Aquí no se derrocó a un Gobierno, sino que se destruyó todo el Estado. Al día siguiente del triunfo no había ejército, ni tribunales, ni poder legislativo, ni Gobierno. Entonces tuvimos que organizar todo eso.
Bayardo Arce, comandante del FSLN, miembro de la Dirección Nacional sandinista.

Los cimientos de un Estado obrero

La anterior cita, extraída de una entrevista realizada por varios periodistas europeos a varios comandantes del Frente Sandinista en 1984, resume con bastante exactitud la situación creada en Nicaragua tras el derrocamiento del régimen somocista. El ejército, la policía y la Guardia Nacional somocistas, descompuestas por el irresistible movimiento de las masas, habían sido sustituidas en la práctica por el pueblo en armas.

Los Comités de Defensa Cívicos que habían empezado a desarrollarse de un modo espontáneo, en la última etapa de la lucha contra el somocismo, como embriones de autoorganización de las masas cambian su nombre por el de Comités de Defensa Sandinistas (CDS) y se extienden y generalizan, tomando en sus manos la tarea de organizar en la práctica la vida en los barrios y pueblos: luchar contra el desabastecimiento, resolver los problemas de salud, e incluso mantener el orden.

“En los meses posteriores al triunfo revolucionario, la fragilidad y las limitaciones inevitables del nuevo Estado, en medio de la destrucción de la guerra, llevó a las organizaciones de trabajadores a tener que hacerse cargo de las fincas y empresas industriales abandonadas por sus propietarios; los CDS debían entregar constancia de domicilio, encargarse del abastecimiento mínimo de ciudades enteras, ejercer funciones de seguridad. Por razones de inexcusable necesidad, la gente organizada en estas estructuras pasó a encargarse de la gestión directa de un conjunto de tareas y actividades en una versión auténtica al margen de sus limitaciones de la democracia popular” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).

Estos Comités engloban a centenares de miles de personas. En su momento de mayor desarrollo llegarán a agrupar, según el comandante del FSLN Bayardo Arce, a unas 500.000 personas (más de un 15% de la población total del país). Unidos a los comités de fábrica y Consejos de Producción que hemos visto desarrollarse en las fábricas, los CDS, podían (y debían) haber sido la base de un nuevo Estado revolucionario.

Marx en su análisis de la Comuna de París explica que la clase obrera no puede tomar posesión de la maquinaria estatal creada por la burguesía y utilizarla, sin más, para sus fines. El proletariado debe destruir el Estado creado por la burguesía y levantar sobre sus ruinas un aparato estatal revolucionario completamente diferente. En realidad, un semiestado, porque por primera vez en la historia no se trata de una máquina de dominación al servicio de una minoría explotadora para mantener su opresión sino de un instrumento bajo el control de la mayoría oprimida que tiene como único objetivo erradicar las clases sociales y acabar con cualquier forma de explotación.

Lenin, estudiando también la experiencia concreta de la Comuna, resumió esta en varios elementos que permiten construir el Estado revolucionario capaz de dirigir la transición al socialismo: “Los obreros, después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo demolerán hasta los cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo, formado por los mismos obreros y empleados, contra cuya transformación en burócratas se tomarán sin dilación las medidas analizadas con todo detalle por Marx y Engels: 1) no solo elegibilidad, sino revocabilidad en cualquier momento; 2) sueldo no superior al salario de un obrero; 3) inmediata implantación de un sistema en el que todos desempeñen funciones de control y de inspección y todos sean ‘burócratas’ durante algún tiempo, para que, de este modo, nadie pueda convertirse en ‘burócrata”.

A esto añadía otra lección fundamental de la Comuna, el monopolio de las armas no lo debe tener un ejército regular separado del pueblo sino el pueblo en armas, organizado en milicias obreras y populares: “El primer decreto de la Comuna fue (...) la supresión del ejército permanente para sustituirlo por el pueblo armado’ (C. Marx, La guerra civil en Francia)” (V. I. Lenin, El Estado y la revolución).

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Los CDS y los comités de fábrica y Consejos de Producción podían (y debían) haber sido la base de un nuevo Estado revolucionario. 


