NOTA DE LOS EDITORES

En defensa del marxismo reúne los escritos y cartas de León Trotsky en torno a la crisis política desarrollada durante los años 1939 y 1940 en el Socialist Workers Party (SWP), la sección estadounidense de la Cuarta Internacional.

Estos textos ocupan un lugar excepcional en el arsenal teórico del marxismo y representan una guía para entender los fundamentos programáticos y metodológicos de la construcción del partido revolucionario, y también del materialismo dialéctico como herramienta de interpretación de la realidad. Un libro cuya lectura —y periódica relectura— debe ser una tarea prioritaria para todo militante.

Para quien aborde por primera vez este libro, es importante situar el contexto histórico en que fue escrito. La crisis interna del SWP se desató meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando algunos destacados intelectuales del partido cuestionaron los análisis de Trotsky sobre la naturaleza de clase de la Unión Soviética. Este fue el punto de partida, pero la controversia se extendió rápidamente al rechazo del materialismo dialéctico como método del marxismo y al cuestionamiento del centralismo democrático. En definitiva, una lucha entre una tendencia pequeñoburguesa y el ala proletaria de la organización. 

El trotskismo estadounidense

Al igual que otras secciones de la Oposición de Izquierda, la sección estadounidense estuvo formada inicialmente por militantes expulsados del Partido Comunista por rechazar las políticas de Stalin. Durante varios años, el grupo se mantuvo como una pequeña minoría, con escasa capacidad de influir significativamente en la lucha de clases. 

Pero los acontecimientos de la década de los treinta causaron una importante transformación en el desarrollo y la implantación del trotskismo estadounidense. Esos años estuvieron marcados por convulsiones sociales y políticas de un extraordinario alcance. El crack de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929 fue la primera señal de una gran crisis económica que afectó a todo el mundo capitalista durante más de una década y que tuvo consecuencias devastadoras para la clase obrera.

Los despidos masivos y la pobreza creciente espolearon la volun­tad de lucha y un giro a la izquierda de sectores importantes de los obreros industriales. Entre otras consecuencias, esto provocó la formación de una nueva central sindical, el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO), que empezó a disputar la hegemonía a la hasta entonces mayoritaria y reformista Federación Estadounidense del Trabajo (AFL).

El auge de la lucha de clases en EEUU, unido a los trastornos internos de la Unión Soviética y el avance del fascismo en Europa, atrajo hacia el trotskismo estadounidense a un número importante de figuras del panorama intelectual de Nueva York y de la costa este del país, y también a grupos de obreros radicalizados.

El número de huelgas escaló tanto en número como en intensidad y radicalidad de sus objetivos. 1934 fue un año decisivo, marcado por tres conflictos históricos: la huelga de los estibadores de la costa oeste, que desembocó en una huelga general de cuatro días en San Francisco, la huelga de casi dos meses de los trabajadores de la Electric Auto-Lite Company en Toledo (Ohio) y la huelga general de Minneapolis, impulsada por los trabajadores del transporte y que fue dirigida por el grupo trotskista de la ciudad, con el apoyo de toda la Liga Comunista de América, nombre en aquel momento de la sección estadounidense de la Oposición de Izquierda.

La huelga de Minneapolis culminó con un resonante triunfo y dio un fuerte impulso a la Liga Comunista. Trabajadores de todo el país pudieron comprobar cómo la estrategia y los métodos del trotskismo daban resultados y aseguraban la victoria, y en consecuencia decidieron unirse a sus filas, proceso que se vio reforzado con la incorporación a la Liga de un buen número de los sindicalistas que habían dirigido la huelga de Toledo.

Se inicia así una nueva etapa en la historia del trotskismo estadounidense. A medida que los trabajadores nutrían el partido, su composición social cambiaba y también se transformaba su actividad cotidiana. Una organización orientada casi exclusivamente al debate teórico y a las labores de propaganda pasó a convertirse en un partido con raíces crecientes en la clase obrera y que empezaba a tener un papel significativo en algunos frentes de la lucha de clases.

El papel de los trotskistas estadounidenses se hizo aún más relevante cuando, en el verano de 1935, Stalin lanzó la política de los frentes populares, es decir, las alianzas de los partidos comunistas con los sectores supuestamente democráticos de la burguesía. Los objetivos revolucionarios quedaban aplazados indefinidamente, las consignas socialistas se abandonaban; en todo el mundo los partidos comunistas fieles a Stalin promovieron acuerdos con la burguesía y asumieron un papel de contención de las luchas obreras, propiciando así derrotas como la que sufrió la Revolución española. En Estados Unidos, el Partido Comunista se convirtió en el principal defensor del presidente Roosevelt y de su política del New Deal.

La formación del SWP en enero de 1938 fue un paso adelante que reflejaba la creciente implantación del partido entre la clase obrera y las grandes posibilidades que se les abrían a las fuerzas del marxismo. Pero ninguna gran transformación se produce sin sacudidas, y el SWP no fue una excepción. En defensa del marxismo es el análisis y la respuesta de Trotsky ante esos fenómenos inevitables en el desarrollo del partido revolucionario: “la clave de la actual crisis consiste en el conservadurismo de los elementos pequeño­burgueses, que han pasado por una escuela puramente propagandística y que no han encontrado todavía el camino hacia la lucha de clases. La crisis actual es la lucha final de estos elementos por la autoconservación”.

El carácter de clase del Estado soviético

Dos de los primeros escritos de este libro —La URSS en guerra y Nue­vamente y una vez más sobre la naturaleza de la URSS— están dedicados a clarificar el carácter del Estado soviético y la postura de los marxistas revolucionarios ante las iniciativas bélicas de Stalin y la inminente guerra mundial.

Trotsky caracterizaba a la Unión Soviética como un “Estado obrero degenerado”, partiendo del hecho de que las conquistas revolucionarias de Octubre de 1917 —fundamentalmente la nacionalización de los medios de producción, el monopolio del comercio exterior y la planificación centralizada de la economía— habían supuesto un golpe decisivo a las relaciones sociales de producción capitalistas, abriendo el camino a la transición al socialismo.

La edificación del socialismo en Rusia nunca fue una tarea desvinculada del triunfo de la revolución en Europa y el resto del mundo. De hecho, la construcción de la Internacional Comunista, fundada en marzo de 1919, fue un aspecto fundamental de esta estrategia, y a ella consagraron grandes esfuerzos Lenin, Trotsky y muchos otros dirigentes bolcheviques.

Pero las adversidades a las que se enfrentaron los comunistas rusos fueron colosales: la escasez y el colapso económico debidos al atraso histórico de Rusia y la devastación causada por la Primera Guerra Mundial y la posterior guerra civil se combinaron con el fracaso de la revolución en Alemania, Austria, Hungría, Italia…, que aumentaron el aislamiento del joven Estado obrero.

En tales condiciones, las viejas palabras de Marx se materializaron: “el desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria para el comunismo, por esta razón: sin él se socializaría la indigencia y esta haría resurgir la lucha por lo necesario, rebrotando, consecuentemente, todo el viejo caos”. El triunfo de la contrarrevolución burocrática encabezada por Stalin y su camarilla se fraguó en estas condiciones objetivas negativas, ampliamente analizadas por Trotsky y los principales cuadros de la Oposición de Izquierda rusa. 

Despojando a la clase trabajadora del ejercicio efectivo del poder político, suprimida la democracia obrera en la administración del Estado y en el seno del Partido Comunista, la burocracia se sintió el árbitro supremo entre las clases. Basándose en el monopolio del ­poder político y en la violencia, estableció un régimen totalitario para defender sus intereses y privilegios. 

Pero esta burocracia no podía ser considerada una nueva clase social. Se asemejaba a una casta parasitaria que obtenía sus privilegios económicos del robo de la plusvalía en el proceso de distribución y de la asignación de recursos por el Estado que controlaba, pero su poder nacía precisamente de la base material conquistada por la Revolución de Octubre: la economía nacionalizada. La burocracia se sustentaba en un régimen de bonapartismo proletario, utilizando la expresión de Trotsky, pero los medios de producción no eran de su propiedad, como sí ocurre en el caso de los capitalistas.

Defensa de la URSS

 Como conclusión de su análisis, Trotsky planteaba que el régimen estalinista era intrínsecamente inestable y que, a largo plazo, o bien desarrollaría tendencias hacia el restablecimiento del capitalismo, o bien sería derrocado por una revolución de la clase trabajadora, una revolución que tendría un carácter exclusivamente político, para desalojar del poder a la burocracia y restablecer la democracia obrera perdida, conservando la economía planificada y las relaciones de producción conquistadas en Octubre.

En opinión de Trotsky, la obligación de los trabajadores de todo el mundo era defender la URSS frente al imperialismo, a pesar de sus deformaciones burocráticas y de las políticas contrarrevolucionarias de los dirigentes estalinistas. Esta era además la mejor manera de conjurar la amenaza de restauración capitalista y prestar todo el apoyo necesario a los sectores más conscientes de la clase obrera soviética para levantar nuevamente el programa genuino del bolchevismo. Sólo así se podría reatar el hilo rojo de 1917 y recuperar el poder político de las manos de la burocracia usurpadora. 

Estas posturas de Trotsky nutrieron el programa de la Oposición de Izquierda y los bolchevique-leninistas en la URSS e internacionalmente, a pesar de la persecución de la que fueron víctimas por parte del aparato policial de Stalin. Pero en esos años de revolución y contrarrevolución, con el avance del fascismo en Alemania e Italia y la perspectiva de una nueva guerra mundial, Trotsky estaba en minoría. Los partidos comunistas de todo el mundo, cobijados bajo la fuerza protectora de la burocracia estalinista, clamaban contra Trotsky y sus ideas, y proclamaban a los cuatro vientos el “triunfo definitivo” del socialismo en la URSS.

En las filas de la izquierda crítica con Stalin, y también en la propia Cuarta Internacional, la presión de los acontecimientos —especial­mente tras el pacto de Stalin con Hitler del 23 de agosto de 1939— reforzó a las tendencias que negaban el carácter obrero de la URSS, concluyendo que las conquistas revolucionarias estaban liquidadas por completo. Inevitablemente, este argumento llevaba a considerar a la burocracia una clase social opresora, similar a la burguesía —de hecho, algunos teóricos de estas tendencias calificaban el régimen estalinista de capitalismo de Estado—, y consecuentemente a negar que la clase obrera mundial tuviera que dar ningún tipo de apoyo a la Unión Soviética.

Estos sectores, entre los que se encuadraban los intelectuales pequeñoburgueses del SWP, no sólo consideraban a la burocracia como una nueva clase dominante, sino que afirmaban también que el estalinismo acabaría convergiendo con la Alemania hitleriana y otros países fascistas para expandir su sistema social dictatorial por todo el planeta. Las intervenciones del Ejército Rojo en Polonia y Finlandia dieron un fuerte impulso a los defensores de estas teorías en los ámbitos universitarios de EEUU, lo que también se dejó sentir en el seno del SWP.

Dirigentes destacados del partido, como el filósofo James Burnham, el intelectual Max Shachtman o Martin Abern, exigieron a los órganos de dirección dejar de considerar a la URSS un Estado obrero y, en consecuencia, abandonar su defensa en caso de un ataque imperialista. Trotsky, James P. Cannon, el secretario general del SWP, y la tendencia obrera del partido no sólo ofrecieron una resistencia militante a esta ofensiva, sino que, además, en el curso de la controversia defendieron brillantemente el carácter proletario del partido y su programa revolucionario.

La defensa del materialismo dialéctico y la construcción del partido revolucionario

Burnham, Shachtman y el sector que los apoyaba, que eran minoría en el Comité Nacional del SWP, siguieron adelante con la polémica, aunque cambiando el acento del debate: una vez que sus argumentos sobre la naturaleza de la URSS y la burocracia como clase social fueron puestos en evidencia, contraatacaron cuestionando el “régimen interno” del SWP y el materialismo dialéctico.

Primero de forma vaga y confusa, después en un tono histérico, estos intelectuales académicos y su base de estudiantes universitarios denunciaron el supuesto “conservadurismo” y “burocratismo” de la dirección del SWP, y su incapacidad para entender los “nuevos fenómenos políticos”. El debate giró en torno a cuestiones candentes de la estrategia y el programa del partido, su régimen interno —el centralismo democrático—, el papel de los trabajadores, la posición de los sectores pequeñoburgueses ilustrados que se acercaban a sus filas y cómo conseguir la disciplina necesaria para forjar un instrumento capaz de preparar las fuerzas para derribar el capitalismo.

Ante la situación de crisis profunda del sistema y la agudización extrema de la lucha de clases, cuyas expresiones más acabadas fueron el triunfo de Hitler y el estallido de la Revolución española, levantar una nueva dirección bolchevique capaz de sustituir a los socialdemócratas y estalinistas se presentaba como una tarea de vida o muerte para la clase obrera mundial.

Durante los diez años transcurridos desde su expulsión de la URSS en 1929, Trotsky había dedicado todos sus esfuerzos a la reorganización de las fuerzas del marxismo revolucionario a través de la Oposición de Izquierda Internacional y, más tarde, de la Liga Comunista Internacional, precursora de la Cuarta Internacional, fundada en agosto de 1938. 

Trotsky conocía de primera mano las dificultades y los obstáculos que inevitablemente surgen en el proceso de construcción de un partido revolucionario en circunstancias históricas adversas. Aislado de las grandes masas de la clase obrera por la campaña de calumnias y persecuciones desatada por Stalin, que supuso la aniquilación de decenas de miles de comunistas en la URSS, incluida la vieja guardia leninista, tuvo que lidiar con una capa de militantes jóvenes carentes de inserción social en la clase obrera.

Muchos de los jóvenes que se acercaban a las filas de la Oposición lo hacían por rechazo al estalinismo, pero no eran bolcheviques ni leninistas en el sentido político, y tendían a reflejar todos los prejuicios del ambiente social pequeñoburgués del que provenían. Lo mismo se podía decir de los intelectuales (realmente compañeros de viaje), que repudiaban el totalitarismo estalinista, pero que carecían de una base teórica marxista y eran completamente permeables a las presiones de la opinión pública burguesa.

Esta experiencia ayudó a Trotsky a comprender rápidamente que el debate encerraba un alcance mucho mayor que la discusión sobre la naturaleza de la URSS o la postura ante la guerra. Lo que realmente ocurría era que un sector del SWP, cediendo a las presiones de la política burguesa y pequeñoburguesa, ponía en cuestión el carácter proletario del partido. En estas circunstancias, conciliar con esta tendencia sólo podría conducir a minar desde dentro del propio partido los esfuerzos por construir una dirección revolucionaria digna de tal nombre.

De modo que Trotsky aprovechó el debate abierto para elevar el nivel político y proporcionar a la sección estadounidense los fundamentos teóricos para lidiar con estas desviaciones oportunistas —que afloran periódicamente en el movimiento marxista, reflejando presiones de clases ajenas—. Este combate provocó ruidosas protestas entre los intelectuales y su base de apoyo, lo que brindó a Trotsky la ocasión de recordar el abecé del régimen interno: “¿Qué es la democracia partidaria para un pequeñoburgués ‘ilustrado’? Un régimen que le permita decir y escribir lo que le plazca. ¿Qué es el ‘burocratismo’ para un pequeñoburgués ‘ilustrado’? Un régimen en el cual la mayoría proletaria hace valer sus decisiones y la disciplina con métodos democráticos. ¡Trabajadores, tenedlo bien presente!”.

El otro eje de la lucha fraccional fue el rechazo de estos sectores pequeñoburgueses a la dialéctica materialista como método de interpretación de los procesos políticos, económicos e históricos, esencial para trazar el programa político del partido: “Llamamos materialista a nuestra dialéctica porque sus raíces no están en el cielo ni en las profundidades del ‘libre albedrío’, sino en la realidad objetiva, en la naturaleza. La conciencia surgió del inconsciente, la psicología surgió de la fisiología, el mundo orgánico surgió del inorgánico, el sistema solar surgió de la nebulosa. En todos los peldaños de esta escala de desarrollo, la acumulación de cambios cuantitativos dio lugar a cambios cualitativos. Nuestro pensamiento, incluido el pensamiento dialéctico, es solamente una de las formas de expresión de la materia cambiante. En este sistema no hay sitio para dios ni para el diablo, ni para el alma inmortal, ni para modelos eternos de leyes y morales. La dialéctica del pensamiento tiene un carácter completamente materialista porque surgió de la dialéctica de la naturaleza. (...) El entrenamiento dialéctico de la mente —tan necesario para un luchador revolucionario como los ejercicios con los dedos para un pianista— exige que todos los problemas sean tratados como procesos, y no como categorías inmóviles”.

En contra de la opinión de Burnham, Trotsky insistía en que el materialismo dialéctico es imprescindible para garantizar la práctica revolucionaria. La tajante separación que Burnham establece entre la acción política del partido y los principios teóricos o filosóficos sobre los que se fundamenta es radicalmente falsa. Sin un método correcto de pensamiento —explica Trotsky— es imposible comprender la dinámica interna de los acontecimientos históricos y de los fenómenos sociales, en constante cambio. Un partido que no es capaz de analizar la realidad atendiendo a las contradicciones y a los potenciales desarrollos que esa realidad encierra pierde el hilo conductor de su actividad práctica y acaba engullido en el torbellino de la política institucional burguesa, capitula ante el oportunismo o se deja arrastrar por fórmulas sectarias.

El método dialéctico permite ver más allá de la avalancha de acon­tecimientos inmediatos, emanciparse del empirismo y el pragmatis­mo que conforman la filosofía política de la burguesa, e impide que las definiciones y las categorías empleadas para el análisis de los he­chos se osifiquen y se conviertan en etiquetas vacías que no se corres­ponden con los cambios y transformaciones que se producen en la lucha de clases. 

Utilizar la dialéctica es indispensable para comprender el proceso de toma de conciencia y el papel objetivo que juegan las direcciones reformistas para hacerla retroceder. Es común escuchar a los grupos sectarios pontificar sobre el bajo “nivel de conciencia” de las masas, para así responsabilizarlas siempre de las derrotas, aunque en la acción hayan demostrado un certero instinto revolucionario. 

Trotsky es muy claro cuando aborda esta cuestión fundamental: “Sólo los ‘marxistas’ vulgares, que interpretan la política como un ‘reflejo’ simple y directo de la economía, pueden pensar que la dirección refleja directa y simplemente a la clase. En realidad, la dirección, tras alzarse sobre la clase oprimida, sucumbe inevitablemente a la presión de la clase dominante. La dirección de los sindicatos estadounidenses, por ejemplo, ‘refleja’ no tanto al proletariado como a la burguesía. La selección y educación de una dirección verdaderamente revolucionaria, capaz de soportar la presión de la burguesía, es una tarea extraordinariamente difícil. La dialéctica del proceso histórico se muestra de forma brillante en el hecho de que el proletariado del país más atrasado, Rusia, ha sido capaz de engendrar, bajo determinadas condiciones históricas, la dirección más clarividente y valerosa que hayamos conocido. Por el contrario, el proletariado del país con la cultura capitalista más antigua, Gran Bretaña, tiene, hasta el momento, la dirección más servil y estúpida. (...) los desilusionados y aterrorizados pseudomarxistas de todo tipo parten del supuesto de que la bancarrota de la dirección simplemente ‘refleja’ la incapacidad del proletariado para cumplir su misión revolucionaria. No todos nuestros oponentes expresan con claridad este pensamiento, pero todos ellos —ultraizquierdistas, centristas, anarquistas, por no hablar de los estalinistas y los socialdemócratas— descargan su responsabilidad por las derrotas sobre las espaldas del proletariado”.

No tenemos duda de que estamos ante un libro imprescindible para la formación de las nuevas generaciones de revolucionarios, y también de las veteranas.

Además de las notas a pie de página del autor, indicadas como tales, hemos añadido otras, con el fin de ayudar a la compresión del texto. Pero dado que esta obra es una recopilación de escritos y podrían ser leídos de forma independiente, hemos optado por el siguiente criterio: si un término, nombre o concepto sólo aparece en uno de los textos que componen este libro, la nota aclaratoria está a pie de página; y si aparece en más de uno, se encuentra al final del libro, en el Glosario o en las Reseñas biográficas según corresponda. En algunos casos hemos puesto una brevísima nota aclaratoria a pie de página y una entrada con más información en el Glosario o las Reseñas.

 

Fundación Federico Engels

Mayo 2019

 

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Índice 

 

EN DEFENSA DEL MARXISMO 

Carta a James P. Cannon (12 septiembre 1939) 21

La URSS en guerra (25 septiembre 1939) 23

El pacto germano-soviético y el carácter de la URSS

¿Son las diferencias políticas o terminológicas? 

Examinémonos una vez más 

¿Un crecimiento canceroso o un nuevo órgano? 

La temprana degeneración de la burocracia 

Las condiciones para la omnipotencia y la caída de la burocracia 

¿Y si no hay una revolución socialista? 

La guerra actual y el destino de la sociedad moderna 

La teoría del ‘colectivismo burocrático’ 

El proletariado y su dirección 

La dictadura totalitaria: una situación de crisis aguda

y no un régimen estable 

La orientación hacia la revolución mundial y la regeneración de la URSS 

La política exterior es la continuación de la política interior 

La defensa de la URSS y la lucha de clases

La cuestión de los territorios ocupados 

No cambiamos nuestro rumbo 

Conclusiones

 

Carta a Sherman Stanley (8 octubre 1939) 47

De nuevo y otra vez más sobre la naturaleza de la URSS 49

(18 octubre 1939)

Psicoanálisis y marxismo 

‘Un Estado obrero contrarrevolucionario’ 

¿Imperialismo? 

Continuación de la política del imperialismo zarista 

¿Agencia del imperialismo? 

El ‘mal menor’ 

‘Misioneros armados’ 

Insurrección en dos frentes 

‘Defensa incondicional de la URSS’ 

La regla fundamental 

‘¿Revisión del marxismo?’ 

El derecho al optimismo revolucionario 

 

El referéndum y el centralismo democrático (21 octubre 1939) 61

Carta a Sherman Stanley (22 octubre 1939) 63

Carta a James P. Cannon (28 octubre 1939) 67

Carta a Max Shachtman (6 noviembre 1939) 71

Carta a James P. Cannon (15 diciembre 1939) 77

Una oposición pequeñoburguesa en el seno del SWP 79

(15 diciembre 1939)

Escepticismo teórico y eclecticismo 

Advertencia y verificación 

El abecé de la dialéctica materialista 

La naturaleza de la URSS 

Evolución y dialéctica 

Defensa de la URSS 

La guerra fino-soviética 

La ‘cuestión organizativa’ 

 

Carta a John G. Wright (19 diciembre 1939) 103

Carta a Max Shachtman (20 diciembre 1939) 105

Cuatro cartas a la mayoría del Comité Nacional 107

(26 diciembre 1939 - 4 enero 1940)

Carta a Joseph Hansen (5 enero 1940) 113

Carta abierta al camarada Burnham (7 enero 1940) 115

¿Es lógico identificar la lógica con la religión?

¿No está obligado el revolucionario a luchar contra la religión?

Ejemplos instructivos

¿Qué propone usted en su lugar?

Falso ‘realismo’ político 

La dialéctica del presente debate 

‘Ciencia’ contra marxismo y ‘experimentos’ contra programa 

Un ‘dialéctico inconsciente’ 

La dialéctica y el señor Dies 

‘Cuestiones políticas concretas’ 

Desconcierto teórico y abstencionismo político 

La pequeña burguesía y el centralismo 

Conclusiones

 

Carta a James P. Cannon (9 enero 1940) 143

Carta a Farrell Dobbs (10 enero 1940) 145

Carta a John G. Wright (13 enero 1940) 147

Carta a James P. Cannon (16 enero 1940) 149

Carta a William F. Warde (16 enero 1940) 151

Carta a Joseph Hansen (18 enero 1940) 153

De un rasguño al peligro de gangrena (24 enero 1940) 155

‘Precedentes’ 

El bloque filosófico contra el marxismo 

Lo abstracto y lo concreto; economía y política 

Shachtman forma un bloque... también con Lenin 

‘Economía concentrada’ 

Comparación con guerras burguesas 

Derrotismo coyuntural, o el huevo de Colón 

Renuncia al criterio de clase 

Una vez más, Polonia 

Una vez más, Finlandia 

La teoría de los ‘bloques’ 

Las fracciones en lucha 

¡Es hora de parar! 

 

Carta a Martin Abern (29 enero 1940) 213

Dos cartas a Albert Goldman (10-19 febrero 1940) 215

Volved al partido (21 febrero 1940) 219

‘Ciencia y estilo’ (23 febrero 1940) 223

Carta a James P. Cannon (27 febrero 1940) 225

Carta a Joseph Hansen (29 febrero 1940) 227

Tres cartas a Farrell Dobbs (4 marzo-16 abril 1940) 229

Los moralistas pequeñoburgueses y el partido proletario 235

(23 abril 1940)

Balance de los acontecimientos finlandeses (25 abril 1940) 241

No podían prever 

Las pequeñas naciones en la guerra imperialista 

Georgia y Finlandia 

‘¿Dónde está la guerra civil?’ 

La defensa de la Unión Soviética 

No entregar al enemigo posiciones ya ganadas

 

Carta a James P. Cannon (28 mayo 1940) 253

Carta a Albert Goldman (5 junio 1940) 255

Sobre el Partido ‘Obrero’ (7 agosto 1940) 257

Carta a Albert Goldman (9 agosto 1940) 261

Carta a Chris Andrews (17 agosto 1940) 263

 

Apéndices 

Una vez más, la Unión Soviética y su defensa (4 noviembre 1937) 267

Craipeau olvida las principales enseñanzas del marxismo

¿Es la burocracia una clase?

¿Una clase es producto de causas económicas o de causas políticas?

¿Y dónde está la dialéctica?

Defensa de la URSS y socialpatriotismo

 

¿Un Estado no obrero y no burgués? (25 noviembre 1937) 281

Forma política y contenido social

Norma y hecho

Una clase al mismo tiempo dominante y oprimida

 

Glosario 295

Reseñas biográficas 299

 

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Carta a James P. Cannon

12 de septiembre de 1939

 

Querido Jim:

Estoy escribiendo un estudio sobre el carácter social de la URSS en relación con la cuestión de la guerra. El escrito, con su traducción, me llevará al menos otra semana. Las ideas fundamentales son las siguientes:

1) Nuestra definición de la URSS puede ser acertada o falsa, pero no veo ninguna razón para que esa definición dependa del pacto germano-soviético[1].

2) El carácter social de la URSS no está determinado por su amistad con la democracia o con el fascismo. Quien adopte este punto de vista se convierte en prisionero de la concepción estalinista de la época de los frentes populares.

3) Quien diga que la URSS ya no es un Estado obrero degenerado sino una nueva formación social, debe decir claramente qué es lo que añade a nuestras conclusiones políticas.

4) La cuestión de la URSS no puede aislarse como caso singular del proceso histórico actual. O bien el Estado estalinista es una formación transitoria, la deformación de un Estado obrero en un país aislado y atrasado, o bien el colectivismo burocrático (Bruno R.[2], La Bureaucratisation du monde, París, 1939) es un nuevo tipo de formación social que está reemplazando al capitalismo en todo el mundo (estalinismo, fascismo, New Deal, etc.). Los experimentos terminológicos (Estado obrero o no Estado obrero; de clase o no de clase, etc.) sólo cobran sentido desde esta perspectiva histórica. Quien elige la segunda alternativa admite, abierta o calladamente, que todo el potencial revolucionario del proletariado mundial se ha agotado, que el movimiento socialista está en bancarrota y que el viejo capitalismo se está transformando en colectivismo burocrático, con una nueva clase explotadora.

La enorme importancia de esta conclusión es evidente por sí misma. Concierne al destino del proletariado mundial y de la humanidad. ¿Tenemos el más mínimo derecho a implicarnos, simplemente por experimentos terminológicos, en una nueva concepción histórica que está en contradicción absoluta con nuestro programa, táctica y estrategia? Un salto tan aventurado sería doblemente criminal en un momento de guerra mundial, cuando la revolución socialista parece inminente y cuando el caso de la URSS se mostrará a los ojos de todos como un episodio transitorio en el proceso de la revolución socialista mundial.

He escrito estas líneas muy apresuradamente, lo que explica su insuficiencia, pero espero poder enviarte en una semana más completas mis tesis.

Saludos compañeros,

V. T. O.[3]

 * * *

 

La URSS en guerra

25 septiembre de 1939

 El pacto germano-soviético y el carácter de la URSS

 

¿Es posible, tras la firma del pacto germano-soviético, seguir considerando a la URSS como un Estado obrero? El futuro del país soviético ha suscitado repetidos debates entre nosotros. No es extraño; estamos ante el primer Estado obrero de la historia. Nadie ha podido analizar este fenómeno antes ni en ninguna otra parte. En el problema del carácter social de la URSS, los errores suelen proceder, como ya habíamos anticipado, de reemplazar el hecho histórico por la norma programática. El hecho concreto se desvía de la norma. Esto no significa, sin embargo, que la rompa: al contrario, la reafirma en su aspecto negativo. La degeneración del primer Estado obrero, confirmada y explicada por nosotros, no ha hecho sino mostrar más gráficamente qué debe ser un Estado obrero, lo que podría y debería ser bajo determinadas condiciones históricas. La contradicción entre la norma y el hecho concreto no nos obliga a rechazar la norma, sino, al contrario, a luchar por ella mediante la vía revolucionaria. El programa de la inminente revolución en la URSS está determinado, por un lado, por nuestra valoración de la URSS como un hecho histórico objetivo y, por otro, por la norma de lo que debe ser un Estado obrero. No decimos: “Todo se ha perdido, debemos empezar de cero otra vez”. Indicamos claramente los elementos del Estado obrero que, en el momento actual, pueden ser rescatados, preservados y, más adelante, desarrollados.

Los que hoy buscan demostrar que el pacto germano-soviético debe cambiar nuestra apreciación del Estado soviético se basan esencialmente en las mismas posturas que la Comintern[4] o, mejor dicho, en la antigua postura de la Comintern. De acuerdo con esta lógica, la misión histórica del Estado obrero es la lucha por la democracia imperialista. La “traición” de las democracias a favor del fascismo despoja a la URSS de su condición de Estado obrero. De hecho, el pacto con Hitler no es sino un dato más del grado de degeneración de la burocracia soviética y de su desprecio por la clase obrera internacional, incluida la Comintern, pero no proporciona ninguna base para una reevaluación de nuestra concepción sociológica de la URSS.

¿Son las diferencias políticas o terminológicas?

Empecemos planteando el problema de la naturaleza del Estado soviético no en el plano sociológico abstracto, sino en el plano de las tareas políticas concretas. Admitamos por un momento que la burocracia es una nueva clase y que el actual régimen de la URSS es un sistema especial de explotación de clase. ¿Qué nuevas conclusiones políticas se desprenden para nosotros de estas definiciones? La Cuarta Internacional reconoció hace tiempo la necesidad de derrocar a la burocracia por medio de un levantamiento revolucionario de los trabajadores. Ninguna otra cosa se propone, ni puede ser propuesta, por aquellos que proclaman que la burocracia es una nueva clase explotadora. El objetivo a alcanzar mediante el derrocamiento de la burocracia es el restablecimiento del gobierno de los sóviets, expulsando de ellos a la actual burocracia. Los críticos izquierdistas no proponen ni pueden proponer nada diferente.[5] La tarea de los sóviets regenerados es colaborar con la revolución mundial y con la construcción de una sociedad socialista. El derrocamiento de la burocracia, por tanto, presupone la preservación de la propiedad estatal y de la economía planificada. Aquí se encuentra el meollo de todo el problema.

Es innecesario decir que la distribución de las fuerzas productivas entre las diversas ramas de la economía y, en general, todo el contenido del plan cambiará drásticamente cuando este plan esté determinado no por los intereses de la burocracia, sino por los de los propios productores. Pero en la medida en que el problema del derro­camiento de oligarquía parasitaria todavía sigue unido a la preservación de la propiedad nacionalizada (estatal), calificamos la futura revolución como una revolución política. Algunos de nuestros críticos (Ciliga[6], Bruno y otros) quieren, sea como sea, calificarla de revolución social. Aceptemos esta definición. ¿Qué cambia en lo esencial? No añade absolutamente nada a las tareas revolucionarias que hemos enumerado.

Por regla general, nuestros críticos aceptan los hechos tal y como nosotros los establecimos hace mucho tiempo. No añaden absolutamente nada esencial a la apreciación de la posición de la burocracia y de los trabajadores, ni al papel del Kremlin en el terreno internacional. En todas estas esferas no sólo no cuestionan nuestro análisis, sino que se basan enteramente en él e incluso se limitan a él totalmente. La única acusación que levantan contra nosotros es que no extraemos las conclusiones necesarias. Después de analizarlas, se deduce, sin embargo, que esas conclusiones son de carácter puramente terminológico. Nuestros críticos rechazan llamar Estado obrero al Estado obrero degenerado. Exigen que la burocracia totalitaria sea denominada clase dirigente. Proponen que la revolución contra esta burocracia sea considerada social, en vez de política. Si les hiciésemos estas concesiones terminológicas, colocaríamos a nuestros críticos en una posición muy difícil, ya que no sabrían qué hacer con su victoria puramente verbal.

Examinémonos una vez más

Sería por tanto un absurdo monstruoso romper con camaradas que tienen una opinión distinta a la nuestra respecto a la cuestión de la naturaleza social de la URSS, en la medida en que se solidarizan con nosotros en lo tocante a las tareas políticas. Pero, por otro lado, sería ceguera por nuestra parte ignorar las diferencias puramente teóricas e incluso terminológicas, ya que en el curso de futuros desarrollos podrían tomar cuerpo y conducir a conclusiones políticas diametralmente opuestas. Al igual que un ama de casa cuidadosa nunca permite que se acumulen las telarañas y la basura, un partido revolucionario no puede tolerar la falta de claridad, la confusión y la ambigüedad. ¡Nuestra casa debe mantenerse limpia!

Recordaré, como ejemplo, la cuestión del termidor[7]. Durante mu­cho tiempo afirmamos que el termidor en la URSS se estaba preparan­do, pero que aún no había sido consumado. Más tarde, investigando la analogía con el termidor con mayor precisión y reflexión, llegamos a la conclusión de que había sucedido bastante tiempo atrás. Esta abierta rectificación de nuestro propio error no produjo ni la más mí­nima conmoción en nuestras filas. ¿Por qué? Porque todos nosotros comprendíamos de manera idéntica la esencia de los procesos en la Unión Soviética, ya que habíamos estudiado juntos, día a día, el creci­miento de la reacción. Para nosotros se trataba únicamente de precisar una analogía histórica, nada más. Espero que todavía hoy, a pesar del intento de algunos camaradas de descubrir diferencias en la cuestión de la defensa de la URSS —que ahora trataremos— conseguiremos, simplemente afinando más nuestras ideas, conservar la unanimidad sobre las bases programáticas de la Cuarta Internacional.

¿Un crecimiento canceroso o un nuevo órgano?

Nuestros críticos han argumentado más de una vez que la burocracia soviética actual se parece muy poco a las burocracias burguesas o sindicales de las sociedades capitalistas, que representan una nueva y mucho más poderosa formación social en mucha mayor medida que la burocracia fascista. Esto es correcto y nunca hemos cerrado los ojos ante ello. Pero si consideramos a la burocracia soviética como una clase, entonces estamos obligados a afirmar inmediatamente que no se parece a ninguna de las clases propietarias que hemos conocido en el pasado; por tanto, no habremos avanzado mucho. Frecuentemente denominamos casta a la burocracia soviética, subrayando así su carácter cerrado, su arbitrariedad y la altanería de su estrato dirigente, que considera que sus progenitores proceden de los divinos labios de Brahma[8], mientras que las clases populares han nacido de sus partes más groseras. Pero, por supuesto, esta definición tampoco es estrictamente científica. Su relativa superioridad se basa únicamente en que el carácter provisional del término es claro para todo el mundo, sin que a nadie se le ocurra identificar la oligarquía de Moscú con la casta hindú de los brahmanes. La vieja terminología sociológica no preparó, ni podía preparar, un nombre adecuado para un nuevo acontecimiento social que está en evolución (degeneración) y que no ha adoptado todavía formas estables. Sin embargo, todos nosotros continuamos calificando como burocracia a la burocracia soviética, sin descuidar sus peculiaridades históricas. En nuestra opinión, esto es suficiente por el momento.

Científica y políticamente —y no sólo terminológicamente— la cuestión se plantea así: ¿representa la burocracia un desarrollo temporal en un organismo social o ese desarrollo se ha transformado ya en un órgano históricamente indispensable? Las excrecencias sociales pueden ser el producto de una combinación “accidental” (por tanto, temporal y extraordinaria) de circunstancias históricas. Un órgano social (y las clases lo son, incluidas las clases dominantes) sólo puede constituirse como resultado necesario del desarrollo de las necesidades inherentes a la propia producción. Si no respondemos a esta pregunta, la discusión degenerará en un estéril juego de palabras.

La temprana degeneración de la burocracia

La justificación histórica de toda clase dominante consistió en esto: que el sistema de explotación que dirigía elevaba el desarrollo de las fuerzas productivas a un nuevo nivel. Está fuera de toda duda que el régimen soviético ha dado un poderoso impulso a la economía. Pero la fuente de ese impulso fue la nacionalización de los medios de producción y los comienzos de la planificación, y de ninguna manera el hecho de que la burocracia usurpara el mando de la economía. Por el contrario, el burocratismo, como sistema, se ha convertido en el peor freno al desarrollo técnico y cultural del país. Durante algún tiempo, esta situación estuvo velada por el hecho de que la economía soviética se ocupó durante dos décadas en asimilar la tecnología y la organización productiva de los países capitalistas avanzados. Este período de imitación y apropiación se ha podido acomodar, para bien o para mal, con el automatismo burocrático, es decir, con la asfixia de toda iniciativa y espíritu creativo. Pero cuanto más se desarrollaba la economía y más complejos se hacían sus requerimientos, tanto más insoportable se hacía el obstáculo del régimen burocrático. La contradicción, cada vez más aguda, entre una y otro conduce a constantes convulsiones políticas y a la eliminación sistemática de los elementos creativos más destacados en todas las esferas de la actividad. De este modo, antes de que la burocracia haya conseguido segregar de sí misma una “clase dominante”, ha entrado en contradicción irreconciliable con las exigencias del desarrollo. La explicación a esto debe buscarse precisamente en el hecho de que la burocracia no es la portadora de un nuevo sistema económico propio de ella e imposible sin ella, sino una excrecencia parasitaria en un Estado obrero.

Las condiciones para la omnipotencia y la caída de la burocracia

La oligarquía soviética posee todos los vicios de las antiguas clases dominantes, pero carece de su misión histórica. En la degeneración burocrática del Estado soviético no se expresan las leyes generales de transición de la sociedad moderna desde el capitalismo al socialismo, sino una refracción especial, excepcional y temporal de dichas leyes bajo las condiciones de un país atrasado y revolucionario en un contexto capitalista. La escasez de bienes de consumo y la lucha generalizada por conseguirlos genera un policía que se arroga la función de la distribución. La hostilidad exterior confiere al policía el papel de “defensor” del país, le dota de autoridad nacional y le permite saquear el país por partida doble.

Sin embargo, ambas condiciones para la omnipotencia de la burocracia —el atraso del país y el entorno imperialista— tienen un carácter temporal y transitorio, y deberán desaparecer con el triunfo de la revolución mundial. Incluso los economistas burgueses han calculado que, con una economía planificada, EEUU alcanzaría rápidamente un Producto Interior Bruto de 200.000 millones de dólares, suficiente para garantizar no sólo que se cubren las necesidades primarias de la población, sino un elevado nivel de bienestar. Por otra parte, la revolución mundial suprimiría la amenaza exterior, que es causa suplementaria de la burocratización. La eliminación de la necesidad de gastar en armamento una gran parte del PIB elevaría aún más el nivel cultural y de vida de las masas. En estas condiciones, la necesidad de un policía distribuidor desaparecería por sí sola. Una administración similar a una cooperativa gigante sustituiría rápidamente el poder del Estado. No habría lugar para una nueva clase dominante ni para un nuevo régimen explotador situado entre el capitalismo y el socialismo.

¿Y si no hay una revolución socialista?

La desintegración del capitalismo ha alcanzado límites extremos, lo mismo que la desintegración de la vieja clase dominante. La supervivencia de este sistema es imposible. Las fuerzas productivas deben organizarse de acuerdo a un plan. Pero, ¿quién cumplirá esta tarea, el proletariado o una nueva clase dominante de comisarios (políticos, administradores y técnicos)? En opinión de ciertos pensadores, la experiencia histórica demuestra que no se debe depositar ninguna confianza en el proletariado. El proletariado se mostró “incapaz” de impedir la última guerra mundial, aunque en aquel momento ya existían los prerrequisitos materiales para una revolución socialista. Los éxitos del fascismo tras la guerra serían, de nuevo, la consecuencia de la “incapacidad” del proletariado para sacar a la sociedad capitalista de su callejón sin salida. La burocratización de la URSS fue a su vez la consecuencia de la “incapacidad” del proletariado para organizar la sociedad por medios democráticos. La Revolución española ha sido estrangulada por las burocracias fascistas y estalinista ante los mismísimos ojos del proletariado mundial. Finalmente, el último eslabón de esta cadena es la nueva guerra imperialista, que se prepara abiertamente ante la impotencia del proletariado internacional. Si se adopta esta concepción, esto es, si se reconoce que el proletariado no tiene fuerza suficiente para llevar a cabo la revolución socialista, entonces la urgente tarea de la estatalización de las fuerzas productivas será realizada por otros. ¿Por quién? Por una nueva burocracia que reemplazará a la burguesía en declive como clase dominante a escala mundial. Así es como se está empezando a plantear el problema por aquellos “izquierdistas” que no se contentan con discutir sobre terminología.

La guerra actual y el destino de la sociedad moderna

Dada la marcha de los acontecimientos, este problema se plantea ahora muy concretamente. La segunda guerra mundial ha comenzado. Esto confirma incontrovertiblemente el hecho de que la sociedad no puede subsistir más tiempo sobre las bases del capitalismo. De este modo somete al proletariado a una nueva y quizá decisiva prueba.

Si esta guerra provoca, como creemos firmemente, una revolución proletaria, esto llevará inevitablemente a un derrocamiento de la burocracia en la URSS y la regeneración de la democracia soviética sobre bases económicas y culturales más firmes que en 1918. En este caso, la cuestión de si la burocracia estalinista es una clase o una excrecencia del Estado obrero se resolverá automáticamente. Quedará claro para cualquiera que la burocracia soviética sólo fue una recaída episódica dentro del proceso de desarrollo de la revolución mundial.

Si se admite, sin embargo, que la presente guerra no va a provocar la revolución, sino un declive del proletariado, queda entonces otra alternativa: una mayor decadencia del capitalismo monopolista, su progresiva fusión con el Estado y la sustitución de la democracia, allí donde todavía exista, por un régimen totalitario. En las actuales condiciones, la incapacidad del proletariado para tomar en sus manos la dirección de la sociedad podría conducirnos al crecimiento de una nueva clase dominante a partir de la bonapartista burocracia fascista. Sería, según todos los indicios, un régimen de decadencia, anunciando el eclipse de la civilización.

Se produciría un resultado similar si el proletariado de los países capitalistas avanzados, una vez conquistado el poder, se muestra incapaz de retenerlo y lo entrega, como en la URSS, a una burocracia privilegiada. En ese caso, nos veríamos obligados a reconocer que las causas del burocratismo no son el atraso del país ni el entorno imperialista, sino la incapacidad congénita del proletariado para convertirse en clase dirigente. Entonces sería necesario proclamar en retrospectiva que, en sus rasgos fundamentales, la actual URSS fue la precursora de un nuevo régimen de explotación a escala mundial.

Nos hemos alejado mucho de la controversia terminológica sobre cómo calificar al Estado soviético. Pero no dejemos protestar a nuestros críticos; sólo tomando la necesaria perspectiva histórica se puede alcanzar un juicio correcto sobre una cuestión como la sucesión de un régimen social por otro. La alternativa histórica, llevada al límite, es la siguiente: ¿es el Estado estalinista un abominable retroceso en el proceso de transformación de una sociedad capitalista en socialista, o es el primer paso hacia un nuevo tipo de sociedad basada en la explotación? Si el segundo diagnóstico es cierto, la burocracia se convertirá en una nueva clase explotadora. Por penosa que sea la segunda perspectiva, si el proletariado mundial se demostrase realmente incapaz de cumplir la misión que el curso del desarrollo histórico le ha asignado, no tendremos más remedio que reconocer que el programa socialista, basado en las contradicciones internas de la sociedad capitalista, demostró ser una utopía. Es evidente que sería necesario un nuevo programa “mínimo” para la defensa de los intereses de los esclavos de la sociedad burocrática totalitaria.

Pero, ¿existen datos objetivos tan incontrovertibles, o al menos tan impactantes, que nos obliguen a renunciar ya a la perspectiva de la revolución socialista? Esta es la cuestión.

La teoría del ‘colectivismo burocrático’

Poco después de la toma del poder por Hitler, un “comunista de iz­quierda” alemán, Hugo Urbahns, llegó a la conclusión de que el capi­talismo iba a ser reemplazado de forma inminente por una nueva era de capitalismo de Estado. Como primeros ejemplos de este régimen se­ñaló a Alemania, la URSS e Italia. Urbahns, sin embargo, no extrajo las conclusiones políticas de su teoría. Recientemente, un “comunista de izquierda” italiano, Bruno R., que formalmente se adhiere a la Cuar­ta Internacional, ha llegado a la conclusión de que el colectivismo burocrático reemplazará al capitalismo.[9] La nueva burocracia es una clase, su relación con los trabajadores es la explotación colectiva, los proletarios se han transformado en los esclavos de los explotadores totalitarios.

Bruno R. coloca al mismo nivel la economía planificada de la ­URSS, el fascismo, el nacionalsocialismo y el New Deal[10] de Roosevelt. Indu­dablemente, todos estos regímenes poseen rasgos comunes que, en última instancia, se basan en las tendencias colectivistas de la eco­nomía moderna. Lenin, incluso antes de la Revolución de Octubre, formuló así las principales características del capitalismo imperialista: concentración gigantesca de las fuerzas productivas, intensificación de la fusión del capital monopolista con el Estado y tendencia orgánica a la dictadura pura como resultado de dicha fusión. Los rasgos de la centralización y la colectivización determinan tanto la política de la revolución como la política de la contrarrevolución; pero esto en modo alguno significa que se puedan equiparar la revolución, el ter­midor, el fascismo y el “reformismo” estadounidense. Bruno se agarra al hecho de que, a causa de la postración política de la clase obrera, las tendencias a la colectivización hayan tomado la forma de colecti­vismo burocrático. El fenómeno en sí es innegable. Pero, ¿dónde están sus límites y cuál es su peso histórico? Lo que nosotros consideramos como una deformación en un período de transición, el resultado del desarrollo desigual de los múltiples factores que intervienen en el pro­ceso social, para Bruno es una formación social independiente en la que la burocracia es la clase dominante. En cualquier caso, Bruno R. tiene el mérito de intentar llevar el asunto desde el restringido círculo de los ejercicios terminológicos al terreno de las grandes generalizaciones históricas. Esto hace más fácil descubrir su error.

Como muchos ultraizquierdistas, Bruno R. identifica esencialmente estalinismo y fascismo. Por un lado, la burocracia soviética ha adoptado los métodos políticos del fascismo; por el otro, la burocracia fascista, que todavía se limita a medidas “parciales” de intervención estatal, se dirige hacia la completa estatalización de la economía, y pronto la alcanzará. La primera afirmación es absolutamente correcta. Pero la afirmación de Bruno de que el “anticapitalismo” fascista es capaz de llegar a expropiar a la burguesía es completamente errónea. Las medidas parciales de intervención estatal y de nacionalización son tan distintas de la economía planificada como las reformas lo son de la revolución. Mussolini y Hitler únicamente están “coordinando” los intereses de los propietarios privados y “regulando” la economía capitalista y, además, principalmente por razones bélicas. La oligarquía del Kremlin es otra cosa: tiene la oportunidad de dirigir la economía como un organismo sólo debido a que la clase obrera rusa fue capaz de darle el mayor vuelco de la historia a las relaciones de propiedad. Es una diferencia que no se puede obviar.

Pero, incluso si aceptamos que el estalinismo y el fascismo, desde polos opuestos, llegarán algún día a ser el mismo tipo de sociedad basada en la explotación (colectivismo burocrático, en la terminología de Bruno R.), esto no sacará a la humanidad del callejón sin salida. La crisis del sistema capitalista es el resultado tanto del papel reaccionario de la propiedad privada como del no menos reaccionario del Estado nacional. Incluso aunque los distintos gobiernos fascistas triunfasen en su empeño de construir una economía planificada en sus respectivos países, al margen de los inevitables movimientos revolucionarios del proletariado, imposibles de prever, la lucha de los países totalitarios por el dominio del mundo continuaría e incluso se intensificaría. Las guerras devorarían los frutos de las economías planificadas y destruirían la civilización. Bertrand Russell cree, es cierto, que, como resultado de la guerra, algún país victorioso puede unificar el mundo bajo un régimen totalitario. Pero incluso si esta hipótesis se realizara, lo que es harto dudoso, tal unificación militar no sería más estable que el tratado de Versalles[11]. Los ­levantamientos nacionales y las operaciones de pacificación culminarían en una nueva guerra mundial, que sería la tumba de la civilización. Los hechos objetivos, y no nuestros deseos subjetivos, nos muestran que el único camino para la humanidad es la revolución socialista mundial. La alternativa es la vuelta a la barbarie.

El proletariado y su dirección

Dedicaremos muy pronto un artículo específico a la cuestión de la relación entre la clase y su dirección. Nos limitamos aquí a lo más indispensable. Sólo los “marxistas” vulgares, que interpretan la política como un “reflejo” simple y directo de la economía, pueden pensar que la dirección refleja directa y simplemente a la clase. En realidad, la dirección, tras alzarse sobre la clase oprimida, sucumbe inevitablemente a la presión de la clase dominante. La dirección de los sindicatos estadounidenses, por ejemplo, “refleja” no tanto al proletariado como a la burguesía. La selección y educación de una dirección verdaderamente revolucionaria, capaz de soportar la presión de la burguesía, es una tarea extraordinariamente difícil. La dialéctica del proceso histórico se muestra de forma brillante en el hecho de que el proletariado del país más atrasado, Rusia, ha sido capaz de engendrar, bajo determinadas condiciones históricas, la dirección más clarividente y valerosa que hayamos conocido. Por el contrario, el proletariado del país con la cultura capitalista más antigua, Gran Bretaña, tiene, hasta el momento, la dirección más servil y estúpida.

La crisis de la sociedad capitalista, que tomó un carácter abierto en julio de 1914, produjo, desde el primer día de la guerra, una profunda crisis en la dirección del proletariado. Durante los veinticinco años transcurridos desde entonces, el proletariado de los países capitalistas avanzados todavía no ha creado una dirección a la altura de las tareas de nuestra época. La experiencia de Rusia demuestra, sin embargo, que esa dirección sí se puede crear. (Por supuesto, esto no significa que será inmune a la degeneración). Por lo tanto, la pregunta que ahora se plantea es la siguiente: ¿encontrará, a largo plazo, la necesidad histórica un camino hacia la conciencia de la vanguardia de la clase obrera?, es decir, ¿se formará en el proceso de esta guerra, y de las profundas convulsiones que va a engendrar, una dirección revolucionaria genuina, capaz de dirigir al proletariado hacia la toma del poder?

La Cuarta Internacional ha respondido afirmativamente a esta pregunta no sólo a través de su programa, sino, sobre todo, a través del hecho mismo de su existencia. Por el contrario, los desilusionados y aterrorizados pseudomarxistas de todo tipo parten del supuesto de que la bancarrota de la dirección simplemente “refleja” la incapacidad del proletariado para cumplir su misión revolucionaria. No todos nuestros oponentes expresan con claridad este pensamiento, pero todos ellos —ultraizquierdistas, centristas, anarquistas, por no hablar de los estalinistas y los socialdemócratas— descargan su responsabilidad por las derrotas sobre las espaldas del proletariado. Ninguno de ellos manifiesta bajo qué precisas condiciones será capaz el proletariado de llevar a cabo la revolución socialista.

Si aceptamos como válido que la causa de las derrotas es consustancial a las cualidades sociales del proletariado como tal, entonces hemos de reconocer que no hay esperanza para la situación de la sociedad moderna. Bajo las condiciones del capitalismo en decadencia, el proletariado no crece ni numérica ni culturalmente. No hay fundamento, por tanto, para creer que algún día alcance la altura de las tareas revolucionarias. Pero quien ha comprendido plenamente el profundo antagonismo entre la profunda e insuperable necesidad orgánica de las masas trabajadoras de liberarse del sangriento caos capitalista y el carácter conservador, patriótico y totalmente burgués de las caducadas direcciones obreras, enfoca la cuestión de modo completamente diferente. Debemos elegir entre estas dos alternativas, incompatibles entre sí.

La dictadura totalitaria: una situación de crisis aguda y no un régimen estable

La Revolución de Octubre no fue un accidente. Había sido prevista con mucha antelación. Los acontecimientos confirmaron esa previsión. La degeneración no la desmiente porque los marxistas no creímos nunca que un Estado obrero aislado pudiera mantenerse indefinidamente en Rusia. A decir verdad, no esperábamos la degeneración del Estado soviético, sino su destrucción; más exactamente, no habíamos establecido grandes diferencias entre ambas posibilidades. Pero no son en absoluto contradictorias. La degeneración, al alcanzar determinado punto, acaba necesariamente en destrucción.

Por su propia esencia, un régimen totalitario, ya sea estalinista o fascista, sólo puede ser un régimen temporal y transitorio. A lo largo de la historia, la dictadura desnuda ha sido producto y síntoma de una crisis social especialmente severa, nunca un régimen estable. La sociedad no puede estar instalada permanentemente en una crisis aguda. Un régimen totalitario es capaz de suprimir las contradicciones sociales durante cierto tiempo, pero es incapaz de perpetuarse. Las monstruosas purgas de la URSS son el mejor testimonio de que la sociedad soviética tiende orgánicamente hacia la expulsión de la burocracia.

Es asombroso que Bruno R. vea precisamente en las purgas estalinistas la prueba de que la burocracia soviética se ha convertido en una clase dominante porque, en su opinión, sólo una clase dominante es capaz de medidas a tan gran escala[12]. Olvida, sin embargo, que el zarismo, que no era una clase, también realizó grandes purgas, y precisamente cuando se acercaba su final. Con el monstruoso fraude de sus purgas, síntoma inequívoco de su cercana agonía mortal, Stalin atestigua mejor que nadie la incapacidad de la burocracia para convertirse en una clase dominante estable. ¿No quedaríamos en ridículo si atribuyésemos a la oligarquía bonapartista la condición de clase social pocos años, o incluso pocos meses, antes de su vergonzosa caída? Plantear claramente esta cuestión es lo único que puede, en nuestra opinión, apartar a los camaradas de experimentos terminológicos y generalizaciones precipitadas.

