Solo una Federación Socialista Árabe podrá acabar con la miseria y la opresión
En las mismas ciudades y en los mismos barrios en los que se inició en enero de 2011 la llamada Primavera Árabe, un nuevo levantamiento de trabajadores y jóvenes, cansados de décadas de opresión, pobreza y represión, está poniendo en jaque al Gobierno de Túnez.
La respuesta de las autoridades “democráticas” ante estas protestas ha sido la misma que la empleada hace diez años por el Gobierno del dictador Ben Alí: mano dura y represión brutal. Más de 1.200 jóvenes, la inmensa mayoría entre los 15 y 25 años, han sido detenidos desde el 14 de enero y muchos de ellos han acabado en la prisión de Buchucha, tristemente célebre durante la dictadura por ser un centro de tortura y muerte.
A primera vista podría parecer que los acontecimientos revolucionarios de hace una década han cambiado pocas cosas en Túnez y en el resto del mundo árabe, pero se equivocaría gravemente quien pensara así. Este levantamiento —al igual que el de las masas sudanesas en 2018 o el de las argelinas en 2019— demuestra que, bajo la aparente estabilidad de los regímenes políticos “democráticos” que sustituyeron a las dictaduras barridas por el movimiento de masas de 2011, subyace el mismo volcán de rebeldía, nutrido por unas condiciones sociales y económicas que siguen negando a la inmensa mayoría de la población cualquier perspectiva de un futuro digno.
La revolución de 2011, punto de inflexión en la historia del mundo árabe
Las masas que se alzaron en el mundo árabe buscaban un cambio real en sus condiciones de vida. Su rabia, acumulada a lo largo de muchos años, se dirigió en primer lugar hacia los gobernantes que, en alianza con las potencias imperialistas, los habían reprimido y humillado durante demasiado tiempo. Un grito unánime, “Abajo el régimen”, resonó en la gran mayoría los países del norte de África y Oriente Medio.
Dictaduras aparentemente inamovibles, como la de Ben Alí en Túnez o la de Mubarak en Egipto, se vinieron abajo en pocas semanas. De nada les sirvieron a los dictadores las alianzas militares con las potencias occidentales, Francia en el caso de Túnez y Estados Unidos en el caso de Egipto. Ante el ímpetu de las masas la represión se demostró impotente y una intervención militar occidental, como las que más tarde se realizaron con catastróficos resultados en Libia o Siria, tuvo que ser descartada por inviable.
Por primera vez desde el periodo de emancipación del yugo colonial y la conquista de la independencia política tras la Segunda Guerra Mundial, una ola revolucionaria sacudió país tras país y ni siquiera las monarquías del Golfo, con su gigantesco aparato represivo, se libraron de sus efectos.
Lo más destacado de este movimiento fue que sus protagonistas absolutos fueron las masas de la clase trabajadora, los campesinos y, de forma destacada, la juventud, con una relevante participación de las mujeres jóvenes. A diferencia de lo ocurrido en los años 50 y 60 del siglo veinte en países como Egipto, Libia, Siria o Iraq, en esta ocasión el movimiento no contó con la participación, o con el simple apoyo, de sectores más o menos progresistas del Ejército y del aparato del Estado. Tampoco las organizaciones de la izquierda árabe o los sindicatos, que en algunos de los países sacudidos por la revolución habían consolidado en el pasado una fortísima implantación, fueron capaces de ofrecer a las masas un programa y una estrategia capaces de conducirlas a la victoria.
Por el contrario, las principales organizaciones de la izquierda árabe, ya fuera por estar lastradas por décadas de colaboración con los Gobiernos capitalistas de sus respectivos países, como ocurría en Marruecos, o por seguir sumidas en el desconcierto y la crisis abierta en su seno tras el hundimiento de la URSS y el tránsito de la República Popular China hacia el capitalismo, se demostraron completamente incapaces de jugar el papel que históricamente les hubiera correspondido.
De modo que, sin un programa revolucionario, sin una mínima organización, y armados únicamente con una decidida voluntad de acabar con décadas de explotación y pobreza, de terminar con la insultante orgía de derroche y corrupción de la que hacía gala la clase dominante y de conquistar un futuro mejor para ellos y sus hijos, las masas árabes se enfrentaron sin miedo a las temibles fuerzas represivas de sus países. Pagaron un alto precio en vidas, pero en pocas semanas conquistaron el primero y más inmediato de sus objetivos. El odiado dictador Ben Alí tuvo que huir de Túnez con destino a Arabia Saudí y Mubarak se vio obligado a renunciar a su cargo y fue posteriormente detenido y encarcelado.
En aquel momento ninguna acción represiva o intervención militar imperialista hubiera podido detener por la fuerza el avance de las masas revolucionarias. La burguesía árabe se encontraba de golpe desprovista de medios para restablecer la normalidad política y social y asegurar la continuidad a su sistema. El único obstáculo que en ese momento impidió dar el paso definitivo para alcanzar el objetivo último de la revolución, el objetivo de asegurar una vida digna para toda la población, estaba en la propia debilidad política del movimiento revolucionario, en la ausencia de una dirección capaz de organizar el golpe definitivo al dominio de los capitalistas, el golpe que hubiera liquidado las bases de su poder económico y les hubiera impedido definitivamente reorganizar su sistema de dominación.
