Hace 31 años, en mayo de 1981, la coalición de los Partidos Socialista y Comunista triunfó en las elecciones presidenciales de Francia con un 51,7% de los votos, y consiguió para su candidato, François Mitterrand, la presidencia de la República. Esta victoria se gestó en un ambiente generalizado de entusiasmo, producto de las enormes esperanzas suscitadas entre los trabajadores franceses por los ambiciosos objetivos planteados en el Programa Común de la Izquierda, firmado nueve años antes y que recogía un conjunto de importantes reformas económicas y sociales que se proponían, sin salir del marco de las instituciones del Estado burgués, modificar sustancialmente las condiciones de vida de los trabajadores y establecer una sociedad más justa e igualitaria.
Este ambiente de entusiasmo permitió a Mitterrand disolver el Parlamento y convocar inmediatamente unas nuevas elecciones legislativas. En apenas un mes, la coalición de socialistas y comunistas incrementó sus votos en cinco puntos y obtuvo un resonante triunfo sobre la alianza de los partidos burgueses.
Muchas de las propuestas del Programa Común, que iban bastante más allá de lo formulado por las organizaciones socialdemócratas europeas de la época, se llevaron a la práctica desde el primer momento: el salario mínimo se incrementó en un 10%, las ayudas familiares en un 25%, se congelaron los precios de numerosos productos y servicios básicos, se estableció la edad de jubilación a los 60 años, se ampliaron las vacaciones a cinco semanas, y la jornada laboral se redujo hasta las 39 horas semanales.
Asimismo, se abordaron dos ambiciosas reformas legislativas a favor de la clase trabajadora: la ley Quilliot, que mejoraba de forma notable la situación de los inquilinos de viviendas, y la ley Auroux, que reforzó los derechos de los trabajadores en la empresa y el papel de los comités de empresa como representantes legales de toda la plantilla, favoreció la negociación colectiva, y reforzó las capacidades de los comités de seguridad e higiene para prevenir y actuar ante riesgos laborales.
También en el ámbito de los derechos civiles la acción del nuevo gobierno fue muy relevante. Una de sus principales medidas fue la regularización de los inmigrantes ilegales y la igualación de sus derechos laborales a los de los trabajadores nativos. También se despenalizó la homosexualidad (que era delito por una ley del gobierno fascista de Vichy, que seguía vigente), se abolió la pena de muerte, y se suprimió el Tribunal de Seguridad del Estado, que era un órgano jurisdiccional de excepción dedicado a la represión legal de los movimientos sindicales y de izquierda.
El programa de nacionalizaciones
Para financiar las medidas de reforma económica y social, el gobierno estableció un impuesto sobre las grandes fortunas, pero su medida más trascendental fue su ambicioso plan de nacionalizaciones, orientado no sólo a conseguir recursos financieros sino, sobre todo, a reforzar el control del gobierno sobre algunas palancas fundamentales del poder económico.
Inmediatamente después de la aprobación del primer paquete de reformas, en octubre de 1981, el gobierno de izquierdas presentó un proyecto de ley de nacionalizaciones, que disponía que los sectores estratégicos de la industria, las finanzas y el transporte pasasen a ser de propiedad pública, con dos grandes objetivos: poner la producción al servicio de las necesidades sociales y promover la creación de empleo.
A partir de la aprobación de la ley empieza una gran oleada de nacionalizaciones. Los mayores treinta y nueve bancos de capital francés, que reunían el 95% de los depósitos, fueron nacionalizados (entre ellos Paribas, Indosuez, Credit Commerciel o Rotschild) y en otros tres que ya contaban con participación pública (Crédit Lyonnais, BNP y Société Générale) el estado se hizo con la totalidad del capital.
También se nacionalizaron los grupos industriales estratégicos. La siderurgia, el aluminio, la electrónica, la metalurgia ligera, la química, la generación eléctrica fueron nacionalizadas íntegramente. También se nacionaliza una parte importante de la industria farmacéutica, la construcción, la informática, la fabricación de componentes eléctricos, la industria maderera, la industria aeroespacial, etc. Todo ello, unido a las nacionalizaciones realizadas tras la Segunda Guerra Mundial en el sector del petróleo y la industria automovilística, convirtieron al sector industrial público en el generador del 30% de la producción industrial total de Francia.
