Nos apartamos de los sentimientos que nos llamaban a la entrega de títulos de propiedad individual a los campesinos sin tierra (…) La revolución, al violar la más sagrada de sus promesas, producía el primero de sus grandes desencantos.
Sergio Ramírez, vicepresidente del Gobierno sandinista entre 1979 y 1990.

Siglos de infamia

Prácticamente desde la época de la independencia, el campo nicaragüense, como el de toda América Latina, se había caracterizado por una distribución de la tierra extremadamente injusta. Una pequeña minoría de terratenientes concentraba la mayor parte de las tierras, que además solían ser las más aptas y productivas. Por el contrario, la gran masa de campesinos se repartía un porcentaje mínimo de tierra y buena parte de ellos incluso carecía de cualquier propiedad. Las tierras en manos de los campesinos solían ser, además, las de peor calidad.

Los campesinos nicaragüenses nunca aceptaron pasiva y sumisamente su suerte. Fueron los protagonistas de los sucesivos levantamientos liberales que salpicaron los primeros 100 años de historia del país. Sin embargo, también fueron los primeros en ser traicionados por cada Gobierno que solicitaba su apoyo. Acostumbrados a poner siempre los muertos para no conseguir nada, el grito revolucionario de Sandino contra la oligarquía y el imperialismo galvanizó el alma herida de los campesinos y les puso en pie de guerra durante casi ocho años. Esta vez no fueron traicionados por su líder, pero los errores ya comentados de Sandino se saldaron con la derrota de la insurrección. El péndulo de la sociedad nicaragüense giró a la derecha por todo un periodo.

La noche del somocismo fue especialmente negra en el campo. La expansión del algodón arrebató a muchos pequeños propietarios las mejores tierras y empujó a muchos de ellos, arruinados, hacia las ciudades. Los que se quedaron fueron condenados a sobrevivir entre el saqueo de la mafia somocista y la expoliación de la gran burguesía agraria. Ante cualquier protesta, los gánsteres de la Guardia Nacional y la policía actuaban como brazo armado del capitalismo en expansión.

La estructura de explotación capitalista en el campo

Nicaragua no era una economía de plantación, como sí lo era su hermana Guatemala; basada en grandes haciendas productoras de banano u otros productos bajo la propiedad directa de multinacionales yanquis como la United Fruit y otras. En el caso nicaragüense predomina la propiedad agraria en manos de propietarios nacionales y esta se halla más repartida que en los países vecinos. “Nicaragua es, junto con Costa Rica, el país donde las fincas multifamiliares grandes (la gran burguesía agraria) concentran mayor proporción de tierra. Pero al mismo tiempo es el país donde las unidades familiares y multifamiliares medianas (la pequeña y mediana burguesía rural) tienen mayor peso en la estructura de tenencia: casi la mitad del total de unidades, con más de la mitad de la tierra” (Carlos M. Vilas, Perfiles de la revolución sandinista).

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Los campesinos nicaragüenses fueron los protagonistas de los sucesivos levantamientos liberales que salpicaron los primeros 100 años de historia de Nicaragua. 


Sin embargo, respecto a la distribución de la producción agropecuaria el campesinado aportaba una cuarta parte del total y la burguesía mediana casi la mitad. La gran burguesía solo representaba un tercio de la producción pero concentraba la mayor parte de las tierras, lo que da cuenta de su ociosidad. El 65% de los terratenientes ni siquiera habitaban sus fincas y haciendas. Además, esta gran burguesía parásita tendía a controlar las redes exportadoras, que era la parte más rentable del negocio. El 70% de la producción de café destinada al comercio mundial estaba controlada por un puñado de grandes propietarios.

