Publicamos a continuación un artículo que escribimos hace tres años, el 21 de enero de 2021, días después del intento de asalto del Capitolio por parte de las fuerzas de extrema derecha trumpista.
Han transcurrido tres años y las ideas fundamentales de este material, incluso en sus detalles, han sido reivindicado por los hechos. No ocurre lo mismo con los análisis de otras organizaciones, ni con las afirmaciones arrogantes de algunos autoproclamados teóricos marxistas, cada día más fuera de la realidad, que calificaron a Trump de ser un outsider condenado a la irrelevancia política. Muchos de esos artículos se esconden ahora cuidadosamente y no se vuelven a citar. Es lógico.
Creemos honestamente que el fenómeno trumpista no puede ser despachado con frases ingeniosas. Debe ser abordado con las herramientas teóricas que el marxismo revolucionario nos proporciona. Este artículo está precisamente en esa línea.
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Los ojos del mundo entero se fijan desde hace años en los acontecimientos explosivos que sacuden a la primera potencia mundial, pero cuando miles de manifestantes de extrema derecha, racistas y supremacistas, armados y con evidente formación paramilitar, asaltaron el Capitolio después de ser arengados por el propio Trump, la conmoción alcanzó el grado más superlativo.
“Todo el sistema ha entrado en un periodo de decadencia, descomposición y putrefacción. El capitalismo no solo no puede dar a los trabajadores nuevas reformas sociales, ni siquiera pequeñas limosnas, sino que además se ve obligado a quitarle las que antes les concedió. Lo que provoca la política de expoliación y asfixia de las masas no son los caprichos de la reacción, sino la descomposición del sistema capitalista”.
León Trotsky. Adónde va Francia, 1934.
Los ojos del mundo entero se fijan desde hace años en los acontecimientos explosivos que sacuden a la primera potencia mundial, pero cuando miles de manifestantes de extrema derecha, racistas y supremacistas, armados y con evidente formación paramilitar, asaltaron el Capitolio después de ser arengados por el propio Trump, la conmoción alcanzó el grado más superlativo.
Las imágenes del golpe del 6 de enero, con cientos de congresistas y senadores evacuados precipitadamente tras permanecer durante minutos en el suelo o agazapados en sus asientos, han puesto aún más de relieve la crisis de la democracia capitalista norteamericana.
La propia ceremonia de proclamación de Biden como presidente, protegida por 21.000 efectivos de la Guardia Nacional y con Washington convertida en una ciudad sitiada, simbolizan que el mito de un régimen inexpugnable, donde el golpismo y el totalitarismo no tienen cabida, se ha derrumbado estrepitosamente.
¿Qué es el trumpismo?
Trump no asistió al traspaso de poderes y prefirió lanzar nuevas soflamas, advirtiendo que de alguna manera volverá y que su movimiento no ha hecho más que empezar el trabajo. Por contra, mientras el expresidente hace las maletas muchos analistas están poniendo el RIP sobre su cabeza y pronostican que se hundirá en la marginalidad política.
La mayoría de medios de comunicación se ha quedado ronca implorando que las aguas vuelvan a su cauce, y que la Administración Biden se ponga inmediatamente a la tarea de cerrar las heridas abiertas. También se han multiplicado los emplazamientos para que el Partido Republicano se desembarace definitivamente de Trump y se reintegre al juego político tradicional. La mano está tendida. En apariencia todo parece controlado.
Esto en cuanto a la crónica oficial. En otro ámbito, numerosas publicaciones de la izquierda, incluida muchas que se proclaman marxistas, han despachado lo ocurrido el 6 de enero como una aventura minoritaria desconectada completamente de lo que realmente quiere la clase dominante. ¡No hay fascismo en EEUU! ¡No ha sido un golpe! remarcan una y otra vez.
Atendiendo a este enfoque cabe plantearse de entrada las siguientes cuestiones: ¿realmente Trump es un verso suelto sin vínculos con la burguesía norteamericana? ¿Sus años de gestión al servicio de qué intereses de clase han estado? ¿Es posible que la CIA, el FBI y el ejército desconocieran lo que se estaba preparando?
