"Nos ponemos el objetivo de regular la participación en el desarrollo de nuestro país de los capitales extranjeros de otros Estados y de empresas privadas en el contexto de una economía mixta, la cual ofrece espacio al funcionamiento de las empresas de ambos sectores de propiedad, popular y privado, que respondan a los intereses del desarrollo nacional".
Plan de Lucha del FSLN
El arsenal teórico del marxismo, y en particular la experiencia de revoluciones anteriores como la rusa, la china o la cubana, ofrecía numerosas lecciones para Nicaragua, especialmente en el terreno de qué medidas tomar para enfrentar el sabotaje económico capitalista o cómo reconstruir una economía destruida por la guerra y edificar una economía planificada. Pero cuando los sandinistas tomaron el poder estas experiencias permanecían veladas para millones de activistas y dirigentes revolucionarios. Tanto el estalinismo como el reformismo se habían encargado de distorsionarlas y deformarlas hasta hacer de ellas algo irreconocible.
La idea predominante entre los líderes y teóricos estalinistas y reformistas de finales de los años 70 del siglo pasado era la llamada “economía mixta”. Según ellos, era posible una transición gradual y prolongada a lo largo de varias generaciones del capitalismo al socialismo durante la cual elementos de ambos sistemas podían combinarse y coexistir de un modo más o menos armónico. Sin embargo, Nicaragua será una demostración palmaria de la falsedad de estas teorías.
¿Es posible combinar elementos de capitalismo y socialismo?
El propio término “economía mixta” introduce dos ideas profundamente antidialécticas; es decir, antimarxistas. La primera es la coexistencia armónica entre dos sistemas radicalmente opuestos, como socialismo y capitalismo. La segunda, que esta convivencia puede prolongarse varias generaciones hasta que los elementos socialistas, gradualmente, vayan haciéndose hegemónicos, limando los capitalistas y desembocando todo el proceso en la transformación de la estructura económica de la sociedad.
Estas ideas, como demuestra el siguiente comentario del comandante Jaime Wheelock, influían poderosamente sobre la dirigencia sandinista: “La tendencia nuestra es a que la propiedad estatal y cooperativa sean las hegemónicas, coexistiendo con una producción privada mediana y pequeña e incluso grande, donde las relaciones del capitalismo atrasado seguramente pasarán a ser secundarias, subordinadas” (J. Wheelock, El gran desafío).
En la realidad lo que tenemos es todo lo contrario. El capitalismo y el socialismo son dos sistemas absolutamente incompatibles, lo que hay es una lucha entre ambos en la que o se impone uno o el otro. Cualquier tipo de coexistencia armónica o convivencia entre elementos capitalistas y socialistas, o de evolución gradual de unos hacia otros, está descartada a causa de las propias características que definen a cada uno de estos dos sistemas.
El capitalismo se basa en la propiedad privada de los medios de producción y la explotación de la fuerza de trabajo del obrero asalariado por parte del capitalista. El motor que mueve al sistema es la búsqueda del máximo beneficio para cada propietario individual de los medios de producción. Esto, entre otras cosas, significa que el sistema capitalista es injusto y anárquico por naturaleza. El capitalismo conlleva inevitablemente, como explicaba Marx, la anarquía de la producción y la lucha feroz por los mercados entre los distintos burgueses, tanto dentro de cada país como a escala mundial.
Como en el mito de la Caja de Pandora, las fuerzas que pone en marcha el capitalismo escapan totalmente a su propio control. Por eso tiende una y otra vez a producir grandes cataclismos sociales: crisis, guerras, revoluciones y contrarrevoluciones. Los propios Gobiernos o Estados capitalistas, como muestra la crisis económica global que hoy sufrimos, están comprobando la imposibilidad de someter el funcionamiento del capitalismo a cualquier tipo de control o regulación serios. La propiedad de las principales fuentes de riqueza por parte de un reducido grupo de capitalistas, que solo las ponen en marcha si les proporcionan el máximo beneficio en el menor tiempo posible, impide cualquier tipo de regulación y plan colectivo.
Por contra, el socialismo se basa en la propiedad social, colectiva, de los medios de producción. Frente al capitalismo, que nace de la lucha por la supervivencia individual y tiene esta como base, el socialismo solo se puede construir de manera consciente y planificada. Esto significa necesariamente que la clase obrera, al frente del resto de los explotados, una vez tomado el poder debe arrancar las principales fuentes generadoras de riqueza —las empresas fundamentales, la tierra, los bancos...— de manos de los capitalistas y ponerlas en poder del Estado revolucionario. Al mismo tiempo ese nuevo Estado revolucionario, para ser tal, debe estar dirigido por los trabajadores y el resto de los oprimidos.