La expansión del algodón, además de despojar a una parte de los campesinos más humildes de sus tierras, también tiende a supeditar al pequeño productor agrario a los grandes propietarios. Entre el 50 y 60% de la producción algodonera se realizaba en tierras arrendadas a los terratenientes. Además, miles de pequeños y medianos campesinos se veían sometidos a los designios de 28 empresas desmontadoras, 11 exportadoras y tres bancos que en la práctica eran quienes decidían cuánto se producía, a qué precios, etc. El 75% de las ventas de algodón en rama eran controladas por las desmontadoras y el 95% de las ventas de algodón oro estaba en manos de intermediarios. En el resto de sectores la situación no era muy diferente: el 50% del mercado de café lo controlaba una sola firma. Un puñado de grandes compañías imponía sus condiciones a la masa de campesinos productores. Lo mismo ocurría en la ganadería, donde unos 30.000 productores se encontraban a merced de cuatro grandes mataderos.

El mecanismo básico de dominación por parte del imperialismo y la gran burguesía nacional sobre la economía nicaragüense, además de este control de las empresas transformadoras y comercializadoras, eran los infinitos y sutiles tentáculos del capital financiero. “Los productores pequeños no tenían acceso al crédito bancario y dependían del financiamiento de los comerciantes o del capital agroindustrial, quedando endeudados por adelantado, entrampados en un sistema de ventas forzosamente anticipadas de las cosechas, sin capacidad de injerencia en el precio de las mismas” (Carlos M. Vilas, Op. cit.).

La sed de tierra de los campesinos

En los años 70 del siglo veinte, cuando el fantasma de la revolución vuelva a recorrer las ciudades y pueblos de la patria de Sandino, el campesino nicaragüense, que ha ganado nada o muy poco bajo Somoza y sufre duramente las consecuencias de la industrialización capitalista, le recibirá con los brazos abiertos.
Los pequeños y medianos propietarios agrarios, que durante los primeros años del régimen somocista habían servido a este, hasta cierto punto, como base para estabilizar el sistema, se ven aplastados a mediados de los años 70 por una montaña de deudas. Sobre este deterioro de sus condiciones de vida, las crecientes denuncias acerca de la corrupción y el lujo insultantes en que vive la camarilla palaciega somocista producirán una creciente efervescencia entre estos estratos del campesinado que contribuirá a erosionar la base social del régimen, empujarles hacia la izquierda y arropar la lucha de las masas más explotadas.

A finales de la década de los 70 el campesinado nicaragüense representaba el 51% de la PEA rural, agrupando a unas 200.000 personas. De ellos, un 20% podían ser considerados campesinos medios y el resto minifundistas en proceso de proletarización. La gran mayoría de ellos combinan incluso el trabajo en su pequeño pedazo de tierra con el trabajo asalariado estacional como jornaleros agrícolas, obreros de la construcción, etc. Estos sectores más explotados, sin tierras o con un pequeño pedazo que no les da ni para malvivir, serán los que se sumen con más entusiasmo y devoción a la marea revolucionaria. Para ellos la revolución es la única esperanza de salir de la existencia infrahumana a que les condena el capitalismo y conquistar una vida digna de ser vivida.

La sed de tierra y de un futuro digno para ellos y sus hijos será el motor que desate la movilización de estos miles de campesinos y les empuje a hacer los más conmovedores sacrificios. Se trata de una sed de siglos que solo la revolución mediante una reforma agraria audaz que, como planteaba Carlos Fonseca en el Programa Histórico del FSLN, dé la tierra “a quien la trabaja” puede aplacar. Sin embargo, las mismas limitaciones y contradicciones que hicieron que el proceso de nacionalizaciones de fábricas se quedase a la mitad provocarán un fenómeno similar en el campo, aunque si cabe con efectos más inmediatos y traumáticos para la revolución.

¿Erradicar el latifundio o limitarlo?

Uno de los primeros efectos de la política de la dirigencia sandinista de buscar una alianza con la supuesta burguesía patriótica antisomocista será cambiar su programa agrario: de la erradicación de todos los latifundios, su expropiación y reparto a los campesinos, propugnada en el Programa Histórico, se pasa a la limitación del latifundio.