Evidentemente no tiene el menor sentido exagerar los hechos. Pero cuando el “templo” de la democracia norteamericana es tomado por una multitud de extrema derecha, armada y entrenada, que ha sido jaleada previamente por un presidente que ha cosechado 74 millones de votos, las cosas no se pueden ventilar tan a la ligera. Trump ha gobernado durante cuatro años y todavía es la cabeza del Partido Republicano, y su programa en materia económica o en la lucha que ha librado contra China ha contado con el apoyo indiscutible de los grandes monopolios y el capital financiero sin apenas disonancias significativas.
¿De verdad que no tiene sentido para comprender la naturaleza del trumpismo y de estos acontecimientos analizar seriamente la experiencia del fascismo y cómo logró avanzar en los turbulentos años treinta del siglo pasado? Nosotros pensamos que sí lo tiene, no para sacar conclusiones mecánicas, sino para poder ofrecer una explicación materialista de lo que está sucediendo. Lo importante es analizar el fenómeno en su conexión con los grandes acontecimientos de lucha de clases interna y a escala mundial, dejando a un lado las fórmulas bienintencionadas y las expresiones periodísticas ingeniosas.
Los hechos. Millones de pequeñoburgueses que sienten amenazado su modo de vida y sus certidumbres en un orden social que está siendo noqueado por la recesión, el avance de la izquierda y el declive externo, han dado un paso al frente. Este enorme polvo social, que durante décadas constituyó una base firme para el establishment, ha sido convocado por la descomposición del capitalismo norteamericano y por un líder que, al igual que muchos otros a lo largo de la historia, les ha ofrecido una bandera de lucha cortada a su medida.
El racismo más fanático y supremacista; un nacionalismo furibundo dirigido contra quienes han puesto en la picota la hegemonía mundial de su “gran” nación; el anticomunismo lleno de odio hacia los trabajadores y sus organizaciones, el machismo más despreciable y un integrismo religioso que da miedo… todo eso, y mucho más, ha sido ofrecido por Trump a este cuerpo social. Pero para llegar a este punto han sucedido muchas cosas. Un acontecimiento de esta envergadura responde a causas sociales profundas y no cae de un cielo azul.
Las multitudinarias marchas de mujeres al inicio de la Administración Trump, los mítines de masas de Bernie Sanders hablando de socialismo y pidiendo acabar con la dictadura del 1%, las manifestaciones multitudinarias de la juventud contra las armas y el cambio climático, la lucha exitosa en numerosas ciudades que ha conquistado el salario de 15$ a la hora y, por encima de todo, el histórico levantamiento contra el racismo tras el asesinato de George Floyd en el que han participado decenas de millones de personas… son la otra cara de la balanza.
La extrema polarización que vive la sociedad norteamericana y la brusca ruptura de su equilibrio interno han sido alimentadas por décadas de racismo institucional y brutalidad policial, recortes sociales y una desigualdad lacerante que ha hundido en la exclusión y la pobreza a decenas de millones de personas mientras una minoría de oligarcas han amasado un patrimonio supermillonario y son los dueños absolutos del poder. La dictadura de Wall Street se ha fortalecido y, dialécticamente, ha dado alas a la histeria de estos sectores pequeñoburgueses de la América profunda y rural, apoyados por una capa de trabajadores blancos empobrecidos a los que la demagogia trumpista ha movilizado.
Trump no solo ha encauzando la irritación de la base tradicional del republicanismo, la ha ensanchado con una dosis deslumbrante de demagogia antiestablishment y acción directa. Es importante analizar este proceso en su dinámica: Trump no es hoy el mismo que hace cuatro años y su base social ha evolucionado, reflejando cambios en la situación objetiva. Estos millones de pequeños propietarios explotadores y sectores intermedios se ven acosados por la recesión: la posibilidad de acabar arruinados no es ninguna broma, exigen mano dura contra los políticos liberales a los que acusan de permitir la decadencia nacional, y se aferran a recrear el “sueño americano” y el orden “blanco” que les permitió prosperar.