Realmente, en Nicaragua el movimiento de las masas fue tan magnífico y la descomposición del aparato estatal burgués tan asombrosa que, en la práctica, la primera parte del aserto de Marx fue realizada. La maquinaria del Estado burgués somocista no fue tomada tal como estaba sino que en la práctica fue destruida por el movimiento insurreccional de las masas. El problema fue que el desguace del Estado burgués no abrió paso a un Estado obrero a imagen y semejanza de la Comuna parisina, sometido al control obrero y popular, basado en comités elegibles y revocables, etc. Lo que ocupó el vacío que dejaron los escombros del Estado somocista fue el aparato militar de la guerrilla sandinista.

Un animal peculiar

El Estado sandinista durante todo un periodo será un animal muy peculiar. El ejemplo más claro de esa peculiaridad lo encontramos en el propio ejército. Como hemos explicado, una de las primeras medidas de la Junta de Gobierno es desarmar a las masas y reconstruir un Ejército Regular. Pero, al hacerlo, no se basan en los oficiales de la policía, Guardia Nacional y Fuerzas Armadas burguesas. Estos, en su inmensa mayoría, habían huido del país. La oficialidad del Ejército Popular Sandinista (EPS) la formarán fundamentalmente los comandantes y combatientes guerrilleros. Su base y cuadros inferiores saldrán de las propias milicias surgidas espontáneamente en los últimos días de la insurrección. Aunque las milicias como tales son disueltas, una parte de sus efectivos es incorporada a las filas del EPS. Lo mismo ocurre, al menos en parte, con la Policía Nacional Sandinista (PNS). Esta se construye en parte sobre la base de los participantes en la lucha contra Somoza aunque bajo orientación de los Gobiernos burgueses “amigos”, que envían expertos y asesores para “ayudar” a reconstruir un cuerpo policial.

Al mismo tiempo, en la Junta de Gobierno, en varios Ministerios clave, en el Consejo de Estado y en otros muchos organismos públicos participan destacados representantes de la burguesía. No obstante, también están representadas las organizaciones obreras y populares sandinistas. Esto supone que, especialmente durante los primeros años de ascenso revolucionario, este aparato estatal tienda a reflejar en su seno todas las contradicciones entre las clases y se verá sometido a luchas y fricciones constantes en su interior. Su carácter de clase, por así decirlo, está en discusión y dependerá del propio desarrollo de la lucha de clases. Y no solo a escala nacional sino también, y sobre todo, internacionalmente.

Por su estructura, el naciente Estado sandinista lleva dentro la semilla del Estado burgués, las estructuras que se desarrollan tienden a imitar las de la democracia burguesa. Pero al mismo tiempo, por la presión social que tiende a reflejar, y en parte por su composición, las masas en revolución ponen su sello durante todo un periodo sobre la maquinaria estatal y hasta cierto punto intentan utilizarla para sus fines. Por la base de ese aparato estatal, los CDS, los Consejos de Producción, etc., mantienen durante un tiempo, al menos, cierto poder de decisión, especialmente en las cuestiones más inmediatas y de carácter local.

Nicaragua, en contra de lo que sostenía la brutal campaña mediática internacional azuzada por el imperialismo, era en ese momento posiblemente el país más democrático del mundo. Los CDS tenían capacidad para intervenir y decidir en importantes aspectos de la vida local, en muchas empresas se crearon Consejos de Producción y otras formas de participación obrera. El problema fue que estos nunca se extendieron ni a los niveles máximos de decisión ni al conjunto de la economía y la sociedad.

En la cima de este aparato estatal en formación y sometido al fuego cruzado de todas las contradicciones de clase que existen en la sociedad nicaragüense tiende a destacarse la Dirección Nacional sandinista, integrada por 9 comandantes, tres de cada una de las antiguas tendencias en que se dividiera el Frente durante la lucha contra el somocismo. Las decisiones de la dirección del FSLN tenderán a solaparse y, finalmente, a imponerse a las de la Junta de Gobierno, la cual —tras la salida de los representantes burgueses— acaba en la práctica siendo un apéndice y brazo ejecutor de las decisiones de la primera.

