“Hay que decir a los elementos conscientes entre los negros que están convocados, por el desarrollo histórico, a convertirse en la vanguardia de la clase trabajadora. ¿Qué actúa como freno en las capas más altas [de la clase trabajadora]? Los privilegios, la comodidad, aquello que les impide convertirse en revolucionarios. Esto no existe para los negros. ¿Qué puede transformar una capa, hacerla más capaz de valor y sacrificio? Lo que existe de forma concentrada en los negros. Si en el SWP [Socialist Workers’ Party] no somos capaces de encontrar el camino a esta capa, entonces no somos dignos [de ser considerados revolucionarios]. La revolución permanente y todo lo demás serían sólo una mentira.”

    - L. Trotsky, en discusión con C.L.R. James sobre “La Cuestión Negra” en los Estados Unidos de América, 1939

Cuando en 2019, después de las agresiones de la PSP (Policía de Seguridad Pública) a una familia en el barrio lisboeta de Jamaica, cerca de 200 jóvenes negros marcharon contra el racismo y la brutalidad policial por la Avenida da Liberdade, la protesta fue brutalmente reprimida. Aunque fue pequeña, esta marcha tuvo una importancia histórica. En aquel momento sostuvimos que la entrada de esos dos centenares de jóvenes en la lucha política demostraba, nada menos, que un cambio cualitativo en la lucha de clases. Los acontecimientos del pasado 11 de enero, casi exactamente un año después y en la misma avenida, han confirmado esta conclusión.

La indignación masiva ante el asesinato del estudiante caboverdiano, Luis Giovani, es otra clara demostración del potencial revolucionario que existe en los trabajadores y en la juventud de los barrios y guetos de la periferia de Lisboa. Se ha demostrado una vez más que la violencia racista del Estado o de las bandas fascistas, que durante años ha sido sistemáticamente silenciada por los medios de comunicación, ha tenido consecuencias políticas.

Los trabajadores negros irrumpieron en la lucha política una vez más, con una enorme combatividad y coraje, incluso frente a la constante intimidación y brutalidad del Estado, y con ello establecieron un ejemplo brillante para toda la clase. La juventud negra, que formó la marcha de 2019 y que encabezó la marcha de este año, está dando los primeros y firmes pasos en el camino de la revolución.

La marcha del 11 de enero - ¡un paso adelante para toda la clase trabajadora!

La indignación popular ha convertido el asesinato de Luis Giovani en un nuevo problema que ni el Gobierno de Cabo Verde ni el de Portugal pueden en absoluto ignorar. El Gobierno de Cabo Verde se vio obligado a hacer declaraciones y a pedir explicaciones al Estado portugués, que a su vez garantizó, a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, que los culpables serían castigados. Todo ello, como resultado de la ola de indignación que se ha producido inmediatamente en los lugares de trabajo, en los barrios, en las escuelas y en las casas de todos los trabajadores negros, inundando también las redes sociales, a pesar del silencio criminal de los medios de comunicación burgueses.

En este contexto, se han organizado manifestaciones en varias ciudades. Pero, a diferencia de la protesta de 2019, que fue una marcha convocada por jóvenes de los barrios de Lisboa en sólo 24 horas a través de Instagram y de movilización de boca en boca, la protesta de este año se caracterizó inicialmente por la intromisión de la pequeña burguesía caboverdiana. Quien lideró en Lisboa, dirigiendo la convocatoria de un “homenaje” a Luis Giovani, fueron los estudiantes universitarios de buena familia, vinculados al partido hermano del PSD en Cabo Verde, el igualmente reaccionario Movimiento por la Democracia (MpD).

En la primera convocatoria lanzada en las redes sociales se leía “marcha”. Pero, mostrando un agudo instinto de clase, este pequeño grupo burgués pronto se dio cuenta de la rabia social que el asesinato de Giovani había despertado y se apresuró a descafeinar la convocatoria hasta que la “marcha” se convirtió en una “vigilia silenciosa”.