La orientación hacia la revolución mundial y la regeneración de la URSS

Un cuarto de siglo se ha demostrado muy poco tiempo para el rearme revolucionario de la vanguardia proletaria mundial, y demasiado para mantener intacto el sistema soviético en un país aislado y atrasado. La humanidad lo está pagando con una nueva guerra imperialista; pero la tarea fundamental de nuestra época no ha cambiado, por la sencilla razón de que no se ha realizado. La gran ventaja que tenemos ahora, y la gran promesa para el futuro, es que uno de los destacamentos del proletariado mundial nos ha mostrado ya, mediante la acción, cómo debe resolverse la tarea.

La segunda guerra imperialista plantea esta tarea irresoluta en un escenario histórico más elevado. Pone de nuevo a prueba no sólo la estabilidad de los regímenes existentes, sino la capacidad del prole­tariado para reemplazarlos. Los resultados de esta prueba tendrán una importancia decisiva para nuestra valoración de la época presente como la época de la revolución proletaria. Si, contra toda ­probabilidad, la Revolución de Octubre no tiene continuación en los países desarro­llados durante el curso de la actual guerra o inmediatamente después, si el proletariado es derrotado en todos los frentes, tendremos que plantearnos la revisión de nuestra concepción de la época actual y sus fuerzas motrices. En este caso se trataría no sólo de cambiar las etiquetas sobre la denominación de la URSS y de la banda de Stalin, sino la reevaluación de la perspectiva histórica del mundo en las próximas décadas, quizá en los próximos siglos: ¿hemos entrado en la época de la revolución social y la sociedad socialista o, por el contrario, en la época de la decadente sociedad de la burocracia totalitaria?

El doble error de esquemáticos como Hugo Urbahns y Bruno R. consiste, en primer lugar, en proclamar que el régimen totalitario ya se ha instalado definitivamente; en segundo lugar, en considerarlo como un período prolongado de transición de la sociedad entre el capitalismo y el socialismo. Además, es absolutamente evidente que, si el proletariado internacional, como resultado de la experiencia de toda nuestra época y de la nueva guerra en curso, se muestra incapaz de llegar a dirigir la sociedad, significaría el colapso de toda esperanza en la revolución socialista porque no podemos esperar condiciones mejores; en cualquier caso, nadie parece preverlas o ser capaz de especificarlas en el momento actual. Los marxistas no tenemos ningún derecho (a no ser que el cansancio y la desilusión se consideren “derechos”) a llegar a la conclusión de que el proletariado ha perdido todo su potencial revolucionario y debe renunciar a sus aspiraciones a conquistar la hegemonía en los próximos años. Veinticinco años de historia, cuando se trata de profundos cambios económicos y culturales, representan menos que una hora en la vida de un hombre. ¿Qué podemos pensar de un individuo que, por contratiempos experimentados durante una hora o un día, renuncia a una meta que se había propuesto en base al análisis de la experiencia de toda su vida anterior? En los años de la más negra reacción rusa (1907-1917), tomamos como punto de partida el potencial que el proletariado ruso demostró en 1905. En los años de reacción mundial, debemos apoyarnos en el potencial que el proletariado ruso reveló en 1917. La Cuarta Internacional no se considera por casualidad el partido mundial de la revolución socialista. No cambiaremos nuestro rumbo, sino que lo dirigimos hacia la revolución mundial y, como consecuencia, hacia la regeneración de la URSS como Estado obrero.

La política exterior es la continuación de la política interior

¿Qué defendemos de la URSS? No aquello en lo que se parece a los países capitalistas, sino precisamente aquello en lo que se diferencia. En Alemania también propugnamos una insurrección contra la burocracia dirigente, pero sólo para derrocar inmediatamente la propiedad capitalista. En la URSS, el derrocamiento de la burocracia es indispensable para la preservación de la propiedad estatal. Sólo en este sentido estamos a favor de la defensa de la URSS.

Nadie entre nosotros duda de que los obreros soviéticos deben defender la propiedad estatal no sólo contra el parasitismo de la burocracia, sino también contra las tendencias a la restauración de la propiedad privada por parte, por ejemplo, de la aristocracia koljosiana[13]. Pero, al fin y al cabo, la política exterior es la continuación de la política interior. Si en política interior ligamos la defensa de las conquistas de la Revolución de Octubre con la lucha irreconciliable contra la burocracia, en política exterior debemos hacer lo mismo. Sin dudarlo, Bruno R., basándose en el hecho de que el colectivismo burocrático ha salido victorioso en todos los frentes, nos asegura que nadie amenaza la propiedad estatal porque, ya veis, Hitler (¿y Chamberlain[14]?) está tan interesado en mantenerla como Stalin. Las afirmaciones de Bruno R., es triste decirlo, son frívolas. En caso de victoria, Hitler empezaría, con toda seguridad, por reclamar la devolución a los capitalistas alemanes de todas las propiedades que les fueron expropiadas; después, aseguraría igual restauración de su propiedad a los británicos, franceses y belgas, a la vez que llegaría a un acuerdo con ellos a expensas de la URSS; por último, haría de Alemania el principal suministrador de las principales empresas estatales de la URSS, en interés de la máquina militar alemana. Hitler es ahora mismo el aliado y amigo de Stalin; pero si Hitler, con la ayuda de Stalin, vence en el frente occidental, al día siguiente volverá sus cañones contra la URSS. Por último, también Chamberlain, en circunstancias similares, actuaría igual que Hitler.

La defensa de la URSS y la lucha de clases

Los errores en torno al problema de la defensa de la URSS derivan con mucha frecuencia de una comprensión incorrecta de los métodos de la “defensa”. Defensa de la URSS no significa en ningún modo acercamiento a la burocracia del Kremlin, la aceptación de sus políticas o una conciliación con las políticas de sus aliados. En esta cuestión, como en cualquier otra, permanecemos completamente en el terreno de la lucha de clases internacional.

En el minúsculo periódico francés Que faire?[15] se decía recientemente que, puesto que los “trotskistas” son derrotistas[16] respecto a Francia y Gran Bretaña, también son derrotistas respecto a la URSS. En otras palabras: si queréis defender la URSS, dejad de ser derrotistas respecto a sus aliados imperialistas. Que faire? pensó que las “democracias” serían los aliados de la URSS. No sabemos qué dirán ahora estos sabios. Pero no tiene importancia porque su método está podrido. Renunciar al derrotismo respecto del campo imperialista al que la URSS se adhiere hoy, o al que pueda adherirse mañana, es empujar a los obreros del campo enemigo al lado de su gobierno; significa renunciar al derrotismo en general. La renuncia al derrotismo en condiciones de una guerra imperialista, que equivale al rechazo de la revolución socialista —rechazo de la revolución en nombre de la “defensa de la URSS”—, sentenciaría a la URSS a la descomposición final y a la ruina.

La interpretación que la Comintern hace de la defensa de la URSS, como ayer de la lucha contra el fascismo, se basa en la renuncia a la política de independencia de clase. El proletariado es transformado —por distintas razones, en diferentes circunstancias, pero siempre e invariablemente— en fuerza auxiliar de uno de los campos burgueses en liza. En contraste con esto, algunos de nuestros camaradas dicen: como no queremos convertirnos en instrumentos de Stalin y sus aliados, renunciamos por tanto a la defensa de la URSS. Pero con ello sólo demuestran que su concepción de la “defensa” de la URSS coincide esencialmente con la concepción de los oportunistas: no piensan en términos de política independiente del proletariado. De hecho, defendemos la URSS como defendemos las colonias, como resolvemos todos nuestros problemas: no apoyando a unos gobiernos imperialistas contra otros, sino con el método de la lucha de clases internacional, tanto en las colonias como en las metrópolis.

No somos un partido de gobierno; somos el partido de la oposi­ción irreconciliable, tanto en los países capitalistas como en la URSS. No llevamos a cabo nuestras tareas, entre ellas la defensa de la URSS, a través de los gobiernos burgueses, ni tan siquiera del gobierno de la URSS, sino exclusivamente a través de la educación de las masas me­diante la agitación, a través de la explicación a los trabajadores de lo que deben defender y lo que deben derrocar. Tal defensa no puede dar resultados milagrosos inmediatos. Pero no pretendemos hacer milagros. Tal y como están las cosas ahora, somos una minoría revolucionaria. Nuestro trabajo debe orientarse de forma que los obreros en los que tenemos influencia puedan apreciar correctamente los acontecimientos, no sean cogidos por sorpresa y preparen el sentimiento general de su propia clase para la solución revolucionaria de las tareas que afrontamos.

Para nosotros, la defensa de la URSS coincide con la preparación de la revolución mundial. Sólo aquellos métodos que no entren en conflicto con los intereses de la revolución son admisibles. La defensa de la URSS está ligada a la revolución socialista mundial al igual que una tarea táctica está ligada a una tarea estratégica. Una táctica está subordinada a un objetivo estratégico, y en ningún caso puede entrar en contradicción con este último.

La cuestión de los territorios ocupados

Mientras escribo estas líneas, la cuestión de los territorios ocupados por el Ejército Rojo todavía permanece oscura. Los despachos telegráficos se contradicen entre sí porque ambas partes mienten mucho; pero sin duda las actuales relaciones en la zona son todavía extremadamente inestables. ¿En qué forma la mayoría de los territorios ocupados acabarán siendo sin duda parte de la URSS? Supongamos por un momento que, de acuerdo al pacto con Hitler, el gobierno de Moscú deja intactos los derechos de propiedad privada en las zonas ocupadas y se limita a “controlar” según el modelo fascista. Tal concesión tendría un profundo carácter principista y podría llegar a ser el punto de partida para un nuevo capítulo en la historia del régimen soviético, y, consecuentemente, también para un nuevo análisis de la naturaleza del Estado soviético por nuestra parte.

Es más probable, sin embargo, que, en los territorios que está previsto que pasen a formar parte de la URSS, el gobierno de Moscú expropie a los grandes terratenientes y estatalice los medios de producción. La razón de que esta variante sea más probable no es que la burocracia siga siendo fiel al programa socialista, sino que ni desea ni es capaz de compartir el poder, y los privilegios que conlleva, con las viejas clases dominantes de los territorios ocupados. Salta a la vista una analogía histórica. El primer Bonaparte[17] detuvo la revolución por medio de una dictadura militar. Sin embargo, cuando las tropas francesas invadieron Polonia, Napoleón firmó un decreto de abolición de la servidumbre. No adoptó esta medida por sus simpatías hacia los campesinos ni por principios democráticos, sino más bien por el hecho de que la dictadura bonapartista se basaba en relaciones de propiedad burguesas, no feudales. Puesto que la dictadura bonapartista de Stalin se basa en la propiedad estatal, en vez de en la privada, la invasión de Polonia por el Ejército Rojo conducirá, por la propia naturaleza del hecho, a la abolición de la propiedad privada capitalista, para así poner el régimen de los territorios ocupados en consonancia con el régimen de la URSS.

Esta medida, de carácter revolucionario —expropiación de los expropiadores—, se lleva a cabo en este caso de manera burocrático-­militar. El llamamiento a la acción independiente de las masas en los nuevos territorios —sin tal llamamiento, incluso formulado con extrema prudencia, es imposible constituir un nuevo régimen— sería sin duda aplastado al día siguiente por despiadadas medidas policiales, en orden a asegurar la preponderancia de la burocracia sobre las masas revolucionarias conscientes. Esta es una cara de la cuestión. Pero hay otra. Para tener la posibilidad de ocupar Polonia mediante una alianza militar con Hitler, el Kremlin engañó durante mucho tiempo, y sigue engañando, a las masas de la URSS y del mundo entero, y con ello ha conseguido la completa desorganización de las filas de su propia internacional. El criterio político prioritario para nosotros no es la transformación de las relaciones de propiedad en esta o aquella área, por importante que sea, sino el cambio en la conciencia y organización del proletariado mundial, la elevación de su capacidad para defender sus conquistas ya ganadas y conseguir otras nuevas. Desde este único y decisivo punto de vista, la política de Moscú, tomada en su conjunto, conserva completamente su carácter reaccionario y es el obstáculo clave en el camino a la revolución mundial.

Pero nuestra valoración general del Kremlin y de la Comintern no cambia el hecho particular de que la estatalización de la propiedad en los territorios ocupados es una medida progresista. Debemos reconocerlo abiertamente. Si mañana Hitler lanzase sus ejércitos contra el este para restaurar “la ley y el orden” en Polonia oriental, los obreros avanzados defenderían frente a Hitler estas nuevas formas de propiedad establecidas por la burocracia bonapartista soviética.

No cambiamos nuestro rumbo

La estatalización de los medios de producción es, como dijimos, una medida progresista. Pero su progresismo es relativo; su peso específico depende de la suma total del resto de los factores. Así, ante todo y sobre todo debemos dejar constancia de que la extensión del territorio dominado por la autocracia burocrática y el parasitismo, envuelto en medidas “socialistas”, puede aumentar el prestigio del Kremlin, crear ilusiones sobre la posibilidad de reemplazar la revolución proletaria por maniobras burocráticas, etc. Este daño sobrepasa de lejos el contenido progresista de las reformas estalinistas en Polonia. Para que la propiedad nacionalizada en las áreas ocupadas, así como en la URSS, se convierta en la base de un desarrollo genuinamente progresista, o sea, socialista, es necesario derrocar a la burocracia de Moscú. Nuestro programa conserva, consecuentemente, toda su validez. Los acontecimientos no nos pillan por sorpresa. Sólo es necesario interpretarlos correctamente. Es necesario entender claramente que el carácter de la URSS y su posición internacional encierran agudas contradicciones. Es imposible librarse de estas contradicciones con la ayuda de juegos de mano terminológicos (“Estado obrero”, “no Estado obrero”). Debemos tomar los hechos tal como son. Debemos construir nuestra política partiendo de las relaciones y contradicciones reales.

No encomendamos al Kremlin ninguna misión histórica. Estuvimos y seguimos estando en contra de la ocupación de nuevos territorios por el Kremlin. Estamos por la independencia de la Ucrania soviética y, si los bielorrusos quieren, también de la Bielorrusia soviética. Al mismo tiempo, los partidarios de la Cuarta Internacional deben jugar, en la Polonia ocupada por el Ejército Rojo, el papel más decisivo en la expropiación de los terratenientes y capitalistas, en el reparto de la tierra entre los campesinos, en la creación de sóviets y de comités obreros, etc. Mientras hacen esto, deben conservar su inde­pendencia política, deben luchar durante las elecciones a los sóviets y comités de fábrica por la total independencia de estos respecto a la burocracia, y deben realizar propaganda revolucionaria mostrando su desconfianza en el Kremlin y sus agentes locales.

Pero supongamos que Hitler apunta sus cañones contra el este e invade territorios ocupados por el Ejército Rojo. En tales condiciones, los partidarios de la Cuarta Internacional, sin cambiar de ninguna manera su actitud hacia la oligarquía del Kremlin, plantearán, como tarea más urgente del momento, la resistencia militar contra Hitler. Los obreros dirán: “No podemos cederle a Hitler el derrocamiento de Stalin; esa tarea es nuestra”. Durante la lucha militar contra Hitler, los obreros revolucionarios deben esforzarse por entablar relaciones lo más fraternales posible con las tropas del Ejército Rojo. Al mismo tiempo que asestan golpes a Hitler con las armas en la mano, los bolchevique-leninistas deberán hacer propaganda revolucionaria contra Stalin, preparando su derrocamiento en la siguiente, y tal vez muy cercana, etapa.

Naturalmente, esta defensa de la URSS diferirá, como el cielo de la tierra, de la defensa oficial que ahora se lleva a cabo bajo el lema: “¡Por la patria! ¡Por Stalin!”. Nuestra defensa de la URSS se plantea bajo el lema: “¡Por el socialismo! ¡Por la revolución mundial! ¡Contra Stalin!”. Para que estas dos variantes de la defensa de la URSS no se confundan en la conciencia de las masas, es necesario saber de forma clara y precisa cómo formular consignas que correspondan a la situación concreta. Pero por encima de todo es necesario establecer claramente qué estamos defendiendo, cómo lo estamos defendiendo, contra quién lo estamos defendiendo. Nuestras consignas sólo crearán confusión entre las masas en caso de que nosotros mismos no tengamos una concepción clara de nuestras tareas.

Conclusiones

En este momento no existe ninguna razón para que cambiemos nuestra postura principista respecto a la URSS.

La guerra acelera los distintos procesos políticos. Puede ser que acelere el proceso de regeneración revolucionaria de la URSS. Pero también puede ser que acelere el proceso de su degeneración final. Por este motivo, es indispensable que sigamos pacientemente y sin prejuicios las modificaciones que la guerra introduce en la vida interna de la URSS, de forma que podamos tenerlas en cuenta a tiempo.

Nuestras tareas en los territorios ocupados siguen siendo básicamente las mismas que en la propia URSS, pero, dado que los acontecimientos las plantean de forma extremadamente aguda, nos permiten clarificar mucho mejor nuestras tareas generales respecto a la URSS.

Debemos formular nuestras consignas de forma que los trabajadores vean claramente qué estamos defendiendo en la URSS (la propiedad estatal y la economía planificada) y contra quiénes estamos luchando implacablemente (la burocracia parasitaria y su ­Comintern). No debemos perder de vista ni por un solo instante que, para nosotros, la cuestión del derrocamiento de la burocracia soviética está subordinada a la cuestión de la preservación de la propiedad estatal de los medios de producción en la Unión Soviética; el hecho de que, para nosotros, la cuestión del mantenimiento de la propiedad estatal de los medios de producción en la URSS está subordinada a la cuestión de la revolución proletaria mundial.

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Carta a Sherman Stanley

8 de octubre de 1939

 

 Querido camarada Stanley:

Recibí su carta a O’Brien con ocasión de la partida de este. Me produjo una extraña sensación porque, al contrario de sus muy buenos artículos, está llena de contradicciones.

No recibí hasta ahora ningún material sobre el pleno y no conoz­co ni el texto de la resolución mayoritaria ni el texto de M. S.[18], pero usted afirma que no hay una oposición irreconciliable entre ambos. Al mismo tiempo afirma que el partido se aproxima a un “desastre”. ¿Por qué? Incluso si hubiera habido dos posturas irreconciliables no significaría un “desastre”, sino la necesidad de llevar hasta el final la lucha política. Pero si las dos posturas representan sólo matices al mismo punto de vista expresado en el programa de la Cuarta Internacional, ¿cómo puede surgir de esta divergencia sin principios (en su opinión) una catástrofe? Que la mayoría prefiera su propio matiz (si es sólo un matiz) es natural. Pero lo que es absolutamente forzado es que la minoría proclame: “A causa de que vosotros, la mayoría, aceptáis vuestro propio matiz y no el nuestro, pronosticamos un desastre”. ¿Por parte de quién...? Y usted afirma que “toma en consi­deración objetivamente los diferentes agrupamientos”. No es esta, en modo alguno, mi impresión.

Usted escribe, por ejemplo, que de mi artículo “faltaba, por una razón u otra, una página”. Usted expresa así una sospecha muy venenosa hacia responsables del partido. La página se perdió por un lamentable descuido de nuestra oficina aquí, y ya mandamos un texto nuevo y completo para su traducción.[19]

Su argumento sobre el degenerado “imperio obrero” no me parece un invento muy feliz. Casi desde el primer día de la Revolución de Octubre, los bolcheviques fueron acusados de un “programa de expansión zarista”. Incluso un Estado obrero sano tendería a la expansión, y las líneas geográficas coincidirían inevitablemente con las líneas generales de la expansión zarista porque las revoluciones no cambian ordinariamente las condiciones geográficas. Lo que criticamos a la pandilla del Kremlin no es ni la expansión ni la dirección geográfica de la expansión, sino los métodos contrarrevolucionarios y burocráticos de la expansión. Pero al mismo tiempo, dado que como marxistas “miramos objetivamente” los acontecimientos históricos, reconocemos que ni el zar, ni Hitler ni Chamberlain tuvieron o tienen la costumbre de abolir, en los países ocupados, la propiedad capitalista, y este hecho, muy progresista, depende de otro dato; concretamente, de que la Revolución de Octubre no ha sido definitivamente asesinada por la burocracia y de que la posición de esta le obliga a tomar medidas que, en determinadas situaciones, nosotros debemos defender contra el enemigo imperialista. Por supuesto, estas ­medidas progresistas son incomparablemente menos importantes que la actividad contrarrevolucionaria generalizada de la burocracia; es por lo que consideramos necesario derrocar a la burocracia...

Los camaradas están muy indignados con el pacto Hitler-Stalin. Es comprensible. Quieren vengarse de Stalin. Muy bien. Pero hoy somos débiles y no podemos derrocar inmediatamente al Kremlin. Algunos camaradas tratan entonces de encontrar una satisfacción puramente verbal: le quitan a la URSS el título de Estado obrero, igual que Stalin priva de la Orden de Lenin a un funcionario caído en desgracia. Considero esto, mi querido amigo, un poco infantil. La sociología marxista y la histeria son absolutamente incompatibles.

Con los mejores saludos de camarada,

Crux [León Trotsky]

De nuevo y otra vez más sobre
la naturaleza de la URSS

18 de octubre de 1939

 

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Psicoanálisis y marxismo

 

Ciertos camaradas, o antiguos camaradas, como Bruno R., que han olvidado los pasados debates y las decisiones de la Cuarta Internacional, tratan de explicar mi valoración personal del Estado soviético recurriendo al psicoanálisis: “Puesto que Trotsky participó en la Revolución rusa, le resulta difícil abandonar la idea del Estado obrero porque tendría que renunciar a la causa de toda su vida”, etc. Creo que el viejo Freud, que era muy perspicaz, habría dado un buen tirón de orejas a esta clase de psicoanalistas. Naturalmente, nunca osaría hacerlo yo mismo. Sin embargo, me atrevo a asegurar a mis críticos que el subjetivismo y el sentimentalismo están en ellos, no en mí.

La conducta de Moscú, que ha superado todos los límites de la abyección y el cinismo, provoca fácilmente rebeldía en todo revolucionario proletario. La rebeldía engendra la necesidad de rechazo. Cuando se carece de fuerza para la acción inmediata, los revolucionarios impacientes se inclinan a recurrir a métodos artificiales. Así surge, por ejemplo, la táctica del terrorismo individual. Más frecuente es recurrir a las expresiones fuertes, los insultos, las imprecaciones. En el caso que nos ocupa, algunos camaradas se inclinan manifiestamente a buscar compensación a través del terror “terminológico”. Sin embargo, aun desde este punto de vista, el mero hecho de calificar a la burocracia como clase no tiene valor. Si la gentuza bonapartista es una clase, esto significa que no es un aborto, sino una criatura viable de la historia. Si su saqueo parasitario es “explotación” en el sentido científico del término, esto quiere decir que la burocracia posee un futuro histórico como clase dominante indispensable de un determinado sistema económico. ¡He aquí el punto final al que conduce la rebeldía impaciente cuando corta sus lazos con la disciplina marxista!

Cuando un mecánico sentimental examina un automóvil en el que unos bandidos han huido de la policía por una mala carretera y se encuentra con un chasis retorcido, las ruedas desalineadas y el motor parcialmente dañado, puede exclamar: “Esto no es un coche, ¡a saber qué diablos es!”. Una apreciación de este tipo carecerá de cualquier valor técnico o científico, pero expresará la legítima ­reacción del mecánico ante la obra de los gánsteres. Supongamos, sin embargo, que este mismo mecánico tiene que reconstruir ese objeto que ha denominado “a-saber-qué-diablos-es”. En este caso, tendrá que empezar por reconocer que lo que tiene delante es un coche estropeado. Determinará qué partes están todavía bien y cuáles son irreparables, para decidir por dónde empezar su tarea. El trabajador con conciencia de clase debe adoptar una actitud similar hacia la ­URSS. Tiene perfecto derecho a decir que los gánsteres de la burocracia han transformado el Estado obrero en un “a-saber-qué-diablos-es”. Pero en cuanto supera la primera reacción y se enfrenta políticamente con el problema, se ve obligado a reconocer que tiene ante sí un Estado obrero estropeado, con el motor de la economía dañado, pero que todavía funciona y que puede arreglarse reemplazando algunas piezas. Claro que esto sólo es una analogía. Pero vale la pena reflexionar sobre ella.

‘Un Estado obrero contrarrevolucionario’

Dicen algunos: “Si continuamos reconociendo a la URSS como un Estado obrero, tendremos que establecer una nueva categoría: el Estado obrero contrarrevolucionario”. Este argumento trata de impresionar nuestra imaginación mediante la oposición de una buena norma programática a una realidad miserable, ruin e incluso repugnante. Pero, ¿no hemos venido observando día a día desde 1923 cómo el Estado soviético ha jugado un papel cada vez más contrarrevolucionario en la arena internacional? ¿Hemos olvidado la experiencia de la Revolución china, de la huelga general británica de 1926 y, finalmente, de la muy reciente experiencia de la Revolución española? Hay dos internacionales obreras completamente contrarrevolucionarias. Estos críticos aparentemente olvidan esta “categoría”. Los sindicatos de Francia, Gran Bretaña, EEUU y otros países apoyan completamente las políticas contrarrevolucionarias de sus burguesías. Esto no nos impide llamarlos sindicatos, apoyar sus pasos progresistas y defenderlos contra la burguesía. ¿Por qué es imposible emplear el mismo método con el Estado obrero contrarrevolucionario? En última instancia, un Estado obrero es un sindicato que ha conquistado el poder. La diferente actitud ante estas dos situaciones se explica por la sencilla razón de que los sindicatos tienen una larga historia y nos hemos acostumbrado a considerarlos como realidades, y no simplemente como “categorías” de nuestro programa. Pero, en lo tocante al Estado obrero, se ha demostrado que existe una incapacidad de aprender a aproximarse a él como a un hecho histórico real que no está subordinado a nuestro programa.

¿Imperialismo?

¿Puede calificarse de imperialista la actual expansión del Kremlin? En primer lugar, debemos establecer cuál es el contenido social de este término. La historia ha conocido el “imperialismo” del Estado romano basado en el trabajo de los esclavos, el imperialismo de la propiedad feudal de la tierra, el imperialismo del capital industrial y comercial, el imperialismo de la monarquía zarista, etc. La fuerza propulsora de la burocracia de Moscú es indudablemente la tendencia a expandir su poder, su prestigio, sus ingresos. Este es el elemento de “imperialismo” en el más amplio sentido de la palabra, que en el pasado era propio de todas las monarquías, oligarquías, castas dominantes, estamentos medievales y clases. Sin embargo, en la literatura contemporánea, al menos en la literatura marxista, se entiende por imperialismo la política expansionista del capital financiero, que tiene un contenido económico perfectamente definido. Usar el término “imperialismo” para la política exterior del Kremlin —sin aclarar exactamente qué significa— equivale sencillamente a identificar la política de la burocracia bonapartista con la política del capitalismo monopolista sobre la base de que tanto uno como otro utilizan la fuerza militar para su expansión. Semejante identificación, capaz de sembrar únicamente la confusión, es mucho más propia de demócratas pequeñoburgueses que de marxistas.

Continuación de la política del imperialismo zarista

El Kremlin participa en una nueva división de Polonia, el Kremlin se apodera de los estados bálticos[20], el Kremlin mira hacia los Balcanes, Persia y Afganistán; en otras palabras, el Kremlin continúa la política del imperialismo zarista. ¿Tampoco en este caso tenemos derecho a calificar de imperialista la política del Kremlin? Este argumento histórico-geográfico no es más convincente que los otros. La revolución proletaria que se produjo en el territorio del Imperio zarista intentó, desde su mismo comienzo, conquistar, y durante un tiempo conquistó, los estados bálticos; intentó penetrar en Rumania y Persia; y en cierto momento dirigió sus ejércitos hacia Varsovia (1920). Las líneas de la expansión revolucionaria fueron las mismas que las del zarismo, puesto que la revolución no cambia las condiciones geográficas. Por eso ya en aquella época los mencheviques hablaron de imperialismo bolchevique tomado de las tradiciones de la diplomacia zarista. La democracia pequeñoburguesa recurre todavía hoy de buena gana a este argumento. No tenemos ningún motivo, repito, para imitarla.

¿Agencia del imperialismo?

Sin embargo, aparte de la manera en que valoramos la política expansionista de la URSS, permanece la cuestión de la ayuda que Moscú proporciona a la política imperialista de Berlín. Aquí, ante todo, es necesario establecer que en determinadas condiciones —hasta cierto grado y en cierta forma— el apoyo a este o aquel imperialismo sería inevitable incluso para un Estado obrero completamente sano, dada la imposibilidad de romper con la cadena de las relaciones imperialistas mundiales. Sin duda, la paz de Brest-Litovsk[21] fortaleció temporalmente al imperialismo alemán frente a Francia y Gran Bretaña. Un Estado obrero aislado no puede dejar de maniobrar entre los campos imperialistas hostiles. Maniobrar significa apoyar temporalmente a uno de ellos contra el otro. Saber exactamente a cuál de los dos campos es más conveniente, o menos peligroso, apoyar en determinado momento no es una cuestión de principios, sino de cálculo y previsión prácticos. La inevitable desventaja que se engendra como consecuencia de este apoyo forzado a un Estado burgués contra otro está más que compensada por el hecho de que así se le da al Estado obrero la posibilidad de continuar existiendo.

Pero hay maniobras y maniobras. En Brest-Litovsk, el gobierno soviético sacrificó la independencia nacional de Ucrania a fin de salvar el Estado obrero. Nadie pudo hablar de traición hacia Ucrania, pues todos los obreros con conciencia de clase comprendieron el carácter obligado de aquel sacrificio. El caso de Polonia es completamente distinto. El Kremlin nunca ni en ninguna parte ha presentado la cuestión como si se hubiese visto obligado a sacrificar Polonia. Al contrario, se vanagloria cínicamente de su maniobra, algo que legítimamente es una afrenta a los sentimientos democráticos más elementales de las clases y pueblos oprimidos de todo el mundo, lo que debilita extremadamente la situación internacional de la Unión Soviética. ¡Las transformaciones económicas de las provincias ocupadas no compensan esto ni en una décima parte!

En general, toda la política exterior del Kremlin se basa en una canallesca idealización del imperialismo “amigo”, conduciendo así al sacrificio de los intereses fundamentales del movimiento obrero mundial a cambio de ventajas inestables y secundarias. Después de engañar durante cinco años a los trabajadores con consignas por la “defensa de las democracias”, Moscú está ocupado ahora en justificar la política de pillaje de Hitler. Esto, en sí mismo, todavía no transforma la URSS en un Estado imperialista. Pero no cabe duda de que Stalin y su Comintern son actualmente la agencia más valiosa del imperialismo.

Si queremos definir exactamente la política exterior del Kremlin, debemos decir que es la política de la burocracia bonapartista de un Estado obrero degenerado cercado por el imperialismo. Esta definición no es tan breve o llamativa como la de “política imperialista”, pero es más precisa.

El ‘mal menor’

La ocupación de Polonia oriental por el Ejército Rojo es, por supuesto, un “mal menor” en comparación con la ocupación del mismo territorio por las tropas nazis. Pero este mal menor se obtuvo porque se aseguró a Hitler la conquista de un mal mayor. Si alguien incendia o ayuda a incendiar una casa y después salva a cinco de los diez ocupantes a fin de convertirlos en sus propios semiesclavos, por supuesto que es un mal menor frente a haber quemado a los diez. Pero es dudoso que ese incendiario merezca una medalla por el salvamento. Y si a pesar de todo se le da una medalla, habría que fusilarlo inmediatamente des­pués, como al héroe de una de las novelas de Víctor Hugo[22].

‘Misioneros armados’

Robespierre dijo una vez que al pueblo no le gustan los misioneros con bayonetas. Con esto quería decir que es imposible imponerles ideas e instituciones revolucionarias a otros pueblos mediante la violencia militar. Esta idea correcta no significa, por supuesto, que toda intervención militar en otros países sea inadmisible, incluso si es para cooperar con una revolución. Pero tal intervención, como parte de una política internacional revolucionaria, debe ser entendida por el proletariado internacional y debe responder a los deseos de las masas trabajadoras en cuyo territorio entran las tropas revolucionarias. Naturalmente, la teoría del socialismo en un solo país no puede crear esta solidaridad internacional activa, la única capaz de preparar y justificar la intervención armada. El Kremlin plantea y resuelve el problema de la intervención militar como todas las demás cuestio­nes de su política: con absoluta independencia de las ideas y sentimientos de la clase obrera internacional. Por esa razón, los recientes “éxitos” diplomáticos del Kremlin comprometen monstruosamente a la URSS e introducen una extrema confusión en las filas del proletariado mundial.

Insurrección en dos frentes

Pero si la cuestión se plantea así —dicen algunos camaradas—, ¿es adecuado hablar de defensa de la URSS y de las provincias ocupadas? ¿No sería más correcto llamar a los obreros y campesinos de las dos partes de la anterior Polonia a levantarse contra Hitler y contra Stalin? Naturalmente, esto es muy atractivo. Si la revolución surgiera simultáneamente en Alemania y en la URSS, incluidas las provincias recientemente ocupadas, se resolverían de un solo golpe muchas cuestiones. Pero nuestra política no puede basarse únicamente en la combinación de circunstancias favorables y felices. El problema se plantea así: ¿qué hacer si Hitler, antes de ser aplastado por la revolución, ataca Ucrania antes de que la revolución haya derrocado a Stalin? ¿Lucharían los partidarios de la Cuarta Internacional contra las tropas de Hitler, como lucharon en España en las filas de las tropas republicanas contra Franco? Firmemente y de todo corazón, estamos a favor de una Ucrania soviética independiente (tanto de Hitler como de Stalin). Pero, ¿qué hacer si, antes de obtener esa independencia, Hitler intenta apoderarse de Ucrania, que está bajo la dominación de la burocracia estalinista? La Cuarta Internacional contesta: defenderemos esta Ucrania esclavizada por Stalin frente a Hitler.

‘Defensa incondicional de la URSS’

¿Qué quiere decir defensa incondicional de la URSS? Quiere decir que no imponemos ninguna condición a la burocracia. Quiere decir que, in­dependientemente del motivo y de las causas de la guerra, defendemos las bases sociales de la URSS ante la amenaza y el peligro del imperialismo.

Algunos camaradas dicen: “Si el Ejército Rojo invade mañana la India y comienza a ahogar allí un movimiento revolucionario, ¿lo apoyaremos?”. Semejante manera de plantear un problema es absolutamente inconsistente. Sobre todo, no está claro por qué se mezcla a la India. ¿No sería más sencillo preguntar si apoyaremos o no al Ejército Rojo en caso de que amenace las huelgas obreras o las protestas campesinas contra la burocracia en el interior de la URSS? La política exterior es la continuación de la política interior. Jamás hemos prometido apoyar todas las acciones del Ejército Rojo, que es un instrumento en manos de la burocracia bonapartista. Hemos prometido defender únicamente a la URSS como Estado obrero, y exclusivamente aquellas cosas que se corresponden con un Estado obrero.

Un hábil casuista[23] puede decir: si el Ejército Rojo, independientemente del carácter de la “labor” que realiza, es vencido por las ma­sas insurrectas de la India, esto debilitará a la URSS. A ello contesta­mos: el aplastamiento de un movimiento revolucionario en India, con la cooperación del Ejército Rojo, representaría un peligro incomparablemente mayor para las bases socialistas de la URSS que una derrota episódica de los destacamentos contrarrevolucionarios del Ejército Rojo en la India. En cada caso, la Cuarta Internacional sabrá distinguir dónde y cuándo el Ejército Rojo está actuando exclusivamente como instrumento de la reacción bonapartista y dónde defiende las bases sociales de la URSS.

Un sindicato dirigido por burócratas reaccionarios organiza una huelga contra el ingreso de trabajadores negros en una rama de la industria. ¿Apoyaremos una huelga tan vergonzosa? Por supuesto que no. Pero imaginemos que los patronos, aprovechando esa huelga, intentan aplastar al sindicato e imposibilitar en general la autodefensa organizada de los trabajadores. Como es lógico, en tal caso defenderemos al sindicato, a pesar de su dirección reaccionaria. ¿Por qué esta misma política no es aplicable a la Unión Soviética?

La regla fundamental

La Cuarta Internacional ha proclamado con firmeza que, ­durante la guerra, los partidos proletarios deben desarrollar la lucha de ­clases en todos los países imperialistas, independientemente de si son aliados de la URSS u hostiles a ella, con el objetivo de tomar el poder. Al mismo tiempo, el proletariado de los países imperialistas no debe perder de vista los intereses de la defensa de la URSS (o los de las revoluciones coloniales) y, en caso de verdadera necesidad, debe recurrir a las acciones más decisivas, como huelgas, actos de sabotaje, etc. Desde la época en que la Cuarta Internacional formuló esta regla, las alianzas de las potencias han cambiado radicalmente. Pero la regla conserva toda su validez. Si Gran Bretaña y Francia amenazan mañana Leningrado[24] o Moscú, los obreros británicos y franceses deben tomar las medidas más decisivas a fin de impedir el envío de soldados y pertrechos militares. Si la situación obliga a Hitler a enviarle a Stalin ayuda militar, los obreros alemanes, por el contrario, no tendrán ninguna razón, en este caso concreto, para recurrir a huelgas o sabotajes. Nadie, espero, propondrá otra solución.

‘¿Revisión del marxismo?’

Evidentemente, algunos camaradas se sorprendieron de que en mi artículo[25] yo hablase del colectivismo burocrático como una posibili­dad teórica. Descubrieron en ello incluso una completa revisión del marxismo. Esto es un aparente malentendido. La comprensión marxis­ta de la necesidad histórica no tiene nada que ver con el fatalismo. El socialismo no se realiza por sí mismo, sino como resultado de una lu­cha de fuerzas vivas: las clases y sus partidos. La ventaja decisiva del proletariado en esta lucha reside en el hecho de que representa el progreso histórico, mientras que la burguesía encarna la reacción y la decadencia. Esta es precisamente la fuente de nuestra convicción en la victoria. Pero tenemos pleno derecho a preguntamos: ¿qué carác­ter adquiriría la sociedad si triunfasen las fuerzas reaccionarias?

Los marxistas han formulado un número incalculable de veces la alternativa: o socialismo o retorno a la barbarie. Tras la “experiencia” italiana, repetimos miles de veces: o comunismo o fascismo. La verdadera transición al socialismo no puede dejar de presentarse incomparablemente más compleja, heterogénea y contradictoria de lo previsto en el esquema histórico general. Marx habló sobre la dictadura del proletariado y su progresiva desaparición, pero nada dijo sobre la degeneración burocrática de la misma. Nosotros hemos observado y analizado por primera vez tal degeneración. ¿Es esto una revisión del marxismo?

La marcha de los acontecimientos ha demostrado que el retraso de la revolución socialista engendra el fenómeno indudable de la barbarie: desempleo crónico, pauperización de la pequeña burguesía, fascismo y, finalmente, guerras de exterminio que no abren ningún camino nuevo. ¿Qué formas sociales y políticas puede tomar la nueva “barbarie” si admitimos teóricamente que la humanidad no será capaz de elevarse al socialismo? Tenemos la posibilidad de expresarnos más concretamente que Marx sobre este tema. El fascismo, por una parte, y la degeneración del Estado soviético, por la otra, esbozan las formas sociales y políticas de una neobarbarie. Una alternativa así —socialismo o servidumbre totalitaria— no tiene solamente un interés teórico, sino también una enorme importancia para la agitación, porque a su luz aparece más gráficamente la necesidad de la revolución socialista.

Si existe alguna revisión de Marx, es en realidad la revisión de aquellos camaradas que predicen un nuevo tipo de Estado “no ­burgués y no obrero”. Como la alternativa que yo desarrollé los conduce a llevar sus propios pensamientos a su conclusión lógica, algunos de estos críticos, asustados ante las conclusiones de su propia teoría, me acusan a mí de... revisar el marxismo. Prefiero pensar que es sim­plemente una broma amistosa.

El derecho al optimismo revolucionario

En mi artículo La URSS en guerra me esforcé en demostrar que la pers­pectiva de una sociedad de explotación no obrera y no burguesa (colec­tivismo burocrático) es la perspectiva de la completa derrota y decadencia del proletariado internacional, la perspectiva del más profundo pesimismo histórico. ¿Existen razones reales para tal perspectiva? No es superfluo investigar entre nuestros enemigos de clase.

En el dominical del 31 de agosto de 1939 del conocido periódico Paris-Soir aparece una conversación, extremadamente instructiva, mantenida el 25 de agosto entre el embajador francés Coulondre y Hitler, con motivo de su última entrevista (la fuente de la ­información es indudablemente el propio Coulondre). Hitler fanfarronea, se vanagloria del pacto que ha concluido con Stalin (“un pacto realista”) y “lamenta” que las sangres francesa y alemana tengan que derramarse.

—Pero —objeta Coulondre—, Stalin ha abusado del doble juego. El verdadero ganador [en caso de guerra] será Trotsky. ¿Ha pensado usted en ello?

—Lo sé —responde el Führer—. Pero, ¿por qué Francia y Gran Bretaña dieron completa libertad de acción a Polonia?

A estos caballeros les gusta ponerle un nombre personal al fantasma de la revolución. Pero, por supuesto, esto no es lo esencial de esta dramática conversación en el momento mismo en que se rompían las relaciones diplomáticas. “La guerra provocará inevitablemente la revolución”; el representante de la democracia imperialista, atemori­zado él mismo hasta la médula, asusta a su adversario.

“Lo sé, lo sé”, contesta Hitler como si se tratara de una cuestión decidida mucho antes. ¡Asombroso diálogo!

Ambos, Coulondre y Hitler, representan la barbarie que avanza sobre Europa. Al mismo tiempo, ninguno de los dos duda de que su barbarie será vencida por la revolución socialista. Tal es el actual estado de ánimo de las clases dirigentes de todos los países capitalistas del mundo. Su completa desmoralización es uno de los elementos más importantes en la correlación de fuerzas de clase. El proletariado tiene una dirección revolucionaria joven y aún débil. Pero la dirección de la burguesía se pudre en vida. A las puertas de la guerra[26], que no pueden evitar, estos caballeros están convencidos de antemano del hundimiento de su régimen. ¡Este mero hecho debe constituir para nosotros una fuente de invencible optimismo revolucionario!

 

El referéndum y el centralismo democrático[27]

Coyoacán, 21 de octubre de 1939

 

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Pedimos un referéndum sobre la cuestión de la guerra porque queremos paralizar o debilitar el centralismo del Estado imperialista. Pero, ¿podemos reconocer el referéndum como un método normal para decidir las alternativas en nuestro propio partido? No es posible contestar a esta pregunta más que negativamente.

Quien esté a favor de un referéndum reconoce con ello que una decisión del partido es simplemente una suma aritmética de decisio­nes de las secciones locales, estando cada una de las mismas inevita­blemente restringida por sus propias fuerzas y por los límites de su experiencia. Quien esté a favor de un referéndum debe estar a favor de los mandatos imperativos, es decir, a favor de que una sección lo­cal tenga derecho a obligar a su representante en un congreso del par­tido a votar de una manera determinada. Quien admita los mandatos imperativos niega automáticamente el significado de los congresos como órganos supremos del partido. En vez de un congreso, sería suficiente con hacer un recuento de los votos de las secciones. El par­tido como conjunto centralizado desaparece. Aceptando el referéndum, la influencia de las secciones más avanzadas y de los camaradas con más experiencia y más destacados de la capital o de los centros industriales es sustituida por la influencia de las secciones menos experimentadas, más atrasadas, etc.

Naturalmente, estamos a favor de un completo análisis y de una votación sobre cada cuestión en cada sección y célula del partido. Pero, al mismo tiempo, cada delegado elegido por una sección debe tener derecho a sopesar en el congreso todos los argumentos relativos a las distintas cuestiones y a votar según su propio criterio político. Si en el congreso vota contra la mayoría que lo eligió delegado y después del mismo no es capaz de convencer a su sección de que actuó correctamente, entonces esta puede retirarle su confianza política. Tales casos son inevitables. Pero son un mal incomparablemente menor que el sistema del referéndum o los mandatos imperativos, que matan completamente al partido como un conjunto.

 

Carta a Sherman Stanley

22 de octubre de 1939

 

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Querido camarada Stanley:

Contesto con cierto retraso su carta del 11 de octubre.

1) Usted dice que “no puede haber serias diferencias o desacuer­dos” sobre la cuestión rusa. Si es así, ¿a qué viene la alarma terrible en el partido contra el Comité Nacional, es decir, contra su mayoría? No debe usted sustituir las concepciones de la minoría del Comité Nacional, que considera la cuestión seria y suficientemente ­candente como para provocar un debate al comienzo de la guerra, por las suyas propias.

2) No puedo estar de acuerdo con usted en que mi declaración no contradice la del camarada M. S.[28] La contradicción concierne a dos puntos fundamentales:

a) la naturaleza de clase de la URSS.

b) la defensa de la URSS.

Sobre la primera cuestión, el camarada M. S. pone un interrogante, lo que significa que niega la antigua decisión y pospone el tomar una nueva. Un partido revolucionario no puede vivir entre dos decisiones, una eliminada, la otra no presentada. En la cuestión de la defensa de la URSS o de los nuevos territorios ocupados frente al ataque de Hitler (o Gran Bretaña), el camarada M. S. propone una revolución contra Stalin y Hitler. Esta fórmula abstracta significa negar la defensa en una situación concreta. Intenté analizar este problema en un nuevo artículo enviado ayer por correo aéreo al Comité Nacional.

3) Estoy completamente de acuerdo con usted en que sólo un de­bate serio puede clarificar el asunto, pero no creo que votar simultá­neamente a favor de la declaración de la mayoría y de la declaración del camarada M. S. contribuya a la necesaria clarificación.

4) Declara usted en su carta que el principal problema no es la cuestión rusa, sino el “régimen interno”. He oído esta acusación a me­nudo casi desde el comienzo de la existencia de nuestro movimiento en EEUU. Las formulaciones varían un poco, los agrupamientos también, pero una serie de camaradas siempre estuvieron en oposición al “régimen”. Por ejemplo, estuvieron contra la entrada en el Partido So­cialista (por no remontarnos más atrás). Sin embargo, inmediatamente resultó que la entrada no era el “principal problema”, sino el régimen. La misma fórmula se repite ahora en relación con la cuestión rusa.

5) Por mi parte, creo que el paso por el Partido Socialista fue una acción conveniente para el completo desarrollo de nuestro partido y que el “régimen” (o la dirección) que aseguró ese paso tenía razón frente a la oposición, que en aquel momento representaba la tendencia al estancamiento.

6) Ahora, al comienzo de la guerra, una nueva y virulenta oposi­ción surge en torno a la cuestión rusa. Afecta a lo acertado de nuestro programa, elaborado a través de innumerables disputas, polémicas y debates durante al menos diez años. Nuestras decisiones no son eter­nas, por supuesto. Si alguien de la dirección tiene dudas y más dudas, es su deber hacia el partido aclararse él mismo a través de un nuevo es­tudio o con discusiones dentro de los órganos dirigentes del ­partido, antes de lanzar el debate en el partido, y no en forma de nuevas resolu­ciones bien elaboradas, sino de dudas. Por supuesto, desde el punto de vista de los estatutos del partido, todo el mundo, incluso un miembro del Comité Político, tiene derecho a hacerlo, pero no creo que este derecho se haya utilizado de manera adecuada, de forma que contri­buya a la mejora del régimen del partido.

7) En el pasado he oído a menudo acusaciones de camaradas contra el Comité Nacional en su conjunto, su falta de iniciativa y todo eso. No soy el abogado del Comité Nacional y estoy seguro de que muchas cosas que se deberían haber hecho no se hicieron. Pero cuando insistí en que se concretaran esas acusaciones, pude ver que, a menudo, el descontento con la actividad de la propia sección, con su propia falta de iniciativa, se habían transformado en acusación contra el Comité Nacional, que se suponía tenía que ser Omnisciente, Omnipresente y Omnibenevolente.

8) En el presente caso, el Comité Nacional es acusado de “conservadurismo”. Creo que el defender la antigua decisión programática hasta que sea sustituida por una nueva es la obligación elemental del Comité Nacional. Creo que tal “conservadurismo” está dictado por la autoconservación del propio partido.

9) Así, en dos de los problemas más importantes del período an­terior, los camaradas descontentos con el “régimen” han tenido, en mi opinión, una actitud política falsa. El régimen debe ser un instrumento para una política correcta, no para una política falsa. Cuando la incorrección de su política se hace evidente, entonces sus protagonistas están frecuentemente tentados a decir que lo decisivo no es este problema específico, sino el régimen general. Durante el desarro­llo de la Oposición de Izquierda y de la Cuarta Internacional nos opu­simos cientos de veces a tales sustituciones. Cuando Vereeken, Sneevliet o incluso Molinier fueron derrotados en todos sus puntos de divergencia, declararon que el problema real en la Cuarta Interna­cional no era esta o aquella decisión, sino el mal régimen.

10) No quiero hacer la más mínima analogía entre los dirigentes de la presente oposición en nuestro partido estadounidense y los ­Vereeken, Sneevliet y demás; sé muy bien que los dirigentes de la opo­sición son camaradas altamente cualificados y espero sinceramente que continuemos trabajando juntos de la manera más amistosa. Pero no puedo evitar inquietarme por el hecho de que algunos de ellos repiten el mismo error en cada nueva fase de desarrollo del partido, con el apoyo de un grupo de seguidores personales. Creo que en el presente debate esta forma de proceder deberá ser analizada y severamente condenada por la opinión general del partido, que tiene ahora tareas enormes que realizar.

Con los mejores saludos comunistas,

Crux [León Trotsky]

P.S.- Dado que en esta carta hablo sobre la mayoría y la minoría del Comité Nacional, especialmente de los camaradas que apoyan la resolución de M. S., envío copia a los camaradas Cannon y Shachtman.

Carta a James P. Cannon

28 de octubre de 1939

 

* * *

 

Querido Jim:

De su carta del 24 de octubre me quedan claras dos cosas:

1) Es inevitable y políticamente necesaria una lucha ideológica muy seria.

2) Sería extremadamente perjudicial, si no fatal, el conectar esta lucha ideológica con la perspectiva de una escisión, una purga, expul­siones y todo eso.

Oí, por ejemplo, que el camarada Gould[29] proclamó en una reu­nión de militantes: “Ustedes desean expulsarnos”. Pero desconozco qué respondió la otra parte. Por mi parte, yo protestaría inmediatamente con la mayor vehemencia contra tales sospechas. Propondría la creación de una comisión de control especial para investigar tales afirmaciones y rumores. Si resulta que alguien de la mayoría lanza tales amenazas, yo votaría por una censura o una amonestación grave.

Ustedes tienen muchos nuevos miembros y jóvenes escasamente educados. Necesitan un debate educativo serio, a la luz de los grandes acontecimientos. Pero si, al comienzo, sus pensamientos estuviesen preocupados por la perspectiva del deterioro personal, es decir, ceses en puestos de dirección, pérdida de prestigio, descalificaciones, exclusiones del Comité Central y cosas por el estilo, todo el debate se envenenaría y la autoridad de la dirección quedaría comprometida.

Si, por el contrario, la dirección abre una lucha implacable contra las concepciones idealistas pequeñoburguesas y los prejuicios organizativos, pero al mismo tiempo da todas las garantías para el debate y para la minoría, el resultado será no sólo una victoria ideológica, sino un aumento importante de la autoridad de la dirección.

“Una conciliación y un compromiso por arriba” sobre las cuestio­nes que son objeto de divergencias sería, por supuesto, un crimen. Por mi parte, yo propondría a la dirección de su minoría un acuerdo, si ustedes quieren, un compromiso sobre el método del debate y para­lelamente sobre la colaboración política. Por ejemplo: a) ambas partes eliminan del debate cualquier amenaza, insulto personal y demás; b) ambas partes se obligan a colaborar lealmente durante el debate; c) cualquier falso movimiento (amenazas, rumores de amenazas o ru­mores de pretendidas amenazas, dimisiones y demás) debe ser inves­tigado por el Comité Nacional o una comisión especial, como hecho particular, y no debe ser utilizado en el debate.

Si la minoría acepta tal acuerdo, ustedes tendrán la posibilidad de ordenar la discusión, y también la ventaja de haber tomado una buena iniciativa. Si la minoría lo rechaza, en cada reunión del partido ustedes pueden presentar su propuesta escrita a la minoría como la mejor refutación a sus quejas y como buen ejemplo de “nuestro régimen”.

Me parece que el último congreso fracasó en un mal momento (la situación no estaba madura) y se convirtió en una especie de abor­to. El auténtico debate llegó algún tiempo después. Esto significa que ustedes no pueden evitar un nuevo congreso por Navidad o así. La idea de un referéndum es absurda. Sólo puede favorecer una escisión localista. Pero creo que la mayoría puede proponer a la minoría, en el acuerdo arriba mencionado, un nuevo congreso sobre la base de dos plataformas, con todas las garantías organizativas para la minoría.

El congreso es caro, pero no veo otra manera de finalizar el presente debate y la crisis que crea en el partido.

J. Hansen [León Trotsky]

P.S.- Toda discusión seria e intensa puede provocar, por supuesto, algunas deserciones, salidas o incluso expulsiones, pero todo el partido debe estar convencido, por la lógica de los hechos, de que son resultados inevitables que se dan a pesar del mejor deseo de la dirección, y no un objetivo o intención de la dirección, ni tampoco el punto de partida de todo el debate. En mi opinión, esta es la cuestión decisiva en todo el asunto.

 

Carta a Max Shachtman

6 de noviembre de 1939

 

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Querido camarada Shachtman:

Recibí la transcripción de su intervención del 15 de octubre[30], que usted me envió y, por supuesto, yo leí con toda la atención que merece. Encontré muchas ideas y formulaciones excelentes que me parecieron estar en total sintonía con nuestra postura común tal y como está expresada en los documentos fundamentales de la Cuarta Internacional. Pero lo que no pude encontrar fue una explicación de su ataque a nuestra posición anterior por “insuficiente, inadecuada y anticuada”.

Usted dice que “es la concreción de los acontecimientos, que difiere de nuestras hipótesis y predicciones teóricas, lo que cambia la situación” (p. 17). Pero desafortunadamente usted habla muy abstractamente sobre la “concreción” de los acontecimientos, tanto que no puedo ver en qué medida cambian la situación y cuáles son las consecuencias de estos cambios para nuestra política. Menciona algunos ejemplos del pasado. Según usted, “vimos y predijimos” la degeneración de la Tercera Internacional (p. 18); pero sólo tras la victoria de Hitler vimos necesario proclamar la Cuarta Internacional. Este ejemplo no está formulado de manera exacta. Predijimos no sólo la degeneración de la Tercera Internacional, sino también la posibilidad de su regeneración. Sólo la experiencia alemana de 1929-33 nos convenció de que la Comintern estaba sentenciada y de que nada podía regenerarla. Fue entonces cuando hicimos un cambio fundamental en nuestra política: a la Tercera Internacional le opusimos la Cuarta Internacional.

