Tailandia vive una auténtica rebelión social. Las manifestaciones estudiantiles que comenzaron a finales de julio –desafiando el estado de alarma decretado por la pandemia– exigiendo una reforma de la Constitución, el fin de la dictadura ejercida por la monarquía de Maha Vajiralongkorn (Rama X) y la dimisión del Gobierno, han desembocado en más de tres meses de protestas, manifestaciones multitudinarias y huelgas por todo el país.
Las alarmas se han disparado en el despacho del primer ministro tailandés, Prayuth Chan-o-cha, y en la residencia real, el Gran Palacio de Bangkok. Ni la represión salvaje con la que ha contestado la policía, ni el estado de emergencia decretado en la capital mediante el que se prohíben las protestas, ni el bloqueo de las redes de transporte para evitar el desplazamiento de la población a las nuevas marchas, han conseguido sofocar esta impresionante respuesta popular que continúa con fuerza y que volvió a congregar a centenares de miles el pasado domingo 8 de noviembre.
El Golpe de Estado de 2014 y el fraude de la “transición democrática”
El estallido social que hoy protagonizan las masas tailandesas es el resultado de una rabia acumulada durante años contra el poder con el que cuenta el monarca y el Ejército en el país. Los militares tailandeses han dado 18 golpes de Estado –12 de ellos con éxito– desde 1932. El último, en mayo de 2014 fue dirigido por el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y actual primer ministro Prayuth Chan-o-cha tras más de seis meses de protestas antigubernamentales. Desde ese momento, el país ha estado dirigido por una Junta Militar que ordenó arrestar a más de 150 miembros del antiguo gabinete, aplicó la Ley Marcial, ordenó la dispersión de los manifestantes y aprobó una nueva Constitución en 2016 redactada por el Ejército que por supuesto mantiene todas las leyes que hacen de la monarquía una institución intocable.
La Junta Militar que ha gobernado el país con puño de hierro anunció entonces que la nueva Carta Magna daba inicio a una “transición democrática” que culminaría con la celebración de unas elecciones generales en marzo de 2019. Como se ha vivido en otros países del mundo, esta “transición” ha sido una farsa. El aparato del Estado sigue controlado por los mismos reaccionarios con traje militar, una ínfima oligarquía económica ha seguido conduciendo al país a una situación de desigualdad extrema y la monarquía continúa contando con unos privilegios que más que del siglo XXI, recuerdan a la Edad Media.
Tal y como denunció la ONG Open Forum for Democracy Foundation, el fraude electoral en los comicios de 2019 fue “apabullante”. Se denunciaron todo tipo de irregularidades como la compra de votos –incluso existen fotografías que enseñan los tacos de billetes destinados a este fin– o que en algunas provincias más de la mitad de las papeletas se consideraron nulas. A pesar de que el partido pro Junta Militar Palang Pracharat ganó por muy pocos votos, se alzó con la victoria gracias a la reforma de la Constitución que permite que los senadores –elegidos por los militares– designen a dedo al primer ministro.
Pero la sorpresa de ese día fue el resultado de la nueva organización Partido Futuro Adelante. Esta fue impulsada por un empresario de una de las familias más ricas del país, pero en su programa incluía una reforma de la Constitución, la celebración de elecciones libres y “conseguir más democracia”. En los comicios, este partido se colocó como tercera fuerza con 6,2 millones de votos, demostrando las ansias de un cambio profundo en el país. A pesar del carácter burgués de Futuro Adelante y que su programa no ofrece solución a los problemas reales de las masas, la monarquía no puede permitir ni el más mínimo atisbo de crítica y su respuesta no se hizo esperar: el Tribunal Constitucional ilegalizó y disolvió al partido por “motivos políticos” unos pocos meses más tarde.
La monarquía tailandesa: una historia de represión y lujos insultantes
Uno de los aspectos que ha marcado y sigue determinando en panorama político en Tailandia es el control absoluto que ejerce la monarquía en el país. El monarca dirige todas las decisiones del Gobierno y la cúpula de magnates, aristócratas, altos mandos del ejército y la élite empresarial en su mayoría chino-tailandesa que lo conforman.
