El pasado 1 de marzo, por segundo viernes consecutivo, el pueblo argelino se echó masivamente a las calles para protestar contra el intento del régimen de perpetuarse presentando a Abdelaziz Buteflika, presidente del país desde 1999, como candidato a su quinta reelección en las elecciones presidenciales del próximo 18 de abril. Sólo en la capital, Argel, fuentes policiales estiman que más de 800.000 personas respondieron a la convocatoria, que también fue seguida masivamente en el resto de las ciudades del país.
Buteflika, de 81 años, gravemente enfermo, hasta el punto de que no pronuncia un discurso público desde hace casi 7 años, y que pasa largas temporadas ingresado en un hospital suizo, no es más que el hombre de paja que la camarilla burocrático-militar que dirige el país desde el golpe de estado de junio de 1965. Hasta ahora Buteflika ha contado también con el apoyo de los empresarios del sector privado, organizados en el Foro de Empresarios, y del principal partido islamista, el MSP (Movimiento de la Sociedad por la Paz), vinculado a la Hermandad Musulmana y que defiende posiciones extremadamente conservadoras.
A todos estos poderosos sectores de la política y la economía argelina se unen en su apoyo a Buteflika las grandes potencias occidentales, con Estados Unidos y Francia a la cabeza. Además del interés del imperialismo por las inmensas reservas de hidrocarburos de Argelia, el gobierno argelino es desde hace muchos años un fiel aliado de las intervenciones militares del imperialismo en África, unas intervenciones que intentan cubrirse con el disfraz de la “guerra contra el terrorismo”, pero que en realidad responden a los intentos occidentales por controlar las riquezas minerales de los países del Sahel: uranio en Níger, oro en Mali, petróleo en Chad, diamantes en la República Centroafricana.
El miedo a la revuelta popular, clave de la candidatura de Buteflika
Puede parecer sorprendente que las potencias imperialistas, la burguesía argelina, la cúpula del Ejército y todo el aparato del estado coincidan en dar su apoyo y depositar su confianza en un hombre completamente incapacitado para gobernar, especialmente desde la grave hemorragia cerebral que sufrió en 2013. La razón para ello es que apoyando unánimemente a Buteflika ven la posibilidad de aplazar la creciente e inevitable revuelta de una población empobrecida y frustrada por la destrucción de las conquistas históricas que siguieron a la victoria del Frente de Liberación Nacional (FLN) en la guerra de independencia contra el poder colonial francés.
En 1962, el nuevo gobierno del FLN nacionalizó la tierra y las principales empresas, y estableció un sistema de planificación central orientado a mejorar las condiciones de vida de la población argelina, sumida en la miseria después de más de 130 años de dominio colonial francés y destrozada por una represión que dejó casi un millón de muertos y destruyó innumerables aldeas y pueblos de las zonas rurales.
A finales de los años 70 unas tímidas políticas privatizadoras se abrieron paso entre la cúpula del régimen. Diez años después, coincidiendo con el colapso de la Unión Soviética, las privatizaciones se impulsaron con fuerza, despertando el rechazo popular. El régimen optó por ahogar en sangre la resistencia del pueblo argelino a perder sus derechos, desencadenando como consecuencia una terrible guerra civil, y continuó las privatizaciones. En 1992 se abrió el sector del petróleo a la inversión privada, y a partir de 1994, en plena guerra civil, los acuerdos con el FMI y el Banco Mundial abrieron de par en par las puertas de la economía argelina a la inversión privada.