Pero no extrajimos las mismas conclusiones en lo concerniente al Estado soviético. ¿Por qué? La Tercera Internacional era un partido, una selección de individuos sobre la base de ideas y métodos. Esta selección llegó a estar tan fundamentalmente opuesta al marxismo, que nos vimos obligados a abandonar toda esperanza de regenerarla. Pero el Estado soviético no es sólo una selección ideológica, es un conjunto de instituciones sociales que continúa existiendo a pesar de que las ideas de la burocracia son ahora casi lo opuesto a las ideas de la Revolución de Octubre. Por eso no renunciamos a la posibilidad de regenerar el Estado soviético a través de la revolución política. ¿Cree usted ahora que debemos cambiar esta postura? Si no es así, y estoy seguro de que usted no lo propone, ¿dónde está el cambio fundamental producido por la “concreción” de los acontecimientos?

En relación con esto, cita la consigna de una Ucrania soviética inde­pendiente, que, veo con satisfacción, usted acepta. Pero añade: “Entien­do que nuestra postura básica siempre fue oponernos a las tendencias separatistas en la República Soviética Federada” (p. 19). Al respecto, usted ve un “cambio en la línea política” fundamental. Pero: 1) la consigna de una Ucrania soviética independiente fue propuesta antes del pacto Hitler-Stalin; 2) esta consigna es sólo una aplicación en el campo de la cuestión nacional de nuestra consigna general de derro­camiento revolucionario de la burocracia. Usted puede decir con el mismo derecho: “Entiendo que nuestra postura básica siempre fue oponernos a cualquier acto de rebeldía contra el gobierno soviético”. Por supuesto, pero cambiamos esta postura básica hace varios años. Realmente no veo qué nuevo cambio propone usted ahora en relación con esto.

Usted cita la marcha del Ejército Rojo sobre Polonia y Georgia en 1920, y continúa: “Ahora, si no hay nada nuevo en la situación, ¿por qué la mayoría no propone apoyar el avance del Ejército Rojo en Polo­nia, en los estados bálticos, en Finlandia?” (p 20). En esta parte decisiva de su intervención, usted afirma que hay algo “nuevo en la situa­ción” entre 1920 y 1939. ¡Por supuesto! Esa novedad es la bancarrota de la Tercera Internacional, la degeneración del Estado soviético, el desarrollo de la Oposición de Izquierda y la creación de la Cuarta Inter­nacional. Esta “concreción de los acontecimientos” se dio precisamen­te entre 1920 y 1939. Y estos acontecimientos explican suficientemente por qué hemos cambiado radicalmente nuestra postura hacia la política del Kremlin, incluyendo su política militar.

Parece usted olvidar algo: en 1920 nosotros apoyamos no sólo las actuaciones del Ejército Rojo, sino también las de la GPU[31]. Desde el punto de vista de nuestra valoración del Estado, no hay diferencias principistas entre el Ejército Rojo y la GPU. En sus actividades no sólo están conectados estrechamente, sino entremezclados. Podemos decir que en 1918 y los años siguientes animamos a la Cheka en su lucha contra los contrarrevolucionarios rusos y los espías imperialistas. Pero en 1927, cuando la GPU empezó a arrestar, exiliar y cazar a los auténticos bolcheviques, cambiamos nuestra valoración de esta institución. Este cambio concreto se dio como mínimo once años antes del pacto germano-soviético. Por eso estoy todavía más extrañado de que usted hable sarcásticamente del “rechazo incluso [!] de la mayoría a adoptar hoy la misma postura que todos adoptamos en 1920” (p. 20). Empezamos a cambiar esta postura en 1923. ­Procedimos por etapas, más o menos de acuerdo a los desarrollos objetivos. El punto decisivo de esta evolución fue para nosotros 1933-34. Si no conseguimos apreciar cuáles son los cambios fundamentales que usted propone en nuestra política, ¡esto no significa que tengamos que retrotraernos a 1920!

Usted insiste especialmente en la necesidad de abandonar la con­signa de la defensa incondicional de la URSS, tras lo cual interpreta que nuestra utilización de esta consigna en el pasado es un apoyo incondicional a cada acción militar y diplomática del Kremlin, es decir, a la política de Stalin. No, querido Shachtman, esta interpretación no se corresponde con la “concreción de los acontecimientos”. Ya en 1927 proclamamos en el Comité Central: “¿Por la patria socialista? ¡Sí! ¿Por el rumbo estalinista? ¡No!”.[32] Usted parece olvidar las llamadas tesis sobre Clemenceau[33], en las que se indicaba que, en interés de la auténtica defensa de la URSS, la vanguardia proletaria podría estar obligada a eliminar el gobierno de Stalin y reemplazarlo por el suyo propio. ¡Esto se proclamó en 1927! Cinco años más tarde explicamos a los trabajadores que este cambio de gobierno sólo podía lle­varse a cabo mediante la revolución política. Así, separamos esencialmente nuestra defensa de la URSS como Estado obrero, de la defensa de la URSS realizada por la burocracia. ¡Tras lo cual usted inter­preta nuestra anterior política como apoyo incondicional a las actividades diplomáticas y militares de Stalin! Permítame que le diga que esto es una horrible deformación de toda nuestra postura, no sólo desde la creación de la Cuarta Internacional, sino desde los mismos comien­zos de la Oposición de Izquierda.

Defensa incondicional de la URSS significa específicamente que nuestra política no está determinada por las actuaciones, maniobras o crímenes de la burocracia del Kremlin, sino sólo por nuestra concepción de los intereses del Estado soviético y de la revolución mundial.

Al final de su intervención, usted cita la fórmula de Trotsky con­cerniente a la necesidad de subordinar la defensa de la propiedad nacionalizada en la URSS a los intereses de la revolución mundial, y continúa: “Ahora, mi comprensión de nuestra postura en el ­pasado era que negábamos rotundamente cualquier posible conflicto entre las dos (...) Nunca entendí que nuestra anterior postura significase que subordinábamos la una a la otra. Si entiendo el inglés, el término significa o que existe contradicción entre ambas, o que hay posibilidad de tal conflicto” (página 37). Y de aquí usted deduce la imposibilidad de mantener la consigna de defensa incondicional de la Unión Soviética.

Este argumento está basado en, al menos, dos malentendidos. ¿Có­mo y por qué los intereses de mantener la propiedad nacionalizada pueden estar en “conflicto” con los intereses de la revolución mundial? Tácitamente usted deduce que la política de defensa del Kremlin (no la nuestra) puede entrar en conflicto con los intereses de la revolución mundial. ¡Por supuesto! ¡A cada paso! ¡En cada aspecto! A pesar de ello, nuestra política de defensa no está condicionada por la política del Kremlin. Este es el primer malentendido. Pero, pregunta usted: si no hay conflicto, ¿por qué la necesidad de la subordinación? Aquí está el segundo malentendido. Debemos subordinar la defensa de la URSS a la revolución mundial porque subordinamos la parte al todo. En 1918, en las polémicas con Bujarin[34], que insistía en una guerra revolucionaria contra Alemania, Lenin contestó más o menos así:

Si hubiese ahora una revolución en Alemania, entonces nuestro deber sería ir a la guerra, incluso a riesgo de perderla. La revolución alemana es más importante que la nuestra y deberíamos, si fuese necesario, sacrificar el poder soviético en Rusia (por un tiempo) para ayudar a establecerlo en Alemania.

Una huelga en Chicago en este momento podría no tener ningún sentido, pero si la cuestión es ayudar a una huelga general a escala nacional, los obreros de Chicago deberían subordinar sus intereses a los intereses de su clase y llamar a la huelga. Si la URSS se ve implicada en la guerra del lado de Alemania, la revolución alemana puede ciertamente amenazar los intereses inmediatos de la defensa de la URSS. ¿Aconsejaríamos a los trabajadores alemanes no actuar? Con seguridad la Comintern les daría tal consejo, pero nosotros no. Nosotros diríamos: “Subordinamos los intereses de la defensa de la Unión Soviética a los intereses de la revolución mundial”.

Algunos de sus argumentos están contestados, en mi opinión, en el último artículo de Trotsky De nuevo y otra vez más sobre la naturaleza de la URSS, escrito antes de que recibiese la transcripción de su intervención.

Ustedes tienen cientos y cientos de nuevos miembros que no comparten nuestra experiencia común. Me temo que su exposición pueda conducirles al error de creer que estuvimos incondicionalmente a favor del apoyo al Kremlin, por lo menos en el ámbito internacional, que no previmos la posibilidad de la colaboración Stalin-Hitler, que fuimos pillados por sorpresa por los acontecimientos y que debemos cambiar lo fundamental de nuestra postura. ¡Esto no es cierto! E, independientemente de todas las demás cuestiones que son debatidas o sólo mencionadas en su intervención (dirección, conservadurismo, régimen partidario, etc.), debemos, en mi opinión, examinar de nuevo nuestra postura sobre la cuestión rusa con todo el cuidado necesario, en interés de la sección estadounidense, así como del conjunto de la Cuarta Internacional.

El peligro real ahora no es la defensa “incondicional” de lo que merece ser defendido, sino la ayuda directa o indirecta a la corriente política que trata de identificar a la URSS con los países fascistas en beneficio de las democracias, o a la corriente que trata de meter a todas las tendencias en el mismo saco con el fin de asociar marxismo o bolchevismo con estalinismo. Somos el único partido que realmente previó los acontecimientos, no en sus concreciones empíricas, por supuesto, sino en su tendencia general. Nuestra fuerza radica en el hecho de que, cuando la guerra comience, no necesitaremos cambiar nuestra orientación. Y considero muy falso que algunos de nuestros camaradas, movidos por la lucha fraccional por un “buen régimen” (que, hasta donde conozco, nunca han definido), persistan en vocear: “¡Fuimos sorprendidos! ¡Se ha demostrado que nuestra línea era falsa! ¡Debemos improvisar una nueva línea!” y todo eso. Me parece completamente incorrecto y peligroso.

Con los más calurosos saludos comunistas,

Lund [León Trotsky]

Copia a J. P. Cannon

P.S.- Las formulaciones de esta carta están lejos de ser perfectas, dado que no es un artículo elaborado, sino sólo una carta dictada por mí en inglés y corregida por mi colaborador mientras la dictaba.

 

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Carta a James P. Cannon

Coyoacán, 15 de diciembre de 1939

 

Querido camarada Cannon:

Los dirigentes de la oposición no han aceptado, hasta ahora, la lucha en el terreno principista, e indudablemente intentarán evitarla incluso en el futuro. Por tanto, no es difícil adivinar qué dirán sobre el artículo enviado: “Hay muchas verdades elementales correctas en este artículo; de ninguna manera las negamos, pero el artículo no res­ponde a las cuestiones ‘concretas’ candentes. Trotsky está demasia­do lejos del partido como para poder juzgar correctamente. Ni todos los elementos pequeñoburgueses están con la oposición, ni todos los tra­bajadores están con la mayoría”. Algunos seguramente añadirán que el artículo les “atribuye” ideas que ellos nunca han defendido, etc.

Como respuesta a las cuestiones “concretas”, los opositores quie­ren recetas de un libro de cocina para la época de las guerras imperia­listas. No pretendo escribir tal libro. Pero con nuestra orientación principista sobre las cuestiones fundamentales, seremos siempre capa­ces de llegar a la solución correcta para cualquier problema concreto, por complicado que pueda ser. Precisamente en la cuestión finlandesa la oposición demostró su incapacidad para responder a problemas concretos.

Las fracciones nunca tienen una composición químicamente pura. En todos los partidos y fracciones obreras hay necesariamente elemen­tos pequeñoburgueses. La cuestión es quién marca la pauta. Y la pauta de la oposición la marcan los elementos pequeñoburgueses.

La inevitable acusación de que el artículo atribuye a la oposición ideas que nunca ha mantenido se explica por el carácter contradictorio y amorfo de las ideas de la oposición, que no soportan la prueba del análisis crítico. El artículo no “atribuye” nada a los dirigentes de la oposición, sólo desarrolla sus ideas hasta el final. Por supuesto, yo sólo puedo ver el desarrollo de la lucha desde fuera. Pero a menudo los rasgos generales de la lucha se pueden ver mejor desde fuera.

Estrecho su mano afectuosamente,

León Trotsky

 

Una oposición pequeñoburguesa
en el seno del SWP

15 de diciembre de 1939

 

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A las cosas hay que llamarlas por su nombre. Ahora que las posturas de las dos fracciones en lucha se han definido con perfecta claridad, debe decirse que la minoría del Comité Nacional encabeza una típica tendencia pequeñoburguesa. Como todo grupo pequeñoburgués dentro del movimiento socialista, la oposición actual se caracteriza por los siguientes rasgos: actitud desdeñosa hacia la teoría y una inclinación hacia el eclecticismo; falta de respeto a la tradición de su propia organización; afán de “independencia” personal a expensas del afán por la verdad objetiva; nerviosismo en lugar de consistencia; disposición a saltar de una postura a otra; falta de comprensión del centralismo revolucionario y hostilidad hacia él; y, finalmente, inclinación a sustituir la disciplina del partido por relaciones personales y de camarilla. Naturalmente, no todos los miembros de la oposición manifiestan estos rasgos con idéntica fuerza. Sin embargo, como ocurre siempre en un bloque abigarrado, el tono lo marcan aquellos que están más apartados del marxismo y de la política proletaria. Obviamente, frente a nosotros se abre una lucha seria y prolongada. No me propongo en este artículo agotar el problema, sino que intentaré esbozar sus rasgos generales.

Escepticismo teórico y eclecticismo

En el número de enero de 1939 de The New International, los camara­das Burnham y Shachtman publicaron un largo artículo titulado “Inte­lectuales en retirada”. Este artículo, si bien contenía muchas ideas correctas y hábiles caracterizaciones políticas, estaba viciado por un defecto fundamental, sino un error. Mientras se polemizaba con riva­les que ante todo se consideran a sí mismos —sin razón suficiente— como “teóricos”, el artículo deliberadamente no tenía altura teórica. Era absolutamente necesario explicar por qué los intelectuales “radicales” estadounidenses aceptaban el marxismo sin la dialéctica (un reloj sin cuerda). El secreto es simple. En ningún otro país ha habido un rechazo tal de la lucha de clases como en la tierra de las “oportu­nidades ilimitadas”. La negación de las contradicciones sociales como fuerza motriz del desarrollo condujo a la negación de la dialéctica como lógica de las contradicciones en el terreno del pensamiento teórico. Así como en la esfera de la política se creía posible convencer a todo el mundo, mediante claros silogismos, de la corrección de un programa “justo” y de que la sociedad podía ser reconstruida con medidas “racionales”, en la esfera de la teoría se aceptaba como demostrado que la lógica aristotélica, rebajada al nivel de “sentido co­mún”, era suficiente para solucionar todas las cuestiones.

El pragmatismo, mezcla de racionalismo y empirismo, se transfor­mó en la filosofía nacional de EEUU. La metodología teórica de Max Eastman no es fundamentalmente diferente de la metodología de Henry Ford —ambos consideran la sociedad viva desde el punto de vista de un “ingeniero” (Eastman, platónicamente)—. Históricamente, la ac­tual actitud desdeñosa hacia la dialéctica se explica sencillamente por el hecho de que los abuelos y las bisabuelas de Max Eastman y otros no necesitaron la dialéctica para conquistar territorios y enriquecerse. Pero los tiempos han cambiado y la filosofía del pragmatismo ha entrado en un período de bancarrota, al igual que el capitalismo estadounidense.

Los autores del artículo no expusieron —ni pudieron ni se preo­cuparon de ello— esta conexión interna entre filosofía y desarrollo material de la sociedad, y explican claramente por qué:

Los dos autores del presente artículo —escribían de sí mismos— difieren completamente sobre su estimación de la teoría general del materialismo dialéctico; uno la acepta y el otro la rechaza. No hay nada anómalo en tal situación. Aunque, sin duda, la teoría siempre está ligada de una u otra forma a la práctica, la relación no es invariablemente directa o inmediata; y, como hemos tenido oportunidad de destacar antes, los seres humanos actúan a menudo incoherentemente. Desde el punto de vista de cada uno de los autores, hay en el otro cierta incoherencia entre la “teoría filosófica” y la práctica política, que puede conducirnos, en alguna ocasión, a desacuerdos políticos concretos y decisivos. Pero no sucede ahora, ni nadie ha demostrado todavía, que el acuerdo o desacuerdo sobre las doctrinas más abstractas del materialismo dialéctico afecte necesariamente a las tareas políticas concretas de hoy o de mañana; y los partidos políticos, los programas y las luchas se basan en tales tareas concretas. Todos nosotros debemos esperar a que, mientras marchamos juntos o cuando haya más tiempo libre, también alcancemos un acuerdo sobre las cuestiones más abstractas. Entretanto, están el fascismo, la guerra y el desempleo.

¿Cuál es el significado de este razonamiento completamente asom­broso? Como algunas personas mediante un mal método llegan ­algunas veces a conclusiones correctas, y como algunas personas mediante un método correcto llegan con cierta frecuencia a conclusiones incorrec­tas, por tanto... el método no tiene gran importancia. Meditaremos so­bre los métodos alguna vez, cuando tengamos más tiempo libre, pero ahora tenemos otras cosas que hacer. Imaginemos cómo reaccio­naría un obrero que, al quejarse al capataz de la calidad de sus herra­mientas, recibiera esta respuesta: con malas herramientas es posible terminar un buen trabajo y con buenas herramientas mucha gente sólo desperdicia material. Me temo que dicho obrero, especialmente si trabaja a destajo, respondería al capataz con una frase nada académica. Un obrero tiene que vérselas con materiales resistentes, lo cual lo lleva a apreciar las buenas herramientas; mientras tanto, un intelectual pequeñoburgués —¡ay!— utiliza como “herramientas” observaciones efímeras y generalizaciones superficiales... hasta que grandes acontecimientos lo golpean en la cabeza.

Demandar que todo miembro del partido estudie la filosofía de la dialéctica sería, naturalmente, pedantería vacua. Pero un trabajador que ha pasado por la escuela de la lucha de clases obtiene de su propia experiencia una inclinación hacia el pensamiento dialéctico. Aun cuando no conozca este término, rápidamente acepta el método y sus conclusiones. Con un pequeñoburgués es peor. Naturalmente, hay elementos pequeñoburgueses, ligados orgánicamente con los trabajadores, que adoptan el punto de vista proletario sin una revolución interior. Pero son una insignificante minoría. La cosa es muy diferente con la pequeña burguesía educada académicamente. Sus prejuicios teóricos ya adquirieron en el pupitre escolar una forma acabada. Dado que, sin ayuda de la dialéctica, consiguen adquirir gran ­cantidad de conocimientos, tanto útiles como inútiles, creen que pueden conti­nuar viviendo excelentemente sin ella. En realidad, prescinden de la dialéctica sólo en la medida en que no consiguen verificar, pulir y afilar teóricamente sus instrumentos de pensamiento, y también en la medida en que no consiguen romper en la práctica con el ­estrecho círculo de sus relaciones diarias. Cuando se enfrentan a grandes acontecimientos, se pierden fácilmente y reinciden en sus formas pequeñoburguesas de pensamiento.

Apelar a la incoherencia como justificación para un bloque teórico sin principios equivale a presentar de uno mismo malas credenciales como marxista. La incoherencia no es accidental, y en política no aparece solamente como síntoma individual. Comúnmente, la incoherencia desempeña una función social. Hay grupos sociales que no pueden ser coherentes. Los elementos pequeñoburgueses que no se han liberado de las mohosas tendencias pequeñoburguesas se ven sistemáticamente obligados dentro de un partido obrero a hacer compromisos teóricos con su propia conciencia.

La actitud del camarada Shachtman hacia el método dialéctico, tal y como está expresada en la argumentación arriba citada, sólo puede calificarse de escepticismo ecléctico. Es evidente que ­Shachtman no se ha contagiado de esa actitud en la escuela de Marx, sino entre los intelectuales pequeñoburgueses, de quienes son propias todas las formas del escepticismo.

Advertencia y verificación

El artículo me asombró de tal manera, que inmediatamente escribí al camarada Shachtman:

Acabo de leer el artículo que escribieron usted y Burnham sobre los intelectuales. Muchas partes son excelentes. Sin embargo, el párrafo sobre la dialéctica es el golpe más fuerte que usted personalmente, como editor de The New International, podía haber asestado a la teoría marxista. El camarada Burnham dice: “Yo no reconozco la dialéctica”. Eso está claro, y todos tienen que admitirlo. Pero usted dice: “Yo reconozco la dialéctica, pero da igual; no tiene ninguna importancia”. Relea lo que escribió. Ese párrafo es terriblemente desorientador para los lectores de The New International y es el mejor de los regalos a los Eastman de toda especie. ¡Bien! Hablaremos de esto públicamente.

Escribí mi carta el 20 de enero, unos meses antes de la actual discusión. Shachtman no contestó hasta el 5 de marzo, cuando replicó, en efecto, que no podía entender por qué yo estaba creando tanto revuelo sobre el asunto. El 9 de marzo contesté a Shachtman con las siguientes palabras:

Yo no rechacé en absoluto la posibilidad de colaboración con los antidialécticos, sino únicamente que sea aconsejable escribir un artículo conjunto donde la cuestión de la dialéctica juega, o debería jugar, un papel muy importante. La polémica se desarrolla en dos planos: político y teórico. Su crítica política está muy bien. Su crítica teórica es insuficiente; se detiene precisamente en el punto en que debería volverse más agresiva. Concretamente, la tarea consiste en demostrar que sus errores (en la medida en que son errores teóricos) son producto de su incapacidad y renuncia a pensar dialécticamente. Esta tarea pudo haberse realizado con serio éxito pedagógico. En lugar de ello, usted declara que la dialéctica es una cuestión privada y que se puede ser un buen camarada sin un pensamiento dialéctico.

Al aliarse en esta cuestión con el antidialéctico Burnham, ­Shachtman se privó de la posibilidad de demostrar por qué Eastman, Hook y otros comenzaron con una lucha filosófica contra la dialéctica, pero terminaron con una lucha política contra la revolución socialista. Esta es, sin embargo, la esencia de la cuestión.

El actual debate político en el partido ha confirmado mis aprensiones y advertencias de forma incomparablemente más aguda de lo que podía haber esperado, o más correctamente, temido. El escepticismo metodológico de Shachtman dio sus deplorables frutos en la cuestión de la naturaleza del Estado soviético. Burnham comenzó a construir hace algún tiempo, de forma puramente empírica, sobre la base de sus impresiones inmediatas, un Estado no proletario y no bur­gués, liquidando de paso la teoría marxista del Estado como órgano de dominación de clase. Inesperadamente, Shachtman ­adoptó una postura evasiva: “La cuestión, como veis, está sujeta a un examen pos­terior”; además, la definición sociológica de la URSS no tiene ninguna influencia directa e inmediata sobre nuestras “tareas políticas”, en las que Shachtman está completamente de acuerdo con Burnham. Remitimos al lector a lo que estos camaradas escribieron sobre la dialéctica. Burnham rechaza la dialéctica. Shachtman parece aceptarla, pero... el don divino de la “incoherencia” les permite estar de acuerdo en las conclusiones políticas. La actitud de cada uno de ellos hacia la naturaleza del Estado soviético reproduce, punto por punto, su actitud hacia la dialéctica.

En ambos casos, Burnham asume el papel dirigente. Esto no es sorprendente. Él posee un método: el pragmatismo. Shachtman no tiene ninguno, se adapta a Burnham. Sin asumir una completa responsabilidad por las concepciones antimarxistas de Burnham, defiende su bloque con Burnham, quien arremete contra las concepciones marxistas tanto en la esfera de la filosofía como de la sociología. En ambos casos, Burnham aparece como un pragmático y Shachtman, como un ecléctico. Este ejemplo tiene la incalculable ventaja de que, incluso a ojos de camaradas que no han tenido ninguna experiencia en razonamientos puramente teóricos, saltará el paralelismo completo entre las posturas de Burnham y de Shachtman desde dos planos distintos de pensamiento y sobre dos cuestiones de fundamental importancia. El método de pensamiento puede ser dialéctico o vulgar, consciente o inconsciente, pero existe y se revela.

En enero pasado oíamos de nuestros autores:

Pero no sucede ahora, ni nadie lo ha demostrado todavía, que el acuerdo o desacuerdo sobre las doctrinas más abstractas del materialismo dialéctico afecte necesariamente a las tareas políticas concretas del presente o el futuro.

¡Ni nadie lo ha demostrado todavía! Pocos meses pasaron antes de que los mismos Burnham y Shachtman demostraran que su actitud hacia una “abstracción” como el materialismo dialéctico encontraría su manifestación precisa en su actitud hacia el Estado soviético.

Sin duda, es necesario mencionar que la diferencia entre ambos es más que importante, pero es de carácter político, y no teórico. En ambos casos, Burnham y Shachtman formaron un bloque sobre la base del rechazo y semirrechazo de la dialéctica. Pero, en el primer caso, ese bloque estaba dirigido contra los adversarios del partido prole­tario. En el segundo caso, el bloque se formó contra el ala marxis­ta de su propio partido. El frente de operaciones militares, por así decirlo, ha cambiado, pero las armas siguen siendo las mismas.

No cabe duda de que la gente es a menudo incoherente. Sin embar­go, la conciencia humana tiende hacia una cierta homogeneidad. La filosofía y la lógica están obligadas a confiar en esta homogeneidad de la conciencia humana, y no en lo que carece de homogeneidad, es decir, en la incoherencia. Burnham no reconoce la dialéctica, pero la dialéctica reconoce a Burnham, es decir, extiende su dominio sobre él. Shachtman cree que la dialéctica no tiene ninguna importancia en las conclusiones políticas, pero en las conclusiones políticas del propio Shachtman vemos los frutos deplorables de su desdeñosa actitud hacia la dialéctica. Deberíamos incluir este ejemplo en los libros de texto sobre materialismo dialéctico.

El año pasado me visitó un joven profesor británico de economía política, simpatizante de la Cuarta Internacional. Durante nuestra conversación sobre las formas y los medios para realizar el socialismo, expresó repentinamente las tendencias del utilitarismo inglés, en el espíritu de Keynes[35] y otros: “Es necesario fijar un claro objetivo económico, elegir los medios más razonables para su realización”, etc. Yo señalé: “Veo que es usted un adversario de la dialéctica”. Me contestó con cierto asombro: “Sí, no veo nada útil en ella”. “Sin embargo —le contesté—, la dialéctica me ha permitido determinar, apoyándome en unos pocos comentarios suyos sobre problemas económicos, cuál es su pensamiento filosófico. Esto solo ya demuestra que la dialéctica tiene un valor apreciable”. Aunque no volví a saber de mi visitante, no tengo ninguna duda de que es de la opinión de que la URSS no es un Estado obrero, que la defensa incondicional de la URSS es una postura “pasada de moda”, que nuestros métodos organizativos son malos, etc. Así como se puede establecer el esquema general de pensamiento de una persona a partir de cómo aborda los problemas prácticos concretos, también es posible predecir aproximadamente, conociendo su esquema general de pensamiento, cómo enfocará tal o cual cuestión práctica. Este es el incomparable valor educativo del método dialéctico de pensamiento.

El abecé de la dialéctica materialista

Escépticos gangrenosos como Souvarine[36] creen que “nadie sabe” qué es la dialéctica. Y hay “marxistas” que se inclinan reverentemente ante Souvarine y esperan aprender algo de él. Y estos marxistas no solamente se esconden en la revista Modern Monthly. Desgraciadamente existe una corriente de souvarinismo en la actual oposición del SWP. Es necesario advertir a los camaradas jóvenes: ¡Cuidado con esta maligna infección!

La dialéctica no es ficción ni misticismo, sino una ciencia de las formas de nuestro pensamiento en la medida en que no se limita a los problemas cotidianos de la vida, sino que trata de llegar a una com­prensión de procesos más amplios y complejos. La dialéctica y la lógica formal mantienen una relación similar a la que existe entre las matemáticas inferiores y las superiores.

Trataré aquí de esbozar la esencia del problema de forma muy concisa. La lógica aristotélica del silogismo simple parte de la proposición de que ‘A’ es igual a ‘A’. Este postulado se acepta como axioma para una cantidad de acciones humanas prácticas y de generalizaciones elementales. Pero en realidad ‘A’ no es igual a ‘A’. Esto es fácil de demostrar si observamos estas dos letras bajo una lente: son completamente diferentes una de otra. Pero, puede objetar cualquiera, la cuestión no es el tamaño o la forma de las letras, puesto que sólo son símbolos de cantidades iguales, por ejemplo, de una libra de azúcar. Esta objeción es incongruente; en realidad, una libra de azúcar nunca es igual a una libra de azúcar: una balanza más precisa descubriría siempre una diferencia. Nuevamente, cualquiera puede objetar: sin embargo, una libra de azúcar es igual a sí misma. Tampoco esto es verdad: todos los cuerpos cambian constantemente de tamaño, peso, color, etc. Nunca son iguales a sí mismos. Un sofista[37] contestará que una libra de azúcar es igual a sí misma “en un momento dado”. Fuera del valor práctico extremadamente dudoso de este “axioma”, tampoco resiste una crítica teórica. ¿Cómo debemos concebir realmente la palabra “momento”? Si se trata de un intervalo infinitesimal de tiempo, entonces una libra de azúcar está sometida durante el transcurso de ese “momento” a cambios inevitables. ¿O el “momento” es una abstracción puramente matemática, es decir, cero tiempo? Pero todo existe en el tiempo y la existencia misma es un proceso ininterrumpido de transformación; en consecuencia, el tiempo es un elemento fundamental de la existencia. Así, el axioma ‘A’ es igual a ‘A’ significa que una cosa es igual a sí misma si no cambia, es decir, si no existe.

A primera vista podría parecer que estas “sutilezas” son ­inútiles. Pero en realidad son de una importancia decisiva. Por una parte, el axioma ‘A’ es igual a ‘A’ resulta ser el punto de partida de todos nuestros conocimientos; por la otra, es también el punto de partida de todos los errores de nuestro conocimiento. Utilizar el axioma ‘A’ es igual a ‘A’ con impunidad sólo es posible dentro de ciertos límites. Cuando los cambios cuantitativos en ‘A’ son insignificantes para lo que tenemos entre manos, entonces podemos asumir que ‘A’ es igual a ‘A’. Por ejemplo, así es cómo vendedor y comprador consideran una libra de azúcar. De la misma manera consideramos la tempera­tura del sol. Hasta hace poco considerábamos de igual manera el po­der adquisitivo del dólar. Pero cuando los cambios cuantitativos sobre­pasan ciertos límites, se convierten en cambios cualitativos. Una libra de azúcar sometida a la acción del agua o del queroseno deja de ser una libra de azúcar. Un dólar en manos de un presidente deja de ser un dólar. Determinar en el momento preciso el punto crítico en que la cantidad se transforma en calidad es una de las tareas más importantes y difíciles en todas las esferas del conocimiento, incluida la sociología.

Todo obrero sabe que es imposible elaborar dos objetos completamente iguales. En la fabricación de rodillos cónicos a partir de metal en bruto se permite cierta desviación para los rodillos, siempre que no sobrepase ciertos límites (a esto se le llama tolerancia). Mientras se cumplan las normas de tolerancia, los rodillos son considerados iguales (‘A’ es igual a ‘A’). Cuando se excede la tolerancia, la cantidad se transforma en calidad; en otras palabras, los rodillos son de inferior calidad o completamente inservibles.

Nuestro pensamiento científico es solamente una parte de ­nuestra práctica general, incluyendo la técnica. Para los conceptos también existe una “tolerancia”, que no está determinada por la lógica formal basada en el axioma ‘A’ es igual a ‘A’, sino por la lógica dialéctica ba­sada en el axioma de que todo cambia constantemente. El “sentido común” se caracteriza por sobrepasar sistemáticamente la “tolerancia” dialéctica.

El pensamiento vulgar opera con conceptos tales como capitalismo, moral, libertad, Estado obrero, etc., considerándolos como abstracciones fijas, presumiendo que capitalismo es igual a capitalismo, moral es igual a moral, etc. El pensamiento dialéctico analiza todas las cosas y fenómenos en su continuo cambio, a la vez que determina en las condiciones materiales de esos cambios ese límite crítico en que ‘A’ deja de ser ‘A’ o un Estado obrero deja de ser un Estado obrero.

El defecto fundamental del pensamiento vulgar radica en el hecho de que quiere contentarse con fotografías inmóviles de una realidad que es eterno movimiento. El pensamiento dialéctico da a los conceptos, por medio de aproximaciones sucesivas, correcciones y con­creciones, una riqueza de contenido y flexibilidad; diría, incluso, una “suculencia” que, en cierta medida, los aproxima a los fenómenos vivos. No hablamos de capitalismo en general, sino de un capitalismo dado, en una etapa de desarrollo dada. No hablamos de Estado obrero en general, sino de un Estado obrero dado, en un país atrasado rodea­do de un cerco capitalista, etc.

La relación entre el pensamiento dialéctico y el pensamiento común es similar a la de una película con un fotograma. La película no invalida el fotograma inmóvil, sino que combina una serie de ellos de acuerdo a las leyes del movimiento. La dialéctica no niega el silogismo, sino que nos enseña a combinar los silogismos de forma tal que nos lleven a una comprensión más certera de la realidad en permanente cambio. Hegel, en su Lógica, estableció una serie de leyes: transformación de la cantidad en calidad, desarrollo a través de contradicciones, conflicto entre el contenido y la forma, interrupción de la continuidad, cambio de la posibilidad en inevitabilidad, etc., que son tan importantes para el pensamiento teórico como el silogismo simple para las tareas más elementales.

Hegel escribió antes que Darwin y antes que Marx. Gracias al poderoso impulso que la Revolución Francesa dio al pensamiento, Hegel anticipó el movimiento general de la ciencia. Pero como era solamente una anticipación, aunque hecha por un genio, recibió de Hegel un carácter idealista. Hegel operaba con sombras ideológicas como realidad última. Marx demostró que el movimiento de esas sombras ideológicas reflejaba el movimiento de cuerpos materiales.

Llamamos materialista a nuestra dialéctica porque sus raíces no están en el cielo ni en las profundidades del “libre albedrío”, ­sino en la realidad objetiva, en la naturaleza. La conciencia surgió del inconsciente, la psicología surgió de la fisiología, el mundo orgánico surgió del inorgánico, el sistema solar surgió de la nebulosa. En todos los peldaños de esta escala de desarrollo, la acumulación de cambios cuantitativos dio lugar a cambios cualitativos. Nuestro pensamiento, incluido el pensamiento dialéctico, es solamente una de las formas de expresión de la materia cambiante. En este sistema no hay sitio para dios ni para el diablo, ni para el alma inmortal, ni para modelos eternos de leyes y morales. La dialéctica del pensamiento tiene un carácter completamente materialista porque surgió de la dialéctica de la naturaleza.

El darwinismo, que explicó la evolución de las especies a través de la transformación de los cambios cuantitativos en cualitativos, fue el más alto triunfo de la dialéctica en el terreno de la materia orgánica. Otro gran triunfo fue el descubrimiento de la tabla de pesos atómicos de los elementos químicos y, posteriormente, de la transformación de un elemento en otro.

La cuestión de la clasificación, igual de importante en las ciencias naturales y en las sociales, está estrechamente ligada con estas transformaciones (especies, elementos, etc.). El sistema de Linneo (siglo XVIII), que utilizaba como punto de partida la inmutabilidad de las especies, se limitaba a la descripción y clasificación de las plantas de acuerdo a sus características exteriores. El período infantil de la botánica es análogo al período infantil de la lógica, ya que las formas de nuestro pensamiento se desarrollan, como todo lo que vive. Únicamente el repudio definitivo de la idea de especies fijas, únicamente el estudio de la historia de la evolución de las plantas y de su anatomía, sentó las bases para una clasificación realmente científica.

Marx, que a diferencia de Darwin era un dialéctico consciente, descubrió unas bases para la clasificación científica de las sociedades humanas en el desarrollo de sus fuerzas productivas y en la estructura de las relaciones de propiedad que constituyen la anatomía social. El marxismo sustituyó la vulgar clasificación descriptiva, que aún florece en las universidades, por una clasificación dialéctica materialista. Sólo usando el método de Marx es posible determinar correctamente tanto el concepto de lo que es un Estado obrero como el momento de su caída.

Todo esto, como vemos, no contiene nada “metafísico” o “escolástico”, como afirma la ignorancia presuntuosa. La lógica dialéctica expresa las leyes del movimiento en el pensamiento científico contemporáneo. Por el contrario, la lucha contra la dialéctica materialista expresa un pasado distante, el conservadurismo de la pequeña burguesía, la arrogancia de los rutinarios de la universidad y... un destello de esperanza en un más allá.

La naturaleza de la URSS

La definición de la URSS dada por el camarada Burnham —ni Estado obrero ni Estado burgués— es puramente negativa, arrancada de la cadena del desarrollo histórico, suspendida en el aire, carente de toda partícula de sociología, y sencillamente representa una capitulación teórica del pragmatismo ante un fenómeno histórico contradictorio.

Si Burnham fuese un materialista dialéctico, habría tenido que investigar las siguientes tres cuestiones:

1) ¿Cuál fue el origen histórico de la URSS?

2) ¿Qué cambios ha sufrido durante su existencia?

3) ¿Pasaron esos cambios del grado cuantitativo al cualitativo? Es decir, ¿crearon una dominación históricamente necesaria por parte de una nueva clase explotadora?

Contestar estas preguntas habría obligado a Burnham a extraer la única conclusión posible: la URSS es todavía un Estado obrero degenerado.

La dialéctica no es una llave maestra mágica para todas las cuestiones. No reemplaza el análisis científico concreto. Pero dirige este análisis por el camino correcto, poniéndolo a salvo de extravíos estériles en el desierto del subjetivismo y del escolasticismo.

Bruno R. coloca a los regímenes fascista y soviético en la misma categoría (“colectivismo burocrático”) porque tanto la URSS como Ita­lia y Alemania están gobernados por burocracias; aquí y allá se siguen los principios de la planificación; en un caso se liquida la propiedad privada, en el otro se limita, etc. De este modo, sobre la base de una relativa similitud de ciertas características externas, de distinto origen, de distinto peso específico, de distinto significado de clase, se establece una identidad fundamental de regímenes sociales, completamente en el espíritu de los profesores burgueses que establecen categorías de “economía controlada”, “Estado centralizado”, ignorando por completo la naturaleza de clase de uno u otro. En el mejor de los casos, Bruno R. y sus seguidores o semiseguidores, como Burnham, perma­necen, en la esfera de la clasificación social, al nivel de Linneo, en cuya defensa sería necesario señalar, sin embargo, que vivió antes de Hegel, Darwin y Marx.

Peores aún, y más peligrosos tal vez, son aquellos eclécticos que dicen que el carácter de clase del Estado soviético no importa y que la dirección de nuestra política está determinada por el carácter de la guerra. Como si la guerra fuese una sustancia independiente, supra­social; como si el carácter de la guerra no estuviese determinado por el carácter de la clase dominante, es decir, por el mismo factor social que determina también el carácter del Estado. ¡Es asombrosa la facilidad con que algunos camaradas, bajo los golpes de los acontecimientos, olvidan el abecé del marxismo!

No sorprende que los teóricos de la oposición que rechazan el pensamiento dialéctico capitulen lamentablemente ante la naturaleza contradictoria de la URSS. Sin embargo, la contradicción entre las bases sociales sentadas por la Revolución y el carácter de la casta surgida de la degeneración de la Revolución no sólo es un hecho histórico irrefutable, sino también una fuerza motriz. Nuestra lucha por el derrocamiento de la burocracia se basa en esta contradicción. Entretanto, algunos ultraizquierdistas han llegado al absurdo total al afirmar que es necesario sacrificar la estructura social de la URSS a fin de derrocar a la oligarquía bonapartista. No tienen la menor sospecha de que, sin la estructura social creada por la Revolución de Octubre, la URSS sería un régimen fascista.

Evolución y dialéctica

Probablemente el camarada Burnham protestará diciendo que, como evolucionista, está interesado en el desarrollo de la sociedad y de las formas estatales no menos que nosotros, los dialécticos. No discutiremos esto. Desde Darwin, toda persona culta se ha calificado a sí misma de “evolucionista”. Pero un verdadero evolucionista debe aplicar la idea de la evolución a su propio pensamiento. La lógica elemental, fundada en el período en que la idea misma de evolución aún no existía, es evidentemente insuficiente para el análisis de los procesos evolutivos. La lógica de Hegel es la lógica de la evolución. Sólo que no debe olvidarse que el concepto mismo de evolución ha sido completamente corrompido y castrado por los profesores universitarios y escritores liberales, que con él se refieren al “progreso” pacífico. Quien haya llegado a entender que la evolución se desarrolla a través de la lucha de fuerzas antagónicas; que una lenta acumulación de cambios hace estallar en determinado momento el viejo caparazón provocando una catástrofe, una revolución; quien finalmente haya aprendido a aplicar las leyes generales de la evolución al pensamiento mismo es un dialéctico, que se diferencia de los evolucionistas vulgares. El entrenamiento dialéctico de la mente —tan necesario para un luchador revolucionario como los ejercicios con los dedos para un pianista— exige que todos los problemas sean tratados como procesos, y no como categorías inmóviles. Mientras tanto, los evolucionistas vulgares, que se limitan generalmente a reconocer la evolución sólo en ciertas esferas, se conforman en todas las demás cuestiones con las banalidades del “sentido común”.

El liberal estadounidense, que se ha reconciliado con la existencia de la URSS —más exactamente con la burocracia de Moscú—, cree, o al menos creía hasta el pacto germano-soviético, que el régimen soviético es algo progresista, que los rasgos repugnantes de la burocracia (¡qué naturalmente existen!) irán borrándose progresivamente y que por consiguiente el “progreso” pacífico e indoloro está asegurado.

Un vulgar radical pequeñoburgués se asemeja al “progresista” liberal en que toma a la URSS como un todo, sin comprender su dinámica y sus contradicciones internas. Cuando Stalin selló una alianza con Hitler, invadió Polonia, y ahora Finlandia, los radicales vulgares triunfaron: ¡la identidad de métodos del estalinismo y del fascismo quedaba demostrada! Sin embargo, se encontraron en dificultades cuando las nuevas autoridades invitaron a la población a expropiar a los terratenientes y capitalistas. ¡En absoluto habían previsto tal posibilidad! Entretanto, las medidas sociales revolucionarias, realizadas por medios burocrático-militares, no sólo no perturbaron nuestra definición dialéctica de la URSS como Estado obrero degenerado, sino que la confirmaron de la manera más indiscutible. En lugar de utilizar este triunfo del análisis marxista para perseverar en la agitación, los opositores pequeñoburgueses comenzaron a gritar, con criminal ligereza, que los acontecimientos habían refutado nuestra predicción, que nuestras viejas fórmulas ya no eran aplicables, que eran necesarias nuevas palabras. ¿Qué palabras? Ellos mismos toda­vía no las han decidido.

Defensa de la URSS

Comenzamos con la filosofía y pasamos luego a la sociología. Se hizo patente que, en ambas esferas, de las dos personalidades dirigentes de la oposición, una había tomado una postura antimarxista y la otra, una postura ecléctica. Si ahora tomamos en consideración la política, particularmente la cuestión de la defensa de la URSS, nos encontraremos con que nos esperan grandes sorpresas.

La oposición descubrió que nuestra fórmula de defensa incondicional de la URSS, la fórmula de nuestro programa, es “vaga, abstracta y pasada de moda” (!?). Desgraciadamente, no explica bajo qué futuras “condiciones” están dispuestos a defender las conquistas de Octubre. A fin de dar por lo menos un gramo de sentido a su nueva fórmula, la oposición trata de presentar las cosas como si hasta ahora hubiésemos defendido “incondicionalmente” la política internacio­nal del gobierno del Kremlin, con su Ejército Rojo y su GPU. ¡Todo está del revés! En realidad, no hemos defendido la política internacional del Kremlin, ni siquiera de forma condicional, desde hace mucho tiempo, en particular desde el día en que proclamamos abiertamente la necesidad de aplastar a la oligarquía del Kremlin mediante una insurrección. Una política equivocada no sólo mutila las tareas actua­les, sino que también obliga a presentar el propio pasado bajo una luz falsa.

En el artículo arriba citado de The New International, Burnham y Shachtman, correctamente, tildaron al grupo de intelectuales desilusionados de “Liga de las Esperanzas Perdidas”, e insistentemente preguntaban cuál sería la postura de esta lamentable Liga en caso de conflicto militar entre un país capitalista y la URSS: “Por tanto —escribían—, aprovechamos esta ocasión para exigirles a Hook, Eastman y Lyons declaraciones inequívocas sobre la cuestión de la defensa de la Unión Soviética ante un ataque de Hitler o Japón (...) o, si es el caso, de Gran Bretaña”. Burnham y Shachtman no establecían ninguna “condición”, no especificaban circunstancia “concreta” alguna y, al mismo tiempo, exigían una respuesta “inequívoca”. “¿Se abstendría también la Liga [de las Esperanzas Perdidas] —continuaban— de tomar postura o se declararía neutral? (...) en una palabra: ¿está por la defensa de la Unión Soviética ante un ataque imperialista, sin tener en cuenta y a pesar del régimen estalinista?” (el subrayado es mío). ¡Una cita maravillosa! Es exactamente lo que dice nuestro programa.

En enero de 1939, Burnham y Shachtman estaban a favor de la defensa incondicional de la URSS y definieron correctamente el sentido de la defensa incondicional como “sin tener en cuenta y a pesar del régimen estalinista”. Y además este artículo se escribió cuando la experiencia de la Revolución española había sido apurada hasta el final. El camarada Cannon está absolutamente en lo cierto cuando dice que el papel del estalinismo en España fue incomparablemente más criminal que en Polonia o Finlandia. En el primer caso, la burocracia estranguló una revolución socialista empleando métodos de verdugo. En el segundo, dio impulso a la revolución socialista empleando métodos burocráticos. ¿Por qué los mismos Burnham y Shachtman se pasaron tan inesperadamente a la posición de la “Liga de las Esperanzas Perdidas”? ¿Por qué? No podemos considerar como una explicación las superabstractas referencias de Shachtman a la “concreción de los acontecimientos”. Sin embargo, no es difícil hallar una explicación. La participación del Kremlin en el campo republicano en España fue apoyada por los demócratas burgueses de todo el mundo. La labor de Stalin en Polonia y Finlandia es recibida con la furiosa condena de esos mismos demócratas. A pesar de todas sus ruidosas fórmulas, la oposición aparece como un reflejo, dentro del SWP, de los sentimientos de la pequeña burguesía “de izquierdas”. Desgraciadamente, esto es indiscutible.

Nuestros sujetos —escribían Burnham y Shachtman sobre la Liga de las Esperanzas Perdidas— se enorgullecen en alto grado, al creer que están contribuyendo con algo “fresco”, que están “reevaluando a la luz de nuevas experiencias”, que “no son dogmáticos” [¿“conservadores”? —L. T.], que rechazan volver a examinar sus “asunciones básicas”, etc. ¡Qué patético autoengaño! Ninguno de ellos ha traído a la luz ningún hecho nuevo ni ha proporcionado ninguna nueva comprensión del presente o del futuro.

¡Asombrosa cita! ¿No deberíamos agregar un nuevo capítulo a su artículo Intelectuales en retirada? Le ofrezco al camarada Shachtman mi colaboración...

¿Cómo es posible que individuos destacados como Burnham y Shachtman, dedicados incondicionalmente a la causa del proletariado, puedan volverse tan temerosos de los nada temibles caballeros de la Liga de las Esperanzas Perdidas? En el plano puramente teórico, la explicación, en lo que respecta a Burnham, radica en su método incorrecto; en lo que respecta a Shachtman, en su indiferencia por el método. Un método correcto no sólo facilita la obtención de una conclusión correcta, sino que, al ligar cada nueva conclusión con las precedentes, en una cadena consecutiva, las fija en nuestra memoria. Si las conclusiones políticas se realizan empíricamente, si se ­proclama que la incoherencia es una ventaja, entonces el sistema político marxis­ta se ve invariablemente reemplazado por el impresionismo, característico, de tantas maneras, de los intelectuales pequeñoburgueses. Cada nuevo giro en los acontecimientos pilla por sorpresa al empírico-­impresionista, lo obliga a olvidar lo que él mismo escribió ayer y le produce un ardiente deseo de encontrar nuevas fórmulas, antes de que nuevas ideas irrumpan en su cabeza.

La guerra fino-soviética

La resolución de la oposición sobre la cuestión de la guerra fino-­soviética es un documento que podría ser suscrito, quizás con li­geros cambios, por los bordiguistas[38], Vereeken, Sneevliet, Fenner ­Brockway, Marceau Pivert y otros, pero en ningún caso por los bolchevique-­leninistas[39]. Basada exclusivamente en los rasgos de la burocracia soviética y en el mero hecho de la “invasión”, la ­resolución carece del más mínimo contenido social. Pone a Finlandia y a la URSS en un mismo nivel e inequívocamente “condena, rechaza y se opone a ambos gobiernos y a sus ejércitos”. Advirtiendo, sin embargo, que algo no marcha bien, la resolución, inesperadamente y sin relación al­guna con el texto, añade: “Al aplicar [!] esta perspectiva, la Cuarta Internacional tendrá en cuenta [!], naturalmente [cuán maravilloso es este “naturalmente”], las diferentes relaciones económicas en Fin­landia y en Rusia”.

Cada palabra es una perla. Por circunstancias “concretas”, nuestros amantes de lo “concreto” entienden la situación militar, los sen­timientos de las masas y, en tercer lugar, los regímenes económicos opuestos. En cuanto a cómo se “tendrán en cuenta” estas tres circuns­tancias “concretas”, la resolución no nos da el menor indicio. Si la opo­sición está en contra por igual de “ambos gobiernos y sus ejércitos” en relación con esta guerra, ¿cómo “tendrá en cuenta” las diferencias en la situación militar y en los regímenes sociales? Verdaderamente, nada de esto es comprensible.

Con el objeto de castigar a los estalinistas por sus crímenes innegables, la resolución, siguiendo a los demócratas pequeñoburgueses de todo pelaje, no dice ni una sola palabra sobre el hecho de que el Ejército Rojo expropia en Finlandia a los grandes terratenientes e introduce el control obrero, mientras prepara la expropiación de los capitalistas.

Mañana los estalinistas estrangularán a los obreros finlandeses, pero ahora están dando —están obligados a dar— un tremendo impulso a la lucha de clases en su forma más aguda. Los dirigentes de la oposición construyen su política no sobre el proceso “concreto” que está teniendo lugar en Finlandia, sino sobre abstracciones democráticas y nobles sentimientos.

Aparentemente la guerra fino-soviética comienza a ser complementada por una guerra civil en la que el Ejército Rojo se encuentra en estos momentos en el mismo campo que los pequeños campesinos y los trabajadores finlandeses, mientras el ejército finlandés goza del apoyo de las clases poseedoras, de la conservadora burocracia sindical y de los imperialistas anglosajones. A menos que intervenga la revolución internacional, la esperanza que el Ejército Rojo despierta entre los finlandeses pobres se demostrará una ilusión; la colaboración del Ejército Rojo con los pobres será sólo temporal. El Kremlin pronto volverá sus armas contra los trabajadores y campesinos finlandeses. Todo esto lo sabemos ya y lo decimos abiertamente, como advertencia. Pero en esta guerra civil “concreta” que tiene lugar en Finlandia, ¿qué postura “concreta” deben tomar los partidarios “concretos” de la Cuarta Internacional? Si en España lucharon en el campo republicano a pesar de que los estalinistas estaban estrangulando la revolución socialista, con más razón deben participar en Finlandia en el bando en el cual los estalinistas se ven obligados a apoyar la expropiación de los capitalistas.

Nuestros innovadores tapan las grietas de su postura con frases violentas. Califican de “imperialista” la política de la URSS. ¡Vasto enriquecimiento de las ciencias! De hoy en adelante, tanto la política exterior del capital financiero como la política de exterminar al capital financiero se llamarán, ambas, imperialismo. ¡Esto ayudará significativamente en la clarificación y en la educación de clase de los trabajadores! ¡Pero el Kremlin —gritará, por ejemplo, el muy temerario Stanley— apoya simultáneamente la política del capital financiero en Alemania! Esta objeción se basa en la sustitución de un problema por otro, en la disolución de lo concreto en lo abstracto (el error común del pensamiento vulgar).

Si mañana Hitler se viera obligado a enviar armas a los insurrectos de la India, ¿deben oponerse los obreros revolucionarios alemanes, mediante huelgas o sabotajes, a esta acción concreta? Todo lo contrario, deben asegurar que los insurrectos reciben las armas lo más pronto posible. Esperamos que Stanley tenga claro esto. Pero este ejemplo es puramente hipotético. Lo usamos para demostrar que hasta un gobierno fascista del capital financiero puede, en ciertas condiciones, verse obligado a apoyar un movimiento nacional revolucionario (que tratará de estrangular al día siguiente). Hitler nunca y bajo ninguna circunstancia apoyaría una revolución proletaria en Francia, por ejemplo. Pero en la actualidad el Kremlin se ve obligado —y esto no es una hipótesis, sino una situación real— a provocar un movimiento social revolucionario en Finlandia (para mañana intentar estrangularlo políticamente). Etiquetar a un movimiento social revolucionario con el término multiusos de imperialismo solamente porque es provocado y, al mismo tiempo, mutilado y estrangulado por el Kremlin sólo atestigua la indigencia teórica y política propia.

Es necesario añadir que la extensión del concepto de ­imperialismo carece incluso del atractivo de la novedad. Actualmente, no sólo los “demócratas”, sino también las burguesías de los países democráticos califican de imperialista la política soviética. El objetivo de la burguesía es evidente: borrar las contradicciones sociales entre la expansión capitalista y la soviética; ocultar el problema de la propiedad, para así ayudar al verdadero imperialismo. ¿Cuál es el objetivo de ­Shachtman y los otros? No lo saben. Su innovación terminológica los aleja objetivamente de la terminología marxista de la Cuarta Internacional y los acerca a la terminología de los “demócratas”. Esta circunstancia —¡ay!— certifica nuevamente la aguda sensibilidad de la oposición ante la presión de la opinión pública pequeñoburguesa.