El avance del populismo de extrema derecha en EEUU, en Brasil, en Alemania, en Italia… obedece a causas comunes. La crisis orgánica del capitalismo, la deslegitimación de la democracia burguesa y sus instituciones, la pérdida de credibilidad de la derecha conservadora y la socialdemocracia por su agenda de recortes y austeridad, el fin de las reformas sociales y el crecimiento de la desigualdad y la miseria. Y, unido a todo esto, otro factor de primer orden que le favorece es la ausencia de una dirección revolucionaria de la clase obrera que ofrezca al conjunto de los oprimidos, y también a la pequeña burguesía que oscila a izquierda y derecha y que es explotada políticamente por la burguesía, una salida socialista para romper con la catástrofe actual.
Este es el terreno en el que se ha robustecido el nacionalismo económico y político, la xenofobia, el racismo y las tendencias al autoritarismo y al bonapartismo entre amplios sectores de la clase dominante y el aparato del Estado. ¿Acaso no fueron condiciones semejantes las que hicieron madurar y dieron su base de masas a los movimientos fascistas en los años treinta del siglo XX?
¿Un outsider al margen de la burguesía?
Afirmar que Trump está solo y aislado es ridículo. El trumpismo ha adquirido una enorme proyección y apoyo social como dejaron claro los más de 74 millones de votos que logró en las elecciones de noviembre. Según las encuestas prácticamente la mitad de esos votantes aprueban el asalto al Capitolio. Es evidente también que su intentona golpista, preparada a ojos de todo el mundo después de deslegitimar machaconamente la victoria de Biden, nunca habría sido posible si no hubiera contado con la simpatía y colaboración activa de muchos dirigentes destacados del Partido Republicano muy bien conectados con la clase dominante, y de numerosos funcionarios altos y medios del aparato del Estado, en el ejército, la policía, la Guardia Nacional y la CIA.
Las declaraciones y manifiestos que los secretarios de defensa de anteriores Administraciones han realizado condenando a Trump y jurando lealtad a la constitución y la democracia, deben interpretarse no como una garantía, sino precisamente como un movimiento de respuesta al ambiente que se vive en numerosos cuarteles y entre la oficialidad. ¿Acaso esos militares que han visto perder la influencia de EEUU en el mundo y tienen el orgullo herido, no son parte de la base electoral y social del trumpismo?
Es un fenómeno que se reproduce en muchos países. En Brasil con Bolsonaro, en Alemania con AfD o en el Estado español con Vox, por no hablar de Europa del Este. Los cuerpos represivos están nutriendo de militantes y votantes a la extrema derecha, desde la alta oficialidad y los mandos de tropa en el ejército, hasta decenas de miles de policías a los que se entrena cotidianamente para hostigar a los inmigrantes, las manifestaciones de la izquierda y las huelgas obreras. Todos ellos conforman un substrato que se abona de racismo y odio a la revolución.
Evidentemente, el capital financiero estadounidense, Wall Street y los dueños de las grandes tecnológicas no quieren imponer en este momento una dictadura fascista. No es su opción ahora. Pero sí quieren barrer a la izquierda de las calles y acabar con cualquier forma de resistencia obrera, aunque eso sea a costa de cercenar los derechos democráticos y otorgar poderes especiales a los órganos del Estado por detrás de la mecánica parlamentaria. Las tendencias bonapartistas son parte del fascismo, y siempre hay elementos de fascismo en el bonapartismo estatal.
La experiencia de los años treinta es clara. La burguesía italiana y alemana se resistieron durante mucho tiempo a adoptar una salida fascista, aunque hubo sectores que desde el inicio financiaron y respaldaron a Mussolini y Hitler. Solo cuando las maniobras parlamentarias se demostraron definitivamente impotentes para contener el curso de la revolución, el capital financiero se decidió a entregar el poder a los fascistas. Recurriendo a los métodos del golpe de Estado y la violencia de clase, aplastaron el movimiento obrero y sus organizaciones, y liquidaron la democracia burguesa.
En EEUU no existe todavía una situación abiertamente revolucionaria, pero sí hay rasgos revolucionarios en la lucha de clases que recorre el país desde hace años. Trump no ha sido derrotado en las urnas gracias al entusiasmo que el programa de Biden ha despertado, sino por la determinación de millones que quieren acabar con esta pesadilla y que la han combatido enérgicamente en las calles. La experiencia de estos años se ha traducido en un giro a la izquierda en la conciencia de amplios sectores de la clase obrera y la juventud. El movimiento de masas antirracista, que ha unificado en líneas de clase a los oprimidos con un potencial anticapitalista desafiante, es el resultado de este proceso y ha sido clave para batir a Trump. Pero la reacción contrarrevolucionaria también ha movilizado un ejército poderoso, y sectores nada desdeñables de la burguesía han estado implicados en esta tarea desde el principio.
