Aunque la propaganda burguesa ha tratado de desacreditar a Marx señalando que su pensamiento chocaba con la ecología, apoyándose en gran medida en las tergiversaciones del marxismo por parte del estalinismo, lo cierto es que, desde sus primeros escritos, Marx desarrolló una concepción del hombre completamente ligada a su entorno, de respeto y equilibrio con la naturaleza, que demuestra una concepción profundamente ecologista.

Y no solo eso, sino que, armado con el método del materialismo dialéctico —la filosofía que nos ayuda a comprender el mundo en que vivimos y su desarrollo a través de la lucha de clases—, sentó las bases para dotar hoy al movimiento de los oprimidos de un programa ecologista genuinamente anticapitalista y revolucionario.

El plástico, una tecnología verde fracasada

Si de nuestros ancestros decimos que vivieron en la edad de piedra, de bronce y de hierro, nosotros seremos conocidos por haber dominado el plástico. Hemos hecho de este material un "ser" omnipresente que, en forma de nano y micropartículas, se encuentra disuelto en los océanos, en la lluvia y en las botellas de agua que bebemos; también está en suspensión en nuestra atmósfera a 2.000 kilómetros de altura, en nuestra comida, en nuestra sangre; se ha encontrado en las placentas, la leche materna, los espermatozoides y dentro de nuestras células.

La historia del plástico es muy ilustrativa de cómo el modelo de producción capitalista convierte una tecnología supuestamente verde en un problema medioambiental.

En 1965, la bolsa de plástico fue patentada por un señor llamado Gustaf Thulin. Según la leyenda, este ingeniero “idealista” soñaba con utilizar el poliestireno para que la compañía sueca Celloplast salvara al mundo de las bolsas de papel. En ese momento, estas eran muy utilizadas, pero poco resistentes, y requerían una tala constante de árboles para garantizar un suministro permanente al mercado. En contraposición, la bolsa de plástico puede ser reutilizada cientos de veces. Si se tiene en cuenta su vida útil, el impacto medioambiental de la fabricación de una bolsa de plástico se puede considerar menor que el de una bolsa de papel. Si realmente su larguísima vida útil se aprovechara, posiblemente contribuiría a llevar un modo de vida más sostenible.

No conocemos las intenciones reales de Thulin, pero sí cómo reaccionó la industria. No solo abrió un nuevo mercado, sino que este artilugio sirvió para expandir otros preexistentes al poner en circulación una mercancía cuyo coste es irrisorio y facilita la venta de otros productos. La industria del plástico, la alimentaria y los Gobiernos promovieron su uso irracional a gran escala, sustituyendo un producto biodegradable por otro cuya esperanza de vida es de 500 años.

Así llegamos a la causa última del problema del plástico: la explotación capitalista de los recursos naturales y la concepción de la mercancía como algo creado para ser vendido, para generar beneficios capitalistas, más allá de su utilidad para resolver problemas y necesidades sociales. Para encontrar una explicación de cómo hemos llegado a este punto, primero tenemos que entender cómo funciona el capitalismo.

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El plástico es un "ser" omnipresente que, en forma de nano y micropartículas, se encuentra disuelto en los océanos, en la lluvia, en las botellas de agua que bebemos; en la atmósfera, en la comida, en nuestra sangre… 

La primera tarea de la burguesía fue extirpar al ser humano de su entorno

Marx y Engels no fueron ajenos a la cuestión medioambiental. Desde sus más tempranos escritos (Manuscritos filosóficos y económicos, de 1844) desarrollaron una clara concepción del ser humano como un todo integrado dialécticamente en la naturaleza. Unas ideas que presentaron de una forma más acabada, aunque dispersa, en su gran obra económica El Capital. Una de las primeras cosas que se esforzaron por estudiar y comprender fue cómo el desarrollo del capitalismo requirió transformar las relaciones del ser humano con la naturaleza.

Desde tiempos remotos, los campesinos y la gente pobre tuvieron acceso y derecho al uso natural de los bosques comunales, de prados, ríos y otros elementos naturales. De ellos se extraían gratuitamente recursos como madera, para construir y calentarse, o alimento. Sin embargo, a medida que la burguesía consolidaba su dominio como clase emergió una doble necesidad para su desarrollo. Por un lado, requería explotar esos recursos como mercancías, es decir, hacerlos llegar al consumidor a través del mercado, lo cual, obviamente, implicaba negar todo acceso gratuito a los mismos. Por otro lado, precisaba crear una categoría de personas, una clase social, que solo dependiera del trabajo asalariado —y, por tanto, del burgués— para poder sobrevivir, negándoles el acceso a recursos que durante miles de años, desde el origen del Homo sapiens, habían estado en gran parte a su disposición. Necesitaban desposeer a la gente de esos bosques, prados o tierras, privatizándolos en beneficio de la acumulación de capital.