Esta institución no solo es considerada sagrada, sino que cuenta con uno de los arsenales legislativos más severos del mundo, que castiga con cuantiosas multas y hasta con treinta y cinco años de cárcel las difamaciones, los insultos o los comentarios “inapropiados” contra el rey Rama X o cualquier miembro de la familia real. En el país ya suman 100 las personas acusadas por “delitos de lesa majestad”.
El Financial Times ha coronado al rey tailandés como el monarca más rico, cuya fortuna asciende a los 40.000 millones de dólares, incluyendo la propiedad de 3.493 hectáreas en Bangkok, la posesión del diamante más grande del mundo y acciones en la cementera nacional Siam Cement y en el banco Siam Commercial.
A ello se suma la consolidación de su poder sobre la Oficina de Propiedades Reales, el brazo financiero de la monarquía tailandesa –con activos valorados en decenas de miles de millones de dólares–, que hasta ahora era gestionado de forma independiente.
En los últimos años, su reinado ha estado marcado por escándalos de todo tipo. En 2017, el primer ministro Prayuth introdujo un cambio en la Constitución para que el rey pudiera reinar desde fuera de Tailandia. De esta manera, durante la crisis de la Covid-19, el rey Vajiralongkorn ha pasado la cuarentena en un hotel de lujo en los Alpes bávaros –reservado, por supuesto, en exclusiva para uso y disfrute de la corte– junto a su harén de 20 mujeres.
Mientras tanto, el salario mínimo de un trabajador tailandés es de poco menos de 11 dólares al día. Tailandia ya ha sobrepasado a Rusia y a la India como el país donde rigen las mayores desigualdades económicas entre la población. En el año 2016, el 1% más rico poseía el 58% de la riqueza del país. En 2018, controlaba el 66,9%. En tanto, el 50% más pobre de los tailandeses (25 millones de personas, de una población de menos de 70) posee el 1,7% y el 70% (35 millones) el 5% del bienestar del país.
Todo esto es el combustible que alimenta las impresionantes protestas en el país. La mecha se ha ido consumiendo poco a poco hasta que ha estallado la bomba. Las masas han colocado en el centro de sus objetivos a abatir a la monarquía y exigen la caída de todo el Gobierno militar porque reconocen, muy correctamente, que son los dos pilares sobre los que se sustenta una pobreza, miseria y sufrimiento imperantes.
Las protestas más multitudinarias de la historia reciente del país
Las imágenes de las jornadas de lucha que se están sucediendo por todo el país –con especial fuerza en Bangkok– son espectaculares. Millones de personas, con la juventud a la cabeza, concentradas en las principales plazas de las ciudades, en los alrededores del aeropuerto, frente a la oficina del primer ministro o la residencia real. El Monumento a la Democracia de la capital se ha convertido en el epicentro del movimiento donde las consignas resuenan con una determinación inspiradoras. La más popular de todas es “¡Abajo la dictadura, viva la democracia!”. Así lo expresan los jóvenes que están en primera línea: “Esta es la primera vez que se discute sobre la fuente más importante de los problemas en la política tailandesa: la relación entre el ejército y la monarquía. Los manifestantes hablamos del sistema, no de individuos. Todo el mundo está pidiendo una constitución real, escrita para el pueblo y no por los que pertenecen a dictaduras. También pedimos elecciones justas”.
Las primeras marchas que se celebraron en verano fueron convocadas por grupos de estudiantes en su mayoría universitarios. Pero la represión con la que el régimen trató de enviar a la juventud a casa incendió la indignación del conjunto de la población y ahora la participación media, según los propios organizadores, en las protestas es de 200.000 personas. Desde ese momento la clase obrera tailandesa se ha colocado al frente organizando además cordones de seguridad para garantizar el desarrollo pacífico de las marchas. Pero como se puede ver en los centenares de vídeos que circulan por internet, la policía no está dudando en utilizar cañones de agua, disparar a los manifestantes –ya han muerto 5 personas y hay centenares de heridos– y arrestar a los activistas más destacados. Incluso el Gobierno ha cerrado distintos medios de comunicación que daban cobertura a lo que sucede en las calles del país bajo la excusa de “alentar a la violencia”.