“En el programa histórico del FSLN, la reforma agraria está ideada para liquidar el latifundio, fuera este de tipo capitalista o feudal. Con este programa el FSLN invitó al campesinado desde la década del 60 a integrarse a la lucha armada contra la dictadura somocista. Diez años más tarde, en 1979, en la primera proclama del Gobierno de Reconstrucción Nacional, desaparece la promesa de destruir todo latifundio, y la afectación se limita a las propiedades de la familia Somoza, el mundo de corrupción que la rodeaba, así como las tierras ociosas y en abandono. En esta oportunidad el programa pretende ampliar la base antisomocista con todas las fuerzas susceptibles de enfrentarse a la dictadura, incluyendo a terratenientes capitalistas y de tipo feudal. En este sentido, las diferencias entre estas dos concepciones, (...) van a marcar los ritmos de avance de la reforma agraria, pues el fondo de tierras a distribuirse se ve limitado por la alianza de clases, al mismo tiempo que permite sobrevivir a la gran propiedad terrateniente” (M. Ortega, La reforma agraria sandinista, revista Nueva Sociedad, 1986).

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Un puñado de grandes compañías imponía sus condiciones a la masa de campesinos productores. Lo mismo ocurría en la ganadería. 


Las últimas semanas de lucha contra Somoza y los primeros meses tras la caída del tirano habían estado marcadas por las ocupaciones e invasiones masivas de tierras. El FSLN anuncia que las propiedades de los somocistas y sus colaboradores serán confiscadas. Los campesinos toman las tierras de los somocistas pero también las de todos aquellos que les oprimen o que las mantienen ociosas, que son la inmensa mayoría de los terratenientes.

“Para los trabajadores del campo no existía una diferencia sustancial entre la propiedad de Somoza o la de un capitalista no somocista. Las dos, por igual, representaban formas de propiedad que habían crecido de la expropiación campesina o de la explotación de la fuerza de trabajo asalariada. Por eso les daba lo mismo tomarse una propiedad que fuera de un somocista o la de un capitalista no somocista, independiente de los compromisos asumidos por el FSLN. Esta conducta campesina refleja que la contradicción superaba el somocismo, y se extendía a todas las propiedades que se formaron vía la acumulación precapitalista y capitalista” (M. Ortega, Op. Cit.).

Sin embargo, pese a la demanda insistente de los campesinos en el sentido de extender las expropiaciones al conjunto de los latifundios y tierras ociosas, la Junta de Gobierno decide por el momento limitarlas a las propiedades de la familia Somoza.

La dirección sandinista vacila

“El primer decreto que aludía a la confiscación de bienes (decreto nº 3, del 21 de julio de 1979) se limitó a golpear a la familia Somoza, los militares y los funcionarios que habían abandonado el país (...), excluyendo de hecho al latifundio. En lo fundamental se afectó lo que podría considerarse la propiedad de las personas comprometidas con los crímenes y robos de la dictadura. El contenido de este decreto obedecía en parte al compromiso político asumido por el FSLN de no afectar más allá del régimen somocista, pero también se sustentaba en la creencia de que el somocismo controlaba más de la mitad de las propiedades agropecuarias del país, con las que se podía dar una respuesta inicial a las necesidades de tierra planteadas por el campesinado. La apreciación con todo no era totalmente correcta. Muy pronto habría de conocerse que el área somocista era menor al 20% del área en fincas del país, porción insuficiente para responder a la presión campesina por la tierra” (M. Ortega, Op. Cit.).

El campesinado no encontró respuesta a su demanda de tierras y continuó con la invasión de fincas de propietarios no aludidos por el decreto nº 3. El 8 de agosto de 1979, la Junta de Gobierno emitió el decreto nº 38, por el cual se intervenían preventivamente las propiedades de todos aquellos sospechosos de haber tenido vínculos con el somocismo. En esta situación se encontraban muchos de los grandes propietarios del país. El decreto, además, permitía englobar en esta categoría a cualquier capitalista. Finalmente, unos meses más tarde —bajo presión nuevamente de la burguesía— este decreto sería temporalmente retirado.