Por supuesto, Trump no es Hitler en 1933 y el Partido Republicano no es el Partido Nazi. Pero no podemos obviar que quien ha orquestado el asalto al Capitolio ha sido, ni más ni menos, que el presidente de la nación más poderosa del mundo. Lo ha hecho además al frente de un partido capitalista que durante cuatro años ha asumido su programa en todos los puntos fundamentales.
Cuando se pretende analizar un proceso social y político vivo y en transformación, es fundamental atender a las tendencias contradictorias que lo alimentan, señalar las que son dominantes y cuál es la dirección a la que apuntan. Cerrar los ojos al hecho de que la profunda crisis que vivimos arrojará a millones de damnificados a la cuneta, agudizando la polarización política y socavando las bases de la democracia burguesa, es dar la espalda a las lecciones de la historia. Confiar en que la clase dominante se va a encargar de ajustar cuentas con el trumpismo, teniendo en cuenta la situación objetiva del capitalismo mundial y estadounidense, es un grave error político.
La inacción de los demócratas
La actitud del Partido Demócrata ante el asalto al Capitolio también merece un análisis en profundidad. ¿Cómo es posible que tras el intento de golpe su instigador no haya sido detenido y se le permitiera organizar tranquilamente su salida de la Casa Blanca concediendo indultos a sus aliados? Biden, Pelosi y el resto del establishment demócrata están protagonizando una farsa monumental. Se envuelven en la bandera americana y hablan de la fortaleza de la democracia, del Congreso y de la justicia, pero no tienen intención de investigar seriamente lo sucedido.
Su intención es cerrar las heridas y tratar de estabilizar la relación con los republicanos, aunque eso suponga dejar sin castigo la acción de Trump y de sus bandas fascistas. Biden echa balones fuera hasta el punto de que declina posicionarse respecto al inicio del procedimiento para el impeachment: “lo que decida hacer el Congreso les corresponde a ellos”.
Lo que explica este comportamiento es que temen que una acción contundente contra Trump pueda desencadenar una respuesta de magnitud entre esos sectores a los que ha enardecido y llenado de confianza con el asalto al Capitolio. El propio Trump les advertía sobre este punto en una de sus últimas apariciones en Texas, junto al famoso muro con México. Entre loa y loa a los agentes del ICE (la ultra-reaccionaria policía fronteriza) insinuaba: “Cuidado, el impeachment solo produce más ira y peligro para nuestro país”.
Como hemos visto en muchas ocasiones en la historia, a veces la contrarrevolución es el látigo de la revolución. Los demócratas quieren evitar a toda costa la reacción del trumpismo, pero sobre todo la respuesta de los millones de trabajadores, activistas afroamericanos y jóvenes que tomaron las calles y desafiaron el orden establecido tras el asesinato de George Floyd y que no van a permanecer de brazos cruzados ante la ofensiva de la extrema derecha.
Lógicamente Biden, Harris y el sistema en su conjunto tienen que encubrir su falta de determinación contra Trump. Que los mentores del intento de golpe queden impunes es probablemente lo que va a ocurrir, pero no está mal agarrar a algunos de los fascistas más osados y meterlos en prisión. Esa siempre ha sido la forma de operar del Estado capitalista en casos similares en numerosos países. Por eso han comenzado las detenciones puntuales y se ha abierto una comisión de investigación limitada que podría dar luz verde a un juicio futuro contra el magnate. Pero el impeachment ni siquiera está claro que prospere. Aunque la presión sobre los políticos republicanos arreciará, se necesita el voto de dos tercios de los senadores, lo que implica el apoyo de 17 senadores republicanos, y en el Congreso solo consiguieron arrancar 10 votos de los 211 diputados republicanos.
