el desarrollo de los acontecimientos, permitiría atraer a la mayoría al campo de la revolución. Las masas, antes de romper con su vieja dirección necesitan de enormes acontecimientos y pruebas, pasar por dolorosas experiencias. En este proceso, no todas las capas de la clase obrera sacan al mismo tiempo las mismas conclusiones.
En el seno de los consejos obreros, los líderes del SPD actuaron con firmeza y decisión; reclamaron la paridad allí donde eran débiles y los miembros del USPD habitualmente aceptaban el chantaje. Sin embargo, tal método no se utilizaba en los pocos casos donde los representantes del SPD eran mayoritarios. Todas estas concesiones transformaron radicalmente la representación proletaria. Si entre los trabajadores de las fábricas eran minoritarios, en los consejos obreros los representantes del SPD (habitualmente burócratas sindicales y funcionarios del aparato del partido) iban copando posiciones. Esto no impidió que el poder de los consejos se afirmara parcialmente. A las autoridades no les quedaba más remedio que reconocerlos de ciudad en ciudad.
Ante la extensión arrolladora de los consejos obreros por toda la geografía alemana, la burguesía y el SPD desplegaron su maquinaria política y, basándose en el control del aparato estatal con sus miles de funcionarios, llenaron de calumnias a los espartaquistas y al conjunto de los militantes revolucionarios. Identificándolos como bolcheviques “sedientos de violencia y destrucción”, la campaña alcanzó dimensiones de una auténtica cruzada. La batalla se libraba, según la propaganda oficial, entre la “democracia”, encarnada por la burguesía y el SPD, y concretada en la consigna de elecciones para una Asamblea Constituyente, y los Espartaquistas, los delegados revolucionarios y los sectores más radicalizados de la base del USPD, que pretendían imponer el régimen de “despotismo asiático” del bolchevismo.
Curiosamente, los mismos que llamaban a evitar un “baño de sangre” en Alemania, suspiraban por el triunfo de las bandas contrarrevolucionarias de los generales blancos sobre el poder soviético en Rusia. Toda la furia de los Kautsky175 y Bernstein, de los Ebert y Noske para atacar sañosamente a los espartaquistas, se transformaba en dulces y comprensivas palabras hacia las tropas de ocupación de Francia, Gran Bretaña, EEUU, hacia los cosacos y generales zaristas, cuando recurrieron al “democrático” lenguaje de los cañones y los fusiles para restaurar el poder de los capitalistas y terratenientes. Para tan elevado objetivo era muy justo derramar generosamente la sangre de los obreros y los campesinos rusos.
La ofensiva de la burguesía alemana contra los progresos de la revolución se extendió a todos los terrenos. Ebert encabezaba el Consejo de Comisarios del Pueblo designado en el circo Busch, pero también el gobierno burgués y además había sido nombrado canciller por el príncipe Máx de Baden. ¿Cómo actuó frente a esos dos poderes? Respetando al máximo la institucionalidad burguesa y tratando de imponerla para socavar las funciones y el poder de los nacientes consejos.
Todos los ministros burgueses del gobierno nombrado por el príncipe Max fueron confirmados en sus puestos, mientras Ebert colocaba a sus hombres de confianza en los puestos claves de la alta administración del Estado. Al mismo tiempo cercaron a los consejos que más obstaculizaban su tarea contrarrevolucionaria, como era el caso del Consejo de Obreros y Soldados de Berlín, más conocido como el Ejecutivo; y la elección de los partidarios de la derecha socialdemócrata a los cargos de dirección de los consejos garantizaba una completa sintonía con las directrices gubernamentales.
Desde el primer momento se buscó el acuerdo con los jerifaltes sindicales para lograr la ansiada paz social en las fábricas. Por supuesto, la embestida de la revolución impuso su sello en las concesiones patronales: jornada de ocho horas sin reducción salarial, negociación colectiva, reconocimiento de los sindicatos en las empresas y la renuncia a los “sindicatos amarillos”, elección obrera de comités de empresa… Se trataba de apaciguar el conflicto, dando argumentos a la burocracia sindical para arrinconar a los delegados de fábrica revolucionarios, y asegurarse el apoyo de la aristocracia obrera. Estas concesiones, que fueron el producto subsidiario de la lucha revolucionaria del 9 de noviembre, se manejaron con habilidad desde la dirección del SPD. Pero no fueron un parapeto infranqueable; la oleada de radicalización que experimentó la clase obrera alemana siguió su curso.
Respecto a la prensa, la socialdemocracia intentó una y otra vez que los activistas del USPD y los espartaquistas abandonaran las imprentas que habían tomado a los grandes editores y desde las que publicaban sus periódicos. En nombre de la libertad de expresión abogaban contra la incautación de las imprentas y defendían que los grandes propietarios pudieran seguir controlando estas palancas fundamentales de información.
Los líderes del SPD no tenían la más mínima intención de depurar el aparato del Estado capitalista: los oficiales de la policía y el ejército fueron confirmados en sus posiciones. La contrarrevolución también creó su propio grupo de choque callejero, la Liga Antibolchevique; financiada por los grandes consorcios económicos e integrada por jóvenes aristócratas, oficiales del ejército y policías, se dedicó a realizar numerosas acciones contra los espartaquistas, distribuir propaganda anticomunista, reventar sus actos públicos y asesinar a sus militantes.
Los marineros y soldados habían jugado un papel muy importante en la insurrección de noviembre. Ansiaban volver a sus casas y se sentían atraídos y contagiados por la lucha de la clase obrera. Esta realidad influía mucho en las decisiones del Estado Mayor alemán, que no tuvo mas remedio que aceptar la constitución de los Consejos de Soldados —de haberlo impedido la desintegración del ejército se habría precipitado—, mientras inyectaba resentimiento y odio hacia la revolución.
La cuestión del control sobre el Ejército, y más concretamente sobre las tropas que se iban a licenciar tras la derrota en los frentes, adquirió una importancia de vida o muerte para el SPD y la burguesía. Todo intento de armar a los obreros fue combatido con decisión. Cuando el Consejo Obrero de Berlín decidió tímidamente la formación de una Guardia Roja, la reacción de los dirigentes del SPD fue durísima, consiguiendo que el Consejo retrocediese. En definitiva, los preparativos militares en el campo de la contrarrevolución no se detuvieron ni un instante. Desde el estallido de la insurrección en Kiel, tanto el Estado Mayor como los dirigentes del SPD trabajaron en diferentes proyectos para crear una fuerza armada que les respondiese sin fisuras. El SPD se decidió finalmente a constituir un cuerpo de defensa republicana de trece a quince mil hombres, que serían reclutados voluntariamente y financiada por los grandes capitalistas.
Maniobras contrarrevolucionarias
La dirección del SPD puso todo su empeño, desde mediados de noviembre, en la rápida convocatoria de la Asamblea Constituyente y las elecciones que designaran a sus miembros. La maquinaria política del partido, igual que los medios burgueses, insistieron vehementemente en la prioridad que representaba este paso para otorgar gobernabilidad al país y liquidar los consejos. La maniobra no podía ser más descarada y suscitó el rechazo frontal del ala más izquierdista del USPD y de los delegados revolucionarios que formaban una parte importante del Comité Ejecutivo del Consejo de Obreros y Soldados de Berlín. Dentro de éste ala de izquierdas destacaban las figuras de Ledebour y Richard Müller, que congregan tras ellos a los activistas y cuadros obreros de las huelgas de abril de 1917 y 1918 y del levantamiento de noviembre.
El 18 de noviembre, Richard Müller se dirigió a la asamblea de delegados de los Consejos de Obreros de Berlín reunida en el circo Busch, y fue muy claro:
“Si nosotros convocásemos ahora la Asamblea constituyente, significaría la pena de muerte de consejos de obreros y soldados. Se eliminarían ellos mismos. Y esto, no deben hacerlo. Debemos asegurar nuestro poder, por la violencia si es necesario. Quienquiera que sea partidario de la Asamblea nacional nos impone el combate. Lo digo claramente: he arriesgado mi vida por la revolución y estoy preparado para hacerlo de nuevo. La Asamblea nacional es el camino hacia el reino de la burguesía, el camino hacia el combate; el camino hacia la Asamblea nacional pasa por encima de mi cadáver. Afirmándolo sé que una parte de los miembros del Ejecutivo piensan como yo, y también todos los trabajadores que han tomado parte en la preparación de la revolución, y no dudo que está a mi lado la mayor parte de los trabajadores.”176
La tensión entre los socialpatriotas y los delegados izquierdistas en el Comité Ejecutivo de los Consejos berlineses se tornó intolerable, pero la socialdemocracia oficial supo aprovechar la falta de un auténtico Estado Mayor revolucionario y explotar todas las carencias, vacilaciones y contradicciones del conglomerado que formaba el USPD y los delegados revolucionarios. Al fin y al cabo, los Independientes eran parte del Consejo de Comisarios de Pueblo junto a Ebert y sus colegas, y las diferencias doctrinarias de nada servían cuando implícitamente acataban las decisiones que los derechistas imponían por la vía de los hechos.
Los jefes del SPD intentaron desprestigiar y aislar de todas las maneras posibles a los miembros del Comité Ejecutivo. Dirigentes como Richard Müller y muchos más fueron calumniados y sobre ellos se vertió todo tipo de basura antisemita, propaganda pagada por la burguesía para descalificar a los revolucionarios como “agentes judíos”.
Los pasos del SPD para precipitar la crisis fueron medidos. Primero, una conferencia de ministros-presidentes del Reich se pronunció a favor de la inmediata convocatoria de la Asamblea Constituyente. Inmediatamente, Ebert exigió un pronunciamiento al Consejo de Comisarios del Pueblo. Finalmente, tras unos días de presiones, el Consejo de Comisarios, con el voto favorable de los Independientes, decidió la convocatoria de la Asamblea para el 16 de febrero. Como reacción, el Comité Ejecutivo berlinés acordó organizar para el 16 de diciembre un Congreso de los Consejos de Obreros y Soldados del Reich.
En los círculos dirigentes SPD existían muchas dudas sobre qué hacer en esos momentos. Era evidente que controlar la estructura consejista se había convertido en un objetivo fundamental, pues si desde los consejos se aprobaba convocar la Asamblea Constituyente, significaría dar a sus planes contrarrevolucionarios una legitimidad muy importante. De todas formas, el SPD se negó a poner todos los huevos en la cesta de una victoria en el Congreso de los Consejos. También recurrieron a un plan paralelo, basado en una maniobra conjunta con los regimientos desmovilizados bajo el mando de la oficialidad reaccionaria.
El general Groener desveló todos estos planes ocultos en un juicio posterior que se celebró contra Ebert en Munich en 1925, y en el que tuvo oportunidad de declarar como testigo de la defensa: “Por el momento se trataba de arrebatar el poder a los consejos de trabajadores y soldados de Berlín. Con este objetivo se planeó el avance sobre la ciudad por parte de diez divisiones. El comisario del pueblo Ebert estuvo plenamente de acuerdo. Se envió un oficial a Berlín para negociar también los detalles con el ministro de la Guerra prusiano (que seguía siendo, como antes del 9 de noviembre, Von Scheüch), quien obviamente debía ser informado. Allí tropezamos con una serie de dificultades. Sólo puedo decir que los Independientes que formaban parte del gobierno, los llamados comisarios del pueblo, y creo que también los consejos de soldados —aunque de memoria no puedo acordarme de todos los detalles— exigieron que las tropas fueran desarmadas.
“Naturalmente, nosotros nos opusimos a ello inmediatamente y el señor Ebert, claro está, estuvo de acuerdo en que las tropas entraran en Berlín con armas (…) Para llevar a cabo esta ocupación, que simultáneamente debía servir para establecer un gobierno firme en Berlín —declaró bajo juramento como ustedes me han solicitado y por ello debo decir lo que, por motivos justificados nunca he dicho anteriormente— elaboramos un programa militar para varios días. Este programa detallaba día a día las misiones que debían llevarse a cabo: el desarme de Berlín, la purga de los espartaquistas en la ciudad, etc. Todo esto fue discutido con Ebert a través del oficial que envié a Berlín. Le estoy especialmente agradecido al señor Ebert por su amor absoluto a la patria y por su entrega total en este asunto y por eso le he defendido siempre dondequiera que haya sido atacado. Este programa se decidió de mutuo acuerdo y con la plena conformidad del señor Ebert.”177 Sobran los comentarios.
Los planes urdidos por los militares y el SPD no se pudieron aplicar de la manera prevista porque los oficiales reaccionarios se precipitaron en su deseo de dar un escarmiento a la revolución. El 6 de diciembre, una unidad ocupó la Cámara de los Diputados y arrestó al Consejo Ejecutivo de los Consejos de Obreros y Soldados berlineses elegida el 10 de noviembre en el circo Busch; casi al mismo tiempo, un destacamento de fusileros atacó una manifestación pacífica y desarmada de la Liga de los Soldados Rojos, la agrupación militar afín a la los espartaquistas, causando 16 muertos y decenas de heridos. La sangre obrera corrió otra vez, pero el intento de golpe militar fracaso estrepitosamente. Los miembros del Comité Ejecutivo fueron liberados y la matanza de trabajadores y soldados en la manifestación espartaquista exacerbaron la indignación de las masas obreras de la capital.
Más tarde, el 10 de diciembre, las divisiones combatientes que regresaban a casa entraron en la ciudad según lo convenido entre el jefe del gobierno y el Estado Mayor. Ebert les dio la bienvenida, pero las tropas fueron disolviéndose espontáneamente. No querían combatir y menos contra los trabajadores de Berlín, querían volver a casa. Al día siguiente, de esas tropas tan sólo quedaban ochocientos hombres en sus cuarteles. En palabras de Groener: “Los hombres habían ido desarrollando tal ansiedad por volver a casa que era imposible hacer nada con estas diez divisiones y todo el programa de purga de elementos bolcheviques de Berlín, de la entrega de vehículos, etc., no podía llevarse a cabo de ninguna manera.” La contrarrevolución fracasó, de momento.
Los hechos desvelaron que las llamadas de Ebert a favor de la “democracia”, de la “unidad socialista”, a evitar una “guerra entre hermanos”, eran la demagogia necesaria dentro de un plan que contemplaba abiertamente la violencia y el golpe de Estado.
Después de este primer enfrentamiento armado quedó claro para el gobierno, la burguesía y el SPD, que sólo se podía recurrir a tropas seleccionadas y de absoluta confianza para degollar la revolución. Nada de improvisaciones, nada de aventuras que pudieran volverse en su contra. Para empeorar la situación de la reacción, la intentona militar contra el Comité Ejecutivo de los Consejos de Berlín reforzó al ala izquierda de los independientes, aumentó el apoyo a los delegados revolucionarios, y también granjeó un mayor prestigio de los espartaquistas. El látigo de la contrarrevolución volvió a estimular el movimiento ascendente de la revolución. Después de este fracaso, el SPD se concentró en preparar a conciencia su triunfo en el Congreso de los Consejos, que había intentado sabotear con tan poca fortuna.
El Congreso de los Consejos
El SPD se aseguró de que el Congreso de los Consejos asestase un duro golpe a las expectativas revolucionarias y aprobase el programa de su liquidación. La diferencia respecto a la reunión del 10 de noviembre en el circo Busch fue evidente. Nada de caos, nada de improvisación. En palabras de Haffner:
“Lo que ahora se celebraba en Berlín era una asamblea parlamentaria sumamente ordenada que a los periodistas presentes les recordaba irremediablemente a los congresos del SPD de antes de la guerra: el mismo tipo de personas; a menudo también las mismas caras, el mismo ambiente, los mismos gestores prudentes del orden y la honradez, también la misma dirección.”178
Los dirigentes del SPD impidieron que cualquier presión pudiera desestabilizar sus planes y se aseguraron del aislamiento de los espartaquistas, convertidos en una ínfima minoría dentro del congreso. Existía también un gran temor al efecto que la intervención de los líderes bolcheviques podía causar en el auditorio. El Consejo de Comisarios del Pueblo encabezado por Ebert había rechazado, por cinco votos contra uno, la presencia de los delegados bolcheviques que el Consejo de Berlín había invitado. Bujarin, Joffe, Rakovski, Ignatov y Radek fueron rechazados cuando ya estaban en la frontera.
“De acuerdo con el informe oficial ruso, las autoridades militares alemanas ‘apuntaron entonces con una ametralladora a nuestra delegación, la obligaron a volver y, en las condiciones más indignas, la condujeron al otro lado de la línea de demarcación”.179
Dentro de su plan para asegurase el control, las concesiones de la dirección del USPD en lo referido a la representatividad en el congreso fue un gran regalo para los derechistas del SPD. De los 489 delegados que estuvieron presentes en el mismo (405 en representación de los Consejos de Obreros y 84 de los Consejos de Soldados), sólo 179 eran obreros y empleados, frente a 71 intelectuales y 164 profesionales, periodistas y liberados del SPD y los sindicatos. En resumen 288 delegados del SPD, 90 del USPD —de los que 10 eran Espartaquistas—, 11 revolucionarios unidos, 25 demócratas y 75 sin partido.180
La mayoría del SPD era tal en el Congreso, que, como señala Pierre Broué:
“El día de la apertura, el Vorwärts, trazando la perspectiva de la convocatoria de la Asamblea Constituyente, puede permitirse ironizar a expensas de los espartaquistas y preguntarles si, conforme a su reivindicación del poder para los consejos, aceptarán la decisión de los consejos de desprenderse del poder.”181
Ni Karl Liebknecht ni Rosa Luxemburgo fueron elegidos delegados a la reunión, pero los espartaquistas intentaron influir por todos los medios. Organizaron un gigantesco mitin en Berlín con apoyo de los delegados revolucionarios el mismo día de la apertura del Congreso, con la participación de 250.000 trabajadores. Esta masiva asistencia medía muy bien la oscilación de la masa obrera de la capital, cada vez más a la izquierda, cada vez más crítica con los dirigentes del SPD. Pero la demostración de fuerza no amilanó a Ebert y al mando socialdemócrata; al contrario, utilizando decididamente la mayoría de la que disponían en el congreso se aseguraron el control sobre las cuestiones decisivas, si bien es cierto que sus planes no se cumplieron al cien por cien.
La cuestión central a debate, la Asamblea Constituyente, fue resuelta a favor de la burguesía. Para hacer que la píldora pudiera ser aceptada de manera más indolora, los líderes del SPD defendieron la Asamblea Constituyente como el medio más rápido para llegar al socialismo.
“El socialismo (…) será realizado por un gobierno socialista elegido por todo el pueblo. Los consejos, convocando la Constituyente, pondrán fin a su misión extraordinaria y podrán entonces tomar su lugar natural en la vida social, jugando un papel importante en la producción.”182
Una moción presentada por los dirigentes centristas del USPD, defendiendo que los consejos siguieran siendo la base de la autoridad suprema en materia legislativa y ejecutiva y que se convocara un segundo congreso antes de que se adoptara la nueva constitución, fue rechazada por 344 contra 98. Como era de prever, el congreso votó mayoritariamente contra el poder de los consejos y por la convocatoria de una Asamblea Constituyente —la fecha se fijó para el 19 de enero—, que elaborase una nueva constitución respetuosa con la propiedad de los capitalistas y sancionase el carácter burgués del nuevo régimen.
A la luz de estos resultados se entiende la posición de Lenin y Trotsky respecto a los sóviets y su negativa a la mixtificación de los mismos. También en Rusia se produjeron situaciones muy similares a los de este primer congreso de los consejos alemanes. La mayoría de las resoluciones aprobadas en el congreso de los consejos fueron del agrado del gobierno, del Estado Mayor, de la burguesía y de su prensa, pero el futuro de la revolución alemana no iba a decidirse a base de declaraciones y resoluciones, por muchos votos que estas tuvieran en una reunión. La revolución es un asunto de fuerzas vivas en pugna, de lucha de clases exacerbada hasta el límite, y se resolvería en las calles, en las fábricas y en los cuarteles.