La Asociación de Trabajadores del Campo se convierte en la organización de lucha de los campesinos nicaragüenses, agrupando en este momento tanto a pequeños campesinos como a jornaleros. La ATC, que aglutina a finales de 1979 a más de 35.000 campesinos organizados, llega a 80.000 en el año siguiente y organiza varias marchas campesinas multitudinarias hasta Managua demandando al FSLN firmeza frente a las presiones capitalistas y que reparta más tierra a los campesinos. En enero de 1980, más de 60.000 campesinos marchan a Managua para exigir a la Junta de Gobierno que no devuelva ni una pulgada de la tierra confiscada o intervenida por el Estado.

La burguesía, preocupada con el rumbo que tomaba la reforma agraria, también presionaba para frenar las invasiones campesinas. Los empresarios envían varias cartas al Gobierno solicitando la promulgación de una Ley de Amparo y el cese de las confiscaciones e intervenciones, y se quejan amargamente de los ataques a la propiedad privada. Como resultado de estas presiones el Gobierno revolucionario emitió el 29 de febrero de 1980 el decreto 329, por el cual se establecía que todas las propiedades intervenidas hasta el momento no serían devueltas a sus antiguos propietarios, pero que en adelante no habría más expropiaciones de tierras que las que ordenase el Estado para acciones concretas de reforma agraria. La tierra cultivable afectada en ese momento por la reforma agraria era muy poca: menos del 25% del área nacional en fincas.

A mediados de 1981 el pequeño y mediano campesinado se separa de la Asociación de Trabajadores del Campo y funda su propia organización, la Unión Nacional de Agricultores y Ganaderos (UNAG), que seguirá planteando la demanda campesina insatisfecha de la tierra. La ATC, por su parte, continuará organizando a los obreros agrícolas.

La reforma agraria de 1981: ¿Demasiado rápido y demasiado radical?

En la actualidad, algunos sectores reformistas en Venezuela y en otros países todavía intentan explicar la erosión de la base social del sandinismo en el campo y el que un sector de los campesinos pudiese acabar actuando como base social de la Contra con el argumento de que la reforma agraria de 1981 quiso ir demasiado rápido y estaba influida por concepciones marxistas para las que los campesinos nicaragüenses no estaban aún preparados. La realidad es bien diferente.

Como explica Marvin Ortega en su análisis sobre La reforma agraria sandinista: “La Ley de Reforma Agraria emitida tenía el espíritu de no liquidar todo el latifundio (...) se podía expropiar a cualquiera, pero dentro de límites en que no se liquidaba al gran propietario, ya que dentro de este estrato se encuentran las principales fincas de la gran propiedad del país. Además (...) prevaleció la voluntad de fortalecer las propiedades estatales y las cooperativas de producción. Es decir se dedicaron el grueso del crédito, de las inversiones, de la asistencia técnica y los servicios sociales del Estado a fortalecer las empresas estatales y las cooperativas de producción. Detrás de la voluntad mencionada se encontraba la necesidad del Estado de contar con un eje productivo en el agro, capaz de romper la hegemonía de la burguesía en el sector agropecuario, pero al mismo tiempo se expresaba el deseo de avanzar hacia formas socialistas de producción, concebidas como formas superiores de organización”.

La revolución sandinista podía y debía haber nacionalizado toda la tierra y procedido a su reparto a los campesinos. Eso fue lo que hicieron los bolcheviques en Rusia en 1917 en un contexto parecido, en el que la demanda de tierras por parte de los campesinos era un clamor. El efecto de esta medida, como ocurrió entonces en Rusia, hubiese sido el de establecer una alianza de acero entre la revolución y las masas campesinas. Esto, unido a una política de créditos blandos y con todo tipo de facilidades por parte de la banca (que estaba en manos del Estado), además de desarrollar el agro e incrementar la productividad, habría servido para demostrar a los campesinos, no con discursos sino con hechos, que el socialismo no significaba ninguna amenaza a sus pequeñas propiedades, todo lo contrario. Esto habría segado la hierba bajo los pies de las bandas contrarrevolucionarias financiadas por el imperialismo estadounidense.