El resultado en Lisboa fue lo más parecido a un velatorio con espacio para la televisión. Los jóvenes que llevaban carteles e incluso algunas pancartas con consignas antirracistas, así como los jóvenes militantes que llevaban panfletos, recibieron una advertencia de la autoproclamada “organización del evento”: no se toleraba material político, ni mucho menos la mención al racismo. Estas maniobras para disciplinar la rabia social, sin embargo, no han hecho más que exacerbar esa rabia y, en consecuencia, preparar una explosión dos veces mayor de la que pretendían evitar.

La aplastante mayoría de los manifestantes, como indudablemente quedó demostrado, no tenía ninguna intención de asistir a un velatorio. Después de la ceremonia solemne, y aun ardiendo tres velas, los jóvenes más combativos — elevados por su instinto a dirigentes improvisados de su clase — sólo necesitaron un par de gritos de agitación para que se formara una marcha de más de 3.000 personas que, tras una vuelta a la Praça do Comércio, avanzó triunfante por la Rua Áurea, obligando a los policías a correr, a su pesar, para reorientar el tráfico y cortar las calles que esta asombrosa masa humana tomaba para sí.

Fue así, sin pensarlo dos veces, como los trabajadores sacudieron el polvo pequeño-burgués del movimiento y revelaron su carácter proletario. Carácter que sería remarcado una y otra vez con cada una de las consignas gritadas desde el Terreiro do Paço hasta la plaza del Marquês de Pombal, y de nuevo por la Avenida da Liberdade abajo hasta el Rossio. Entre las diversas consignas que merecieron la aprobación colectiva de la marcha, además del sentido grito “¡Giovani!” se ha oído: “¡Queremos justicia!”, “¡Justicia racista no es justicia!”, “Ni menos, ni más. ¡Derechos iguales!”, “¡La gentuza unida jamás será vencida!” y “La gentuza es gente que lucha!”.

No se había visto una protesta antirracista de esta magnitud desde 1995 — después del asesinato de Alcindo Monteiro, el joven negro que fue golpeado hasta la muerte por una banda de neonazis en el Barrio Alto. Pero la marcha del 11 de enero no fue histórica sólo por eso. Como continuación de la pequeña manifestación del 21 de enero de 2019, esta marcha ha sido un avance tremendo, y esto se puede ver claramente por la forma en que el aparato represivo del Estado ha manejado la situación.

Hace un año, los 200 jóvenes que se atrevieron a marchar pacíficamente por la avenida fueron recibidos por las balas de goma y los golpes de porra de la PSP a las órdenes de Fernando Medina, alcalde de Lisboa y miembro del PS apoyado por el Bloco de Esquerda. Esta vez, a pesar de las diversas provocaciones e intentos de intimidación — por ejemplo, con la ostentación de escopetas en una línea de policías que, con el pecho henchido, tuvieron la estúpida audacia de intentar detener la protesta a mitad de camino —, la represión no se materializó. La razón es evidente: 200 chicos y chicas en edad escolar no pueden defenderse de una carga policial ... pero 3.000 jóvenes y trabajadores de distintas edades pueden y sin duda se defenderían. Durante todo el camino, la frustración reflejada en las caras de los policías no podía disimularse, y esta frustración, como cualquier emoción expresada por los guardianes del orden burgués, era el reflejo fiel de lo que sintió la clase dominante al ver su más preciada avenida tomada por la “gentuza”.

El racismo y el capitalismo portugués

Sin embargo, la burguesía no solo se preocupa por la interrupción del tráfico durante unas horas. Se preocupa porque sabe que la irrupción de la juventud y de los trabajadores negros en la política representa un peligro mortal para su sistema. La acumulación de capital en Portugal sólo es posible por medio de la negación de los derechos democráticos más básicos y la sobreexplotación de una enorme capa del proletariado — en una palabra: el capitalismo portugués depende del racismo.