Esta ausencia de dirección revolucionaria se dejó notar con toda su intensidad cuando los sectores más combativos de la clase obrera de Túnez y Egipto, que habían protagonizado ya dos años antes unas extraordinarias movilizaciones —duramente reprimidas— volvieron a ocupar un primer plano en la lucha.
La clase obrera a la cabeza de las luchas
2008 fue el año en que la crisis mundial del capitalismo, iniciada el año anterior con la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos, empezó a mostrar toda su virulencia, manifestándose con mayor fuerza en países que, como Egipto y Túnez, basaban su economía en los bajos salarios que pagaban a los trabajadores del sector exportador y de la industria turística. Por eso no fue extraño que en esos dos países la reacción de las capas más avanzadas de la clase obrera fuera inmediata.
En Túnez, los desempleados de varias ciudades de la cuenca minera de Gafsa, centro de la explotación y tratamiento de los fosfatos que constituyen una de las principales riquezas del país, ocuparon las principales poblaciones de la zona, se autoorganizaron dejando al margen a los dirigentes de la UGTT —el sindicato oficial y mayoritario de Túnez— y resistieron durante más de cuatro meses la salvaje ofensiva de la policía. Finalmente, el Gobierno tuvo que recurrir al Ejército para poner fin al levantamiento, al mismo tiempo que realizaba algunas concesiones y destituía a las autoridades de la región y de la empresa minera para tratar de apaciguar el descontento.
También en 2008, los trabajadores del mayor complejo industrial egipcio, una fábrica textil situada a 60 km al norte de El Cairo, en Mahalla el Kubra, una ciudad industrial de 500.000 habitantes en pleno centro económico del país, fueron a la huelga en demanda de un incremento salarial prometido y que aún no se había hecho efectivo. Como ocurrió en otros grandes hitos de lucha del movimiento obrero internacional, fueron las trabajadoras de la fábrica las primeras en ponerse en huelga, arrastrando detrás a los trabajadores varones que hasta entonces se mantenían en un segundo plano. El impacto de la huelga fue enorme. Por todo el país los trabajadores del sector textil, un sector estratégico para la burguesía egipcia, ya que los productos textiles constituyen la principal exportación industrial, se unieron a la lucha y comenzaron a constituir comités obreros elegidos democráticamente al margen del sindicato oficial, la Federación Sindical Egipcia.
En el momento álgido de la lucha los trabajadores de Mahalla, que ocupaban la fábrica desde hacía semanas, lanzaron una convocatoria de huelga general en todo el país, reclamando un salario mínimo para todos los trabajadores egipcios y libertad sindical. Acorralado por la movilización, el Gobierno de Mubarak desencadenó una represión salvaje para acabar con la ocupación e impedir la extensión de la huelga, al mismo tiempo que cedía y aceptaba las principales reivindicaciones económicas de los trabajadores.
Al estallar la Primavera Árabe dos años después, estos sectores obreros volvieron a la lucha en posiciones de vanguardia. Su experiencia, su capacidad de organización y su comprensión de la necesidad de extender y llevar la lucha hasta el final, les otorgaba un papel de vanguardia, aglutinando bajo sus banderas a la inmensa mayoría de la población pobre de las ciudades y las zonas rurales. Así se comprobó en Egipto, donde las huelgas y ocupaciones de fábricas en Mahalla y la zona industrial de Suez en los primeros días del levantamiento de 2011 abrieron la posibilidad de una insurrección obrera que pusiese en cuestión las bases mismas del orden capitalista.
Pero la ausencia de una organización revolucionaria con raíces en el movimiento obrero, capaz de presentar un plan de acción, un programa y una perspectiva socialista a las masas egipcias, concedió a la burguesía y al imperialismo el margen de tiempo necesario para reorganizarse.
La trampa de la Asamblea Constituyente
El entusiasmo por la caída de los dictadores y la conquista de las libertades democráticas negadas durante décadas unido a las promesas de profundas reformas económicas y sociales contribuyeron a frenar el levantamiento popular.
La burguesía árabe, aconsejada por las potencias imperialistas, se vio obligada a sacrificar de momento sus regímenes autoritarios y preparar el terreno para restablecer su dominio de una forma diferente, apoyándose menos en la represión y más en el juego político parlamentario.
La convocatoria de elecciones a una Asamblea Constituyente, tanto en Túnez como en Egipto, jugó un papel crucial en la reorientación del movimiento hacia las aguas tranquilas de la democracia parlamentaria. Desgraciadamente, una parte significativa de la izquierda apoyó con entusiasmo esta propuesta. Levantando por enésima vez falsas esperanzas en una alianza con una imaginaria burguesía “demócrata y progresista”, este sector de la izquierda ayudó a la clase dominante a sacar a las masas de la calle y canalizar sus expectativas hacia las nuevas instituciones burguesas que, supuestamente, sustituirían al antiguo régimen a través de un proceso constituyente que cambiaría el orden social de arriba abajo.