El triunfo de los socialpatriotas también tuvo flancos débiles. El congreso aprobó por una amplia mayoría una resolución conocida como “los puntos de Hamburgo” que se pronunciaba sobre varias cuestiones de importancia. Primero, que el mando militar supremo pasara a los comisarios del pueblo; segundo, que la potestad disciplinaria quedara en manos de los Consejos de Soldados; tercero, que se estableciera la libre elección de oficiales, y cuarto, que desparecieran los distintivos de rango y la obligación del saludo fuera del servicio. ¡Esto no estaba previsto!
La dinámica que operaba entre las masas obreras y los soldados alemanes presentaba llamativos paralelismos con la experiencia rusa. Desde el mes de marzo hasta mayo de 1917, es decir, al principio de la revolución, los mencheviques y los eseristas gozaron de una cómoda mayoría en los sóviets. Ellos pensaban que se trataba de un cheque en blanco y descubrieron amargamente que estaban muy equivocados. El hecho de que en el Congreso de los Consejos, donde Ebert y sus secuaces contaban con un amplio respaldo, se produjese este abierto desafío a la autoridad militar, marcaba la vitalidad del pulso de la revolución, y que las intenciones contrarrevolucionarias de los jefes del SPD no tenían el apoyo sólido que ellos creían. Las cosas podían cambiar rápidamente.
Al conocer el alcance de lo aprobado, Hindenburg telegrafió inmediatamente que no reconocería la resolución; la misma reacción tuvo el general Groener, amenazando con dimitir si se confirmaban esos puntos. La cuestión que se estaba ventilando no era secundaria: aceptar dislocar el control que sobre la tropa mantenía la vieja oficialidad y, a través de ella, los capitalistas y terratenientes, era como un suicidio consentido. Era demasiado. A su vez, los ministros del USPD también amenazaron con dimitir, presionados por su base, si la resolución no se llevaba a cabo. ¿Pero cómo se iba a obligar a la oficialidad, el Estado Mayor, y a la burguesía a que abandonaran pacíficamente sus posiciones en el aparato militar?
La clase dominante respondió enérgicamente. Despreciando la resolución aprobada por el Congreso de los Consejos, el Alto Mando comenzó a reunir formaciones de voluntarios en los campos de maniobras de los alrededores de Berlín,
“Órganos fuertes, eficaces y combativos de la contrarrevolución que no se disolverían como las diez divisiones del frente que volvían a casa (…) Mientras la población berlinesa se preparaba para su primera y mísera fiesta de Navidad desde la paz… el 24 de diciembre de 1918 Berlín se despertó con el estruendo de los cañones.”183
Los órganos de la revolución
Lo que la burguesía no llevó a cabo en 1848 por su cobardía y el miedo a verse desbordada por los obreros revolucionarios, por los lazos materiales que le unían con el viejo régimen, lo lograron, en unas pocas jornadas de noviembre de 1918, los trabajadores y los marineros armados. El derrocamiento de la monarquía prusiana y la proclamación de la República fue la obra de estas masas insurrectas, que no se detuvieron en el umbral de la república burguesa. Atravesaron esa nueva línea defensiva levantada a toda prisa por los capitalistas y sus aliados socialdemócratas, y pusieron sobre la mesa la lucha por el poder, por la transformación socialista de Alemania. La teoría de la revolución permanente, explicada por Marx y Engels en su llamamiento del Comité Central de la Liga de los Comunistas, se reivindicó esos días vibrantes y llenos de arrojo.
Los Consejos de Obreros y Soldados alemanes se transformaron en la esperanza de la revolución europea. Si 1918 había sido un año extremadamente difícil para la Rusia soviética, obligada a la firma del tratado de Brest-Litovsk, amenazada militarmente por las potencias aliadas y cercada por una brutal guerra civil contrarrevolucionaria, el levantamiento de los obreros y soldados alemanes era la mejor de las noticias posibles. La revolución europea había llegado, como escribió Rosa Luxemburgo, y la acción mancomunada de los trabajadores rusos y alemanes era más posible que nunca. Para lograrlo, hacia falta desarrollar los embriones de poder obrero en Alemania en una clara línea socialista.
El debate sobre los consejos alemanes no ha dejado de prestarse a todo tipo de interpretaciones y análisis. Basta para nosotros señalar que el potencial revolucionario de los consejos requería realizarse en la práctica, como la plusvalía contenida en la mercancía necesita del acto de ser vendida en el mercado para materializarse. No estaba decidido de antemano el papel que los consejos jugarían en el transcurso de la revolución alemana, como tampoco estuvo el de los sóviets.
Cuando algunos ultraizquierdistas tratan de abordar la dinámica de la revolución, confunden con facilidad la forma con el contenido. Se esfuerzan en demostrar que para que haya una revolución social “verdadera” se necesita de la existencia de “consejos”. Elevan a un fetiche un aspecto que, sin ser menor, no resuelve una cuestión extraordinariamente compleja. Como ejemplo ilustrativo de sus teorías, siempre traen a colación la experiencia revolucionaria española de 1936-1939. Para ellos, la ausencia formal de estos consejos constituye el argumento definitivo para negar que se produjera en julio de 1936 una revolución social genuina. Un análisis más cuidadoso, menos apresurado y formalista, más materialista y marxista, que intente aproximarse sin prejuicios y recetas doctrinarias a la dialéctica caprichosa que adopta toda revolución, nos permitirá comprender la debilidad de estas teorías.
La revolución alemana dio a luz los Consejos de Obreros y Soldados, pero estos fueron saboteados desde dentro por la socialdemocracia; de ariete revolucionario se convirtieron en un arma para imponer la Asamblea Constituyente burguesa y aislar a los comunistas alemanes. En la revolución española de 1936-1939, las cosas discurrieron de una manera diferente. El 18 de julio de 1936, cuando los obreros armados derrotaron a los militares fascistas en las principales ciudades de España, especialmente en Barcelona y Madrid, el Estado capitalista se desmoronó parcialmente en el territorio republicano. Los trabajadores y los campesinos pobres se incautaron de las fábricas y de las tierras, poniendo a producir una parte fundamental de la economía bajo control obrero, y organizaron las milicias armadas. Es cierto que los consejos, es decir, los comités obreros que salpicaron toda la geografía republicana, eran muy imperfectos, menos “claros” que los alemanes, que los rusos de 1905 y 1917. ¿Significa ello que en Alemania sí hubo una revolución socialista y en España no? Seamos concretos.
Desde el punto de vista del cuestionamiento de las relaciones sociales de producción capitalista, de las realizaciones socialistas en la industria y la tierra, del control obrero y de la desaparición de la institucionalidad burguesa, la revolución española llegó más lejos que la alemana en esos tres años de lucha armada contra el fascismo, sin que existieran consejos de obreros y soldados reconocidos como tales.184 En Alemania y en España las leyes generales de la revolución y la contrarrevolución se pudieron constatar en el trascurso de los acontecimientos. También fue el caso de Rusia, aunque allí el resultado final fue muy diferente, un resultado victorioso que no derivó de la existencia de los sóviets sino de la presencia del partido revolucionario, el factor decisivo ausente en la experiencia alemana y en la española.
Lenin y Trotsky nunca hicieron un fetiche de los sóviets, a los que caracterizaban como organismos de la lucha revolucionaria y del futuro poder obrero. Los sóviets contaban con el potencial de convertirse en la estructura básica de la administración proletaria en la nueva sociedad, pero ese potencial sólo podía plasmarse en la práctica en el caso de que la revolución venciese. Para esa tarea se necesitaba, además de los sóviets, además de la conciencia socialista y revolucionaria de las masas, un partido que pudiese dirigir a la mayoría de la clase obrera y del campesinado pobre al poder, que no tuviera miedo de derrocar a la burguesía, que avanzase en cada momento las consignas y tareas que mejor se ajustasen al objetivo final.
Los sóviets podían ser el medio natural para llevar a cabo esta estrategia. Pero sin el Partido Bolchevique, los sóviets se habrían quedado rezagados y convertidos, igual que pasó con los consejos alemanes, en cabeza de puente de los planes contrarrevolucionarios de la burguesía rusa. Lenin tuvo en cuenta la posibilidad de este desarrollo, especialmente tras las Jornadas de Julio y la represión del Partido Bolchevique, y llegó a plantear a sus camaradas la eventualidad de tomar el poder en nombre de los comités de fábrica. Esta opción se desechó finalmente, pues los bolcheviques habían conquistado una mayoría firme en los sóviets de las principales ciudades tras la derrota del golpe militar de Kornílov.
Trotsky tampoco adoptó una postura formalista a respecto a los sóviets. En su opinión, a pesar de todas las ventajas que tenía su contacto orgánico con las fábricas y los regimientos, es decir, con las masas activas, los sóviets no dejaban de ser una representación y, como tal, no se hallaban libres en absoluto de los convencionalismos y deformaciones del parlamentarismo. Trotsky señala la contradicción dialéctica entre las masas y los sóviets: de una parte, esta representación es necesaria para la acción de las masas y, de otra, se alza fácilmente ante ellas como obstáculo conservador. Por tanto, esta contradicción sólo puede ser superada en la práctica: “Esto que no es tan sencillo como a primera vista parece, es siempre, sobre todo en plena revolución, un resultado deducido de la acción directa”.
En su obra sobre la revolución rusa, Trotsky abordó extensamente el papel de los sóviets en su globalidad y dinamismo.
“(…) Por importante que sea la cuestión del papel y la suerte de los sóviets, está enteramente subordinada para nosotros a la lucha del proletariado y las masas semiproletarias de la ciudad, del ejército y del campesino por el poder político, por la dictadura revolucionaria (…) La organización con la que el proletariado pudo no sólo derribar el antiguo régimen, sino también sustituirlo, es el sóviet. Lo que más adelante se convirtió en el resultado de la experiencia histórica, hasta la insurrección de octubre, no era más que un pronóstico teórico, aunque se apoyaba, es cierto, sobre la experiencia previa de 1905. Los sóviets son los órganos de preparación de las masas para la insurrección, los órganos de la insurrección y, después de la victoria, los órganos del poder. Sin embargo, los sóviets no resuelven por sí mismos la cuestión. Según su programa y dirección, pueden servir para diversos fines. El partido es quien da a los sóviets el programa. Si en una situación revolucionaria —y fuera de ella son generalmente imposibles— los sóviets engloban a toda la clase, a excepción de las capas completamente atrasadas, pasivas o desmoralizadas, el partido revolucionario está a la cabeza de la clase. El problema de la conquista del poder sólo puede ser resuelto por la combinación del partido con los sóviets, o con otras organizaciones de masas más o menos equivalentes a los sóviets. Cuando el sóviet tiene a su cabeza un partido revolucionario, tenderá conscientemente y a tiempo a adueñarse del poder (…)
“Sería un error evidente identificar la fuerza del Partido Bolchevique a la de los sóviets que él dirigía: esta última fuerza era mucho mayor que la primera; sin embargo, si faltaba la primera, se volvía impotente. Esto no tiene nada de misterioso. La relación entre el partido y el sóviet procedía de una inevitable incompatibilidad, en una época revolucionaria, entre la formidable influencia política del bolchevismo y la endeblez de su fuerza organizativa. Una palanca exactamente aplicada da a una mano la posibilidad de levantar un peso que supera con mucho la fuerza viva que despliega. Pero, si la mano falta, la palanca no es más que una pértiga inanimada (…) Las grandes masas conocían las consignas bolcheviques y la organización soviética. Esas consignas y la organización se fusionaron para ellas definitivamente a finales de septiembre y comienzos de octubre. El pueblo aguardaba la opinión de los sóviets sobre cuándo y cómo aplicar el programa de los bolcheviques.”185
Un partido revolucionario
El resultado del Congreso de los Consejos mostró las carencias políticas de los centristas (USPD) y las limitaciones del ala marxista (Liga Espartaquista) que todavía constituía una minoría del proletariado. Y esta situación adversa propició el estallido de nuevas divergencias en las filas revolucionarias, esta vez de un calado más profundo y mucho más trascendentales para el futuro inmediato de la revolución alemana. El enfrentamiento se planteó entre los partidarios de trabajar pacientemente por conquistar a la mayoría de los trabajadores que todavía seguían al USPD y participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente, y aquellos que abogaban por romper las ataduras con el USPD, combatir la Asamblea a través del boicot electoral, y luchar inmediatamente por el poder con las armas en la mano.
El debate tenía mucho que ver con las carencias de los líderes espartaquistas para establecer, en el curso de los acontecimientos, una organización homogénea ideológicamente, unificada en sus métodos de lucha, y centralizada a la hora de la acción. Rosa Luxemburgo, Leo Jogiches, Paul Levi —los más preparados y capaces de los dirigentes espartaquistas— no fueron capaces de contener el avance del ultraizquierdismo en sus propias filas.
Los espartaquistas habían trazado su programa y su táctica general en una conferencia celebrada en noviembre, para ganar a las masas a través de la agitación, la propaganda y la acción, ayudarlas a conocer el papel real de la socialdemocracia. Decidieron mantenerse en el USPD y conquistar a la mayoría de su base militante objetivo que, como los hechos posteriores demostrarían, era totalmente posible. Después del levantamiento berlinés, los espartaquistas dieron pasos adelante en materia de organización:
“La Liga posee un embrión de aparato desde el once de noviembre: publicaciones, oficinas, a las que hará falta cambiar de lugar varias veces, y las ‘cartas’ [de Spartaco, las hojas de propaganda de la Liga] que vende. Fuera de Berlín tiene relaciones con casi todos los centros importantes; en Baviera, Brunswick, Chemnitz, Dresde, Leipzig, en el Ruhr, la alta Silesia, Prusia Oriental, Stuttgart, Turingia, Hanau, regiones que corresponden a su implantación antes de la revolución. En el Ruhr se acaba de constituir el ‘partido obrero comunista de Essen-Ruhr (miembros de la Liga Spartakus)’. Después de noviembre ha establecido nuevos contactos y creado grupos en Buthen, Brandeburg, Erfurt, Francfurt, Kiel, Munich, Nuremberg, Solingen.” Pierre Broué continua: “Sin embargo, es todavía a nivel organizativo lo que era ‘el grupo’, es decir, una red bastante laxa alrededor de un núcleo de cabezas políticas. En ninguna parte constituyen los espartaquistas una fracción organizada, ni se lanzan a un trabajo sistemático para la construcción de su fracción o incluso como tendencia organizada. Tanto en los consejos obreros, como en el seno del partido socialdemócrata independiente, su trabajo descansa a la vez en la propaganda de Die Rote Fahne y en el prestigio y la actividad de sus militantes más conocidos. En cambio, fiel a su concepción de la agitación revolucionaria y la puesta en movimiento de las masas, la Liga se esfuerza en movilizar amplias capas de trabajadores a las que quiere clarificar e inspirar la acción espontánea, para lo cual multiplica mítines y manifestaciones de masas.”186
La mayoría de los líderes espartaquistas habían proclamado su entusiasmo con la revolución rusa y no pocos de ellos se presentaban públicamente como seguidores convencidos de Lenin y Trotsky. Pero las declaraciones de intenciones no son suficientes en momentos revolucionarios. La Liga Espartaquista tenía grandes carencias en su visión estratégica del partido revolucionario y, en el terreno práctico, continuaba sin adoptar medidas serias para construir una organización de tipo bolchevique.187
La lección que Lenin había asumido partiendo de las ideas que Marx y Engels defendieron a lo largo de su vida se podía resumir en una: el socialismo científico, como programa revolucionario, necesita de la organización para fusionarse con el movimiento de la clase obrera, exige de cuadros forjados, de medios de expresión, de presencia en los sindicatos y las fábricas, de un organismo que se haga realidad en la lucha de clases real. Aunque los bolcheviques no se habían considerado realmente un partido independiente hasta 1912, desde 1903 trabajaron incansablemente por levantar una organización de cuadros, habían educado a sus militantes en los principios del marxismo combatiendo el oportunismo y el ultraizquierdismo —lo que provocó no pocas rupturas y escisiones— y nunca perdieron oportunidad para intervenir y defender pacientemente su programa en todos aquellos organismos y organizaciones donde se expresaban los trabajadores. Nunca temieron estar en minoría, y nunca abandonaron a las masas.
Trotsky, que tardó también su tiempo en asimilar el método de Lenin, se refería de este modo al carácter del Partido Bolchevique:
“Para comprender las dos tendencias principales en que se escinde la case obrera rusa, conviene no olvidar que el menchevismo cobra su forma definida durante los años de reacción y reflujo, apoyado principalmente en el reducido sector de obreros que habían roto con la revolución [de 1905], mientras que el bolchevismo, sañudamente perseguido durante el periodo de la reacción, resurge enseguida sobre la espuma de la nueva oleada revolucionaria en los años que preceden inmediatamente a la guerra: ‘Los elementos, las organizaciones y los hombres que rodean a Lenin son los más enérgicos, los más audaces y los más capacitados para la lucha sin desmayo, la resistencia y la organización permanentes’; así juzgaba el Departamento de policía [Ojrana] la labor de los bolcheviques durante los años que preceden a la guerra”.188
El pensamiento político de Lenin —y el Partido Bolchevique— se forjó a través de acontecimientos y una dura escuela de derrotas y victorias, rupturas y debates. Lenin abordó esta singladura en un libro escrito en abril de 1920 de cara al II Congreso de la Internacional Comunista, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, una brillante síntesis del programa, los métodos, la táctica y la estrategia que hicieron posible que el Partido Bolchevique transitara de una organización de cuadros a un partido de masas.
Los espartaquistas tenían grandes posibilidades para conquistar puntos de apoyo sólidos dentro del USPD, incluso en el SPD, donde existía un ala izquierda integrada por muchos delegados de fábrica de este partido en el Consejo Obrero de Berlín. La revolución alemana despertó la conciencia de millones de personas que hasta entonces habían estado apartadas de la política, soldados desmovilizados, elementos pequeño burgueses arruinados por la guerra, jóvenes parados…que volvieron sus ojos y sus esperanzas hacia la socialdemocracia, tanto al SPD como al USPD. Los líderes del SPD aprovecharon a fondo esa situación, y desde la posición a la que le habían elevado las masas, prometieron la paz, la democracia y la prosperidad, pero sin los sufrimientos ni la guerra civil que estaba proyectándose sobre Rusia. En un primer momento, muchos trabajadores creyeron en estas ideas, en la “unidad” y en la fraternidad entre “socialistas”. Pero los discursos de los socialpatriotas fueron chocando paulatinamente con una amplia capa de obreros que habían experimentado los rigores de la guerra, de la escasez, de los estados de excepción. Esa capa se iba ensanchando a medida que Ebert y los demás se echaban solícitamente sobre el regazo de los militares y la burguesía, y sus decisiones se convertían en jarros de agua fría sobre las expectativas creadas después del 9 de noviembre.
Estas eran ventajas potenciales, pero las filas espartaquistas seguían siendo débiles en las fábricas y en los sindicatos, donde el ala izquierda del USPD y los delegados revolucionarios seguían predominando. Para complicar la situación, la Liga se vio afectada con bastante virulencia por el virus de la impaciencia, del ultimatismo y del ultraizquierdismo.
Numerosos revolucionarios probados y entusiastas, que habían resistido en las peores condiciones la represión de la burguesía y del aparato socialdemócrata, que participaron valerosamente en los momentos más peligrosos de la insurrección de noviembre, poblaban la organización que dirigía Rosa Luxemburgo. Pero junto a estos hombres y mujeres, se situaban elementos jóvenes, sin experiencia política anterior en la mayoría de las veces, para los que la experiencia bolchevique se reducía a una sola cuestión: la lucha armada.
Este sector no sólo imponía su sello en las acciones callejeras, también condicionó las posiciones políticas de los espartaquistas en relación a la táctica y a las organizaciones de masas. Condenaban a los sindicatos como agencias de la burguesía, llamando a los obreros más avanzados a romper con ellos; apelaban constantemente a abandonar el USPD; y, por supuesto, a declarar la insurrección armada lo antes posible. Si estas capas se hubieran encontrado con una dirección marxista probada, con cuadros experimentados y educados a semejanza del bolchevismo, las tendencias izquierdistas podrían haberse neutralizado en gran medida, de igual manera que Lenin triunfo sobre las ideas oportunistas de Zinóviev, Kámenev y Stalin después de su llegada a Rusia en abril de 1917.