En Inglaterra, primera nación donde emergió en todas sus dimensiones el capitalismo moderno, se procedió a través de los enclosures (cercamientos) a privatizar gran parte de las tierras y elementos naturales comunales existentes, utilizados entre otras cosas para dar de comer gratuitamente al ganado que poseían las familias para consumo propio. Así se generó una masa ingente de campesinos desposeídos y empobrecidos que se convertirían en el futuro proletariado industrial de Manchester, Liverpool o Londres. El capitalismo nació expropiando masivamente, mediante una violencia extrema, la propiedad comunal de la que se beneficiaban millones de personas.

En la primera mitad del siglo XIX se produjo una fuerte presión para impulsar la privatización de los bosques. Marx analizó la cuestión detalladamente en Los debates sobre la ley de los robos de leña, publicado en la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung, 1842). El proceso comenzó retorciendo leyes que protegían del robo los frutos de pequeños productores. Estas leyes se extendieron a los bosques, criminalizando el uso natural que siempre se había hecho de ellos.

Marx supo ver el profundo significado de estas reformas legales ya que concebía el entorno, la naturaleza, como “el cuerpo inorgánico del hombre”. Es decir, el ser humano como un ente en constante intercambio de materia y energía con su entorno. Según su concepción, una persona no podía desarrollarse plenamente, y en libertad, sin mantener unas relaciones sanas y equilibradas con este “cuerpo inorgánico”.

Partiendo de esta visión, estableció que una característica central en la naturaleza del ser humano es el trabajo, es decir, su capacidad para transformar su entorno, para crear y desarrollar desde la naturaleza inventos, productos, cultura, etc. Sin embargo, el trabajo humano resulta sano cuando nos hace sentir realizados, porque desarrolla verdaderamente todas nuestras capacidades humanas, tanto físicas como intelectuales, y no cuando es solo una fuente de supervivencia, como ocurría en la sociedades primitivas[1], o cuando es fuente exclusivamente de beneficios capitalistas, como ocurre hoy.

Además, como animales sociales, este trabajo siempre tuvo un carácter colectivo. Se realiza gracias a las fuerzas y conocimientos, actuales y pasados, que proceden del grupo, y basándose en el trabajo cooperativo con el resto de miembros de la colectividad. Esta concepción cooperativa, colaborativa y social es la que permitió sobrevivir a los primeros núcleos de Homo sapiens.

La historia de la acumulación de riqueza también es la historia del robo de ese trabajo ajeno. La humanidad dejó de trabajar para el clan y para sí misma, y fue obligada a trabajar para el esclavista, el señor feudal y el industrial. Pero el capitalismo dio una nueva vuelta de tuerca, convirtiendo a hombres, mujeres y niños en extensiones de una máquina. Transformó el trabajo en algo automático, repetitivo y completamente contrario a la voluntad e iniciativa del trabajador, que solo lo realiza bajo la extorsión social del hambre, la miseria o el desahucio. Pasamos de trabajar para la comunidad —en condiciones, eso sí, de pura supervivencia fruto de la falta de desarrollo de las fuerzas productivas— a trabajar para el capitalista, quedando para nosotros solo unas pocas horas al final del día.

Es así como Marx concibe la alienación del trabajador asalariado: la transformación de nuestra vida en una realidad miserable e infeliz que ya no nos pertenece. Pero Marx concibe de una forma completamente interconectada la alienación social del trabajador y su alienación de la naturaleza. Ambos procesos irían de la mano.

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Marx planteó que una persona no podía desarrollarse plenamente, y en libertad, sin mantener unas relaciones sanas y equilibradas con la naturaleza, a la que también se refería como “el cuerpo inorgánico del hombre”. 

La ruptura metabólica de la naturaleza

Así, el pensamiento ecológico de Marx se centra en la contradicción entre lo que la naturaleza regala y lo que el capital explota, siguiendo la misma línea que respecto al trabajo asalariado, el trabajo humano que el capital explota. Esta concepción deriva de su teoría del valor y del estudio concienzudo de las últimas novedades de la ciencia agrónoma de su tiempo, especialmente de los trabajos de Justus von Liebig.