Al mismo tiempo, la revolución podría haber fomentado con los campesinos más empobrecidos y los jornaleros tanto cooperativas como explotaciones colectivas de propiedad estatal. La incorporación de los campesinos a dichas explotaciones sería completamente voluntaria y habría servido para ir convenciendo paulatinamente a todos los campesinos que así lo deseasen de las ventajas de trabajar la tierra de forma colectiva y aplicando los avances tecnológicos más recientes. Esta fue precisamente la posición que defendieron los marxistas de la Oposición de Izquierdas en la URSS.

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La ATC organiza varias marchas campesinas multitudinarias hasta Managua demandando al FSLN firmeza frente a las presiones capitalistas y que reparta más tierra a los campesinos.  


Pero la reforma agraria de 1981, al tiempo que dejaba de repartir tierras a los campesinos, o reducía este reparto a la mínima expresión, mantenía la mayor parte de los latifundios en manos privadas. Lejos de ser una reforma agraria socialista era un intento administrativo de hacer frente a la escasa productividad del campo impulsando granjas estatales pero sin erradicar el latifundio. Si había alguna concepción ideológica que inspirase esta reforma no era el marxismo sino las ya comentadas ideas sobre la economía mixta y, seguramente, la presión y métodos burocráticos de los asesores soviéticos enviados por la casta burocrática estalinista de la URSS.

Métodos marxistas contra métodos burocráticos

La política que la revolución adopte hacia el campo no es solo una cuestión económica sino también política. La sensibilidad de la dirección revolucionaria, su capacidad para sentir y respirar con las masas, y para inspirarlas y convencerlas políticamente, son cualidades que no se improvisan sino que nacen de una política y un método correctos y de años de trabajo entre las propias masas, interviniendo en sus reuniones, luchas y asambleas, peleando por ganar la mayoría y sometiéndose a esta cuando no se consigue. Solo cuadros revolucionarios sólidamente formados, acostumbrados a explicar pacientemente y a trabajar en el movimiento de masas podían, en una situación tan compleja como la que se vivía en el campo nicaragüense, orientarse en medio de las contradicciones y mantener el apoyo de los campesinos.

Una parte del problema, como vimos en el apartado dedicado al Estado, era que muchos cuadros del FSLN y funcionarios carecían de una formación y un método marxistas. Se trataba en muchos casos de comandantes guerrilleros acostumbrados a dar y recibir órdenes o de estudiantes formados, en el mejor de los casos, en una concepción estalinista y esquemática del marxismo. “El mensaje revolucionario, transmitido con persuasión deficiente, o bajo amenazas, o con demasiada retórica, imponía promesas, parámetros de conducta política y formas de organización muy ajenos a la realidad diaria de los campesinos que querían un cambio para bien en sus vidas (…) Muchachos entrenados en los rudimentos de las ideas marxistas habían asumido puestos de responsabilidad partidaria en las áreas rurales, que no conocían porque venían de las ciudades del Pacífico, y medían la conducta de la gente sencilla bajo esquemas ideológicos aprendidos en los manuales. (…) Explotadores habían pasado a ser en las montañas lejanas todos los que poseían algo: un camión, una pulpería, una finca, y estaban en la lista de los enemigos a neutralizar” (Sergio Ramírez, Adiós Muchachos).

A esto se unía, como dijimos, la presión de la burocracia estalinista de la URSS. Muchas políticas propuestas por los asesores soviéticos —no podía ser de otro modo si tenemos en cuenta que la URSS llevaba décadas degenerada burocráticamente— tendían a despreciar totalmente y sofocar la opinión y ansias de participación de las masas. Como resultado de todos estos factores, la tendencia de los funcionarios estatales era intentar solucionar problemas políticos, que solo podían ser afrontados con una política correcta, socialista, con medidas administrativas y órdenes, y recurriendo incluso, en algunos casos excepcionales, a medidas represivas. La decepción ante el lento avance de la reforma agraria, combinada con el desprecio burocrático, la ineficiencia de los funcionarios y la falta de mecanismos de control y decisión por parte de las bases revolucionarias, empujó a una capa de los campesinos hacia la apatía política y a los más atrasados de ellos hacia las filas de la contrarrevolución.