Solo es posible hablar de transición al socialismo si se han estatizado los medios de producción y estos son gestionados directamente por los propios trabajadores. Y esto solo puede ocurrir tras destruir el viejo Estado forjado por la burguesía (las viejas leyes, ministerios, justicia, gobernaciones y alcaldías...) y construir un Estado revolucionario basado en consejos de trabajadores y vecinos formados por representantes elegibles y revocables ante asambleas obreras y populares. A esto es a lo que se refería Marx cuando hablaba de “expropiar política y económicamente a la burguesía”.
Cuando otros marxistas, entre ellos Gramsci, hablaban de la lucha dialéctica entre lo viejo que se resiste a morir y lo nuevo que quiere nacer (una frase muy recordada hoy en Venezuela, por ejemplo) se refieren a lo mismo: la lucha que se da por construir y consolidar una economía socialista y un Estado de los trabajadores una vez que la clase obrera ha destruido la vieja estructura estatal burguesa y ha tomado posesión de los medios de producción para ponerlos bajo el control democrático de toda la sociedad. Nunca antes, pues —sin estos dos pasos previos— hablar de transición al socialismo es tan estéril como intentar manejar un carro sin gasolina ni motor.
Sin estatización bajo control obrero no puede haber socialismo
Como explicaba Marx, la primera revolución obrera victoriosa de la historia, la Comuna de París en 1871, demolió el viejo aparato del Estado burgués y empezó a levantar un Estado de los trabajadores basado en la elegibilidad y revocabilidad de todos los cargos y que ninguno cobrase más que un obrero cualificado. Pero la Comuna cometió un grave error: no puso los medios de producción en manos de ese Estado obrero que había comenzado a forjar. Los capitalistas utilizaron el control que seguían teniendo sobre el Banco de Francia para sabotear la labor revolucionaria de la Comuna.
La Revolución rusa, aprendiendo de la experiencia de los comuneros parisinos, no solo destruyó el Estado burgués y edificó un Estado obrero como el de la Comuna sino que ese Estado tomo posesión de las palancas fundamentales de la economía: los bancos, las fábricas, la tierra... Esto le permitió empezar a resolver los problemas más urgentes de la población, repartiendo la tierra a los campesinos, satisfaciendo así un anhelo de siglos, e instaurando una economía planificada democráticamente.
La centralización y planificación económica son los principales instrumentos para erradicar las desigualdades y la lucha por la supervivencia, así como para resolver de manera concluyente los problemas creados por el capitalismo: pobreza, desempleo, déficit de vivienda, etc. Sin embargo, como explica Trotsky en la teoría de la revolución permanente, la victoria de la revolución en un país y el establecimiento de una economía estatizada y un Estado obrero todavía no es el socialismo como tal, sino solamente el primer paso hacia la transformación socialista de la sociedad a escala internacional.
El socialismo solo habrá logrado imponerse definitivamente al capitalismo cuando consiga extenderse a toda la economía mundial. Mientras tanto, lo que hay es una lucha entre, por un lado, el embrión de socialismo que representa un Estado de los trabajadores y una economía estatizada y planificada y, por otro, la presión de todos los elementos heredados del capitalismo; que intentan empujar la rueda del progreso histórico hacia atrás. Estos elementos, entre otros, son la lucha por la supervivencia, la desigualdad de ingresos y las condiciones de vida heredadas de la vieja sociedad (que todavía subsisten por un tiempo en la nueva), la pervivencia de algunas formas de propiedad privada de los medios de producción y, sobre todo, la presión de las economías de los países en los que sigue existiendo el capitalismo y los poderosos tentáculos del mercado mundial.
Solo en este sentido, en el de una lucha irreconciliable entre capitalismo y socialismo en la que únicamente uno de los dos sistemas puede imponerse es posible hablar de transición. Como vemos, esto excluye cualquier posibilidad de gradualismo, mezcla, coexistencia o complementariedad entre elementos de ambos sistemas.
La solución al problema de quién prevalecerá en esa lucha a vida o muerte: si el embrión de socialismo que representa la economía estatizada y planificada democráticamente o el capitalismo circundante, únicamente podrá ser resuelta por la lucha de clases tanto a escala nacional como internacional. La economía nacionalizada y planificada y el monopolio estatal del comercio exterior bajo control de los trabajadores, la extensión de la revolución a otros países y una política acertada por parte de la dirección revolucionaria son condiciones indispensables para lograr la victoria.
La economía estatizada y planificada en la URSS
El factor fundamental que permitió a la Unión Soviética resistir el bloqueo y la intervención militar de 21 ejércitos imperialistas, el sabotaje económico y la presión de las economías capitalistas más avanzadas fue que los bancos y las empresas estaban nacionalizadas y el Estado tenía el monopolio del comercio exterior. Esto, junto a la participación de los trabajadores en la toma de todas las decisiones y a la calidad de los cuadros revolucionarios que formaban parte de la dirección del Partido Bolchevique, constituía la principal barrera defensiva de la revolución contra el peligro de restauración capitalista.