De acuerdo con el razonamiento de Marx, podemos proponer nuestros propios ejemplos. Los capitalistas reciben como un regalo el ciclo del carbono. Este proceso produce los combustibles fósiles, clave en el desarrollo del capitalismo y en el gigantesco proceso de acumulación del capital moderno. Además, el ciclo del carbono atrapa CO2, cuyo servicio también ha sido fundamental para atenuar el efecto invernadero. Pero, en su búsqueda de beneficios sin límite, los capitalistas explotan estos recursos naturales a un ritmo infinitamente mayor de lo que el ecosistema puede soportar, provocando el colapso, uno tras otro, de todos los procesos ecológicos.

Esto es, en esencia, lo que Marx entendió como la ruptura metabólica de la naturaleza. Él, en concreto, desarrolló esta idea a partir de la explotación del suelo, al cual el capitalismo pide más de lo que devuelve, hasta agotarlo y causar su infertilidad. Hoy, sin embargo, contamos con un conocimiento muy superior. Por ejemplo, que la explotación intensiva de la tierra no solo agota los nutrientes del suelo, sino que también empobrece su biodiversidad microbiana, lo que a su vez redunda negativamente en la productividad de la tierra. Este es uno de los factores que explica que el uso descontrolado y abusivo de fertilizantes —fruto de una concepción que solo atiende a la obtención del máximo beneficio capitalista a corto plazo— no solo no soluciona el problema, sino que incluso lo agrava al contaminar las aguas subterráneas y complicar una fertilización sostenible a largo plazo.

La otra cara de la moneda fue la pestilencia urbana. La concentración de la población y una industrialización caótica dio lugar a la acumulación insalubre de excrementos industriales, humanos y animales, que, en el pasado, en el campo retornaban en parte fertilizando el suelo de una forma más orgánica y natural. Marx y el propio Engels, en su libro Contribución al problema de la vivienda, dedicaron mucha atención a esta cuestión, al surgimiento de estas grandes urbes insalubres y antiecológicas, denunciando que la falta de planificación que caracteriza al capitalismo impedía una adecuada redistribución de la población para que existieran núcleos urbanos más pequeños que pudieran estar en equilibrio con su entorno natural.

Todos estos problemas no solo siguen plenamente vigentes, sino que se han agravado exponencialmente en gran parte de países del llamado tercer mundo debido a la existencia, por ejemplo, del plástico, mucho más lento en su degradación como ya hemos señalado, o de cada vez mayores contaminantes industriales. E incluso, aunque ya no se acumulen heces o basura a la luz pública en los países más ricos, gracias al desarrollo de las complejas redes de alcantarillado y sistemas de depuración o de sistemas de recogida de basuras y reciclado, la problemática de cómo deshacerse o reutilizar gran parte de dichos desperdicios sigue presente, exportando los países ricos toneladas de basuras y deshechos a países pobres previo pago a los Gobiernos corruptos de turno.

Es cierto que hoy existen importantes tecnologías para reciclar y reutilizar muchos deshechos, pero bajo el capitalismo la tecnología, gestionada por empresas privadas, solo tiene sentido si dan beneficio económico. De ahí los numerosos fraudes en torno al reciclaje y la negativa de ofrecer esos avances a los países pobres que sufren las peores consecuencias de este desarrollo capitalista.

El problema de todas las ciudades, en definitiva, sigue siendo el mismo: una colosal y anárquica acumulación de población únicamente dirigida por la inercia del mercado.

El capital no puede ser aliado de la causa climática

El capital busca necesariamente el máximo beneficio. Es adicto a él y lo precisa para su supervivencia. Podemos imaginar teóricamente a un capitalista que se conforma con ganar “lo suficiente”. Sin embargo, en el mundo real, ese capitalista, que no se encuentra aislado sino que compite en un mercado feroz, no existe. El capitalista que no esté dispuesto a acumular sin límite deberá resignarse a perecer fruto de la competencia.

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El problema de todas las ciudades, en definitiva, sigue siendo el mismo: una colosal y anárquica acumulación de población únicamente dirigida por la inercia del mercado. 

Esta es una idea que no han comprendido, o no quieren comprender, aquellos que, desde el movimiento ecologista, defienden la posibilidad de un desarrollo capitalista sostenible. Es decir, la defensa a ultranza de que el crecimiento económico sin límite es posible transformando la economía capitalista en una economía capitalista verde. El propio Marx, hace más de cien años, ya denunció que el capitalismo busca soluciones tecnológicas a estos problemas, pero, al no resolver las causas —la explotación inmisericorde de la naturaleza sin importar las consecuencias—, simplemente desplaza el problema, agravándolo en el futuro.