El Partido Republicano se enfrenta a una crisis profunda que no tiene fácil solución y que dependerá también de cómo actúe Trump. El líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, parece querer abandonarle, señalándole como el responsable del asalto al Capitolio. Pero al mismo tiempo sigue sin aclarar el sentido de su voto. Incluso en el caso de que el impeachment prosperase, habría que ver cuál es la reacción de las bases republicanas: de momento el 82% sigue apoyando firmemente a Trump y el 70% considera que hubo fraude electoral y que Biden es un presidente ilegítimo. El desenlace de esta crisis está muy abierto: podría profundizar el giro hacia la extrema derecha del Partido Republicano o bien llevar a una escisión del partido del ala trumpista de consecuencias inciertas.
Acuerdos y desacuerdos entre la clase dominante
Más allá de la propaganda pro Biden bombeada en estas semanas, no debemos olvidar que los dos partidos de la burguesía, demócratas y republicanos, han convivido razonablemente bien en estos cuatro años de legislatura. Se han puesto de acuerdo en las cuestiones centrales y en el expolio a la clase trabajadora. Trump ha representado de forma leal los intereses de la oligarquía, haciéndoles de oro macizo a su paso por la Casa Blanca.
Su reforma fiscal en 2017 fue un chorro de 205.000 millones de dólares directos al bolsillo del 20% más rico de la población, y se combinó con un recorte de 2 billones de dólares en programas sociales. En 2019, según datos de la Reserva Federal de EEUU, la fortuna de las 50 personas más acaudaladas del país era ya equivalente a la de los 165 millones más pobres. Ante el estallido de la pandemia, Trump aprobó un rescate de dimensiones nunca vistas: 2,3 billones de dólares, el triple que la Administración Obama en 2009, y que también ha ido directo a los mismos bolsillos.
Otro de los grandes consensos en la clase dominante, esta vez en el terreno político, fue evitar a toda costa el ascenso de Sanders, un candidato que, como las encuestas han revelado, podría haber vencido a Trump en las presidenciales. Esta decisión fue revalidada en dos ocasiones por su temor a que el giro a la izquierda de la sociedad adquiriera una dimensión todavía más amenazadora para sus intereses de clase. Al fin y al cabo, el movimiento masivo que impulsó al senador de Vermont llevaba en su ADN la lucha por los 15$, la victoria de los profesores de West Virginia, el Black Lives Matter, la denuncia del poder de ese 1% que domina la nación con puño de hierro… La cuestión es que por unanimidad decidieron que cortar el avance de la izquierda era lo más importante: mejor Trump que Sanders.
La temperatura de la lucha de clases ha subido mucho en estos cuatro años, de forma paralela al declive que ha experimentado la primera potencia en la escena mundial. La batalla que libra el imperialismo norteamericano contra China está arrojando un saldo cada vez más negativo para Washington. A pesar de la política de sanciones arancelarias decretadas por Trump, y respaldada por los demócratas con entusiasmo, lo ocurrido en este año de pandemia es elocuente. Mientras el número de fallecidos se acerca a los 500.000, superando los muertos estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial y en Vietnam, China se ha convertido en el proveedor sanitario más importante de EEUU, ha logrado contener el coronavirus y su actividad económica se repone con celeridad.
Vencer al gigante asiático en esta batalla y “hacer América grande otra vez” es un objetivo crucial para mantener los grandes negocios de la burguesía norteamericana. Eso pasa también, en el actual contexto recesivo, por apretar las tuercas a la clase trabajadora y ganar competitividad en un mercado mundial cada vez más constreñido. En eso también hay consenso en el seno de la clase dominante, y obviamente entre demócratas y republicanos.
La diferencia esencial que mantienen los dos sectores es otra. Trump defiende que es necesario aplastar lo antes posible a la clase trabajadora recurriendo para ello a una legislación de excepción, dar carta blanca a la policía y restringir al máximo los derechos democráticos. La otra parte, alineada con el Partido Demócrata, no duda de que es necesario dar un paso al frente pero se resiste a renunciar a las formas externas de la “democracia” porque temen las consecuencias de un enfrentamiento abierto con la clase trabajadora y que esto pueda llevar a un estallido revolucionario cuyo resultado no está escrito. No quieren una salida autoritaria porque piensan que pueden contener la polarización apoyándose en Biden. Al fin y al cabo, la ficción de la democracia burguesa ha sido increíblemente útil para la dominación de la oligarquía financiera durante mucho tiempo.