La presión del capitalismo circundante y de los crecientes elementos de capitalismo que la Nueva Política Económica (NEP), a partir de 1921, impuesta por el aislamiento de la revolución en un solo país y la situación económica desesperada, tendían a introducir en la economía rusa, se expresaron en una revisión de las bases teóricas del marxismo por parte de sectores de la dirección revolucionaria. Las teorías defendidas por Bujarin y la llamada Oposición de Derecha eran el vehículo teórico y político que expresaban la presión de la burguesía dentro de las filas revolucionarias. En cierto sentido, lo que luego se denominaría como economía mixta, podría ser considerado como una versión corregida y aumentada de algunas ideas planteadas entonces por Bujarin.
A causa de su concepción esquemática y rígida —“escolástica”, decía Lenin— del marxismo y de la presión que generaba el capitalismo, Bujarin consideraba que en las condiciones concretas de Rusia el socialismo se podía construir “a paso de tortuga” y mediante la absorción y asimilación del sector capitalista privado que estaba surgiendo: los campesinos ricos (kulaks), que explotaban el trabajo ajeno, y los pequeños y medianos empresarios que se habían desarrollado aprovechando las concesiones a la economía de mercado realizadas por la NEP. Una de las consignas de Bujarin era: “¡kulaks, enriqueceos!”.
La política de concesiones a los elementos capitalistas defendida por Bujarin, y apoyada por Stalin, fortaleció a estos y debilitó tanto a la base social de la revolución como al grado de control que el Estado tenía sobre la economía. Esto estuvo a punto de derrotar la revolución.
Control obrero y estatización, dos caras de la misma moneda
La Oposición de Izquierdas, liderada por Trotsky, combatía las políticas de Bujarin y Stalin defendiendo la elaboración de un plan estatal centralizado con la participación democrática y consciente de los trabajadores y campesinos. El primer objetivo de dicho plan debía ser fortalecer los elementos socialistas de la economía, además de combatir conscientemente y derrotar los elementos de capitalismo. Junto a otras medidas —en las que no entraremos porque nos desviarían demasiado del tema que estamos tocando— la Oposición de Izquierdas insistía en la necesidad de mantener a toda costa y fortalecer la propiedad estatal de los medios de producción y el monopolio estatal del comercio exterior así como en desarrollar el control y gestión de los trabajadores en el conjunto del Estado y de la economía.
Los campesinos ricos y los pequeños empresarios, animados por el giro a la derecha y los bandazos y concesiones que les habían hecho Stalin y Bujarin plantearon toda una serie de exigencias contrarrevolucionarias. Lo único que evitó la derrota de la revolución fue que esta había dado ya el salto cualitativo hacia el establecimiento de la economía nacionalizada y la memoria de los avances que había supuesto frente a la barbarie y miseria que representaba el capitalismo estaba muy fresca en la conciencia de las masas. Stalin, situado ante el abismo al que le había llevado su propia actuación, culpó a Bujarin de todos los errores y dio un giro de 180 grados hacia la izquierda, asumiendo incluso varios aspectos del programa de la Oposición de Izquierdas pero aplicándolos de manera limitada, distorsionada y burocrática.
Incluso a pesar de la dirección burocrática y criminal de Stalin y sus sucesores, la propiedad estatal de los medios de producción permitió a la URSS pasar de ser un país subdesarrollado a convertirse en una potencia mundial, aunque a un coste infinitamente superior al que habría tenido bajo un régimen de democracia obrera basado en el poder de los trabajadores y no en el de los burócratas. De hecho, una vez que fueron abandonadas la planificación y la propiedad estatal de los medios de producción, a partir de finales de los años 80, y se reinstauró el capitalismo, el retroceso económico, cultural y social que han sufrido las masas de los antiguos países estalinistas ha sido espeluznante.
La experiencia de la URSS demuestra que el control obrero y la nacionalización son dos caras de la misma moneda. Prescindir de cualquiera de ellas imposibilita avanzar. La sustitución del control obrero de abajo hacia arriba mediante los sóviets (o comités) de delegados elegibles y revocables, por el dominio asfixiante de la burocracia impidió cualquier posibilidad de planificación democrática. Y la planificación sin participación democrática, que permita conocer las necesidades y corregir y rectificar los errores, acaba resultando un fracaso. Como decía Trotsky “el socialismo necesita la democracia al igual que el cuerpo humano necesita el oxígeno”.