Convocadas las elecciones, la población de Túnez y Egipto votó masivamente por los partidos islamistas. Sin una clara alternativa de izquierda, los islamistas capitalizaron su papel de semioposición a las dictaduras de Ben Alí y Mubarak y, sobre todo, por su extensa red de asistencia social que ayudaba a sobrevivir a una parte de la población.
En poco tiempo, las esperanzas de cambio depositadas en el movimiento islamista se desvanecieron. En Egipto, la impotencia del Gobierno de la Hermandad Musulmana para realizar las reformas prometidas unida a la radicalización cada vez mayor de las luchas obreras impulsaron al Ejército a dar un golpe de Estado y restablecer su dictadura, por supuesto con las plenas bendiciones de los países occidentales.
En Túnez los islamistas del partido Ennahda han conseguido mantener su mayoría electoral, pero han tenido que ceder el Gobierno a “independientes” designados directamente desde los centros del poder empresarial. Aunque desde el final de la Primavera Árabe las protestas han continuado sin descanso, la clase dominante ha sido capaz de asimilar a su régimen a algunos de los más destacados activistas de la revolución de 2011, que hoy juegan un papel de amortiguadores de la protesta, o incluso participan directamente en la represión o la justifican desde la comodidad de sus despachos.
En ausencia de otra alternativa, y en medio del desencanto generalizado de la población, no debería resultar sorprendente que todos los sondeos electorales muestren la recuperación del antiguo partido del dictador Ben Alí. Pese a que las elecciones no son inminentes, este escenario es un serio aviso para las fuerzas de izquierda que, en nombre del “realismo”, renuncian a la transformación socialista de la sociedad y se contentan con administrar la pobreza.
¿Qué programa necesita la revolución árabe?
La crisis de 2008 acabó de forma irreversible con la estabilidad de las dictaduras árabes, tanto las impuestas directamente con la colaboración del imperialismo europeo y norteamericano como las que resultaron de la involución de los Gobiernos que, como el de Argelia o Siria, se proclamaban socialistas y mantenían una buena relación con el régimen estalinista de la URSS.
La Primavera de 2011 fue una de las primeras consecuencias de esa crisis, y desde entonces nada ha cambiado a mejor en los países árabes. Las bases materiales de ese movimiento, y de las olas de rebelión que han sacudido desde 2011 en adelante a otros países de la zona, siguen vivas hoy en día, igual que sigue viva la determinación de las masas para encontrar un camino de salida a su angustiosa situación.
Más pronto que tarde, las masas del mundo árabe volverán a levantarse contra la opresión y la miseria. Sin duda, la experiencia de esta década servirá para que esta vez el movimiento se desarrolle con más fuerza y con unos objetivos más definidos. La práctica desaparición de la influencia religiosa como factor de división entre las masas, como estamos viendo en Líbano, donde la movilización une a trabajadores por encima de cualquier barrera sectaria, es un buen ejemplo de este avance histórico.
Pero por valiosa que sea la experiencia, es necesario concentrarla y destilarla en un programa y una estrategia. Esta época histórica, de crisis profunda y descomposición del sistema capitalista, resalta la plena vigencia de la teoría de la revolución permanente formulada por León Trotsky. Las más elementales aspiraciones de las masas trabajadoras a unas condiciones materiales de vida mínimamente dignas, en una organización social democrática y respetuosa de las libertades que tanto nos ha costado conquistar, solo son realizables mediante la expropiación de la propiedad privada de los medios de producción y el establecimiento de un sistema socialista.
Para alcanzar estos objetivos el movimiento de masas no puede apoyarse en el aparato del Estado burgués. La historia enseña que el conjunto de instituciones nacido para asegurar la pervivencia de la dominación de la burguesía —y esa es la naturaleza del Estado burgués— es inútil para transformar la sociedad. La revolución socialista necesita de la iniciativa y la intervención consciente de la clase trabajadora, y solo un régimen de democracia obrera puede asegurarla.
El programa que necesita la revolución árabe debe poner su acento en que las masas establezcan su propio poder, organizándose en comités que tomen en sus manos los asuntos que afectan a su vida cotidiana. En lugar de una ilusoria Asamblea Constituyente los revolucionarios deben llamar enérgicamente a extender y coordinar esos comités, eligiendo representantes, revocables en todo momento, que conformen un Parlamento Revolucionario capaz de llevar hasta el final sus reivindicaciones y de asegurar el cumplimiento de sus aspiraciones, acabando con el capitalismo y con las instituciones de su sistema de dominación.
Solo este programa es útil para hacer triunfar la revolución. Por eso es cada día más urgente construir la organización revolucionaria capaz de hacerlo realidad, una organización construida sobre la base de la teoría marxista y capaz de vincularse a los sectores más avanzados de la clase trabajadora y la juventud árabe.