Perspectivas para la Administración Biden-Harris
La amenaza del trumpismo no va a desaparecer cuando el magnate abandone la Casa Blanca. ¿Cómo hará Biden para enfrentar una crisis económica sin precedentes y una pandemia que deja ya casi 500.000 fallecidos? Los planes del nuevo Gobierno, que hereda un déficit comercial récord de más de 824.000 millones de euros y una gigantesca deuda pública de 23,51 billones, no cambiarán en lo esencial las condiciones que han provocado una desigualdad y una polarización extremas, sino que las van a alimentar.
En los días previos a la intentona golpista, Biden presentaba a un equipo de Gobierno plagado de representantes de Wall Street. Tras el barniz de multiculturalidad y otros gestos propagandísticos, numerosos exmiembros del Gobierno de Obama y colaboradores entusiastas de Hillary Clinton como Antony Blinken, Jake Sullivan, John Kerry o Pete Buttigieg ocuparán las carteras fundamentales. ¿Qué podemos esperar de un equipo de estas características?
En el momento en que la pandemia hace estragos y más de 40 millones de ciudadanos norteamericanos carecen de seguro médico, es importante recordar que Biden ha sido un firme opositor del Medicare for All (sanidad pública, gratuita y universal). No es de extrañar, teniendo en cuenta las generosas aportaciones de las grandes farmacéuticas a su campaña. El nuevo inquilino de la Casa Blanca seguirá protegiendo el negocio multimillonario de la sanidad privada a costa de la salud pública.
Con respecto al racismo y la política migratoria, Biden promete reformas legislativas, apoyo a los derechos civiles o investigar las separaciones de niños inmigrantes de sus familias cuando son internados en campos de detención. Sabe que es un punto muy sentido, pero sus antecedentes no son de fiar. Fue Biden quien públicamente planteó, en pleno levantamiento contra la violencia policial racista, que “los oficiales deberían entrenar para disparar en la pierna en lugar de al corazón”. Su largo historial racista es conocido. Como segundo de a bordo de la Administración Obama, bajo su mandato conjunto se batió el récord de deportaciones de inmigrantes: 1.242.286 entre 2009 y 2016, además de las devoluciones en caliente en la frontera que alcanzaron la espeluznante cifra de 1.507.220. También fue un entusiasta de endurecer las leyes migratorias. Una de ellas fue la primera versión del “muro de Trump” bajo el mandato Bush y contó con su voto a favor; la otra, en 1996 con Clinton, creaba nuevas penas criminales para la inmigración ilegal y las deportaciones exprés.
Otros problemas acuciantes para la población, como una deuda estudiantil que ya supera 1,7 billones de dólares (más que el PIB del Estado español) lleva su nombre en letras capitales: el propio Biden fue uno de los promotores de una reforma en 2005 que ha tenido como resultado triplicarla en 10 años y que, a día de hoy, el 31% de todos los adultos en Estados Unidos arrastre algún tipo de deuda estudiantil. Biden ya ha reconocido que en este terreno las cosas continuarán igual.
La crisis de la vivienda ha crecido de forma abrupta durante la pandemia. Si la precaria moratoria que existe actualmente para los desahucios se cancelase, se calcula que inmediatamente más de 6,5 millones de personas serían expulsadas de sus viviendas sin ninguna alternativa. Esta cifra, según informes recientes, se amplía a 40 millones que están en riesgo de desahucio durante los próximos meses. Ninguna de las menciones de Biden sobre este asunto plantea soluciones concretas para las familias afectadas, por supuesto nada de planes de vivienda pública. Únicamente se ha hablado de créditos para ayudar a la ¡compra! de primera vivienda. Una broma de mal gusto para millones de familias que carecen de un techo seguro bajo el que vivir.
Otro asunto capital es el enfrentamiento con China por el liderazgo mundial. La campaña por presentar al nuevo presidente como estandarte del talante y el sosiego no puede ocultar que su “Made in America” en nada se diferencia del “America first” de Trump. Él mismo lo dejaba claro en la presentación pública de cargos de su Gobierno afirmando que “Estados Unidos ha vuelto y está listo para liderar el mundo”. Tras la intentona golpista volvía a insistir en el mismo punto, presentando su plan de rescate de 1,9 millones de dólares para reflotar una “economía tambaleante” de esta guisa: “Imaginad el futuro: ‘hecho en América’; ‘enteramente fabricado en América y por [trabajadores] americanos’…”. “Compraremos productos americanos, sosteniendo millones de empleos en la industria de EEUU”.