Aunque en teoría la Dirección Nacional sandinista responde ante la Asamblea Sandinista, que agrupa a los principales cuadros del Frente Sandinista, en la práctica, bajo la presión de la guerra y la crisis económica, tenderá cada vez más a concentrar en sus manos la toma de decisiones en detrimento de la Asamblea. Los nueve comandantes gobiernan de manera colegiada aunque, a causa de las comentadas presiones de clase, tienden a adquirir un peso cada vez mayor Daniel Ortega (elegido presidente del país en las elecciones de 1984) y su hermano Humberto Ortega (Jefe del Ejército).

La semilla de la burocratización

Con un aparato tan pequeño como el que representaba el FSLN, 1.500 militantes meses antes de la toma del poder y 12.000 tras la victoria, sin basarse en las organizaciones obreras y campesinas de base y los embriones del poder popular, la composición de los cuadros y funcionarios de ese aparato estatal naciente será una mezcla abigarrada y variopinta que tiende a reflejar todas las contradicciones de la revolución. Junto a miles de revolucionarios, muchos de ellos inexpertos y sin formación (o con una formación muy esquemática y fuertemente influida por el estalinismo), elementos oportunistas o carreristas acceden al poder estatal.

En un primer momento, y en una situación tan volátil y contradictoria, la debilidad ideológica de muchos de estos cuadros desempeña un papel importante a la hora de empezar a desarrollar elementos de burocratización. Esta capa de cuadros actúa en muchos casos intentando dar órdenes al movimiento obrero, campesino y popular en lugar de sometiéndose a él. En particular, en el campo esto tendrá consecuencias nefastas. Los prejuicios, la rigidez burocrática y la tendencia a ver a las masas como una arcilla moldeable, en lugar de como a los protagonistas activos de la revolución, hará que muchos funcionarios del Estado choquen con los trabajadores y los campesinos.

Esto, unido al lento avance y contradicciones internas de la revolución, ayudará a la derecha a forjar una cierta base social para la contrarrevolución. La lucha guerrillera genera además toda una serie de dinámicas: órdenes de arriba a abajo en lugar de discusión colectiva y convencimiento político, falta de mecanismos de control y de participación, que favorecen —una vez en el poder— el desarrollo de tendencias burocráticas.

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Junto a miles de revolucionarios, muchos de ellos inexpertos y sin formación (o con una formación muy esquemática y fuertemente influida por el estalinismo), elementos oportunistas o carreristas acceden al poder estatal. 


Algunos exrevolucionarios que participaron en la Nicaragua sandinista y ahora mantienen posiciones socialdemócratas atribuyen estas tendencias a un supuesto dogmatismo marxista. En realidad esos métodos burocráticos no solo no tienen nada que ver con el marxismo sino que se oponen radicalmente a él. Las ideas de Marx, Engels, Lenin y Trotsky parten en primer lugar del estudio de la realidad concreta, buscan conocer lo que piensan los trabajadores y campesinos, escucharles y encontrar un lenguaje común con ellos. Los marxistas defendemos la participación de los propios trabajadores y campesinos en la toma de todas las decisiones, el derecho de las asambleas obreras y populares a través de delegados elegibles y revocables a dirigir el Estado y la economía. Las actitudes a que antes hacíamos referencia no son propias del marxismo sino del estalinismo.

El mecanismo de la burocratización en un primer momento se da de un modo casi imperceptible, asociado a la falta de confianza en las masas y el desdén burocrático por sus propuestas y opiniones, los pequeños privilegios, al ansia de prestigio, y se ve justificado con diferentes razones de Estado: la defensa de la revolución, la necesidad de unidad a toda costa, la seguridad nacional...

La guerra y el peso creciente del EPS

En particular la guerra jugará un papel crucial. En una situación de asedio como la que plantea el enfrentamiento bélico con los contras, la tendencia a cerrar filas y sustituir el debate abierto de las diferencias y los errores de dirección por las órdenes de arriba hacia abajo se ve reforzado. El contexto de guerra y colapso económico, unidos al cansancio de las masas tras años de intensa lucha, ayudan además a relajar la presión y control de las bases sobre la dirección. La atención del movimiento debe centrarse cada vez más en una sola tarea: resistir. Y sobrevivir.