Pero muchos de estos jóvenes revolucionarios, y no tan jóvenes, sin el elemento corrector de una dirección bolchevique, renunciaron a la tarea de conquistar pacientemente a las masas; no se paraban a considerar seriamente las fases en las que la lucha se desenvolvía, y les preocupaba aún menos el proceso de toma de conciencia del conjunto de la clase. Se dejaban provocar fácilmente por la reacción y el aparato del SPD. Revelaban así una gran ignorancia política, que iba a tener consecuencias muy negativas. Lenin definía el ultraizquierdismo como el precio que las masas tienen que pagar por la traición de sus dirigentes reformistas; pero en los momentos decisivos, este tipo de tendencias se convierten en un obstáculo objetivo para el triunfo de la revolución.
Previendo las consecuencias de estas ideas, Rosa Luxemburgo trataba de imponer en la Liga Espartaquista una visión sobria de las tareas fundamentales del momento. Rechazó en numerosas ocasiones, incluso públicamente, los planteamientos de los sectores más aventureros de la Liga, y se desesperaba con la forma de actuar de Liebknecht, llevado siempre por el ímpetu revolucionario y el activismo más desenfrenado.
“Columnas enteras del pequeño Die Rote Fahne están dedicadas a convocatorias, llamadas para reuniones, mítines, manifestaciones, desfiles de soldados, de parados, desertores o soldados de permiso” señala Pierre Broué. “Pero estas manifestaciones, de las que el núcleo espartaquista no tiene la fuerza, ni el deseo de controlar, son a menudo ocasión, para elementos dudosos que arrastran consigo, de vigilancia e incidentes inútiles e incluso perjudiciales. Los responsables comprenden el peligro que constituye, para la imagen que quieren dar a su movimiento, la acción intempestiva de estos elementos, a menudo extraños al proletariado industrial vinculado a los espartaquistas. En Die Rote Fahne, Rosa Luxemburgo admite el peligro que crean las iniciativas de los desclasados, que son legiones en la capital: ‘Desfiguran conscientemente y sabiendo muy bien lo que hacen nuestros fines socialistas, y buscan desviarlos hacia una aventura de lumpen-proletarios desorientando a las masas”.189
Rosa Luxemburgo era más consciente de la imperiosa necesidad de organizar la Liga Espartaquista, dotarla de consistencia política, preparar la conquista del poder con las tácticas y los métodos que habían utilizado los bolcheviques. En las semanas turbulentas que se sucedieron desde el Congreso de los Consejos a mediados de diciembre, Rosa observaba con otra óptica la experiencia del bolchevismo. Por su contacto con el movimiento real, Rosa Luxemburgo había abandonado su pasada hostilidad al modelo de partido de Lenin, apreciando las fortalezas del bolchevismo como organización revolucionaria, y aunque su libertad de pensamiento y su espíritu crítico permanecían inalterables, no hay duda de que cada día se identificaba más con su obra.
Diciembre
La alianza entre el Estado Mayor y Ebert, cada vez más descarnada, produjo también otros efectos. Primero, la vanguardia de la clase obrera berlinesa, y más tarde secciones enteras de los trabajadores de la capital, fueron comprendiendo la amenaza que esta alianza representaba para la revolución. Una evidencia que se abría paso también entre los soldados de la guarnición que cuidaba la capital, cada vez más favorables a la propaganda revolucionaria. Las tropas berlinesas comenzaron a mostrar sus dudas, primero tímidamente, después más abiertamente, en actitud de franco rechazo a las exigencias y requerimientos de la coalición burguesía-socialdemocracia-oficialidad.
De las fuerzas militares presentes en la capital para esas fechas, la División de la Marina Popular (Volksmarinedivision), se convirtió en la verdadera guardia de la revolución. Su núcleo estaba formado por unos cientos de marineros que habían llegado desde Kiel tras la insurrección; a ellos se habían unido otros miles más que el socialdemócrata Wels había hecho venir expresamente desde la ciudad báltica el 12 de noviembre. Es decir, entorno a tres mil hombres de élite, que habían tomado el Castillo del Berliner Schloss donde establecieron su cuartel general. Esta tropa fue el orgullo de Ebert y la comandancia berlinesa en las primeras semanas de la revolución. Pero el intentó de implicarlas en el golpe del 6 de diciembre urdido por Ebert y Groener y la radicalización creciente de los obreros, había cambiado su psicología. Desde mediados de diciembre, el socialdemócrata Wels, nombrado comandante de la ciudad, trabajaba arduamente por su disolución.
En este punto no esta de más recordar que, en Petrogrado, las fuerzas del Comité Militar Revolucionario dirigidas por Trotsky también se formaron a partir de las tropas de la guarnición de la ciudad más los efectivos de la guardia roja. La burguesía alemana, Ebert y los militares no podían permitir que se repitiera la historia, y reaccionaron inmediatamente desatando una campaña estruendosa contra la División de la Marina, a la que acusaron de estar controlada por la Liga Espartaquista. Una vez que los jefes socialpatriotas comprendieron que con las calumnias no era suficiente, urdieron una provocación en toda regla. Para forzar su disolución, Wels decidió presionar a los marinos negándose a pagar sus sueldos. Comenzaban así los enfrentamientos armados de la semana de Navidad.
Durante todos esos días los representantes de los marineros negociaron con el comandante socialdemócrata. Exigieron su sueldo, pero Wels les conminó a que antes abandonaran el Castillo (Berliner Schloss) donde habían establecido su cuartel general, a lo que los marineros respondieron reclamando otro establecimiento donde instalarse. Obviamente era una estratagema para privarles de un lugar donde continuar como División. Las negociaciones se estancaron y los marineros finalmente perdieron la paciencia.
Así, el 23 de diciembre, al mediodía, sus portavoces se dirigieron directamente a la Cancillería donde se encontraron con un espectáculo muy ilustrativo: los comisarios del pueblo, el gobierno de “unidad socialista” formado el 10 de noviembre, estaba completamente escindido. Los ministros del USPD les acogieron con simpatía y los del SPD con abierta hostilidad. Estos últimos les despacharon con desden: para recibir la paga debían evacuar el Castillo. Los representantes de la división volvieron a las cuatro de la tarde con las llaves del recinto, pero esta vez escoltados por una guardia armada de los marinos. Cuando los representante de la División entregaron las llaves al comisario del pueblo Emil Barth, del USPD, éste telefoneó a Wels para informarle de que el acuerdo había sido cumplido por parte de los marinos y que debía pagarles el salario adeudado. Pero Wels se negó alegando orgullosamente que sólo recibía órdenes de Ebert. Cuando los marineros se dirigieron al despacho de Ebert, el jefe del gobierno se negó recibirlos. Sus secretarios pusieron como excusa que no se encontraba allí.
Las maniobras cobardes de los jefes socialdemócratas provocaron el estallido. Los marineros “bloquearon todas las salidas de la Cancillería, ocuparon las centrales de teléfonos y cortaron los cables telefónicos. Los comisarios del pueblo quedaron así bajo arresto domiciliario. Si hubiesen querido, los marineros podían haber apresado al gobierno, podían haber arrestado a los comisarios del pueblo y podían haberlos fusilado”.190
Mientras esto ocurría en la Cancillería, las noticias llegaban a la División, y otro grupo de marineros armados, mucho más numeroso, se dirigió a la Comandancia. En el enfrentamiento con la guardia que la custodiaba se produjeron tres muertos entre los marineros por los disparos de un tanque. Inmediatamente los efectivos de la División atacaron el edificio y arrestaron a Wels. En poco más de una hora, los marineros habían detenido a los comisarios del pueblo y al comandante militar de Berlín. El balance de fuerzas no era tan favorable para la reacción, para los militares y sus aliados socialdemócratas como se creían. Sus victorias en el Congreso de los Consejos y sus posiciones institucionales podían aparentar una fortaleza incuestionable, pero una parte del poder real estaba fuera de su control. La revolución alemana se decidiría en el curso de la lucha, y esta iba adoptando los contornos de una guerra abierta.
Fueron momentos muy comprometidos para Ebert y sus comisarios-ministros. Gracias a la comunicación que mantenía el canciller con el Estado Mayor a través de una línea de teléfono directa y secreta, que no pasaba por la central ocupada por los marineros y que ya había sido utilizada en numerosas ocasiones para sus conversaciones con el general Groener, Ebert pudo pedir socorro al mayor Kart von Schleicher, que movilizó inmediatamente las tropas de Postdam y Babelsberg. Unos ochocientos hombres con un par de baterías de campaña, restos de las diez divisiones que se habían disuelto tras los intentos de imponer el orden en Berlín entre el 10 y el 15 de diciembre, se desplazaron inmediatamente. Por su parte, los marineros contaban con unos mil hombres, pero sólo disponían de ametralladoras y fusiles. Hacia las ocho de la tarde del 23, las tropas de ambos bandos se encontraron en los alrededores de la Cancillería. En medio de una fuerte tensión y tras un contacto entre los responsables de ambas fuerzas en el despacho de Ebert, las tropas se retiraron.
Aunque aparentemente quedaba descartado el derramamiento de sangre, Ebert ordenó a las tropas desplazadas desde Postdam y Babelsberg atacar a los marineros al día siguiente a la mañana. Según diferentes fuentes, en la decisión de Ebert también ayudó las exigencias del general Groener, que en conversación telefónica con el canciller le conminó a aplastar a los marineros. El objetivo era liquidar uno de los apoyos militares más importantes con los que los revolucionarios contaban en la capital.
A las ocho de la mañana las descargas de los cañones atronaron con estrépito: comenzaba la ofensiva contra los marineros. Una parte de las masas berlinesas, mujeres y niños incluidos, tomó partido activo por los marineros a los que defendieron en las calles y como parapeto en los combates. La audacia de los trabajadores desmoralizó a las tropas que obedecían a Ebert. Según iba transcurriendo la mañana del 24, los marineros pasaron a la ofensiva y muchos soldados se les unieron junto a trabajadores armados. Hacia las 12 del mediodía, los marineros habían logrado una gran victoria, mantuvieron sus posiciones y regresaron victoriosos a sus cuarteles.
Una vez que las tropas habían abandonado sus posiciones replegándose del campo de batalla, el desconcierto y la zozobra dominaban el ambiente del Cuartel General, instalado en Kassel, y en la Cancillería de Berlín. Las tropas movilizadas no sólo habían fracasado, sino que en la lucha acusaron la presión de las masas que confraternizaron con ellas. Esos soldados habían dejado de ser seguros, como reconoció el mayor Von Harbou, en el siguiente telegrama enviado a Kassel: “Las tropas del general Lequis han dejado de ser operativas. No veo ningún modo de proteger al gobierno con los medios actuales. El resultado del enfrentamiento de hoy puede resultar catastrófico para el gobierno. Las tropas bajo el mando de Lequis, a mi modo de ver, ya no pueden llevar a cabo la misión. Recomiendo su disolución”.191 El general Lequis era el comandante en jefe de las diez divisiones que habían entrado en Berlín catorce días antes.
Ebert temía que el avance de los marinos pusiera en serio peligro su propia integridad física y, que aprovechando su victoria, las fuerzas revolucionarias continuasen con la ofensiva atacando la Cancillería y deteniendo al gobierno. Varios testigos, según relata Haffner, comentaron que esa noche el canciller tuvo un comportamiento poco ejemplar:
“Ebert presa del pánico, había insistido en abandonar Berlín con todo el gobierno para dirigirse a alguna provincia más tranquila (…) ‘Sencillamente-así-no-se puede-seguir —repitió en varias ocasiones con un énfasis casi histérico—, así-sencillamente-no-se-puede-gobernar”.192
Nada de eso sucedió. La revolución carecía todavía de una dirección a la altura y dejó pasar una oportunidad de oro. No había ninguna táctica, ni consignas, ni una estrategia sería para apoderarse del poder, pero era evidente que las fuerzas que se inclinaban hacia una salida revolucionaria crecían por momentos. Liebknecht estuvo toda la noche preparando un número de Die Rote Fahne que saldría al día siguiente con un gran titular: “Las navidades sangrientas de Ebert”. Pero como señala Haffner, “los socialdemócratas independientes, encabezados por el melancólico Haase, sólo veían una cosa. Debían abandonar el gobierno”.
En esos momentos de vacilaciones, la completa desorientación de los líderes del USPD y su parálisis política —sólo veían como deshacerse de sus cargos ministeriales para no aparecer ante las masas como cómplices de Ebert—, dejo el terreno a los derechistas para afianzar su posición. El 29 los comisarios del pueblo del USPD renunciaron, y el 30 de diciembre Ebert ya los había sustituido por dos colegas de confianza: Wisesell y Noske. De esta manera, “la unidad socialista proclamada siete semanas antes fue enterrada sin disimulo y con gran éxito”.193 La proclama emitida por el gobierno con motivo de esta buena nueva era clara: “Ahora tenemos la posibilidad de empezar a trabajar en beneficio del pueblo ¡Calma y seguridad!”. La palabra revolución ya no aparecía en la misma, e iba firmada por “el gobierno del Reich”: se había suprimido la expresión “Consejo de Comisarios del Pueblo.”
Radicalización
El primer combate militar entre las fuerzas de la revolución y la contrarrevolución se había saldado con la victoria de las primeras, pero ese triunfo fue desaprovechado para continuar la ofensiva y no dar respiro al enemigo.
Frente a la actitud conciliadora y disolvente de los jefes centristas del USPD, una Rosa Luxemburgo enérgica y desafiante levantó la bandera de la continuidad revolucionaria. Acostumbrada a lidiar con Kautsky, a polemizar con los jefes del SPD y de los sindicatos, endurecida por sus años en la cárcel, conocía perfectamente la pasta de la que estaban hechos los centristas y los desenmascaró, no con epítetos estruendosos, sino orientando todas sus energías a lograr la movilización revolucionaria de sus bases.
Para forjar un auténtico Partido Comunista de masas en Alemania, tal como le reclamaban Radek y otros delegados bolcheviques, Rosa estaba convencida que era fundamental ganar a los militantes del USPD y de los delegados revolucionarios de Berlín, que giraban a la izquierda a marchas forzadas. Con esa perspectiva, Rosa Luxemburgo y la dirección espartaquista lanzaron una intensa campaña, desde finales de noviembre, por la convocatoria de un congreso extraordinario del USPD.
Cuando la dirección encabezada por Haase aceptó la convocatoria de la Asamblea Constituyente, respaldando un eje fundamental de la estrategia de Ebert, los espartaquistas estaban convencidos de que en un debate franco y abierto, en un congreso democrático, la mayoría de la militancia se pronunciaría contra esa política. Incluso la hipótesis de que los espartaquistas pudieran lograr una mayoría en el congreso no estaba en modo alguno descartada, y la mejor prueba de ello es que el aparato centrista se opuso con uñas y dientes a su celebración.
A mediados de diciembre, en la víspera del Congreso de los Consejos, se celebró una conferencia berlinesa del USPD para decidir sobre la propuesta de congreso extraordinario. La derecha del partido, con Haase a la cabeza, se opuso vehementemente y defendió la colaboración con el SPD en el gobierno, pero quedó en minoría. Finalmente la conferencia no se pronunció por el congreso y decidió que la preparación de las elecciones a la Asamblea Constituyente debería ser la tarea central. Pero la crítica interna crecía y se hacía cada vez más pública.
El partido estaba profundamente dividido entre una ala derecha mayoritaria en la dirección y entre los cargos públicos, que oscilaba abiertamente hacia los socialdemócratas de Ebert, y la izquierda, cada día más próxima, al menos en los hechos, a las tesis defendidas por Luxemburgo. Los espartaquistas también habían logrado atraerse la simpatía de muchos delegados revolucionarios en la exigencia de un congreso extraordinario.
Los síntomas de radicalización entre los delegados revolucionarios y los miembros del USPD se multiplicaban.
“Berlín da a los espartaquistas todavía más esperanzas”, escribe Pierre Broué; “sus militantes trabajan estrechamente unidos con los delegados revolucionarios y en varias ocasiones millares de trabajadores de las grandes empresas han sostenido mítines y manifestaciones espartaquistas y han aclamado a sus oradores, Liebknecht, Paul Levi, Pieck. El catorce de diciembre aparece casi una declaración de guerra civil en el partido independiente. Die Rote Fahne publica un proyecto de programa: ‘¿Qué quiere la Liga Spartakus?’, trabajo común de Levi y Rosa Luxemburgo. Mientras que Freiheit, bajo el título ‘Una táctica alemana para la revolución alemana’, ataca a bolcheviques y espartaquistas y hace de la convocatoria de la Constituyente la tarea revolucionaria del momento.”194
Existía un campo magnífico para construir una fuerte tendencia revolucionaria, pero algunos de los líderes espartaquistas más renombrados, especialmente Karl Liebknecht, pensaban que la enorme influencia de la Liga entre miles de trabajadores, soldados y jóvenes, como demostraban los mítines que celebraban en las plazas públicas, era más que suficiente para garantizar la victoria. Parecía que el punto del orden del día más importante era ante todo “acción, acción, acción”.
Verdaderamente los dirigentes de la Liga eran muy conocidos, maestros en la agitación y sus convocatorias de actos públicos y manifestaciones eran secundadas masivamente, lo que daba una gran sensación de potencia; pero, en realidad, su organización era muy limitada, sus raíces seguían siendo reducidas entre los obreros en las fábricas y sindicatos. En palabras de Paul Frölich:
“La liga no era más que una federación de grupos locales que existían en casi todas las ciudades importantes, pero no se podía considerar un partido.”195
Esta contradicción entre la influencia política y la organización real, entre las necesidades del momento y la impaciencia revolucionaria, fue cristalizando en la formación de dos líneas políticas enfrentadas dentro de la Liga. Rosa Luxemburgo, Paul Levi y Leo Jogiches opinaban que, provisionalmente, la burguesía dominaba la situación a través del SPD, como había demostrado el congreso de los Consejos de Obreros y Soldados. Este dominio temporal no quería ni mucho menos decir que la revolución estuviese sentenciada.
Rosa Luxemburgo, que en estas fechas destacó como la teórica mejor preparada de los comunistas alemanes, muy por encima del resto de sus compañeros de la dirección espartaquista, apelaba una y otra vez al ejemplo político y práctico del Partido Bolchevique. A los jóvenes que veían la lucha armada como la única opción posible en esos momentos, les explicaba cómo Lenin y Trotsky habían ganado el apoyo consciente y mayoritario de los trabajadores y los sóviets antes de lanzarse a la insurrección. Alertaba contra el peligro de aventurerismo izquierdista, y era clara en su apuesta por una intervención enérgica en la campaña electoral a la Asamblea constituyente. El 23 de diciembre público un artículo en Die Rote Fahne:
“Estamos ahora en medio de la revolución y la Asamblea Nacional es el bastión contrarrevolucionario que ha sido erigido contra el proletariado revolucionario. Hay, pues, que tomar esa fortaleza y arrasarla. Para movilizar a las masas en contra la Asamblea Nacional y para convocarlas a la más enérgica lucha hay que utilizar las elecciones y hay que utilizar la tribuna de la Asamblea Nacional (…) El deber de participación en la Asamblea Nacional nos obliga a denunciar en voz alta y sin contemplaciones todas las intrigas y enredos de la estimada corporación, a desenmascarar, paso a paso, su obra contrarrevolucionaria ante las masas y a convocar a las masas para que intervengan y decidan.”196
Rosa Luxemburgo y Jogiches veían también los peligros que entrañaba una proclamación prematura, sin la necesaria preparación, del Partido Comunista Alemán. Eran partidarios de agotar todas las posibilidades de trabajo en el seno del USPD. En este aspecto chocaron abiertamente con Radek, delegado de los bolcheviques en Berlín y que presionaba en esa dirección insistentemente.