La Organización Internacional del Trabajo publicó en 2018 un estudio que concluyó que el 12,1% del trabajo en Portugal es “informal” — este es el término utilizado por los organismos burgueses para el trabajo sin derechos. De forma muy reveladora, sólo tres años antes, en 2015, el propio Estado burgués, a través de la Autoridad para las Condiciones de Trabajo (ACT), admitía que posiblemente entre el 20 y el 27% de todo el trabajo en Portugal fuera “no declarado”. Ahora bien, entre 2015 y 2020, si hay algo que es cierto, es que la sobreexplotación y el trabajo clandestino no han disminuido. La inutilidad de estas “estadísticas” para entender la realidad se hace evidente con el estudio de una tercera institución — igualmente respetable y sobre la que no hay sospechas de comunismo—, la Agencia Europea de Derechos Fundamentales, que es nada menos que un órgano de la propia Unión Europea. En su estudio de 2018, que consistió en entrevistar solo a 237 inmigrantes adultos, la Agencia de la UE descubrió que en Portugal las inspecciones de la ACT son extremadamente ineficaces porque los jefes, tras una advertencia previa del Estado, se preparan para la visita de los inspectores y ordenan a los trabajadores clandestinos que se escondan en los jardines, sótanos, cobertizos, cuartos de baño e incluso en arcones frigoríficos. Los trabajadores que llegan a ser contactados por los astutos inspectores de la ACT, lo hacen, por supuesto, bajo la amenaza de despido de sus patronos y nunca se atreven a mencionar las condiciones reales de trabajo a las que están sometidos. Esto es lo que ocurre con la ínfima parte del trabajo que el Estado “inspecciona” y “regula”.

Lo que sí sabemos, a pesar de todo, es que sectores como la agricultura, la construcción, el turismo, la restauración y la limpieza industrial dependen del trabajo clandestino para ser lucrativos — y que el trabajo clandestino se extiende por todos los sectores, con trabajadores en estas condiciones también en fábricas, call-centers y todo tipo de centros de trabajo. Sólo con el turismo estamos hablando de una quinta parte del PIB del país en la actualidad. Por lo tanto, una vez más: sin sobreexplotación, sin una capa gigantesca de la clase obrera a la que le son negados todos y cada uno de los derechos (a menudo incluso el derecho a un salario), la acumulación y concentración de capital en Portugal sencillamente no es posible.

La mayoría de estos trabajadores sobreexplotados son inmigrantes o descendientes de inmigrantes. Y en la capital, donde la clase trabajadora es más fuerte por todos los motivos —densidad de población, mayor concentración de trabajadores por centro de trabajo, desigualdad social extrema, mayor cultura y alfabetización, más servicios, etc.— una gran parte de los trabajadores sobreexplotados son negros y sufren una opresión específica: el racismo, presente todos los días en todos los espacios y, sobre todo, en cada uno de los órganos del Estado burgués, desde la escuela primaria al centro de empleo, de la comisaría de policía al tribunal de justicia.

Es fácil, entendiendo esto, entender también que la represión sistemática de los trabajadores negros en Portugal no es sólo un residuo del colonialismo o una “supervivencia histórica”, como los intelectuales pequeños burgueses no se cansan de defender desde sus gabinetes universitarios, desviando la atención de la lucha de clases para presentar una solución “cultural” y “educativa” —una solución que los convierta a ellos en el motor de la historia. Como siempre, la pequeña burguesía se entromete en asuntos que no le afectan y que es totalmente incapaz de resolver o incluso de entender. La represión sistemática de los trabajadores negros por parte del Estado se deriva en sus formas de toda la experiencia histórica de la esclavitud y del colonialismo, pero no por ello deja de cumplir una función fundamental de mantenimiento del modo de producción capitalista aquí y ahora, de ser un producto de las desigualdades materiales que existen hoy.

Estas desigualdades pueden ser vistas por cualquiera en los barrios pobres o en los guetos de Lisboa, donde el Estado solo existe como órgano de represión. En algunos casos, ni siquiera funcionan los servicios de recogida de basura. La propia organización del espacio se hace con el objetivo de aislar y ocultar estos barrios, poblados negreros modernos, reservas de mano de obra barata que alimentan al débil capitalismo portugués.