Las tendencias al nacionalismo económico y la guerra comercial no harán más que fortalecerse bajo su mandato y la explotación a la que someterá a la clase trabajadora norteamericana para lograr “competitividad” se incrementará de forma paralela. Cuando Biden habla de los intereses de América sabemos que se refiere únicamente a los de la burguesía norteamericana.
La demagogia populista de extrema derecha encontrará un altavoz potente bajo el Gobierno Biden. Con el programa demócrata, capitalista cien por cien, es completamente imposible detener al trumpismo. Cortarle el paso y vencerle solo será posible si la clase obrera y la juventud es capaz de levantar una alternativa revolucionaria que ofrezca soluciones reales a los problemas de las masas.
¡Construir un partido de los trabajadores para luchar por el socialismo!
Una acción como la del Capitolio demuestra hasta dónde está dispuesto a llegar el führer neoyorkino. Aunque no hubiese un plan acabado para culminarla, es una advertencia de que sectores de la burguesía se están preparando para el futuro. Esto es también una forma de llamamiento a alistarse en ese ejército reaccionario que ha logrado aglutinar.
La clase trabajadora está reflexionando profundamente y sacando conclusiones de lo que acontece. Existe una amenaza muy real. Lo que parecía imposible, es posible. Los golpes de Estado y las salidas autoritarias no están descartadas en las “democracias avanzadas”: hay sectores de la clase dominante que apuestan por ellas y están más que dispuestos a intentarlo. A medida que la lucha de clases se haga más encarnizada y vean en serio peligro sus privilegios, estas opciones ganarán apoyos. Es el periodo de revolución y contrarrevolución en el que nos adentramos a gran velocidad.
La correlación de fuerzas por el momento es claramente favorable a la clase trabajadora. Merece la pena recordar que cuando Trump llamó a la Guardia Nacional a disparar a los manifestantes y movilizó a sus milicias supremacistas y fascistas para un choque armado en las calles, no pudieron contener las movilizaciones multitudinarias de Black Lives Matter, que además se extendieron por todo el mundo. Trump cosechó un fracaso monumental. Esa es la capacidad y la fuerza de la juventud y clase trabajadora cuando enseña el puño.
Es evidente que el Partido Demócrata está en las antípodas de lo que se requiere para vencer al trumpismo. Sus apelaciones vacías a proteger la democracia de los ricos son completamente inútiles en esta batalla. Pensar que dentro del Partido Demócrata es posible acumular las fuerzas necesarias para levantar un partido de los trabajadores es un grave error. Las lecciones de la candidatura de Bernie Sanders han sido concluyentes sobre este asunto.
La experiencia histórica es muy rica en ejemplos de cómo los dirigentes reformistas, ante la amenaza del fascismo, se agarran a las faldas del orden burgués, defienden sus constituciones y el “Estado de derecho”, la unidad nacional, los pactos y todo tipo de cordones sanitarios con políticos burgueses que se dicen demócratas. Llaman a la calma y a no “provocar” a la reacción. Se niegan a combatir al fascismo y frenan con ímpetu la movilización, la organización y la acción directa de la clase trabajadora. Así es como también se arroja a los brazos de la reacción a sectores de las capas medias desesperadas y a obreros desmoralizado y atrasados.
Es importante atender a esa experiencia por sus valiosas lecciones. Mirar a través de esa luz para situar el papel de Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez actualmente, y el flaco favor que hacen a quienes sí creyeron en la lucha para acabar con la dictadura del 1%. Tras su claudicación a favor del establishment demócrata, Sanders todavía se presta a cubrirles el flanco izquierdo. Son muy significativas las declaraciones que Joe Biden hacía a pocos días de la intentona golpista: en un vídeo explicaba que había valorado muy seriamente incluir a “su amigo Bernie” en el nuevo Gobierno otorgándole la secretaría de Trabajo, pero que ambos habían decidido que lo mejor era no hacerlo para no desequilibrar el balance de asientos en el senado (donde Sanders ocupa un puesto por Vermont). Poco después era el propio Bernie Sanders el que aparecía públicamente blanqueando a Biden y su agenda económica sin hacer ni una sola mención a la necesaria respuesta de la izquierda contra las hordas trumpistas.