En aquellos años Buteflika jugó un papel central en la victoria en la guerra civil y, sobre todo, en mantener unida a la cúpula del régimen. De modo que hoy, apoyando a Buteflika, la clase dominante intenta conciliar, al menos temporalmente, las crecientes grietas en la cúpula del régimen y presentar un frente unido contra la rabia popular. Durante años, el enfrentamiento entre el Ejército y los servicios de inteligencia (el temido DRS) protagonizó las maniobras ocultas en el aparato del estado. En 2016, tras un golpe de fuerza del mando militar, el DRS fue disuelto y sus mandos destituidos, pero los enfrentamientos internos en el seno del régimen continuaron, esta vez entre la camarilla ligada al control de la empresa estatal de hidrocarburos, Sonatrach, que con 120.000 trabajadores es, con enorme diferencia, la mayor empresa del país, y un sector privado cada vez más poderoso, que emplea ya al 65% de la fuerza de trabajo, y que ve en la privatización de Sonatrach una oportunidad para amasar beneficios colosales.
Apoyando a Buteflika como presidente no sólo pretenden evitar, de momento, un choque entre diversos sectores de la clase dominante, sino que utilizan su figura como un recuerdo de la terrible guerra civil que asoló a Argelia durante más de 10 años, entre 1991 y 2002, y que dejó un terrible saldo de más de 150.000 muertos y 500.000 exiliados. Las heridas de esta guerra todavía no han cicatrizado, y el régimen las utiliza a modo de espantajo, como muestra de lo que podría ocurrir si el enfrentamiento entre diversas opciones políticas volviese a primer plano.
Una combinación insostenible de pobreza, represión y corrupción
Sin embargo, en el contexto actual mantener a toda costa la candidatura de Buteflika está echando más leña al fuego y provocando una respuesta más decidida de las masas argelinas. De hecho, el domingo 3 de marzo, nuevamente las calles de Argel se llenaron de manifestantes ante la decisión del dictador de volver a presentarse, haciendo oídos sordos de las multitudinarias protestas que exigen su caída. Y es que las desesperadas maniobras del régimen anunciando que se organizará una “conferencia nacional integral” donde se planteará la opción de “celebrar unas elecciones anticipadas”, y de que “se compromete a estudiar una revisión de la Constitución a través de un referéndum”, llegan demasiado tarde.
Este enrocamiento del régimen, y de las potencias imperialistas extranjeras que lo sustentan, refleja también su debilidad. Se trata de un régimen en crisis, al que el recurso a la represión contra la disidencia ya no le sirve como en el pasado, y que no tiene el recambio sólido y estable que el sistema necesitaría para garantizar los lucrativos negocios a las distintas facciones que conforman su aparato estatal y a los imperialistas. Tienen pánico a abrir ese melón, porque temen reabrir la espita de una primavera árabe argelina.
Pero la realidad es concreta. La fuerza y empuje del movimiento sigue creciendo y se está reflejando ya en divisiones por arriba. Así, el MSP y varios candidatos presidenciales han tenido que mover ficha anunciando que no se presentarán a las elecciones.
El miedo de la clase dominante argelina a una explosión social está plenamente justificado. Mientras que una minoría insignificante de empresarios y sus aliados en la cúpula del estado controlan el 42,6% de la riqueza del país, la realidad cotidiana para la inmensa mayoría de la población es el desempleo, especialmente el juvenil, la falta de vivienda asequible y un costo de la vida que crece sin parar. Desde 2017 el paro ha vuelto a crecer con fuerza, colocando al 35% de la población bajo el umbral de pobreza. Para cientos de miles de jóvenes la emigración, legal o ilegal, se ha convertido en la única salida, hasta el punto de que en 2017 un total de 1.800.000 argelinos trabajaban fuera del país, más del doble de los que lo hacían en 1990.
La pobreza es aún más insoportable porque la corrupción generalizada en la cúpula del régimen se manifiesta a plena luz del día. Los coches de lujo, las mansiones descomunales en las mejores playas del Mediterráneo, la ostentación más obscena de los cachorros de los poderosos, añaden aún más rabia y odio a una situación que por sí misma es insostenible. Además, la brutalidad policial contra la población, especialmente contra los habitantes de la Cabilia, los bereberes, que desde 1980 reclaman el respeto a su lengua, el amazigh, y a sus derechos nacionales, no hace sino agravar aún más las tensiones y preparar un levantamiento popular generalizado.