El contraataque de la burguesía
A pesar de su amplitud, las nacionalizaciones no abolían la propiedad capitalista. El 70% de la producción industrial seguía en manos privadas, y las entidades bancarias extranjeras no fueron nacionalizadas. Pero esto no fue un obstáculo para que la burguesía boicotease con todas sus fuerzas al gobierno de izquierdas, plenamente consciente de que la pérdida de una parcela de su poderío tendría un doble efecto: demostraría que la propiedad privada y los empresarios no son en absoluto necesarios para hacer avanzar la economía, y estimularía a los trabajadores a avanzar con firmeza hacia la completa abolición del capitalismo.
Las primeras medidas de Mitterrand fueron contestadas con una fuga masiva de capitales. En unas pocas semanas, un importe equivalente al 2% del PIB francés huyó del país. Inmediatamente después, una auténtica huelga de inversiones fue llevada adelante por los capitalistas, unida a una oleada de subidas masivas de los precios de los productos no regulados.
Y el contraataque interno se reforzó con la ayuda de la burguesía internacional. En otoño de 1981 y primavera de 1982, el franco francés sufrió dos potentes ataques especulativos con graves consecuencias para el valor de la moneda en los mercados internacionales.
El peso del sector público, a pesar de las nacionalizaciones, se reveló insuficiente para resistir estos ataques. La ausencia de un monopolio real del comercio exterior y la presencia de entidades financieras extranjeras operando en la economía francesa, obligó al gobierno a responder a los ataques especulativos con varias devaluaciones del franco, que perdió un 20% de su valor en el primer año de gobierno. Esta devaluación trajo como consecuencia inmediata un fuerte encarecimiento de las importaciones, que junto con las subidas de precios realizadas por los empresarios privados, dispararon la inflación al 14% anual, perjudicando gravemente la competitividad de las exportaciones francesas.
Asimismo, los tipos de interés subieron, pasando del 13,4% a cierre de 1980 al 17,5% alcanzado en cuanto el gobierno inició sus reformas. Y, finalmente, la ausencia de inversión privada provocó un fuerte incremento del desempleo, que subió hasta al 10%, a pesar de que el sector público contrató más de 200.000 nuevos trabajadores en pocos meses.
Todos estos ataques tuvieron éxito. La economía se paralizó y esa parálisis dejó sentir sus duros efectos sobre las familias trabajadoras. Las optimistas previsiones de la izquierda sobre la capacidad de controlar y regular la economía mediante un plan de nacionalizaciones que excluía a la mayoría del sector industrial y a la banca extranjera, al tiempo que se mantenían las instituciones básicas de la economía capitalista (mercados de capitales y valores, libertad de precios, libertad de comerciar con el exterior, etc.) se revelaron totalmente erróneas. Sin la capacidad que proporcionan el establecimiento de una planificación económica controlada democráticamente por los trabajadores y el monopolio de las transacciones exteriores, cualquier gobierno es impotente para frenar la ofensiva del capital.
Las consecuencias del boicot económico
El gobierno de Mitterrand, enfrentado a la disyuntiva de apoyarse en la movilización de los trabajadores y romper con el capitalismo, o de retirar las medidas más contestadas por la burguesía, optó por las contrarreformas y la capitulación y, apenas un año después de su constitución, dio un primer paso atrás. Para compensar los efectos inflacionistas de la devaluación del franco decretada el 12 de junio de 1982, el gobierno aprobó una congelación de salarios y precios durante cuatro meses y medio, suspendiendo por primera vez la escala móvil de precios y salarios conquistada en la gran huelga general de mayo de 1968. Como cabía esperar, la congelación salarial se aplicó a rajatabla, pero los precios siguieron subiendo sin control.
Y, por supuesto, este claro retroceso no aplacó a la burguesía, sino que, ante lo que interpretaron como una señal de debilidad, redoblaron su boicot y consiguieron deteriorar la economía francesa hasta el punto de que a principios de 1983 el franco se enfrentaba a la amenaza de verse obligado a abandonar el Sistema Monetario Europeo.