La degradación medioambiental es una consecuencia directa de la acumulación capitalista. Paradójicamente, también es una oportunidad para seguir expandiendo la acumulación de capital gracias a los nuevos mercados que la crisis ecológica genera y que da lugar a nuevas industrias capitalistas, como por ejemplo la del coche eléctrico, que genera nuevos problemas de contaminación y destrucción ambiental (minas enormemente contaminantes de tierras raras o de litio), o también permite explotar nuevas oportunidades de negocio aprovechando la catástrofe que supone el deshielo del Ártico. Parafraseando a Lenin respecto a la guerra, “la crisis climática es terrible, terriblemente lucrativa”.

Hiperproductivismo: una campaña de calumnias para desacredita a Marx

Mientras se da un lavado verde a esta dictadura gris de los monopolios capitalistas, el marxismo ha sufrido una campaña de difamación desatada desde sectores de la izquierda reformista y el ecologismo prosistema. Incluso algunos autores que se definen como marxistas se han hecho eco, en parte, de estas ideas.

Esta campaña se centra en descontextualizar el énfasis de Marx sobre el desarrollo de las fuerzas productivas, vinculándolo con el industrialismo desaforado defendido por los regímenes estalinistas responsables de importantes catástrofes ecológicas, como la desecación y desaparición del mar de Aral o el desastre de Chernóbil. Estos desastres ecológicos, en realidad, tuvieron que ver con un régimen burocrático que nada tenía que ver con el socialismo defendido por Marx, Engels, Lenin, Trotsky o Rosa Luxemburgo, y donde la ausencia total de democracia y control obrero impedía una planificación acorde a las necesidades sociales de la población. Un régimen burocrático que se consolidó en la URSS exterminando a los compañeros de armas de Lenin, a la flor y nata del Partido Bolchevique. La realidad, como hemos explicado, es que Marx no defendió convertir el mundo en un gran polígono industrial, ni estas experiencias fueron la realización de las ideas del marxismo.

Cuando Marx hablaba de desarrollar las fuerzas productivas, se refería a producir más en menos tiempo para reducir la jornada de trabajo y liberar al ser humano del peso de ese trabajo monótono y esclavizante. Aunque este había sido necesario durante milenios para la supervivencia humana (para producir alimentos, construir hogares, obtener recursos para calentarse…) debido a la baja productividad del trabajo humano, con el desarrollo de las fuerzas productivas modernas y los meteóricos avances científicos y tecnológicos, la duración de este trabajo se podía reducir a la mínima expresión de tiempo para cada obrero. Sin embargo, no bajo el capitalismo.  

Se podría liberar así a los hombres de este trabajo alienante, brutal, caracterizado por jornadas interminables, que hace enfermar a millones de personas, para que pudieran dedicar su tiempo a desarrollar plenamente sus capacidades, a la investigación, la ciencia, la cultura o el deporte, haciendo avanzar a pasos de gigante el desarrollo; al cuidado de sus familiares, de los niños y los ancianos; a la participación en la gestión y organización de la sociedad, y al cuidado y preservación, también, de la naturaleza. En definitiva, para poder vivir plenamente. Pero bajo el capitalismo, todos esos ingentes avances tecnológicos, que podrían liberarnos, se convierten en su contrario, en una fuente más de opresión y explotación. De ahí que la inteligencia artificial o la robótica, que podrían ser una fuente más que garantizara dicha liberación, se presentan como un problema y una amenaza que generarán más paro y pobreza. 

Además, el desarrollo de la productividad en Marx estaba estrechamente relacionado con la idea de la planificación de la economía. La crisis medioambiental comparte las mismas causas que las crisis económicas de sobreproducción. Es más, la crisis climática se puede entender como el síntoma de que la sobreproducción crónica se ha extendido más allá de lo que el planeta mismo puede sostener. En última instancia, Marx entendía que el capitalismo entra en crisis porque no hay una verdadera organización de la economía. La producción y la distribución solo responden a la necesidad de acumular capital, generando así una serie de contradicciones que estallan violentamente durante las crisis, ya sean económicas o ecológicas.

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La contradicción entre los ritmos que impone la acumulación de capital y los ritmos que requiere una convivencia plena y sostenible con nuestro entorno hace imposible alcanzar el equilibrio dentro de los límites del capitalismo. 