Por otra parte, la sustitución de una dirección como la que encabezaban Lenin y Trotsky, formada por cuadros revolucionarios con una comprensión científica del marxismo, forjados en la lucha de clases, enraizados en el movimiento obrero, respetados y reconocidos por las bases y con capacidad para inspirar a estas, por una caterva de burócratas pagados de sí mismos, privilegiados y nuevos ricos tuvo como efecto la creciente desmoralización y escepticismo de las masas y finalmente el colapso total de la Unión Soviética.
La experiencia cubana
En la Revolución cubana también se dio un intenso debate sobre la transición del capitalismo al socialismo. El objetivo inicial del Movimiento 26 de Julio, encabezado por Fidel Castro y el Che, no era instaurar una economía estatizada ni mucho menos. Al igual que en Nicaragua (o que en Venezuela hasta 2005) los objetivos proclamados por la dirección revolucionaria eran: reconstruir el país, edificar una democracia burguesa amplia, llevar a cabo una distribución de la riqueza que corrigiese la brecha cada vez más insalvable entre ricos y pobres y terminar con la corrupción enfermiza del régimen de Batista y la injerencia constante del imperialismo estadounidense en los asuntos del país.
Reflejando la corrección de la teoría de la revolución permanente de Trotsky, el intento de Fidel y el Che de llevar a cabo las tareas democráticas y de liberación nacional chocó con la resistencia encarnizada de la burguesía cubana y el imperialismo. Como en Nicaragua, incluso los sectores supuestamente progresistas de la oposición a Batista que en un primer momento formaron parte del Gobierno, rompieron con el Movimiento 26 de Julio y se pasaron a la contrarrevolución.
Fidel y el Che, enfrentados a la incapacidad del capitalismo cubano para resolver los problemas de las masas, al boicot de la burguesía y el hostigamiento del imperialismo estadounidense, tenían que elegir. O con el pueblo, ofreciendo una solución a sus problemas más acuciantes mediante la estatización y planificación de la economía; o aceptar la presión de los capitalistas y dejar la revolución a medias, lo que habría supuesto defraudar las esperanzas de su base social y ser derrotados. Eligieron el primer camino y la revolución dio, como en la URSS, el salto cualitativo hacia una economía planificada y estatizada. Esto es lo que le ha permitido sobrevivir hasta hoy.
Cuando los economistas enviados por la burocracia rusa intentaron frenar las expropiaciones, Che Guevara se les enfrentó. El Che en ese momento insistía en la necesidad de nacionalizar la economía en su conjunto y planteaba que esta no podía ni debía funcionar con una parte capitalista y otra socialista sino como un todo planificado y estatizado. “No podemos construir el socialismo con las armas melladas del capitalismo”, decía el Che.
El Che y su lucha por la estatización
La analogía que hace el Che en ese momento es la de una gran empresa multinacional con sus distintos departamentos y secciones. Cuba debía ser una gran empresa socialista cuyo único propietario fuese el pueblo cubano. Cada sector: la banca, los complejos azucareros, la industria, el transporte, etc., debía ser considerado una parte del todo, como los distintos departamentos y secciones en una gran empresa capitalista. Desde el punto de vista del Che, en lugar de relaciones de competencia entre distintas empresas (como en el capitalismo) en la economía cubana debía haber una colaboración solidaria y una planificación consciente y centralizada que marcase objetivos de producción a cada una de estas partes y al conjunto.
Algunos economistas han criticado el pensamiento económico del Che como idealista. Es posible que en su lucha contra los economistas estalinistas de la URSS el Che cometiese algunas exageraciones y errores teóricos, pero más allá de tal o cual idea polémica aislada incorrecta (el papel de la ley capitalista del valor, el rol del dinero, etc.) hay que situar la polémica del Che con los economistas soviéticos en el contexto concreto de una revolución en marcha y de los intentos de los revolucionarios más avanzados y las masas por hacerla avanzar y completarla, mientras la burocracia rusa, la burguesía y sectores de la pequeña burguesía echaban constantemente jarros de agua fría e intentaban frenar la estatización.
El principal error teórico del Che ni siquiera hay que buscarlo en las medidas económicas que propuso sino, sobre todo, en el hecho de que aunque tuvo el valor de criticar toda una serie de propuestas y políticas de la burocracia rusa y enfrentarse a ellas, no terminó de sacar todas las conclusiones acerca del carácter degenerado burocráticamente de la URSS y lo que esto implicaba para la revolución en Cuba y a escala mundial.
Si la URSS y China hubiesen sido auténticos Estados obreros en transición al socialismo hubiese sido bastante posible que un pequeño país como Cuba funcionase como proponía el Che. Incluso la presión del mercado mundial y la división internacional del trabajo sobre una economía tan pequeña como la cubana podría haberse visto enormemente atenuada bajo el paraguas protector de una federación con economías estatizadas y planificadas gigantescas como la china y la rusa.