La coalición de izquierdas se encontró aprisionada entre dos fuerzas opuestas. Por un lado la presión de la burguesía francesa e internacional, cerrada a cualquier acuerdo, y contra la que sólo cabía oponer una política consecuentemente revolucionaria. Y por otro lado, la creciente presión de los trabajadores franceses, que veían que la inflación y el paro deterioraban aceleradamente sus condiciones de vida, y que exigían al gobierno que tomase medidas firmes para evitarlo. En marzo de 1983 la coalición de socialistas y comunistas tomó la decisión de deshacer las reformas realizadas y consagró el “giro hacia el rigor”. Las regulaciones financieras se suprimen, se congela la inversión y el gasto públicos, y se anuncia la reprivatización de las empresas nacionalizadas, que se empieza a llevar a cabo al año siguiente. Para hacer atractiva la privatización, el gobierno impone congelaciones salariales en las empresas e inicia las primeras reconversiones industriales en los sectores minero y metalúrgico, que implican la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo.
La respuesta de los trabajadores no se hace esperar. La movilización se generaliza entre los trabajadores, y a partir de 1986, tam-bién entre los estudiantes de secundaria, que protagonizan una movilización histórica.
Y, al mismo tiempo que las luchas se extendían y se radicalizaban, el desencanto de la clase trabajadora francesa con sus dirigentes se expresó en el terreno electoral. Fue el Partido Comunista quien pagó el mayor precio por la traición del gobierno al Programa Común. Del 20% de votos conseguido en 1981 bajó al 10% en 1984, y fueron sobrepasados por el Partido Socialista por primera vez desde 1945; y en las elecciones europeas también lo fueron por el Frente Nacional. También el Partido Socialista perdió apoyo electoral, lo que facilitó la victoria de la derecha en las elecciones legislativas de 1986 y la formación del gobierno Chirac.
Lecciones de la derrota
Después de la derrota electoral de la izquierda en 1986 no faltaron voces que se apresuraron a explicar este resultado por el “giro a la derecha” de la sociedad francesa, incluidos los trabajadores. Según estos teóricos de pacotilla, el auge de las “clases medias” y el supuesto “debilitamiento” de la clase obrera reduciría el apoyo social a un programa tan “radical” como el de Mitterrand.
Pero la realidad es tozuda y desmiente estas aseveraciones. La derrota electoral de la izquierda en modo alguno supuso un debilitamiento o un retroceso del movimiento obrero, que fue capaz de mantener la parte fundamental de las conquistas arrancadas a la burguesía en el primer año del mandato de Mitterrand. Es verdad que las nacionalizaciones se revertieron, pero los avances conquistados se mantienen en gran parte hasta el día de hoy. Y puede parecer paradójico, pero el único gran ataque exitoso a las conquistas de 1981 lo realizó el propio gobierno de izquierdas que las había implantado. Los numerosos gobiernos de derecha que sucedieron a Mitterrand fueron incapaces de hacerlas retroceder. No fue hasta hace algo más de año y medio cuando el ahora derrotado Sarkozy, que en aquel momento creía estar en la cumbre de su poder, lanzó una ofensiva feroz contra estas conquistas y fue respondido con una oleada de huelgas de una extraordinaria combatividad, que culminó en el llamamiento a la huelga indefinida lanzado por los trabajadores de las refinerías*.
Y por si la realidad de la intensidad y radicalización de la lucha de clases pudiese parecer a alguno insuficiente para desmentir el supuesto “giro a la derecha”, la alegría por el éxito electoral de 1986 le duró a la derecha francesa bien poco. Dos años después, unas nuevas elecciones les desalojaron del poder, y socialistas y comunistas consiguieron una mayoría rotunda, muy próxima a la mayoría absoluta.
Si algo demuestra la experiencia del primer gobierno Mitterrand es que el capitalismo no permite transformaciones graduales o parciales. O la tarea de superación del capitalismo se lleva hasta el final, o el terreno ganado a la burguesía se acabará perdiendo en cuanto la presión de la movilización se relaje. Y en esa batalla, el peor enemigo de los trabajadores pueden ser las vacilaciones y titubeos de sus propios dirigentes, incapaces de estar a la altura que les exigen sus bases, y cuya autoridad ante los trabajadores será utilizada por la burguesía para llevar a cabo las contrarreformas que sus intereses necesitan. Por eso, la tarea de construir una fuerte organización marxista, bien enraizada entre la clase obrera, y armada con el programa de la revolución socialista, sigue siendo nuestra principal prioridad.
* Ver www.elmilitante.net/index.php?option=com_content-&view=article&id=6691:francia-el-mayor-movimiento-de-masas-desde-1995-&catid=1076&Itemid=100026 y www.elmilitante.net/index.php?option=com_content&view=article&id=6693:lucha-de-clases-y-rebelion-social-en-francia&catid=1076&Itemid=100026