En resumen: los campesinos nicaragüenses que dejaron de apoyar a la revolución no lo hicieron porque esta fuese demasiado rápido sino por todo lo contrario. Cuando tenía todo a favor y los propios campesinos, entusiasmados, le pedían la tierra, la dirección revolucionaria no se atrevió a quitársela a la oligarquía y dársela. Luego, cuando la dirigencia sandinista vio las orejas al lobo de la contrarrevolución y empezó a sentir los efectos del boicot económico de la burguesía, intentó solucionar desde arriba los problemas de abastecimiento y productividad del sector agrario pero, una vez más, sin confiar en la capacidad de las masas obreras y campesinas para dirigir el país.

El caso de los miskitos

Un ejemplo de todo lo que estamos comentando fue lo ocurrido con los indios miskitos en la Costa Atlántica del país, la zona menos desarrollada económicamente. Los miskitos tenían toda una serie de características que les distinguían del resto del país. Además de numerosas diferencias culturales e idiomáticas, resultado de haber vivido durante siglos separados del resto de Nicaragua, la forma de propiedad agraria predominante en las zonas miskitas eran las pequeñas explotaciones. La revolución, si quería ganarlos, tenía que mostrarles un enorme respeto por su cultura y tradiciones y al mismo tiempo convencerles de que representaba una mejora radical en sus condiciones de vida.

Los bolcheviques, en tiempos de Lenin, tuvieron una política exquisita hacia las nacionalidades y pueblos que habían vivido oprimidos durante décadas bajo el zarismo. La revolución ofreció a las nacionalidades la posibilidad de decidir si querían formar parte de la URSS. La gran mayoría decidió voluntariamente integrarse en la naciente Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, disfrutando de importantes dosis de autonomía y con todos los medios para, por primera vez en su historia, poder desarrollar plenamente su lengua y cultura.

Con los miskitos ni siquiera era necesario ir tan lejos ya que no existía ningún reclamo de independencia o autodeterminación. Simplemente hacía falta mostrar sensibilidad y un respeto sincero y decidido hacia su cultura y aspiraciones y, sobre todo, llevar a cabo una política que les demostrase que la revolución significaba una mejora en sus vidas. Esto habría frenado las maniobras de la burguesía para apoyarse en una capa de caciques indígenas y utilizar a sectores de la población miskita contra la revolución. Cuando el FSLN aprobó una Ley de Autonomía en 1984, ya algunos pueblos miskitos se habían pasado a los contras o, en todo caso (y más habitualmente), se mantenían neutrales en la lucha entre revolución y contrarrevolución.

Generalmente, la experiencia de los miskitos con los contras fue tan dura y la evidencia del carácter reaccionario de estos tan clara, que, tras ser engañados, la mayoría abandonaron las filas de la contrarrevolución y adoptaron una posición neutral o incluso empezaron a mostrar cierta simpatía por la revolución. Si el Estado les hubiese dado tierras, condiciones de vida dignas, un mercado para sus productos, créditos, fondos de ayuda para mejorar sus condiciones de vida y desarrollar su propia cultura, etc., hubiese sido posible ganar el apoyo masivo de esta etnia para la revolución e impedir el asentamiento de los contras en una zona que utilizarían como base desde la que sembrar el caos, la muerte y la destrucción en todo el país.

La guerra en el campo

A partir de 1982 la actividad militar de las bandas contrarrevolucionarias en las principales regiones campesinas del país golpea duramente la actividad productiva agraria, causando cuantiosas pérdidas materiales y obligando al FSLN a incorporar a miles de campesinos y obreros agrícolas al ejército. El agravamiento de la crisis económica provoca un serio desabastecimiento del sector rural y la caída del nivel de vida de los trabajadores del campo. A esto se suma la necesidad de reasentar a millares de familias campesinas y desplazar masas de población en un contexto donde una revolución a medio camino no conseguía garantizarles condiciones de vida y trabajo dignas.