Pero este era precisamente el problema decisivo. Ni China ni la URSS eran Estados obreros sanos. Al tratarse de Estados deformados burocráticamente, dirigidos por castas privilegiadas cada vez más degeneradas (y además enfrentadas entre sí), su objetivo no era construir el socialismo en sus propios países ni mucho menos ayudar a otros pueblos a hacerlo impulsando una federación socialista. Antes al contrario, lo que había era un intento de frenar cualquier revolución para que no sirviese de ejemplo a los trabajadores rusos y chinos. En esa situación, Cuba se vio obligada a resistir con ayuda económica de la URSS —a causa de sus intereses estratégicos en su lucha contra el imperialismo estadounidense— pero en unas condiciones en las que toda la presión del capitalismo circundante se hacía sentir y sometía permanentemente las fuerzas de la joven revolución cubana a una extraordinaria tensión. Esto, a su vez, obligaba a Cuba a acercarse más a la URSS y depender de ella.
Hoy, cuando algunos sectores en la isla reclaman una suerte de vía china para Cuba y hablan de la economía estatizada y planificada como algo anticuado, un lastre para la economía, etc., conviene recordar que la estatización y planificación de la economía y el monopolio estatal del comercio exterior han sido los pilares que han permitido resistir el criminal bloqueo imperialista y alcanzar cotas de desarrollo social en educación, salud, cultura, deporte, etc., impensables para la mayoría de los países capitalistas, incluidos muchos de los más avanzados.
La economía estatizada y planificada, lejos de ser un problema, es una conquista. La clave está en que esa planificación sea democrática y cuente con la participación de la clase obrera y el conjunto de los ciudadanos en la toma de todas las decisiones. Inseparable de ello, el otro aspecto decisivo para defender la revolución cubana y que esta pueda resolver los problemas que enfrenta —y lejos de retroceder hacia el capitalismo avanzar hacia el socialismo— es la extensión de la revolución a otros países, en primer lugar a Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y demás países que integran el ALBA.
Capitalismo contra regulación
El punto de vista del marxismo respecto a la cuestión de la transición del capitalismo al socialismo siempre fue el que acabamos de exponer. No obstante, desde mediados de los años 50 y 60 diferentes economistas al servicio de la burocracia de la Unión Soviética como otros vinculados a las direcciones reformistas de los sindicatos y partidos de izquierda en Europa comenzaron a revisar estas ideas y desarrollaron la “teoría” de que era posible mezclar elementos del capitalismo y socialismo en una misma economía de forma armoniosa y por un periodo prolongado. Estas ideas, en última instancia, reflejaban la presión económica e ideológica del capitalismo.
Desde 1948 a 1973 el capitalismo tuvo el periodo de auge más prolongado e intenso de su historia. Era la época triunfal del keynesianismo, la tesis según la cual la intervención del Estado capitalista en la economía podía regular esta y garantizar estabilidad social, pleno empleo y, al mismo tiempo, altos beneficios empresariales. Los reformistas estaban convencidos de que las medidas keynesianas de intervención y regulación del capitalismo habían conseguido cuadrar el círculo: acabar con las crisis del sistema y que este entrase en una nueva época de estabilidad y crecimiento casi continuos. Este espejismo se rompió bruscamente en los años 70.
Como explicó el fundador de la Corriente Marxista Internacional, Ted Grant, en su artículo de 1958 “¿Habrá una recesión?”, el endeudamiento público —resultado del intento de los Gobiernos de intervenir en la economía mediante un sector público fuerte e inyectando dinero con el fin de animar las inversiones privadas— unido al casi pleno empleo y los derechos conquistados con su lucha por los trabajadores, entraba en contradicción cada vez de un modo más absoluto con los beneficios de los capitalistas. La crisis de los años 70, con la explosión de la inflación y el desempleo, el recorte de los gastos sociales y el inicio de una oleada privatizadora que se ha prolongado por más de treinta años, vino a confirmar una vez más la imposibilidad de someter al capitalismo a cualquier tipo de control efectivo y duradero. Sin embargo, los teóricos estalinistas y reformistas siguieron aferrándose como un clavo ardiendo a las teorías sobre una posible “economía mixta”.
El denominador común en todos los casos anteriormente analizados (Rusia, Cuba y, por supuesto, también Nicaragua) es que la revolución no puede quedarse a medio camino. Ni en el sentido de permanecer aislada en un sólo país ni en el de dejar sectores de la economía en manos capitalistas. No completar la revolución expropiando los medios de producción significa necesariamente retroceder y que sea el capitalismo el que se imponga.