En cualquier caso, la decisión de fundar el Partido Comunista, en los momentos en que la revolución se precipitaba hacia un choque decisivo, no habría impedido ganar a una mayoría de los militantes de base del USPD y de los delegados revolucionarios. No se trataba de una cuestión formal. El problema al que se enfrentó Rosa Luxemburgo, y más tarde Lenin y Trotsky una vez establecida la Internacional Comunista, fue que la planta del izquierdismo había echado fuertes raíces entre sectores de los obreros y la juventud revolucionaria. Y esto se explica por la impaciencia e inexperiencia de muchos militantes, pero sobre todo por la traición de la socialdemocracia oficial, su capitulación ante la burguesía alemana en los años de la Guerra Mundial, y el frente único que había trabado con los militares prusianos.
Frente al núcleo dirigente de la Liga Espartaquista se situaban los jóvenes militantes y la Liga de Soldados Rojos, fundada el 15 de noviembre. Con una experiencia política más limitada, eran inconmovibles en su exigencia de la ruptura inmediata con el USPD y la proclamación del Partido Comunista; en el boicot a la Asamblea Constituyente, la salida de los sindicatos y la preparación inminente de la insurrección armada. No eran aspectos secundarios para el futuro de la revolución. Los izquierdistas de fuera de la Liga, como los grupos que ya existían en Bremen, insistían también en proclamar lo antes posible el Partido Comunista. El 23 de noviembre decidieron la formación de los Comunistas Internacionalistas de Alemania (IKD), y rápidamente atrajeron a otros grupos menores de Hamburgo y Berlín.
De las dos tendencias que se dibujaron en la Liga Espartaquista, la de Rosa Luxemburgo estaba en franca minoría.
El peligro de las aventuras ultraizquierdistas, de acciones militares aisladas que fueran utilizadas como excusas para descargar un golpe fatídico sobre los revolucionarios, planeaba en aquellos días. La escalada de provocaciones de la reacción y la respuesta incansable de los trabajadores se sucedieron sin solución de continuidad en el mes de diciembre. Ambos campos medían sus fuerzas no sólo en el terreno dialéctico, sino en la lucha en las calles. En pocos días se produjeron una sucesión de combates y revueltas. En muchos de estos encuentros armados los elementos más impacientes del ala revolucionaria pusieron su sello. Aunque pensaban honestamente que la ofensiva era la única forma de ganar la revolución, algunas acciones dieron argumentos a Ebert y sus aliados.
Una de ellas fue la ocupación del edificio del Vorwärts, el periódico del SPD, por grupos de militantes espartaquistas y miembros de la Liga de los Soldados Rojos. Seguros de su éxito, los izquierdistas empezaron a editar el Vorwärts Rojo, pero su entusiasmo no contó con el apoyo de Rosa Luxemburgo. Ella sabía que la reacción y el aparato socialdemócrata utilizarían la ocupación como pretexto para justificar su campaña de calumnias y provocaciones contra los espartaquistas. Las medidas aisladas de una minoría, por muy revolucionarias que aparentasen ser, no era lo que se necesitaba.
También eran de este parecer muchos de los delegados revolucionarios más conectados con la masa obrera berlinesa.
“El veintiséis de diciembre una asamblea general de delegados revolucionarios y de hombres de confianza de las grandes empresas hace el balance de Navidad. Afirmando que comprende el rencor de los obreros revolucionarios, que han querido recuperar el Vorwärts robado a los proletariados por los jefes militares en 1916, la resolución adoptada declara inoportuna la iniciativa de los ocupantes del Vorwärts y se pronuncia por la evacuación del edificio. Firmada por Scholze, Nowakowski y Paul Weyer es publicada en Die Rote Fahne”.197
El Partido Comunista de Alemania (KPD)
Entre las masas alemanas existía una gran simpatía hacia las consignas democráticas y a todo lo que se pudiera identificar con libertades políticas. Era necesario, por tanto, que los trabajadores hicieran la experiencia de lo que realmente significaba el gobierno socialdemócrata, que se convenciesen de que garantizar los derechos democráticos y acabar con la miseria, el desempleo, defender los trabajos, los salarios y la vivienda, llevaba a una ruptura con el régimen capitalista. Esta experiencia necesaria no significaba que se dejase pasar los acontecimientos pasivamente desde las filas revolucionarias. Todo lo contrario, requería de una intervención audaz, impulsando la acción en todas sus formas, empezando por las luchas económicas tan necesarias y que jugaron un papel tan importante en la revolución rusa. Organizando el partido revolucionario, explicando pacientemente y evitando aquellas provocaciones de la reacción que pudieran aislar a los revolucionarios o, peor aún, colocarlos indefensos ante la represión, la Liga Espartaquista podría ganar a la vanguardia obrera y a partir de este punto dar el salto para conquistar a las masas.
En el proceso preparatorio de la fundación del Partido Comunista Alemán (KPD), Karl Radek, delegado bolchevique en Alemania, mantuvo frecuentes entrevistas con Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Jogiches y Paul Levi. Muchas de las viejas querencias políticas y personales que existían entre Radek y Luxemburgo se esfumaron y se abrió paso a una relación más fraternal.
Radek también se entrevistó en varias ocasiones con los dirigentes de los IKD (el grupo de los comunistas internacionalistas, con base en Bremen), reuniones en las que afloraron críticas muy duras contra Rosa Luxemburgo por haberse mantenido dentro del USPD. En la conferencia que realizó ese agrupamiento del 15 al 17 de diciembre, se logró el acuerdo de la unificación con los espartaquistas, pero orillando los debates más escabrosos respecto a la postura del boicot a la constituyente, que la mayoría de los IKD mantendrán con fuerza, o la salida de los sindicatos. Paul Frölich, el futuro biógrafo de Rosa Luxemburgo, fue elegido para representar a los comunistas de Bremen en el congreso de unificación.
En la dirección espartquista, las divergencias respecto a la unificación con los IKD, y respecto a la fundación del Partido Comunista surgieron una vez más. Pierre Broué escribe:
“Rosa Luxemburgo y Leo Jogiches parecen haber sido inicialmente opuestos a la fusión con los comunistas [de Bremen], e incluso Jogiches la ha combatido con vigor hasta el final. Piensa que es necesario permanecer en el seno del partido independiente hasta el próximo Congreso para arrastrar, aprovechando esa ocasión, a todos los elementos de izquierda que probablemente permanecerían en el partido, si los espartaquistas rompieran prematuramente con él. Clara Zetkin en 1921 dirá sobre ello: ‘Poco tiempo antes, yo había conversado con la camarada Luxemburgo. Esta, y aún más vigorosamente el camarada Jogiches, estimaban que a partir del Congreso del partido socialdemócrata independiente era el momento en el que debíamos romper con él y constituirnos en partido comunista”.198
Radek logró convencer finalmente a Rosa Luxemburgo de no esperar a la celebración del congreso del USPD, por otra parte muy incierto, para realizar la fundación del nuevo partido. Pero una vez resuelto este escollo surgió otro en torno al nombre que debería adoptar la nueva formación. Según Pierre Broué, recogiendo las informaciones de militantes de la época, Rosa Luxemburgo pretendía llamarlo socialista y no comunista, como una forma de mantener una ligazón con los militantes que permanecían en el USPD y ganarlos a la nueva Internacional que se estaba fraguando alrededor del Partido Bolchevique. Rosa Luxemburgo perdió la votación sobre este asunto, cuatro contra tres, en la comisión central de la Liga. En una conferencia celebrada el 29 de diciembre, coincidiendo con el abandono de los miembros del USPD del Consejo de Comisarios del Pueblo, la Liga Espartaquista aprobó la fundación el Partido Comunista.
En este contexto de dudas y discrepancias dio comienzo el congreso, reunido en Berlín el 30 de diciembre de 1918. En las sesiones estaban representados 83 delegados espartaquistas y 29 de los IKD de Bremen. La histórica reunión no podía dejar de reflejar la atmósfera que recorría la capital tras los enfrentamientos armados de navidad:
“El aire de Berlín (...) estaba lleno de tensión revolucionaria (...) No había nadie que no tuviese el presentimiento que en el inmediato porvenir vería producirse de nuevo grandes manifestaciones y nuevas acciones. (...) Los delegados que representaban a estas masas, hasta entonces desorganizadas, venidas a nosotros durante la acción, y sólo por ésta y para ésta, no podían comprender en absoluto que una nueva acción, fácilmente previsible, podría terminar en un retroceso y no en una victoria. No se planteaban ni en sueños una táctica que permitiese un margen de maniobra en caso de retroceso.”199
En el congreso se presentaron diferentes informes y se tomaron resoluciones importantes sobre aspectos cruciales para la revolución.200 Las discusiones se dividieron en cinco grandes bloques:
· La necesidad del nuevo partido y la ruptura con el USPD, cuya presentación corrió a cargo de Liebknecht.
· A favor o en contra de la asamblea constituyente.
· La posición del Partido Comunista ante los sindicatos.
· El programa político del nuevo partido, a cargo de Rosa Luxemburgo.
· Discusión con los delegados revolucionarios.
En el primer informe dedicado a la ruptura con el USPD, Liebknecht denunció con dureza la actuación de la dirección centrista y su papel en el fortalecimiento del ala derecha de la socialdemocracia:
“A los miembros del SPD les incumbían principalmente dos funciones en el gabinete Scheidemann. En primer lugar, la de servir de ‘hoja de parra’ a la contrarrevolución, convirtiéndose así en sus comisionistas y auxiliares secretos. En efecto, el USPD ha facilitado cada una de las infamias del gobierno, cuando no las ha recubierto con su complicidad. La política de la mayoría ha seguido desde el principio una línea muy precisa: estabilizar la dominación burguesa salvaguardando la propiedad privada”.
Liebknecht realizó una descripción pormenorizada de la posición del USPD ante los principales acontecimientos del mes de noviembre y diciembre, hasta la salida de Haase y los demás comisarios del USPD del consejo de gobierno, para concluir: “…el proceso de descomposición del USPD se está haciendo también progresivo entre las masas. Las formaciones de base, fuera de las elecciones y en numerosos casos, marchan al lado de los mayoritarios y se mezclan organizativamente con ellos, siguiendo el ejemplo de Bernstein. En el fondo el USPD está ya muerto e incluso en estado de descomposición (…) En cuanto a nosotros, creemos que permanecer por más tiempo en el USPD equivaldría, en esta situación, a solidarizarse de hecho con la contrarrevolución….”.201
El tono, pero sobre todo el fondo de las ideas que planteó Liebknecht en su discurso, eran un buen ejemplo de su temperamento pero no de un análisis lo suficientemente comedido y riguroso. El USPD no estaba muerto, ni mucho menos, y las posibilidades de los comunistas para ganar a una mayoría de sus militantes no se habían agotado, como demostrarían los hechos posteriores.202
Después de la intervención de Liebknecht, que fue cerrada con una salva de aplausos, se propuso la moción para adoptar el nombre de Partido Comunista de Alemania, apoyada por la inmensa mayoría. Inmediatamente tomó la palabra Karl Radek que hizo una breve referencia a las extremas y difíciles condiciones en que se desenvolvía el poder de los sóviets en Rusia, y la enorme responsabilidad que confería a partir de ese momento al recién creado Partido Comunista. La intervención de Radek cosechó el entusiasmo de la sala, que aprobó una resolución dirigida a los comunistas rusos y al gobierno soviético:
“A la república rusa de los sóviets. El Congreso de la Liga Espartaquista, que en el día de hoy a decidido fundar el Partido Comunista de Alemania, envía a los camaradas rusos sus más sinceros saludos, deseando estar unidos a ellos en el combate común contra todos los enemigos de los oprimidos de todos los países. La seguridad de que en Rusia todos los corazones laten al unísono con los nuestros, nos proporciona fuerza y coraje para continuar en nuestra lucha. ¡Viva el socialismo! ¡Viva la revolución!”.203
Como era previsible, la polémica en torno a la participación o no en las elecciones a la Asamblea Constituyente centró el debate. El encargado de presentar la parte central del informe fue Paul Levi, en la tarde del 30 de diciembre. Su exposición fue bastante clara y realista: “La cuestión de la participación en las elecciones es ciertamente grave, pero también de una importancia decisiva para el desarrollo de nuestro movimiento durante los próximos meses (…) El proletariado es profundamente consciente de lo que puede significar la toma del poder, y de que ésta no es posible más que sobre la base del sistema de los consejos (…) Por el contrario, la Asamblea Nacional como idea está insertada entre las masas revolucionarias como una fortaleza edificada por la voluntad de la burguesía, en donde desean atrincherarse todas las variedades y especies de la actual sociedad, tanto los Ebert y los Stinnes, como los generales y subjefes a sus órdenes (…) En lo que a nosotros concierne, nos damos cuenta de todo ello, pero también que la vía del proletariado no puede pasar más que por encima del cadáver de la Asamblea Nacional.
“Es indudable que los representantes del proletariado se hallarán en minoría dentro de dicha Asamblea Nacional, y a pesar de todo ello nosotros os proponemos participar en las elecciones... (Tempestad de gritos de protesta e interrupciones.)... y también seguir luchando hasta el final con el encarnizamiento y la energía de que habéis dado prueba hasta el presente... (Más interrupciones y gritos de: ‘¡Eso es desperdiciar las fuerzas!’)”.204
El rechazo a viva voz de las posiciones defendidas por el núcleo dirigente de la Liga atronó por toda la sala del congreso. El espíritu ultraizquierdista dominaba a los delegados, incapaces de escuchar las reflexiones de los cuadros más experimentados y formados. Paul Levi actuaba en ese momento como el portavoz más cualificado de las ideas bolcheviques en el seno de los comunistas alemanes, pero sus esfuerzos fueron infructuosos para convencer a la audiencia.
“…Es en este punto donde yo creo que todos vosotros desconocéis por completo lo que se refiere a la situación histórica. En el curso de los últimos lustros, los representantes obreros se han encontrado en el parlamento y su actividad ha debido limitarse a la conquista de las ventajas mínimas para beneficiar a la clase obrera, pero esto ocurría porque no nos encontrábamos aún en un período revolucionario. Hoy no ocurriría lo mismo, por la sencilla razón de que hoy las masas obreras se hallan dispuestas a combatir y se sienten apoyadas desde fuera... (Vivas interrupciones y gritos de: “¡Por eso no tenemos necesidad de la Asamblea!”)
“Sin embargo, debemos prepararnos a luchar contra este nuevo bastión, y parece de razón hacerlo no solamente desde fuera, sino también desde su interior. La Asamblea Nacional será elegida y la pregunta es la siguiente: ¿qué podemos hacer nosotros contra ella? Podemos dispersarla, pero ¿qué se ganará con ello? El poder real de la burguesía sería dispersado, pero tal acción carecería de sentido si nosotros no podemos (como expresión de un poder unánime de la clase obrera) acceder inmediatamente al poder. Se trata por lo tanto, en un principio, de atraer hacia nosotros, por medio de una acción tan enérgica como intransigente, esas partes del proletariado que se encuentran aún lejos de nosotros, siendo por esta razón por la que debemos estar dentro del nuevo bastión construido por el capitalismo.
“En Rusia los bolcheviques también participaron en las elecciones, pero en cuanto la situación hubo evolucionado y la Asamblea Nacional fue sobrepasada, hicieron estallar los marcos. La participación en la Asamblea Nacional no es un síntoma de contrarrevolución, como creen muchos, siendo esta creencia una característica propia de ciertas concepciones políticas harto rudimentarias y escasamente profundas. En este sentido, es mucho más realista pensar que lo más probable es que la Asamblea Nacional domine durante algunos meses la vida política de Alemania, en cuyo caso nadie podrá impedir que incluso muchos de nuestros camaradas vuelvan sus miradas hacia ella. Para mantener despierto a todo el proletariado, y sobre todo a ciertos sectores indiferentes de las masas, nosotros debemos utilizar también la tribuna de la Asamblea Nacional” (Vivas oposiciones).”
Tras el discurso de Paul Levi se concedió alternativamente la palabra a los partidarios de la participación y a los defensores del boicot a la Asamblea Constituyente. Reseñaremos sólo dos intervenciones que muestran la profundidad de las discrepancias.
Otto Rühle (IKD), tomó la palabra en nombre de los partidarios del boicot:
“Hasta hace muy pocos días, yo tenía entendido que la idea de la participación en las elecciones no debía ni siquiera ser tratada, pues apenas acabamos de librarnos de un cadáver con el que estábamos cargados, y ahora resulta que ya estamos en trance de tener otro sobre nuestras espaldas. Levi dice que se trata de un mal impuesto por las circunstancias...Sí, tal vez, pero es que en 1914 los socialistas mayoritarios invocaron un argumento de estilo parecido. Ellos también estaban contra la guerra, pero una vez desencadenada ésta, no podían rechazar los créditos necesarios para su subsistencia. En la actualidad, nuestra participación sería interpretada como una aprobación de principio con respecto a todo lo que supone la Asamblea Nacional. Una decisión en favor de las elecciones no sólo sería censurable, sino que equivaldría a un suicidio, puesto que no haríamos más que ayudar a evitar la revolución en la calle, llevándola al parlamento. Para nosotros no puede haber más que una tarea y esta tarea es la del reforzamiento del poder de los consejos obreros y de los soldados porque, si se desea verdaderamente eliminar la Asamblea Nacional de Berlín en favor de las masas, es evidente que entonces nosotros tendremos que constituir un nuevo poder en la capital (Repetidas aclamaciones)”.205 Intentando refutar los argumentos de Levi, Otto Rühle proclama: “Nosotros tenemos ahora otras tribunas. La calle es la tribuna grandiosa que hemos conquistado y que ya no abandonaremos, aunque se dispare sobre nosotros”.206
En defensa de la participación en las elecciones a la Asamblea Constituyente, Rosa Luxemburgo también tomó la palabra. Para dar fuerza política a su argumentación, Rosa puso como ejemplo la experiencia bolchevique:
“Todos comprendemos y estimamos los motivos que os hacen combatir a la Central [denominación del grupo dirigente de la Liga], y aún así debo reconocer que la alegría que yo acabo de experimentar hace unos momentos no está limpia de una cierta amargura. En la fuerza tempestuosa que nos empuja hacia adelante, creo que no debemos abandonar la calma y la reflexión. Por ejemplo, el caso de Rusia no puede ser citado aquí como un argumento contra la participación en las elecciones, pues allí, cuando la Asamblea Nacional fue disuelta, nuestros camaradas rusos tenían ya un gobierno encabezado por Trotsky y Lenin [el subrayado es nuestro]. Nosotros, en cambio, estamos aún en los Ebert-Scheidemann. El proletariado ruso tenía detrás de sí una larga historia de luchas revolucionarias, mientras que nosotros nos encontramos en el comienzo de la revolución, no teniendo detrás nuestro más que la insignificante semi-revolución del 9 de noviembre.
“En mi opinión, lo que nosotros debemos hacer es plantearnos la siguiente alternativa: ¿Qué camino es el más seguro para conseguir educar a las masas? El optimismo del camarada Rühle es ciertamente muy hermoso, pero la realidad es que no estamos aún tan avanzados para convertirlo en un hecho histórico. Lo que yo veo hasta el momento entre nosotros es la inmadurez de las masas llamadas a derrocar la Asamblea Nacional. El arma con la que el enemigo piensa combatirnos debemos volverla contra él. Por otra parte, teméis las consecuencias de las elecciones y por otra creéis posible abolir la Asamblea Nacional en quince días. La acción directa es seguramente más simple, pero nuestra táctica es justa, en el sentido de que cuenta con un largo camino a recorrer. La acción esencial, desde luego, corresponde a la calle y esta debe tender en consecuencia al triunfo del proletariado. Pero nosotros entendemos que, previamente y para el apoyo de esa lucha, se hace preciso que conquistemos la tribuna de la Asamblea Nacional (Débiles aplausos.).”207
Después de numerosas intervenciones, la votación final indicó una opinión claramente mayoritaria: 62 votos en contra de la participación en las elecciones a la Asamblea Constituyente, y por tanto a favor del boicot, y 23 a favor de la participación. En ese momento, los representantes de los IKD anunciaron su decisión de integrarse en el KPD.