En la privacidad de estos barrios mal iluminados, el Servicio de Extranjeros y Fronteras (SEF) —esa guarida en la que antiguos agentes de la PIDE continuaron su carrera después de la Revolución de 1974-75— y la PSP tienen carta blanca para cometer todo tipo de crímenes y atrocidades, para mostrar sus tatuajes nazis e insultar a los negros como les apetezca. Todos los gobiernos y toda la cúpula del Estado, desde los tribunales (que absuelven policías después de cada agresión racista) hasta el Ministerio de Justicia, son plenamente conscientes de esta realidad y la mantienen porque sin ella todo el capitalismo nacional caería como un castillo de naipes.

La burguesía no sólo quiere, sino que también necesita, impedir la organización de esta capa de trabajadores, romper su fuerza, intoxicarlos (especialmente a los más jóvenes), enfrentarlos entre ellos y, sobre todo, enfrentar al resto de la clase trabajadora, los trabajadores blancos y "nacionales", con la "minoría negra", objetivo que cuenta con la ayuda de los medios burgueses, que reproducen las ideas más racistas y reaccionarias tanto más histéricamente cuanto más temor siente la clase dominante.

Es una contradicción irremediable del capitalismo: sólo es capaz de garantizar derechos democráticos en la medida en que los niega a una amplia parte de la población, es decir, en primer lugar, a los pueblos de los países neocoloniales. Pero incluso en los países llamados “desarrollados” los derechos democráticos —como el derecho a asociación, la libertad de prensa y de expresión, todos los derechos políticos (como el derecho al voto), etc.— se niegan en cierta medida a los trabajadores y siempre se le niegan completamente a una parte de la clase como necesidad objetiva del modo de producción. En Portugal, se le niegan a la mayoría de los trabajadores negros, y la lucha de esta capa por los derechos democráticos choca inmediatamente con todo el modo de producción por las razones expuestas anteriormente.

En definitiva, al exigir tan sólo derechos democráticos —“Ni menos ni más. ¡Derechos iguales!” —, al exigir que un asesinato de un joven negro sea investigado como cualquier asesinato, o al exigir trabajo “legal”, los trabajadores negros hacen una exigencia plenamente revolucionaria, puesto que sólo puede realizarse en una sociedad completamente nueva. Esta contradicción funciona como un poderoso mecanismo que, al primer contacto con la lucha política, empuja a los trabajadores negros, y con especial intensidad a los más jóvenes, hacia la vía revolucionaria.

El obstáculo más difícil de superar, sin embargo, no es la violencia racista del Estado, es la ausencia de una dirección revolucionaria a la altura de las tareas del momento actual. A cada paso adelante que da la juventud negra, su aislamiento con respecto al resto de la clase trabajadora se hace más evidente. Esto se vio tanto en 2019 como en la protesta de este año, y es el resultado de más de cuatro décadas de políticas reformistas en la izquierda.

La traición de las direcciones reformistas

En los 45 años que han transcurrido desde la Revolución, las direcciones reformistas de la izquierda han ignorado olímpicamente a los trabajadores negros. Y lo mismo podría decirse respecto a los trabajadores gitanos, inmigrantes o de cualquier capa oprimida de la clase trabajadora. Sin embargo, esta negligencia es cada vez más difícil de mantener, al menos en las formas actuales.

Sin duda alguna, la elección de tres diputadas negras en octubre de 2019 —Beatriz Dias (BE), Joacine Katar Moreira (Livre) y Romualda Fernandes (PS)— es un reflejo parlamentario de los avances que la juventud y los trabajadores negros han hecho en los últimos años y, por lo tanto, han despertado expectativas en esa capa, que sacará importantes conclusiones de la política seguida por cada una de las diputadas y sus respectivos partidos. Los ataques a Joacine Katar Moreira no son gratuitos, se hacen con plena conciencia de ello, y son, de hecho, ataques contra la irrupción de los trabajadores negros en la lucha política, hechos con la intención de desmoralizar y humillar esta capa del proletariado.