No es posible mantener un poco de capitalismo dentro del socialismo. Si la estatización se ve limitada solamente a algunos sectores o empresas y deja partes significativas de la economía en manos capitalistas lo que ocurrirá será que los elementos capitalistas tenderán inevitablemente a imponerse. El capitalismo es como un virus. Como ya explicaron Marx y Engels en El Manifiesto Comunista, el capitalismo tiende a someter a sus leyes cuanto le rodea y destruir todos los obstáculos, barreras y controles que se alzan en su camino: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales (…) Una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores (…) Espoleada por la necesidad de dar cada vez mayor salida a sus productos, la burguesía recorre el mundo entero. Necesita anidar en todas partes, establecerse en todas partes, crear vínculos en todas partes”.
Miel y alquitrán
Intentar mezclar socialismo y capitalismo es como mezclar agua y aceite. O, si se prefiere, como mezclar miel y alquitrán. Por muy dulce y sabrosa que sea la miel si viertes en un litro de miel un chorrito de alquitrán destruirás todas sus propiedades. El mantenimiento de sectores y empresas significativos de la economía en manos capitalistas junto a un sector de propiedad estatal actúa como el alquitrán en relación a la miel: destruye cualquier posibilidad de planificación democrática y termina contaminando al conjunto del sistema económico.
Esto es precisamente lo que ocurría en Nicaragua, y lo que ocurre hoy en Venezuela, Bolivia, etc. En el caso de la Nicaragua sandinista incluso los bancos llegaron a ser nacionalizados, pero eso sin una planificación centralizada y democrática del conjunto de la economía (algo imposible al seguir una buena parte de esta en manos capitalistas) no servía de gran cosa. Más bien se convertía en su contrario.
La nacionalización solo sirvió para que los banqueros enjugasen su cuantiosa deuda y esta fuese a parar a manos del Estado. Por otra parte, la banca estatizada, con el argumento de los partidarios de la economía mixta de que el Estado debía actuar como estímulo para los inversores privados, concedía préstamos casi a fondo perdido a empresarios que, lejos de destinarlos a desarrollar las fuerzas productivas e incrementar la inversión, se dedicaban a evadirlos del país por mil vías diferentes o empleaban estas ayudas para hacer todo tipo de negocios especulativos que les proporcionaban más beneficios que invertir en la producción. Una vez más, la ley del máximo beneficio capitalista imponiéndose a cualquier otra consideración.
“La evidencia disponible indica que el financiamiento entregado fue convertido en dólares y sacado del país a través del mercado libre de divisas —un mercado carente de toda regulación efectiva hasta septiembre de 1981—; paulatinamente el capital productivo se desplazó hacia la esfera del comercio y la especulación (…) una tendencia a la descapitalización se aprecia en muchos sectores de la empresa privada. Todo ello en el marco de un sistema financiero estatizado que adelanta al empresario la totalidad de su capital trabajo y reduce al mínimo el riesgo operativo. Estos elementos favorecen el desarrollo de un movimiento de transferencia del excedente desde el sector público de la economía hacia el sector privado, y desde los sectores productivos hacia los no productivos (…) Es cierto que la nacionalización del sistema financiero limita estos movimientos o los hace más difíciles pero (…) parece no haber sido suficiente para eliminar la capacidad de maniobra de la burguesía, capacidad que en definitiva emana de su condición de propietaria de los medios de producción” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista). La conclusión de este autor es más significativa, si cabe, teniendo en cuenta que en ese momento defendía la política del FSLN de aliarse con la burguesía progresista y aceptar la economía mixta.
Digan lo que digan sus promotores, la economía mixta no es un híbrido, ni una fase intermedia que combina capitalismo y socialismo, sino una trampa. Mientras el discurso oficial habla de que estamos construyendo el socialismo, en la práctica lo que sigue funcionando es el capitalismo, con un sector más o menos significativo de la economía en manos del Estado pero condenando a los trabajadores a las mismas lacras de siempre: inflación de los precios, desempleo, cierres de empresas, etc. El resultado es desprestigiar las ideas socialistas e introducir paulatinamente en la mente de las masas la idea de que no existe alternativa a la explotación capitalista.
El fracaso de la economía mixta en Nicaragua
La planificación socialista sobre el Estado y las empresas del Estado jamás fue posible, y menos aún sobre las empresas privadas (…) Y ante los fracasos se llegó a pensar también en un híbrido entre planificación central y economía de mercado no menos irreal.
Sergio Ramírez, vicepresidente de Nicaragua bajo el gobierno sandinista entre 1979 y 1990.
Todos los intentos que a lo largo de la historia se han realizado de someter a un cierto grado de control o regulación al capitalismo han terminado en un fracaso estrepitoso, siendo contestados por los capitalistas con el retraimiento de la inversión, los cierres de empresas y el despido de trabajadores argumentando baja rentabilidad. El capitalista no invierte en comprar máquinas, materia prima y la fuerza de trabajo de los obreros por amor al arte sino porque, con esa producción espera obtener un beneficio. Como decía Henry Ford: “Yo no hago automóviles, hago dinero”. De hecho, esta es la razón de que los capitalistas muevan sus inversiones de un lugar a otro, o de un sector a otro; buscan el lugar donde su capital pueda multiplicarse más rápido y con menos esfuerzo.