Paralelamente, el peso del Ejército Popular Sandinista en el aparato estatal será cada vez mayor en todos los sentidos. El presupuesto militar consume casi la mitad de los recursos del país y un país tan pequeño como Nicaragua se ve obligado a mantener un aparato militar completamente sobredimensionado. La numerosa oficialidad del EPS será uno de los componentes más importantes de la naciente burocracia. Además, el sector militar tendrá —a causa de la propia dinámica de la guerra— un peso excesivo en las decisiones políticas y económicas y tenderá a ver las mismas cada vez desde una óptica más militar y menos política, lo que significa despreciar o, como mínimo, minusvalorar la participación y sensibilidad de las masas. Estos rasgos saldrán claramente a la superficie cuando, tras la derrota electoral sandinista, la burguesía tenga que retomar el control del Estado y no pocos mandos del EPS se muestren dispuestos a colaborar con ella y garantizar una contrarrevolución fría.

La presión de la guerra, unida a la escasez que esta genera, también tiene otros efectos. Hace que el acceso y mantenimiento de un puesto en el aparato estatal pueda marcar la diferencia entre tener o no tener acceso a determinados bienes, así como a pequeños, o grandes, privilegios. Esto acelera el surgimiento de una burocracia formada por miles de funcionarios que empiezan a desarrollar una psicología propia y un “espíritu de cuerpo” que tiende a chocar con el intento de las bases revolucionarias de ejercer el poder.

Con todo, el problema decisivo que permite desarrollarse, crecer y cuajar a todos los demás será la ausencia de control obrero y popular. Aunque la mayoría de los funcionarios sean revolucionarios sinceros y los cuadros sandinistas —forjados en el mayor sacrificio concebible: el de la propia vida— hayan destacado durante largos años de guerra por una firme moral revolucionaria; esto, por sí solo, sin los mecanismos de control de la democracia obrera, resulta insuficiente para garantizar el carácter revolucionario del Estado.

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La guerra y la escasez acelera el surgimiento de una burocracia formada por miles de funcionarios que empiezan tomar conciencia de sus propios intereses y que choca con el intento de las bases revolucionarias de ejercer el poder. 


El carácter de clase del Estado sandinista

El carácter final del aparato estatal creado por la revolución sandinista será decidido finalmente por el desarrollo de la propia lucha de clases. La presión de las masas, especialmente durante los primeros años del gobierno sandinista (79, 80, 81, 82...) es tan intensa que la burguesía se ve desalojada del aparato estatal y se dan unas condiciones prácticamente inmejorables para poder construir un Estado obrero. Sin embargo, debido a la confusión ideológica e indecisión de los dirigentes sandinistas, esta oportunidad no se concreta. Desaprovechada la oportunidad de edificar un Estado bajo el control de la clase obrera, y sin que la burguesía tampoco fuese capaz —en aquel momento y por varios años— de recuperar el control del Estado, este parecerá elevarse durante todo un periodo por encima de las clases sometido a la presión de los trabajadores y campesinos por un lado (que es la que con más frecuencia se impone, al menos hasta los últimos años de la revolución), y la de la burguesía —tanto a través de la presión económica interna como de los mecanismos del mercado mundial y la presión diplomática internacional— por el otro.

Este impasse en la definición del carácter de clase del Estado nicaragüense no podía mantenerse indefinidamente. Con todos los factores y contradicciones que hemos analizado desarrollándose a lo largo de casi diez años en la superestructura estatal, y combinándose con el mantenimiento del capitalismo en la economía y el aislamiento de la revolución, el resultado antes o después solo podía ser la recuperación del control del Estado por parte de la burguesía. La derrota electoral del FSLN en 1990 será la llave que abra la puerta del Estado nicaragüense a los capitalistas y les permita, no sin resistencia por parte de las masas, retomar a lo largo de toda la década de los 90 el control directo del Gobierno y de las instituciones y restablecer un aparato estatal burgués.

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Este artículo ha sido publicado en la revista Marxismo Hoy número 18. Puedes acceder aquí a todo el contenido de esta revista. 

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