Las mismas divergencias volvieron a reproducirse respecto a la cuestión sindical, con posiciones ultraizquierdistas muy erróneas que fueron combatidas con poco éxito por Rosa Luxemburgo. El portavoz más destacado de la postura que abogaba por salir de los sindicatos fue Paul Frölich:
“La actitud de los dirigentes sindicales viene del hecho de que estos señores no desean una socialización efectiva, ya que ésta les privaría de los puestos oficiales que ahora ocupan. Por otra parte, saben también perfectamente que las actuales reivindicaciones de los obreros pueden llegar hasta hacer que peligre la misma existencia del capitalismo. Los camaradas de Hamburgo saben por experiencia que en la actualidad es prácticamente imposible atacar al capitalismo por medio de los sindicatos. Esta situación hace pensar que, en principio, la separación de los obreros en organizaciones políticas y en organizaciones sindicales es hoy absolutamente ineficaz. Para nosotros, revolucionarios, no puede haber más que una consigna, que es la de gritar: ¡Fuera los sindicatos! Ahora bien, ¿por qué reemplazarlos?... En Hamburgo hemos formado organizaciones unitarias (einheitliche), mientras que nuestros camaradas forman la base en los grupos de empresa”.
Rosa Luxemburgo, cerró el debate con la siguiente respuesta:
“Por mi parte, no lamento que una discusión sobre los sindicatos se haya desarrollado aquí, tal como viene sucediendo, sino todo lo contrario, pues apruebo de todo corazón esta tentativa de profundizar en una cuestión tan decisiva. Alemania es el único país que, debido a la infame actitud de los sindicatos, no ha podido vivir una posguerra marcada por las correspondientes luchas económicas propias de tal situación. Aun cuando los sindicatos no tuvieran conciencia de esta responsabilidad, serían culpables y merecedores de la pena de su desaparición. De hecho, no son ya organizaciones obreras, sino los más sólidos y solícitos protectores del Estado y de la sociedad burguesa. Como consecuencia de todo ello, es evidente que la lucha para la socialización no podrá ser impulsada hacia adelante sin tender hacia la liquidación de los sindicatos. Al parecer, estamos todos de acuerdo sobre este punto. Donde difieren nuestras opiniones es en lo que se refiere al camino a seguir. A este respecto, yo estimo errónea la proposición de los camaradas de Hamburgo, referente a la formación de organizaciones únicas económico-políticas (cinheitsorganisation), ya que a mi entender las tareas de los sindicatos tan sólo pueden ser retomadas de una forma revolucionaria por los consejos de obreros, de soldados y de fábricas. Por otra parte, no debemos olvidar que la liquidación de los sindicatos acarreará nuevos problemas, cuyas soluciones deberán ser estudiadas a fondo y resueltas de manera decisiva. Yo propongo, por tanto, enviar a la comisión encargada de las cuestiones económicas las proposiciones expuestas por los diversos camaradas que han tomado la palabra, y que dicha comisión someta sus conclusiones a los miembros del congreso, a fin de que éstos puedan tomar una posición con el mayor número de garantías posible”.208
Seguramente considerando el ambiente de la sala, Rosa intentó posponer para mejores momentos lo que era sin duda una polémica de principios respecto a los sindicatos. No era de extrañar que aquellos que reclamaban el boicot de la Asamblea Constituyente mantuviesen esa posición respecto a las organizaciones sindicales de masas. Si dices a, tienes que decir b, c y así hasta completar el abecedario. Pero esas posturas eran completamente ajenas al bolchevismo y fueron implacablemente combatidas en los años heroicos de la Internacional Comunista.209
Las divergencias políticas se reflejaron en todos los terrenos y recorrieron todos los debates, pero cuando adquirieron una dimensión más surrealista fue con la presentación, por parte de Rosa Luxemburgo, del programa político y las tareas del Partido Comunista de Alemania.
El discurso, que se prolongó por tres cuartos de hora, se inició con una defensa cerrada de las ideas de Marx y Engels, y un tributo al pensamiento revolucionario de los fundadores del socialismo científico. Haciendo una profunda descripción de las diferentes fases que había atravesado hasta el momento la revolución alemana, eleva la actuación bolchevique como guía para la acción del KPD. Rosa Luxemburgo explicó la realidad de la situación: la revolución alemana no estaba aún madura para la insurrección, la experiencia política de las masas no había avanzado aún lo suficiente para derribar la Asamblea Constituyente. También mostró las contradicciones en las que incurrían los partidarios del boicot: por una parte temían los resultados de las elecciones, y por otra creían que las masas estaban lo suficientemente preparadas para dar la espalda a la Asamblea Constituyente.
Las ideas plasmadas en el que será su último discurso programático antes de su asesinato son, por su contenido, estilo y audacia, perfectamente asimilables a las de Lenin y Trotsky. En abierta colisión con las tesis ultraizquierdistas sostenidas por la mayoría de los delegados, la ponencia de Rosa fue aprobada por unanimidad.
Volviendo sobre la posición de los bolcheviques en torno a la Asamblea Constituyente y la insurrección armada. La consigna a favor de la Asamblea Constituyente aparecía dentro de su programa al inicio de la revolución, inmediatamente después del levantamiento de febrero. Pero no era la única y ni mucho menos la más importante. En realidad, la agitación de los bolcheviques se basó en tres ideas: ¡Paz, pan y tierra! ¡Ruptura con los ministros burgueses!, ¡Todo el poder a los sóviets! Cuando fue obvio que los elementos reformistas y sus amos capitalistas no estaban dispuestos a convocar ninguna Asamblea Constituyente, que su intención era continuar la guerra imperialista, y que las reformas prometidas quedaban aplazadas en beneficio de los especuladores, los industriales y los terratenientes; cuando quedó en evidencia que las fuerzas combinadas de la socialdemocracia derechista y la casta militar rusa pretendían imponer una dictadura bonapartista, las masas comprendieron la validez de esas consignas.
¿Cuándo plantearon Lenin y Trotsky la insurrección armada? Cuando las tres cuartas partes de la revolución estaba ya coronada por el éxito. Cuando los bolcheviques contaban con la mayoría obrera en los sóviets fundamentales, tenían el apoyo consciente de una parte mayoritaria de las tropas de Petrogrado, Moscú y otras capitales, y el campesinado se había levantado contra los grandes propietarios. Perder la iniciativa entonces, teorizando sobre el “carácter burgués” de la revolución rusa como hicieron Zinóviev o Kámenev, hubiera conducido a una derrota inevitable. Ese era el temor de Lenin, expresado con pasión en sus escritos del mes de septiembre y octubre de 1917.210
En enero de 1918 la Asamblea Constituyente fue utilizada en Rusia por los terratenientes, los capitalistas, los mencheviques y eseristas, los generales blancos… como vehículo de la contrarrevolución para aplastar al gobierno obrero ya constituido. No había ninguna razón para no dejar a un lado una Asamblea Constituyente que en la conciencia de la inmensa mayoría de los trabajadores y campesinos rusos aparecía como una reminiscencia de un pasado ya barrido. Cuando los guardias rojos disolvieron la asamblea Constituyente, nadie levantó un dedo para defenderla, salvo los capitalistas y los generales blancos rusos, sus aliados imperialistas y, como no, Kautsky, Ebert y los líderes de la Segunda Internacional socialpatriota.
Para formar a los jóvenes cuadros, Lenin insistía que “la táctica debe basarse en una apreciación estricta y sobria de todas las fuerzas de clase... es muy fácil demostrar el temperamento revolucionario de una vez, simplemente lanzando insultos contra el oportunismo”. Lenin jamás perdía el sentido de la proporción: la propaganda y las consignas del partido de la revolución debían partir del estado concreto de la conciencia de la clase obrera, y de su previsible evolución: “...No debemos condenar lo que para nosotros es obsoleto como algo que es obsoleto para la clase”.
En Rusia, Alemania o en cualquier país en revolución, pretender superar las ilusiones de las masas negándolas, sólo podía conducir a la impotencia. Lo que se hacía prioritario era demostrar positivamente en la acción la corrección de las ideas revolucionarias, algo que se conseguiría a través de acontecimientos, de una intervención enérgica en ellos, y de la organización consciente. Si los espartaquistas hubieran adoptado una línea bolchevique tendrían que haber planteado en su horizonte inmediato las mismas tareas que Lenin propuso a su llegada a Rusia, y que en el caso alemán se concretaban en: ninguna confianza en el gobierno provisional (léase gobierno del SPD); explicar pacientemente la línea proletaria y criticar la política de colaboración de clases; fortalecer los consejos de obreros y soldados como órganos de la revolución socialista, desarrollar la agitación y la propaganda en los sindicatos y la base de USPD e impulsar la lucha huelguística; participar activamente en la campaña electoral a la Asamblea Constituyente defendiendo el programa comunista; nada de impaciencia y aventuras ultraizquierdistas, ¡organizar, organizar y organizar!
Aunque muchos fueron conmovidos por las palabras de Rosa Luxemburgo, y el congreso de fundación del KPD contó con momentos brillantes y vibrantes, los errores de cariz izquierdista no dejaron de sucederse. Las conclusiones respecto al modelo de organización partidaria fueron muy pobres. La estructura del recién fundado Partido Comunista siguió siendo igual de difusa que en la vieja Liga Espartaquista, manteniéndose una abierta hostilidad a la centralización, precisamente en un momento revolucionario donde las decisiones tácticas debían ser ejecutadas con premura y disciplina.
Uno de los resultados más negativos del congreso, sumados a los anteriores, lo constituyó el fracaso de las conversaciones tendentes a la fusión con los delegados revolucionarios, la vanguardia del proletariado berlinés. Estos militantes eran fundamentales para transformar el naciente Partido Comunista en una organización de masas, o por lo menos, iniciar esta transformación. En los debates mantenidos pronto surgieron los escollos, principalmente cuando los delegados revolucionarios exigieron el abandono de la política de boicot por parte de la Liga, y que se renunciara a las acciones aventureras y pustchistas, como la toma del Vorwärts. También solicitaron una comisión paritaria y representativa para elaborar el programa político de la nueva formación, que la misma estructura se extendiera a la redacción del periódico (Die Rote Fahne), y a todo lo que tuviera que ver con la elaboración de octavillas, panfletos, comunicados, etc.
Las condiciones eran perfectamente aceptables y habrían acercado a la flor y nata de la vanguardia proletaria al recién constituido Partido Comunista. Pero la ceguera sectaria y ultimatista de muchos de los delegados del congreso prevaleció, y todas estas proposiciones fueron rechazadas como si se tratase de una imposición inaceptable.
La fundación del Partido Comunista de Alemania representó, pese a todo, un acontecimiento de trascendencia histórica. Lenin saludó la constitución del KPD con entusiasmo, a pesar de desconocer los debates que habían tenido lugar, de las posiciones enfrentadas, y el tono ultraizquierdista de las conclusiones prácticas. En su Carta a los obreros de Europa y América afirmaría:
“Cuando la Liga Spartakus alemana, conducida por estos jefes ilustres, conocidos en todo el mundo, estos fieles partidarios de la clase obrera, que son Liebknecht, Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin, Franz Mehring, rompió definitivamente cualquier lazo con los socialistas como Scheidemann, cuando la Liga Spartakus se llamó Partido Comunista de Alemania, entonces la fundación de la Tercera Internacional, la Internacional Comunista, verdaderamente proletaria, verdaderamente internacionalista, verdaderamente revolucionaria, se convirtió en un hecho. Formalmente, esta fundación no se ha realizado, pero, en realidad, la Tercera Internacional existe desde ahora.”
El entusiasmo de Lenin contrastaba con la actitud circunspecta y dubitativa de otros, mucho más cercanos a la experiencia. No es extraño que en esas circunstancias Leo Jogiches se reafirmara en que la fundación del KPD había sido prematura. La opinión de Rosa Luxemburgo, reseñada por Paul Frölich, era bastante más optimista:
“Opinaba que un niño recién nacido grita y en una carta enviada a Clara Zetkin que estaba muy preocupada [con el congreso], manifestaba la convicción de que el joven Partido terminaría encontrando su camino incluso a través de las equivocaciones, porque reunía a lo mejor del proletariado alemán”.211
Enero
Apelando a la ley, al orden y a la seguridad, a una demagogia cínica que clamaba contra “una guerra civil entre hermanos”, los enemigos de la revolución de los consejos se movilizaron para ganar a su causa a los sectores de los trabajadores más atrasados o privilegiados (la aristocracia obrera que había sostenido a la socialdemocracia oficial); a la pequeña burguesía temerosa de las ciudades; a los mandos inferiores del ejército y a los soldados ligados a las áreas rurales; a los campesinos medianos y acomodados y a los comerciantes.
Gritando histéricamente contra los planes espartaquistas de imponer la “dictadura bolchevique”, la campaña de calumnias contra Rosa Luxemburgo y sus camaradas se desató por todos los medios imaginables. En pasquines, en diarios, en radios, en proclamas por todos los rincones de Alemania, un grito ensordecedor exigía la cabeza de los espartaquistas. “Bajo la impaciente mirada del gobierno socialdemócrata se colocaban carteles gigantescos pegados en la central de corrupción del régimen imperial, el Heitmatdienst: ‘¡Trabajador, ciudadano! La patria está a punto de caer. ¡Sálvala! No está amenazada desde fuera sino desde dentro, por el grupo espartaquista ¡Mata a sus jefes! ¡Mata a Liebknecht! ¡Entonces tendrás paz, trabajo y pan! Fdo. Los soldados del frente.”212 La oferta de difamación era muy amplia porque existía una demanda muy exigente.
A pesar de las carencias del recién fundado KPD, y de muchos rasgos ultraizquierdistas de su política, no todo estaba perdido para la revolución ni mucho menos. Cuando el domingo 29 de diciembre los marineros caídos en Berlín durante los choques armados del 24 fueron enterrados, un inmenso cortejo fúnebre les dio el último adiós. Miles de obreros, soldados y jóvenes venidos de los barrios humildes de la capital y de las fábricas portaban pancartas en las que se podía leer:
“Acusamos a Ebert, Landsberg y Scheidemann de ser los asesinos de los marineros”, “¡A la violencia se le responde con más violencia!”, “¡Fuera los traidores!”.213
En el campo contrario las fuerzas también estaban dispuestas. El SPD convocó una contramanifestación, mucho menos numerosa eso es cierto, pero que ya perfilaba abiertamente la estrategia decidida. En el panfleto que los reformistas publicaron para dicha acción se leía:
“Las correrías urbanas de Liebknecht y Rosa Luxemburgo ensucian la revolución y ponen en peligro todos sus logros. Las masas no pueden seguir contemplando impasibles como esos delincuentes y sus seguidores anulan la acción de las autoridades republicanas y como incitan cada vez más al pueblo a la guerra civil, estrangulando con sus sucias manos el derecho a la libre expresión de las opiniones. Quieren derribar todo los que se atreve a enfrentárseles con mentira, calumnias y violencia. En su increíble desvergüenza juegan a ser los señores de Berlín”.214
El aprendizaje de las semanas posteriores al 9 de noviembre iba disipando las ilusiones en el gobierno. El ambiente entre las tropas de la capital iba inclinándose hacia el lado de los revolucionarios, mientras la cadena de mando se descomponía progresivamente. Pero también había puntos muy débiles: las unidades militares que simpatizaban con los espartaquistas y los delegados revolucionarios no estaban vinculadas claramente entre sí, carecían de un auténtico Estado Mayor, de planes militares concretos y tampoco poseían enlaces con los obreros de las fábricas. A diferencia de la Guardia Roja de Petrogrado, y del trabajo incansable que los bolcheviques realizaron entre las tropas ganando regimientos enteros, en Berlín la conexión entre los soldados revolucionarios era bastante precaria.
Destituir al gobierno, lograr neutralizar y desarmar a la camarilla militar, hacerse con el control de los centros neurálgicos del poder económico y político, exigía mucho más que los disparos esporádicos de grupos de trabajadores y soldados, por muy leales a la causa del socialismo que estos fueran. Los bolcheviques necesitaron de febrero a octubre para que los acontecimientos obraran a favor suyo, pero además disponían de un partido, de cuadros, de militantes que fueron conquistando una audiencia de masas en ese lapso de tiempo. En Alemania, las condiciones objetivas para el triunfo de la revolución socialista estaban madurando desde el 9 de noviembre. Pero en lo que se refiere al factor subjetivo, la calidad de la dirección revolucionaria era claramente insuficiente.
Se palpaba el desgaste de Ebert y su gobierno, ya sin la participación de los ministros del USPD. Empezaba a ser más que evidente que la socialdemocracia gubernamental no podía controlar la situación sólo por medio de discursos y promesas; estaban desbordados y enfrentados en un grado cada vez más alto a las masas obreras de la capital. No quedaba otra alternativa que aumentar y fortalecer la alianza del SPD con el Estado Mayor. La hora de un golpe decisivo contra el Consejo Obrero de Berlín y los revolucionarios de la capital se fraguó en numerosos contactos y reuniones entre la cúpula del SPD, especialmente Ebert y Noske, y los generales alemanes.
El Estado Mayor se persuadió y persuadió a Ebert de que era urgente asestar un golpe decisivo y sangriento, para restaurar completamente el poder de la burguesía. El tiempo corría a favor de los revolucionarios, y concretamente de los partidarios de Rosa Luxemburgo aunque estos no lo supiesen. Una vez aclarado y aceptado que la utilización de una violencia sin cuartel contra la revolución sería inevitable, la tarea más dura, armar al ejército de la contrarrevolución, recayó en un hombre que pasaría a la posteridad. Ese hombre era Gustav Noske, ministro socialdemócrata, el “perro sangriento”, como se definió a sí mismo.
Cuando las fuerzas militares del gobierno sufrieron la derrota en Berlín a manos de los marinos revolucionarios, los aires de derrotismo que penetraron entre los círculos del Estado Mayor fueron sofocados gracias a los que consiguieron mantener la calma. Entre los que no se arrugaron estaba el mayor Von Schleicher, que consideró el revés del 24 como un episodio importante del que había que sacar las conclusiones necesarias. Él y sus colegas llegaron a la misma idea: había que levantar una fuerza armada fiable, que estuviera decidida a protagonizar una masacre. Esa fuerza sería el Cuerpo Franco de Cazadores Voluntarios (Freikorps), reclutados entre oficiales, suboficiales y la “juventud dorada” de la burguesía, además de elementos lumpen, y que pronto contaría con ochenta mil miembros en Berlín. Para finales de diciembre, el gobierno del SPD y el Estado Mayor tramaron una estrategia de provocación para utilizar estas fuerzas de choque.
En todo proceso revolucionario siempre hay puntos de inflexión, momentos elegidos por los elementos más decididos y conscientes de la clase dominante para desatar la ofensiva. Y aunque en la mayoría de las ocasiones se sigue un plan meticuloso, no se pueden controlar todas las variables, incluida la tendencia que tienen estos sectores a considerarse infalibles estrategas y a minusvalorar el balance real de las fuerzas en lucha. En ocasiones cometen el error, muy común, de confundir el estado de ánimo de las masas con el confusionismo y diletantismo de sus dirigentes. En Rusia, una situación de este tipo se produjo en agosto de 1917 con el intento de golpe de Estado de Kornílov. En la revolución española, con el levantamiento militar del 18 de julio de 1936. En ambos caso, el látigo de la contrarrevolución desató toda la furia de las masas y colocó a la burguesía ante un precipicio.
En Alemania también ocurrió algo parecido. A principios de enero de 1919, el gobierno de Ebert y Scheidemann, y sus secuaces en la cúpula militar, eligieron para iniciar las hostilidades un objetivo especialmente sensible para los revolucionarios y los trabajadores berlineses: recuperar el control de la policía de la capital, cesando al jefe de la misma, el socialdemócrata independiente de izquierdas Eichhorn. Para lograrlo no se reparó en medios. El órgano oficial del partido, Vorwärts fue utilizado como avanzadilla: a partir del 1 de enero sus páginas se llenaron de difamaciones y calumnias contra Eichhorn, al que describían como un peligroso bolchevique que había recibido “oro ruso”, comprado ilegalmente armas y robado productos alimenticios, para preparar un golpe sangriento contra la legalidad y el gobierno. La campaña se coronó, tal como estaba previsto, con un decreto gubernamental que disponía su cese tres días después. La reacción de Eichhorn y de las organizaciones revolucionarias de Berlín fue rechazar frontalmente esta decisión y llamar a la lucha contra las pretensiones del gobierno Ebert.