Pero este reflejo parlamentario apenas pasa de ser eso, un reflejo. Nada sustancial ha cambiado en el Estado y ni siquiera en el parlamento. Y cuando, a causa de la agitación social, las direcciones reformistas de la izquierda no pueden simplemente ignorar las reivindicaciones de los trabajadores negros, entonces actúan como siempre lo hacen ante la acción de la clase trabajadora en su conjunto —procurando preservar la paz social, negociando con los patronos y el Estado, presentando proyectos de ley, en fin, haciendo de todo excepto movilizar y organizar a los trabajadores para la lucha revolucionaria, es decir, la lucha directa, basada en los centros de trabajo, en las calles, hecha por fuera del parlamento y de los demás órganos de poder burgués y a través de los métodos de la clase trabajadora — la huelga, la ocupación, la huelga general, etc.

Esto se vio hace un año en el caso de la brutalidad policial del barrio de Jamaica, cuando tanto la dirección del PCP como la del BE corrieron en defensa del Estado burgués y de su policía, tratando en todo momento de atribuir la responsabilidad no a la PSP como órgano de represión del Estado, sino más bien a algunos agentes racistas, a individuos.

Son ilustrativas las palabras de Catalina Martins, dirigente del BE, que lamentó el hecho de que el buen nombre de la policía se haya “manchado” por “algunos elementos racistas y violentos”. El PCP, por su conexión orgánica con un “sindicato” de policías, fue aún más apocado — ni siquiera se atrevió a hablar de racismo, se limitó a condenar el alboroto suscitado en torno a la agresión.

Incluso este año, ante el asesinato de Giovani, la dirección del PCP ha mantenido un absoluto silencio —salvo, por supuesto, las “condolencias” parlamentarias. La dirección del BE, ya sea en su prensa o en las declaraciones de sus diputados, no se ha atrevido jamás a señalar la actuación de la PSP y del aparato de Estado, ni tampoco la vergonzosa actuación de los medios de comunicación. Sobre todo, no se ha atrevido a hablar de racismo. Por último, Livre redujo la lucha contra el racismo a una lucha por el “fortalecimiento de la democracia” y repitió los lugares comunes del BE.

Así, cada vez que los trabajadores negros son atacados, sea con palos y barras de hierro, sea con las porras de la policía, sea a balazos, estas direcciones envían a los trabajadores de vuelta a sus casas, presentan sus condolencias y nos hablan de “democracia” y “Estado de derecho”, de la necesidad de esperar a la “investigación” y a la “justicia”. ¿Pero qué democracia y qué justicia? ¿La que condena a miles de jóvenes negros y pobres a penas de cárcel por crímenes no violentos? ¿La que ignora los asesinatos de jóvenes negros que ocurren año tras año? ¿La que protege a los policías que golpean y asesinan a trabajadores en los barrios obreros y en los guetos de Lisboa? ¿La que criminaliza la protesta de los jóvenes negros y actúa rápidamente para condenar a manifestantes pacíficos? ¡Esa democracia y esa justicia sólo sirven a la burguesía! Ocultar así el carácter de clase del Estado burgués, ocultar la verdadera función de la policía como órgano de represión, y llamar “democracia” a lo que no es otra cosa que la cada vez más descarada dictadura del capital, es, nada menos, que actuar de forma criminal.

Lo que explica esta política es, a fin de cuentas, exactamente lo mismo que explica el enorme potencial revolucionario de los trabajadores negros. Por ser el blanco de la represión más brutal, por trabajar en la clandestinidad o en condiciones de sobreexplotación, por vivir en condiciones miserables (como las que persisten en el barrio de Jamaica) y, sobre todo, por estar privados de derechos democráticos, los trabajadores tienen poco o nada que ofrecer a las direcciones reformistas. Peor aún, cualquier acción que el BE, el PCP, Livre o la CGTP realicen para organizar o incluso mostrar solidaridad con estos trabajadores implica siempre el riesgo de alienar electoralmente a las capas más atrasadas de los trabajadores blancos y, claro está, a los preciosos sectores de la pequeña burguesía —la clase que más decisivamente imprime su sello a la democracia burguesa y en cada una de sus elecciones.