La ‘cuestión organizativa’

En las filas de la oposición se oye cada vez más frecuentemente: “la cues­tión rusa no es de importancia decisiva en sí y por sí misma; la tarea más importante consiste en cambiar el régimen del partido”. Cambio de régimen, hay que darse cuenta, significa cambio de dirección, o más precisamente la eliminación de Cannon y sus colaboradores más estrechos de los puestos dirigentes. Estas voces clamorosas demuestran que la tendencia a una lucha contra la “fracción de Cannon” precedió a esa “concreción de los acontecimientos” a la que se ­refieren Shachtman y otros cuando explican su cambio de postura. Al mismo tiempo, estas voces nos recuerdan a toda una serie de grupos oposi­tores del pasado que comenzaron una lucha en distintas ocasiones y que, cuando las bases principistas comenzaron a temblar bajo sus pies, se trasladaron a la llamada “cuestión organizativa” (pasó con Mo­li­nier, Sneevliet, Vereeken y muchos otros). Por desagradables que pue­dan parecer estos precedentes, es imposible ignorarlos.

Sin embargo, sería incorrecto pensar que el deslizamiento de la lucha hacia la “cuestión organizativa” representa una simple “maniobra” en la lucha fraccional. No; los sentimientos interiores de la oposición les dicen en realidad, aunque confusamente, que la cuestión se refiere no solamente al “problema ruso”, sino más bien a todo el tratamiento de los problemas políticos en general, incluidos también los métodos de construcción del partido. Y, en cierto sentido, esto es correcto. También nosotros hemos intentado demostrar más arriba que la cuestión no se refiere sólo al problema ruso, sino más bien al método de pensamiento de la oposición, que tiene raíces sociales. La oposición está bajo la influencia de los estados de ánimo y las tendencias de la pequeña burguesía. Esta es la esencia de todo el problema.

Vimos claramente la influencia ideológica de otra clase en los ca­­­sos de Burnham (pragmatismo) y de Shachtman (eclecticismo). No tenemos en consideración a otros dirigentes, como el camarada Abern, porque ge­neralmente no participa en discusiones de principio, limi­tándo­se a la cuestión “organizativa”. Esto no quiere decir, sin embar­go, que Abern no tenga ninguna importancia. Al contrario, se puede decir que ­Burnham y Shachtman son los aficionados de la oposición, ­mientras que Abern es el profesional indiscutido. Abern, y sólo él, tie­ne su propio grupo tradicional, surgido del viejo Partido Comunista y que se mantuvo unido durante el primer período de la existencia in­dependiente de la Oposición de Izquierda. Todos los que tuvieron dis­tintos motivos para la crítica o el descontento se aferraron a ese grupo.

En última instancia, toda lucha fraccional seria dentro de un partido es siempre un reflejo de la lucha de clases. La fracción mayoritaria estableció desde el principio la dependencia ideológica de la oposición respecto a la democracia pequeñoburguesa. La oposición, por el contrario, precisamente por su carácter pequeñoburgués, ni siquiera intenta buscar las raíces sociales del campo contrario.

La oposición inició una dura lucha fraccional que ahora está paralizando al partido en un momento muy crítico. Para que esa lucha esté justificada y no sea condenada severamente serían necesarias razones muy serias y profundas. Para un marxista, tales razones sólo pueden tener un carácter de clase. Antes de comenzar su áspera disputa, los dirigentes de la oposición estaban obligados a formularse esta pregunta: ¿qué influencia de clase no proletaria se refleja en la mayoría del Comité Nacional? Sin embargo, la oposición no ha hecho ni el más mínimo intento de realizar una evaluación de clase de las divergencias. Ve únicamente “conservadurismo”, “errores”, “malos métodos” y similares deficiencias psicológicas, intelectuales y técnicas. A la oposición no le interesa la cuestión de la naturaleza de clase de su fracción, como tampoco le interesa la naturaleza de clase de la URSS. Este mero hecho basta para demostrar el carácter pequeñoburgués de la oposición, con su tono de pedantería académica y su impresionismo periodístico.

A fin de comprender qué capas o clases se reflejan en la lucha frac­cional, es necesario estudiar históricamente la lucha entre ambas fracciones. Los miembros de la oposición que afirman que la actual disputa no tiene “nada que ver” con las viejas luchas fraccionales de­muestran una vez más su actitud superficial hacia la vida de su propio partido. El núcleo fundamental de la oposición es el mismo que hace tres años se agrupó en torno a Muste y Spector; el núcleo funda­mental de la mayoría es el mismo que se agrupó en torno a Cannon. De los dirigentes, únicamente Shachtman y Burnham cambiaron de bando. Pero estos cambios personales, por importantes que sean, no alteran el carácter general de ambos agrupamientos. No entraré aquí en el proceso histórico de la lucha fraccional; remito al lector al excelente artículo, en todos sus aspectos, de Joseph Hansen Métodos organizativos y principios políticos.

Si abstraemos todo lo accidental, personal y episódico, si reducimos los actuales grupos en lucha a sus perfiles políticos fundamentales, entonces, sin duda, la lucha del camarada Abern contra el camarada Cannon ha sido la más consciente. En esa lucha, Abern representa a un grupo propagandista, pequeñoburgués en su composición social, unido por viejos lazos personales y casi con el carácter de una familia. Cannon representa al partido proletario en proceso de formación. La legitimidad histórica en esta lucha —independientemente de qué equivocaciones y errores puedan haberse cometido— está completamente del lado de Cannon.

Cuando los representantes de la oposición empezaron a gritar que “la dirección está en bancarrota”, que “las perspectivas se han demostrado incorrectas”, que “los acontecimientos nos han pillado por sorpresa”, que “es necesario cambiar nuestras consignas”, todo esto sin esforzarse en lo más mínimo por pensar seriamente las cuestiones, aparecieron fundamentalmente como derrotistas del partido. Esta actitud lamentable se explicaba por la irritación y el miedo del viejo círculo propagandista ante las nuevas tareas y las nuevas relaciones partidarias. El sentimentalismo de los vínculos personales no quiere someterse al sentido del deber y la disciplina. La tarea que tiene ante sí el partido consiste en romper las viejas ataduras de camarilla e integrar a los mejores elementos del pasado propagandista en el partido proletario. Es necesario desarrollar un espíritu tal de patriotismo partidario, que nadie se atreva a decir: “El fondo del asunto no es la cuestión rusa, sino que nos sentimos mejor y más cómodos bajo la dirección de Abern que bajo la de Cannon”.

Personalmente no llegué a esta conclusión ayer. La he expresado decenas y cientos de veces en conversaciones mantenidas con miembros del grupo de Abern. Invariablemente, destaqué la composición pequeñoburguesa de este grupo. Repetida e insistentemente propuse pasar de afiliados a simpatizantes a aquellos compañeros de viaje pequeñoburgueses que habían demostrado ser incapaces de reclutar obreros para el partido. Cartas privadas, conversaciones y advertencias no condujeron a nada, como los acontecimientos posteriores han demostrado; la gente difícilmente aprende de la experiencia ajena. El antagonismo entre las dos capas del partido y los dos períodos de su desarrollo salió a la superficie y adoptó el carácter de una amarga lucha fraccional. No queda más que dar una opinión clara y definida a la sección estadounidense y a toda la Internacional. “La amistad es la amistad, pero el deber es el deber”, como dice un proverbio ruso.

Puede plantearse la siguiente pregunta: si la oposición es una tendencia pequeñoburguesa, ¿significa esto que será imposible conseguir la unidad? ¿Cómo reconciliar entonces la tendencia pequeñoburguesa con la tendencia proletaria? Plantear así la cuestión equivale a juzgarla unilateralmente, antidialécticamente, y, por tanto, falsamente. En el debate actual, la oposición ha manifestado claramente sus rasgos pequeñoburgueses. Pero esto no quiere decir que la oposición no tenga otras características. La mayor parte de los miembros de la oposición están profundamente entregados a la causa del proletariado y son capaces de aprender. Ligados hoy a un ambiente pequeñoburgués, mañana pueden ligarse al proletariado. A la luz de su propia experiencia, los incoherentes pueden volverse más coherentes. Cuando el partido abarque a miles de obreros, hasta los fraccionalistas profesionales pueden reeducarse en el espíritu de la disciplina proletaria. Es necesario darles tiempo para esto. Por ello, la propuesta del camarada Cannon de mantener el debate libre de toda amenaza de separaciones, expulsiones, etc., era adecuada y absolutamente correcta.

Sin embargo, no es menos indudable que, si el partido en su conjunto toma el camino de la oposición, podría quedar completamente destruido. La actual oposición es incapaz de dar al partido una dirección marxista. La mayoría del actual Comité Nacional expresa más profunda, seria y conscientemente que la minoría las tareas proletarias del partido. Precisamente por esto, la mayoría no debe tener ningún interés en encaminar la lucha hacia la escisión; las ideas correctas triunfarán. Tampoco pueden desear la escisión los elementos sanos de la oposición; la experiencia del pasado demuestra muy claramente que todos los diferentes grupos improvisados que se escindieron de la Cuarta Internacional se condenaron a sí mismos a la esterilidad y la descomposición. Por eso podemos encarar el próximo congreso del partido sin ningún temor. El congreso rechazará las novedades antimarxistas de la oposición y garantizará la unidad del partido.

 

Carta a John G. Wright

Coyoacán, 19 de diciembre de 1939

 

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Querido amigo:

Leí su carta a Joe[40]. Apoyo completamente su opinión sobre la nece­sidad de una lucha teórica y política firme e implacable contra las tendencias pequeñoburguesas de la oposición. Usted verá por mi último artículo, que le será enviado mañana por correo aéreo, que caracterizo las divergencias de la oposición incluso de manera más dura que como lo ha hecho la mayoría. Pero al mismo tiempo creo que la implacable lucha ideológica debe llevar emparejada una táctica organizativa muy cuidadosa y prudente. Ustedes no tienen ningún interés en una escisión, ni siquiera si en el próximo congreso la oposición lograra accidentalmente la mayoría. No tienen ninguna razón para darle al heterogéneo y desequilibrado ejército de la oposición un pretexto para la escisión. Incluso como eventual minoría, deberían ustedes, en mi opinión, seguir siendo disciplinados y leales hacia el partido como conjunto. Es extremadamente importante para la educación en el auténtico patriotismo de partido, acerca de cuya necesidad Cannon me escribió una vez muy correctamente.

Una mayoría compuesta por esta oposición no durará más de unos pocos meses. Entonces la tendencia proletaria del partido volverá a ser la mayoría, con una autoridad enormemente incrementada. Sea extremadamente firme, pero no pierda los nervios; ahora más que nunca, esto debe aplicarse a la estrategia del ala proletaria del partido.

Con los saludos y deseos más fraternales. Suyo,

León Trotsky

P.S.: Este mal viene de: 1) Mala composición, especialmente en la sección más importante, la de Nueva York. 2) Falta de experiencia, especialmente por parte de los miembros que vienen del Partido Socialista (Juventudes). Estas dificultades heredadas del pasado no pueden ser superadas con medidas excepcionales. Se necesitan paciencia y firmeza.

Carta a Max Shachtman

Coyoacán, 20 de diciembre de 1939

 

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Querido camarada Shachtman:

Le mando a usted una copia de mi último artículo[41]. Verá usted, por mi polémica, que considero que las divergencias tienen un carácter decisivo. Creo que se encuentra usted en el lado equivocado de las barri­­cadas, querido amigo. Con su postura, anima usted a todos los ele­men­tos pequeñoburgueses y antimarxistas a luchar contra nuestra doctri­na, nuestro programa y nuestra tradición. No espero convencerlo con estas líneas, pero le pronostico que, si rechaza ahora el buscar una forma de colaborar con el ala marxista contra los revisionistas pequeñoburgueses, inevitablemente lamentará, por años y años, el mayor error de su vida.

Si me fuese posible, tomaría inmediatamente un avión a Nueva York para debatir con usted cuarenta y ocho o setenta y dos horas ininterrumpidamente. Lamento mucho que, en esta situación, no vea usted la necesidad de venir aquí a discutir conmigo estas cuestiones. ¿O la ve usted? Me haría feliz...

León Trotsky

 

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Cuatro cartas a la mayoría
del Comité Nacional

 

 Coyoacán, 26 de diciembre de 1939

Hasta ahora era favorable a publicar el debate en el Socialist Appeal y en The New International, pero debo reconocer que vuestros argumentos son muy serios, especialmente respecto a los argumentos del camarada Burnham.[42]

The New International y Socialist Appeal no son instrumentos de debate bajo el control de un comité especial de discusión, sino instrumentos del partido y de su Comité Nacional. En el boletín interno, la oposición puede pedir los mismos derechos que la mayoría, pero las publicaciones oficiales del partido deben defender el punto de vista del partido y de la Cuarta Internacional, hasta que cambie. Un debate en las páginas de las publicaciones oficiales del partido sólo puede llevarse a cabo dentro de los límites marcados por la mayoría del Comité Nacional. Esto es tan evidente, que no necesita argumentación.

Las garantías jurídicas permanentes para la minoría seguramente no están copiadas de la experiencia bolchevique. Pero tampoco son un invento del camarada Burnham; el Partido Socialista Francés ha tenido durante mucho tiempo tales garantías estatutarias, que se corresponden completamente con el espíritu de envidiosas camarillas intelectuales y parlamentarias, pero que nunca previenen la subyugación de los trabajadores por la alianza de tales camarillas.

La estructura organizativa de la vanguardia proletaria debe subor­dinarse a las exigencias positivas de la lucha revolucionaria, y no a las garantías negativas contra su degeneración. Si el partido no se adecua a las necesidades de la revolución socialista, degenerará, por más que tenga las más sabias estipulaciones jurídicas. En el terreno organizativo, Burnham muestra una falta total de concepción revolucionaria del partido, como demostró en el campo político a raíz del problema —pequeño, pero muy significativo— del Comité Dies[43]. En ambos casos propone una actividad puramente negativa, al igual que en la cuestión del Estado soviético dio una definición puramente negativa. No es suficiente aborrecer la sociedad capitalista (una acti­tud negativa), es necesario aceptar todas las conclusiones prácticas de una concepción de revolución social. Y este no es el caso del camara­da Burnham.

¿Mis conclusiones prácticas?

1) Es necesario condenar oficialmente ante el partido el intento de destruir la línea política poniendo el programa del partido al mismo nivel que cualquier innovación no aceptada por el partido.

2) Si el Comité Nacional ve necesario dedicar un número de The New International al debate (no lo propongo ahora), debe hacerse de forma que el lector vea dónde está la postura del partido y dónde el intento de revisión, y que la última palabra la tenga la mayoría, no la oposición.

3) Si los boletines internos no son suficientes, podría ­publicarse una recopilación especial de artículos que aborden los temas del orden del día del congreso.

¡La más completa lealtad en el debate, pero ni la menor ­concesión al espíritu pequeñoburgués y anarquista!

W. Rork [León Trotsky]

 

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Coyoacán, 27 de diciembre de 1939

Queridos amigos:

Confieso que vuestra comunicación sobre la insistencia de los camaradas Burnham y Shachtman respecto a la publicación de artícu­los polémicos en The New International y Socialist Appeal me sorprendió en un primer momento. Me he preguntado cuál pudo ser la razón. Está excluido que sea el que se sientan muy seguros de su postura. Los argumentos son de naturaleza muy primitiva, las contradicciones entre ellos son agudas y no pueden dejar de pensar que la mayoría representa la tradición y la doctrina marxista. No pueden esperar salir victoriosos de una lucha teórica; no sólo Shachtman y Abern, también Burnham entiende esto. ¿Cuál es, pues, la fuente de su ansia de publicidad? La explicación es muy simple: están impacientes por justificarse ante la opinión pública demócrata, por gritar a todos los Eastman, Hook y demás, que ellos, la oposición, no son tan malos como nosotros. Esa necesidad interior debe ser especialmente imperativa en el caso de Burnham. Es el mismo tipo de capitulación interna que mostraron Zinóviev y Kámenev en vísperas de la Revolución de Octubre[44] o muchos “internacionalistas” bajo la presión de la ola de patriotismo bélico. Si hacemos abstracción de todas las particularidades individuales, accidentes o incomprensiones y errores, tenemos ante nosotros el primer pecado socialpatriota[45] dentro de nuestro pro­pio partido. Vosotros establecisteis correctamente este hecho desde el principio, pero para mí sólo ahora aparece con toda claridad, después de que proclamasen su deseo de anunciar —como los poumistas, los pivertistas[46] y muchos otros— que ellos no son tan malos como los “trotskistas”.

Esta consideración es un argumento suplementario contra hacerles cualquier concesión en este terreno. En las condiciones actuales, tenemos todo el derecho a decirles: debéis esperar el veredicto del par­tido, y no apelar antes de ese veredicto a los patrióticos jueces demócratas.

Anteriormente consideré la cuestión de manera demasiado abstracta, es decir, sólo desde el punto de vista de la lucha teórica, y desde este punto de vista estoy de acuerdo con el camarada Goldman en que sólo podemos ganar. Pero criterios políticos más amplios indican que debemos eliminar la intervención prematura del factor patriótico-­demócrata en nuestra lucha interna partidaria y que la oposición debe contar en el debate sólo con sus propias fuerzas, como hace la ­mayoría. En estas condiciones, la prueba y selección de los diferentes elementos de la oposición tendrá un carácter más eficaz y los resultados para el partido serán más favorables.

Engels habló una vez del estado de ánimo de la pequeña burgue­sía encolerizada. Me parece que en las filas de la oposición puede encontrarse un rasgo de ese estado de ánimo. Ayer, muchos de ellos estaban hipnotizados por la tradición bolchevique. Nunca la asimilaron internamente, pero no se atrevían a cuestionarla abiertamente. Pero Shachtman y Abern les dieron ánimos, y ahora exhiben abierta­mente la furia de la pequeña burguesía encolerizada. Esta es la impre­sión que saqué, por ejemplo, de los últimos artículos y cartas de Stanley. Ha perdido totalmente su espíritu autocrítico y cree sinceramente que cualquier inspiración que llega a su cerebro es merecedora de ser proclamada e impresa, con tal de que esté dirigida contra el programa y la tradición del partido. El crimen de Shachtman y Abern consiste especialmente en haber provocado tal explosión de autosatisfacción pequeñoburguesa.

W. Rork [León Trotsky]

P.S.- Es absolutamente seguro que agentes estalinistas están trabajando entre nosotros para tensar el debate y provocar una escisión. Sería necesario examinar a muchos “luchadores” fraccionales desde este ángulo especial.

 

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Coyoacán, 3 de enero de 1940

Queridos amigos:

Recibí los dos documentos de la oposición[47]. Estudié el del conserva­durismo burocrático y estoy estudiando ahora el segundo, el de la cuestión rusa. ¡Qué escritos tan lamentables! Es difícil encontrar una frase que exprese una idea correcta o que sitúe una idea correcta en el lugar correcto. Gente inteligente, e incluso talentosa, que asumió una postura evidentemente falsa y que se interna cada vez más en un callejón sin salida.

La frase de Abern sobre la “escisión” puede tener dos sentidos: o desea asustarnos con una ruptura, como hizo durante el debate sobre el entrismo[48], o realmente quiere cometer un suicidio político. En el primer caso, no impedirá que demos una valoración marxista de la política de la oposición. En el segundo caso, nada podemos hacer; si una persona adulta quiere suicidarse, es difícil impedírselo.

La reacción de Burnham es un desafío brutal para todos los marxis­tas. Si la dialéctica es una religión y si es cierto que la religión es el opio del pueblo, ¿cómo puede renunciar a luchar por liberar de ese veneno a su propio partido? Estoy escribiendo una carta abierta a Burnham sobre esta cuestión. No creo que la opinión pública de la Cuarta Internacional permita al director de una revista teórica marxista ceñirse a tan cínicos aforismos sobre el fundamento del socialismo científico. En cualquier caso, no descansaré hasta que las concepciones antimarxistas de Burnham sean totalmente desenmascaradas ante el partido y ante la Internacional. Espero enviar la carta abierta, al ­menos en ruso, pasado mañana.

Simultáneamente, estoy escribiendo un análisis de los dos documentos. Su explicación de por qué están de acuerdo en estar en desacuerdo sobre la cuestión rusa es excelente.

Aprieto los dientes por tener que perder el tiempo leyendo estos documentos absolutamente anticuados. Los errores son tan básicos, que es necesario hacer un esfuerzo para recordar los necesarios argumentos del abecé del marxismo.

W. Rork [León Trotsky]

 

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Coyoacán, 4 de enero de 1940

Queridos amigos:

Adjunto copia de la carta que le envié a Shachtman hace más de dos semanas. No me ha contestado. Demuestra el estado de ánimo al que él mismo se ha empujado por su lucha sin principios. Forma un bloque con el antimarxista Burnham y se niega a contestar a mis cartas relativas a dicho bloque. Por supuesto, el hecho en sí es de escasa importancia, pero indudablemente tiene un valor sintomático. Esta es la razón de que os envíe una copia de mi carta a Shachtman.

Con los mejores deseos,

León Trotsky

 

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Carta a Joseph Hansen

Coyoacán, 5 de enero de 1940

 

 Querido Joe:

Gracias por su interesante información. En caso de necesidad o de ser aconsejable, Jim[49] puede publicar nuestra correspondencia y la correspondencia con Wright referente al asunto de la escisión. Esta correspondencia muestra nuestro firme propósito de preservar la unidad del partido a pesar de la aguda lucha fraccional. En mi carta a Wright mencioné que, incluso aunque quede en minoría, el ala bolchevique del partido debería, en mi opinión, seguir siendo disciplinada. Jim contestó que, sobre este punto, estaba de acuerdo conmigo de todo corazón. Estas dos citas son decisivas para el asunto.

Respecto a mis observaciones sobre Finlandia en el artículo sobre la oposición pequeñoburguesa, diré aquí sólo unas pocas palabras. ¿Hay alguna diferencia de principios entre Finlandia y Polonia, sí o no? ¿La intervención del Ejército Rojo en Polonia fue acompañada de guerra civil, sí o no? La prensa de los mencheviques, que están muy bien informados gracias a su amistad con el Bund y con los emigrados del Partido Socialista de Polonia, dice abiertamente que el avance del Ejército Rojo fue acompañado por un auge revolucionario. Y no sólo en Polonia, también en Rumania.

El Kremlin creó el gobierno Kuusinen con el fin evidente de complementar la guerra con la guerra civil. Se informó sobre el comienzo de la creación de un Ejército Rojo finlandés, sobre el “entusiasmo” de los campesinos pobres finlandeses en las regiones ocupadas, donde las grandes propiedades terratenientes fueron confiscadas y todo eso. ¿Qué es esto sino el comienzo de una guerra civil?

El posterior desarrollo de la guerra civil depende completamente del avance del Ejército Rojo. Es obvio que el “entusiasmo” del pueblo no era lo suficientemente ardiente como para provocar insurrecciones independientes de los campesinos y obreros que se hallan bajo la bota del verdugo Mannerheim. La retirada del Ejército Rojo detuvo necesariamente los elementos de guerra civil en su mismo comienzo.

Si los imperialistas ayudasen eficazmente a la burguesía finlandesa en la defensa del régimen capitalista, la guerra civil sería imposible en el próximo período. Pero si, como es más probable, los reforzados destacamentos del Ejército Rojo logran penetrar más en el país, veremos inevitablemente un proceso de guerra civil en paralelo a la invasión.

No podemos predecir todos los acontecimientos militares, las osci­laciones de interés puramente táctico; pero no cambian la línea “estratégica” general de los acontecimientos. En este caso, como en todos los demás, la oposición tiene una política puramente coyuntural e impresionista, en vez de una política principista. (No es necesario re­petir que la guerra civil en Finlandia, como en el caso de Polonia, ten­drá un carácter limitado, semiasfixiado, y que en la próxima etapa puede convertirse en una guerra civil entre las masas finlandesas y la buro­cracia de Moscú. Sabemos esto al menos tan claramente como la opo­sición, y advertimos abiertamente a las masas. Pero nosotros analiza­mos el proceso tal como es y no confundimos la primera fase con la segunda).

Con mis mejores deseos y saludos para todos los amigos,

León Trotsky

 

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Carta abierta al camarada Burnham

Coyoacán, 7 de enero de 1940

 

Estimado camarada:

Según me han informado, usted ha manifestado, como reacción a mi artículo sobre la oposición pequeñoburguesa, que no tiene intención de debatir sobre dialéctica conmigo y que solamente discutirá de “cuestiones concretas”. “Dejé de discutir sobre religión hace mucho tiempo”, agregó irónicamente. En una ocasión le oí decir lo mismo a Max Eastman.

¿Es lógico identificar la lógica con la religión?

Tal como lo entiendo, sus palabras implican que la dialéctica de Marx, Engels y Lenin pertenece a la esfera de la religión. ¿Qué significa esta afirmación? La dialéctica, permítame recordárselo una vez más, es la lógica de la evolución. Al igual que el taller de maquinaria de una fábrica suministra herramientas para todos los departamentos, así la lógica es indispensable para todas las esferas del conocimiento humano. Si usted no considera la lógica en general como un prejuicio religioso (lamento decirlo, pero los escritos contradictorios de la oposición se inclinan cada vez más hacia esta lamentable idea), entonces, ¿qué lógica acepta usted? Yo conozco dos sistemas de lógica dignos de atención: la lógica de Aristóteles (lógica formal) y la lógica de Hegel (dialéctica). La lógica aristotélica toma como punto de partida los fenómenos y objetos inmutables. El pensamiento científico de nuestra época estudia todos los fenómenos en su origen, cambio y desintegración. ¿Sostiene usted que el progreso de las ciencias, incluyendo el darwinismo, el marxismo, la química y la física modernas, etc., no ha tenido ninguna influencia sobre las formas de nuestro pensamiento? En otras palabras, ¿sostiene usted que, en un mundo donde todo cambia, el silogismo es lo único que permanece eterno e inmutable? El Evangelio de San Juan comienza así: “En el principio fue el Verbo”, es decir, en el principio fue la Razón o la Palabra (razón expresada por la palabra, es decir, el silogismo). Para San Juan, el silogismo es uno de los seudónimos literarios de Dios. Si usted considera que el silogismo es inmutable, es decir, que no tiene origen ni desarrollo, significa entonces que para usted es producto de la revelación divina. Pero si reconoce que las formas lógicas de nuestro pensamiento se desarrollan en el proceso de nuestra adaptación a la naturaleza, entonces haga el favor de tomarse la molestia de informarnos quién, siguiendo a Aristóteles, analizó y sistematizó el subsiguiente progreso de la lógica. Mientras no nos clarifique usted este punto, me tomaré la libertad de afirmar que identificar la lógica (la dialéctica) con la religión revela una profunda ignorancia y superficialidad en las cuestiones básicas del pensamiento humano.

¿No está obligado el revolucionario a luchar contra la religión?

Supongamos, sin embargo, que su más que presuntuosa insinuación es correcta; esto no mejora las cosas para usted. La religión, espero que esté usted de acuerdo, desvía la atención del conocimiento real al ficticio, de la lucha por una vida mejor a las falsas esperanzas de recompensa en el más allá. La religión es el opio del pueblo. Quien sea incapaz de luchar contra la religión es indigno de llevar el nombre de revolucionario. Si usted considera que la dialéctica es una variedad de religión, ¿cómo justifica usted su rechazo a luchar contra ella?

Hace mucho tiempo que, como dice, dejó usted de tomarse molestias sobre la cuestión religiosa. Pero dejó de tomarse molestias para usted mismo. Además de usted, existen todos los demás. Que no son pocos. Nosotros, los revolucionarios, nunca “cesamos” de tomarnos molestias sobre las cuestiones religiosas, dado que nuestra tarea no consiste en emancipamos a nosotros mismos de la influencia de la religión, sino también a las masas. Si la dialéctica es una religión, ¿cómo es posible renunciar a la lucha contra este opio dentro del propio partido?

¿O quiso usted decir que la religión no tiene ninguna importancia política, que es posible ser al mismo tiempo religioso y un luchador revolucionario, un comunista coherente? Difícilmente aventurará usted tan temeraria afirmación. Naturalmente, mantenemos la actitud más respetuosa hacia los prejuicios religiosos de un obrero atrasado. Si él quisiera luchar por nuestro programa, lo aceptaríamos como miembro del partido; pero, al mismo tiempo, nuestro partido lo educaría persistentemente en el espíritu del materialismo y del ateísmo. Si usted está de acuerdo con esto, ¿cómo puede rehusar la lucha contra una “religión” sostenida, por lo que sé, por la abrumadora mayoría de aquellos miembros de su propio partido que se interesan por las cuestiones teóricas? Evidentemente, usted ha pasado por alto este importantísimo aspecto de la cuestión.

Hay no pocos burgueses cultos que personalmente han roto con la religión, pero cuyo ateísmo sólo es de consumo privado: conservan esos pensamientos para sí, pero en público mantienen con frecuencia que es conveniente que el pueblo tenga una religión. ¿Es posible que usted mantenga esa postura respecto a su propio partido? ¿Es posible que esto explique su rechazo a debatir con nosotros las bases filosóficas del marxismo? Si este es el caso, bajo su desdén por la dialéctica se percibe una nota de desprecio por el partido.

Por favor, no objete que me he basado en una frase suya pronunciada en una conversación privada y que usted no está interesado en refutar públicamente el materialismo dialéctico. Esto no es cierto. Sus elocuentes palabras sirven solamente de ilustración. Siempre que usted ha tenido ocasión, ha proclamado, por distintas razones, su actitud negativa hacia la doctrina que constituye la base teórica de nuestro programa. Esto lo saben todos en el partido. En el artículo Intelectuales en retirada, escrito por usted en colaboración con Shachtman y publicado en el órgano teórico del partido, afirma categóricamente que rechaza el materialismo dialéctico. ¿No tiene derecho el partido a saber por qué? Usted supone realmente que en la Cuarta Internacional el editor de un órgano teórico puede reducirse a la escueta declaración: “Yo rechazo decididamente el materialismo dialéctico”, como a quien le ofrecen un cigarrillo: “Gracias, no fumo”. La cuestión de una doctrina filosófica correcta, es decir, de un método correcto de pensamiento, es de una importancia decisiva para un partido revolucionario, lo mismo que un buen taller de maquinaria es de una importancia decisiva para la producción. Todavía es posible defender la vieja sociedad con los métodos materiales e intelectuales heredados del pasado. Es absolutamente impensable que esta vieja sociedad pueda ser destruida, y que se pueda construir una nueva, sin antes analizar críticamente los métodos vigentes. Si el partido se equivoca en los fundamentos mismos de su pensamiento, su deber elemental consiste en señalar el camino correcto. De otra manera, su conducta será inevitablemente interpretada como la actitud altiva de un académico hacia una organización proletaria que, al fin y al cabo, es incapaz de comprender una verdadera doctrina “científica”. ¿O podría ser algo peor que esto?

Ejemplos instructivos

Quien conozca la historia de las luchas de tendencias dentro de los partidos obreros sabe que las deserciones al campo del oportunismo, e incluso al campo de la reacción burguesa, comenzaron muy frecuentemente con el rechazo a la dialéctica. Los intelectuales pequeño­burgueses consideran la dialéctica como el punto más vulnerable del marxismo y, al mismo tiempo, sacan ventaja del hecho de que a los obreros les resulta más difícil verificar las diferencias en el plano filo­sófico que en el político. Este hecho, conocido hace mucho, está demos­trado por toda la evidencia de la experiencia. Además, es inadmisible desconocer algo todavía más importante: todos los revolucionarios más grandes y destacados —primero y sobre todo Marx, Engels, ­Lenin, Luxemburgo, Franz Mehring[50]— se basaron en el materialismo dialéctico. ¿Cabe suponer que todos ellos no podían distinguir entre la ciencia y la religión? ¿No es demasiada presunción por su parte, camara­da Burnham? Los ejemplos de Bernstein, ­Kautsky[51] y Franz Mehring son extremadamente instructivos. ­Bernstein rechazó categóricamente la dialéctica como “escolasticismo” y “misticismo”. Kautsky fue indiferente hacia ella, más o menos como el camarada Shachtman. Mehring fue un infatigable propagandista y defensor del materialismo dialéctico. Durante décadas siguió todas las innovaciones de la filosofía y la literatura, desenmascarando incansablemente la esencia reaccionaria del idealismo, del neokantismo, del utilitarismo, de todas las formas de misticismo, etc. El destino político de estos tres individuos es bien conocido. Bernstein terminó su vida como un pequeñoburgués engreído. El demócrata Kautsky pasó de ser un centrista[52] a ser un vulgar oportunista. Por su parte, Mehring murió siendo un comunista revolucionario.

En Rusia, tres marxistas académicos muy prominentes —Struve, Bulgákov[53] y Berdiáiev— comenzaron rechazando la doctrina filosófica del marxismo y terminaron en el campo de la reacción y de la Iglesia Ortodoxa. En EEUU, Eastman, Sidney Hook y sus amigos utilizaron la oposición a la dialéctica como pretexto para su transformación de compañeros de viaje del proletariado en compañeros de viaje de la burguesía. Podrían citarse ejemplos similares en otros países. El caso de Plejánov, que parece una excepción, en realidad sólo confirma la regla. Plejánov fue un notable propagandista del materialismo dialéctico, pero nunca tuvo ocasión de participar en la verdadera lucha de clases. Su pensamiento estaba divorciado de la práctica. La revolución de 1905, y posteriormente la guerra mundial, lo arrojaron al campo de la democracia pequeñoburguesa y le obligaron a renunciar, en realidad, al materialismo dialéctico. Durante la guerra mundial se presentó abiertamente como el protagonista del imperativo categórico kantiano[54] en la esfera de las relaciones internacionales: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”. El ejemplo de ­Plejánov sólo demuestra que el materialismo dialéctico en y por sí mismo es insuficiente para hacer de un hombre un revolucionario.

Shachtman, por otra parte, arguye que Liebknecht[55] nos legó un trabajo póstumo contra el materialismo dialéctico escrito en prisión. Muchas son las ideas que entran en la cabeza de una persona mientras está en la cárcel, ideas que no pueden ser examinadas mediante el debate con otras personas. Liebknecht, a quien nadie, y mucho menos él mismo, consideraba un teórico, se transformó en un símbolo de heroísmo dentro del movimiento obrero mundial. Si alguno de los adversarios estadounidenses de la dialéctica desplegara el mismo espíritu de sacrificio e independencia frente al patriotismo durante la guerra, le rendiríamos lo que le es debido como revolucionario. Pero así no se resolverá la cuestión del método dialéctico.

Es imposible saber cuáles habrían sido las conclusiones finales de Liebknecht si hubiese continuado en libertad. En todo caso, antes de publicar su trabajo, sin duda alguna se lo habría mostrado a sus ami­gos más competentes, es decir, a Franz Mehring y Rosa Luxemburgo. Es muy probable que por consejo de ellos hubiera arrojado sencillamente el manuscrito al fuego. Supongamos, sin embargo, que contra el consejo de personas que lo superaban completamente en la esfera de la teoría, hubiese decidido publicar su trabajo. Naturalmente, Mehring, Luxemburgo, Lenin y otros no habrían propuesto expulsar­lo del partido por ello; al contrario, lo habrían apoyado si alguien hubiese hecho tan disparatada propuesta. Pero, al mismo tiempo, no habrían formado un bloque filosófico con él, sino que más bien se habrían diferenciado decisivamente de sus errores teóricos.

La conducta del camarada Shachtman es completamente distinta. “Observaréis —dice ¡y esto para enseñar a la juventud!— que ­Plejánov era un destacado teórico del materialismo dialéctico, pero acabó como un oportunista; Liebknecht era un notable revolucionario, pero tenía sus dudas sobre el materialismo dialéctico”. Este argumento significa, si es que tiene un significado, que el materialismo dialéctico no tiene ninguna importancia para un revolucionario. Con estos ejemplos de Liebknecht y Plejánov, artificialmente arrancados de la historia, Shacht­man refuerza y “profundiza” la idea de su artículo del año pasado, es decir, que la política no depende del método, dado que el método está divorciado de la política por el divino don de la incoherencia. Interpretando falsamente dos “excepciones”, Shachtman trata de des­truir la regla. Si este es el argumento de un “defensor” del marxismo, ¿qué podemos esperar de un adversario? La revisión del marxismo se convierte aquí en su total liquidación; peor que eso, en la liquidación de toda doctrina y todo método.

¿Qué propone usted en su lugar?

El materialismo dialéctico no es, naturalmente, una filosofía eterna e inmutable. Pensar otra cosa es contradecir el propio espíritu de la dia­léctica. El ulterior desarrollo del pensamiento científico creará, indudablemente, una doctrina más profunda en la que el materialismo dia­léctico entrará simplemente como material estructural. Sin embargo, no hay ninguna razón para esperar que esta revolución filosófica se produzca bajo el decadente régimen burgués, por no mencionar el hecho de que un Marx no nace todos los años ni todas las décadas. La tarea de vida o muerte del proletariado no consiste actualmente en interpretar de nuevo el mundo, sino en rehacerlo de arriba abajo. En la próxima época podemos esperar grandes revolucionarios de acción, pero difícilmente un nuevo Marx. Únicamente sobre la base de una cul­tura socialista sentirá la humanidad la necesidad de revisar la herencia ideológica del pasado y nos superará indudablemente, no sólo en la esfera de la economía, sino también en la de la creación intelectual. El régimen de la burocracia bonapartista de la URSS es criminal no solamente porque crea una desigualdad siempre creciente en todos los órdenes de la vida, sino también porque degrada la actividad intelectual del país a la abyección de los desenfrenados imbéciles de la GPU.

Supongamos, sin embargo, que contrariamente a nuestra suposición, el proletariado sea tan afortunado durante la actual época de guerras y revoluciones como para producir un nuevo teórico o una nueva constelación de teóricos que superen el marxismo y que, en particular, hagan avanzar la lógica más allá de la dialéctica materialista. No hace falta decir que todos los obreros avanzados aprenderán de los nuevos maestros, y los viejos tendrán que reeducarse. Pero, por lo de ahora, esto sigue siendo música de futuro. ¿O me equivoco? ¿Tal vez usted llamará mi atención hacia aquellos trabajos que deben sustituir al materialismo dialéctico para el proletariado? Si estos trabajos estuvieran disponibles, con seguridad que usted no habría rehusado conducir la lucha contra el opio de la dialéctica. Pero no existen. Intenta desacreditar la filosofía del marxismo, pero no propone nada para reemplazarla.

Imagínese usted un joven médico aficionado que le discuta a un cirujano que está usando un bisturí, que la anatomía moderna, la neurología, etc., no tienen valor, que en ellas hay mucho que permanece poco claro e incompleto, y que únicamente “burócratas conservadores” se pondrían a trabajar con un bisturí basándose en esas pseudociencias, etc. Creo que el cirujano exigiría a su irresponsable colega que abandonase el quirófano. Tampoco nosotros, camarada Burnham, podemos hacer insinuaciones baratas sobre la filosofía del socialismo científico. Por el contrario, ya que en el transcurso de la lucha fraccional la cuestión se ha planteado categóricamente, diremos, dirigiéndonos a todos los miembros del partido, especialmente a la juventud: cuidado con la infiltración del escepticismo burgués en vuestras filas. Recordad que, hasta el presente, el socialismo no ha encontrado una expresión científica más elevada que el marxismo. Tened presente que el método del socialismo científico es el materialismo dialéctico. ¡Estudiad seriamente! Estudiad a Marx, Engels, Plejánov, Lenin y Franz Mehring. Esto es cien veces más importante para vosotros que el estudio de tendenciosos, estériles y ligeramen­te ridículos tratados sobre el conservadurismo de Cannon. ¡Que el debate actual produzca al menos este resultado positivo, que la juven­tud intente introducir en su mente una base teórica seria para la lucha revolucionaria!

Falso ‘realismo’ político

Pero en su caso el problema no se reduce a la dialéctica. Las observaciones en su resolución, en el sentido de que usted no plantea que el partido tome una decisión ahora sobre la cuestión de la naturaleza del Estado soviético, significan en realidad que usted sí lo plantea, sino jurídicamente, al menos teórica y políticamente. Únicamente un niño no entendería esto. Esa misma declaración tiene también otro significado, mucho más indignante y peligroso. Significa que usted divorcia la política de la sociología marxista. Sin embargo, para nosotros el quid de la cuestión radica precisamente en esto. Si es posible dar una definición correcta del Estado sin utilizar el método del materialismo dialéctico, si es posible determinar correctamente la política sin hacer un análisis de clase del Estado, entonces surge la pregunta: ¿hay alguna necesidad del marxismo?

Estando en desacuerdo entre ellos mismos sobre la naturaleza de clase del Estado soviético, los dirigentes de la oposición sí están de acuerdo en esto: que la política exterior del Kremlin debe ser califica­da de “imperialista” y que la URSS no puede ser apoyada “incondicionalmente” (¡inmensamente importante plataforma!). Cuando la “camarilla” opositora plantee tajantemente en el congreso la cuestión de la naturaleza del Estado soviético (¡qué crimen!), usted ya ha decidido... no estar de acuerdo, es decir, votar de forma diferente. En el gobierno “nacional” británico, se da este ejemplo de ministros que “acuerdan estar en desacuerdo”, es decir, votar diferente. Pero los ministros de Su Majestad gozan de una ventaja: saben perfectamente cuál es la naturaleza de su Estado y pueden permitirse el lujo de discrepar en cuestiones secundarias. Los líderes de la oposición están en una posición mucho menos favorable. Se permiten el lujo de disentir en la cuestión fundamental a fin de solidarizarse en las cuestiones secundarias. Si esto es marxismo y política principista, entonces yo no sé qué quiere decir contubernio sin principios.

Aparentemente, usted parece considerar que, al rehusar discutir el materialismo dialéctico y la naturaleza de clase del Estado soviético y al destacar las cuestiones “concretas”, actúa como un político realista. Este autoengaño es el resultado de su inadecuado conocimiento de la historia de los últimos cincuenta años de luchas fraccionales dentro del movimiento obrero. En toda discusión principista, sin excepción, los marxistas procuraron invariablemente plantear con claridad al partido los problemas fundamentales de doctrina y de programa, considerando que únicamente en esa situación se podían situar en su verdadero lugar y proporción las cuestiones “concretas”. Por otro lado, los oportunistas de toda especie, especial­mente los que ya habían sufrido alguna derrota en el terreno de los debates principistas, al análisis marxista de clase le contraponían invariablemente apreciaciones coyunturales “concretas” que, como de costumbre, formulaban bajo la presión de la democracia burguesa. Esta división de papeles se ha mantenido a lo largo de décadas de lucha fraccional. La oposición, permítame asegurárselo, no ha inventado nada nuevo. Continúa la tradición del revisionismo en la teoría y del oportunismo en la política.

A finales del siglo pasado, los intentos revisionistas de Bernstein, que en Gran Bretaña se realizaron bajo la influencia del empirismo y utilitarismo anglosajón —¡la más podrida de las filosofías!— ­fueron despiadadamente rechazados. Tras ello, los oportunistas alemanes se retiraron repentinamente de la filosofía y la sociología. En los congresos y en la prensa no cesaban de regañar a los marxistas “pedantes” que sustituían las “cuestiones políticas concretas” por consideraciones de principio generales. Lea los anales de la socialdemocracia alemana de fines del siglo pasado y comienzos del actual, y quedará asombrado del grado en que, como dicen los franceses, le mort saisit le vif (el muerto agarra al vivo).

Usted no conoce el gran papel jugado por Iskra[56] en el desarrollo del marxismo ruso. Iskra comenzó con la lucha contra el llamado ­economicismo dentro del movimiento obrero y contra los eseristas (Partido Social-Revolucionario).[57] El principal argumento de los “economistas” era que Iskra flotaba en la esfera de la teoría mientras ellos, los “economistas”, se proponían dirigir el movimiento obrero concreto. El principal argumento de los eseristas era el siguiente: Iskra quiere fundar una escuela de materialismo dialéctico, mientras nosotros queremos derrocar la autocracia zarista. Hay que destacar que los terroristas narodniki se tomaban al pie de la letra sus palabras: sacrificaban sus vidas bomba en mano. Nosotros discutíamos con ellos: “En ciertas circunstancias, una bomba es excelente, pero antes debemos aclarar nuestras mentes”. Es una realidad histórica que la mayor revolución de todos los tiempos no fue dirigida por el partido que comenzó con bombas, sino por el partido que empezó con el materialismo dialéctico.

Cuando bolcheviques y mencheviques eran todavía miembros del mismo partido[58], los períodos precongresuales y los propios congresos se caracterizaban invariablemente por una amarga lucha sobre el orden del día. Lenin solía proponer como primer punto cuestiones como la clarificación de la naturaleza de la monarquía zarista, el análisis del carácter de clase de la revolución, la valoración de la etapa de la revolución por la que estábamos pasando, etc. Mártov y Dan, los dirigentes de los mencheviques, objetaban invariablemente: no somos un club sociológico, sino un partido político; debemos llegar a un acuerdo no sobre la naturaleza de clase de la economía zarista, sino sobre las “tareas políticas concretas”. Cito esto de memoria, pero no corro ningún riesgo de equivocarme porque esas discusiones se repetían cada año y tenían el mismo carácter estereotipado. Podría agregar que yo personalmente cometí no pocos pecados en este aspecto. Pero algo he aprendido desde entonces.

A aquellos enamorados de las “cuestiones políticas concretas”, Lenin les explicaba invariablemente que el carácter de nuestra política no era coyuntural, sino principista; que la táctica está subordinada a la estrategia; que para nosotros el interés fundamental de toda campa­ña política consiste en guiar a los trabajadores de las cuestiones par­ticulares a las generales, las cuales les enseñan la naturaleza de la sociedad moderna y el carácter de sus fuerzas fundamentales. Los mencheviques siempre sentían la urgente necesidad de disimular me­diante evasivas las diferencias principistas en su conglomerado inestable, mientras Lenin, por el contrario, planteaba sin rodeos las cuestio­nes de principio. Los actuales argumentos de la oposición contra la filosofía y la sociología en favor de las “cuestiones políticas concretas” no son más que una repetición tardía de los argumentos de Dan. ¡Ni una sola palabra nueva! Qué triste que Shachtman respete la política principista del marxismo sólo cuando ya ha envejecido lo suficiente como para ser archivada.

Particularmente falso e inadecuado suena en sus labios, ­camarada Burnham, el llamamiento para pasar de la teoría marxista a las “cues­tiones políticas concretas” porque no fui yo, sino usted, quien planteó la cuestión del carácter de la URSS, obligándome con ello a plantear la cuestión del método a través del cual se determina el carácter de clase del Estado. Es verdad que usted retiró su resolución. Pero esta maniobra fraccional no tiene absolutamente ningún significado objetivo. Usted extrajo sus conclusiones políticas de su premisa sociológica, aun cuando usted temporalmente la haya guardado en su cartera. Shacht­man extrajo exactamente las mismas conclusiones políticas, pero sin premisa sociológica: se adaptó a usted. Abern procura sacar ­provecho, igualmente, para sus combinaciones “organizativas”, tanto de la premisa oculta como de la falta de premisa. Esta es la verdadera situa­ción, y no la diplomática, en el campo de la oposición. Usted procede como antimarxista; Shachtman y Abern como marxistas... platónicos. No es fácil determinar quién es peor.

La dialéctica del presente debate

Cuando nos enfrentamos con el frente diplomático que cubre las pre­misas ocultas y la falta de premisas de nuestros oponentes, nosotros, los “conservadores”, naturalmente replicamos: únicamente es posible tener un debate fructífero sobre “cuestiones concretas” si especificáis claramente qué premisas de clase tomáis como punto de partida. No estamos obligados a limitarnos a aquellos tópicos que habéis seleccionado artificialmente. Si alguien hubiese propuesto que discutiéramos como cuestiones “concretas” la invasión de Suiza por la flota soviética o la longitud de la cola de una bruja del Bronx, entonces estaría justificado que yo plantease previamente cuestiones como: ¿Tie­ne Suiza costa? ¿Existen las brujas?

Todo debate serio va de lo particular, e incluso de lo accidental, a lo general y fundamental. Las causas y los motivos inmediatos de un debate, en la mayoría de los casos, sólo tienen un interés sintomático. Sólo tienen verdadera importancia política las cuestiones que surgen al calor del propio debate. A ciertos intelectuales, ansiosos de señalar el “conservadurismo burocrático” y de desplegar su “espíritu dinámico”, podría parecerles que las cuestiones que se refieren a la dialéctica, al marxismo, a la naturaleza del Estado, al centralismo, son planteadas “artificialmente” y que el debate tomó una dirección “falsa”. El meollo del problema, sin embargo, consiste en que el debate tiene su propia lógica objetiva, que no coincide en nada con la lógica subjetiva de los individuos y los grupos. El carácter dialéctico del debate procede del hecho de que su curso objetivo está determinado por un conflicto vivo entre tendencias opuestas, y no por un plan lógico preconcebido. La base materialista del debate consiste en que refleja la presión de clases distintas. De este modo, la actual discusión en el SWP, como el proceso histórico en su conjunto, se desarrolla —con o sin su permiso, camarada Burnham— conforme a las leyes del materialismo dialéctico. No hay escapatoria a estas leyes.

‘Ciencia’ contra marxismo y ‘experimentos’ contra programa

Acusando a sus adversarios de “conservadurismo burocrático” (una mera abstracción psicológica, ya que no se ha demostrado que existan intereses sociales específicos bajo tal “conservadurismo”), usted exige en su documento que la política conservadora sea reemplazada por una “política crítica y experimental, en una palabra, por una política científica” (p. 32). Esta declaración, a primera vista tan inocente y carente de significado, con toda su pomposidad es en sí misma un completo desenmascaramiento. Usted no habla de política marxista. Ni habla de política proletaria. Usted habla de política “experimental”, “crítica”, “científica”. ¿Por qué esta terminología pretenciosa y deliberadamente abstrusa, tan poco habitual en nuestras filas? Yo se lo diré. Es el producto de su adaptación, camarada Burnham, a la opinión pública burguesa, y la adaptación de Shachtman y Abern a su adaptación. El marxismo ya no está de moda en los círculos intelectuales burgueses. Además, si uno menciona el marxismo, lo podrían tomar —Dios no lo permita— por un materialista dialéctico. Es mejor evitar ese término desacreditado. ¿Con qué reemplazarlo? Naturalmente con “ciencia”, incluso con Ciencia con mayúscula. Y la ciencia, como todo el mundo sabe, se basa en la “crítica” y la “experimentación”. Tiene su propio tono; ¡tan sólido, tan tolerante, tan falto de sectarismo, tan profesoral! Con esta fórmula se puede entrar en cualquier salón democrático.

Relea una vez más su propia declaración, por favor:

En lugar de una política conservadora, debemos emplear una políti­ca audaz, flexible, crítica y experimental, en una palabra, una política científica.

¡No podía haberlo dicho mejor! Pero esta es precisamente la fór­­mula que todos los charlatanes pequeñoburgueses, todos los revisionistas y, por último, pero no los de menor importancia, todos los aventureros políticos han contrapuesto al “estrecho”, “limitado”, “dogmático” y “conservador” marxismo.

Buffon[59] dijo una vez: “El estilo es el hombre”. La terminología política es no solamente el hombre, sino el partido. La terminología es uno de los elementos de la lucha de clases. Únicamente los pedantes sin vida pueden no entender esto. En su documento, usted borra cui­dadosamente —sí, nadie más que usted, camarada Burnham— no sólo palabras tales como dialéctica y materialismo, sino también marxismo. Usted está por encima de todo eso. Usted es un hombre de ciencia “crítica”, “experimental”. Exactamente por la misma razón eligió usted el término “imperialismo” para definir la política exterior del Kremlin. Esta innovación lo diferencia de la terminología demasiado embarazosa de la Cuarta Internacional, al crear fórmulas menos rigurosas, menos “religiosas”, menos “sectarias”, comunes a usted y —¡oh, feliz coincidencia!— a la democracia burguesa.

¿Quiere usted experimentar? Permítame recordarle que el movimiento obrero posee una larga historia en la que no faltan experiencias o, si usted lo prefiere, experimentos. Esa experiencia tan costosamente adquirida ha cristalizado en forma de una doctrina precisa, el marxismo, cuyo nombre usted evita tan cuidadosamente. Antes de darle el derecho a experimentar, el partido tiene derecho a preguntarle: ¿qué método usará? Henry Ford difícilmente permitirá experimentar en su fábrica a un hombre que no hubiera asimilado las necesarias conclusiones del pasado desarrollo de la industria y de los innumerables experimentos ya efectuados. Además, los laboratorios experimentales de las fábricas están cuidadosamente separados de la producción en masa. Mucho más impermisibles son todavía los experimentos de curandero en el terreno del movimiento obrero, aunque se realicen bajo la bandera de la “ciencia” anónima. Para nosotros, la ciencia del movimiento obrero es el marxismo. La ciencia social sin nombre, la Ciencia con mayúsculas, la dejamos completamente a disposición de Eastman y sus congéneres.

Sé que ha discutido con Eastman y que en algunas cuestiones ha argumentado usted muy bien. Pero usted discute con él como representante de su propio círculo, y no como un agente del enemigo de clase. Esto lo reveló usted visiblemente en su artículo conjunto con Shachtman, al terminarlo con la inesperada invitación a Eastman, Hook, Lyons y demás a que sacaran partido de las páginas de The New International para exponer sus concepciones. Ni siquiera se le ocurrió que habrían podido plantear la cuestión de la dialéctica, obligándolo de ese modo a salir de su diplomático silencio.

El 20 de enero del año pasado, mucho antes de este debate, en una carta al camarada Shachtman, insistí en la urgente necesidad de seguir atentamente el desarrollo interno del partido estalinista. Le escribí:

Sería mil veces más importante que invitar a Eastman, Lyons y los demás a presentar sus preocupaciones personales. Me asombró un poco que usted publicara el último arrogante e insignificante artículo de Eastman, ya que él tiene a su disposición Harper’s Magazine, Modern Monthly, Common Sense, etc. Pero estoy absolutamente perplejo de que usted personalmente invitase a esta gente a ensuciar las escasas páginas de The New International. La perpetuación de esta polémica puede interesar a algunos intelectuales pequeñoburgueses, pero no a los elementos revolucionarios. Tengo la firme convicción de que es necesaria cierta reorganización de The New International y del Socialist Appeal: más distancia de Eastman, Lyons, etc., y más cercanía a los trabajadores y, en este sentido, al partido estalinista.

Como siempre en tales casos, Shachtman contestó de forma desatenta y descuidada. En realidad, la cuestión se resolvió cuando los enemigos del marxismo invitados por usted declinaron la invitación. Este episodio, sin embargo, merece mayor atención. Por una parte, usted, camarada Burnham, apoyado por Shachtman, invita a los demócratas burgueses a enviar amistosas explicaciones para publicarlas en las páginas de nuestro órgano partidario. Por otra, usted, apoyado por el mismo Shachtman, rehúsa un debate conmigo sobre la dialéctica y la naturaleza de clase del Estado soviético. ¿No significa esto que usted, juntamente con su aliado Shachtman, se ha vuelto hacia los semiadversarios burgueses y ha dado la espalda a su propio partido? Hace mucho tiempo que Abern llegó a la conclusión de que el marxismo es una doctrina digna de atención, pero que una buena combinación opositora es mucho más sustanciosa. Entretanto, Shachtman resbala y cae, consolándose con sabias tonterías. Creo, sin embargo, que su corazón está algo pesaroso. Después de llegar a cierto punto, espero que Shachtman se levante y comience a subir nuevamente. Aquí reside la esperanza de que su política fraccional “experimental” produzca, al menos, un beneficio a la “Ciencia”.