Hasta el momento el régimen ha conseguido mantener la calma y el orden. La inmensa mayoría de la población se ha limitado a dar la espalda a las instituciones y a la política y se concentra en la dura tarea de sobrevivir. En las últimas elecciones la abstención real alcanzó el 80% del censo electoral, lo que es una buena muestra de la completa pérdida de legitimidad del régimen argelino.
La Primavera Árabe de 2011 puso en movimiento a la juventud argelina, pero el régimen, aprendiendo de los acontecimientos en Túnez y Egipto, consiguió neutralizar la protesta con un amplio programa de reformas y medidas sociales. Sólo en ese año se construyeron más de 240.000 viviendas, se establecieron subsidios para los productos de primera necesidad y se aprobó la gratuidad del material escolar para las familias de menores ingresos. Desde entonces, a pesar de las frecuentes oleadas de huelgas y protestas, el régimen ha conseguido evitar una rebelión popular que desafíe su continuidad.
El recuerdo de la guerra civil y el papel central de la dirección revolucionaria
Los primeros intentos de reestablecer plenamente el capitalismo en Argelia se toparon con un enorme levantamiento popular en octubre de 1988. Durante semanas las masas argelinas desafiaron la represión del Ejército, que causó cientos de muertos y un incontable número de detenidos y torturados. Los manifestantes no solo protestaban por su situación de pobreza, sino que levantaban un programa político de restablecimiento de la democracia y del fin de las prácticas corruptas en la dirección del FLN y el estado. La ausencia de una organización revolucionaria de masas, capaz de establecer sólidos vínculos con la clase obrera y de promover un programa de transformación socialista, dejó un vacío que fue ocupado por los islamistas. La principal organización islamista que más tarde protagonizó la guerra civil, el Frente Islámico de Salvación, ni siquiera existía en 1988. Fue fundado un año más tarde por antiguos dirigentes del FLN que vieron en la revuelta popular una gran oportunidad para conseguir hacerse con una porción mayor del poder del estado.
En un primer momento un sector de la cúpula del estado argelino y de los empresarios privados no vio con malos ojos el papel que el FIS podría jugar como fuerza capaz de controlar la movilización popular y desviarla de sus verdaderos objetivos. Otro sector, encabezado por el alto mando militar, desconfiaba de cualquier cambio que pudiese abrir de nuevo las puertas a una revolución desde abajo. Este conflicto entre dos sectores de la clase dominante, uno partidario de la represión más brutal y otro partidario de reformas cosméticas, que es un conflicto común a casi todas las situaciones revolucionarias, acabó con el triunfo del sector partidario de la mano dura. Pero el movimiento popular había llegado ya muy lejos como para asustarse ante la represión, y las organizaciones islamistas fueron capaces de reclutar entre los sectores más desesperados de la población las fuerzas necesarias para desencadenar la brutal guerra civil, cuyas heridas siguen pesando hoy en la mente de las masas argelinas.
Hoy, el régimen argelino intenta utilizar el recuerdo de esta masacre y la amenaza de que se repita una tragedia similar como freno a la movilización de masas. Los marxistas revolucionarios tenemos la obligación de aprender de estos terribles acontecimientos y sacar las debidas conclusiones. Los levantamientos masivos de una población empobrecida serán, antes o después, inevitables. Pero para asegurar su completa victoria es imprescindible contar con un programa que unifique las demandas populares y vaya a la raíz de los problemas. Y para que ese programa, que sólo puede ser el programa de la revolución socialista e internacionalista, inspire y dé forma a la acción de las masas hay que contar con un partido revolucionario firme, probado durante años en las luchas cotidianas, y capaz de resistir las tentaciones de conciliación con sectores sociales ajenos a la clase obrera, los oprimidos y oprimidas en Argelia sólo pueden confiar en sus propias fuerzas. La revolución argelina está en marcha.