La vanguardia obrera se movilizó en las fábricas, calles y en los consejos, apoyando con resoluciones al ex jefe de policía, pero la contrarrevolución no se quedó con los brazos cruzados: preparó sus fuerzas armadas y esperó. En aquellos momentos cruciales, Rosa Luxemburgo se mantenía reacia a ninguna respuesta insurreccional, pronunciándose a favor de convocar a la huelga general para utilizarla como plataforma propagandística contra el gobierno, y como medio de atraer a las filas revolucionarias a la mayoría obrera de Berlín.
La ebullición entre los trabajadores —cada vez más posicionados contra Ebert—, y su disposición a dar una respuesta contundente, se palpaba en el ambiente. El giro hacia la izquierda de las masas berlinesas crecía. El sábado 4 de enero, representantes del recién formado KPD, Pieck y Liebknecht, junto con el presidente del USPD y representantes de los delegados revolucionarios, decidieron convocar para el día siguiente una gran manifestación de protesta.
“Un participante comunista dirá un año y medio más tarde: ‘El cuatro de enero por la tarde la central del KPD deliberó sobre la situación creada por la medida tomada contra Eichhorn. Había completa unanimidad sobre la apreciación de la situación creada por ello. Todos los presentes pensaban que sería insensato lanzarse hacia el gobierno. Un gobierno sostenido por el proletariado no podría vivir más de dos semanas; en consecuencia, los miembros de la central eran unánimes en que se debían evitar todas las consignas tendentes al derrocamiento del gobierno actual. Nuestras consignas debían ser precisas en este sentido: anulación de la revocación de Eichhorn, desarme de las tropas contrarrevolucionarias (la guardia de Suppe, etc.), armamento del proletariado. Ninguna de estas consignas implicaba el derrocamiento del gobierno, ni siquiera la de armar al proletariado. En esta coyuntura, el gobierno también poseía aún en el seno del proletariado un partido con peso. Estábamos todos de acuerdo en que este mínimo en las consignas debía ser defendido con la mayor energía posible. Debía ser resultado necesario de un poderoso acto de voluntad revolucionaria. (...) En este sentido lanzamos nuestras consignas para la manifestación.”215
Berlín asistió el domingo 5 de enero a la demostración proletaria más importante de su historia. Por la mañana, las masas empezaron a marchar desde los suburbios hacia el centro de la capital. A las dos de la tarde ya había cientos de miles de personas en todas las arterias importantes: en la Siegesallee, en el Tiergartenn, a lo largo de la Unter den Linden, hasta la Schlosssplatz, en la Alexanderplatz donde se hallaba la jefatura de policía. Muchos trabajadores iban armados y con una aspiración: pasar a la acción y derrotar al gobierno.
“Por la tarde la manifestación se había convertido en una acción armada” escribe Haffner. “Su radio de acción principal se situó en el barrio de la prensa. Se ocuparon los locales de todos los periódicos —Scherl, Ullstein, Mosse y el Vorwärts—, se pararon las máquinas y se mandó a casa a los redactores. Más adelante otros grupos amados ocuparon las estaciones principales.” La situación había dado un giro brusco. La posibilidad de barrer a Ebert estaba al alcance de la mano. Heinrich Dorrenbach, el líder de la Volksmarinedivision, afirmaba que “no únicamente la Volksmarinedivision, sino que también todos los demás regimientos de Berlín apoyaban a los dirigentes revolucionarios y estaban dispuestos a derrocar mediante las armas al gobierno Ebert-Scheidemann”.216
Pero esos mismos dirigentes no supieron qué hacer en aquel momento, cómo dirigir aquella marea humana capaz de tomar el cielo por asalto.
El militante comunista citado por Pierre Broué en su libro, describe la actitud de los lideres revolucionarios ante aquella demostración de fuerza:
“Entonces se produjo lo increíble. Las masas estaban allí desde muy temprano, desde las nueve, con frío y con niebla. Y los jefes en algún lugar deliberaban. La niebla aumentaba y las masas seguían esperando. Pero los jefes deliberaban. Llegó el mediodía y, además del frío, el hambre. Y los jefes deliberaban. Las masas deliraban de excitación, querían un acto, una orden que apaciguase su delirio. Nadie sabía el qué. Los jefes deliberaban. La niebla seguía aumentando y con ella llegaba el crepúsculo. Con tristeza las masas regresaban a casa, habían querido algo grande y no habían hecho nada. Y los jefes deliberaban. Habían deliberado en el Marstall y después continuaron en la prefectura, y aún deliberaban. Fuera se mantenían los proletarios, sobre la Alexanderplatz vacía, el fusil en la mano, con sus ametralladoras pesadas y ligeras. Y dentro, los jefes deliberaban. En la prefectura, los cañones estaban apuntados, los marinos en todas partes, y en todas las habitaciones que daban al exterior un hormigueo de soldados, marinos y proletarios. Y en el interior, los jefes deliberaban y deliberaban. Esperaron toda la tarde, y esperaron toda la noche, y deliberaron. Y esperaban al día siguiente por la mañana cuando el día se presentaba gris, y aún deliberaban. Y los grupos volvían de nuevo a la Siegesalle y los jefes esperaban aún y deliberaban. Deliberaban, deliberaban, deliberaban”.217
Sobre el papel se había elegido un Comité Revolucionario encargado de suministrar las consignas y las tácticas para asegurar el triunfo frente a la provocación del gobierno, pero a la hora de la verdad se mostró completamente inoperante y falto de decisión en todos los aspectos. El domingo a la tarde se reunieron en la jefatura de policía ochenta y seis hombres, setenta delegados revolucionarios, diez dirigentes berlineses del USPD con el viejo George Ledebour al frente, dos representantes de los soldados y dos de los marineros, junto a Liebknecht y Pieck por los comunistas. Enzarzados en una discusión interminable, esos hombres permitieron que el día 5 transcurriera, para desesperación de cientos de miles de trabajadores, sin ninguna orientación precisa, sin consignas, sin objetivos. Un momento así fue desaprovechado de mala manera, sin tomar ninguna iniciativa de trascendencia. El carnicero de la revolución, Gustav Noske, lo señaló en sus memorias de manera tajante: “...si aquellas muchedumbres hubiesen tenido jefes resueltos, conscientes de sus objetivos, en lugar de estar dirigidos por charlatanes, se habrían adueñado de Berlín antes del mediodía”.
El apoyo de masas de Berlín a la izquierda revolucionaria era un hecho irrefutable. En cuestión de días la balanza había oscilado dramáticamente, pero este cambio había que consolidarlo. Si los revolucionarios, y especialmente el KPD, hubieran llamado en ese momento a la clase obrera de la capital a ocupar las fábricas, a transformar los consejos obreros en los órganos insurrecciónales de la revolución, a realizar el armamento general del proletariado y confraternizar con la tropa, … ese día, o en días posteriores, Berlín hubiese sido ganado a la revolución socialista, asestando un golpe decisivo a la reacción y creando las condiciones propicias para, en un espacio de tiempo no muy largo, extender la revolución proletaria al conjunto del país. Pero una táctica de este tipo, para aplicarse con éxito, requería de la existencia previa de un auténtico Estado Mayor revolucionario, de un Partido Comunista como el Partido Bolchevique. Tal organización no existía todavía en Alemania.
Una vez desaprovechada la ocasión del 5 de enero, y ante la certeza de que el error cometido había sido demasiado evidente, el llamado comité revolucionario planteó:
“Casi por unanimidad (…) intentar el derrocamiento del gobierno. Para ello designa un comité revolucionario de cincuenta y dos miembros encargado de dirigir el movimiento y de erigirse, si es necesario, en gobierno revolucionario provisional, esperando la reelección de los consejos y la reunión de un nuevo congreso. A su cabeza hay tres presidentes con iguales derechos, representando las tres tendencias aliadas, Ledebour, Liebknecht y Paul Scholze”.218
En lugar de sacar las conclusiones pertinentes de lo que ocurrió el 5 de enero, los miembros del comité revolucionario volvieron a cometer los mismos fallos o peores. En realidad, desalojar al gobierno de la Cancillería mediante una acción armada no era tan difícil, lo difícil, o mejor dicho, lo absolutamente necesario para la revolución, era ganar el apoyo mayoritario de las fábricas, organizar la guardia roja, crear un mando centralizado de todos los destacamentos militares de importancia que les apoyaban en la capital; lograr el desarme de los oficiales reaccionarios y la disolución de las tropas bajo su control; en definitiva, un plan para ganar al proletariado alemán, de manera consciente, a la lucha por el poder, y tomar todas las medidas necesarias, políticas y de organización, para extender esta ofensiva al resto del país sin cuyo apoyo la capital revolucionaria no podría subsistir mucho tiempo. Pero los jefes revolucionarios volvieron a precipitarse al vacío, curiosamente con el impulso común de Ledebour y Liebcknecht, anteriormente enfrentados.
El comité llamó a una nueva manifestación el lunes 6 de enero, pero ni siquiera a una huelga general. A la mañana de ese día las masas berlinesas siguieron el llamamiento, en una proporción muy importante. Armadas y expectantes esperaban recibir las indicaciones precisas del comité. “Pero no ocurrió nada de nada. La dirección no se dejó ver. Algunos grupos aislados actuaron por su propia cuenta y ocuparon un par de edificios públicos, la oficina de telégrafos Wolffsche y la imprenta del Reich. Nadie se atrevió a llevar a cabo el ataque decisivo contra la Cancillería; y no llegaba ninguna orden. Frente a la Cancillería se habían agrupado algunos simpatizantes del gobierno armados, que el SPD había convocado por la mañana (…) Pasaban las horas. El día, que había amanecido con una bella luz de invierno, se nubló, hacía un frío húmedo y poco a poco fue oscureciendo. Y no llegaba ninguna orden. La gente se comió los bocadillos que había traído de casa y volvía a tener hambre, el eterno hambre de esos días de revolución. Después de comer, las masas se fueron dispersando lentamente. Por la tarde se habían esfumado. Y a la medianoche, el centro de Berlín estaba vacío”.
El comité revolucionario, a pesar de su nombre, volvió a demostrar que no tendía idea de cómo moverse en aquellas circunstancias. Sabía hacer literatura pero no dirigir el combate. “Este comité revolucionario declaró que ‘se hacia cargo temporalmente de los asuntos del gobierno’. Pero en realidad no se hizo cargo nunca ni de los asuntos del gobierno ni de los de la revolución.”219 La frustración por lo sucedido el 5 de enero intentó ser reparada con una acción que reveló, más aún, la inconsistencia política de los que estaban al frente del movimiento. La táctica improvisada olía a centrismo oportunista y Liebknecht, llevado como siempre por su pasión, la apoyó.
El centro político del KPD sin una dirección clara, mostró las vacilaciones y las posturas contradictorias de sus líderes principales. Radek, oculto en la clandestinidad, envió a los dirigentes del partido un mensaje desesperado para abandonar cualquier acción ofensiva, desconvocar la huelga y volver al trabajo con el fin de reagrupar las fuerzas. Rosa Luxemburgo, que no apoyó la acción insurreccional, consideraba la retirada innecesaria y un error, una vez que los acontecimientos se habían precipitado. Por su parte, Leo Jogiches, quizá uno de los dirigentes comunistas más lúcidos en esas jornadas, exigió la desautorización de Liebknecht y Pieck por su apoyo a la decisión de lanzar la lucha por el poder. La desorientación en la dirección del Partido Comunista vino a sembrar aún más dificultades.
Paralelamente, las fuerzas de los Freikorps se reagruparon en Brandeburgo. Noske y Ebert visitaron en la localidad de Zossen al recién formado Cuerpo Nacional de Cazadores, dirigidos por el general Maercker. A los jefes socialdemócratas y a los mandos militares, la indecisión del Comité Revolucionario y la ausencia de dirección en los grupos armados que habían ocupado las imprentas y las redacciones de los periódicos, les venía como anillo al dedo de cara a sus planes contrarrevolucionarios. Necesitaban excusas y las encontraron.
Ebert preparó la ofensiva en dos líneas. Por un lado, Noske había sido nombrado comandante en jefe en una Cancillería medio sitiada. Como señaló el mismo: “Esto no me molesta, alguien tendrá que ser el perro sanguinario”. Una vez que salió de la sede del gobierno y de Berlín, con no pocas dificultades, se situó en un suburbio al sur de la ciudad, y en un pensionado de señoritas estableció su cuartel general. Elaboró los preparativos para utilizar a los Freikorps en su asalto a la capital mientras está bullía por la huelga general y las manifestaciones armadas de los trabajadores revolucionarios. La otra actuación, paralela a la anterior, era la búsqueda de apoyos entre las tropas de Berlín y pasar al contraataque, mientras Ebert daba la apariencia de una negociación en la que pretendía evitar el derramamiento de sangre “entre hermanos”.
Y así fue como se iniciaron las negociaciones entre los revolucionarios y la reacción a partir de la noche del 6 de enero. El gobierno, seguro de sus posiciones y de que la iniciativa había sido perdida por los revolucionarios, exigió la evacuación de todos los edificios ocupados como cuestión previa a cualquier acuerdo. La socialdemocracia movilizó sus fuerzas, convocando acciones y mítines frente a la cancillería, y sobre todo redoblando la campaña pública contra Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y el resto de los dirigentes comunistas, acusándolos de terroristas y de querer sumir a Alemania en una dictadura. El gobierno y sus aliados, confiados ya de tener el control de la situación, advirtieron que estaban dispuestos a combatir la “violencia” con la violencia. Detrás de ellos se situaban las fuerzas armadas de la contrarrevolución, los Freikorps.
El 9 de enero, los dirigentes del KPD y de los delegados revolucionarios anunciaron el fin de las negociaciones con el gobierno y, en una acción desesperada, llamaron a la huelga general y a las armas. “¡Adelante en la huelga general! ¡A las armas! Sí, la situación es clara. ¡Está en juego todo el porvenir de la clase obrera, de la revolución social! Públicamente los Scheidemann-Ebert llaman a sus partidarios y a los burgueses a luchar contra los proletarios. ¡No hay elección! ¡Hay que combatir hasta el final! ¡Adelante con la huelga general! ¡Fuera, a la calle para el último combate, el de la victoria!”.220
Pero aquella apelación no contó con la adhesión de la mayoría obrera de Berlín. Miles de trabajadores en las fábricas, después de las iniciativas perdidas, después de comprobar la inconsistencia del llamado Comité Revolucionario, no veían claro batirse en una guerra civil para la que todavía no estaban preparados. En las grandes empresas de Berlín, ante la decisión del gobierno Ebert de recurrir a la represión abierta y la intervención militar, se abrieron paso las propuestas a favor alto el fuego y de reanudar la “unidad socialista”. El jueves 9 de enero se reunieron en Humoldthain cuarenta mil trabajadores de la fábricas AEG y Schwartkopff, que decidieron, al igual que el 10 de noviembre, “la unidad de los trabajadores de todas las tendencias”.
Karl Radek, consciente del resultado desastroso de la táctica planteada por la dirección comunista, intentó corregir el rumbo escribiendo las siguientes reflexiones dirigidas a Rosa Luxemburgo: “En vuestro folleto sobre el programa ¿Qué quiere la Liga Espartaquista? declaráis que no queréis tomar el poder si no tenéis detrás a la mayoría de la clase obrera. Hoy las únicas organizaciones de masas que hay que considerar, los Consejos de Obreros y Soldados, sólo tienen fuerza en el papel. En consecuencia no les domina el partido de lucha, el partido comunista, sino los socialpatriotas o los independientes. En tal situación no hay que pensar en una eventual toma del poder por el proletariado. Si el gobierno cayese en vuestras manos estaríais separados de las provincias y seríais barridos en algunas horas (…) En esta situación, la acción que decidieron el sábado los delegados revolucionarios como una réplica al ataque del gobierno socialpatriota contra la prefectura de policía sólo debería tener el carácter de una protesta. La vanguardia revolucionaria, exasperada por la política gubernamental, mal dirigida por los delegados revolucionarios, ha transformado el movimiento de protesta en una lucha por el poder. Esto permite a Ebert y Scheidemann dar el golpe al movimiento berlinés para debilitarlo por completo”.
Y continúa “La única fuerza capaz de frenar e impedir el desastre sois vosotros: el Partido Comunista tiene suficiente perspicacia para saber que éste es un combate sin esperanza; lo sabéis, los camaradas Levi y Duncker me lo han dicho (...). Nada puede impedir al más débil batirse en retirada frente a una fuerza superior. En julio de 1917, cuando éramos infinitamente más fuertes de lo que sois ahora vosotros, intentamos retener con todas nuestras fuerzas a las masas, y como no lo conseguimos, las condujimos con esfuerzos inauditos, hacia la retirada, huyendo de una batalla sin esperanza”.221
Sus consejos no fueron escuchados. Según Pierre Broué:
“En la discusión que prosigue en la central, Levi defiende el punto de vista de Radek, Jogiches va más lejos y reclama una desaprobación pública de la acción de Liebknecht y Pieck en Die Rote Fahne. A pesar de que Rosa Luxemburgo comparte esta idea, y que según Paul Levi ella había dicho que ya no sería posible continuar trabajando con Liebknecht, esta desaprobación pública no se producirá. Simplemente en nombre de la central del KPD, Wilhelm Pieck dirige el 10 de enero una carta a los delegados revolucionarios y al comité de acción anunciando la retirada de los representantes del Partido Comunista de este comité”.222 Rosa Luxemburgo, en medio de duras discusiones con Liebknecht, perpleja y dolida, le pregunta: “¿Karl, es este nuestro programa?”.223
Estaba bastante claro lo que la dirección del KPD desaprobaba, pero en cambio no resultaba tan fácil saber que era lo que proponía, cual era su táctica inmediata. Die Rote Fahne no publicó en sus páginas ninguna orientación siguiendo los consejos de Radek. Al contrario, el 11 de enero de 1918 se podía leer en el periódico espartaquista:
“El KPD naturalmente no participa en esta vergonzosa política y rechaza toda responsabilidad por la misma [se refiere a la retirada del USPD] Seguimos considerando nuestra obligación impulsar la revolución hacia delante… y advertir a las masas con la más aguda crítica de los peligros que representan la política de vacilaciones de los delegados revolucionarios y la política de atolladero de los Independientes”.224
Rosa Luxemburgo juzgó la resistencia una cuestión de honor. Aunque sus intenciones eran nobles, su postura no era la más consecuente para enderezar una situación realmente adversa. De todas formas la disyuntiva era harto compleja. La retirada ordenada, tal como exigía Radek, era la opción mejor, la única que permitiría el reagrupamiento revolucionario y evitar que las bajas fueran importantes en unas condiciones de lucha armada que a todas luces eran negativas. Pero las presiones en sentido opuesto también eran muy fuertes.
El desenlace se produciría entre el jueves 9 y el domingo 12 de enero. Fue Ebert el qué dio la orden de aplastar a los revolucionarios por la fuerza de las armas. La ofensiva se apoyó en una serie de unidades improvisadas y en las tropas comandadas por Noske: los soldados del cuartel Maikäfer, muy conservadores; el regimiento Reichstag, una nueva formación fiel a Ebert; el regimiento Reinhard, integrado por voluntarios de extrema derecha que se había constituido durante las navidades, y los batallones de Postdam, que bajo el mando del mayor Von Stephani habían sido derrotados la tarde del 24 de diciembre.
Estas unidades fueron reconquistando, en este intervalo de días, los edificios gubernamentales ocupados por los revolucionarios, las estaciones de ferrocarril, la imprenta del Reich y cercaron el edificio del Vorwärts. El gobierno estaba totalmente decidido a golpear y lo hizo sin vacilar, con toda la contundencia posible. El 11 de enero a la mañana, las tropas que comandaba el mayor Von Stephani comenzaron el bombardeo del edificio del Vorwärts, y aunque el primer asalto fue repelido, le siguió un segundo aún más terrible. Cuando los ocupantes mandaron una delegación de cinco revolucionarios a tratar de negociar una salida pacífica:
“Uno de ellos fue enviado de vuelta con la exigencia de una rendición sin condiciones, los otros cinco fueron retenidos, detenidos, terriblemente maltratados y finalmente fusilados junto a dos correos que habían sido apresados. Entonces se asaltó el Vorwärts. Trescientos hombres que lo defendían fueron hechos prisioneros”.225
La resistencia de los militantes espartaquistas batiéndose en las barricadas con heroísmo, no pudo frenar aquella avalancha armada de la contrarrevolución. La carnicería fue brutal, con centenares de militantes muertos, muchos más heridos, detenidos y torturados salvajemente en los cuarteles.
El asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht
La contrarrevolución había sacado conclusiones desde el levantamiento de noviembre. No sólo había que golpear con fuerza a los revolucionarios, a sus destacamentos de vanguardia y combate. Había que asesinar a sus máximos dirigentes, especialmente a los más resueltos, a los más capaces y, por tanto, a los más peligrosos para la burguesía y sus lacayos socialdemócratas.
“Se puede comprobar fehacientemente que el asesinato de Liebknecht y Luxemburgo se planeó, como muy tarde, a principios de diciembre y se ejecutó de forma sistemática” escribe Haffner. “(…) El entonces adjunto de Wels, un tal Antón Fischer declaró por escrito en 1920 que en noviembre y diciembre de 1918 la política de su departamento había consistido en ‘seguir el rastro noche y día’ a Liebknecht y a Rosa Luxemburgo ‘y cazarlos para que no pudieran llevar a cabo ninguna actividad de agitación ni organizativa’. Ya la noche del 9 al 10 de diciembre, los soldados del Segundo Regimiento de la Guardia entraron en la redacción de Die Rote Fahne —más adelante lo reconocieron—con la intención de asesinar a Liebknecht. En el proceso sobre este suceso, media docena de testigos declararon que entonces Scheidemann y George Sklarz, un amigo suyo, que se había hecho millonario durante la guerra, habían puesto precio a la cabeza de Liebknecht y Luxemburgo: 50.000 marcos por cada una.”226
El 13 de enero de 1919, se podía leer en el Boletín informativo de los Freikorps: “Aumentan las sospechas de que el gobierno podría relajarse en su persecución contra los espartaquistas. Como se asegura en un comunicado oficial, nadie va a conformarse con lo alcanzado hasta ahora, hay que proceder también contra los líderes del movimiento con toda la energía. El pueblo berlinés no debe creer que los que se han librado hasta ahora disfrutarán en otra parte de una existencia tranquila. En los próximos días se demostrará que también con ellos se actuará con dureza”. El mismo día que se publicaron estas líneas, en Vorwärts, el órgano central del SPD, aparecía un poema firmado por Arthur Zickler:
“Muchos cientos de cadáveres en fila
¡Proletarios!
Karl, Rosa, Radek
Y sus compinches
¡No estaban allí, no estaban allí!
¡Proletarios!”
Haffner señala que:
“Unos días antes, en el Luisenstift de Dahlem, Gustav Noske, comandante en jefe de Ebert durante la guerra civil, le ordenó personalmente al entonces teniente Friedrich Wilhelm von Oertzen, tal y como éste declaró posteriormente por escrito, mantener bajo continuo control la línea telefónica de Liebknecht e informar al capitán Pabst, de la División de Fusileros Montados de la Guardia, de todos sus movimientos, día a día y hora a hora. Esta orden permitió la detención de Liebknecht y de Rosa Luxemburgo. Pabst dirigía el comando asesino”.
Tras el asalto contra los espartaquistas, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht intentaron ocultarse, pero el Partido Comunista había preparado muy insuficientemente las medidas de seguridad para el refugio de sus dirigentes. En este aspecto también contrastaban con la actitud de los bolcheviques tras las Jornadas de Julio y la furiosa represión desatada contra ellos. La vasta experiencia del partido en el trabajo ilegal, y la preparación ante la represión, permitieron a Lenin pasar a la clandestinidad, como a una mayoría de los cuadros que no habían sido detenidos, y restablecer en poco tiempo toda la operatividad del aparato bolchevique.
Las medidas de protección para Luxemburgo y Liebknecht eran escasas y su situación muy vulnerable. Rosa redactó sus últimos artículos en la casa de un médico amigo, y cuando el cerco de sus perseguidores se estrechó más, se refugió en la vivienda de una familia proletaria del barrio de Neukölln. Allí se encontró con Liebknecht el domingo 12 de enero, pero dos días más tarde, el 14, huyeron cuando una llamada telefónica les hizo temer ser descubiertos. Se marcharon a Wilmersdorf, en el número 53 de la Mannheimer Strasse, cerca de la Fehrbelliner Platz, a la casa de los Markussoln.227 Fue en esa vivienda donde redactaron el 15 de enero sus últimos artículos para Die Rote Fahne, que se convertirían en sus últimas palabras y, en cierta medida, en sus testamentos políticos.228
En aquella casa fueron detenidos, junto a Wilhelm Pieck que les llevaba documentos falsos, el 15 de enero. Un pelotón de soldados les condujo el Hotel Eden, dónde la División de Fusileros Montados de la Guardia había establecido su cuartel general. Los insultos y los golpes se iniciaron muy rápido. Liebknecht recibió varios culatazos que le causaron dos grandes brechas sangrantes en la cabeza. Inmediatamente fueron trasladados a una habitación del primer piso donde el capitán Pabst les interrogó para confirmar su identidad, aunque poco se sabe del interrogatorio. Más tarde fueron arrastrados escaleras abajo y golpeados con saña. Su muerte ya estaba decidida.
Cuando eran atormentados por la chusma en uniforme, el capitán Pabst redactaba un informe que sería publicado al día siguiente: Liebknecht, según lo escrito, “murió de un disparo cuando se le trasladaba a la prisión preventiva de Moabit al intentar fugarse”; en el caso de Rosa, una “turba indignada la sacó del automóvil y se hizo con ella a pesar de la resistencia de la guardia”. Pero los acontecimientos reales sucedieron de una manera muy diferente. Rosa y Karl, una vez fueron sacados del Hotel, recibieron los culatazos del soldado Runge; aturdidos y sangrando fueron arrastrados con extrema violencia hacia los coches que estaban preparados.
El grupo de asesinos de Liebknecht estaba al mando del teniente capitán Von Pflugk-Harttung, y el de Rosa, dirigido por un tal teniente Vogel. Después de un breve trayecto, Liebknecht fue obligado a bajar del coche y ejecutado de un disparo en la nuca en Neuen See; el cuerpo de Karl fue trasladado en el mismo coche a la morgue y entregado como “el cadáver de un hombre desconocido”. Rosa fue asesinada inmediatamente después de salir del Hotel Eden: recibió un disparo en la sien en el mismo coche que la trasladaba y su cadáver fue arrojado desde el puente Liechtenstein al canal Landwehr.
A la mañana del día siguiente, el Vorwärts fue el único periódico que anunció la detención de los dos dirigentes comunistas, felicitándose por la “generosidad de los vencedores, que han sabido defender el orden, la vida humana y el derecho contra la fuerza”. Horas más tarde, ya se conocía la muerte de ambos. Noske, Scheidemann y Ebert permanecieron satisfechos. El 17, en una nota oficial en Vorwärts, Scheidemann justificó el asesinato subiendo una escala a su tono patriotero:
“Han sido víctimas de su propia táctica sangrienta de terror. En el caso de la señora Luxemburgo, una rusa de mucho talento, me parece comprensible su fanatismo, pero no en el caso de Karl Liebknecht, el hijo de Wilhelm Liebknecht, a quien todos nosotros admirábamos (…) Hacía mucho que Liebknecht y la señora Luxemburgo habían dejado de ser socialdemócratas, porque para los socialdemócratas las leyes de la democracia contra las que ellos se alzaron son sagradas. Ese alzamiento (…) es la causa por la que debíamos y debemos combatirlos.”229
La posterior farsa judicial contra los asesinos, dirigida por un tribunal militar formado en la misma división a la que pertenecían, confirmó las razones de este crimen de estado contrarrevolucionario. Prácticamente todos los acusados fueron absueltos. En 1962, el capitán Pabst, protegido por la prescripción del delito, confesó que no actuaron como simples ejecutores de órdenes, eran voluntarios y muy conscientes de sus actos.
Aunque fue también detenido la noche de 14 de enero, Jogiches logró escapar de sus captores que no lograron identificarlo. Dos días más tarde se reunió con Radek y en la jornada siguiente, el 17 de enero, el delegado bolchevique le preguntó si no tenía pensado desplazarse hacia el sur del Alemania para refugiarse de la represión, pero Jogiches le respondió con una sonrisa: “alguien tiene que quedarse, por lo menos para escribir todos nuestros epitafios.”230 Él se encargó de luchar porque la verdad saliera a la luz, y eso le condujo a una muerte segura. El 12 de febrero publicó un artículo en Die Rote Fahne denunciando la conspiración y a los que ejecutaron las órdenes, poniendo nombre a los culpables de los asesinatos y a las autoridades por encubrir los hechos en lugar de revelarlos. Ese fue el último servicio que Leo realizó a Rosa.
Leo no vivió mucho más. Después de tres meses de trabajo incansable, manteniendo la organización del KPD, poniendo a salvo los escritos de Rosa y consiguiendo información preciosa para identificar a sus asesinos y a los de Liebknecht, fue detenido el 10 de marzo e inmediatamente identificado. En la tristemente famosa comisaría de la Alexanderplatz, donde Rosa Luxemburgo fue recluida en una celda de castigo y los carceleros nazis torturarían a los militantes clandestinos años después, Leo Jogiches, después de ser martirizado, recibió un tiro en la cabeza a sangre fría.
“Un compañero de celda describió lo que ocurrió aquel día: ‘Para Leo Jogiches comenzó entonces un terrible martirio. Lo apartaron de nosotros y primero tuvo que quedarse junto a una ventana. Después, lo llamaron a la habitación de los oficiales, donde lo golpearon sin piedad: desde fuera se oía como lo torturaban, y luego vimos como lo sacaban de allí a empujones. En la sala de guardia, oímos un disparo de revolver que provenía del pasillo.”231
El cadáver de Leo, con el rostro completamente desfigurado, fue entregado a Matilde Jacob, la incansable compañera y secretaria de Rosa Luxemburgo. Pocas personas fueron a su funeral en aquellas horas de triunfo completo del terror blanco.
Antes de la muerte de Jogiches, el 25 de enero de 1919 se organizó también el entierro de treinta y dos comunistas, muertos en los combates de ese mes. Junto a la tumba de Karl Liebknecht se colocó un ataúd vació. El cadáver de Rosa Luxemburgo fue recuperado meses más tarde, exactamente el 31 de mayo, de las esclusas del canal a donde fue arrojado por la chusma que la asesinó. Mathilde Jacobs reconoció a la muerta, su medallón, su vestido, los guantes que llevaba. Le entregaron sus restos después de pagar una tasa de tres marcos. El 13 de junio reposaría al lado de su camarada Karl Liebknecht, en el ataúd que habían dejado vacante junto al suyo. El funeral de Rosa se transformó en una manifestación masiva; decenas de miles de trabajadores, de obreras, la juventud proletaria de Berlín dio su último adiós a la revolucionaria polaca, alemana, rusa, a la internacionalista inmortal, portando seiscientas coronas de flores. El 13 de junio de 1926, el KPD descubrió un mausoleo conmemorativo en el lugar donde reposaban los fundadores del comunismo alemán, pero el monolito fue arrasado por los nazis años después.
El asesinato de Karl, Rosa y Jogiches trazó una frontera de sangre entre la socialdemocracia y el comunismo. A partir de este triple asesinato, los lugartenientes de los capitalistas en las filas obreras, junto a los oficiales monárquicos y las bandas armadas de los Freikorps, se lanzaron a destruir por todo el territorio alemán el poder de los consejos.
Terror blanco
Ensangrentada la revolución, pudieron celebrarse las elecciones a la Asamblea Nacional del 19 de enero de 1919. Los resultados restablecieron la antigua mayoría parlamentaria: el SPD obtuvo el 19%, el Zentrum el 19% y el Partido Democrático Alemán el 18%. Desde ese momento, en el horizonte de Ebert y de Noske solo existía una idea: acabar definitivamente con todos los órganos que la revolución de noviembre había creado, es decir, con los Consejo de Obreros y Soldados, aunque estos estuviesen en manos de su propio partido.
La idea de mantener un segundo más una situación formal de doble poder estaba fuera de lugar. El régimen capitalista y su institucionalidad burguesa debían restablecerse plenamente, pero a nadie se le pasaba por la cabeza, y menos que a nadie a Ebert, a Noske y a los oficiales y burgueses que se escondían detrás de ellos, que las elecciones a la Asamblea Constituyente alejarían por si misma el espectro de la revolución. La guerra continuaba a pesar de esta primera derrota sangrienta de las fuerzas revolucionarias.
Haffner lo explica en estos términos:
“Los consejos de soldados seguían reclamando la potestad disciplinaría en el ejército y los consejos de trabajadores seguían sintiéndose la autoridad decisiva en virtud del derecho revolucionario (…) Noske fue quién lo expresó con mayor claridad. El 21 de enero declaró en una reunión del gabinete: ‘El gobierno mantendrá la autoridad mientras disponga de un factor de poder. En el transcurso de una semana se ha logrado reunir un ejército de veintidós mil hombres. En consecuencia la relación del gobierno con los consejos de soldados ha subido ligeramente de tono. Antes, los consejos de soldados eran el elemento de poder; ahora somos nosotros ese elemento de poder’. Y el mismo día, Noske amenazó a los delegados del consejo de soldados del Séptimo Cuerpo del ejército, en Münster, que protestaban contra el restablecimiento de las insignias de rango en el ejército y contra el reclutamiento de los Freikorps: ‘No tenéis nada claras cuáles son vuestras funciones como consejo de soldados, ya os enseñaremos nosotros en los próximos días cuáles son. ¡Entonces todo cambiará! ¡Al gobierno no le gustan vuestras disposiciones e intervendrá como ya lo ha hecho en otros lugares!’ Las últimas palabras aluden a los hechos de enero en Berlín y al asesinato de Liebknecht y Rosa Luxemburgo”.232
Lo mismo afirmaba el general Maercker, brazo militar de Noske:
“En la lucha del gobierno del Reich contra los extremistas de izquierda se trataba únicamente de hacer saber quién mantenía el poder político. Las tropas se emplearon con esta finalidad puramente política: como instrumentos de poder para la consolidación de la política interna. Pero la fragilidad del gobierno no permitía decirlo abiertamente. Temía manifestar sus verdaderas inclinaciones y declarar que las tropas de voluntarios servían para eliminar el poder de los consejos allí donde aún tuvieran alguno. El gobierno evitaba reconocerlo poniendo cuestiones militares como motivos de los ataques”.233
Desde enero a mayo de 1919, y en algunas zonas hasta bien entrado el verano, las fuerzas de la contrarrevolución, integrada por socialdemócratas oficiales, militares de derechas, militantes de partidos burgueses y futuros miembros de los cuerpos de choque nazi, se lanzaron a una cruenta campaña de represión para liquidar por la violencia a los trabajadores revolucionarios y a sus dirigentes. Miles de proletarios, especialmente jóvenes obreros, fueron víctimas de un terror brutal, que presagiaba los años horribles del nazismo. Sobre esta guerra de clases y no en las normas de la “democracia”, se fundó la República de Weimar.
Las tropas contrarrevolucionarias bien armadas por el gobierno, superaban a las fuerzas combatientes de los consejos obreros locales, reunidas a toda prisa y equipadas con armamento ligero. Las masacres fueron horribles. Desde Berlín, el escenario de la represión encabezada por Ebert, Noske y los Freikorps, se extendió por toda Alemania. En Bremen, en la costa del mar del Norte, a principios de febrero; en la cuenca del Ruhr a mediados de ese mismo mes y a finales en Turingia y la Alemania central, para pasar a Berlín de nuevo en marzo; en abril en Baviera, en Sajonia en mayo… Las bajas fueron muy importantes, pero lo peor de todo comenzaba tras cesar los combates: consejos de guerra, fusilamientos en masa, palizas, torturas y encarcelamiento.
“Se produjeron entonces en muchas ciudades alemanas hechos terribles de los que ni un solo libro de historia habla (…) La guerra civil alemana, como cualquier guerra civil, fue una guerra de clases. Pero lo curioso es que fuera un gobierno socialdemócrata el que emprendiese la guerra contra la clase obrera. ”234
En Berlín, el propio Noske aseguró que en el mes de marzo fueron más de 1.200 los asesinados, entre trabajadores revolucionarios y marinos. El “carnicero” de la revolución había dado la orden concreta de cómo actuar: “Cualquier persona sorprendida con armas en la mano contra las tropas gubernamentales debe ser inmediatamente fusilada”. El coronel Reinhard llevó la orden hasta sus últimas consecuencias: “Además, se hará salir a la calle a los habitantes de las casas desde las que se haya disparado a las tropas, no importa que proclamen o no su inocencia, y en su ausencia se registrarán las casas en busca de armas; los elementos sospechosos en cuyas casas se encuentren efectivamente armas, deben ser fusilados.”235
Para ese momento ya se habían organizado, según Noske, sesenta y ocho Freikorps con un total de cuatrocientos mil hombres. En esos meses de 1919, la burguesía alemana realizó su primer ejercicio amplio de terror contrarrevolucionario, que años después sistematizaría en el holocausto nazi. No es extraño que las ideas que moldearon a las futuras SA y SS maduraran en el seno de los Freikorps durante aquella masacre, que hasta hoy sigue sin ser reconocida en la historia oficial de Alemania.236
Enseñanzas de una derrota
La revolución alemana se prolongaría, con flujos y reflujos, desde las jornadas heroicas de noviembre de 1919 hasta la subida a la Cancillería de Hitler en 1933, que corona el definitivo triunfo de la contrarrevolución burguesa. En ese intervalo de catorce años, se sucedieron la proclamación de la República de Weimar, golpes de Estado, como el del general Kapp en marzo de 1920 y la huelga general revolucionaria que lo derrotó; la insurrección comunista de Hamburgo en 1921; la ocupación del Ruhr por las tropas francesas en enero de 1923 y la situación revolucionaria de aquel año; el ascenso del nazismo, la estalinización de la Internacional Comunista y del KPD, los gobiernos bonapartistas…
En las páginas anteriores hemos intentado establecer los ejes fundamentales de la revolución alemana de 1918, sus causas, sus fuerzas motrices, el impacto de los acontecimientos internacionales, las tácticas y la estrategia de ambos campos, y cómo no, los hechos y la actitud de sus protagonistas.
Nuestra simpatía y solidaridad militante con Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y todos los militantes revolucionarios alemanes es completa. Su ejemplo de lealtad a la causa del socialismo ha quedado grabado en las páginas heroicas de la historia del proletariado. La Spartakusbund constituyó el mejor destacamento del proletariado alemán, y sus jefes fueron revolucionarios íntegros, entregados e intransigentes.
Como reacción extrema al aparato burocrático del SPD, que actuaba de correa de transmisión de los intereses de la burguesía en las filas de los trabajadores, los dirigentes de la Liga Espartaquista, grandes teóricos, grandes agitadores y grandes conductores de masas, mantuvieron una visión confusa del papel del partido en la revolución. Ese era su principal talón de Aquiles.
“La doctrina marxista y el programa comunista” señalaba Trotsky, “no pueden remontarse encima del caos, como el Espíritu Santo, ni estar enterrados en el cerebro de algunos profetas. Necesitan un cuerpo, es decir, la organización de la vanguardia obrera”.237
El Partido Bolchevique y los obreros que formaban parte de él fueron formados en mil y una batallas, en periodos de ascenso revolucionario y de dolorosas derrotas; en años de reacción, donde se trataba de resistir la ofensiva ideológica de clases enemigas, o abiertamente revolucionarios, en los que también había que prevenirse contra tácticas aventureras o ultraizquierdistas. Militantes acostumbrados a opinar, a decidir, a pensar por sí mismos, a confiar solo en sus propias fuerzas y en las de la clase trabajadora, pero también disciplinados y enteramente conscientes del valor fundamental de la organización para el triunfo de la revolución socialista.