Un ‘dialéctico inconsciente’

Usando como propia mi observación sobre Darwin, Shachtman ha declarado, según me informaron, que usted es un “dialéctico inconsciente”. Esta ambigua cortesía contiene una minúscula parte de verdad. Todo individuo es dialéctico en una u otra medida, en la mayor parte de los casos inconscientemente. Un ama de casa sabe que cier­ta cantidad de sal condimenta agradablemente la sopa, pero que una can­tidad mayor la hace incomible. En consecuencia, al hacer la sopa, una campesina ignorante se guía por la ley hegeliana de la transforma­ción de la cantidad en calidad. Podrían citarse infinitos ejemplos similares de la vida cotidiana. Hasta los animales llegan a sus conclusiones prác­ticas basándose no solamente en el silogismo aristotélico, sino también en la dialéctica hegeliana. Así, el zorro sabe que hay aves y cuadrúpedos nutritivos y sabrosos. Al acechar a una liebre, un conejo o una gallina, el zorro deduce: esta criatura particular pertenece al tipo nutritivo y sabroso, y salta sobre la presa. Tenemos aquí un silogismo completo, aunque podemos suponer que el zorro no leyó nunca a Aristóteles. Sin embargo, cuando ese mismo zorro encuentra al primer animal que lo supera en tamaño, por ejemplo un lobo, extrae rápidamente la conclusión de que la cantidad se transforma en calidad, y procede a huir. Claramente, las patas del zorro están equipadas con tendencias hegelianas, aunque no plenamente conscientes. Todo esto demuestra, dicho sea de paso, que nuestros métodos de pensamiento, tanto la lógica formal como la dialéctica, no son construcciones arbitrarias de nuestra razón, sino más bien expresiones de las verdaderas interrelaciones en la naturaleza. En este sentido, todo el universo está impregnado de dialéctica “inconsciente”. Pero la naturaleza no se detuvo ahí. Se produjo un no pequeño desarrollo antes de que las relaciones internas de la naturaleza pasaran al lenguaje de la conciencia de zorros y hombres, y el hombre pudo enton­ces generalizar esas formas de conciencia y transformarlas en categorías lógicas (dialécticas), creando así la posibilidad de investigar más profundamente el mundo que nos rodea.

La expresión más acabada, hasta hoy, de las leyes de la dialéctica que rigen en la naturaleza y la sociedad fue expuesta por Hegel y Marx. A pesar de que a Darwin no le interesó verificar sus métodos lógicos, su empirismo —el de un genio— en la esfera de las ciencias naturales alcanzó las más elevadas generalizaciones dialécticas. En este sentido, Darwin fue —como manifesté en mi anterior artículo— un “dialéctico inconsciente”. Sin embargo, no apreciamos a Darwin por su incapacidad para elevarse hasta la dialéctica, sino porque, a pesar de su retraso filosófico, explicó el origen de las especies. Engels, debe señalarse, se exasperaba por el estrecho empirismo del método darwiniano, aunque tanto él como Marx apreciaron inmediatamente la grandeza de la teoría de la selección natural. Darwin, por el contrario, permaneció, ¡ay!, ignorante del significado de la sociología de Marx hasta el final de su vida. Si Darwin se hubiera pronunciado en la prensa contrario a la dialéctica o el materialismo, Marx y Engels lo habrían atacado con fuerza redoblada, a fin de no permitir que su autoridad encubriera la reacción ideológica.

En la defensa hecha por Shachtman en el sentido de que usted es un “dialéctico inconsciente”, el énfasis debe colocarse en la palabra inconsciente. El objetivo de Shachtman (también parcialmente inconsciente) es defender su bloque con usted mediante la degradación del materialismo dialéctico. Porque, en realidad, Shachtman dice: la diferencia entre un dialéctico “consciente” y uno “inconsciente” no es tan grande como para pelearnos por ello. Shachtman intenta así desacreditar el método marxista.

Pero el mal va todavía más allá de esto. En el mundo hay muchos dialécticos inconscientes o semiconscientes. Algunos aplican excelentemente la dialéctica materialista a la política, aunque nunca se hayan interesado por las cuestiones de método. Evidentemente, sería una pedantería estúpida atacar a tales camaradas. Pero lo suyo, camarada Burnham, es muy distinto. Usted es un editor del órgano teórico, cuya función es educar al partido en el espíritu del método marxista. Sin embargo, usted es un adversario consciente de la dialéctica, y de ninguna manera un dialéctico inconsciente. Aunque usted haya aplicado con éxito la dialéctica en las cuestiones políticas, como insiste Shachtman, es decir, aunque usted esté dotado de un “instinto” dialéctico, aun así nos habríamos visto obligados a iniciar una lucha contra usted porque su instinto dialéctico, como otras cualidades individuales, no puede ser transmitido a los demás, mientras que el método dialéctico consciente puede hacerse accesible, en un grado u otro, al conjunto del partido.

La dialéctica y el señor Dies

Incluso si tiene usted un instinto dialéctico —cosa que no entraré a juzgar—, está casi ahogado por la rutina académica y la altanería intelectual. Lo que llamamos instinto de clase del trabajador acepta con relativa facilidad la consideración dialéctica de las cuestiones. No puede ni siquiera hablarse de semejante instinto de clase en un intelectual burgués. Un intelectual divorciado del proletariado sólo puede elevarse al nivel de la política marxista superando conscientemente su espíritu pequeñoburgués. Desgraciadamente, Shachtman y Abern están haciendo todo lo posible para obstruirle a usted ese camino. Con su apoyo, le prestan un muy pobre servicio, camarada Burnham.

Apoyado por su bloque, al que podríamos llamar “Liga del Abandono Fraccional”, comete usted un desatino tras otro: en filosofía, en sociología, en política, en el terreno organizativo. Sus errores no son accidentales. Usted trata toda cuestión aislándola, separándola de su conexión con las demás cuestiones, al margen de su relación con los factores sociales y de la experiencia internacional. Usted carece de método dialéctico. A pesar de toda su formación, en política actúa usted como un curandero.

En la cuestión del Comité Dies[60], su galimatías se manifestó con no menor transparencia que en la cuestión de Finlandia. A mis argu­mentos en favor de utilizar ese organismo parlamentario, usted contestó que la cuestión no debía decidirse de acuerdo a consideraciones principistas, sino por determinadas circunstancias especiales que sólo usted conocía, pero que se abstuvo de especificar. Permítame decirle cuáles eran esas circunstancias: su dependencia ideológica de la opinión pública burguesa. Aunque la democracia burguesa en su conjunto, incluido el Comité Dies, defiende con plena ­responsabilidad al régimen capitalista, se ve obligada, en interés de ese mismo capitalismo, a distraer desvergonzadamente la atención de los órganos demasiado evidentes del régimen. ¡Una simple división del trabajo! ¡Un viejo fraude que, sin embargo, todavía sigue siendo efectivo! En cuanto a los trabajadores, a quienes usted alude vagamente, una parte de ellos, y una parte muy considerable, está, como usted, bajo la influencia de la democracia burguesa. Pero el trabajador medio, no infectado con los prejuicios de la aristocracia obrera, recibiría alborozado cada palabra revolucionaria firme arrojada a la cara del enemigo de clase. Y cuanto más reaccionaria sea la institución que sirve como arena de combate, tanto más completa será la satisfacción del trabajador. Esto ha sido demostrado por la experiencia histórica. El mismo Dies, asustado y retrocediendo a tiempo, demostró lo falsa que fue su postura. Siempre es mejor obligar al enemigo a retirarse que esconderse sin dar la batalla.

Pero en este punto veo la airada figura de Shachtman levantándose para interrumpirme con un gesto de protesta: “La oposición no se hace responsable por la postura de Burnham sobre el Comité Dies. Esta cuestión no tiene un carácter fraccional”, etc., etc. Ya me conozco todo esto. ¡Como si lo único que le faltara a toda la oposición fuera expresarse en favor de la táctica del boicot, tan completamente sin sentido en este caso! Basta con que el líder de la oposición, que tiene una postura y la ha expresado abiertamente, se pronunciara en favor del boicot. Si usted ha superado la edad en que se discute sobre “religión”, entonces permítame confesarle que considero que toda la Cuarta Internacional ha superado la edad en que se considera el abstencionismo como la más revolucionaria de las políticas. Aparte de su falta de método, usted reveló en este caso una evidente falta de sagacidad política. En dicha situación, un revolucionario no hubiera necesitado discutir mucho antes de lanzarse hacia la puerta abierta por el enemigo, aprovechando al máximo la ocasión. A aquellos miembros de la oposición que conjuntamente con usted se pronunciaron contra la participación en el Comité Dies —y su número no es tan pequeño— creo que es necesario dictarles cursos básicos especiales a fin de explicarles las verdades más elementales de la táctica revolucionaria, que no tiene nada en común con el abstencionismo pseudorradical de los círculos intelectuales.

‘Cuestiones políticas concretas’

La oposición es más débil precisamente en el terreno donde se imagina que es más fuerte: en el terreno de la política revolucionaria cotidiana. Esto se le aplica sobre todo a usted, camarada Burnham. La impotencia frente a los grandes acontecimientos se manifestó más intensamente en usted, como en toda la oposición, en las cuestiones de Polonia, los estados bálticos y Finlandia. Shachtman comenzó por descubrir la piedra filosofal: la realización de una insurrección simultánea contra Hitler y Stalin en la Polonia ocupada. La idea era espléndida; lástima que Shachtman no tuvo oportunidad de ponerla en práctica. Los obreros avanzados de Polonia oriental podrían justificadamente decir: “Una insurrección simultánea contra Hitler y Stalin en un país ocupado militarmente tal vez se pueda organizar desde el Bronx[61]; pero aquí, en el lugar de los hechos, es más difícil. Nos gustaría oír a Burnham y Shachtman contestar una ‘cuestión política concreta’: ¿qué debemos hacer entre este momento y la llegada de la insurrección?”. En el intervalo, el Estado Mayor del ejército soviético llamó a los obreros y campesinos a que tomaran la tierra y las fábricas. Este llamamiento, apoyado con la fuerza armada, jugó un papel enorme en la vida del país ocupado. Los diarios de Moscú estaban literalmente llenos de informes sobre el “entusiasmo” sin límites de los obreros y de los campesinos pobres. Debemos considerar estos informes con justificada desconfianza; no faltan las mentiras. Sin embargo, es impermisible cerrar los ojos ante los hechos. El llamamiento a ajustar cuentas con los terratenientes y a expulsar a los capitalistas no podría menos que levantar el espíritu de los vejados y oprimidos campesinos y obreros ucranianos y bielorrusos, que veían en el terrateniente polaco a un doble enemigo.

El órgano parisino de los mencheviques, que se solidariza con la democracia burguesa francesa y no con la Cuarta Internacional, afirmaba categóricamente que el avance del Ejército Rojo fue acompañado por una oleada de levantamientos revolucionarios, cuyos ecos llegaron hasta las masas campesinas de Rumanía. Lo que da una importancia especial a las informaciones de este órgano es la estrecha conexión que tiene con los mencheviques, con los dirigentes del Bund judío, con el Partido Socialista Polaco y con otras organizaciones hostiles al Kremlin y que huyeron de Polonia. Estábamos, pues, en lo correcto cuando dijimos a los bolcheviques de Polonia oriental:

Unidos a los obreros y campesinos, y en el frente de batalla, debéis conducir la lucha contra los terratenientes y capitalistas; no os separéis de las masas a pesar de todas sus ilusiones, lo mismo que los revolucionarios rusos no se separaron de las masas que aún no se habían liberado de sus esperanzas en el zar (el Domingo Sangriento del 22 de enero de 1905); educad a las masas en el transcurso de la lucha, prevenidlas contra ingenuas esperanzas en Moscú, pero no os separéis de ellas; luchad en su campo, tratad de extender y profundizar su lucha y de darle la mayor independencia posible. Únicamente de esta manera prepararéis la próxima insurrección contra Stalin.

El curso de los acontecimientos en Polonia ha confirmado completamente esta directriz, que era una continuación y un desarrollo de todas nuestras políticas, particularmente en España.

Como no existen diferencias principistas entre las situaciones polaca y finlandesa, no tenemos por qué cambiar nuestra orientación. Pero la oposición, que fue incapaz de comprender el significado de los acontecimientos polacos, trata ahora de aferrarse a Finlandia como nueva tabla de salvación: “¿Dónde está la guerra civil en Finlandia? Trotsky habla de una guerra civil. No hemos visto en la prensa ninguna referencia a ella”, etc. Para la oposición, la cuestión de Finlandia es diferente, en principio, de la cuestión de Ucrania occidental y Bielorrusia. Cada cuestión es aislada y analizada al margen del curso general del desarrollo. Confundida por el curso de los acontecimientos, la oposición trata en cada ocasión de apoyarse en alguna circunstancia accidental, secundaria, temporal y coyuntural.

¿Significan esos gritos sobre la ausencia de guerra civil en Finlandia que la oposición adoptaría nuestra política si la guerra civil se desencadenase realmente en Finlandia? ¿Sí o no? En caso afirmativo, la oposición condenaría su propia política respecto a Polonia, dado que allí, a pesar de la guerra civil, se limitó a rechazar la participación en los acontecimientos, mientras esperaba un levantamiento simultáneo contra Stalin y Hitler. Es evidente, camarada Burnham, que usted y sus aliados no han pensado a fondo esta cuestión.

¿Qué hay sobre mi afirmación referente a una guerra civil en Finlandia? Al comienzo de las hostilidades militares podría haberse conjeturado que Moscú realizaría una “pequeña” expedición punitiva para lograr un cambio de gobierno en Helsinki y establecer con Finlandia relaciones similares a las que tiene con los demás países bálticos. Pero la formación del gobierno de Kuusinen en Terijoki[62] demostró que Moscú tenía otros planes y otros objetivos. Los despachos informaron por entonces de la formación de un “Ejército Rojo” finlandés. Naturalmente, se trataba sólo de pequeñas formaciones creadas desde arriba. Se dio a conocer el programa de Kuusinen. Los despachos hablaron después del reparto de grandes propiedades entre los campesinos pobres. Todos esos despachos señalaban la intención de Moscú de organizar una guerra civil. Naturalmente, se trata de una guerra civil especial. No surge espontáneamente de las profundidades de las masas populares. No se realiza bajo la dirección del partido revolucionario finlandés apoyándose en las masas. Es introducida con bayonetas desde fuera. Está controlada por la burocracia de Moscú. Todo esto lo sabemos, y ya lo analizamos al discutir sobre Polonia. Sin embargo, se trata precisamente de una guerra civil, de un llamamiento a las capas más bajas, a los pobres, para que expropien a los ricos, los expulsen, los arresten, etc. No conozco ningún otro nombre para estas acciones que el de guerra civil.

“Pero, al fin y al cabo —objetan los líderes de la oposición—, la guerra civil en Finlandia no se desencadenó. Esto significa que sus predicciones no se cumplieron”. Con la derrota y retirada del Ejército Rojo —contesté—, por supuesto que la guerra civil en Finlandia no puede desarrollarse bajo las bayonetas de Mannerheim. Este hecho no es argumento contra mí, sino contra Shachtman, ya que demuestra que, en las primeras fases de una guerra, cuando la disciplina en los ejércitos todavía es fuerte, es mucho más fácil organizar la insurrección, y en dos frentes, en el Bronx que en Terijoki.

No previmos las derrotas de los primeros destacamentos del Ejér­cito Rojo. No podíamos haber previsto el grado en que la estupidez y la desmoralización reinan en el Kremlin y en la cúpula del decapitado Ejército Rojo[63]. No obstante, se trata sólo de un episodio militar, que no puede determinar nuestra línea política. Si Moscú, tras su primer intento fracasado, desistiese totalmente de toda nueva ofensiva contra Finlandia, entonces dejaría de estar a la orden del día el hecho que hoy oscurece toda la situación mundial a ojos de la oposición. Pero esto es poco probable. Por otra parte, si Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, partiendo de Escandinavia, acudieran en ayuda de Finlandia con una fuerza militar, entonces la cuestión finlandesa quedaría sumergida en una guerra entre la URSS y los países imperialistas. En este caso podemos esperar que incluso la mayoría de los opositores recordarían el programa de la Cuarta Internacional.

En el momento actual, sin embargo, a la oposición no le interesan estas dos variantes: ni la suspensión de la ofensiva por parte de la URSS ni el estallido de hostilidades entre la URSS y las democracias imperialistas. A la oposición únicamente le interesa la cuestión aislada de la invasión soviética de Finlandia. Muy bien, tomémosla como punto de partida. Si la segunda ofensiva, como cabe suponer, está mejor preparada y dirigida, entonces el avance del Ejército Rojo dentro del país pondrá de nuevo la cuestión de la guerra civil a la orden del día, y en una escala mucho mayor que durante la primera e ignominiosamente fracasada tentativa. Nuestra directriz, en consecuencia, sigue teniendo plena validez en tanto la cuestión permanezca a la orden del día. ¿Pero qué propone la oposición en caso de que el Ejército Rojo avance con éxito en Finlandia y se desencadene allí la guerra civil? La oposición, aparentemente, no piensa en absoluto en esto, puesto que vive en el día a día, de un incidente a otro, aferrándose a los episodios, agarrándose a frases aisladas de un editorial, basándose en simpatías y antipatías, y creando de este modo para sí la apariencia de una plataforma. La debilidad de los empiristas y de los impresionistas siempre se ha revelado con mayor claridad en su aproximación a las “cuestiones políticas concretas”.

Desconcierto teórico y abstencionismo político

A través de todas las vacilaciones y convulsiones de la oposición, dos rasgos generales, aunque puedan ser contradictorios, corren como un hilo conductor desde los pináculos de la teoría hasta los más insignificantes episodios políticos. El primer rasgo general es la falta de una concepción única. Los dirigentes de la oposición separan la sociología del materialismo dialéctico. Separan la política de la sociología. En el campo de la política, separan nuestras tareas en Polonia de nuestra experiencia en España, nuestras tareas en Finlandia de nuestra postura sobre Polonia. La historia se transforma en una serie de incidentes excepcionales; la política se transforma en una serie de improvisaciones. Tenemos aquí, en el pleno sentido de la palabra, la desintegración del marxismo, la desintegración del pensamiento teórico, la desintegración de la política en sus partes constituyentes. El empirismo y su hermano adoptivo, el impresionismo, dominan de arriba abajo. Por eso la dirección ideológica, camarada Burnham, recae sobre usted, como adversario de la dialéctica, como empirista que no se sonroja por su empirismo.

En todas las vacilaciones y convulsiones de la oposición hay un segundo rasgo general íntimamente ligado al primero: una tendencia a abstenerse de la participación activa, una tendencia a la autoeliminación, al abstencionismo, naturalmente bajo la cobertura de frases ultrarradicales. Usted está a favor del derrocamiento de Stalin y Hitler en Polonia, de Stalin y Mannerheim en Finlandia. Y hasta entonces rechaza a ambos bandos por igual, en otras palabras, abandona la lucha, incluida la guerra civil. Su cita sobre la ausencia de guerra civil en Finlandia es solamente un accidental argumento coyuntural. Si la guerra civil se desencadena, la oposición intentará ignorarla, como trató de ignorarla en Polonia, o declarará que, dado que la política de la burocracia de Moscú es “imperialista”, “nosotros” no participaremos en ese sucio negocio. Aunque de palabra sigue el rastro de las tareas políticas “concretas”, en la práctica la oposición se sitúa fuera del proceso histórico. Su postura respecto al Comité Dies, camarada Burnham, merece atención precisamente porque es una expresión gráfica de esa misma tendencia de abstencionismo y desconcierto. Su principio orientador sigue siendo el mismo: “Gracias, no fumo”.

Naturalmente, todo hombre, todo partido e incluso toda clase pueden desconcertarse. Pero en lo que se refiere a la pequeña burgue­sía, el desconcierto, especialmente ante los grandes acontecimientos, es una condición ineludible y, por así decir, congénita. Los intelectua­les intentan expresar su estado de desconcierto en el lenguaje de la “ciencia”. La contradictoria plataforma de la oposición refleja el des­concierto pequeñoburgués expresado en el lenguaje rimbombante de los intelectuales. No hay nada de proletario en ello.

La pequeña burguesía y el centralismo

En el terreno organizativo, su opinión es tan esquemática, empírica y no revolucionaria como en el terreno de la teoría y la política. Un Stolberg[64] busca, linterna en mano, una revolución ideal, sin excesos e inmunizada contra el termidor y la contrarrevolución; de igual manera, usted busca una democracia partidaria ideal que asegure, para siempre y para todos, la posibilidad de decir y hacer cualquier cosa que brote en su cabeza y asegure al partido contra la degeneración burocrática. Olvida usted un detalle: el partido no es un campo para la afirmación de la libre individualidad, sino un instrumento de la revolución proletaria; únicamente una revolución victoriosa puede evitar no solamente la degeneración del partido, sino la del propio proletariado y la de toda la civilización moderna. Usted no ve que nuestra sección estadounidense no está enferma de demasiado centralismo —el decirlo es incluso ridículo—, sino de un monstruoso abuso y desfiguración de la democracia por parte de elementos pequeñoburgueses. Esta es la raíz de la crisis actual.

Un obrero pasa el día en la fábrica. Tiene comparativamente pocas horas para dedicar al partido. En las reuniones le interesa aprender las cosas más importantes: la valoración correcta de la situación y las conclusiones políticas. Aprecia a aquellos dirigentes que hacen esto de la forma más clara y precisa, y que se mantienen en sintonía con los acontecimientos. Los pequeñoburgueses y especialmente los elementos desclasados, divorciados del proletariado, vegetan en un ambiente cerrado y artificial. Tienen mucho tiempo para dedicarse a la política o a su sustituto. Se fijan en los errores, intercambian toda clase de chismes y parloteos relacionados con lo que pasa en las “alturas” del partido. Siempre encuentran a un dirigente que los inicie en todos los “secretos”. La discusión es su elemento natural. Ninguna cantidad de democracia les basta. Para su guerra de palabras buscan la cuarta dimensión. Se vuelven nerviosos, giran en un círculo vicioso y sacian su sed con agua salada. ¿Queréis saber cuál es el programa organizativo de la oposición? Consiste en una loca búsqueda de la cuarta dimensión de la democracia partidaria. En la práctica, esto significa enterrar la política bajo el debate y enterrar el centralismo bajo la anarquía de los círculos intelectuales. Cuando unos cuantos miles de trabajadores se unan al partido, llamarán severamente al orden a los anarquistas pequeñoburgueses. Cuanto más pronto, mejor.

Conclusiones

¿Por qué me dirijo a usted y no a los otros líderes de la oposición? Porque usted es el ideólogo del bloque. La fracción del camarada Abern, carente de programa y de bandera, necesita siempre una pantalla. En un tiempo, Shachtman sirvió como tal, después vino Muste con Spector, y ahora usted, con Shachtman adaptándose a usted. Yo considero su ideología como la expresión de la influencia burguesa dentro del proletariado.

A algunos camaradas quizás les parezca un poco violento el tono de esta carta. Sin embargo, confieso que he hecho todo lo posible por contenerme. Porque, al fin y al cabo, se trata ni más ni menos que de un intento de rechazar, descalificar y destruir los fundamentos teóricos, los principios políticos y los métodos organizativos de nuestro movimiento.

Se ha dicho que el camarada Abern comentó como reacción a mi anterior artículo: “Esto significa la escisión”. Semejante respuesta demuestra sencillamente que Abern carece de devoción al partido y a la Cuarta Internacional; es un hombre de círculo. En todo caso, las amenazas de escisión no nos impedirán que presentemos un análisis marxis­ta de las diferencias. Para nosotros, marxistas, no es cuestión de escisión, sino de educación del partido. Tengo la firme esperanza de que el próximo congreso rechace implacablemente a los revisionistas.

El congreso, en mi opinión, debe declarar categóricamente que los dirigentes de la oposición, en sus esfuerzos por separar la sociología del materialismo dialéctico y la política de la sociología, han roto con el marxismo y se han transformado en el vector de transmisión del empirismo pequeñoburgués. A la vez que reafirma, de manera decisiva y completa, su lealtad a la doctrina marxista y a los métodos políticos y organizativos del bolchevismo, y a la vez que compromete a los comités de redacción de sus órganos oficiales con la publicación y defensa de esta doctrina y estos métodos, el partido abrirá en el futuro, por supuesto, las páginas de sus publicaciones a aquellos de sus miembros que se consideren capaces de aportar algo nuevo a la doctrina del marxismo. Pero no permitirá que se juegue al escondite con el marxismo ni que se hagan burlas frívolas sobre él.

La política de un partido tiene un carácter de clase. Sin un análisis de clase del Estado, de los partidos y de las tendencias ideológicas, es imposible llegar a una orientación política correcta El partido debe condenar como vulgar oportunismo el intento de determinar la política respecto a la URSS en base a incidentes y al margen de la naturaleza de clase del Estado soviético.

La desintegración del capitalismo, que engendra un agudo descontento en la pequeña burguesía y empuja hacia la izquierda a sus capas más bajas, abre grandes posibilidades, pero encierra también graves peligros. La Cuarta Internacional sólo necesita a aquellos emigrantes de la pequeña burguesía que hayan roto completamente con su pasado social y hayan adoptado definitivamente el punto de vista del proletariado.

Este cambio teórico y político debe ir acompañado por una verdadera ruptura con el viejo ambiente y con el establecimiento de una íntima ligazón con los trabajadores, en particular, con la participación en el reclutamiento y la educación de proletarios para el partido. Los emigrantes de extracción pequeñoburguesa que hayan demostrado ser incapaces de convivir en un entorno proletario deben pasar, después de un cierto tiempo, de miembros del partido a simpatizantes.

Los miembros del partido que no hayan sido puestos a prueba en la lucha de clases no deben ser colocados en posiciones responsables. No importa lo inteligente o entregado al socialismo que pueda ser un emigrante del medio burgués, antes de convertirse en maestro debe pasar primero por la escuela de la clase obrera. Los jóvenes intelectuales no deben ser colocados a la cabeza de la juventud intelectual, sino que deben ser enviados a provincias durante algunos años, a los centros genuinamente proletarios, para realizar un duro trabajo práctico.

La composición de clase del partido debe corresponderse con su programa de clase. O la sección estadounidense de la Cuarta Internacional se proletariza, o dejará de existir.

 

* * *

 

¡Camarada Burnham! Si podemos llegar a un acuerdo con usted sobre la base de estos principios, entonces no habrá dificultad en encontrar una política correcta con respecto a Polonia, Finlandia e incluso la India. Al mismo tiempo, me comprometo a ayudarle a realizar una lucha contra cualquier manifestación de burocratismo y de conservadurismo. Estas son, en mi opinión, las condiciones necesarias para poner fin a la crisis actual.

Con saludos bolcheviques,

León Trotsky

 

* * *

 

Carta a James P. Cannon

9 de enero de 1940

 

Querido amigo:

Ayer envié el texto ruso de mi nuevo artículo, escrito en forma de carta abierta a Burnham. Posiblemente no todos los camaradas estén conformes con que atribuya el papel más importante en el debate a la cuestión de la dialéctica. Pero estoy seguro de que ahora es el único camino para empezar la educación teórica del partido, especialmente de la juventud, y revertir el empirismo y el eclecticismo.

W. Rork [León Trotsky]

 

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Carta a Farrell Dobbs

Coyoacán, 10 de enero de 1940

 

Querido amigo:

En mi artículo[65], enviado a Wright para su traducción, no menciono para nada dos cuestiones:

Primero, la del conservadurismo burocrático. Creo que discutimos un poco este asunto con usted aquí. Como tendencia política, el conservadurismo burocrático representa los intereses materiales de una cierta capa social, en concreto de la privilegiada burocracia obrera en los países capitalistas, especialmente en los imperialistas, y en un grado incomparablemente más alto en la URSS. Sería fantástico, por no decir estúpido, buscar tales raíces del “conservadurismo burocrático” en la mayoría. Si el burocratismo y el conservadurismo no están determinados por condiciones sociales, entonces representan rasgos en los caracteres personales de algunos dirigentes. Tales cosas suceden. ¿Pero cómo explicar en este caso la formación de una fracción? ¿Es una selección de individualidades conservadoras? Tenemos aquí una explicación psicológica, en vez de política. Si aceptamos (yo personalmente no) que Cannon, por ejemplo, tiene tendencias burocráticas, entonces sacaremos inevitablemente la conclusión de que la mayoría apoya a Cannon a pesar de este rasgo y no a causa del mismo. Significa que la cuestión de los fundamentos sociales de la lucha fraccional ni siquiera ha sido rozada por los dirigentes de la minoría.

Segundo, con el fin de comprometer mi “defensa” de Cannon, ellos insisten en que defendí equivocadamente a Molinier[66]. Soy el último en negar que puedo cometer errores de naturaleza política, así como de valoración personal. Pero, a pesar de todo, el argumento no es muy profundo. Nunca apoyé las falsas teorías de Molinier. Fue sobre todo un asunto de su carácter personal: brutalidad, falta de disciplina y sus asuntos financieros privados. Algunos camaradas, entre ellos Vereeken, insistieron en la inmediata separación de Molinier. Yo insistí en la necesidad de que la organización tratase de disciplinar a Molinier. Pero en 1934, cuando Molinier trató de sustituir el programa del partido por “cuatro consignas” y creó un periódico sobre estas bases, yo estuve entre los que propusieron su expulsión. Esta es toda la historia. Se pueden mantener diferentes opiniones sobre el buen criterio de mi conducta paciente respecto de Molinier; sin embargo, yo me guiaba, por supuesto, no por los intereses personales de Molinier, sino por los intereses de educación del partido: nuestras propias secciones heredaron algún veneno de la Comintern en el sentido de que muchos camaradas se inclinan a abusar de medidas como expulsiones y escisiones, o amenazas de expulsiones y escisiones. En el caso de Molinier, así como en el caso de algunos camaradas estadounidenses (Field, Weisbord y algunos otros), estuve a favor de una actitud más paciente. En unos casos tuve éxito, en otros fracasé. Pero no me arrepiento en absoluto de mi actitud paciente hacia algunas figuras dudosas de nuestro movimiento. En cualquier caso, nunca los “defendí” a expensas de los principios. Si alguien propusiera, por ejemplo, expulsar al camarada Burnham, me opondría enérgicamente. Pero al mismo tiempo, veo necesario llevar a cabo la más enérgica lucha ideológica contra sus concepciones antimarxistas.

Vuestro fraternalmente,

León Trotsky

 

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Carta a John G. Wright

13 de enero de 1940

 

Querido camarada Wright:

Estoy completamente de acuerdo con su valoración del folleto[67] del camarada Shachtman. Es el débil Shachtman multiplicado por la pasión fraccional. Le falta esa pequeña cosa llamada punto de vista proletario. Vive en el reino de las sombras literarias: cuando mira ha­cia el proletariado y el marxismo, sus sombras son útiles, puesto que se corresponden más o menos con la realidad; ahora da la espalda a la mayoría proletaria del partido y al marxismo y, como ­resultado, cada palabra que escribe es una interpretación fantástica y falsa de los hechos y las ideas. Ahora me veo obligado a perder otra vez un par de días para analizar de manera más atenta su documento abso­lutamente extravagante. Espero demostrar a los miembros del partido, incluyendo a la mayoría de la minoría, que cada línea del docu­mento de Shachtman es una ruptura patética con el marxismo y con el bolchevismo.

Suyo fraternalmente,

León Trotsky

 

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Carta a James P. Cannon

16 de enero de 1940

 

Querido amigo:

Qué escrito más miserable es la carta abierta de Shachtman. Su único mérito es que me obliga a decirle toda la verdad sobre su política. Mi contestación[68] está ya dictada, sólo tengo que pulirla. Desafortunadamente no va a ser más corta que mi carta a Burnham.

L. T.

 

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Carta a William F. Warde[69]

Coyoacán, 16 de enero de 1940

 

Querido camarada Warde:

Usted es uno de los comparativamente pocos camaradas que están interesados seriamente en las cuestiones metodológicas de nuestro movimiento. ¿No cree usted que su intervención en el deba­te, desde este punto de vista, sería muy útil?

Los amigos me escriben que el interés por el materialismo dialéctico en nuestro partido, especialmente entre la juventud, es muy vivo. ¿No cree usted que los camaradas que pueden orientar este interés deberían formar ahora alguna asociación puramente teórica, con el fin de promover en el partido las doctrinas del materialismo dialéctico? Usted mismo, el camarada Wright y el camarada Gerland (muy familiarizado con el tema) puedan posiblemente formar el primer núcleo de tal asociación, por supuesto, bajo el control del departamento de propaganda del Comité Nacional. Ciertamente es sólo una vaga sugerencia desde lejos, que debe ser discutida con las instancias responsables del partido.

Suyo fraternalmente,

León Trotsky

 

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Carta a Joseph Hansen

Coyoacán, 18 de enero de 1940

 

Querido Joe:

Mi artículo contra Shachtman[70] ya está escrito. Ahora necesito un par de días para pulirlo, y voy a tratar de usar algunas de sus citas.

Pero deseo hablarle aquí de otra cuestión más importante. Algunos de los dirigentes de la oposición están preparando una escisión; para ello presentan a la oposición en el futuro como una minoría perseguida. Es muy característico de su mentalidad. Creo que debemos responderles aproximadamente como sigue:

¿Estáis ya preocupados por nuestra represión futura? Os prometemos garantías mutuas para la futura minoría, independientemente de quien pueda ser esa minoría, vosotros o nosotros. Estas garantías podrían formularse en cuatro puntos:

1) No prohibición de fracciones.

2) Ninguna otra restricción a la actividad fraccional que las dictadas por la necesidad de la acción común.

3) Las publicaciones oficiales deben, por supuesto, presentar la línea aprobada por el nuevo congreso.

4) La futura minoría puede tener, si lo desea, un boletín interno destinado a los miembros del partido, o un boletín común de discusión con la mayoría.

La continuación de los boletines de discusión tras un largo debate y un congreso no es, por supuesto, una regla, sino una excepción, además bastante deplorable. Pero no somos en ningún modo burócratas. No tenemos reglas inmutables. También en el terreno organizativo somos dialécticos. Si tenemos en el partido una minoría importante que no está satisfecha con las decisiones del congreso, es muchísimo mejor legalizar el debate tras el congreso que tener una escisión.

Si es necesario, podemos ir incluso más lejos y proponerles publicar, bajo la supervisión del nuevo Comité Nacional, resúmenes especiales de los debates no sólo para los miembros del partido, sino para el público en general. Debemos ir lo más lejos posible a este respecto, con el fin de desmontar sus quejas, como mínimo prematuras, y obstaculizarles la escisión.

Por mi parte, creo que, en las condiciones actuales, la prolongación del debate, si es canalizado con buena voluntad por ambas partes, sólo puede servir para la educación del partido.

Pienso que la mayoría debe presentar estas propuestas oficialmente y por escrito en el Comité Nacional. Sea cual sea la respuesta, el partido no puede sino ganar.

Con los mejores saludos,

Cornell [León Trotsky]

 

* * * 

 

De un rasguño al peligro de gangrena

Coyoacán, 24 de enero de 1940

 

 

El debate se desarrolla de acuerdo con su propia lógica interna. Cada campo, conforme a su carácter social y su fisonomía política, trata de incidir en los puntos en que su rival es más débil y vulnerable. Esto es precisamente lo que determina el curso del debate, y no los planes a priori de los líderes de la oposición. Es tardío y estéril lamentar ahora el estallido de la discusión. Sólo es necesario vigilar atentamente el papel jugado por los provocadores estalinistas, que indiscutiblemente hay en el partido y que tienen órdenes de envenenar la atmósfera del debate y dirigir la lucha ideológica hacia la escisión. No es tan difícil reconocer a estos caballeros: su celo es excesivo y, por supuesto, artificial; reemplazan las ideas y los argumentos con chismes y calumnias. Deben ser descubiertos y expulsados mediante el esfuerzo conjunto de ambas fracciones. Pero la lucha principista debe llevarse hasta el final, es decir, hasta una clarificación seria de las cuestiones más importantes que han sido planteadas. Es necesario utilizar el debate de manera que eleve el nivel teórico del partido.

Una considerable proporción de los miembros de la sección estadounidense, así como toda nuestra joven Internacional, vino a nosotros bien desde la Internacional Comunista en su período de decadencia, bien desde la Segunda Internacional. Ambas son malas escuelas. El debate ha revelado que amplios círculos del partido carecen de una sólida educación teórica. Baste referirnos, por ejemplo, a la circunstancia de que la sección del partido en Nueva York no sólo no respondió con un vigoroso reflejo defensivo a los intentos de una frívola revisión del programa y de la doctrina marxista, sino que en su mayoría apoyó a los revisionistas. Esto es lamentable, aunque remediable en la medida en que nuestra sección estadounidense y toda la Internacional están integradas por individuos honestos que buscan sinceramente su camino hacia la vía revolucionaria y que tienen deseo y voluntad de aprender. Pero no hay tiempo que perder. Es precisamente la penetración del partido en los sindicatos y en los medios obreros, en general, lo que exige la elevación de la calidad teórica de nuestros cuadros. Al decir cuadros no me refiero al “aparato”, sino al partido en su conjunto. Todo miembro del partido debe considerarse a sí mismo un oficial del ejército proletario.

“¿Desde cuándo os habéis vuelto especialistas en cuestiones filosóficas?”, preguntan ahora, irónicamente, los opositores a los representantes de la mayoría. La ironía está aquí completamente fuera de lugar. El socialismo científico es la expresión consciente del proceso histórico inconsciente, es decir, de la tendencia instintiva y elemental del proletariado a reconstruir la sociedad sobre bases comunistas. Estas tendencias orgánicas de la psicología de los trabajadores saltan a la vida con la máxima rapidez hoy, época de crisis y guerras. El debate ha revelado, más allá de toda duda, un choque en el partido entre una tendencia pequeñoburguesa y una tendencia proletaria. La tendencia pequeñoburguesa revela su confusión en su esfuerzo por reducir el programa del partido a la calderilla de las cuestiones “concretas”. La tendencia proletaria, por el contrario, trata de interrelacionar todas las cuestiones parciales en una unidad teórica. Lo que está en juego actualmente no es la medida en que los miembros individuales de la mayoría aplican conscientemente el método dialéctico. Lo importante es que el conjunto de la mayoría se orienta hacia el planteamiento proletario de los problemas, y precisamente por eso tiende a asimilar la dialéctica, que es el “álgebra de la revolución”. Los opositores, se me informa, reciben con carcajadas la simple mención de la palabra “dialéctica”. En vano. Este método sin valor no ayudará. La dialéctica del proceso histórico ha castigado cruelmente más de una vez a quienes se mofaron de ella.

El último artículo del camarada Shachtman, Carta abierta a León Trotsky, es un síntoma alarmante. Revela que Shachtman renuncia a aprender del debate y que, en su lugar, persiste en ahondar sus errores, aprovechando para ello no solamente el inadecuado nivel teórico del partido, sino también los prejuicios específicos de su ala pequeñoburguesa. Todo el mundo conoce la facilidad con que Shachtman consigue entretejer diversos episodios históricos alrededor de uno u otro eje. Esta capacidad hace de Shachtman un periodista de talento. Desgraciadamente, esto no es suficiente. La cuestión fundamental es qué eje elegir. A Shachtman siempre lo absorbe el reflejo de la política en la literatura y la prensa. No le interesa el proceso real de la lucha de clases, la vida de las masas, la interrelación entre las diferentes capas dentro de la clase obrera, etc. He leído no pocos excelentes y hasta brillantes artículos de Shachtman, pero no he encontrado nunca ni un solo comentario suyo que indague realmente en la vida de la clase obrera estadounidense o de su vanguardia.

Es necesario atenuar este punto: aquí no está representado solamente el defecto personal de Shachtman, sino que es el destino de toda una generación revolucionaria que, debido a una especial coyuntura de condiciones históricas, creció al margen del movimiento obrero. En el pasado tuve más de una ocasión de hablar y escribir sobre el peligro de que estos valiosos elementos degenerasen a pesar de su dedicación a la revolución. Lo que en su día fue una inevitable característica de la adolescencia, se ha transformado en debilidad. La debilidad invita a la enfermedad. Y la enfermedad puede ser fatal si se descuida. Para escapar de este peligro es necesario abrir conscientemente un nuevo capítulo en el desarrollo del partido. Los propagandistas y periodistas de la Cuarta Internacional deben comenzar un nuevo capítulo de su propia conciencia. Es necesario rearmarse. Es necesario dar un giro de 180 grados sobre el propio eje: volver la espalda a los intelectuales pequeñoburgueses y mirar hacia los obreros.

Sería difícil concebir un error más peligroso para el partido que considerar que el conservadurismo de su sector obrero es la causa de su crisis actual, y buscar una solución a la crisis mediante el triunfo del bloque pequeñoburgués. En realidad, la clave de la actual crisis consiste en el conservadurismo de los elementos pequeñoburgueses, que han pasado por una escuela puramente propagandística y que no han encontrado todavía el camino hacia la lucha de clases. La crisis actual es la lucha final de estos elementos por la autoconservación. Como individuo, todo opositor puede encontrar, si lo quiere firmemente, un lugar digno en el seno del movimiento revolucionario. Como fracción, están condenados al fracaso. En la lucha que se libra, Shachtman no está en el campo en que debería estar. Como siempre en estos casos, sus puntos fuertes han pasado a segundo plano, a la par que sus rasgos débiles han asumido una expresión particularmente acabada. Su Carta abierta representa, por así decirlo, una cristalización de sus rasgos débiles.

Shachtman ha olvidado un detalle: su posición de clase. De ahí sus extraordinarios zigzags, sus improvisaciones y sus saltos. Sustituye el análisis de clase con anécdotas históricas desconectadas, con el único propósito de ocultar su propio cambio, de camuflar la contradicción entre su pasado y su presente. Así procede Shachtman con respecto a la historia del marxismo, de su propio partido y de la Oposición rusa. Al hacerlo, acumula error sobre error. Como veremos, todas las analogías históricas a que recurre hablan contra él.

Es mucho más difícil corregir los errores que cometerlos. Debo pedir paciencia al lector para seguir conmigo, paso a paso, todos los zigzags de las operaciones mentales de Shachtman. Por mi parte, prometo no limitarme simplemente a exponer los errores y contradicciones, sino a contraponer, de principio a fin, la postura proletaria frente a la pequeñoburguesa, la postura marxista frente a la ecléctica. De esta manera, quizás todos nosotros aprendamos algo del debate.

‘Precedentes’

“¿Cómo es que nosotros —pregunta Shachtman con indignación—, revolucionarios irreconciliables, nos hemos transformado tan repentinamente en una tendencia pequeñoburguesa? ¿Dónde están las pruebas? ¿De qué manera los portavoces de la minoría han manifestado esta tendencia durante el último año [!] o dos?”.[71] ¿Por qué en el pasado no sucumbimos a la influencia de la democracia pequeñoburguesa? ¿Por qué durante la guerra civil española nosotros...?, y así sucesivamente. Este es el gran argumento de Shachtman desde que comenzó su polémica conmigo, sobre el que ha tocado variaciones en todos los tonos, dándole aparentemente excepcional importancia. A Shachtman ni siquiera le entra en la cabeza que puedo volver su argumento contra él.

El documento de la oposición La guerra y el conservadurismo burocrático admite que Trotsky tiene razón en nueve de cada diez casos, tal vez en noventa y nueve de cien. Comprendo perfectamente bien el carácter limitado y extremadamente magnánimo de esta concesión. La proporción de mis errores es, en verdad, considerablemente mayor. ¿Cómo explicar, entonces, que dos o tres semanas después de que ese documento se escribiese, Shachtman decidiese repentinamente que Trotsky:

a) Es incapaz de tener una actitud crítica hacia la información que se le suministra, aunque el propio Shachtman haya sido uno de sus informadores durante diez años.

b) Es incapaz de distinguir una tendencia proletaria de una tendencia pequeñoburguesa, una tendencia bolchevique de una ­tendencia menchevique.

c) Es el defensor del absurdo concepto de “revolución ­burocrática”, en vez de la revolución de las masas.

d) Es incapaz de elaborar una respuesta correcta a las cuestiones concretas de Polonia, Finlandia, etc.

e) Manifiesta una tendencia a capitular ante el estalinismo.

f) Es incapaz de comprender el significado del centralismo demo­crático... y así ad infinitum?

En una palabra, en el lapso de dos o tres semanas, Shachtman ha descubierto que he cometido errores en noventa y nueve casos de cada cien, especialmente cuando él está involucrado. Creo que este último porcentaje es ligeramente exagerado, pero esta vez en sentido opuesto. En cualquier caso, Shachtman descubrió mi tendencia a reemplazar la revolución de las masas por la “revolución burocrática” mucho más bruscamente de lo que yo descubrí su desviación pequeñoburguesa.

El camarada Shachtman me invita a demostrar la existencia de una “tendencia pequeñoburguesa” en el partido durante el año pasado, o incluso hace dos o tres años. Shachtman está completamente justificado por no querer referirse al pasado más distante. Pero, conforme a la invitación de Shachtman, me limitaré a los últimos tres años. Presten atención. A las cuestiones retóricas de mi implacable crítico responderé con algunos fieles documentos.

I

El 25 de mayo de 1937 escribí a Nueva York con respecto a la política de la fracción bolchevique-leninista del Partido Socialista:

Debo citar dos recientes documentos: a) la carta privada de Max sobre el congreso; y b) el artículo de Shachtman titulado Hacia un Partido Socialista Revolucionario. Ya el título de este artículo caracteriza una falsa perspectiva. Me parece que el desarrollo de los acontecimientos, incluido el último congreso, demuestra que el partido está evolucionando no hacia un partido “revolucionario”, sino hacia una especie de ILP, es decir, a un miserable aborto político centrista sin ninguna perspectiva.

La afirmación de que el Partido Socialista estadounidense está actualmente “más cerca del marxismo revolucionario que ningún otro partido de la Segunda o la Tercera internacionales” es una cortesía absolutamente inmerecida: el Partido Socialista estadounidense está más atrasado que las formaciones análogas de Europa (POUM, ILP, SAP, etc.). Nuestro deber es desenmascarar esta ventaja negativa de Norman Thomas y compañía, y no hablar de la “superioridad [de la resolución sobre la guerra] sobre cualquier otra resolución nunca antes adoptada por el partido”. Esta es una apreciación puramente literaria porque toda resolución debe ser considerada en relación con los acontecimientos históricos, con la situación política y sus necesidades imperativas.

En los dos documentos mencionados en la carta anterior, Shachtman reveló una excesiva adaptabilidad hacia el ala izquierda de los demócratas pequeñoburgueses —mimetismo político—, ¡síntoma muy peligroso en un político revolucionario! Es extremadamente importante tomar nota de su elevada valoración de la postura “radical” de Norman Thomas con respecto a la guerra... en Europa. Los oportunistas, como es bien sabido, tienden hacia un mayor radicalismo cuanto más lejos están de los acontecimientos. Teniendo presente esta ley, no es difícil apreciar en su verdadero valor el hecho de que Shachtman y sus aliados nos acusen de tener tendencia a “capitular ante el estalinismo”. ¡Ay!, sentado en el Bronx es mucho más fácil mostrarse irreconciliable con el Kremlin que con la pequeña burguesía estadounidense.

II

Si creyésemos al camarada Shachtman, yo traje por los pelos al debate la cuestión de la composición de clase de las fracciones. Refirámonos también aquí al pasado reciente.

El 3 de octubre de 1937 escribí a Nueva York:

He señalado cientos de veces que el trabajador que pasa inadvertido en las condiciones “normales” de la vida partidaria revela notables cualidades cuando cambia la situación y no bastan las fórmulas generales y las plumas fluidas, sino que es necesario conocer la vida de los obreros y sus capacidades prácticas. En estas condiciones, un trabajador bien dotado revela seguridad en sí mismo y también su capacidad política general.

El predominio de los intelectuales en el partido es inevitable en la primera etapa del desarrollo de la organización. Al mismo tiempo, es un gran obstáculo para la educación política de los trabajadores más dotados (...) Es absolutamente necesario que en el próximo congreso entren tantos obreros como sea posible en los comités locales y central. Para un obrero, la participación en los organismos dirigentes del partido es al mismo tiempo una alta escuela política (...)

La dificultad es que en toda organización hay miembros de comité tradicionales y que diversas consideraciones secundarias, fraccionales y personales, juegan un papel demasiado grande en la composición de las candidaturas.

Nunca encontré ni atención ni interés del camarada Shachtman en cuestiones de esta índole.

III

Si creyésemos al camarada Shachtman, yo introduje artificialmente y sin ninguna base real la cuestión de que la fracción del camarada Abern era una concentración de individuos pequeñoburgueses. Sin embargo, el 10 de octubre de 1937, en una época en que Shachtman marchaba hombro con hombro con Cannon y se consideraba oficialmente que Abern no tenía fracción, yo escribí a Cannon:

El partido sólo tiene una minoría de verdaderos obreros fabriles (...) Los elementos no proletarios representan una levadura muy necesaria, y creo que podemos estar orgullosos de la buena calidad de estos elementos (...) pero (...) nuestro partido puede verse inundado por elementos no proletarios y hasta podría perder su carácter revolucionario. Naturalmente, la tarea no consiste en impedir el ingreso de intelectuales mediante métodos artificiales (...) sino en orientar el trabajo de toda la organización hacia las fábricas, las huelgas, los sindicatos (...)

Un ejemplo concreto: no podemos dedicar fuerzas iguales o suficientes a todas las fábricas. Nuestras organizaciones locales pueden elegir para su actividad en el próximo período una, dos o tres fábricas de su área, concentrando todas sus fuerzas sobre ellas. Si en alguna tenemos a dos o tres obreros, podemos crear un comité especial de apoyo de cinco no obreros con el propósito de ampliar nuestra influencia en dichas fábricas.

Lo mismo puede hacerse en los sindicatos. No podemos introducir afiliados no obreros en los sindicatos obreros. Pero podemos formar con éxito comités de apoyo a la acción práctica y propagandística de nuestros camaradas de los sindicatos. Las condiciones inviolables deberían ser: no dar órdenes a los obreros, sino solamente ayudarlos, aportarles sugerencias, armarlos con hechos, ideas, periódicos de fábrica, octavillas específicas, etc.

Semejante colaboración tendría una enorme importancia educativa, de un lado, para los camaradas obreros y, de otro, para los no obreros que necesitan una sólida reeducación.

Tenéis, por ejemplo, un importante número de elementos judíos no obreros en vuestras filas. Pueden ser una levadura muy valiosa si el partido logra extraerlos de un medio cerrado y, a través de la actividad cotidiana, los liga a los obreros fabriles. Creo que esa orientación aseguraría también una atmósfera más sana dentro del partido (...)

Podemos establecer de inmediato una regla general: un miembro del partido que no consiga ganar al partido a un nuevo obrero en 3 o 6 meses no es un buen miembro del partido.

Si establecemos seriamente semejante orientación general, y si verificamos cada semana los resultados prácticos, evitaremos un gran peligro: que los intelectuales y los trabajadores de cuello blanco ahoguen a la minoría obrera, la condenen al silencio y transformen el partido en un club de discusión muy inteligente, pero absolutamente inhabitable para los obreros.

Las mismas reglas deben establecerse de forma similar para el trabajo y reclutamiento de la organización juvenil. De lo contrario, corremos el peligro de educar a buenos elementos jóvenes como diletantes revolucionarios, y no como luchadores revolucionarios.

A la vista de esta carta, creo que es obvio que no mencioné el peligro de una desviación pequeñoburguesa al día siguiente del pacto Hitler-Stalin, o al día siguiente del desmembramiento de Polonia, sino que lo adelanté persistentemente desde hace dos años o más. Además, como señalé entonces, teniendo en cuenta sobre todo la fracción “inexistente” de Abern, para poder purificar la atmósfera del partido era absolutamente indispensable que los elementos judíos pequeñoburgueses de la sección de Nueva York fueran desplazados de su habitual ambiente conservador y diluidos en el verdadero movimiento obrero. Precisamente por esto, la carta arriba transcrita (no la primera de su género), datada más de dos años antes de que comen­zara el actual debate, tiene un peso mucho mayor como prueba que todos los escritos de los líderes de la oposición sobre los motivos que me impulsaron a salir en defensa de la “camarilla de Cannon”.

IV

La inclinación de Shachtman a ceder ante la influencia pequeñoburguesa, especialmente ante la académica y literaria, nunca fue un secreto para mí. El 14 de octubre de 1937, durante la época de la Comisión Dewey[72], escribí a Cannon, Shachtman y Warde:

He insistido en la necesidad de rodear de delegados de grupos obreros el Comité, a fin de crear canales desde el comité con las masas (...) Los camaradas Warde, Shachtman y otros afirmaron estar de acuerdo conmigo sobre este punto. Analizamos en común las posibilidades prácticas de llevar a cabo este plan (...) Pero, posteriormente, a pesar de mis repetidas preguntas, nunca pude obtener información sobre el asunto, y sólo de casualidad me enteré de que el camarada Shachtman se oponía a ello. ¿Por qué? No lo sé.

Shachtman nunca me dio a conocer sus razones. En mi carta me expresé con la mayor diplomacia, pero no tenía la menor duda de que, si bien Shachtman estaba de acuerdo conmigo de palabra, en realidad temía herir la excesiva sensibilidad política de sus temporales aliados liberales: en este sentido, Shachtman demuestra una excepcional “delicadeza”.

V

El 15 de abril de 1938, escribí a Nueva York:

Estoy un poco asombrado por la publicidad dada a la carta de Eastman en The New International. La publicación de la carta está bien, pero la importancia que se le da en la portada, combinado con el silencio sobre el artículo de Eastman en Harper’s, me parece un poco comprometedor para The New International. Mucha gente lo interpretará como una disposición por nuestra parte a cerrar los ojos en materia de principios cuando está de por medio la amistad.

VI

El 1 de junio de 1938, escribí al camarada Shachtman:

Nos resulta difícil comprender aquí por qué tiene una actitud tan tolerante y hasta amistosa hacia el señor Eugene Lyons. Según parece, habla en los banquetes de ustedes; y, al mismo tiempo, habla en los banquetes de los guardias blancos[73].

Esta carta continuaba la lucha por una política más independiente y resuelta hacia los llamados “liberales”, quienes, a la vez que libran una lucha contra la revolución, desean mantener “relaciones amistosas” con el proletariado, pues esto dobla su valor de mercado a ojos de la opinión pública burguesa.

VII

El 6 de octubre de 1938, casi un año antes de que comenzara el debate, escribí sobre la necesidad de que nuestra prensa partidaria se orientara decididamente hacia los trabajadores:

En este aspecto, es muy importante la actitud del Socialist Appeal. Indudablemente, es un periódico marxista muy bueno, pero no es un verdadero instrumento de acción política (...) He tratado de interesar al comité de redacción del Socialist Appeal en esta cuestión, pero sin éxito.