Aquí está el meollo de la cuestión: el reformismo, por definición, es la política que corresponde no a los intereses de la clase trabajadora, sino más bien a los intereses de las burocracias de los partidos y los sindicatos que se elevan sobre ella; es la política que se basa en la pequeña burguesía y en las capas más atrasadas del proletariado; la política de ceder a los prejuicios y temores pequeños-burgueses; la política de sometimiento del movimiento de los trabajadores a la paz social, a la conciliación entre los explotados y los explotadores, puesto que esa conciliación es el fundamento sobre el que los burócratas construyen sus carreras políticas como concejales, diputados, secretarios de Estado, ministros o lo que les toque.

¡La lucha organizada es el único camino!

Hoy estamos atravesando una época de revolución y contrarrevolución. En todo el mundo, el proletariado se levanta contra el capitalismo. La burguesía, sirviéndose de la policía y del ejército, lucha con todas sus fuerzas para mantener la propiedad privada y cada uno de sus privilegios de clase. De Chile a Haití, de Francia a Iraq, del Líbano a Hong Kong, eso es lo que vemos.

En Portugal, ya se sienten los primeros síntomas de esta ola revolucionaria. Con la nueva crisis económica que se está desarrollando, la lucha de clases acabará explotando con la misma furia que mostró en tantos países durante 2019. Las capas oprimidas de la clase trabajadora, entre las que destacan la juventud y los trabajadores negros, ocuparán un lugar de vanguardia. Lo hemos visto no sólo en las revoluciones africanas que derrocaron el colonialismo y amenazaron con dar un golpe de muerte al capitalismo mundial, sino también —de la forma más emblemática— en el magnífico Black Panther Party (Partido de los Panteras Negras) o, más recientemente, en el masivo movimiento Black Lives Matter (Las Vidas Negras Importan) en los Estados Unidos.

Que este potencial siga siendo criminalmente despreciado por las actuales direcciones de la izquierda y de la mayoría del movimiento obrero, tomadas por reformistas pequeño-burgueses que ponen toda su atención en el parlamento y similares, es, en última instancia, irrelevante. La juventud y los trabajadores negros no esperarán a nadie, como se demostró brillantemente el 11 de enero, y a cada demostración de su combatividad, estarán, por su ejemplo, acercándose al resto de la clase trabajadora e inspirando la lucha de todos los trabajadores.

Además, una dirección revolucionaria se forma en los innumerables choques entre las clases y las diferentes capas sociales, en las victorias y derrotas de la lucha de clases, en la experiencia de la lucha. Con cada choque con el estado burgués y cada acto de represión, cada ataque racista de los medios, cada nueva experiencia de movilización y lucha política como la del 11 de enero, la juventud negra de clase trabajadora agudiza su conciencia y da pasos en la educación de dirigentes revolucionarios que serán valiosos comandantes para todo el proletariado.

¡Que la burguesía tiemble ante la organización de la juventud y de los trabajadores negros! ¡Que a cada paso de la lucha antirracista se quiebren más y más las divisiones racistas y nacionalistas entre trabajadores y se construya una solidaridad de clase auténticamente internacionalista y revolucionaria!

¡Es hora de organizarse y luchar!

¡Únete a Izquierda Revolucionaria!

Nota

1. 1. Susana García es una comentarista de televisión de extrema derecha a la que TVI ofrece un espacio para difundir todo tipo de ideas reaccionarias, ha usado la palabra "gentuza" para referirse a cualquiera que piense que hay racismo en Portugal o que el asesinato de Luis Giovani fue tratado racista por la policía y los medios de comunicación. Su discurso, lleno del desdén que siente la clase dominante por los pobres, despertó la furia de miles de jóvenes negros. Por lo tanto, se explica que durante la manifestación el insulto a la comentarista haya sido orgullosamente levantado  como una bandera de clase.

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