Por supuesto que los dirigentes son necesarios e imprescindibles. Su ejemplo, su inspiración, su dominio de la teoría y de la acción revolucionaria cohesionan al movimiento, ayudan a su organización. Pero nada puede sustituir el papel de la clase obrera organizada. La victoria revolucionaria es una tarea estratégica, por eso el partido revolucionario determina, en los momentos cruciales, la diferencia entre el mayor de los triunfos o el mayor de los fracasos. Esa es la experiencia de todas las revoluciones sociales profundas, incluidas las revoluciones burguesas.
Quizás por eso, al calor de los acontecimientos y vislumbrando el resultado de la lucha, Rosa Luxemburgo vuelve a reflexionar, en la semana crítica de enero de 1919, sobre el papel del partido: “(…) La ausencia de dirección, la inexistencia de un centro encargado de organizar a la clase obrera berlinesa deben terminar. Si la causa de la revolución debe progresar, si la victoria del proletariado y el socialismo deben ser algo más que un sueño, los obreros revolucionarios deben construir organismos dirigentes para conducir y utilizar la energía combativa de las masas”.238 Esa era la voz de Rosa Luxemburgo haciendo balance: ¡“organismos dirigentes”!; sí, Rosa Luxemburgo no tenía miedo a pronunciar esas palabras, en demandar un Estado Mayor, un partido revolucionario capaz de dirigir a las masas. ¿En qué difería pues de la opinión de Lenin en un asunto tan fundamental de la teoría marxista de la revolución?
Haciendo balance de los combates de enero, Rosa Luxemburgo realizó una amplia recapitulación:
“¿Podía esperarse una victoria definitiva del proletariado revolucionario, podía esperarse la caída de los Ebert-Scheidemann y la instauración de la dictadura socialista? Ciertamente no, si tenemos debidamente en cuenta todos los factores que determinan la cuestión. En este momento, el punto débil de la causa revolucionaria es la inmadurez política de las masas de soldados, que todavía pueden ser manipulados, con objetivos contrarrevolucionarios, por sus oficiales. Este mero hecho demuestra que, en esta coyuntura, no se podía esperar una victoria duradera. Por otro lado, la inmadurez de los soldados no es más que un síntoma de la inmadurez general de la revolución alemana.
“El campo, de donde proceden una gran parte de los soldados, apenas está tocado por la revolución. En la práctica, Berlín permanece hasta ahora aislado del resto del Imperio. Los centros revolucionarios en las provincias (en especial Renania, la costa norte, Brunswick, Sajonia y Wurtemberg) están en cuerpo y alma con el proletariado berlinés. Pero, por el momento, todavía no marchan hombro con hombro, todavía falta una coordinación directa en la acción, la cual haría incomparablemente más efectiva la ofensiva y la voluntad de lucha de los obreros de Berlín. Además, la lucha económica —que es la fuente volcánica que alimenta el conflicto entre las clases— está solamente en su fase inicial, lo cual tiene mucho que ver con las insuficiencias políticas de la revolución.”239
En la semana de enero de 1919, los revolucionarios de Berlín vivieron circunstancias muy similares a las de Petrogrado durante las Jornadas de Julio de 1917. La vanguardia obrera, arrastrando ya a sectores muy amplios de los trabajadores, caminaba por delante y presionaba al partido para que pasase a la acción, en un momento en que las condiciones para hacerse con el poder todavía no habían terminado de cristalizar. La experiencia y la educación de la dirección bolchevique, en la que Lenin desempeñó un papel fundamental, permitió a los marxistas rusos reconducir la situación y, aunque la represión posterior a la derrota de julio les golpeó con dureza, esa actitud aumentó su prestigio y su influencia entre las masas de Petrogrado. Tres meses después los bolcheviques estaban en el poder.
Un sector de la dirección espartaquista aceptó y se contagió de las presiones de los elementos mas impacientes, más inexpertos, para hacerse con el poder. Pero la realidad era obstinada, exigía mucha sobriedad y tino para reconocerla, y pesó menos que la defensa del honor de la revolución:
“Frente a la provocación violenta de los Ebert-Scheidemann” escribiría Rosa, “los obreros revolucionarios estaban forzados a tomar las armas. Para la revolución era una cuestión de honor rechazar el ataque inmediatamente, con toda la energía, si no se quería que la contrarrevolución se envalentonase, si no se quería ver cuarteadas las filas del proletariado revolucionario y el crédito de la revolución alemana en el seno de la Internacional.” 240
Los acontecimientos de enero demostraron que Rosa estaba equivocada. Pero su error, el error que Rosa y sus camaradas cometieron era propio de revolucionarios. Ellos fueron los últimos en abandonar el campo de batalla.
El asesinato de Luxemburgo y Liebknecht fue también un golpe para los bolcheviques y la revolución rusa. La perspectiva de una revolución alemana victoriosa, que auxiliaría las fuerzas extenuadas del primer Estado obrero de la historia, se difuminaba en un horizonte incierto, mientras sus líderes caían asesinados. Trotsky se encontraba hablando ante el sóviet de Petrogrado, el 18 de enero de 1919, cuando llegó la confirmación de la noticia del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. A modo de tributo les dedicó estas palabras:
“Para nosotros, Liebknecht no fue simplemente un dirigente alemán. Para nosotros, Luxemburgo no fue simplemente una socialista polaca que dirigió a los obreros alemanes. No, ambos son hermanos del proletariado mundial, y nos une a ellos un vínculo espiritual indisoluble. ¡Hasta su último aliento pertenecieron a la Internacional!”
El ejemplo de fidelidad a la causa de la revolución mundial de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Leo Joguiches y de todos los comunistas alemanes asesinados, forma parte del patrimonio de toda la clase obrera y de las jóvenes generaciones de revolucionarios. Mantuvieron la confianza en el futuro socialista hasta el final. Y como testimonio fiel de ello, Rosa Luxemburgo lo dejó escrito de manera brillante, como sólo ella podía hacerlo:
“¿Cómo será vista la derrota de nuestra “semana espartaquista” a la luz de la mencionada cuestión histórica? ¿Cómo una derrota producto de una impetuosa energía revolucionaria y una inmadurez insuficiente de la situación, o producto de una acción débil e indecisa? ¡Ambas cosas! La seña de identidad especial de este episodio más reciente es la naturaleza dual de esta crisis, la contradicción entre la firme y decidida disposición a la lucha de las masas de Berlín y la indecisión, tibieza y vacilación de los dirigentes berlineses. Ha fallado la dirección. Pero la dirección puede y debe ser creada de nuevo por las masas. Las masas son lo decisivo porque son la roca sobre la que se levantará la victoria final de la revolución. Las masas han estado a la altura, ellas han hecho de esta nueva ‘derrota’ un eslabón más de esa serie de derrotas históricas que son el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y por esta razón, de esta ‘derrota’ florecerá la victoria futura.
“¡El orden reina en Berlín! ¡Estúpidos lacayos! Vuestro ‘orden’ está levantado sobre arena. Mañana, la revolución se alzará de nuevo y, para terror vuestro, anunciará con todas sus trompetas:
¡Fui, soy y seré!241
NOTAS.
119. Pierre Broué, op. cit., p. 115-116
120. Ibíd., p. 120
121. Ibíd., p. 121
122. León Trotsky, Historia de la revolución rusa, Fundación Federico Engels, Madrid 2007, I Vol. p. 237
123. Pierre Broué, op. cit, p. 127
124. Ibíd., p. 152
125. Ibíd., p. 135
126. Ibíd., p. 136
127. Ibíd., p. 137
128. Ibíd., p. 137.
129. “Las Tesis de abril fueron discutidas por el Buró del Comité Central (o sea por la dirección del partido) el 6 de abril. Kámenev las criticó. Stalin juzgó a su vez el esquema leninista no era satisfactorio. Dos días después, al siguiente de la publicación del documento en Pravda, Kámenev escribió en el mismo diario una nota con el título ‘Nuestras divergencias’: ‘Por lo que respecta al esquema general del compañero Lenin, nos parece inaceptable en cuanto da por terminada la revolución democrático-burguesa y cuenta con una inmediata transformación de esta revolución en revolución socialista. La táctica que se desprende de semejante juicio difiere profundamente de la táctica que los representantes de Pravda han defendido’. Las ideas leninistas encontraron por lo tanto una clara oposición inmediatamente después del regreso de Lenin”, Guisepe Boffa, La revolución rusa, Editorial ERA, México, 1976, p. 128
130. Citado en Trotsky, Historia de la revolución rusa, Vol I, p 265-266
131. Ibíd., p. 279
132. Ibíd., p. 264
133. Pierre Broué, op. cit., p. 155
134. Haffner, op, cit; p. 29
135. Citado en Ibíd., p. 42
136. Ibíd., pp. 43-44
137. Ibíd., p. 48
138. Landers: reinos federados del Imperio Alemán.
139. Citado en Lelio Basso, op. cit., p. 133
140. Karl Liebknecht, apuntes políticos sacados de sus papeles póstumos. Ed. Die Aktion 1921, p. 5, citado en León Trotsky, Mi Vida, Fundación Federico Engels, p. 180
141. Citas en E.H. Carr, La revolución bolchevique (1917-1923), Vol. III, p. 106
142. Lenin recibió tres disparos de la militante socialrevolucionaria Dora Kaplan
143. Victor Serge, El año I de la revolución rusa, Siglo XXI Editores, México 1971, p. 378
144. Ibíd., p. 380
145. Citado en E.H. Carr, La revolución bolchevique (1917-1923), Tomo III, p. 142
146. Pierre Broué, op. cit., p. 163
147. Pierre Broué, op. cit., p. 123
148. Haffner, op. cit., pp. 60-61
149. Ibíd., p. 62
150. Ibíd., p. 63
151. Ibíd., p.. 63
152. A manos de un comando de social-revolucionarios de izquierda
153. Haffner, op. cit., p. 69
154. Ibíd., p. 52
155. Ibíd., p. 71
156. Ibíd., pp. 71-72
157. Pierre Broué, op. cit., p. 175
158. Haffner, op. cit., p. 76
159. Ibíd., p. 77
160. Ibíd., p. 80
161. Ibíd., p. 82
162. Ibíd., p. 93
163. Pierre Broué, op. cit., p. 180
164. Haffner, op. cit., pp. 82-86
165. Citado en Pierre Broué, op. cit., p. 181
166. Hafnner, op. cit., pp. 94-95
167. Ibíd., p. 98
168. Ibíd., p. 102
169. Ibíd., p. 103
170. Ambas citas en Ibíd., p. 106
171. Pierre Broué, op. cit., p. 189
172. Citado en E.H. Carr, op. cit., Vol III, p. 113
173. Pierre Broué, op. cit., p. 202
174. Citado en Haffner, op. cit., p. 111
175. Kautsky se convirtió en un encarnizado enemigo de la revolución rusa. Ungido por el prestigio del pasado, pretendió dar una cobertura “socialista” a la crítica burguesa de la revolución de octubre. Pocos meses después del triunfo, Kautsky escribió un famoso texto, La dictadura del proletariado, donde no sólo atacaba con furia a Lenin y Trotsky, sino que echaba por tierra toda la teoría revolucionaria de Marx y Engels. Este texto fue contestado por Lenin en una de sus obras más sobresalientes, La revolución proletaria y el renegado Kautsky, en la que, al igual que hiciera en El Estado y la revolución, restituye los principios de la teoría marxista del Estado, tergiversada y distorsionada por los reformistas hasta convertirla en una caricatura al servicio del parlamentarismo burgués. Las palabras de Lenin en el sentido de que “sólo es marxista aquel que hace extensible el reconocimiento de la lucha de clases al de la dictadura del proletariado” fueron confirmadas proféticamente por los hechos.
Kautsky, defendiendo una concepción de la democracia “pura”, abstrayéndose en todo momento de su contenido de clase al más puro estilo del imperativo categórico kantiano, criticó que la clase obrera tomara la organización de la sociedad en sus manos. El libro de Lenin tuvo una honda repercusión en las filas del movimiento obrero internacional y Kautsky lo contestó con otro folleto, Terrorismo y comunismo: una contribución a la historia natural de la revolución. En esta nueva obra Kautsky se convirtió en el ariete de la demagogia burguesa contra el “terror rojo” en plena guerra civil. El nuevo texto de Kautsky recibió una respuesta a la altura, en esta ocasión por parte de Trotsky mientras comandaba la campaña del Ejército Rojo. Esta obra de Trotsky, Terrorismo y Comunismo, completa los escritos de Lenin anteriormente mencionados, dando una forma acabada a la crítica marxista contra el revisionismo en una época revolucionaria. Sus páginas suponen un estudio completo de la revolución, incluyendo las experiencias históricas de las revoluciones francesas y deteniéndose pormenorizadamente en la Comuna de París, la primera forma de Estado obrero que Kautsky intentó contraponer a la revolución soviética.
176. Pierre Broué, op. cit., p. 214
177. Citado en Haffner, op. cit., pp. 122-123
178. Ibíd., p.125
179. E.H. Carr, La revolución..., Vol. III, p. 114
180. Pierre Broué, op. cit., p.220
181. Ibíd., p. 220
182. Ibíd., p. 222
183. Haffner, op. cit., p. 127
184. Eso no quiere decir que los Consejos alemanes no hicieran grandes esfuerzos por imponer su poder y reemplazar la institucionalidad burguesa, también dentro de las estructuras del Ejército a través de los consejos de los Soldados. Pierre Broué da un informe detallado de estos esfuerzos en su libro (pp. 193-197).
185. Citas en León Trotsky, Historia de la revolución rusa, Vol. I, pp. 300, 404, 485
186. Pierre Broué, op. cit., p. 240
187. En su libro sobre Rosa Luxemburgo, Paul Nettl plantea una hipótesis, arriesgada pero que no deja de ser interesante: “(…) El SDKPiL [La Socialdemocracia del Reino de Polonia y Lituania, el partido que organizó Rosa Luxemburgo con Leo Jogiches en el exilio] no dejó herederos directos”, escribe Nettl, “ (…) En cambio influyeron grandemente en el desarrollo de la futura izquierda alemana bajo la dirección de Rosa Luxemburgo. Como veremos, de la oposición atomizada iba a surgir después de 1914 una élite o grupo de iguales semejante. Muchos modos, reacciones, actitudes e ideas personales acerca de la vida y el trabajo que aparecieron en el Spartakusbund se calcaron directa, aunque inconscientemente, del SDKPiL (…) Un grupo de dirigentes que cooperaba por contacto informal, unido contra los ajenos al grupo pero conservando todas las libertades personales y las extravagancias propias de intelectuales y altamente individualistas (…) Nadie contribuyó más decisivamente a crear este ambiente político que Rosa Luxemburgo, con su curiosa combinación de orientación esencialmente pública para sus actividades y celosa autonomía en su vida y sus opiniones privadas” (Nettl, op. cit., p. 230)
188. León Trotsky, Historia de la revolución rusa, Vol. I, p. 51
189. Pierre Broué, op. cit., p. 241
190. Ibíd., p. 131
191. Ibíd., p. 135
192. Ibíd., p. 136
193. Ibíd., p. 138
194. Pierre Broué, op. cit., p. 236
195. Paul Frölich, op. cit., p. 395
196. Ibíd., p. 397
197. Pierre Broué, op. cit., p. 244
198. Ibíd., p. 249
199. Informe de Paul Levi al II Congreso de la Internacional Comunista, 1920
200. La Fundación Federico Engels ha publicado los textos más sobresalientes del congreso, informes y discursos en Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, La revolución alemana de 1918-1919, Madrid, 2009
201. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, La revolución alemana de 1918-1919, p. 13
202. En octubre de 1920 el USPD celebraría su congreso en la ciudad de Halle y dos terceras partes de los delegados votarían por adherirse a la Internacional Comunista y unificarse con el KPD, otorgando a los comunistas alemanes una base de masas real. El nuevo partido, se denominaría Partido Comunista Unido de Alemania (Vereinigte Kommunistische Partei Deutschlands, VKPD) y contaría con más de 400.000 miembros.
203. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, La revolución alemana de 1918-1919, p. 16
204. Ibíd., p. 17-18
205. Ibíd., p. 19
206. Pierre Broué, op. cit., p. 255
207. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, La revolución alemana de 1918-1919, p. 20
208. Ambas citas en Ibíd., pp. 29-31
209. En el Manifiesto del Segundo Congreso de la IC, escrito por Trotsky, se afirma sin ambigüedad: “A la vez que combate de la manera más decidida el reformismo en los sindicatos, el arribismo y el cretinismo de los parlamentos, la internacional Comunista no deja de condenar el sectarismo de aquellos que invitan a los proletarios a abandonar las filas de organizaciones sindicales que cuentan con millones de miembros y a ignorar las instituciones parlamentarias y municipales. Los comunistas de ningún modo se alejan de las masas engañadas y vendidas por los reformistas y los patriotas sino que aceptan luchar contra ellos, dentro de las organizaciones de masas y de las instituciones creadas por la sociedad burguesa, de manera de poder acabar con ésta última rápidamente….”, Tesis, Manifiestos y resoluciones de los Cuatro Primeros Congresos de la Internacional Comunista, Fundación Federico Engels, Madrid 2009, p. 178
210. Los escritos de Lenin a los que nos referimos son ‘Los bolcheviques deben tomar el poder’ (septiembre de 1917), ‘El marxismo y la insurrección’ (septiembre de 1917) y ‘Consejos de un ausente’ (octubre de 1917, publicados en En defensa de la revolución de octubre, p 115-129.
211. Paul Frölich, op. cit., p.398
212. Ibíd., p. 336
213. Haffner, op. cit., p. 140
214. Citado en Frölich, op. cit., p. 404
215. Citado en Pierre Broué, op. cit., p. 279
216. Haffner, op. cit., p. 143
217. Pierre Broué, op. cit., p. 281
218. Ibíd., p. 283
219. Ambas citas en Haffner, op. cit., p.144-145
220. Llamada espartaquista, citada en Pierre Broué, op. cit., p. 288
221. Ibíd., p. 290
222. Ibíd., p. 293
223. Frölich, op. cit., p. 408
224. Citado en Nettl, op. cit., p. 567
225. Haffner, op. cit., p. 146: “El mayor Von Stephani llamó a la Cancillería y preguntó qué debía hacer con todos los presos. Según su relato recibió la siguiente respuesta: ‘Fusiladlos a todos!’. El mayor se negó a ello; era un oficial de la vieja escuela. A pesar de ello, siete de los presos fueron fusilados, la gran mayoría recibieron terribles golpes con la culata de los fusiles”.
226. Haffner, op. cit., p. 159
227. Ibíd., pp. 160-162
228. Rosa Luxemburgo, El orden reina en Berlín; Kart Liebknecht, ¡A pesar de todo!
229. Citado en Maria Seidemann, op. cit., p. 148
230. Del Diario de Radek, citado en Nettl, op. cit., p. 579
231. Citado en Maria Seidemann, op. cit., p. 150
232. Haffner, op. cit., p. 172
233. Ibíd., p. 173
234. Ibíd., p. 176-177
235. Ibíd., p. 177
236. “Lo que ellos [los Freikorps] querían, lo que anhelaban, aquello por lo que luchaban e incluso mataban, era algo distinto a la monarquía, algo que sólo un hombre pondría luego en palabras, un hombre que en ese momento actuaba aún como oscuro informador de la Reichswehr bávara en Munich. Su espíritu, el espíritu de los futuros campos de concentración y de los comandos de exterminio ya planeaba en 1919, aunque no claramente expresado, sobre las tropas de la contrarrevolución a las que Ebert había hecho venir y que Noske capitaneaba. La revolución de 1918 había sido bondadosa; la contrarrevolución fue brutal” (Ibíd., p. 176)
237. León Trotsky, Argumentos y refutaciones, 8 de junio 1934
238. Die Rote Fahne, 11 de enero de 1919
239. Rosa Luxemburgo, ‘El orden reina en Berlín’, Die Rote Fahne, 14 de enero 1919
240. Ibíd.
241. Ibíd.