En última instancia el efecto de intentar regular el funcionamiento del capitalismo, implantar controles de cambios o precios, incrementar los impuestos o acometer nacionalizaciones parciales es trancar el funcionamiento normal del capitalismo. Pero, al mismo tiempo, estas medidas parciales son insuficientes para garantizar una planificación socialista. Al final sigues teniendo todas las desventajas del capitalismo sin ninguna, o casi ninguna, ventaja del socialismo.
Si esto es cierto para el capitalismo en los países avanzados, resulta mil veces más válido para los países que como Nicaragua (o Venezuela, Bolivia, etc.) se caracterizan por tener una burguesía parásita y un capitalismo débil y atrasado. Las burguesías centroamericanas y latinoamericanas solo pueden competir en el mercado mundial, vender sus productos y atraer inversiones, generando condiciones especialmente favorables para la obtención de altas tasas de beneficios.
En un mercado mundial controlado por un puñado de grandes multinacionales imperialistas cuya capacidad tecnológica, volumen de capital, etc., es muy superior al de las débiles burguesías nacionales latinoamericanas, la única oportunidad de éstas de “competir” es ofrecer una mano de obra barata y sin derechos, materias primas y servicios a bajo precio, etc. Para ello es necesario amordazar y maniatar al movimiento obrero y campesino, intentar controlar y domesticar a los sindicatos y, si no se puede, reprimirlos. La revolución, al despertar a las masas a la lucha pone límites y obstáculos cada vez mayores a la explotación capitalista y, guste o no, tiende a disuadir a los capitalistas de invertir.
“A pesar de que [el modelo de economía mixta aplicado por la revolución sandinista] contempla un espacio para la empresa privada mediana y grande, no es atractivo para el tipo de burguesía que efectivamente se desarrolló en Nicaragua. Mantiene los medios de producción (…) pero la política económica y financiera reduce su margen de maniobra e introduce elementos de inseguridad en sus evaluaciones de futuro. Al mismo tiempo, el estímulo oficial a la organización sindical, la vigilancia del cumplimiento de la legislación laboral, el auge de la firma de convenios colectivos de trabajo, la creciente participación sindical en el desenvolvimiento de las empresa reducen los niveles de explotación de la fuerza de trabajo y cuestionan el principio burgués de autoridad en la empresa” (Carlos M. Vilas, Op. cit., subrayado en el original).
Los empresarios respondían a la lucha y organización de los trabajadores afiliados a los sindicatos sandinistas y su demanda por mejores condiciones de vida y salarios, cerrando o descapitalizando las empresas. Para intentar evitarlo el Gobierno nacionalizó, como vimos, toda una serie de empresas pero no como parte de un plan consciente, decidido y claro para construir una economía estatizada y planificada democráticamente sino como advertencia al resto de los capitalistas para que se portasen bien.
Por otra parte, cuando esos empresarios a los que se intentaba convertir en buenos patriotas amenazaban con cerrar más empresas y reducir la inversión, o acusaban a los sindicatos de exigencias intolerables, los dirigentes del FSLN hablaban en contra de las huelgas e incluso intentaban limitarlas. Pero ni esto era suficiente para contentar y hacer invertir a los empresarios. El resultado de todos estos bandazos, vacilaciones y contradicciones desarrollándose a lo largo de años era, precisamente, el contrario que esperaban los dirigentes sandinistas: en lugar de tranquilizar a los capitalistas y animarles a invertir, intensificaba todavía más la huida de capitales, la evasión de impuestos o la especulación con la moneda y los productos.
“Empresarios culpables de apropiarse fraudulentamente las divisas que recibían destinadas a la compra de insumos, o de inflar los fletes del transporte de materias primas para quedarse con el excedente, nunca fueron procesados ni expropiados por temor a las consecuencias políticas que de otro lado provocábamos al confiscar a otros con menor suerte” (Sergio Ramírez, Op. Cit.).
¿Nacionalizar qué, por qué y para qué?
Algunos sectores reformistas aducen que el problema en Nicaragua fueron precisamente las nacionalizaciones. Ponen como ejemplo la estatización de pequeños negocios y empresas que no tenían ningún tipo de trascendencia económica pero cuyo paso al sector estatal de la economía fue utilizado por la reacción para lanzar una virulenta campaña, aterrorizando a sectores de los pequeños comerciantes e incluso de los vendedores ambulantes.