Estas palabras evidencian una nota de queja. No es casualidad. El camarada Shachtman, como ya he mencionado, despliega mucho mayor interés por los episodios literarios aislados de luchas del pasado, que por la composición social de su propio partido o de los lectores de su propio periódico.

VIII

El 20 de enero de 1939, en una carta que ya he citado en relación con el materialismo dialéctico, toqué una vez más la cuestión de la gravitación del camarada Shachtman hacia el ambiente de la fraternidad literaria pequeñoburguesa:

No puedo entender por qué el Socialist Appeal da por casi inexistente al partido estalinista. Este partido es actualmente un cúmulo de contradicciones. Las escisiones son inevitables. Las próximas adquisiciones importantes vendrán seguramente del partido estalinista. Nuestra atención política debe concentrarse en él. Debemos seguir el desarrollo de sus contradicciones, día a día, hora a hora. Alguno de los camaradas de la dirección debe dedicar el grueso de su tiempo a las actividades y planes estalinistas. Podemos provocar una discusión y, si es posible, publicar las cartas de estalinistas titubeantes.

Sería mil veces más importante que invitar a Eastman, Lyons y demás a presentar sus preocupaciones individuales. Me asombró un poco que usted le hiciera un hueco al último insignificante y arrogante artículo de Eastman (...) Pero estoy absolutamente perplejo de que usted, personalmente, invite a esta gente a ensuciar las escasas páginas de The New International. La perpetuación de la polémica puede interesar a algunos intelectuales pequeñoburgueses, pero no a los elementos revolucionarios.

Tengo la firme convicción de que es necesaria cierta reorganización en The New International y el Socialist Appeal: más distancia de Eastman, Lyons, etc., y más cercanía a los trabajadores y, en este sentido, al partido estalinista.

Los recientes acontecimientos han demostrado, lamento decirlo, que Shachtman no se alejó de Eastman y compañía, sino que, por el contrario, se acercó más a ellos.

IX

El 27 de mayo de 1939, escribí nuevamente sobre el carácter del Socialist Appeal, en relación con la composición social del partido:

Por las actas, veo que está teniendo dificultades con el Socialist Appeal. El periódico está muy bien elaborado desde el punto de vista periodístico, pero es un periódico para los obreros, en vez de un periódico obrero (...)

Tal como es, el periódico está dividido entre varios escritores, cada uno de ellos muy bueno, pero en conjunto no permiten que los obreros penetren en las páginas del Appeal. Hablan para los obreros (y hablan muy bien), pero ninguno escucha a los obreros. A pesar de su brillantez literaria, el periódico ha caído víctima, hasta cierto punto, de la rutina periodística. Ustedes no escuchan para nada cómo viven los obreros, cómo luchan, cómo se baten con la policía o cómo toman whisky. Esto es muy peligroso para el periódico como instrumento revolucionario del partido. La tarea no es producir un periódico gracias al esfuerzo conjunto de un comité de redacción cualificado, sino alentar a los obreros a que se expresen por sí mismos.

Para tener éxito, es necesario efectuar un cambio valiente y radical (...)

Naturalmente, no es sólo una cuestión del periódico, sino de toda la orientación política. Sigo pensando que tienen demasiados muchachos y muchachas pequeñoburgueses que son muy buenos y entregados al partido, pero que no se dan cuenta plenamente de que su deber no es debatir entre ellos, sino penetrar en el fresco ambiente de los obreros. Repito mi propuesta: todo miembro pequeñoburgués del partido que durante cierto tiempo, pongamos tres o seis meses, no gane un obrero para el partido debe pasar a la categoría de simpatizante y, tras otros tres meses, debe ser expulsado del partido. En algunos casos podría ser injusto, pero el partido en su conjunto recibiría una conmoción saludable que le hace mucha falta. Es necesario un cambio muy radical.

Al proponer medidas tan draconianas como la expulsión de los elementos pequeñoburgueses incapaces de ligarse a los obreros, no tenía en consideración la “defensa” de la fracción de Cannon, sino salvar al partido de la degeneración.

X

Comentando las palabras escépticas que habían llegado a mis oídos desde el SWP, el 16 de junio de 1939 escribí al camarada Cannon:

La situación prebélica, el agravamiento del nacionalismo, etc., son un obstáculo natural para nuestro desarrollo y la causa profunda de la depresión en nuestras filas. Pero hay que subrayar ahora que cuanto más pequeñoburguesa sea la composición del partido, más sujeto estará este a los cambios de la opinión pública oficial. Es un argumento suplementario en favor de la necesidad de realizar una valiente y activa reorientación hacia las masas.

Los razonamientos pesimistas que usted menciona en su artículo son, naturalmente, un reflejo de la presión nacionalista, patriótica de la opinión pública oficial. “Si el fascismo triunfa en Francia...”, “si el fascismo triunfa en Gran Bretaña...”. Y cosas por el estilo. Los triunfos del fascismo son importantes, pero la agonía del capitalismo es más importante.

Por tanto, la cuestión de la dependencia de la opinión pública oficial que mostraba el ala pequeñoburguesa del partido fue planteada varios meses antes del comienzo del actual debate, y de ningún modo fue traída artificialmente a fin de desacreditar a la oposición.

* * *

El camarada Shachtman exigía que yo proporcionara “precedentes” de tendencias pequeñoburguesas entre los dirigentes de la oposi­ción durante el período anterior. Fui tan lejos en la contestación de su pregunta como para seleccionar al propio camarada Shachtman entre los líderes de la oposición. Estoy lejos de haber agotado el material de que dispongo. Citaré más adelante, en relación a otro tema, dos cartas —una de Shachtman, otra mía— que tal vez son todavía más interesantes como “precedentes”. Que no objete Shachtman que los errores y olvidos a que se refiere la correspondencia también pueden ser utilizados contra otros camaradas, incluidos representan­tes de la actual mayoría. Posiblemente. Probablemente. Pero el nombre de Shachtman no se repite por casualidad en esa correspondencia. Otros han cometido errores episódicos, pero Shachtman ha evidenciado una tendencia.

En todo caso, y en completa contraposición a lo que ahora pretende Shachtman sobre mis “repentinas” e “inesperadas” apreciaciones, puedo demostrar documentalmente —y creo haberlo demostrado— que mi artículo Una oposición pequeñoburguesa… no fue más que el resumen de mi correspondencia con Nueva York durante los últimos tres años (de los últimos diez, en realidad). Shachtman pidió de forma muy clara “precedentes”. Le he dado “precedentes”. Hablan totalmente contra él.

El bloque filosófico contra el marxismo

Los círculos de la oposición creen posible afirmar que yo introduje la cuestión del materialismo dialéctico sólo porque carecía de respuesta a las cuestiones “concretas” de Finlandia, Letonia, India, Afganistán, Baluchistán, etc. Este argumento, carente de todo mérito en sí mismo, es sin embargo interesante porque caracteriza el nivel de ciertos individuos de la oposición, su actitud hacia la teoría y hacia la lealtad ideológica elemental. No sería incorrecto, por lo tanto, referir el hecho de que mi primera conversación seria con los camaradas Shachtman y Warde, en el tren, inmediatamente después de mi llegada a México en enero de 1937, estuvo consagrada a la necesidad de propagar constantemente el materialismo dialéctico. Después de que nuestra sección estadounidense se separase del Partido Socialista, insistí de la forma más enérgica en la publicación lo antes posible de un órgano teórico, teniendo de nuevo en mente la necesidad de educar al partido, en primer lugar y principalmente a sus nuevos miembros, en el espíritu del materialismo dialéctico. En Estados Unidos —escribí entonces—, donde la burguesía inocula sistemáticamente a los trabajadores el empirismo vulgar, es más necesario que en cualquier otra parte acelerar la elevación del movimiento a un nivel teórico adecuado. El 20 de enero de 1939 escribí al camarada Shachtman en relación a su artículo Intelectuales en retirada, escrito en colaboración con el camarada Burnham:

La sección dedicada a la dialéctica es el golpe más rudo que usted personalmente, como editor de The New International, podía haber asestado a la teoría marxista (...) ¡Bien! Hablaremos de esto públicamente.

Así, hace un año avisé abiertamente y con antelación a Shachtman de que tenía el propósito de emprender una lucha pública contra sus tendencias eclécticas. En aquel momento no se hablaba de la futura oposición; en todo caso, estaba muy lejos de mi mente el suponer que el bloque filosófico contra el marxismo preparaba el terreno para un bloque político contra el programa de la Cuarta Internacional.

El carácter de las diferencias que han salido a la superficie ­sólo ha confirmado mis anteriores temores, tanto en lo referido a la composición social del partido como a la educación teórica de los ­cuadros. No hubo nada que requiriera un cambio de pensamiento o de introducción “artificial”. Así es cómo están las cosas en realidad. ¡Permítaseme agregar que me siento algo avergonzado por el hecho de que es casi necesario justificarse por salir en defensa del marxismo dentro de una de las secciones de la Cuarta Internacional!

En su Carta abierta, Shachtman se refiere particularmente al hecho de que el camarada Vincent Dunne expresase su satisfacción por el artículo sobre los intelectuales. Pero yo también lo alabé: “Muchas partes son excelentes”. Sin embargo, como dice el proverbio ruso, “una cucharada de alquitrán puede echar a perder un barril de miel”. Se trata precisamente de esa cucharada de alquitrán. La sección consagrada al materialismo dialéctico recoge un número de concepciones monstruosas desde el punto de vista marxista, cuya finalidad fue preparar el terreno a un bloque político, como ahora está claro. Ante la obstinación con que Shachtman persiste en que yo me he aferrado al artículo como pretexto, permítaseme citar una vez más el pasaje principal de la sección que nos interesa:

nadie ha demostrado todavía que el acuerdo o el desacuerdo sobre las doctrinas más abstractas del materialismo dialéctico afecte necesariamente [!] a las tareas políticas concretas presentes y futuras; y los partidos políticos, programas y luchas se basan en tales tareas concretas. (The New International, enero de 1939, p. 7).

¿No es esto suficiente? Lo más asombroso de esta fórmula indigna de revolucionarios: “los partidos políticos, programas y luchas se basan en tales tareas concretas”. ¿Qué partidos? ¿Qué programas? ¿Qué luchas? Todos los partidos y todos los programas se encuentran aquí juntos y revueltos. El partido del proletariado es diferente a todos los demás. No se basa, en absoluto, sobre “tales tareas concretas”. En sus propios fundamentos es diametralmente opuesto a los partidos de los mercaderes burgueses y de los traperos pequeñoburgueses. Su tarea es la preparación de una revolución social y la regeneración de la humanidad sobre nuevas bases materiales y morales. Con el objeto de no ceder bajo la presión de la opinión pública burguesa y de la represión policial, el revolucionario proletario, y con mayor razón un dirigente, necesita una visión del mundo clara, previsora y bien pensada. Solamente sobre la base de una concepción marxista unificada es posible abordar correctamente las cuestiones “concretas”.

Aquí comienza precisamente la traición de Shachtman; no un mero error, como quise creer el año pasado, sino, como queda claro ahora, una franca traición teórica. Siguiendo los pasos de Burnham, Shachtman enseña al joven partido revolucionario que, supuestamente, “nadie ha demostrado todavía” que el materialismo dialéctico afecte a la actividad política del partido. En otras palabras: “nadie ha demostrado todavía” que el marxismo sea de alguna utilidad en la lucha del proletariado. Consecuentemente, el partido no tiene ningún motivo para adquirir y defender el materialismo dialéctico. Esto no es más que renunciar al marxismo, al método científico en general, una miserable capitulación ante el empirismo. Precisamente esto constituye el bloque filosófico de Shachtman con Burnham, y, a través de Burnham, con los sacerdotes de la “Ciencia” burguesa. Precisamente a esto y sólo a esto es a lo que me refería en mi carta del 20 de enero del año pasado.

Shachtman contestó el 5 de marzo:

He releído el artículo de enero de Burnham y Shachtman al que usted se refería, y aunque a la luz de lo que usted ha escrito, si el artículo fuese escrito de nuevo, yo podría proponer una formulación diferente aquí [!] y allá [!], no puedo compartir la esencia de su crítica.

Esta réplica, como ocurre siempre con Shachtman en las situacio­nes serias, en realidad no expresa nada en absoluto; pero todavía da la impresión de que Shachtman ha dejado un puente abierto a la re­tirada. Ahora, atrapado en el frenesí fraccional, promete “hacerlo de nuevo y repetidamente mañana”. ¿Hacer qué? ¿Capitular ante la “Ciencia” burguesa? ¿Renunciar al marxismo?

Shachtman me explica extensamente (ya veremos en breve con qué fundamento) la utilidad de este o de aquel bloque político. Yo hablo acerca de la naturaleza mortífera de la traición política. Un bloque puede estar justificado o no según su contenido y las circunstancias. Pero ningún bloque puede justificar la traición teórica. Shachtman se refiere al hecho de que su artículo es de carácter puramente político. Yo no hablo del artículo, sino de la sección que renuncia al marxismo. Si un libro de texto de física contuviera sólo dos líneas sobre Dios como causa primera, estaría en mi derecho de concluir que el autor es un oscurantista.

Shachtman no responde a la acusación, sino que trata de distraer la atención con asuntos sin importancia:

¿En qué difiere —pregunta— lo que usted llama mi “bloque con Burnham en la esfera filosófica” del bloque de Lenin con Bogdánov? ¿Por qué ese bloque sí tenía principios y el nuestro no? Estaría muy interesado en conocer la respuesta a esta pregunta.

Me ocuparé enseguida de las diferencias políticas, o, mejor dicho, de la diametral oposición política entre ambos bloques. Aquí nos interesa la cuestión del método marxista. ¿En dónde está la diferencia por la que usted pregunta? En que Lenin nunca proclamó, en beneficio de Bogdánov, que el materialismo dialéctico fuese superfluo para resolver “cuestiones políticas concretas”. En que Lenin nunca confundió teóricamente al Partido Bolchevique con los partidos en general. Lenin era orgánicamente incapaz de proferir semejantes abominaciones. Y no sólo él, sino cualquier bolchevique serio. Esta es la diferencia. ¿Comprende usted? Sarcásticamente, Shachtman me prometió que a él le “interesaría” una respuesta clara. Confío en habérsela dado. No reclamo el “interés”.

Lo abstracto y lo concreto; economía y política

La parte más lamentable del lamentable escrito de Shachtman es el capítulo “El Estado y el carácter de la guerra”.

¿Cuál es, pues, nuestra postura? —pregunta el autor—. Simplemente esta: es imposible deducir directamente nuestra política respecto a una guerra específica a partir de una caracterización abstracta del carácter de clase del Estado implicado en la guerra, más específicamente, de las formas de propiedad prevalecientes en dicho Estado. Nuestra política debe desprenderse de un examen concreto del carácter de la guerra en relación con los intereses de la revolución socialista internacional” (loc. cit., p. 13, los subrayados son míos. L. T.).

¡Qué embrollo! ¡Qué maraña de sofismas! Si es imposible deducir nuestra política directamente del carácter de clase de un Estado, entonces, ¿por qué no podría conseguirse eso indirectamente? ¿Por qué el análisis del carácter del Estado ha de ser abstracto, mientras que el análisis del carácter de la guerra es concreto? Formalmente hablando, se puede decir con el mismo derecho —en realidad, con mucho mayor derecho— que nuestra política respecto a la URSS puede de­ducirse no de una caracterización abstracta de la guerra como “imperialista”, sino sólo de un análisis concreto del carácter del Estado en la situación histórica dada. La falacia fundamental sobre la que Shachtman construye todo lo demás es bastante simple: puesto que la base económica no determina inmediatamente los acontecimientos de la superestructura, puesto que la sola caracterización de clase del Es­tado es insuficiente para resolver las tareas prácticas, por tanto... por tanto, podemos arreglárnoslas sin examinar la economía ni la naturaleza de clase del Estado, reemplazándola, como hace Shachtman en su jerga periodística, con la “realidad de los acontecimientos vivos” (loc. cit., p. 14).

El mismo artificio que ha hecho circular Shachtman para justificar su bloque filosófico con Burnham (el materialismo dialéctico no determina inmediatamente nuestra política, por consiguiente... no afecta en general a las “tareas políticas concretas”) se repite aquí palabra por palabra en relación a la sociología marxista: puesto que las formas de propiedad no determinan inmediatamente la política de un Estado, es posible, por tanto, arrojar por la borda la sociología marxis­ta en general al determinar las “tareas políticas concretas”.

Pero, ¿por qué detenerse aquí? Puesto que la ley del valor del trabajo no determina los precios “directamente” ni “inmediatamente”, puesto que las leyes de la selección natural no determinan “directamente” ni “inmediatamente” el nacimiento de un lechón, puesto que las leyes de la gravedad no determinan “directamente” ni “inmediatamente” el rodar de un policía ebrio por una escalera, por lo tanto... por lo tanto, dejemos que Marx, Darwin, Newton y todos los demás enamorados de las “abstracciones” acumulen polvo en sus estanterías. Esto es nada menos que el entierro solemne de la ciencia, ya que, al fin y al cabo, todo el curso del desarrollo de la ciencia procede desde causas “directas” e “inmediatas” a otras más remotas y profundas, desde las múltiples variedades y acontecimientos caleidoscópicos a la unidad de las fuerzas motrices.

La ley del valor no determina los precios “inmediatamente”, pero sin embargo los determina. Fenómenos “concretos” como la bancarrota de la política del New Deal encuentran su explicación, en última instancia, en la “abstracta” ley del valor. Roosevelt no la conoce, pero un marxista se cuida de no actuar sin conocerla. Las formas de propiedad —no de forma inmediata, sino a través de toda una serie de factores intermedios y de su interacción recíproca— determinan no sólo la política, sino también la moral. Un político proletario que trate de ignorar la naturaleza de clase del Estado terminará inevitablemente como el policía que ignore las leyes de la gravedad, es decir, rompiéndose la nariz.

Es obvio que Shachtman no tiene en cuenta la diferencia entre lo abstracto y lo concreto. Esforzándose hacia lo concreto, nuestra mente opera con abstracciones. Incluso “este” perro “dado” y “concreto” es una abstracción porque empieza a cambiar, por ejemplo, dejando caer su cola en el “momento” en que lo señalamos con el dedo. Lo concreto no es un concepto absoluto, sino relativo: lo que es concreto en un caso se vuelve abstracto en otro, es decir, insuficientemente definido para un propósito determinado. Para obtener un concepto suficientemente “concreto” para una necesidad dada es preciso interrelacionar varias abstracciones en una, al igual que para reproducir una película en una pantalla tenemos que combinar cierto número de fotogramas fijos.

Lo concreto es una combinación de abstracciones, pero no una combinación arbitraria o subjetiva, sino una que corresponda a las leyes del movimiento de un fenómeno determinado.

“Los intereses de la revolución socialista internacional”, a los que Shachtman apela contra la naturaleza de clase del Estado, representan en este caso la más vaga de todas las abstracciones. Al fin y al cabo, la cuestión que nos ocupa es precisamente esta: ¿de qué forma concreta podemos promover los intereses de la revolución? Tampoco sería inoportuno recordar que la tarea de la revolución socialista es crear un Estado obrero. Antes de hablar de la revolución socialista es necesario, en consecuencia, aprender a distinguir entre “abstracciones” tales como burguesía y proletariado, Estado capitalista y Estado obrero.

Shachtman despilfarra verdaderamente su tiempo y el de los demás en demostrar que la propiedad nacionalizada no determina “en sí y por sí misma”, “automáticamente”, “directamente”, “inmediatamente”, la política del Kremlin. Respecto a la cuestión de cómo la base económica determina la superestructura política, jurídica, filosófica, artística, etc., existe una rica literatura marxista. La opinión de que presuntamente la economía determina directa e inmediatamente la capacidad creadora de un compositor, o siquiera el veredicto de un juez, es una vieja caricatura del marxismo que el profesorado burgués de todos los países ha hecho circular incansablemente para ocultar su impotencia intelectual.[74]

En cuanto a la cuestión que nos concierne inmediatamente, la interrelación entre los fundamentos sociales del Estado soviético y la política del Kremlin, permítaseme recordarle al olvidadizo ­Shachtman que desde hace diecisiete años venimos señalando públicamente la creciente contradicción entre los fundamentos establecidos por la Revolución de Octubre y las tendencias de la superestructura estatal. Venimos siguiendo paso a paso la creciente independencia de la buro­cracia respecto al proletariado soviético y el crecimiento de su depen­dencia respecto a otras clases y grupos, tanto de dentro como de fuera del país. ¿Qué pretende añadir Shachtman en este dominio al análisis que ya hemos realizado?

Sin embargo, aunque la economía no determina la política ni directa ni inmediatamente, sino sólo en última instancia, a pesar de todo, la economía determina la política. Los marxistas afirman precisamente esto, a diferencia de los profesores burgueses y sus discípulos. Mientras analizábamos y exponíamos la creciente independencia política de la burocracia respecto al proletariado, nunca perdimos de vista los límites sociales objetivos de esta “independencia”, es decir, la propiedad nacionalizada, complementada por el monopolio del comercio exterior.

¡Es asombroso! Shachtman continúa apoyando la consigna de una revolución política contra la burocracia soviética. ¿Ha pensado alguna vez seriamente en el significado de tal consigna? Si nosotros sostuviéramos que los fundamentos sociales establecidos por la Revolución de Octubre se reflejan “automáticamente” en la política del Estado, entonces, ¿por qué sería necesaria una revolución contra la burocracia? Por otra parte, si la URSS ya no es un Estado obrero, no se precisaría una revolución política, sino una revolución social. En consecuencia, Shachtman continúa sosteniendo una consigna de la que se deduce: 1) el carácter de Estado obrero de la URSS; y 2) el antagonismo irreconciliable entre los fundamentos sociales del Estado y la burocracia. Pero, al tiempo que repite esta consigna, trata de socavar sus cimientos teóricos. ¿Será quizá con el fin de demostrar una vez más la independencia de su política respecto a las “abstracciones” científicas?

So pretexto de emprender una lucha contra la caricatura burgue­sa del materialismo dialéctico, Shachtman abre de par en par las puertas al idealismo histórico. Las formas de la propiedad y el carác­ter de clase del Estado son, para él, indiferentes a la hora de analizar la política de un gobierno. El propio Estado se le presenta como un animal de sexo indeterminado. Con ambos pies firmemente plantados en su lecho de rosas, Shachtman nos explica pomposamente —en pleno 1940— que, además de la propiedad nacionalizada, exis­te también la inmundicia bonapartista y su política reaccionaria. ¡Vaya novedad! ¿Pensó Shachtman por casualidad que estaba hablan­do en una guardería?

Shachtman forma un bloque... también con Lenin

Para ocultar su fracaso a la hora de entender la esencia del problema de la naturaleza del Estado soviético, Shachtman saltó sobre las palabras que Lenin dirigió contra mí el 30 de diciembre de 1920, durante la llamada “discusión sindical”:

El camarada Trotsky habla del Estado obrero. Permitidme; esto es una abstracción (...) Nuestro Estado no es en realidad un Estado obrero, sino un Estado obrero y campesino (...) Actualmente, nuestro Estado es tal, que el proletariado organizado debe defenderse a sí mismo, y nosotros debemos utilizar estas organizaciones obreras para la defensa de los obreros contra su Estado y para la defensa de nuestro Estado por los obreros.

Apoyándose en esta cita, y apresurándose a proclamar que yo he repetido mi “error” de 1920, Shachtman no se dio cuenta, en su precipitación, de un error mayúsculo en la cita, relacionado con la definición de la naturaleza del Estado soviético. El 19 de enero, Lenin escribió lo siguiente acerca de su discurso del 30 de diciembre:

Yo declaré: nuestro Estado no es en realidad un Estado obrero, sino un Estado obrero y campesino (...) Al leer la versión de la discusión, veo ahora que estaba equivocado (...) Debí haber dicho: “El Estado obrero es una abstracción. En realidad tenemos un Estado obrero con los siguientes rasgos especiales: 1) los campesinos, y no los obreros, son quienes predominan en la población; 2) es un Estado obrero con deformaciones burocráticas.

De este episodio se extraen dos conclusiones: Lenin atribuía tanta importancia a una definición sociológica precisa del Estado, ¡que consideró necesario corregirse a sí mismo en el punto álgido de una polémica! Pero Shachtman se interesa tan poco por la naturaleza de clase del Estado soviético, ¡que veinte años más tarde no advierte ni el error de Lenin ni la corrección de Lenin!

No me detendré aquí sobre la cuestión de hasta qué punto estaba Lenin en lo correcto dirigiendo su argumentación contra mí. Creo que lo hizo incorrectamente, dado que no teníamos diferencias respecto a la definición del Estado. Pero este no es el tema ahora. La formulación teórica sobre la cuestión del Estado hecha por Lenin en el párrafo arriba citado, conjuntamente con la importante corrección que él mismo introdujo días más tarde, son absolutamente correctas. Pero oigamos el increíble uso que Shachtman hace de la definición de Lenin:

Al igual que hace veinte años era posible hablar del término “Estado obrero” como una abstracción, así también es posible hablar del término “Estado obrero degenerado” como una abstracción” (loc. cit., p. 14).

Es patente que Shachtman no consigue entender a Lenin. Hace veinte años, el término “Estado obrero” no podía considerarse de ningún modo una abstracción en general, es decir, algo irreal o inexistente. La definición “Estado obrero”, aunque correcta en sí y por sí misma, era inadecuada en relación con la tarea particular, en concreto la defensa de los obreros por medio de sus sindicatos, y sólo en este sentido era abstracta. Sin embargo, en relación con la defensa de la URSS contra el imperialismo, esta misma definición era en 1920, igual que hoy, inconmoviblemente concreta, al hacer obligatoria para los obreros la defensa del Estado en cuestión.

Shachtman no está de acuerdo. Escribe:

Así como fue necesario una vez, en relación con el problema de los sindicatos, hablar concretamente de qué clase de Estado obrero existía en la Unión Soviética, hoy es necesario establecer, en relación con la guerra actual, el grado de degeneración del Estado soviético (...) y el grado de degeneración del régimen no puede establecerse por medio de una referencia abstracta a la existencia de la propiedad nacionalizada, sino por la observación de la realidad [!] de los acontecimientos [!] vivos [!].

Partiendo de esto, resulta completamente incomprensible por qué en 1920 la cuestión del carácter de la URSS se suscitó en relación con los sindicatos, es decir, con cuestiones particulares internas del régimen, mientras que ahora se suscita en relación con la defensa de la URSS, esto es, en relación con el destino global del Estado. En el primer caso, el Estado obrero era contrapuesto a los obreros; en el último, a los imperialistas. Pequeño prodigio el de esta analogía que cojea de ambas patas: lo que Lenin contraponía, Shachtman lo identifica.

No obstante, incluso tomando literalmente las palabras de Shacht­man, se concluye que la cuestión que a él le interesa es sólo el grado de degeneración (¿de qué?, ¿de un Estado obrero?), es decir, las diferencias cuantitativas de la evaluación. Supongamos que Shachtman haya calculado (¿dónde?) el “grado” con más precisión que nosotros. Pero, ¿cómo pueden diferencias puramente cuantitativas en la evaluación de la degeneración del Estado obrero afectar a nuestra decisión sobre la defensa de la URSS? Es imposible hacer de esto algo que tenga pies y cabeza. La verdad es que Shachtman continúa fiel al eclecticismo, es decir, a sí mismo, arrastrado a la cuestión del “grado” sólo por el esfuerzo en mantener su equilibrio entre Abern y Burnham. Lo que se discute realmente no es de ningún modo el grado determinado por la “realidad de los acontecimientos vivos” (¡que terminología tan precisa, “científica”, “concreta” y “experimental”!), sino si estos cambios cuantitativos se han transformado en cambios cualitativos; es decir, si la URSS es todavía un Estado obrero, aunque degenerado, o si se ha transformado en un nuevo tipo de Estado explotador.

Shachtman no tiene ninguna respuesta a esta pregunta básica; no siente ninguna necesidad de una respuesta. Su argumento es simplemente mimetismo verbal de las palabras de Lenin, pronunciadas en relación con algo diferente, con diferente contenido y que incluían un rotundo error. Lenin declaró en su versión corregida: “El Estado en cuestión no es simplemente un Estado obrero, sino un Estado obrero con deformaciones burocráticas”. Shachtman afirma: “El Estado en cuestión no es simplemente un Estado obrero degenerado, sino...”, ¿sino qué? Shachtman no tiene nada más que decir. Ambos, el orador y la audiencia, se miran uno a otro, boquiabiertos.

¿Qué significa “Estado obrero degenerado” en nuestro programa? A esta cuestión responde nuestro programa con un grado de concreción que resulta totalmente adecuado para resolver la cuestión de la defensa de la URSS:

1) Aquellos rasgos que en 1920 constituían una “deformación burocrática” del sistema soviético se han vuelto ahora un régimen buro­crático independiente, que ha devorado a los sóviets.

2) La dictadura de la burocracia, incompatible con las tareas internas e internacionales del socialismo, ha introducido y continúa in­troduciendo, también en la vida económica del país, deformaciones profundas.

3) Sin embargo, esencialmente el sistema de economía planificada basado en la propiedad estatal de los medios de producción se ha con­servado, y continúa siendo una conquista colosal de la humanidad.

La derrota de la URSS en una guerra contra el imperialismo significaría no sólo la liquidación de la dictadura burocrática, sino también la de la economía estatal planificada, el desmembramiento del país en zonas de influencia, una nueva estabilización del imperialismo y un nuevo debilitamiento del proletariado mundial.

De la circunstancia de que la deformación “burocrática” ha crecido hasta convertirse en un régimen de autocracia burocrática, nosotros sacamos la conclusión de que la defensa de los trabajadores por medio de sus sindicatos (que han sufrido la misma degeneración que el Estado) es hoy, en contraste con 1920, completamente irreal. Es necesario derrocar a la burocracia, tarea que sólo puede lle­varse a cabo mediante la creación de un partido bolchevique ilegal en la URSS.

De la circunstancia de que la degeneración del sistema político todavía no ha llevado a la destrucción de la economía estatal planificada, sacamos la conclusión de que todavía es el deber del proletariado mundial defender la URSS contra el imperialismo y ayudar al proletariado soviético en su lucha contra la burocracia.

¿Qué es exactamente lo que Shachtman encuentra abstracto en nuestra definición de la URSS? ¿Qué enmiendas concretas propone? Si la dialéctica nos enseña que “la verdad es siempre concreta”, entonces esta ley se aplica con igual fuerza a la crítica. No basta con calificar de abstracta una definición. Es preciso señalar exactamente qué es lo que le falta. De otro modo, la crítica misma se vuelve estéril. En lugar de concretar o modificar la definición que él tacha de abstracta, Shachtman la sustituye con el vacío. Eso no basta. El vacío, incluso el más pretencioso, es la peor de todas las abstracciones: puede llenarse con cualquier contenido. No es de extrañar que el vacío teórico, al desplazar el análisis de clase, haya absorbido la política del impresionismo y del aventurerismo.

‘Economía concentrada’

Shachtman continúa citando las palabras de Lenin de que “la polí­ti­ca es economía concentrada” y que, en este sentido, “la política no ­puede sino primar sobre la economía”. De las palabras de Lenin, Shachtman dirige contra mí la moraleja de que estoy interesado, por así decirlo, sólo en la “economía” (medios de producción nacionalizados) y que salto por encima de la “política”. Este segundo esfuerzo por aprove­charse de Lenin no es superior al primero. ¡Aquí el error de ­Shachtman alcanza proporciones verdaderamente vastas! Lenin quiere decir: cuando los procesos, tareas e intereses económicos adquieren un carácter consciente y generalizado (“concentrado”), entran en la esfera de la política en virtud de ese mismo hecho y constituyen la esencia de la política. En este sentido, la política, como economía concentrada, surge por encima de la actividad económica cotidiana, atomizada, in­consciente y no generalizada.

La justeza de la política, desde el punto de vista marxista, se de­termina precisamente por la medida en que “concentra” profundamente y en todos sus aspectos la economía, es decir, en que expresa las tendencias progresistas de su desarrollo. Por eso basamos nuestra política, ante todo y por encima de todo, en nuestro análisis de las formas de propiedad y de las relaciones de clase. Un análisis más detallado y concreto de los factores de la superestructura sólo es posible para nosotros sobre esta base teórica. Así, por ejemplo, si acusásemos a una fracción adversa de “conservadurismo burocrático”, inmediatamente buscaríamos las raíces sociales, es decir, de cla­se, de tal fenómeno. Cualquier otro procedimiento nos rebajaría a la calidad de marxistas “platónicos”, o incluso a la de simples mimos ruidosos.

“La política es economía concentrada”. Habrá que pensar que esta proposición se aplica también al Kremlin. ¿O, como excepción a la regla general, la política del gobierno de Moscú no es “economía concentrada”, sino una manifestación de la libre voluntad de la burocracia? Nuestro esfuerzo por reducir la política del Kremlin a la economía nacionalizada, refractada a través de los intereses de la burocracia, provoca una frenética resistencia en Shachtman, que se guía, respecto a la URSS, no por la generalización consciente de la economía, sino por la “observación de la realidad de los acontecimientos vivos”, o sea, por generalizaciones aproximadas, improvisaciones, simpatías y antipatías. Contrapone esta política impresionista a nuestra política sociológicamente fundada, y al mismo tiempo nos acusa de... ignorar la política. ¡Increíble pero cierto! Seguramente, en última instancia, la política pusilánime y caprichosa de Shachtman es también expresión “concentrada” de la economía, sólo que —¡ay!— de la economía de la desclasada pequeña burguesía.

Comparación con guerras burguesas

Shachtman nos recuerda que las guerras burguesas fueron, en una época, progresistas y que en otro período se volvieron reaccionarias y que, por lo tanto, no basta con dar la definición de clase de un Estado involucrado en una guerra. Esto no aclara la cuestión, sino que la enturbia. Las guerras burguesas pudieron ser progresistas sólo en la época en que todo el régimen burgués era progresista; en otras palabras, en un tiempo en que la propiedad burguesa, en contraste con la propiedad feudal, era un factor constructivo y progresista. Las guerras burguesas se volvieron reaccionarias cuando la propiedad burguesa se convirtió en un freno para el desarrollo. ¿Quiere decir Shachtman, en relación con la URSS, que la propiedad estatal de los medios de producción se ha vuelto un freno para el desarrollo y que la extensión de esta forma de propiedad a otros países constituye una reacción económica? Es evidente que Shachtman no quiere decir esto. Sencillamente, no saca la conclusión lógica de sus propios pensamientos.

El ejemplo de las guerras nacionales burguesas ofrece verdaderamente una lección muy instructiva, pero Shachtman la pasa despreocupadamente por alto. Marx y Engels lucharon por una república alemana unificada. En la guerra de 1870-71 estuvieron del lado de los alemanes, a pesar de que la lucha por la unificación estaba siendo aprovechada y desfigurada por las dinastías parasitarias.

Shachtman hace alusión al hecho de que Marx y Engels se volvie­ron inmediatamente contra Prusia tras la anexión de Alsacia-Lorena[75]. Pero este cambio sólo ilustra todavía más luminosamente nuestro punto de vista. Es inadmisible olvidar ni por un solo instante que se trataba de una guerra entre dos Estados burgueses. Así, ambos campos tenían un denominador común de clase. Decidir cuál de los dos era el “mal menor” —en la medida en que la historia permite elegir— sólo era posible sobre la base de factores complementarios. Del lado alemán, se trataba de crear un Estado nacional burgués como campo económico y cultural. Durante ese período, el Estado nacional era un factor histórico progresista. En esa medida, Marx y Engels estuvieron del lado de los alemanes, a pesar de los Hohenzollern y sus junkers[76]. La anexión de Alsacia-Lorena violó el principio del Estado nacional, tanto en lo que se refiere a Francia como a Alemania, y sentó las bases para una guerra de revancha. Lógicamente, Marx y Engels se volvieron enérgicamente contra Prusia. Pero no corrieron de ningún modo el riesgo de prestar un servicio a un sistema de economía inferior contra otro superior, dado que en ambos campos, repetimos, prevalecían relaciones burguesas. Si Francia hubiera sido un Estado obrero en 1870, entonces Marx y Engels habrían estado desde el principio a favor de Francia, puesto que ellos —y es sonrojante tener que decirlo otra vez— se guiaban en toda su actividad por el criterio de clase.

Lo que hoy está en juego en los viejos países capitalistas ya no es la resolución de las tareas nacionales. Al contrario, la humanidad sufre la contradicción entre las fuerzas productivas y el armazón demasiado estrecho del Estado nacional. La economía planificada, sobre la base de la propiedad socializada, libre de las fronteras nacionales, es la tarea del proletariado internacional, sobre todo... en Europa. Es precisamente esta tarea la que se expresa en nuestra consigna: “¡Por los Estados Unidos Socialistas de Europa!”. La expropiación de los propietarios en Polonia, al igual que en Finlandia, es un factor progresista en sí y por sí mismo. Los métodos burocráticos del Kremlin en estos procesos ocupan el mismo sitio que los métodos dinásticos de los Hohenzollern en la unificación de Alemania. Siempre que nos enfrentemos a la necesidad de elegir entre la defensa de formas reaccionarias de propiedad mediante medidas reaccionarias y la introducción de formas progresistas de propiedad mediante medidas burocráticas, bajo ningún concepto colocaremos a ambos campos en el mismo plano, sino que elegiremos el mal menor. En esto no hay más “capitulación” ante el estalinismo que la que hubo ante los Hohenzollern en la política de Marx y Engels. Apenas es necesario añadir que el papel de los Hohenzollern en la guerra de 1870-71 no justificó ni el papel histórico general de la dinastía ni mucho menos su existencia.

Derrotismo coyuntural, o el huevo de Colón

Permítasenos ahora comprobar cómo Shachtman, auxiliado por un vacío teórico, opera con la “realidad de los acontecimientos vivos” en una cuestión especialmente vital. Escribe:

Nunca hemos apoyado la política internacional del Kremlin (...) pero, ¿qué es la guerra? La guerra es la continuación de la política por otros medios. Entonces, ¿por qué habríamos de apoyar una guerra que es la continuación de una política internacional que nosotros no apoyábamos ni apoyamos? (loc. cit., p. 15).

No se puede negar lo completo de este argumento; bajo la forma de un simple silogismo, se nos pone aquí frente a una acabada teoría del derrotismo. ¡Tan sencillo como el huevo de Colón! Puesto que nunca hemos apoyado la política internacional del Kremlin, no debemos apoyar nunca a la URSS. Entonces, ¿por qué no decirlo?

Nosotros rechazábamos las políticas interna e internacional del Kremlin ya antes del pacto germano-soviético y antes de la invasión de Polonia por el Ejército Rojo. Esto significa que la “realidad de los acontecimientos vivos” del año pasado no tiene la menor relación con el caso. Si fuimos defensistas en el pasado con respecto a la ­URSS, fue sólo por incoherencia. Shachtman revisa no sólo la política actual de la Cuarta Internacional, sino también la pasada. Puesto que estamos contra Stalin, debemos estar, por lo tanto, también contra la URSS; hace mucho tiempo que Stalin es de esta opinión. Shachtman llegó a ella sólo recientemente. De su rechazo a la política del Kremlin se deduce un derrotismo total e indivisible. Entonces, ¿por qué no decirlo?

Pero Shachtman no se atreve a decirlo. En un pasaje anterior escribe:

Decíamos —la minoría continúa diciéndolo— que, si los imperialistas asaltaban la Unión Soviética con el propósito de aplastar la última conquista de la Revolución de Octubre y reducir Rusia a un manojo de colonias, apoyaríamos incondicionalmente a la URSS (loc. cit., p. 15).

¡Un momento, un momento! La política internacional del Kremlin es reaccionaria; la guerra es la continuación de su política reaccionaria; nosotros no podemos apoyar una guerra reaccionaria. ¿Cómo resulta entonces, inesperadamente, que si los perversos imperialistas “asaltan” la URSS y persiguen el poco encomiable objetivo de transformarla en una colonia, bajo semejantes “condiciones” excepcionales Shachtman defenderá la URSS... “incondicionalmente”? ¿Tiene esto algún sentido? ¿Dónde está la lógica? ¿O es que Shachtman, siguiendo el ejemplo de Burnham, también ha relegado la lógica a la esfera de la religión y de otras piezas de museo?

La clave de esta maraña de confusión reside en el hecho de que la afirmación “nunca hemos apoyado la política internacional del Kremlin” es una abstracción. Debe ser diseccionada y concretada. En su actual política, tanto interior como exterior, la burocracia coloca en primer y principal lugar la defensa de sus propios intereses parasitarios. En esa medida, libramos una lucha mortal contra ella; pero, en última instancia, a través de los intereses de la burocracia, de una forma muy distorsionada, se reflejan los intereses del Estado obrero. Nosotros defendemos estos intereses con nuestros propios métodos. Así, no luchamos de ningún modo contra el hecho de que la burocracia salvaguarde (¡a su modo!) la propiedad estatal, el monopolio del comercio exterior o se niegue a pagar las deudas del zarismo. Sin embargo, en una guerra entre la URSS y el mundo capitalista —independientemente de los incidentes que hubiesen llevado a la guerra o de los “objetivos” de tal o cual gobierno— lo que se debate es el destino de precisamente aquellas conquistas históricas que nosotros defendemos incondicionalmente, es decir, a pesar de la política reaccionaria de la burocracia. En consecuencia, la cuestión se reduce —en última y decisiva instancia— a la naturaleza de clase de la URSS.

Lenin dedujo la política del derrotismo del carácter imperialista de la guerra, pero no se paró ahí. Dedujo el carácter imperialista de la guerra de una etapa específica en el desarrollo del régimen capita­lista y de su clase dominante. Puesto que el carácter de la guerra está determinado precisamente por el carácter de clase de la sociedad y del Estado, Lenin recomendó que, al determinar nuestra política fren­te a la guerra imperialista, nos abstrajéramos de circunstancias “concretas” tales como la democracia y la monarquía, la agresión y la defensa nacional. En oposición a esto, Shachtman propone que deduzcamos el derrotismo de las condiciones coyunturales. Este derro­tismo es indiferente al carácter de clase de la URSS y de Finlandia. Le bastan los rasgos reaccionarios de la burocracia y la “agresión”. Si Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos envían aviones y ­cañones a Finlandia, esto no tiene relevancia en la determinación de la política de Shachtman. Pero si las tropas británicas desembarcan en Finlandia, entonces Shachtman pondrá un termómetro bajo la lengua de Chamberlain y determinará sus intenciones: si sólo pretende salvar Finlandia de la política imperialista del Kremlin o si, además, se ­propone derrocar la “última conquista de la Revolución de Octu­bre”. En estricto acuerdo con la lectura del termómetro, el derrotista Shachtman está listo para transformarse en defensista. Esto es lo que quiere decir con sustituir los principios abstractos por la “realidad de los acon­tecimientos vivos”.

Como ya hemos visto, Shachtman exige insistentemente que se citen precedentes: ¿cuánto y dónde han manifestado en el pasado los dirigentes de la oposición su oportunismo pequeñoburgués? La respuesta que ya le he dado sobre este punto debo complementarla aquí con dos cartas que intercambiamos sobre la cuestión del defensismo y de los métodos defensistas en relación con los acontecimientos de la Revolución española. El 18 de septiembre de 1937, Shachtman me escribió:

Usted dice: “si tuviéramos un diputado en las Cortes, votaría contra el presupuesto militar de Negrín”. A menos que esto sea un error tipográfico, nos parece un non sequitur[77]. Si —en lo que todos estamos de acuerdo— el elemento de una guerra imperialista no es dominante actualmente en la lucha española, y si, en cambio, el elemento decisivo es todavía la lucha entre, por una parte, la democracia burguesa que se descompone, con todo lo que ello significa, y, por la otra parte, el fascismo, y si además estamos obligados a prestar apoyo militar a la lucha contra el fascismo, no vemos cómo sería posible votar en las Cortes contra el presupuesto militar (...) Si un camarada socialista del frente de Huesca le preguntara a un bolchevique-leninista por qué su representante en las Cortes votó contra la propuesta de Negrín de dedicar un millón de pesetas a la compra de fusiles para el frente, ¿qué contestaría ese bolchevique-leninista? Nos parece que no tendría una respuesta efectiva. (El subrayado es mío. L. T.).

Esta carta me asombró. Shachtman quería otorgarle confianza al pérfido gobierno de Negrín sobre la base puramente negativa de que “el elemento de una guerra imperialista” no era dominante en España.

El 20 de septiembre de 1937 le contesté:

Votar el presupuesto militar del gobierno de Negrín significa darle nuestra confianza política (...) Hacerlo sería un crimen. ¿Cómo explicaríamos nuestro voto a los obreros anarquistas? Muy fácilmente: no tenemos ninguna confianza en la capacidad de este gobierno para dirigir la guerra y asegurar la victoria. Acusamos a este gobierno de proteger a los ricos y de dejar morir de hambre a los pobres. Este gobierno debe ser aplastado. Mientras no seamos suficientemente fuertes para reemplazarlo, luchamos bajo su mando. Pero en toda ocasión expresamos abiertamente nuestra falta de confianza en él: es la única posibilidad de movilizar políticamente a las masas contra este gobierno y preparar su derrocamiento. Cualquier otra política sería una traición a la revolución.

El tono de mi respuesta sólo refleja débilmente el... asombro que me produjo la postura oportunista de Shachtman. Los errores aislados son, naturalmente, inevitables. Pero ahora, dos años y medio después, esta correspondencia se ilumina con nueva luz. Puesto que defendemos la democracia burguesa contra el fascismo —razona Shachtman—, no podemos rechazar dar nuestra confianza al gobierno burgués. Al aplicar este mismo teorema a la URSS, se transforma en su contrario: puesto que no tenemos ninguna confianza en el gobierno del Kremlin, no podemos defender el Estado obrero. El pseudorradicalismo es, también en este caso, sólo el reverso del oportunismo.

Renuncia al criterio de clase

Permítasenos volver una vez más al abecé. En la sociología marxista, el punto inicial del análisis de un fenómeno dado, por ejemplo, Estado, partido, tendencia filosófica, escuela literaria, etc., es su definición de clase. En la mayoría de los casos, sin embargo, la mera definición de clase es inadecuada, ya que una clase se compone de diferentes estratos, pasa por diferentes fases de desarrollo, se encuen­tra bajo diferentes condiciones, está sujeta a la influencia de otras clases. Se hace necesario tener en cuenta estos factores de segundo y tercer orden, a fin de completar el análisis, y, según el propósito específico, se toman en consideración parcial o totalmente. Pero, para un marxista, el análisis es imposible sin una caracterización de clase del fenómeno que se esté tratando.

El sistema esquelético y muscular no agota la anatomía de un animal; sin embargo, un tratado de anatomía que intentara “abstraerse” de los huesos y músculos quedaría colgado en el aire. La guerra no es un órgano, sino una función de la sociedad, es decir, de su clase dominante. Es imposible definir y estudiar una función sin comprender el órgano, es decir, el Estado; es imposible alcanzar un entendimiento científico del órgano sin comprender la estructura general del organismo, es decir, la sociedad. Los huesos y músculos de la sociedad están constituidos por las fuerzas productivas y las relaciones de clase (relaciones de propiedad). Sostiene Shachtman que es posible que una función, la guerra, pueda ser estudiada “concretamente” con independencia del órgano al cual pertenece, es decir, el Estado. ¿No es esto monstruoso?

Este error fundamental se complementa con otro igualmente evidente. Después de separar la función del órgano, Shachtman, al estudiar la función misma, en contra de todas sus promesas, no procede de lo abstracto a lo concreto, sino, al contrario, disuelve lo concreto en lo abstracto. La guerra imperialista es una de las funciones del capital financiero, es decir, de la burguesía que, llegada a cierta fase de desarrollo, se apoya sobre un capitalismo de estructura específica, o sea, el capital monopolista. Esta definición es suficientemen­te concreta para nuestras conclusiones políticas básicas. Pero al extender el término de guerra imperialista hasta abarcar también al Estado soviético, Shachtman siega la hierba debajo de sus propios pies. Con el fin de encontrar una justificación, aunque sea superficial, para aplicar la misma denominación a la expansión del capital financiero y a la expansión del Estado obrero, Shachtman se ve obligado a desprenderse de la estructura social de ambos Estados, proclamando que es... una abstracción. Así, jugando al escondite con el marxismo, Shachtman designa lo concreto como abstracto y ¡escamotea lo abstracto como concreto!

Este escandaloso juego con la teoría no es accidental. En Estados Unidos, todo pequeñoburgués, sin excepción, está listo para denominar “imperialista” a cualquier ocupación de territorio, especialmente ahora, cuando resulta que EEUU no está ocupado conquistando territorios. Pero si a ese mismo pequeñoburgués se le dice que toda la política exterior del capital financiero es imperialista, con independencia de si en un momento dado está llevando a cabo una anexión o de si está “defendiendo” a Finlandia contra la anexión, entonces nuestro pequeñoburgués dará un brinco de fervorosa indignación. Naturalmente, los líderes de la oposición difieren considerablemente del pequeñoburgués medio en sus objetivos y en su nivel político; pero desgraciadamente sus pensamientos tienen raíces comunes. Invariablemente, un pequeñoburgués trata de separar los acontecimientos políticos de su base social, ya que existe un conflicto orgánico entre un análisis de clase de los hechos y la posición social y la educación de la pequeña burguesía.

Una vez más, Polonia

Mi observación de que el Kremlin, con sus métodos burocráticos, dio un impulso a la revolución socialista en Polonia es convertida por Shachtman en la afirmación de que, en mi opinión, una “revolución burocrática” del proletariado es presumiblemente posible. Esto no sólo es incorrecto, sino desleal. Mi expresión estaba rígidamente limitada. No se trata de “revolución burocrática”, sino solamente de un impulso burocrático. Negar este impulso es negar la realidad. Las masas populares de Ucrania occidental y de Bielorrusia sintieron ese impulso, entendieron su significado y lo utilizaron para llevar a cabo una transformación drástica de las relaciones de propiedad. Un partido revolucionario que no se diera cuenta de este impulso a tiempo y que rehusara utilizarlo sólo serviría para ser echado al cubo de la basura.

Este impulso en dirección a la revolución socialista fue posible sólo porque la burocracia de la URSS se asienta y tiene sus raíces en la economía de un Estado obrero. La utilización revolucionaria de este “impulso” por los ucranianos y los bielorrusos fue posible sólo mediante la lucha de clases en los territorios ocupados y mediante el poder del ejemplo de la Revolución de Octubre. Finalmente, el rápido estrangulamiento o semiestrangulamiento de ese movimiento revolucionario de masas fue posible por su aislamiento y por el poder de la burocracia de Moscú. Quien no haya entendido la interacción dialéctica de estos tres factores (Estado obrero, masas oprimidas y burocracia bonapartista) haría mejor en abstenerse de hablar sobre los acontecimientos de Polonia.

En las elecciones para la Asamblea Nacional de Ucrania y Bielorrusia occidentales, el programa electoral, dictado naturalmente por el Kremlin, incluyó tres puntos extremadamente importantes: inclusión de ambas provincias en la URSS, confiscación de los latifundios en favor de los campesinos y nacionalización de la gran industria y los bancos. Los demócratas ucranianos, a juzgar por su conducta, consideraron un mal menor estar unificados bajo la jurisdicción de un solo Estado. Y, desde el punto de vista de la futura lucha por la independencia, están en lo correcto. En cuanto a los otros dos puntos del programa, uno pensaría que no podría haber ninguna duda entre nosotros sobre su carácter progresista. Tratando de sortear la realidad, es decir, de que fueron las bases sociales de la URSS las que impusieron al Kremlin un programa social revolucionario, Shachtman hace referencia a Letonia, Lituania y Estonia, donde todo ha permanecido como antes. ¡Argumento increíble! Nadie ha dicho que la burocracia soviética siempre y en todas partes quiera o sea capaz de llevar a cabo la expropiación de la burguesía. Lo único que decimos es que ningún otro gobierno podría haber realizado el vuelco social que la burocracia del Kremlin, a pesar de su alianza con Hitler, se vio obligada a consentir en Polonia oriental. De no hacerlo, no podría incluir el territorio en la URSS.

Shachtman se da por enterado de la transformación realizada. No puede negarla. Es incapaz de explicarla. Pero, sin embargo, trata de salvar la cara. Escribe:

En la Ucrania polaca y en Bielorrusia, donde la explotación de clase se intensificó con la opresión nacional (...) los campesinos comenzaron a tomar la tierra por sí mismos y a expulsar a los terratenientes, que ya estaban empezando a huir (loc. cit., p. 16).

Resulta que el Ejército Rojo no tuvo nada que ver con todo ­esto. Vino a Polonia sólo como una “fuerza contrarrevolucionaria”, con el propósito de suprimir el movimiento. Entonces, ¿por qué los obreros y campesinos de Polonia occidental, tomada por Hitler, no organizaron una revolución? ¿Por qué fueron principalmente revolucionarios, “demócratas” y judíos los que huyeron de allí, mientras que los que huyeron de Polonia oriental fueron principalmente los terratenientes y los capitalistas? Shachtman no tiene tiempo para pensar en esto: está muy apurado explicándome que la noción de “revolución burocrática” es absurda, ya que la emancipación de los trabajadores sólo pueden llevarla a cabo los trabajadores mismos. ¿No estoy en lo cierto al repetir que obviamente Shachtman piensa que está en una guardería?

En el órgano parisino de los mencheviques —quienes, si ello es posible, son todavía más “irreconciliables” en su actitud hacia la po­lítica exterior del Kremlin que Shachtman— se informa de que “en las aldeas, muy frecuentemente con la simple aproximación de las tropas soviéticas [es decir, incluso antes de su entrada en un determinado distrito. L. T.], surgieron comités campesinos por todas partes, órganos elementales del autogobierno revolucionario campesino”. Las autoridades militares se apresuraron, claro está, a subordinar esos comités a los órganos burocráticos establecidos por ellas en los ­centros urbanos. Sin embargo, se vieron obligados a apoyarse en los comités campesinos, puesto que sin ellos era imposible llevar a cabo la revolución agraria.

El 19 de octubre, Dan, el líder de los mencheviques, escribió:

De acuerdo con el testimonio unánime de todos los observadores, la aparición del ejército y de la burocracia soviéticos provocó, no sólo en el territorio ocupado por ellos, sino más allá de sus límites, un impulso [!!!] al desorden social y a las transformaciones sociales.

El “impulso”, como puede verse, no fue inventado por mí, sino por el “testimonio unánime de todos los observadores” dotados de ojos y oídos. Dan va todavía más lejos y expresa la suposición de que:

las olas engendradas por este impulso no sólo afectarán al poderío alemán en un lapso relativamente corto de tiempo, sino que también, en mayor o menor grado, envolverán a otros países.