La reacción solo pudo mantener tanto tiempo su lucha, y causar tanto daño, porque se apoyaba en el desencanto de los campesinos que no habían conseguido la tierra o, si la habían conseguido, carecían de maquinaria, créditos y apoyo suficientes para trabajarla.
“Toda la tierra entregada a las cooperativas de producción y los individuales, hasta finales de 1984, había significado apenas cerca del 7% del área en fincas nacionales, y los campesinos beneficiados se estiman en una cantidad aproximada a un 25% de los productores que demandan tierra en el país. Con esta situación, las áreas a entregarse y las familias a ser beneficiadas, planificadas para 1985, resultaban ser realmente muy pocas, con lo que de hecho se provocaba un estancamiento de la reforma agraria. La gran propiedad en fincas mayores de 500 manzanas conservaba a junio de 1985 el 13% del área en fincas, mientras las propiedades mayores de 200 manzanas tenían un área igual. En estos estratos de propiedad se sitúa en Nicaragua la producción agrícola capitalista, la que además de esa área posee tierras de la mejor calidad dotadas de alta tecnología, destinadas a unos pocos productos, lo que le permite controlar el 48% de la producción exportable (café, algodón y azúcar) y en general casi el 30% de la producción nacional”.

“La gravedad de la situación (…) llevó al FSLN a revisar la reforma agraria, y en general la presencia del Estado en el agro. (…) A partir de las acciones de junio de 1985, cuando nuevamente se sucedieron invasiones de tierras, en el país se generalizaron las movilizaciones campesinas exigiendo tierras, hechos políticos que habían desaparecido prácticamente desde 1980. Bajo esta presión se titularon de junio a diciembre de 1985 más de 224 mil hectáreas a 17 mil familias campesinas. Estas cifras revelan que en seis meses se dio una cantidad de tierras igual a la mitad de las entregadas por la reforma agraria en el periodo julio 1981/junio 1985. Como hecho importante destaca la entrega individual, que benefició a más de 6 mil familias con 98 mil hectáreas de tierra (2% del área en fincas nacionales)” (M. Ortega, La reforma agraria sandinista).

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El lento avance de la reforma agraria, el desprecio burocrático de los funcionarios y la falta de poder de decisión de las bases revolucionarias, empujó a una capa de los campesinos hacia la apatía política y a los más atrasados a la contrarrevolución. 


Con todo, la mayor parte de la propiedad agraria seguía en manos privadas y eran estos grandes propietarios rurales los que, mediante todos los mecanismos del mercado, seguían controlando las mejores tierras y la comercialización. Para colmo, la negligencia y sabotaje burocráticos, unidos a la presión de la burguesía agraria, hicieron que títulos de propiedad concedidos a partir de este nuevo reparto de tierras de 1985 no se hiciesen efectivos hasta 1990; irónicamente, cuando el FSLN había perdido ya las elecciones y comenzaba la contrarrevolución.

El peor enemigo de la revolución —mucho peor que cualquier banda contrarrevolucionaria o intervención militar extranjera— es el escepticismo y desmoralización que siembra entre sectores cada vez más numerosos de las propias masas la no resolución de sus problemas. Como explicaba el ex vicepresidente sandinista, Sergio Ramírez: “La revolución al violar la más sagrada de sus promesas (dar la tierra a los campesinos y acabar con el latifundio) producía el primero de sus grandes desencantos. Las cooperativas cayeron bajo los ataques de los contras, determinados a destruirlas, pero muchos campesinos sin tierra se fueron a la guerra con ellos o se convirtieron en su base de apoyo (…). Familias enteras que habían colaborado con los sandinistas en los santuarios de la guerrilla y habían sido reprimidas brutalmente por Somoza (…) daban ahora protección y auxilio a la contra. Y el discurso de la contra, lejos de complicaciones teóricas, era insidioso pero simple: te quieren quitar tu libertad, quieren quitarte a tus hijos, quieren quitarte tu religión, vas a tener que venderles tus cosechas solo a ellos, y la poca tierra que tenés te la van a quitar, y si no la tenés, nunca te la van a dar en propiedad”.

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Este artículo ha sido publicado en la revista Marxismo Hoy número 18. Puedes acceder aquí a todo el contenido de esta revista. 

 

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