Asistimos a un verdadero complot contra los oprimidos de EEUU, en el que los dirigentes de sus sindicatos y las organizaciones reformistas en lugar de organizar movilizaciones masivas y huelgas para combatir el golpismo de Trump, algo que concitaría un respaldo extraordinario, se limitan a condenar lo ocurrido, a reivindicar “la democracia” y a pedir marchar con Biden y su Gobierno en la senda de la “reconciliación”. Incluso dirigentes de organizaciones como el DSA quitan hierro al asalto al Capitolio para justificar su inacción.
Los hechos son tozudos y no se puede mirar para otro lado. Levantar una alternativa política y un plan de acción para derrotar la amenaza que representa el populismo de extrema derecha y fascista es una cuestión de enorme urgencia. Hay que organizar movilizaciones multitudinarias por el juicio y castigo ejemplar a Trump y a todos sus colaboradores implicados en la trama golpista; impulsar comités de acción antifascistas en las empresas, centros de estudio y barrios para lanzar acciones contundentes en todas las ciudades; llamar a la formación de comités de autodefensa para repeler a las bandas fascistas y la brutalidad policial; y plantear un programa socialista que luche por expropiar a la oligarquía financiera, nacionalizar toda la riqueza del país bajo el control democrático de los trabajadores y sus organizaciones, comenzando por la sanidad privada, para defender la salud y la vida de las familias.
Sanders ha renunciado a construir una partido de clase independiente, pero la izquierda organizada sí puede dar pasos adelante consistentes para aglutinar a millones de trabajadores y jóvenes. Existen unas condiciones extraordinarias para hacerlo. Hoy millones se declaran socialistas. Son los mismos que hace cuatro años recibieron a Trump con movilizaciones multitudinarias que conmocionaron al mundo entero, y en todo este tiempo han luchado sin descanso. Las marchas de mujeres; la marea roja que se extendió estado a estado poniendo en guerra no solo a profesores, sino también a padres y a estudiantes; los que lograron con su militancia un importante número de concejales independientes de izquierdas; los que se enfrentaron a Bezzos; los que conquistaron los 15$ la hora e inspiraron con su ejemplo a otras ciudades; los que protagonizaron la huelga de la General Motors; los que amenazaron a Trump con una huelga general y lograron acabar con el cierre de Gobierno en 2019; los que impulsaron importantes manifestaciones en solidaridad con sus hermanos de clase inmigrantes frente al trato inhumano en la frontera con México; los que ocuparon los aeropuertos para evitar las deportaciones; los millones que encabezaron un levantamiento social antirracista en junio de 2020 y le dieron un duro varapalo en las urnas el pasado 3 de noviembre. Somos una fuerza imparable que tiene escrita en su bandera la lucha, y hemos demostrado en los hechos que la victoria es posible.
La tarea es urgente: hay que organizar toda esa fuerza para construir un partido de los trabajadores armado con el programa del marxismo y del internacionalismo. No una maquinaria electoral que se disuelve en los entresijos de la política burguesa, sino una organización enraizada en la lucha de clases, en los centros de trabajo, en los sindicatos y en las comunidades, en los movimientos sociales… y que utilice las instituciones, los ayuntamientos y el parlamento para aglutinar a millones.
Con un programa revolucionario y una acción decidida, un partido de los trabajadores de masas no solo señalaría el camino a los trabajadores para enfrentar la catástrofe actual, también ganaría a sus filas a muchos elementos pequeño burgueses desesperados y desorientados que hoy siguen a Trump porque la política oficial de Washington les repele. Mandaría un mensaje a la clase trabajadora de todo el mundo: bajo el capitalismo no hay salida. ¡Pero sí hay alternativa a esta barbarie y nuestra clase es perfectamente capaz de hacerla realidad! Reorganizar la sociedad sobre bases de justicia, igualdad y auténtica democracia es posible, pero la única forma de lograrlo es luchando por el socialismo.