Otro menchevique escribe:

A pesar de lo que haya podido intentar el Kremlin para evitar cualquier cosa que pudiera tener pinta de gran revolución, el mero hecho de la entrada de las tropas soviéticas en territorio de Polonia oriental, con sus viejas relaciones agrarias semifeudales, tenía que provocar un tempestuoso movimiento agrario. Con la aproximación de las tropas soviéticas, los campesinos comenzaron a tomar los latifundios de los terratenientes y a formar comités campesinos.

Observen: con la aproximación de las tropas soviéticas, y de ningún modo con su retirada, como debería ser de acuerdo a las palabras de Shachtman. Cito el testimonio de los mencheviques porque están muy bien informados, con fuentes procedentes de los emigrados judíos y polacos llegados a Francia, con quienes mantienen relaciones amistosas, y también porque, como estos caballeros han capitulado ante la burguesía francesa, no pueden ser sospechosos de capitular ante el estalinismo.

Las informaciones de la prensa burguesa confirman el testimonio de los mencheviques:

La revolución agraria en la Polonia soviética ha tenido la fuerza de un movimiento espontáneo. Tan pronto como se extendió la noticia de que el Ejército Rojo había cruzado el río Zbrucz, los campesinos comenzaron a repartirse las tierras de los terratenientes. Se dio tierra primero a los pequeños propietarios, y así se expropió cerca de un 30% de la tierra cultivable. (The New York Times, 17/1/1940)

Como si se tratara de un nuevo argumento, Shachtman me lanza mis propias palabras para sostener que la expropiación de los terratenientes en Polonia oriental no puede alterar nuestra apreciación de la política general del Kremlin. ¡Claro que no! Nadie lo ha propuesto. Con la ayuda de la Internacional Comunista, el Kremlin ha desorientado y desmoralizado a la clase obrera, de forma que no sólo ha facilitado el estallido de una nueva guerra imperialista, sino que también ha hecho extremadamente difícil la utilización de esta guerra para la revolución. Comparada con estos crímenes, la transformación social en las dos provincias, que fue pagada con creces por la esclavitud de Polonia, naturalmente es de importancia secundaria y no altera el carácter general reaccionario de la política del Kremlin. Pero, a iniciativa de la propia oposición, la cuestión que ahora se plantea no es de política general, sino de su refracción concreta bajo condiciones específicas de tiempo y espacio. Para los campesinos de Galitzia y de Bielorrusia occidental, la transformación agraria fue de la mayor importancia. La Cuarta Internacional no podía haber boicoteado esa transformación por el hecho de que la iniciativa partió de la burocracia reaccionaria. Nuestro deber absoluto era participar en la transformación al lado de los obreros y campesinos y, en esa medida, al lado del Ejército Rojo. Al mismo tiempo, era indispensable prevenir incansablemente a las masas sobre el carácter reaccionario general de la política del Kremlin y de los peligros que esto entrañaba para los territorios ocupados. La política bolchevique es precisamente saber cómo combinar estas dos tareas o, más precisamente, las dos caras de una misma y única tarea.

Una vez más, Finlandia

Habiendo mostrado tan singular perspicacia para entender los acontecimientos de Polonia, Shachtman se lanza con autoridad redoblada sobre mí en relación con los acontecimientos de Finlandia. En mi artículo Una oposición pequeñoburguesa... escribí:

La guerra fino-soviética está comenzando aparentemente a ser complementada por una guerra civil, en la que el Ejército Rojo se encuentra en una etapa dada en el mismo campo que los pequeños campesinos y los obreros finlandeses.

Esta fórmula extremadamente cauta no encontró la aprobación de mi implacable juez. Mi valoración de los acontecimientos de Polonia ya lo había sacado de quicio: “Encuentro todavía menos [pruebas] para sus —¿cómo lo diría?— asombrosas observaciones acerca de Finlandia”, escribe Shachtman en la página 16 de su Carta. Me apena que Shachtman prefiera asombrarse en vez de reflexionar sobre las cosas.

En los estados bálticos, el Kremlin limitó su labor a conseguir ventajas estratégicas, con el indudable cálculo de que en el futuro estas bases militares estratégicas también permitirán la sovietización de esas antiguas partes del Imperio zarista. Estos éxitos en el Báltico, conseguidos con amenazas diplomáticas, se encontraron, sin embargo, con la resistencia de Finlandia. Someterse a esta resistencia habría significado para el Kremlin poner en peligro su “prestigio” y, por lo tanto, sus éxitos en Estonia, Letonia y Lituania. Así que, contraviniendo sus planes iniciales, el Kremlin se vio obligado a recurrir a la fuerza armada. De este hecho, cualquier persona que piense se habrá preguntado: ¿pretende el Kremlin sólo atemorizar a la burgue­sía finlandesa y forzarla a hacer concesiones, o deberá ahora ir más lejos? Naturalmente, para esta pregunta no puede haber una respuesta “automática”. Era necesario —a la luz de las tendencias generales— orientarse en base a síntomas concretos. Los líderes de la oposición son incapaces de ello.

Las operaciones militares comenzaron el 30 de noviembre. Ese mismo día, el Comité Central del Partido Comunista de Finlandia, indudablemente radicado en Leningrado o en Moscú, lanzó un manifiesto por radio al pueblo trabajador de Finlandia. Este manifiesto proclamaba:

Por segunda vez en la historia de Finlandia, la clase obrera inicia una lucha contra el yugo de la plutocracia. La primera experiencia de los obreros y campesinos, en 1918, terminó con la victoria de los capitalistas y terratenientes. Pero esta vez (...) ¡el pueblo trabajador debe vencer!

Este manifiesto indicaba claramente por sí solo que no se trataba de un intento de atemorizar al gobierno burgués de Finlandia, sino de un plan para provocar una insurrección en el país y complementar la invasión del Ejército Rojo con la guerra civil.

La declaración del llamado Gobierno Popular, publicada el 2 de diciembre, afirma: “En diferentes partes del país, el pueblo ya se ha levantado y ha proclamado la creación de una república democrática”. Esta afirmación es obviamente un invento; de otro modo, el manifiesto habría mencionado los sitios en que se habían llevado a cabo los intentos insurreccionales. Es posible, sin embargo, que intentos aislados, preparados desde fuera, hayan terminado en fracaso, y por eso precisamente haya parecido mejor no entrar en detalles. En cualquier caso, las noticias referentes a “insurrecciones” constituían un llamamiento a la insurrección. Por lo demás, la declaración contenía información concerniente a la formación del “primer cuerpo militar finlandés, que en el curso de las próximas batallas será engrosado por voluntarios de las filas de los obreros y campesinos revolucionarios”. Hubiera mil hombres en ese “cuerpo” o hubiera sólo cien, el significado del “cuerpo” en la determinación de la política del Kremlin fue indiscutible.

Al mismo tiempo, despachos cablegráficos informaban de la expropiación de grandes terratenientes en las regiones fronterizas. No existe la menor duda de que esto es exactamente lo que aconteció durante el primer avance del Ejército Rojo. Pero incluso aunque esas informaciones fuesen inventadas, conservan enteramente su significado como llamamientos a una revolución agraria. De ese modo, yo tenía todo el derecho a declarar que “aparentemente la guerra fino-­soviética está comenzando a ser complementada por una ­guerra civil”. Es verdad que a principios de diciembre sólo tenía a mi disposición una parte de esos hechos.

Pero sobre el fondo de la situación general y, me tomo la libertad de añadir, con la ayuda de una comprensión de su lógica interna, los síntomas aislados me permitieron extraer las conclusiones necesarias respecto al rumbo general de la lucha. Sin semejantes conclusiones semi a priori, se podrá ser un observador que explica, pero en ningún caso un participante activo en los acontecimientos. Pero, ¿por qué el llamamiento del “Gobierno Popular” no obtuvo una respuesta inmediata de las masas? Por tres razones: 1) Finlandia está completamente dominada por un aparato militar reaccionario, sostenido no sólo por la burguesía, sino también por las capas altas del campesinado y por la burocracia sindical; 2) la política del Kremlin consiguió transformar al Partido Comunista finlandés en un factor insignificante; y 3) el régimen de la URSS no es capaz de levantar ningún entusiasmo entre las masas trabajadoras finlandesas. Incluso entre 1918 y 1920 en Ucrania, los campesinos respondieron muy lentamente a los llamamientos para tomar los latifundios porque el poder local soviético era todavía débil y cada triunfo de los blancos iba acompañado de despiadadas expediciones punitivas. Tanto menos sorprendente es que los campesinos pobres finlandeses tardaran en responder a un llamamiento para una revolución agraria. Para poner a los campesinos en movimiento se requerían triunfos importantes del Ejército Rojo. Pero el Ejército Rojo sólo sufrió derrotas durante el primer y mal preparado avance. Bajo tales condiciones, no podía ni hablarse de un levantamiento campesino. Era imposible esperar una guerra civil independiente en Finlandia en esa etapa: mis cálculos hablaban muy precisamente de complementar las operaciones militares con medidas de guerra civil. Tengo en mente —por lo menos hasta que el ejército finlandés sea aniquilado— sólo el territorio ocupado y las regiones adyacentes.

Hoy, 17 de enero, mientras escribo estas líneas, despachos de fuente finlandesa informan de que una de las provincias fronterizas ha sido invadida por destacamentos de emigrados finlandeses y que, literalmente, hermanos se matan allí entre ellos. ¿Qué es esto sino un episodio de guerra civil? En todo caso, no puede haber duda de que un nuevo avance del Ejército Rojo en Finlandia confirmará a cada paso nuestra valoración general de la guerra. Shachtman no tiene ni un análisis de los acontecimientos, ni siquiera el indicio de un pronóstico. Se limita a la noble indignación, y por esta razón a cada paso se hunde más en el lodo.

El llamamiento del “Gobierno Popular” apelaba al control obrero. ¡A saber qué significa esto!, exclama Shachtman. En la URSS no hay control obrero; ¿de dónde saldrá en Finlandia? Es triste decirlo, pero Shachtman revela una completa falta de comprensión de la situación. En la URSS, el control obrero es una etapa completada hace mucho tiempo. Del control sobre la burguesía pasaron allí a la gestión de la producción nacionalizada. De la gestión por los trabajadores, al dominio de la burocracia. Un nuevo control obrero significaría ahora un control sobre la burocracia. Esto no puede establecerse salvo como resultado de un levantamiento antiburocrático victorioso. En Finlandia, el control obrero no significa todavía nada más que expulsar a la burguesía nativa, cuyo lugar se propone ocupar la burocracia. Además, no se puede pensar que el Kremlin sea tan estúpido como para intentar gobernar Polonia oriental o Finlandia mediante comisarios importados. Para el Kremlin, es de la mayor urgencia extraer un nuevo aparato administrativo de entre la población trabajadora de las áreas ocupadas. Esta tarea sólo puede resolverse en varias etapas. La primera son los comités campesinos y los comités de control obrero[78].

Shachtman se aferra ansioso incluso al hecho de que el programa de Kuusinen “es formalmente el programa de una ‘democracia’ burguesa”. ¿Quiere decir con esto que el Kremlin está más interesado en establecer una democracia burguesa en Finlandia que en incorporar el país a la URSS? Shachtman no sabe lo que quiere decir. En España, a la cual Moscú no preparó para unir a la URSS, de lo que se trató en realidad fue de demostrar la capacidad del Kremlin para salvaguardar la democracia burguesa contra la revolución proletaria. Esta tarea se desprendía de los intereses de la burocracia del Kremlin en aquella situación internacional particular. La situación es distinta hoy. El Kremlin no se está preparando para demostrar su utilidad a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Como demuestran sus acciones, está firmemente decidido a sovietizar Finlandia, inmediatamente o en dos etapas. El programa del gobierno de Kuusinen, aunque se analice desde un punto de vista “formal”, no se diferencia del programa de los bolcheviques en noviembre de 1917. Ciertamente, Shachtman da mucha relevancia al hecho de que yo generalmente conceda importancia al manifiesto del “idiota” Kuusinen. Sin embargo, me tomaré la libertad de considerar que el “idiota” Kuusinen, al actuar bajo las órdenes del Kremlin y con el apoyo del Ejército Rojo, representa un factor político mucho más serio que el que representan decenas de sabelotodos superficiales que se niegan a pensar a través de la lógica interna (dialéctica) de los acontecimientos.

Como resultado de su notable análisis, Shachtman propone, abiertamente esta vez, una política derrotista respecto a la URSS, y añade (para caso de emergencia) que de ningún modo deja de ser un “patriota de su clase”. Nos complace mucho la información. Lo malo es que Dan, el dirigente menchevique, tan atrás como el 12 de noviembre, escribió que, en caso de que la Unión Soviética invadiera Finlandia, el proletariado mundial “debe tomar una posición derrotista definitiva en relación con esa violación” (Sotsialistícheski Véstnik, n° 19-20, p. 43). Es necesario añadir que, durante el régimen de Kérenski[79], Dan fue un rabioso defensista; no fue derrotista ni siquiera bajo el zar. Sólo la invasión de Finlandia por el Ejército Rojo ha convertido a Dan en derrotista. Naturalmente, no por eso ha dejado de ser “un patriota de su clase”. ¿De qué clase? Esta cuestión no carece de interés. En cuanto al análisis de los hechos, Shachtman no está de acuerdo con Dan, que está más cerca del escenario de la acción y no puede sustituir los hechos por la ficción; a modo de compensación, en lo que se refiere a las “conclusiones políticas concretas”, Shachtman ha resultado ser un “patriota” de la misma clase que Dan. Esta clase, en sociología marxista, si la oposición me lo permite, se llama pequeña burguesía.

La teoría de los ‘bloques’

Para justificar su bloque con Burnham y Abern —contra el ala proletaria del partido, contra el programa de la Cuarta Internacional y contra el método marxista—, Shachtman no ha prescindido de la historia del movimiento revolucionario, que —según sus propias palabras— estudió especialmente a fin de transmitir grandes tradiciones a la joven generación. La finalidad es, naturalmente, encomiable. Pero exige un método científico. Mientras tanto, Shachtman ha empezado por sacrificar el método científico en aras de un bloque. Sus ejemplos históricos son arbitrarios, no meditados y categóricamente falsos.

No toda colaboración es un bloque en el sentido propio de la palabra. No son infrecuentes los acuerdos episódicos que de ningún modo se transforman ni buscan transformarse en un bloque duradero. Por otra parte, la pertenencia a un mismo partido difícilmente puede llamarse un bloque. Nosotros, junto al camarada Burnham, hemos pertenecido (y espero que seguiremos perteneciendo hasta el final) a un mismo partido internacional; pero esto todavía no es un bloque. Dos partidos pueden constituir un bloque a largo plazo para luchar juntos contra un enemigo común: tal fue la política de frente popular. Tendencias próximas, pero no idénticas, dentro de un mismo partido, pueden acordar formar un bloque contra una tercera fracción.

Para evaluar los bloques internos del partido son de importan­cia decisiva dos aspectos: 1) Primero y ante todo, ¿en contra de quién o de qué está dirigido el bloque? 2) ¿Cuál es la correlación de fuerzas den­tro del bloque? Así, para una lucha contra el chovinismo dentro del propio partido, la formación de un bloque entre internacionalistas y centristas está enteramente permitida. En este caso, el resultado del bloque dependería de la claridad del programa de los internacio­nalistas y de su cohesión y disciplina, ya que estos rasgos son frecuen­temente más importantes para determinar la correlación de fuerzas que la fortaleza numérica.

Como dijimos antes, Shachtman apela al bloque de Lenin con Bogdánov. Ya he afirmado que Lenin no hizo ni la más pequeña conce­sión teórica a Bogdánov. Ahora examinaremos el aspecto político del “bloque”. Primeramente, es necesario dejar claro que en realidad no se trató de un bloque, sino de una colaboración en una organización común. La fracción bolchevique desarrollaba una existencia independiente. Lenin no formó un “bloque” con Bogdánov contra otras tendencias dentro de su propia organización. Al contrario, formó un bloque incluso con los bolcheviques conciliadores (Dubróvinski, Ríkov y otros) contra las herejías teóricas de Bogdánov. En esencia, la cuestión, en lo que a Lenin se refiere, era si sería posible continuar con Bogdánov en la misma organización, que, a pesar de llamarse “fracción”, tenía todos los rasgos de un partido. Si Shachtman no considera a la oposición como una organización independiente, entonces su referencia al “bloque” Lenin-Bogdánov se hace añicos.

Pero el error en la analogía no se limita a esto. La fracción/partido bolchevique desarrollaba una lucha contra el menchevismo, que en esa época ya se había revelado completamente como una agencia pequeñoburguesa de la burguesía liberal. Esto era mucho más serio que la acusación de supuesto “conservadurismo burocrático”, cuyas raíces de clase Shachtman ni siquiera intenta definir. La colaboración de Lenin con Bogdánov fue una colaboración entre una tendencia proletaria y una tendencia centrista sectaria, dirigida contra el oportunismo pequeñoburgués. Las líneas de clase están claras. El “bloque” (si se usa este término en este caso) estaba justificado.

La historia posterior del “bloque” no carece de importancia. En la carta a Gorki citada por Shachtman, Lenin expresaba la esperanza de que fuera posible separar las cuestiones políticas de las puramente filosóficas. Shachtman se olvida de decir que la esperanza de Lenin no se materializó. Las diferencias se desarrollaron desde las alturas de la filosofía hacia abajo en todas las demás cuestiones, incluyendo las más corrientes. Si el “bloque” no desacreditó al bolchevismo fue sólo porque Lenin tenía un programa acabado, un método correcto y una fracción homogénea, en la cual el grupo de Bogdánov constituía una pequeña minoría inestable.

Shachtman ha constituido un bloque con Burnham y Abern contra el ala proletaria de su propio partido. Es imposible negarlo. La correlación de fuerzas dentro del bloque está enteramente en contra de Shachtman. Abern tiene su propia fracción. Burnham, con ayuda de Shachtman, puede crear una apariencia de fracción integrada por los intelectuales desilusionados con el bolchevismo. Shachtman no tiene ningún programa independiente, ningún método independiente, ninguna fracción independiente. El carácter ecléctico del “programa” de la oposición está determinado por las tendencias contradictorias dentro del bloque. En caso de que el bloque colapse —y el colapso es inevitable—, Shachtman saldrá de la lucha sin más resultado que daño para el partido y para sí mismo.

Shachtman apela, además, al hecho de que en 1917 Lenin y ­Trots­ky se unieron, tras una larga lucha, y que por tanto habría sido incorrecto recordarles sus diferencias pasadas. Este ejemplo se encuentra un poco comprometido por el hecho de que Shachtman ya lo utilizó antes una vez para explicar su bloque con... Cannon contra Abern. Pero además de esta desagradable circunstancia, la analogía histórica es falsa hasta la médula. Al unirse al Partido Bolchevique, Trotsky reconoció completamente y con toda lealtad la corrección de los métodos leninistas de construcción del partido. Al mismo tiempo, la irreconciliable tendencia de clase del bolchevismo había corregido una perspectiva incorrecta. Si yo no suscité nuevamente la cuestión de la revolución permanente en 1917 fue porque la marcha de los acontecimientos ya la había zanjada para ambas partes. La base para el trabajo conjunto no fueron combinaciones subjetivas o episódicas, sino la revolución proletaria. Esta es una base sólida. Además, de lo que se trataba entonces no era de formar un “bloque”, sino de unificarse en un solo partido, contra la burguesía y sus agentes pequeñoburgueses. Dentro del partido, el bloque de octubre de Lenin y Trotsky estaba dirigido en contra de las vacilaciones pequeñoburguesas respecto a la cuestión de la insurrección.

Igualmente superficial es la referencia de Shachtman al bloque de Trotsky con Zinóviev en 1926. En esa época, la lucha no se dirigía contra el “conservadurismo burocrático” como rasgo psicológico de unos cuantos individuos antipáticos, sino contra la burocracia más poderosa del mundo, sus privilegios, su dominio arbitrario y su política reaccionaria. La amplitud de las diferencias permisibles en un bloque está determinada por el carácter del adversario.

La relación de los elementos dentro del bloque era asimismo completamente diferente. La Oposición de 1923 tenía su propio programa y sus propios cuadros, que no eran en absoluto intelectuales, como Shachtman afirma haciéndose eco de los estalinistas, sino principalmente trabajadores. La oposición Zinóviev-Kámenev, a petición nuestra, reconoció en un documento especial que la Oposición de 1923 estaba en lo correcto en todas las cuestiones fundamentales. Sin embargo, puesto que teníamos tradiciones distintas y estábamos lejos de coincidir en todo, la fusión nunca llegó a realizarse; ambos grupos siguieron siendo fracciones independientes. En ciertas cuestiones de importancia, es cierto, la Oposición de 1923 hizo concesiones principistas a la Oposición de 1926 —con mi voto en contra—, concesiones que consideré y todavía considero inadmisibles. El que no protestase abiertamente contra tales concesiones fue más bien un error. Pero en general no había mucho lugar para protestas públicas, ya que trabajábamos ilegalmente. En cualquier caso, ambos campos quedaron bien enterados de mis opiniones sobre las cuestiones polémicas. Dentro de la Oposición de 1923, el novecientos noventa y nueve por mil, si no más, apoyaron mi punto de vista, y no el de Zinóviev o el de Rádek[80]. Con semejante correlación entre los dos grupos dentro del bloque, pudo haber este o aquel error parcial, pero no hubo nada que se pareciese al aventurerismo.

Con Shachtman, el caso es completamente distinto. ¿Quién estaba en lo cierto en el pasado, y precisamente cuándo y dónde? ¿Por qué Shachtman estuvo primero con Abern, después con Cannon y ahora de nuevo con Abern? La explicación de Shachtman sobre las amargas luchas fraccionales del pasado es digna no de una figura política responsable, sino de una niñera: “Juanito estaba un poco equivocado, Max otro poco, todos estábamos un poco equivocados, y ahora todos estamos un poco en lo cierto”. ¿Quién estaba en un error y en qué? Sobre esto, ni una palabra. La tradición no existe. El ayer ha sido borrado de los cálculos. ¿Cuál es la razón de todo esto? Que el camarada Shachtman desempeña en el organismo del partido el papel de un riñón flotante.

En busca de analogías históricas, Shachtman obvia un ejemplo que realmente sí tiene parecido con su actual bloque: el llamado bloque de agosto de 1912. Yo participé activamente en ese bloque; en cierto modo lo creé yo. Políticamente, yo discrepaba de los mencheviques en todas las cuestiones fundamentales. También discrepaba de los bolcheviques ultraizquierdistas, los miembros del grupo Vpériod. En la orientación política general, me encontraba mucho más cerca de los bolcheviques. Pero estaba en contra del “régimen” leninista porque todavía no había aprendido a comprender que, a fin de realizar la meta revolucionaria, es indispensable un partido centralizado, firmemente unido. Y así formé ese bloque episódico, compuesto de elementos heterogéneos y dirigido contra el ala proletaria del partido.

En el bloque de agosto, los liquidadores tenían su propia fracción y el grupo Vpériod también tenía algo parecido a una fracción. Yo me mantuve aislado, tenía a quienes pensaban como yo, pero no una fracción. Escribí muchos de los documentos, que, evitando las diferencias principistas, tenían por objeto la creación de una apariencia de unanimidad respecto a las “cuestiones políticas concretas”. ¡Ni una palabra sobre el pasado! Lenin sometió al bloque de agosto a una crítica implacable, y los golpes más duros cayeron sobre mí. Lenin demostró que, puesto que yo no estaba políticamente de acuerdo ni con los mencheviques ni con los miembros del grupo Vpériod, mi política era aventurerismo. Esto fue severo, pero cierto.

Como “circunstancia atenuante”, permítaseme mencionar el hecho de que yo no me había fijado como tarea el apoyar a la fracción derechista o ultraizquierdista contra los bolcheviques, sino la de unir a todo el partido. Los bolcheviques también fueron invitados a la conferencia de agosto. Pero como Lenin rechazó rotundamente unirse con los mencheviques (en lo que estaba completamente acertado), me quedé en un bloque antinatural con los mencheviques y los miembros del grupo Vpériod. La segunda circunstancia atenuante es que el fenómeno del bolchevismo como el genuino partido revolucionario se estaba desarrollando entonces por vez primera; no había precedentes en la Segunda Internacional. Pero no trato de absolverme de culpa en lo más mínimo. A pesar de la concepción de la revolución permanente, que revelaba indudablemente una perspectiva correcta, en aquella época no me había liberado, especialmente en la esfera organizativa, de los rasgos del revolucionario pequeñoburgués. Estaba enfermo de la enfermedad del conciliacionismo hacia el menchevismo y de una actitud desconfiada hacia el centralismo leninista. Inmediatamente después de la conferencia de agosto, el bloque comenzó a desintegrarse. En unos pocos meses, yo estaba fuera del bloque, no sólo en materia de principios, sino organizativamente.

Hoy le dirijo a Shachtman el mismo reproche que Lenin me dirigió a mí hace veintisiete años: “Su bloque carece de principios”, “su política es aventurerismo”. De todo corazón, expreso la esperanza de que Shachtman extraiga de estas acusaciones las mismas conclusiones que una vez extraje yo.

Las fracciones en lucha

Shachtman se sorprende de que Trotsky, “el líder de la Oposición de 1923”, sea capaz de apoyar a la fracción burocrática de Cannon. En esto, como en la cuestión del control obrero, Shachtman revela de nue­vo su falta de sensibilidad para la perspectiva histórica. Ciertamente, para justificar su dictadura, la burocracia soviética explotó los prin­ci­pios del centralismo bolchevique, pero en el propio proceso los transformó en su completo contrario. Pero esto no desacredita en nada los métodos del bolchevismo. Durante muchos años, Lenin educó al par­tido en el espíritu de la disciplina proletaria y de un severo centralis­mo. Mientras lo hacía, sufrió muchas veces el ataque de las fracciones y de las camarillas pequeñoburguesas. El centralismo bolchevique fue un factor profundamente progresista que en última instancia aseguró el triunfo de la Revolución. No es difícil entender que la lu­cha de la actual oposición en el seno del SWP no tiene nada en común con la lucha de la Oposición rusa de 1923 contra la privilegiada casta burocrática; pero sí tiene, en cambio, un gran parecido con la lucha de los mencheviques contra el centralismo bolchevique.

Según la oposición, Cannon y su grupo son “expresión de un tipo de política que como mejor puede describirse es como conservaduris­mo burocrático”. ¿Qué quiere decir esto? La dominación de una buro­cracia sindical conservadora, copartícipe en los beneficios de la burgue­sía nacional, sería inconcebible sin el apoyo directo o indirecto del Estado capitalista. El dominio de la burocracia estalinista sería incon­cebible sin la GPU, el ejército, los tribunales, etc. La burocracia soviética apoya a Stalin precisamente porque es el burócrata que mejor defiende sus intereses. La burocracia sindical apoya a Green y Lewis[81] precisamente porque sus vicios, como burócratas diestros y hábiles, salvaguardan los intereses materiales de la aristocracia obrera. Pero, ¿sobre qué bases se apoya el “conservadurismo burocrático” del SWP? Es evidente que no sobre intereses materiales, sino sobre una selección de tipos burocráticos, en contraste con otro sector donde se han agrupado los espíritus dinámicos, innovadores y creadores. La oposición no apunta hacia algo objetivo (como, por ejemplo, las bases sociales del “conservadurismo burocrático”). Todo se reduce a pura psicología. En tales condiciones, todo obrero que piense dirá: es posible que el camarada Cannon realmente peque en lo referente a sus tendencias burocráticas —me es difícil juzgar a distancia—, pero si la mayoría del Comité Nacional y del partido, que en modo alguno está interesada en “privilegios” burocráticos, apoya a Cannon, no lo hace por sus tendencias burocráticas, sino a pesar de ellas. Esto significa que Cannon tiene otras virtudes que contrarrestan sobradamente sus defectos personales. Eso es lo que dirá un miembro serio del partido. Y, en mi opinión, estará en lo correcto.

Para confirmar sus quejas y acusaciones, los dirigentes de la oposición sacan a la luz anécdotas y episodios inconexos que pueden contarse por centenares y por miles en todo partido y que, además, son imposibles de verificar objetivamente en la mayor parte de los casos. La indulgencia está muy lejos de mí cuando critico la sección de cuentos e historias de los documentos de la oposición. Pero hay un episodio sobre el que quiero expresarme como testigo y participante. Los dirigentes de la oposición refieren muy arrogantemente la facilidad con que Cannon y su grupo aceptó, presumiblemente sin crítica y sin deliberación, el programa de reivindicaciones transicionales. He aquí lo que escribí al camarada Cannon el 15 de abril de 1938, en lo que respecta a la elaboración de este programa:

Le hemos enviado el proyecto del programa de transición y una breve declaración sobre el partido obrero. Sin su visita a México, nunca habría podido escribir el proyecto de programa porque durante las discusiones aprendí muchas cosas importantes que me permitieron ser más explícito y concreto.

Shachtman conoce perfectamente estas circunstancias, ya que él fue uno de los que tomaron parte en la discusión.

Los rumores, las especulaciones personales y los chismes no ­sirven para nada, pero ocupan un sitio importante en los círculos pequeño­burgueses, en donde las personas no están unidas por lazos de partido, sino por relaciones personales, y donde no se ha adquirido el hábito de una aproximación de clase a los acontecimientos. De boca en boca ha circulado que he sido visitado exclusivamente por represen­tantes de la mayoría y que se me ha llevado por el mal camino, fuera de la senda de la verdad. ¡Mis queridos camaradas, no creáis tamaña insensatez! Yo obtengo información política por los mismos métodos que uso generalmente en mi trabajo. Una actitud crítica con respecto a la información es parte orgánica de la fisonomía política de todo político. Si yo fuese incapaz de distinguir los mensajes falsos de los verdaderos, ¿qué valor podrían tener en general mis juicios?

Conozco personalmente a no menos de veinte miembros de la fracción de Abern. Hacia algunos de ellos me siento obligado por su amistosa ayuda en mi labor, y los considero a todos, o a casi todos, como valiosos miembros del partido. Pero al mismo tiempo debo decir que lo que distingue a cada uno de ellos en mayor o menor grado es el halo propio de un medio pequeñoburgués, la falta de experiencia en la lucha de clases y, en cierta medida, la falta del contacto indispensable con el movimiento proletario. Sus rasgos positivos los ligan a la Cuarta Internacional. Sus rasgos negativos los atan a la más conservadora de todas las fracciones.

“Se inocula una actitud antiintelectual y antiintelectuales en las mentes de los miembros del partido”, se queja el documento sobre el conservadurismo burocrático (Internal Bulletin, vol. 2, n° 6, enero de 1940, p. 12). Este argumento está traído por los pelos. Los intelectuales que están en tela de juicio no son aquellos que se han pasado completamente al lado del proletariado, sino los que tratan de llevar nuestro partido a la posición del eclecticismo pequeñoburgués. Este mismo documento declara: “Se hace propaganda contra la sección de Nueva York que, en el fondo, atiende a prejuicios no siempre sanos” (Ibídem). ¿De qué prejuicios se habla? Aparentemente al antisemitismo. Si en nuestro partido existen prejuicios antisemitas, u otros prejuicios raciales, es necesario combatirlos implacablemente mediante ataques abiertos, no mediante insinuaciones vagas. Pero la cuestión de los intelectuales y semiintelectuales judíos de Nueva York es una cuestión social, no nacional. En Nueva York hay gran cantidad de proletarios judíos, pero la fracción de Abern no está formada por ellos. Los elementos pequeñoburgueses de esta fracción se han demostrado incapaces, hasta ahora, de encontrar un camino hacia los trabajadores judíos. Se sienten satisfechos con su propio medio.

Ha habido más de una ocasión en la historia —más exactamente, no sucede de otra manera en la historia— en que, durante la transición del partido de un período al siguiente, aquellos elementos que jugaron un papel progresista en el pasado, pero que demostraron ser incapaces de adaptarse a tiempo a las nuevas tareas, se han unido entre sí frente al peligro y han revelado casi exclusivamente sus rasgos negativos en vez de los positivos. Ese es precisamente el actual papel de la fracción de Abern, en la que Shachtman juega el papel de periodista y Burnham, el de consejero teórico.

Cannon sabe —insiste Shachtman— cuán falso es introducir en el ac­tual debate la “cuestión Abern”. Él sabe lo que todo dirigente informado del partido y muchos miembros saben, es decir, que al menos durante los últimos años no ha existido tal “grupo Abern”.

Me tomo la libertad de señalar que, si alguien está aquí desfigurando la realidad, ese es Shachtman. Sigo el desarrollo de las relaciones internas de la sección estadounidense desde hace casi diez años. La composición específica y el papel especial jugado por la organización de Nueva York fue evidente para mí antes que ninguna otra cosa. Shachtman tal vez recordará que, cuando yo aún estaba en Prinkipo, aconsejé al Comité Nacional que se trasladara durante algún tiempo desde Nueva York y su atmósfera de disputas pequeñoburguesas a algún centro industrial de provincias. Tras mi llegada a México, tuve oportunidad de conocer mejor el idioma inglés y, gracias a muchas visitas de mis amigos del norte, llegar a una descripción más vívida de la composición social y de la psicología política de los distintos grupos. Sobre la base de mis propias observaciones personales e inmediatas durante los pasados tres años, afirmo que la fracción Abern ha existido de forma ininterrumpida, si no “dinámicamente”, al menos estáticamente.

Los miembros de la fracción Abern son fácilmente reconocibles para quien tenga cierta experiencia política, no sólo por sus rasgos sociales, sino por cómo enfocan todas las cuestiones. Estos camaradas siempre han negado formalmente la existencia de su fracción. Hubo un período en que algunos trataron realmente de integrarse en el partido. Pero lo intentaron violentándose a sí mismos, y en todas las cuestiones críticas entraron en relación con el partido como grupo. Estaban mucho menos interesados en las cuestiones de principios, en particular en la cuestión de cambiar la composición social del partido, que en las combinaciones en la cúspide, en los conflictos personales y, en general, en las cosas que pasan en el “Estado Mayor”. Esta es la escuela de Abern. Yo advertí insistentemente a muchos de estos camaradas que el empaparse de esta existencia artificial los llevaría inevitablemente, tarde o temprano, a una nueva explosión fraccional.

Los líderes de la oposición hablan irónica y desdeñosamente de la composición proletaria de la fracción de Cannon; a sus ojos, este “detalle” secundario carece de importancia. ¿Qué es esto, sino desdén pequeñoburgués combinado con ceguera? En el II Congreso del POSDR (1903), en el que se produjo la escisión entre bolcheviques y mencheviques, sólo había tres obreros entre varias decenas de delegados. Los tres se unieron a la mayoría. Los mencheviques se mofaron de Lenin por darle a este hecho una gran importancia sintomática. Los mencheviques explicaron la postura que tomaron los tres trabajadores por su falta de “madurez”. Pero, como es sabido, Lenin fue quien resultó estar en lo cierto.

Si la sección proletaria de nuestro partido estadounidense es “políticamente atrasada”, entonces la primera tarea de los “avanzados” debería haber sido la elevación del nivel de los trabajadores. Pero, ¿por qué ha fracasado la actual oposición en encontrar su camino hacia estos trabajadores? ¿Por qué dejó que esta labor la hiciera la “camarilla de Cannon”? ¿De qué se trata aquí? ¿No son suficientemente buenos los obreros para la oposición? ¿O es la oposición inadecuada para los obreros?

Sería estúpido pensar que la sección obrera del partido es perfecta. Los trabajadores sólo alcanzan una clara conciencia de clase gradualmente. Los sindicatos siempre crean un medio cultural para las desviaciones oportunistas. Inevitablemente nos enfrentaremos a esta cuestión en alguna de las próximas etapas. Más de una vez el partido tendrá que recordar a sus propios sindicalistas que una adaptación pedagógica a las capas más atrasadas del proletariado no debe transformarse en una adaptación política a la burocracia conservadora de los sindicatos. Toda nueva etapa de desarrollo, todo aumento en las filas partidarias y la complicación de los métodos de su trabajo, no solamente abren nuevas posibilidades, sino también nuevos peligros. Los obreros que participan en los sindicatos, incluso aquellos educados en la escuela más revolucionaria, a menudo desarrollan una tendencia a liberarse del control del partido. Actualmente, sin embargo, en modo alguno se trata de esto. Actualmente, la oposición no proletaria, arrastrando tras de sí a la mayoría de la juventud no proletaria, está tratando de revisar nuestra teoría, nuestro programa, nuestra tradición; y hace todo esto a la ligera, de paso, para mayor comodidad en la lucha contra la “camarilla de Cannon”. La falta de respeto por el partido no la demuestran actualmente los sindicalistas, sino los opositores pequeñoburgueses. Precisamente a fin de impedir que los sindicalistas le den la espalda al partido en el futuro, es necesario rechazar decisivamente a los opositores pequeñoburgueses.

Además, es inadmisible olvidar que los errores posibles o reales de aquellos camaradas que trabajan en los sindicatos reflejan la presión del proletariado estadounidense tal como es hoy. Esta es nuestra clase. No nos preparamos para capitular ante su presión. Pero esta presión nos muestra al mismo tiempo nuestra principal vía histórica. Por el contrario, los errores de la oposición reflejan la presión de otra clase ajena. La condición elemental de nuestros futuros éxitos está en la ruptura ideológica con esa clase.

Los razonamientos de la oposición con respecto a la juventud son extremadamente falsos. Por supuesto, el partido revolucionario no puede crecer si no conquista a la juventud proletaria. Pero la dificultad consiste en que tenemos una juventud casi enteramente pequeñoburguesa y que tiene en buen grado un pasado socialdemócrata, es decir, oportunista. Los dirigentes de esta juventud tienen virtudes y condiciones indudables, pero ¡ay! han sido educados en el espíritu de las combinaciones pequeñoburguesas y, si no se les arranca de su medio habitual, si no se les envía sin sus altisonantes títulos a los barrios obreros a hacer el penoso trabajo cotidiano entre el proletariado, pueden perderse para siempre para el movimiento revolucionario. Con respecto a la juventud, como en todas las demás cuestiones, Shachtman ha tomado, desgraciadamente, una posición falsa hasta la médula.

¡Es hora de parar!

Hasta qué extremo el pensamiento de Shachtman, partiendo de un punto de partida falso, ha llegado a degradarse puede verse en que describe mi postura como una defensa de la “camarilla de Cannon” y de que repite varias veces que en Francia yo apoyé también erróneamente a la “camarilla de Molinier”. Todo lo reduce a mi apoyo a individuos aislados o a grupos, con total independencia de sus programas. El ejemplo de Molinier viene a espesar aún más la niebla. Trataré de despejarla. Molinier no fue acusado de alejarse de nuestro programa, sino de ser indisciplinado, arbitrario y de lanzarse a toda clase de aventuras financieras para sostener el partido y su fracción. Puesto que Molinier es un hombre muy enérgico y tiene indudables cualidades prácticas, me pareció necesario —no sólo en interés de Molinier, sino sobre todo en interés de la propia organización— agotar todas las posibilidades de convencerlo y de reeducarlo en el espíritu de la disciplina proletaria. Puesto que muchos de sus adversarios poseían todos sus defectos y ninguna de sus virtudes, hice lo posible para convencerlos de no precipitar una escisión, sino de poner a prueba a Molinier una y otra vez. En esto consistió mi “defensa” de Molinier en el período adolescente de existencia de nuestra sección francesa.

Considerando como absolutamente obligatorio el adoptar una actitud paciente hacia los camaradas torpes o indisciplinados y el hacer repetidos esfuerzos para reeducarlos en el espíritu revolucionario, no apliqué estos métodos, de ninguna manera, únicamente a Molinier. Hice esfuerzos por acercar al partido y salvar a Kurt Landau, Field, Weisbord, al austríaco Frey, al francés Treint y varios otros.[82] En muchos casos, mis esfuerzos fueron en vano; en unos pocos, fue posible rescatar a valiosos camaradas.

En todo caso, no hice la menor concesión de principios a Molinier. Cuando él decidió fundar un periódico sobre la base de cuatro consignas, en lugar de nuestro programa, y dio pasos independientes para ejecutar su plan, yo estuve entre los que insistieron en su expulsión inmediata. Pero no quiero ocultar el hecho de que en el congreso fundacional de la Cuarta Internacional estuve a favor, una vez más, de que se probara a Molinier y a su grupo dentro del marco de la Internacional, para ver si se habían convencido de lo erróneo de su política. Aquel nuevo intento tampoco dio resultado. Pero no renuncio a repetirlo de nuevo bajo las condiciones adecuadas. Resulta muy curioso que entre los más encarnizados adversarios de Molinier había gente como Vereeken y Sneevliet que, tras romper con la Cuarta Internacional, se unieron a él.

Algunos camaradas, después de familiarizarse con mis archivos, me han reprochado amistosamente el haber perdido, y el continuar perdiendo, mucho tiempo en convencer a “gente sin esperanza”. Les he respondido que muchas veces he tenido ocasión de observar cómo cambian las personas con las circunstancias y que, por tanto, no me apresuro a declarar a alguien “sin esperanza” sobre la base de unos cuantos errores, por serios que sean.

Cuando me pareció evidente que Shachtman estaba empujándose a sí mismo y a cierto sector del partido hacia un callejón sin salida, le escribí que, si estuviera en mi mano, tomaría un avión y volaría a Nueva York a fin de discutir con él durante setenta y dos horas seguidas. Le pregunté si no quería hacer lo posible para reunirnos de alguna manera. Shachtman no contestó. Estaba en su derecho. Es muy posible que aquellos camaradas que en el futuro accedan a mis archivos dirán también en este caso que mi carta a Shachtman fue un paso en falso por mi parte y citarán este “error” mío en relación con mi exagerada insistencia en “defender” a Molinier. No me conven­cerán. Formar una vanguardia proletaria internacional en las actuales condiciones es una tarea extremadamente difícil. Naturalmente, correr tras los individuos a expensas de los principios sería un crimen. Pero consideré y considero mi deber hacer todo lo posible por atraer nuevamente a nuestro programa a destacados, aunque equivo­cados, camaradas.

Del debate sobre los sindicatos que Shachtman utilizó con tan evidente incongruencia, cito las palabras de Lenin, que Shachtman debería grabar en su mente:

Un error comienza siempre por ser pequeño, para crecer y hacerse mayor. Las divergencias siempre comienzan por nimiedades. Todo el mundo ha sufrido alguna vez una pequeña herida. Pero si esa pequeña herida se hubiese infectado, la consecuencia podría haber sido una enfermedad mortal.

Así habló Lenin el 23 de enero de 1921. Es imposible no cometer errores; algunos se equivocan muy frecuentemente, otros menos. El deber de un revolucionario proletario es no persistir en los errores, no colocar la ambición por encima de los intereses de la causa, sino saber detenerse a tiempo. ¡Es hora de que el camarada Shachtman se detenga! De otra manera, el rasguño, que ya se ha transformado en úlcera, puede acabar convirtiéndose en gangrena.

 

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Carta a Martin Abern

Coyoacán, 29 de enero de 1940

 

Querido camarada Abern:

Por el camarada Cannon he conocido las palabras que se le ­atribuyen a usted: “Esto significa la escisión”. Cannon me escribió el 28 de diciembre de 1939:

Su documento ya ha sido distribuido ampliamente en el partido. Hasta ahora sólo he oído dos comentarios de dirigentes de la minoría. Tras leer el título y los primeros párrafos, Abern dijo a Goldman: “Esto significa la escisión”.

Sé que Cannon es un camarada digno de toda confianza y no tengo ni la más leve razón para dudar de la veracidad de su comunicación.

Usted dice que el informe “es una mentira”. Sé, por una larga experiencia, que en una lucha intensa a menudo hay malentendidos de este tipo por una y otra parte, sin mala voluntad.

Usted me pregunta si he hecho algún esfuerzo por investigar la veracidad de ese informe. Ninguno. Si lo hubiera difundido en correspondencia privada como hecho conocido por mí, hubiera sido desleal. Pero lo publiqué con la indicación “se ha informado”, para así darle a usted la posibilidad de confirmarlo o negarlo. Creo que esta es la mejor verificación posible en una discusión partidaria.

Usted dice al principio de su carta: “En el pasado no he prestado atención a muchas afirmaciones falsas, pero en su carta abierta tomo nota, entre otras cosas...”, etc. ¿Qué significa aquí la frase “muchas afirmaciones falsas”? ¿De quién? ¿Qué significa la expresión “entre otras cosas”? ¿Qué tipo de cosas? ¿No cree usted que camaradas sin experiencia pueden entender sus expresiones como insinuaciones vagas? Si en mi artículo hay “muchas afirmaciones falsas” y “otras cosas”, sería mejor enumerarlas concretamente. Si las afirmaciones falsas no son mías, no entiendo por qué las introduce usted en la car­ta que me dirige. Tampoco puedo entender cómo se puede “no pres­tar atención” a muchas afirmaciones falsas si tienen alguna importancia política: podría interpretarse como una falta de consideración hacia el partido.

En cualquier caso, veo con satisfacción que usted niega categóricamente la frase “esto significa la escisión”. Por tanto, interpreto el tono enérgico de su carta en el sentido de que su negativa no es formal, es decir, que usted no sólo niega la frase, sino que considera, como yo, que la idea de la escisión es una traición despreciable a la Cuarta Internacional.

Fraternalmente suyo,

León Trotsky

Copia a Cannon

 

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Dos cartas a Albert Goldman

 

 

10 de febrero de 1940

Querido camarada Goldman:

Estoy completamente de acuerdo con su carta del 5 de febrero. Si pu­bliqué la cita de Abern sobre la escisión fue con el fin de forzar una declaración clara y sin ambages por parte del camarada Abern y otros dirigentes de la oposición, no sobre las intenciones ocultas atribuidas a los dirigentes de la mayoría en relación a esto, sino sobre las suyas propias.

He oído ya el aforismo sobre los “ciudadanos de segunda clase”. Querría preguntar a los dirigentes de la oposición: cuando califican al grupo opuesto como la “camarilla de Cannon” o los “burócratas conservadores” y todo eso, ¿desean hacer de ellos ciudadanos de segunda clase? Sólo puedo añadir que la extrema sensibilidad es uno de los rasgos más destacados de todas las fracciones pequeñoburguesas. No sé si Shachtman, por ejemplo, quiere con su Carta abierta hacer de mí un ciudadano de segunda clase. Estoy interesado sólo en sus ideas, no en sus especulaciones psicoanalíticas.

Tengo la ligera impresión de que, desconcertados por toda una serie de errores, los dirigentes de la oposición se empujan unos a otros a la histeria, y entonces, para justificar ante sus propios ojos su histeria fraccional, atribuyen a sus adversarios las intenciones más oscuras e increíbles. Cuando dicen que mi intercambio de correspondencia con Cannon era un camuflaje, sólo puedo encogerme de hombros.

El mejor tratamiento para la histeria pequeñoburguesa es el objetivismo marxista. Seguiremos discutiendo sobre la dialéctica, la sociología marxista, la naturaleza de clase del Estado soviético, el carácter de la guerra, pero no con el propósito absurdo y criminal de provocar una escisión, sino con el más razonable de convencer a una parte importante del partido y de ayudarla a pasar de una postura pequeñoburguesa a una postura proletaria.

Con los más cálidos saludos de camarada,

L. Trotsky

 

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19 de febrero de 1940

Querido camarada Goldman:

Una conferencia de la minoría es sólo una reunión de su grupo a escala nacional.[83] Por eso en sí misma no significa un cambio decisivo en la situación. Es sólo un nuevo paso en el mismo camino, un mal paso en el camino de la escisión, pero no necesariamente la escisión misma. Posiblemente, incluso seguramente, existen dos o tres tenden­cias dentro de la oposición respecto a la cuestión de la escisión, y el objetivo de la conferencia es unificarlas. ¿Sobre qué bases? Probablemente algunos dirigentes, en su desesperación, no vean más salida que la escisión.

En estas condiciones, una intervención enérgica por parte de la mayoría en favor de la unidad del partido posiblemente pueda dificultar la tarea de los escisionistas conscientes. Vuestro grupo[84], o mejor incluso, la mayoría oficial del Comité Nacional o del Comité Político, podría enviar a la conferencia de Cleveland un mensaje relativo exclusivamente a la cuestión de la unidad del partido. En tal carta yo no introduciría la cuestión del carácter de la Unión Soviética o de las guerras en las que está implicada, ya que de otro modo podrían entender que tienen que abandonar su postura sobre estos puntos como condición previa para permanecer en el partido. De ninguna manera. Si tienen una entrega real al partido y a la Cuarta Internacional, y si están dispuestos a aceptar la disciplina en la acción, debéis aceptarlos como son.

Con los mejores saludos,

León Trotsky

 

Volved al partido

Coyoacán, 21 de febrero de 1940

 

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Queridos camaradas:

Los dirigentes de la minoría no han respondido todavía a ninguno de nuestros argumentos políticos o teóricos. La incoherencia de sus argumentos fue desenmascarada en los escritos de la mayoría. Ahora parece que los dirigentes de la oposición se han pasado a la guerra de guerrillas: es el destino de otros muchos ejércitos derrotados. El camarada Goldman caracterizó correctamente el nuevo método de la oposición en su circular del 12 de febrero. Uno de los ejemplos más curiosos de esta nueva guerra es el ataque, más valiente que sensato, del camarada Macdonald a mi artículo en Liberty. Como veis, no encontró en tal artículo un análisis del carácter contradictorio del Estado soviético y del “papel progresista” del Ejército Rojo. Con la misma lógica que muestra en la edición de la Partisan Review y en sus análisis de la rebelión de Kronstadt, descubre que yo soy “realmente” un minoritario, un shachtmanista o un macdonaldista, al menos cuando hablo para la prensa burguesa, y que mis declaraciones contrarias, capituladoras ante el estalinismo, las hago sólo en los boletines internos a fin de ayudar a Cannon. Si tuviéramos que expresar de forma más articulada el descubrimiento de Macdonald, significaría que: cuando Trotsky desea adaptarse a la opinión pública burguesa, gustar a los lectores de Liberty, escribe como Shachtman, y casi como Macdonald; pero cuando le habla al partido, se convierte en el azote de la minoría. La Partisan Review está muy interesada en el psicoanálisis, y me permito decir que el director de esta revista, si se analizase a sí mismo un poco, reconocería que ha descubierto su propio subconsciente.

Nadie pide a la minoría que analice en cada artículo y en cada discurso la naturaleza contradictoria del Estado soviético y el papel contradictorio del Ejército Rojo. Lo que les pedimos es que entiendan esa naturaleza y ese papel, y que apliquen adecuadamente en cada ocasión esa comprensión. Mi artículo estaba dedicado a la política de Stalin, no a la naturaleza del Estado soviético. La prensa burguesa mexicana publicó una declaración anónima afirmando “de fuentes próximas a Trotsky” que yo apruebo la política internacional de Stalin y que estoy buscando reconciliarme con él. No sé si estas declaraciones aparecieron también en la prensa estadounidense. Está claro que la prensa mexicana únicamente reprodujo, a su manera, la terriblemente seria acusación de Macdonald y compañía sobre mi capitulación ante Stalin. Con el fin de impedir tal tergiversación del debate interno por parte de la prensa burguesa mundial, dediqué mi artículo en Liberty a desenmascarar el papel de Stalin en la política internacional, y en ningún modo a los análisis sociológicos sobre la naturaleza del Estado soviético. Escribí lo que creí más urgente en aquel momento. La política no consiste en decir en cada momento todo lo que uno sabe, sino en decir en cada ocasión exactamente lo que es necesario. Posiblemente yo coincidí así con algunas afirmaciones de la oposición, pero seguramente las afirmaciones correspondientes de la oposición fueron sólo una repetición de ideas que ya expresamos miles de veces antes de que Macdonald apareciese en nuestro horizonte.

Pero vayamos a cosas más serias. La carta que me dirige el cama­rada Abern es una proclamación absolutamente clara de su voluntad de escindirse. La justificación que da es tan lamentable como escandalosa; estos son los adjetivos más suaves que puedo encontrar. Si la “camarilla de Cannon” tiene la mayoría en el congreso, eso transformará a Abern y sus colegas en ciudadanos “de segunda”. Por eso Abern prefiere tener su propio país, donde él será como Weisbord, Field y Oehler[85], el primero de los ciudadanos de primera. ¿Quién puede de­cidir sobre el lugar de los diferentes “ciudadanos” en el partido? El propio partido. ¿Cómo puede el partido tomar una decisión? A través de un debate libre. ¿Quién tomó la iniciativa en este debate? Abern y sus colegas. ¿Se les limitó o se les limita el uso de la pluma o de la palabra? En absoluto. Por la carta de Abern, parece que fracasaron en convencer al partido. Peor todavía: se han desacreditado un poco a los ojos del partido y de la Internacional. Esto es muy lamentable, puesto que son gente válida. Ahora sólo pueden restablecer su autori­dad a través de un trabajo constante y serio en el partido, que nece­sita tiempo, firmeza y paciencia. Pero parece que Abern ha perdido toda esperanza de convencer al partido sobre la base de los principios de la Cuarta Internacional. La tendencia escisionista es un tipo de deser­ción. Por eso es tan lamentable.

Pero también es escandalosa. Subyace un tono de desprecio de los elementos pequeñoburgueses hacia la mayoría proletaria: somos escritores, oradores y organizadores excelentes, y ellos, la gente no cultivada, son incapaces de apreciarnos en nuestro justo valor. ¡Mejor crear nuestra propia liga de almas elevadas!

En la Tercera Internacional insistíamos con todas nuestras fuerzas en continuar siendo una tendencia o una fracción. Nos persiguieron, nos privaron de cualquier medio de expresión, inventaron las peores calumnias, en la URSS arrestaron y fusilaron a nuestros camaradas, pero, a pesar de todo, no quisimos separamos de los trabajadores. Nos consideramos como una fracción hasta la última posibilidad. Y todo esto a pesar de la corrupta burocracia totalitaria de la Tercera Internacional. La Cuarta Internacional es la única organización revolucionaria honesta del mundo. No tenemos una burocracia profesional. Nuestro “aparato” no tiene medios de coerción. Cada cuestión se decide, y cada camarada es valorado, a través de los métodos de la más completa democracia partidaria. Si la mayoría de los miembros del partido están equivocados, la minoría puede, con el tiempo, educarlos. Si no es antes del próximo congreso, será después de él. La minoría puede reclutar nuevos miembros para el partido y transformarse en mayoría. Sólo es necesario que tengan una pizca de confianza en los trabajadores y una pizca de esperanza en que estos lleguen a confiar en los dirigentes de la oposición. Pero estos dirigentes crearon en su propio medio una atmósfera de impaciencia histérica. Se adaptan a la opinión pública burguesa, pero no quieren adaptarse al ritmo de desarrollo de la Cuarta Internacional. Su impaciencia tiene un carácter de clase, es la otra cara del desprecio hacia los trabajadores por parte de los intelectuales pequeñoburgueses. ¡Por eso la tendencia escisionista expresada por Abern es tan escandalosa!