“Al triunfo de la revolución, el Estado tuvo en su poder una colección de empresas de todo tipo y tamaño, quitadas de manos de quienes caían bajo el peso del Decreto 3, dictado para confiscar a la familia Somoza y a sus cómplices y allegados, bajo el principio de que se trataba de bienes mal habidos. De esta suerte el Fideicomiso Nacional y después el Área de Propiedad del Pueblo (APP) pasaron a administrar (…) desde haciendas de ganado, ingenios de azúcar, fincas cafeteras, salineras, una línea aérea, y fábricas de textiles, zapatos y cemento a cines, ferreterías, panaderías, agencias de viajes, funerarias, moteles de parejas furtivas, taxis, y hasta una barbería” (Sergio Ramírez, Op. Cit.).
Lo cierto es que estas políticas no tienen nada que ver con el marxismo. Tampoco eran el resultado de querer ir hacia el socialismo, sino precisamente la consecuencia de carecer de una firme decisión de hacerlo y un plan consciente para llevarlo a cabo. En ausencia de ese plan y esa convicción, los bandazos y dudas de la dirección sandinista ante las presiones de clase irreconciliables a que se veía sometida provocaban una política de nacionalizaciones errática.
Desde el punto de vista del marxismo es absurdo expropiar y nacionalizar pequeños negocios como abastos, panaderías, pequeños talleres, etc. Este tipo de nacionalizaciones fueron llevadas a cabo en alguno casos por los estalinistas en el Este de Europa y su resultado fue no aportar nada a la economía y dar argumentos a los reaccionarios para sembrar el miedo al comunismo entre las capas inferiores de la pequeña burguesía e incluso entre sectores atrasados del campesinado y el movimiento obrero. Lo que tiene que expropiar la revolución para hacer realidad la planificación son las palancas fundamentales de las que depende el funcionamiento de una economía moderna: los latifundios, los bancos y las empresas fundamentales. Y, además, no basta simplemente con poner estas empresas en manos del Estado sino que los trabajadores y el pueblo deben participar en su gestión directa. Este es el único modo de garantizar que son dirigidas en un sentido revolucionario y no por burócratas para su propio beneficio o para el de la burguesía.
Los resultados
Tras varios años de revolución, el sector estatal de la economía nicaragüense, que en 1977 representaba solamente el 14% del PIB, llegó en 1980 al 25% y en 1984 alcanzará el 43%. Sin embrago, Xavier Gorostiaga, asesor del Ministerio de Planificación, en declaraciones realizadas en 1981 decía: “poquísimas personas se dan cuenta de que el 80% de la producción agrícola está en manos del sector privado, así como el 75% del sector industrial. (…) Los privados controlaban el 72% de la producción de algodón, el 53% del café, el 58% del ganado, el 51% del azúcar” (Claudio Villas, Nicaragua: Lecciones de un país que no completó la revolución).
El resultado de esta estatización a medias y del intento de los dirigentes sandinistas, y sus asesores estalinistas y/o reformistas, de controlar y terminar gradualmente con el capitalismo fue paralizar la economía. Como explica Sergio Ramírez en su libro: “estas medidas creaban incertidumbre, generaban más conflictos y entorpecían la producción”. En 1985, el país solo funcionaba a un 60% de su capacidad productiva. Todo ello contribuía a disparar la inflación, creando una espiral incontrolable que a finales de los años 80 alcanzaría la astronómica cifra de ¡37.000%!
El deterioro que sufría la economía nicaragüense bajo la llamada economía mixta tenía un componente de sabotaje de los empresarios contra el Gobierno revolucionario pero en última instancia reflejaba también el hecho de que el capitalismo no puede funcionar con ningún tipo de corsé o restricción.
“Rotas las reglas del juego tradicional (...) los empresarios no estaban interesados en su mayoría en un juego leal sino en asegurar sus capitales fuera de Nicaragua; en obtener el mayor número posible de ventajas, como las que les daba el tipo de cambio para comprar maquinarias e insumos a precios irrisorios; y en llevarse todo lo que pudieran en créditos de los bancos, sabiendo que terminarían siendo perdonados” (Sergio Ramírez, Op. cit.).
Lo que los capitalistas nicaragüenses y los inversores extranjeros en el país necesitaban, y exigían a cada paso, era recuperar su tasa de beneficios del pasado; pero esto solo se podía conseguir por los mismos métodos de entonces: saqueando al Estado, evadiendo impuestos y obligaciones, condenando a los trabajadores a bajos salarios, condiciones de vida y laborales precarias y temporalidad. En definitiva, hambreando al pueblo. Ello tenía una precondición indispensable: derrotar a la revolución, que era el resultado y, al mismo tiempo y dialécticamente, la causa del despertar político y organizativo del proletariado y de su lucha por unas condiciones de vida dignas. De esta lucha entre la clase obrera, por intentar culminar la obra de la revolución, y los capitalistas, por hacerla retroceder, dependería el desenlace final del proceso revolucionario sandinista.