Una alternativa verde solo es posible con la revolución socialista

Por tanto, expropiar a la banca y a los grandes monopolios capitalistas es una premisa ineludible para dirigir socialmente la economía en función de criterios distintos al máximo beneficio, acorde con las necesidades humanas y en equilibrio con nuestro entorno, con la naturaleza. Solo así se podrán sentar las bases para planificar la economía de forma racional, equilibrando las relaciones entre la ciudad y el campo, y dirigiendo la economía de manera social y ambientalmente sostenible.

La contradicción entre los ritmos que impone la acumulación de capital y los ritmos que requiere una convivencia plena y sostenible con nuestro entorno hace imposible alcanzar el equilibrio dentro de los límites del capitalismo. Una economía sostenible necesita planificación, algo que no se puede desarrollar cuando la tarea de producir está acaparada por una capa que solo piensa en su máximo beneficio personal a corto plazo.

Es inútil convencer a los capitalistas de que se hagan verdes, porque para ello tendrían que renunciar a sus aspiraciones de acumular más y más capital, lo que implicaría dejar de ser capitalistas. Nunca aceptarán un límite. La principal tarea de la causa climática, por tanto, es confrontar sus intereses y derrocarlos, no convencerlos. Por ello, la principal tarea de los comunistas revolucionarios es la defensa del socialismo, un socialismo decrecentista, que expropie a los capitalistas, y donde exista una producción planificada que se ajuste a las necesidades humanas y acabe con el enorme despilfarro que implica hoy en día el modo de producción capitalista.

¡Si quieres salvar al planeta, lucha por el socialismo!

Referencias:

Carl Marx, Manuscritos filosóficos y económicos de 1844.

John Bellamy Foster, Marx’s Ecology: Materialism and Nature. Monthly Review Press, 2000. 

 Nota:

[1] Hoy en día se cree que las poblaciones cazadoras/recolectoras pasaban en promedio unas cuatro horas al día buscando sustento. Lo que indica el registro fósil es que, por lo general, en esas cuatro horas de trabajado dieron lugar a huesos bien nutridos. Pasarían hambre, pero tenían en general dietas variadas y acorde con la existencia animal humana en su contexto evolutivo. Según se especula, el resto del día lo pasarían descansando, socializando, fabricando y haciendo las tareas de cuidado y de la tribu. Sin embargo, cualquier accidente o enfermedad suponía fácilmente la muerte, y resultaba complicado expandir exponencialmente la población. Estas formas sociales primitivas, de comunismo primitivo según el marxismo, tenían limitaciones objetivas para impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, las innovaciones, la ciencia y la cultura.

Con el Neolítico, la aparición de los cultivos, los asentamientos sedentarios, la agricultura y la ganadería se acompañaron de un cambio en el registro fósil. Por primera vez aparecen en masa huesos con signos de desnutrición y mórbidos por el exceso de trabajo (articulaciones y vértebras desgastadas por ir cargando peso), en consonancia con el surgimiento de una sociedad de clases fruto de la disolución del comunismo primitivo.

La paradoja fue que el excedente aplacó el hambre y, de hecho, permitió poblaciones más y más grandes. Pero alargó el tiempo que la población dedicaba a producir alimentos y sustituyó la dieta que se corresponde con nuestra vida animal por el monocultivo de unos pocos cereales y unos pocos animales (de ahí los signos de desnutrición). Obviamente, ninguno de nosotros querría vivir como un cazador recolector: cualquier accidente conducía a la muerte y no sería una vida nada confortable. Además la comuna primitiva ideal e igualitaria, con toda seguridad, sería en relación al propio clan. Pero entre clanes también se darían guerras y atrocidades por el control de los recursos.

En conclusión, el proceso de surgimiento de las primeras civilizaciones fue muy contradictorio, pero la progresiva disolución del comunismo primitivo fue un paso necesario para el desarrollo de las fuerzas productivas, que fue de la mano del surgimiento de la propiedad privada, la guerra y las clases sociales. El mejor ejemplo fue la aparición de las primeras civilizaciones en Mesopotamia, Egipto o Grecia, sociedades esclavistas, pero que supusieron un salto en la ciencia y la cultura, gracias a la especialización de un sector de la sociedad liberado del trabajo manual para dedicarse a pensar, investigar e inventar. Esta dinámica histórica, y las leyes que la determinaron, fue descubierta por Marx y Engels y plasmada en textos como La ideología alemana o El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado.

                 

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