Los tres dedos en alto –un gesto que se inspira en la película Los Juegos del Hambre, donde es un signo contra los ricos opresores– se ha convertido en el símbolo de las movilizaciones, que están siendo convocadas quincenalmente por las redes sociales por las plataformas Movimiento del Pueblo y Free Youth creadas al calor de los acontecimientos.
El cuestionamiento generalizado del rey y los militares supone un desafío histórico en un país donde la monarquía es considerada un tema tabú y donde la crítica a esta institución puede hacerte perder la libertad. Pero la determinación por continuar hasta conseguir una democracia real para la mayoría de la población, que se disuelva el Parlamento y que se convoquen de forma inmediata nuevas elecciones se expresa en las siguientes palabras: “No será fácil, pero tenemos que luchar porque no tenemos otra opción. Esta no es la primera batalla de los tailandeses y probablemente no será la última”.
Bajo el capitalismo no existe la plena democracia. ¡Hay que acabar con este sistema!
La rebelión del pueblo tailandés se sucede en medio de la peor crisis económica que enfrenta el país. La economía ha caído un 12,2% en el segundo trimestre del año, su mayor contracción anual desde la crisis financiera asiática en 1997, y la Oficina Nacional de Economía y Desarrollo Social publicó recientemente las cifras del último trimestre del año en las que destaca el descenso del 17,8% en las exportaciones, el principal motor de la economía tailandesa junto con el turismo. Este sector representa un 15% del PIB y ha caído un 80% desde el inicio de la pandemia.
Los tailandeses y tailandesas beben de toda la experiencia acumulada en estos últimos años, de los acontecimientos políticos que han golpeado el globo –también el sudeste asiático, como demuestra reciente la rebelión obrera en Indonesia contra la Ley Omnibus– y están sacando conclusiones muy importantes como que la lucha de masas debe continuar. Pero la clase obrera y la juventud no puede permanecer eternamente en las calles, a pesar de su firme voluntad. Los sindicatos de trabajadores, el movimiento estudiantil y los distintos colectivos que están participando, deberían presentar un plan de lucha ascendente que pase por la convocatoria de una huelga general para paralizar el país, impulsando comités en las fábricas, escuelas y universidades y en las localidades. Hay fuerza de sobras para hacerlo.
Una nueva Constitución redactada por los mismos responsables políticos, una “democracia” sobre bases capitalistas, no resolverá el problema de la pobreza, el paro o la represión, y tampoco conseguirá el juicio y castigo a los asesinos con insignias militares que han masacrado, golpe tras golpe, al pueblo tailandés. Para conquistar una sociedad verdaderamente democrática, para que todas las reivindicaciones se materialicen y se acabe de una vez por todas con la dictadura del capital financiero, el movimiento debe levantar un programa revolucionario y socialista, expropiar a la burguesía y que los oprimidos y oprimidas tomen el poder político y económico. Sólo así se podrá dar un giro de 180 grados en el destino de millones.
El 6 de octubre, la manifestación convocada en Bangkok coincidía con el aniversario del levantamiento estudiantil de 1976 en Tailandia, donde los y las jóvenes precisamente luchaban contra la vuelta al gobierno del orden militar que había caído tres años antes. Paramilitares de la derecha y la policía sitiaron a 4.000 estudiantes que se encontraban protestando en la Universidad de Thammasat, en la capital, y abrieron fuego contra ellos, asesinando a más de 100.
Esta masacre no es una excepción: es la verdadera cara del capitalismo. Un sistema que no duda en utilizar cuando lo necesita los golpes de estado, monarquías corruptas y asesinas, bandas fascistas… para mantener a toda costa su dominación política. La lucha de los oprimidos y oprimidas en Tailandia, y en todo el mundo, es la misma: poner fin al capitalismo, un sistema que ahoga en sangre, mata de hambre y hunde en la pobreza a la gran mayoría de la población. Y para ello, necesitamos construir una organización que luche por transformar la sociedad en líneas socialistas. Sólo la clase obrera tailandesa bajo la bandera de la revolución podrá poner fin a décadas de abusos y conseguir una democracia plena.