El camarada Abern, tanto en su valoración como en su perspectiva, está movido por el odio. Y el odio personal es un sentimiento abominable en política. Estoy seguro de que la actitud de Abern y sus objetivos escisionistas sólo pueden repugnar a los miembros sanos de la oposición. Volved al partido, camaradas. El camino de Abern es un callejón sin salida. No hay más camino que la Cuarta Internacional.

León Trotsky

 

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Ciencia y estilo’

Coyoacán, 23 de febrero de 1940

 

 

Queridos camaradas:

Recibí Ciencia y estilo de Burnham. El absceso está abierto, y esto es una ventaja política importante. El atraso teórico de la oposición “ra­dical” estadounidense se expresa en el hecho de que Burnham única­mente repite, con algunos ejemplos “modernizados”, lo que Struve es­­cribió en Rusia hace más de cuarenta años y, en gran medida, lo que Dühring[86] trató de enseñar a la socialdemocracia alemana hace tres cuartos de siglo. Esto, desde el punto de vista de la “ciencia”. En lo que concierne al “estilo”, francamente prefiero a Eastman.

El interés del documento no es en absoluto de carácter teórico: las mil y una refutaciones profesorales de la dialéctica no tienen más valor que todas las precedentes. Pero, desde el punto de vista político, la importancia del documento es indiscutible. Muestra que el inspirador teórico de la oposición no está de ninguna manera más cerca del socialismo científico de lo que lo estuvo Muste, el antiguo colega de Abern. Shachtman mencionó la filosofía de Bogdánov. Pero es absolutamente imposible imaginar la firma de Bogdánov bajo tal documento, incluso tras su ruptura definitiva con el bolchevismo. Creo que el partido debe preguntar a los camaradas Abern y Shachtman, como yo lo hago ahora: ¿Qué pensáis de la “ciencia” y del “estilo” de Burnham? La cuestión de Finlandia es importante, pero en última instancia es un episodio, y el cambio de la situación internacional, revelando los factores auténticos de los acontecimientos, puede disipar de una vez las divergencias sobre este punto concreto. Pero, ¿pueden ahora los camaradas Abern y Shachtman, tras la aparición de Ciencia y estilo, seguir asumiendo la más mínima responsabilidad, no ya por el pobre documento en sí, sino por toda la concepción de Burnham sobre la ciencia, el marxismo, la política y la “moral”? Los partidarios de la minoría que se prepararon para una escisión deberían pensar que estarán ligados, no por una semana ni durante la guerra fino-soviética, sino por años, con un “dirigente” cuyas concepciones no tienen nada en común con la revolución proletaria.

El absceso está abierto. Abern y Shachtman ya no pueden ­seguir repitiendo que lo único que desean es discutir un poco sobre ­Finlandia y sobre Cannon. No pueden seguir jugando a la gallina ciega con el marxismo y con la Cuarta Internacional. ¿Debe el SWP permanecer en la tradición de Marx, Engels, Franz Mehring, Lenin y Rosa Luxem­burgo, que Burnham califica de “reaccionaria”, o debe aceptar las concepciones de Burnham, que sólo son una reproducción tardía del socialismo pequeñoburgués premarxista?

Sabemos muy bien qué significó políticamente en el pasado tal revisionismo. Ahora, en la época de la agonía mortal de la sociedad burguesa, las consecuencias políticas del burnhamismo serían incomparablemente mucho más inmediatas y contrarrevolucionarias. ¡Camaradas Abern y Shachtman, tienen ustedes la palabra!

León Trotsky

 

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Carta a James P. Cannon

Coyoacán, 27 de febrero de 1940

 

 

Querido amigo:

Contesto su carta del 20 de febrero. Supongo que la conferencia de la minoría ya habrá finalizado, y creo que, en lo tocante a las cuestiones tácticas concretas que usted analiza en su carta, sus movimientos inmediatos dependen al menos en un 51% de los resultados de esa conferencia.

Ustedes están convencidos de que la minoría está preparando una escisión y de que no pueden ganar a nadie más. Acepto esta premisa. Pero lo más necesario era conseguir, antes de la conferencia de Cleveland, un gesto de paz enérgico, con el fin de cambiar radicalmente su línea tras su negativa a contestar. Aprecio completamente sus consideraciones en favor de la necesidad de publicar un número de The New International preparando a la opinión pública para una escisión. Pero la conferencia de la minoría se celebró el 24-25 de febre­ro, y el congreso del partido no se celebrará hasta principios de abril. Disponen ustedes de suficiente tiempo para la propuesta de paz, para la denuncia de la negativa de la minoría y para la publicación del número de The New International. Tenemos que hacer todo lo necesario para convencer también a las otras secciones[87] de que la mayoría agotó todas las posibilidades para mantener la unidad. Por eso fue por lo que nosotros tres hicimos la propuesta al Comité Ejecutivo Internacional: es necesario también poner a prueba a cada miembro de este no insignificante órgano.

Entiendo bien la impaciencia de muchos camaradas de la mayoría (supongo que esta impaciencia está en no pocos casos ligada a la indiferencia teórica), pero se les debe recordar que los acontecimientos en el SWP tienen ahora una gran importancia internacional y que ustedes deben actuar no sólo en base a sus valoraciones subjetivas, por muy correctas que puedan ser, sino en base a hechos objetivos accesibles a cualquiera.

W. Rork [León Trotsky]

 

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Carta a Joseph Hansen

Coyoacán, 29 de febrero de 1940

 

Mi querido Joe:

Si Shachtman afirma que la carta citada por mí sobre España no sólo la firmó él, sino también Cannon y Carter, entonces está completamente equivocado. Por supuesto, yo no habría ocultado las otras firmas; es que no existían. Como podrá usted ver por las fotografías, la carta sólo la firmó Max Shachtman.

En mi artículo admití que en diversas cuestiones los camaradas de la mayoría podían haber compartido los errores de Shachtman, pero que nunca los habían sistematizado, nunca los habían transformado en una plataforma fraccional. Y esta es toda la cuestión.

Abern y Burnham están indignados porque yo cito sus declaraciones orales sin una “verificación” previa. Evidentemente, quieren decir que, en vez de publicar esas declaraciones que se les atribuyen, y así darles a ambos la posibilidad de confirmarlas o desmentirlas, yo debería haber enviado desde aquí un comité investigador de cinco o siete personas imparciales y un par de mecanógrafos. ¿Y a qué viene la terrible conmoción moral? Burnham identificó varias veces la dialéctica con la religión. Sí, es un hecho. Pero en esta especial ocasión no pronunció la frase que yo cito (tal como se me informó). ¡Oh, qué horror! ¡Oh, qué cinismo bolchevique!, etc. Lo mismo con Abern. En la carta que me envió muestra claramente que se está preparando para una escisión. Pero, ya veis, él nunca dijo a Goldman la frase sobre la escisión. ¡Es una difamación! ¡Una invención deshonesta! ¡Una calumnia!, etc.

Por lo que recuerdo, mi artículo sobre la moral empieza con una cita sobre las preocupaciones morales de la pequeña burguesía deso­rientada. Ahora tenemos un nuevo caso del mismo fenómeno en nues­tro partido.

He oído que los nuevos moralistas citan mi terrible crimen concerniente a Eastman y el Testamento de Lenin[88]. ¡Qué hipócritas despreciables! Eastman, por iniciativa propia, publicó el documento en un momento en que nuestra fracción[89] decidió interrumpir toda actividad pública con el fin de evitar una escisión prematura. No olviden que fue antes del famoso Comité sindical Anglo-Ruso[90] y antes de la Revolución china, incluso antes del surgimiento de la oposición de Zinóviev. Nos vimos obligados a maniobrar para ganar tiempo. La troika[91], por el contrario, quería utilizar la publicación de Eastman para provocar algún tipo de aborto de la Oposición. Presentaron un ultimátum: o bien yo firmaba la declaración escrita por la troika en mi nombre, o abrirían inmediatamente la lucha sobre la cuestión. El centro oposicionista[92] decidió por unanimidad que ese asunto en ese momento era absolutamente desfavorable, y que yo aceptase el ultimátum y firmase la declaración escrita por el Politburó. Transformar esta necesidad política en una cuestión moral abstracta es algo que solamente hacen los charlatanes pequeñoburgueses, que están listos para proclamar Fiat iustitia, et pereat mundus (Hágase justicia, y perezca el mundo), pero que para sus propias actuaciones diarias tienen una vara de medir mucho más indulgente. ¡Y esta gente se piensa que son revolucionarios! Comparados con ellos, nuestros viejos mencheviques fueron verdaderos héroes.

W. Rork [León Trotsky]

 

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Tres cartas a Farrell Dobbs

  

4 de marzo de 1940

Querido camarada Dobbs:

Por supuesto, es difícil para mí el seguir desde aquí la febril evo­lución política de la oposición. Pero estoy de acuerdo en que cada vez dan más la impresión de ser gente que está apresurándose a volar to­dos los puentes detrás de ellos. El artículo Ciencia y estilo de Burnham no es, en sí mismo, inesperado. Pero la tranquila aceptación del artículo por Shachtman, Abern y los demás es el síntoma más decepcionante, no sólo desde el punto de vista político y teórico, sino tam­bién desde el punto de vista de sus auténticas ideas sobre la unidad del partido.

Por lo que yo puedo juzgar desde aquí, quieren una escisión en nombre de la unidad. Shachtman encuentra o, mejor dicho, inventa “precedentes históricos”. En el Partido Bolchevique, la oposición tenía sus propios periódicos públicos, etc. Olvida únicamente que en aquellos momentos el partido tenía cientos de miles de miembros y que el debate tenía como objetivo llegar a toda esa militancia y convencerla. En tales condiciones no era fácil limitar la discusión a círculos internos. Por otro lado, el peligro de la coexistencia de periódicos del partido y de la oposición se veía mitigado por el hecho de que la decisión final dependía de cientos de miles de trabajadores, y no de dos pequeños grupos. Comparativamente, el partido estadounidense tiene sólo un reducido número de miembros, y la discusión era y es más que abundante. Las líneas de demarcación parecen ser muy firmes, por lo menos para el próximo período. En tales condiciones, tener su periódico o revista públicos propios es, para la oposición, no un medio para convencer al partido, sino para llamar al mundo exterior contra el partido.

La homogeneidad y cohesión de una organización de propaganda revolucionaria como el SWP debe ser incomparablemente mayor que la de un partido de masas. Estoy de acuerdo con usted en que, en tales condiciones, la Cuarta Internacional no debe ni puede admitir una unidad puramente ficticia, bajo cuya cobertura dos organizaciones independientes se dirigen al mundo exterior con diferentes teorías, diferentes programas, diferentes consignas y diferentes principios organizativos. En estas condiciones, una escisión abierta sería mil veces preferible a tal unidad hipócrita.

La oposición alude también a que en ciertas épocas tuvimos dos grupos paralelos en el mismo país. Pero tales situaciones anómalas fueron admitidas temporalmente sólo en dos casos: cuando la fisonomía política de los dos grupos o de uno de ellos no era suficientemente clara y la Cuarta Internacional necesitaba tiempo para hacerse su propia idea sobre el asunto; o cuando a ambos los separaba una divergencia muy aguda, pero concreta y limitada (entrada en el PSOP[93], etc.). La situación en Estados Unidos es totalmente diferente. Tuvimos un partido unido con una tradición importante; ahora tenemos dos organizaciones, una de las cuales, gracias a su composición social y a la presión externa, ha entrado, en el plazo de un par de meses, en un conflicto irreconciliable con nuestra teoría, nuestro programa, nuestra política y nuestros métodos organizativos.

Si ellos están de acuerdo en trabajar con ustedes sobre la base del centralismo democrático, pueden ustedes tener la esperanza de convencer y ganar a los mejores elementos mediante el trabajo práctico común. (Ellos tienen el mismo derecho de esperar convencerlos a ustedes). Pero como organización independiente con su propia publicación, sólo pueden evolucionar en la dirección de Burnham. En este caso, la Cuarta Internacional no puede tener, en mi opinión, ningún interés en darles cobertura, es decir, en camuflar ante los trabajadores su inevitable degeneración. Al contrario, los intereses de la Cuarta Internacional serían, en este caso, forzar a la oposición a hacer su experiencia de forma absolutamente independiente de nosotros, no sólo sin la protección de nuestra bandera, sino por el contrario, con la más firme advertencia dirigida abiertamente por nosotros a las masas.

Por ello, el congreso no sólo tiene el derecho, sino que tiene el deber de formular una alternativa clara y nítida: o una auténtica uni­dad basada en el principio del centralismo democrático (con garantías importantes y amplias para la minoría dentro del partido) o una rup­tura abierta, clara y convincente ante toda la clase obrera.[94]

Con los mejores saludos,

W. Rork [León Trotsky]

P.S.- Acabo de recibir la resolución de Cleveland sobre la unidad del partido. Mi impresión: la base de la minoría no desea una escisión. Los dirigentes no están interesados en una actividad política, sino estrictamente periodística. Los dirigentes presentaron una resolu­ción sobre la escisión del partido bajo el nombre de resolución sobre la uni­dad del partido, con el propósito de involucrar a sus seguidores en una escisión. La resolución dice: “Las minorías del Partido Bolche­vique, tanto antes como durante la Primera Guerra Mundial” tuvieron sus propios periódicos públicos. ¿Qué minorías? ¿En qué momento? ¿Qué periódicos? Los dirigentes inducen a sus seguidores a un error con el fin de enmascarar sus intenciones escisionistas.

Todas las esperanzas de los dirigentes de la minoría están basa­das en sus capacidades literarias. Se aseguran unos a otros que su periódico superará con seguridad al de la mayoría. Esa fue siempre la esperanza de los mencheviques rusos, quienes, como fracción pequeñoburguesa, tenían más intelectuales y periodistas de talento. Pero sus esperanzas fueron vanas. Una pluma ágil no es suficiente para crear un partido revolucionario; es necesaria una base teórica granítica, un programa científico, coherencia en el pensamiento político y unos firmes principios organizativos. La oposición, como oposición, no tiene absolutamente nada de esto; es exactamente lo contrario. Esta es la razón por la que estoy completamente de acuer­do con usted: si desean presentar las teorías de Burnham, la política de Shachtman y los métodos organizativos de Abern a la opinión pública externa, deben hacerlo en su propio nombre, sin ninguna cobertura por parte del partido o de la Cuarta Internacional.

 

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Coyoacán, 4 de abril de 1940

Querido camarada Dobbs:

Cuando reciba usted esta carta, el congreso ya habrá avanzado y usted, probablemente, tendrá una idea clara sobre si la escisión es inevitable. En este caso, la cuestión de Abern perdería interés. Pero en caso de que la minoría dé marcha atrás, me permito insistir sobre mis propuestas previas. La necesidad de mantener en secreto los debates y decisiones del Comité Nacional es un interés muy importan­te, pero no el único y, en la presente situación, no el más importante. Cerca del 40% de los miembros del partido creen que Abern es el mejor organizador. Si ellos se quedan en el partido, usted no podrá dejar de darle a Abern la oportunidad de demostrar su superioridad en cuestiones organizativas o de comprometerse. En la primera sesión del nuevo Comité Nacional, la primera decisión debe establecer que nadie tiene el derecho de divulgar lo que ocurra en el Comité Nacional, excepto el propio Comité o sus organismos oficiales (Comité Polí­tico o Secretariado). El Secretariado puede, a su vez, concretar las re­glas del secreto. Si, a pesar de todo ello, hay una filtración, debe hacerse una investigación oficial, y si Abern es culpable debe recibir una amo­nestación pública; y en caso de una nueva falta, debe ser apartado del Secretariado. Tal procedimiento, a pesar de sus desventajas temporales, es, a largo plazo, incomparablemente mejor que dejar a Abern, el coordinador de Nueva York, fuera del Secretariado, es decir, fuera del control del Secretariado.

Comprendo muy bien que usted esté satisfecho con el actual Se­cretariado. En caso de escisión es posiblemente el mejor Secretaria­do que se pueda desear. Pero si la unidad se mantiene, el Secretariado no puede estar compuesto sólo por representantes de la mayoría. Posiblemente deberán tener ustedes un Secretariado incluso de cinco miem­bros, tres de la mayoría y dos de la minoría.

Si la oposición está vacilando, sería mejor hacerles saber de manera informal que estamos dispuestos a mantener a Shachtman como miembro del Comité Político y también de nuestro equipo editorial; estamos incluso dispuestos a incluir a Abern en el Secretariado; estamos dispuestos a considerar otras combinaciones del mismo tipo; lo único que no podemos aceptar es la transformación de la minoría en un factor político independiente.

Recibí una carta de Lebrun[95], del Comité Ejecutivo Internacional. ¡Gente muy peculiar! Creen que, ahora, en el período de la agonía mortal del capitalismo, en condiciones de guerra y próxima clandestinidad, el centralismo bolchevique debe ser abandonado en favor de una democracia sin límites. ¡Todo está patas arriba! Pero su democracia tiene un significado puramente individual: dejadme hacer lo que quiera. Lebrun y Johnson fueron elegidos al Comité Ejecutivo Internacional sobre la base de ciertos principios y como representantes de ciertas organizaciones. Ambos abandonaron los principios e ignoraron totalmente a sus propias organizaciones. Estos “demócratas” actuaron completamente por su propia cuenta, como bohemios. Si tuviéramos la posibilidad de convocar un congreso internacional, con seguridad serían cesados con la más severa censura. Ni ellos mismos lo dudan. Al mismo tiempo, se consideran como senadores inamovibles —¡en nombre de la democracia!

Como dicen los franceses, durante una guerra deben adoptarse medidas de guerra. Esto significa que debemos adaptar el organismo dirigente de la Cuarta Internacional a la correlación real de fuerzas en nuestras secciones. Hay más democracia en esto que en las pretensiones de los senadores inamovibles.

Si este tema surge en el debate, puede usted citar estas líneas como mi respuesta al documento de Lebrun.

W. Rork [León Trotsky]

 

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Coyoacán, 16 de abril de 1940

Querido camarada Dobbs:

Recibimos también su mensaje y el de Joe[96] sobre el congreso. En la medida que podemos juzgar desde aquí, hicieron ustedes todo lo que pudieron para mantener la unidad del partido. Si en tales condiciones, no obstante, la minoría se escinde, ello únicamente mostrará a todos los trabajadores lo lejos que están de los principios del bolchevismo y lo hostiles que son a la mayoría proletaria del partido. Sobre los detalles de sus decisiones, juzgaremos más concretamente cuando tengamos más información.

Me permito llamar su atención sobre otro artículo, concretamente el de Gerland contra Burnham en relación a la lógica simbólica, la lógi­ca de Bertrand Russell y demás. El artículo es muy contundente y, en caso de que la oposición permanezca en el partido y Burnham en el equipo editorial de The New International, posiblemente podría reescri­birse desde el punto de vista de la “amabilidad” de sus palabras. Pero la presentación de la lógica simbólica es muy seria y buena, y me pare­ce muy útil, especialmente para los lectores estadounidenses.

El camarada Weber[97] dedicó también una parte importante de su último artículo a este tema. Mi opinión es que debe elaborar esta parte en forma de artículo independiente para The New ­International. Debemos continuar sistemática y seriamente nuestra campaña teórica en favor del materialismo dialéctico.

El folleto de Jim[98] es excelente. Es el escrito de un auténtico dirigente obrero. Si la discusión no hubiese producido más que este documento, estaría justificada.

Con los más amistosos saludos para todos ustedes,

W. Rork (León Trotsky)

 

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Los moralistas pequeñoburgueses y el partido proletario

23 de abril de 1940

 

La discusión en el SWP estadounidense fue rigurosa y democrática. La preparación del congreso se realizó con absoluta lealtad. La minoría participó en el congreso, reconociendo así su legalidad y autoridad. La mayoría ofreció a la minoría todas las garantías necesarias para que pudiese continuar la lucha por sus puntos de vista después del congreso. La minoría exigía que se le dejara dirigirse a las masas al margen del partido. Naturalmente, la mayoría rechazó esta monstruosa pretensión. Entretanto, a espaldas del partido, la minoría se entregaba a oscuras maquinaciones y se apropiaba de The New International, que se publicaba gracias a los esfuerzos de todo el partido y de la Cuarta Internacional.[99] Debo añadir que la mayoría había acordado asignar a la minoría dos de los cinco puestos del comité de redacción de este órgano teórico. Pero, ¿cómo puede una “aristocracia” intelectual seguir siendo minoría en un partido obrero? ¡Después de todo, poner a un profesor en el mismo plano que a un obrero es “conservadurismo burocrático”!

En su reciente artículo polémico contra mí, Burnham ­explicaba que el socialismo es un “ideal moral”. Por supuesto, esto no es ­nada nuevo. A comienzos del siglo pasado, la moral sirvió de base al “verda­dero socialismo alemán”, que Marx y Engels sometieron a crítica al comienzo mismo de su actividad. A principios de nuestro siglo, los eseristas rusos contraponían el “ideal moral” al socialismo materialis­ta. Lamento decir que estos abanderados de la moral se ­transformaron, en el campo de la política, en vulgares estafadores. En 1917 traiciona­ron completamente a los obreros en favor de la burguesía y del im­perialismo extranjero.

Una larga experiencia política me ha enseñado que cada vez que un profesor o periodista pequeñoburgués comienza a hablar de elevados estándares morales es necesario vigilar nuestras carteras. También fue así en esta ocasión. En nombre de un “ideal moral”, un intelectual pequeñoburgués le ha robado al partido su órgano teórico. Aquí tenéis un pequeño ejemplo vivo de los métodos organizativos de estos innovadores, moralistas y paladines de la democracia.

¿Qué es la democracia partidaria para un pequeñoburgués “ilustrado”? Un régimen que le permita decir y escribir lo que le plazca. ¿Qué es el “burocratismo” para un pequeñoburgués “ilustrado”? Un régimen en el cual la mayoría proletaria hace valer sus decisiones y la disciplina con métodos democráticos. ¡Trabajadores, tenedlo bien presente!

La minoría pequeñoburguesa del SWP se escinde de la mayoría proletaria sobre la base de una lucha contra el marxismo revolucionario. Burnham proclamó que el materialismo dialéctico es incompatible con su apolillada “ciencia”. Shachtman proclamó que el marxismo revolucionario no tenía ninguna importancia desde el punto de vista de las “tareas prácticas”. Abern se apresuró a enganchar su grupito al bloque antimarxista. Y ahora estos caballeros califican la revista que robaron al partido como un “órgano del marxismo revolucionario”. ¿Qué es esto sino charlatanería ideológica? Que los lectores exijan de estos editores la publicación del único trabajo programático de la minoría, o sea, el artículo de Burnham Ciencia y estilo. Si los editores no se dispusieran a imitar al comerciante que ofrece mercancía deteriorada bajo llamativos envoltorios, se sentirían obligados a publicar ese artículo. Todo el mundo podría ver entonces por sí mismo qué clase de “marxismo revolucionario” contiene.

Pero no se atreverán a hacerlo. Les da vergüenza mostrar sus verdaderos rostros. Burnham está acostumbrado a ocultar en su maletín sus artículos y resoluciones demasiado reveladoras, mientras ­Shachtman ha hecho una profesión de servir de abogado de opiniones ajenas debido a que carece de opiniones propias.

Los primeros artículos “programáticos” del órgano robado ya re­velan la frivolidad y vacuidad de esta nueva agrupación antimarxista que aparece bajo el rótulo de “tercer campo”. ¿Qué es este animal? Hay el campo del capitalismo; hay el campo del proletariado. Pero, ¿acaso hay un “tercer campo”, un santuario pequeñoburgués? En la natura­leza de las cosas no hay nada más. Pero, como siempre, el peque­ño­burgués camufla su “campo” con las flores de papel de la retórica. ¡Pres­temos atención! Aquí hay un campo: Francia y Gran Bretaña. Aquí otro: Hitler y Stalin. Y un tercer campo: Burnham y Shachtman. Para ellos, resulta que la Cuarta Internacional está en el campo de Hitler (Stalin hizo ese descubrimiento hace mucho tiempo). Y de ahí surge una nueva gran consigna: ¡Atolondrados y pacifistas del mundo, todos los que sufrís los aguijonazos del destino, uníos al “tercer campo”!

Pero el problema es que los dos campos beligerantes no agotan en absoluto el mundo burgués. ¿Dónde ubicar a todos los países neu­trales y semineutrales? ¿Dónde a Estados Unidos? ¿Qué lugar asignar a Italia y Japón? ¿Y los países escandinavos? ¿India? ¿China? No nos referimos al proletariado revolucionario indio o chino, sino a India y a China como países oprimidos. El esquema de los tres campos, propio de un colegial, olvida un pequeño detalle: ¡el mundo colonial, la mayor porción de la humanidad!

La India participa en la guerra imperialista al lado de Gran Bretaña. ¿Quiere decir esto que nuestra actitud hacia la India —no hacia los bolcheviques indios, sino hacia la India— deba ser la misma que hacia Gran Bretaña? Si, además de Burnham y Shachtman, en este mundo sólo existen dos campos imperialistas, entonces permítanme preguntar: ¿dónde poner a la India? Un marxista dirá que, a pesar de que la India es parte integrante del Imperio británico y participa en la guerra imperialista, a pesar de la pérfida política de Gandhi y de otros líderes nacionalistas, nuestra actitud hacia la India es completamente distinta de nuestra actitud hacia Gran Bretaña. Defendemos a la India contra Gran Bretaña. ¿Por qué, entonces, nuestra actitud hacia la Unión Soviética no puede ser distinta de nuestra actitud hacia Alemania, a pesar de que Stalin está aliado con Hitler? ¿Por qué no podemos defender las formas sociales más progresistas, capaces de desarrollarse, frente a las formas reaccionarias, capaces sólo de descomponerse? No sólo podemos, sino que debemos hacerlo. Los teóricos de la revista robada reemplazan el análisis de clase con una construcción mecánica muy del agrado de los intelectuales pequeñoburgueses, precisamente por su pseudosimetría. Así como los estalinistas camuflan su subordinación al nacionalsocialismo (los nazis) con duros epítetos dirigidos a las democracias imperialistas, Shachtman y Cía. ocultan su capitulación ante la opinión pública pequeñoburguesa estadounidense con la pomposa fraseología del “tercer campo”. ¡Como si este “tercer campo” (¿qué es? ¿un partido? ¿un club? ¿una Liga de Esperanzas Perdidas? ¿un “frente popular”?) estuviera libre de la obligación de tener una política correcta hacia la pequeña burguesía, los sindicatos, la India y la URSS!

Hace pocos días, Shachtman se refirió a sí mismo en la prensa como “trotskista”. Si eso es trotskismo, al menos yo no soy trotskista. No tengo nada en común con las actuales ideas de Shachtman, por no mencionar a Burnham. Solía colaborar asiduamente con The New International, protestando por carta contra la frívola actitud de ­Shachtman hacia la teoría y sus concesiones sin principios a ­Burnham, el pedante pequeñoburgués presuntuoso. Pero en aquel entonces ­Burnham y Shachtman estaban controlados por el partido y la Internacional. Actualmente, la presión de los demócratas pequeñoburgueses los ha desbocado. Mi actitud hacia su nueva revista sólo puede ser la misma que tengo hacia todas las demás falsificaciones del marxismo. En cuanto a sus “métodos organizativos” y a su “moral” política, no me inspiran más que desprecio.

Si los agentes conscientes del enemigo de clase hubieran operado a través de Shachtman, no le habrían aconsejado que hiciera nada diferente de lo que ha hecho por sí mismo. Se unió a los antimarxistas para librar una lucha contra el marxismo. Ayudó a fusionar una fracción pequeñoburguesa contra los trabajadores. Se abstuvo de utilizar la democracia interna del partido y de realizar un esfuerzo honesto para convencer a la mayoría proletaria. Encabezó una escisión en medio de una guerra mundial. Y para coronar todo esto, arrojó sobre esta escisión el velo de un mezquino y sucio escándalo que parece especialmente diseñado para proveer de municiones a nuestros enemigos. ¡Así son esos “demócratas” y esa es su “moral”!

Pero todo esto no les servirá de nada. Están en bancarrota. A pesar de las traiciones de los intelectuales vacilantes y de las burlas baratas de todos sus primos demócratas, la Cuarta Internacional seguirá adelante por su camino, creando y educando una verdadera selección de revolucionarios proletarios capaces de entender qué es el partido, qué significa la lealtad a su bandera y qué significa la disciplina revolucionaria.

¡Obreros avanzados! ¡Ni un gramo de confianza en el “tercer frente” de la pequeña burguesía!

 

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Balance de los acontecimientos finlandeses

25 de abril de 1940

 

No podían prever

“Nosotros” previmos la alianza con Hitler —escriben Shachtman y Burnham—, pero... ¿la toma de Polonia oriental? ¿la invasión de Finlandia? No, “nosotros” no podíamos prever tales acontecimientos. Esos acontecimientos, completamente improbables y totalmente ines­perados, hacen necesario, insisten ellos, un completo giro en nuestra po­lítica. Estos políticos actuaban, por lo visto, bajo la impresión de que Stalin necesitaba una alianza con Hitler para decorar huevos de Pascua. “Previeron” la alianza (¿cuándo? ¿dónde?), pero no por qué y para qué se hacía.

Reconocen al Estado obrero el derecho de maniobrar entre los ban­dos imperialistas y de cerrar acuerdos con uno contra otro. Evidente­mente, estos acuerdos deberían tener como finalidad la defensa del Es­tado obrero, la adquisición de ventajas económicas, estratégicas, etc., y, si las circunstancias lo permiten, la extensión de sus bases. El Estado obrero degenerado intenta realizar estos objetivos mediante sus propios métodos burocráticos, que a cada paso entran en conflicto con los intereses del proletariado mundial. Pero realmente, ¿qué hay de inesperado e impredecible en la tentativa del Kremlin de obtener las mayores ventajas posibles de su alianza con Hitler?

Si nuestros miopes políticos no fueron capaces de prever “esto” es sólo porque no piensan ni una sola cuestión con seriedad, hasta sus últimas implicaciones. Durante las prolongadas negociaciones con la delegación anglo-francesa en el verano de 1939, el Kremlin exigió abiertamente el control militar de los estados bálticos. Como Gran Bretaña y Francia rehusaron otorgárselo, Stalin rompió las nego­ciaciones. Este mero hecho indicaba claramente que un acuerdo con Hitler le aseguraría a Stalin, cuando menos, el control de los estados bálticos. Las personas políticamente maduras de todo el mundo consideraban la cuestión precisamente desde ese ángulo: ¿cómo alcanzará Stalin ese objetivo? ¿Recurrirá a la fuerza militar?, etc. Sin embargo, el curso de los acontecimientos dependía mucho más de Hitler que de Stalin. En general, los acontecimientos concretos no pueden predecirse. Pero la dirección fundamental en que los acontecimientos se desarrollan no contiene esencialmente nada nuevo.

Debido a la degeneración del Estado obrero, la Unión Soviética llegó al filo de la segunda guerra imperialista más débil de lo necesario. El acuerdo de Stalin con Hitler tenía como objetivo proteger a la URSS contra un asalto alemán y, en general, asegurar que la ­URSS no sería arrastrada a un conflicto mayor. Mientras se apoderaba de Polonia, Hitler tenía que proteger su flaco oriental. Stalin se vio obliga­do, con la autorización de Hitler, a invadir el este de Polonia a fin de obtener algunas garantías suplementarias contra Hitler en la frontera occidental de la URSS. Pero como resultado de estos acontecimientos la URSS obtuvo una frontera común con Alemania y, precisamente por eso, el peligro de una Alemania triunfante se volvió mucho más directo, aumentando enormemente la dependencia de Stalin respecto a Hitler.

El episodio de la partición de Polonia tuvo su desarrollo y secue­la en el escenario escandinavo. Hitler no habrá dejado de informar a su “amigo” Stalin de que planeaba apoderarse de los países escandinavos. Stalin no habrá podido evitar un escalofrío. Después de todo, eso significaba la completa dominación alemana del Báltico, de Finlandia, y una amenaza directa para Leningrado. Una vez más, Stalin tuvo que buscar garantías suplementarias contra su aliado, esta vez en Finlandia. Sin embargo, encontró allí seria resistencia. La “excursión militar” se atascó. Entretanto, Escandinavia amenazaba con convertirse en el escenario de una guerra general. Hitler, que había completado los preparativos para su golpe contra Dinamarca y Noruega, exigió que Stalin concertara una paz rápida. Stalin tuvo que postergar sus planes y renunciar a la sovietización de Finlandia. Estos son los rasgos más destacados del curso de los acontecimientos en la Europa nororiental.

Las pequeñas naciones en la guerra imperialista

En las condiciones de la guerra mundial, tratar la cuestión del destino de los pequeños países desde el punto de vista de la “independencia nacional”, la “neutralidad”, etc., es permanecer en el terreno de la mitología imperialista. La lucha es por la dominación mundial. La cuestión de la existencia de la URSS se resolverá en ella. Este problema, que actualmente está en segundo plano, en determinado momento pasará al primero. En lo que respecta a los países pequeños y de segunda categoría, hoy son ya peones en manos de las grandes potencias. La única libertad que aún conservan, y sólo de forma limitada, es la libertad de elegir entre amos.

Dos gobiernos lucharon en cierto momento en Noruega: el gobierno de los nazis noruegos, apoyado por las tropas alemanas en el sur, y el antiguo gobierno socialdemócrata con su rey en el norte. ¿Debían los obreros noruegos haber apoyado al campo “democrático” contra el fascista? Siguiendo la analogía de España, parecería a primera vista que la respuesta debería ser afirmativa. En realidad, hubiese sido el más grosero de los engaños. En España existía una guerra civil aislada; la intervención de las potencias imperialistas extranjeras, si bien importante en sí misma, tenía un carácter secundario. En Noruega se trata de un conflicto directo e inmediato entre dos campos imperialistas, en cuyas manos los gobiernos noruegos en lucha son meros instrumentos auxiliares. En el escenario mundial no apoyamos ni al campo de los aliados ni al de Alemania. En consecuencia, no tenemos la menor razón o justificación para apoyar a cualquiera de sus instrumentos provisionales en Noruega.

El mismo tratamiento debe aplicarse a Finlandia. Desde el punto de vista de la estrategia del proletariado mundial, la resistencia de Finlandia no fue un acto de defensa de la independencia nacional, como tampoco lo es la resistencia de Noruega. Lo demostró el propio gobierno finlandés cuando prefirió cesar toda resistencia antes que transformar completamente Finlandia en una base militar de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Factores secundarios como la independencia nacional de Finlandia o de Noruega, la defensa de la democracia, etc., por importantes que sean, están actualmente implicados en una lucha de fuerzas mundiales infinitamente más poderosas, y completamente subordinados a ellas. Debemos descartar estos factores secundarios y determinar nuestra política según los factores básicos.

Las tesis programáticas de la Cuarta Internacional sobre la ­guerra dieron una respuesta exhaustiva a esta cuestión hace seis años. Las tesis establecen:

La idea de la defensa nacional, especialmente si coincide con la idea de defensa de la democracia, puede ser utilizada fácilmente para engañar a los obreros de los países pequeños y neutrales (Suiza, Bélgica en particular, los países escandinavos...).

Y más adelante:

Sólo un pequeñoburgués obtuso (como Robert Grimm[100]), desde una remota aldea suiza, puede creerse seriamente que una guerra mundial en la que se viese envuelto es un medio de defender la independencia de Suiza.

Otros pequeñoburgueses, igualmente estúpidos, imaginan que la guerra mundial es un medio de defender Finlandia, que es posible determinar la estrategia proletaria sobre la base de un episodio táctico como la invasión de Finlandia por el Ejército Rojo.

Georgia y Finlandia

Así como durante una huelga dirigida contra grandes capitalistas los trabajadores a menudo arruinan de pasada intereses pequeñoburgueses altamente respetables, así en una lucha contra el imperialismo, o al procurarse garantías militares contra el imperialismo, el Estado obrero —incluso uno completamente sano y revolucionario— puede verse obligado a violar la independencia de tal o cual pequeño país. Las lágrimas sobre la rudeza de la lucha de clases en el plano nacional o internacional pueden ser propias de filisteos[101] democráticos, pero no de revolucionarios proletarios.

En 1921, la República Soviética sovietizó por la fuerza Georgia, que constituía un camino abierto para el asalto imperialista en el Cáucaso. Desde el punto de vista de los principios de la autodeterminación nacional, podría objetarse mucho a tal sovietización. Desde el punto de vista de extender el escenario de la revolución socialista, la intervención militar en un país campesino era un acto más que dudoso. Desde el punto de vista de la autodefensa del Estado obrero rodeado de enemigos, la sovietización forzosa estaba justificada: la salvaguardia de la revolución socialista está por encima de los principios democráticos formales.

El imperialismo mundial utilizó durante mucho tiempo el tema de la violencia en Georgia como grito de guerra para movilizar a la opinión pública mundial contra los sóviets. La Segunda Internacional tomó la dirección de esta campaña. La Entente[102] se preparaba para una posible nueva intervención militar contra los sóviets.

Exactamente de la misma manera que en el caso de Georgia, la burguesía mundial utilizó la invasión de Finlandia para movilizar a la opinión pública mundial contra la URSS. También en este caso la so­cialdemocracia se constituyó en la vanguardia del imperialismo demo­crático. El desdichado “tercer campo” de los pequeñoburgueses aterro­rizados iba a su cola.

A pesar de la notable similitud entre estos dos ejemplos de intervención militar, sin embargo existe una profunda diferencia: la actual URSS está lejos de ser la República Soviética de 1921. Las tesis de 1934 de la Cuarta Internacional sobre la guerra dicen:

El monstruoso desarrollo del burocratismo soviético y las penosas condiciones de vida de los trabajadores han disminuido extraordinariamente el poder de atracción de la URSS para la clase obrera mundial.

La guerra fino-soviética reveló, gráfica y completamente, que el actual régimen de la URSS es incapaz de ejercer atracción a la distancia de un disparo de fusil desde Leningrado, cuna de la Revolución de Octubre. Sin embargo, de esto no se deriva que la URSS deba ser entre­gada a los imperialistas, sino que la URSS debe ser arrancada de las manos de la burocracia.

‘¿Dónde está la guerra civil?’

“¿Pero dónde está la guerra civil finlandesa que prometíais?”, preguntan los líderes de la antigua oposición, transformados ahora en los líderes del “tercer campo”. Yo no prometí nada. Sólo analicé una de las posibles variantes del ulterior desarrollo del conflicto fino-­soviético. La obtención de bases aisladas en Finlandia era tan probable como la ocupación completa del país. La obtención de bases presuponía mantener el régimen burgués en el resto del país. La ocupación presuponía un cambio social, que habría sido imposible sin implicar a los obreros y campesinos pobres en la guerra civil. Las negociaciones diplomáticas iniciales entre Moscú y Helsinki indicaban una tentativa de solucionar la cuestión como se solucionó en los otros países bálticos. La resistencia de Finlandia obligó al Kremlin a buscar sus objetivos a través de medidas militares. Stalin sólo podía justificar la guerra ante las amplias masas mediante la sovietización de Finlandia. La constitución del gobierno Kuusinen indicaba que el destino que aguardaba a Finlandia no era el de los estados bálticos, sino el de Polonia, donde Stalin —a pesar de lo que garabatean los columnistas aficionados del “tercer campo”— se vio obligado a provocar la guerra civil y a cambiar las relaciones sociales.

Yo señalé varias veces que, si la guerra en Finlandia no quedaba envuelta en una guerra general y si Stalin no se veía obligado a retroceder ante una amenaza del exterior, se vería obligado a llevar adelante la sovietización de Finlandia. Esta tarea era, en sí misma, mucho más difícil que la sovietización de Polonia oriental. Más difícil desde el punto de vista militar, porque resultó que Finlandia estaba mejor preparada. Más difícil desde el punto de vista nacional, porque Finlandia posee una antigua tradición de lucha contra Rusia por la independencia nacional, mientras que los ucranianos y bielorrusos luchaban contra Polonia. Más difícil desde el punto de vista social, porque la burguesía finlandesa había solucionado a su manera el problema agrario precapitalista a través de la creación de una pequeña burguesía agraria. Sin embargo, la victoria militar de Stalin sobre Finlandia habría cambiado indiscutiblemente las relaciones sociales, con mayor o menor apoyo de los obreros y pequeños campesinos finlandeses.

Entonces, ¿por qué Stalin no llevó a cabo ese plan? Porque comenzó una gigantesca movilización de la opinión pública burguesa contra la URSS. Porque Gran Bretaña y Francia plantearon seriamente la cuestión de la intervención militar. Y finalmente, pero no por ello menos importante, porque Hitler no podía seguir esperando. La aparición de tropas británicas y francesas en Finlandia habría representado una amenaza directa a los planes escandinavos de Hitler, que se basaban en la conspiración y la sorpresa. Atrapado entre dos peligros —por un lado, los aliados y, por el otro, Hitler—, Stalin renunció a sovietizar Finlandia, limitándose a la toma de posiciones estratégicas aisladas.

Los partidarios del “tercer campo” (el campo de los pequeñobur­gueses aterrorizados) unen ahora las piezas en la siguiente construcción: Trotsky dedujo la guerra civil en Finlandia de la naturaleza de clase de la URSS; dado que la guerra civil no se produjo, esto significa que la URSS no es un Estado obrero. En realidad no era necesario “de­ducir” lógicamente una posible guerra civil en Finlandia de la definición sociológica de la URSS: era suficiente con basarse en la experiencia de Polonia oriental. El cambio en las relaciones sociales que allí se produjo sólo podía realizarlo el Estado surgido de la Revolución de Octubre. Este cambio fue impuesto a la oligarquía del Kremlin debido a su lucha por la autopreservación bajo condiciones específicas. No había la menor razón para dudar de que bajo análogas condiciones se vería obligada a repetir la misma operación en Finlandia. Eso fue todo lo que señalé. Pero las condiciones cambiaron durante el transcurso de la lucha. La guerra, como la revolución, da a menudo giros bruscos. Con el cese de las operaciones militares por parte del Ejército Rojo, no podía hablarse, naturalmente, del desarrollo de una guerra civil en Finlandia.

Toda perspectiva histórica es siempre condicional, y cuanto más concreta es la perspectiva, más condicional es. Una perspectiva no es una letra de cambio que pueda cobrarse a plazo fijo. Una perspectiva sólo esboza las tendencias definidas del desarrollo. Pero, junto a estas tendencias, actúa un orden distinto de fuerzas y tendencias, que en cierto momento comienzan a ser predominantes. Quien quiera predicciones exactas de acontecimientos concretos, que consulte a los astrólogos. La perspectiva marxista sólo ayuda a orientarse. Yo manifesté reservas en varias ocasiones sobre la condicionalidad de mi perspectiva como una de las posibles variantes. Aferrarse ahora, como a una tabla de salvación, al hecho histórico de décima categoría de que el destino de Finlandia fue determinado temporalmente según el modelo de Lituania, Letonia y Estonia, en lugar del modelo de Polonia oriental, sólo puede ocurrírsele a escolásticos estériles o... a los líderes del “tercer campo”.

La defensa de la Unión Soviética

El asalto de Stalin sobre Finlandia no era, por supuesto, únicamente un acto de defensa de la URSS. La política de la Unión Soviética está dirigida por la burocracia bonapartista. Esta burocracia se ocupa, primero y principalmente, de su poder, su prestigio y sus ingresos. Se defiende a sí misma mucho mejor de lo que defiende a la URSS. Se defiende a expensas de la URSS y del proletariado mundial. El completo desarrollo del conflicto fino-soviético reveló esto con meridia­na claridad. Por lo tanto, no podemos asumir ni un ápice de respon­sabilidad, directa o indirecta, por la invasión de Finlandia, que sólo es un eslabón aislado en la cadena de la política de la burocracia bonapartista.

Una cosa es solidarizarse con Stalin, defender su política, asumir responsabilidad por ella, como hace la triplemente infame Internacional Comunista, y otra es explicar a la clase obrera mundial que, a pesar de los crímenes de Stalin, no podemos permitir que el imperialismo mundial aplaste a la Unión Soviética, restablezca el capitalismo y convierta la tierra de la Revolución de Octubre en una colonia. Esta explicación es, asimismo, la que proporciona las bases para nuestra defensa de la URSS.

El intento de los derrotistas coyunturales, es decir, de los aventureros del derrotismo, de sortear sus dificultades con la promesa de que, en caso de que los aliados intervengan, cambiarán su política derrotista por una defensista constituye una evasiva despreciable. En general, no es fácil determinar la política propia con un cronómetro, especialmente en tiempos de guerra. En los días críticos de la guerra fino-soviética (como se ha sabido ahora), los estados mayores aliados llegaron a la conclusión de que sólo podía prestarse una rápida y eficaz ayuda a Finlandia mediante la destrucción del ferrocarril de Múrmansk, bombardeándolo desde el aire. Desde el punto de vista de la estrategia, esto era completamente correcto. La cuestión de la intervención o no intervención de las fuerzas aéreas aliadas pendía de un hilo. Del mismo hilo colgaba también la postura principista del “tercer campo”. Pero desde el comienzo mismo consideramos que necesitábamos determinar nuestra postura de acuerdo a los campos de clase básicos en la guerra. Es mucho más fiable.

No entregar al enemigo posiciones ya ganadas

La política del derrotismo no es un castigo a un gobierno dado por tal o cual crimen que haya cometido, sino una conclusión basada en las relaciones de clase. La línea marxista de conducta en la guerra no está determinada por consideraciones sentimentales o de moral abstracta, sino por la valoración social de un régimen en sus relaciones recíprocas con otros regímenes. Apoyamos a Abisinia no porque el Negus[103] fuese política o “moralmente” superior a Mussolini, sino porque la defensa de un país atrasado contra la opresión colonial asesta un golpe al imperialismo, que es el principal enemigo de la clase obrera. Defendemos a la URSS independientemente de la política del Negus de Moscú por dos razones fundamentales. 1) La derrota de la URSS proporcionaría al imperialismo nuevos y colosales recursos, y prolongaría por muchos años la agonía mortal de la sociedad capitalista; 2) Las bases sociales de la URSS, liberadas de la burocracia parasitaria, son capaces de asegurar un progreso económico y cultural ilimitado, mientras que sobre bases capitalistas no hay otra posibilidad que una mayor decadencia.

Lo que más desenmascara a los críticos ruidosos es que continuaron considerando a la URSS como un Estado obrero en la época en que Stalin estaba destruyendo el Partido Bolchevique, cuando estaba estrangulando la revolución proletaria en España, cuando estaba traicionando a la revolución mundial en nombre de los “frentes populares” y de la “seguridad colectiva”. En todas estas situaciones, reconocieron la necesidad de defender la URSS como Estado obrero. Pero tan pronto como este mismo Stalin invade la “­democrática” Finlandia, tan pronto como la opinión pública burguesa de las democracias imperialistas —que justificaron y aprobaron todos los crímenes de Stalin contra los comunistas, los obreros y los campesinos— pone el grito en el cielo, nuestros innovadores declaran: “¡Sí, esto es intolerable!”. Y, siguiendo a Roosevelt, declararon un embargo moral contra la Unión Soviética.

El razonamiento del curandero Burnham —de que, defendiendo la URSS, defendemos por tanto a Hitler— es un claro ejemplo de la estupidez pequeñoburguesa, que busca forzar la realidad contradictoria para que encaje dentro del marco de un silogismo bidireccional. ¿Apoyaron los trabajadores a los Hohenzollern[104] al defender la República Soviética después de la paz de Brest-Litovsk? ¿Sí o no? Las tesis programáticas de la Cuarta Internacional sobre la guerra, que tratan en detalle esta cuestión, establecen categóricamente que los acuerdos entre un país soviético y tal o cual país imperialista no imponen ninguna restricción al partido revolucionario de esos países. Los intereses de la revolución mundial están por encima de una combinación diplomática aislada, por justificada que esta sea en sí misma. Al defender la URSS, luchamos más seriamente contra Stalin y Hitler que Burnham y compañía.

Es verdad que Burnham y Shachtman no están solos. Léon ­Jouhaux[105], el notorio agente del capitalismo francés, también se indigna por el hecho de que “los trotskistas defienden la URSS”. ¡Quién podría indignarse mejor que él! Pero nuestra actitud hacia la URSS es la misma que nuestra actitud hacia la CGT (Confederación General del Trabajo): la defendemos contra la burguesía a pesar del hecho de que la Confederación está dirigida por canallas como Léon Jouhaux, que engañan y traicionan a los obreros a cada paso. Del mismo modo, los mencheviques rusos gritan: “¡La Cuarta Internacional está en un callejón sin salida!” porque la Cuarta Internacional continúa reconociendo a la URSS como un Estado obrero. Estos mismos caballeros son miembros de la Segunda Internacional, dirigida por traidores tan eminentes como el típico alcalde burgués Huysmans y Léon Blum, que traicionó una situación revolucionaria excepcionalmente favorable en junio de 1936,[106] permitiendo así el estallido de la guerra actual. Los mencheviques reconocen como partidos obreros a los partidos de la Segunda Internacional, pero rechazan reconocer a la Unión Soviética como un Estado obrero con el argumento de que está dirigida por burócratas traidores. Esta ­falsedad apesta a descaro y cinismo. Como capa social, Stalin, Mólotov y el res­to no son mejores ni peores que los Blum, Jouhaux, Citrine, Thomas,[107] etc. La diferencia entre ellos es únicamente que Stalin y compañía explotan y paralizan las bases económicas viables del desarrollo socialista, mientras que los Blum se aferran a las bases totalmente podridas de la sociedad capitalista.

El Estado obrero debe ser tomado tal como salió del implacable laboratorio de la historia, y no como lo ha imaginado un profesor “socialista” que reflexiona mientras hurga con el dedo en su nariz. El deber de los revolucionarios es defender toda conquista de la clase trabajadora, aunque pueda estar desfigurada por la presión de fuerzas hostiles. Quienes son incapaces de defender las viejas posiciones, nunca conquistarán otras nuevas.

 

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Carta a James P. Cannon

28 de mayo de 1940

 

Queridos camaradas:

La dimisión de Burnham[108] es una magnífica confirmación de nuestros análisis y perspectivas respecto a la exminoría. No creemos que sea el último abandono.

W. R. [León Trotsky]

 

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Carta a Albert Goldman

Coyoacán, 5 de junio de 1940

 

Querido amigo:

Burnham no reconoce la dialéctica, pero la dialéctica le impide escapar de su red. Está atrapado como una mosca en una telaraña. El golpe que le dio a Shachtman es irreparable. ¡Qué lección sobre bloques con principios y bloques sin principios! Y pobre Abern. Hace cuatro años encontró al protector de su camarilla familiar en la ­persona del papa Muste y su monaguillo Spector; ahora repitió el mismo experimento con el católico secularizado Burnham y su abogado Shachtman... En los buenos viejos tiempos esperábamos, a menudo durante años y décadas, por la verificación de un pronóstico. Ahora el ritmo de los acontecimientos es tan febril que la verificación llega inesperadamente al día siguiente. ¡Pobre Shachtman!

Con los mejores saludos,

León Trotsky

 

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Sobre el Partido ‘Obrero’

Coyoacán, 7 de agosto de 1940

 

 

Pregunta: ¿Existieron, en su opinión, suficientes diferencias ­políticas entre la mayoría y la minoría como para justificar una escisión?

Trotsky: También aquí es necesario considerar la cuestión dialécticamente, y no mecánicamente. ¿Qué significa esa terrible palabra, “dialéctica”? Significa el considerar las cosas en su desarrollo, no en su situación estática. Si tomamos las diferencias políticas en sí, podemos decir que no eran suficientes para una escisión, pero si desarrollaban una tendencia a alejarse del proletariado en dirección a los círculos pequeñoburgueses, entonces esas mismas diferencias pueden tener un valor absolutamente diferente, un peso diferente, si están conectadas con un grupo social diferente. Este es un punto muy importante.

La minoría se escindió a pesar de todas las medidas tomadas por la mayoría para evitarlo. Esto significa que su sentimiento social interno era tal, que para ellos era imposible seguir junto a nosotros. No es una tendencia proletaria, sino pequeñoburguesa. Si usted desea una nueva confirmación de esto, tenemos un ejemplo excelente en el artículo de Dwight Macdonald.

Ante todo, ¿qué caracteriza a un revolucionario proletario? Nadie está obligado a participar en un partido revolucionario, pero, si participa, se toma en serio al partido. Si nos atrevemos a llamar a la gente a un cambio revolucionario de la sociedad, asumimos una responsabilidad enorme, que debemos considerar muy seriamente. ¿Y qué es nuestra teoría, sino simplemente la herramienta de nuestra acción? La teoría marxista es nuestra herramienta porque, hasta hoy, no hemos encontrado una herramienta mejor. Un obrero no actúa caprichosamente con las herramientas —si son las mejores herramientas que puede tener, es cuidadoso con ellas; no las abandona ni pide unas herramientas fantásticas inexistentes.

Burnham es un esnob intelectual. Escoge un partido, lo ­abandona, escoge otro. Un obrero no puede hacer esto. Si se adhiere a un partido revolucionario, se dirige a la gente, la llama a la acción; es como un general en la guerra: debe saber adónde la está dirigiendo. ¿Qué pensarían ustedes de un general que dijera que en su opinión los fu­siles son malos, que sería mejor esperar diez años hasta que se inventasen mejores fusiles y que, mientras tanto, lo mejor es irse todos a casa? Así razona Burnham. Por eso abandona el partido. Pero sigue habiendo desempleados, la guerra continúa... Estas cosas no se pueden posponer. Por lo tanto, Burnham es el único que ha pospuesto su acción.

Dwight Macdonald no es un esnob, pero es un poco estúpido. Cito:

El intelectual, si ha de realizar alguna función útil en la sociedad, no debe engañarse a sí mismo ni engañar a los demás, no debe aceptar como moneda buena la que sabe que es falsa, no debe olvidar en un momento de crisis lo que ha aprendido durante años y décadas.

Bien. Absolutamente correcto. Cito de nuevo:

Sólo si afrontamos los tumultuosos y terribles años que vienen con, a la vez, escepticismo y devoción —escepticismo hacia todas las teorías, gobiernos y sistemas sociales; devoción a la lucha revolucionaria de las masas—, sólo entonces nos podremos justificar como intelectuales.

Aquí está uno de los dirigentes del llamado Partido “Obrero” que no se considera a sí mismo un proletario, sino un “intelectual”. Y ha­bla de escepticismo hacia todas las teorías.

Nos hemos preparado para esta crisis estudiando, construyendo un método científico, y nuestro método es el marxismo. Entonces llega la crisis y Macdonald dice: “sed escépticos hacia todas las teorías”, y luego habla de devoción a la revolución sin sustituir el marxismo por una nueva teoría. A menos que sea la teoría escéptica de su cosecha. ¿Cómo podemos trabajar sin una teoría? ¿Qué es la lucha de las masas y qué es un revolucionario? Todo el artículo es escandaloso, y un partido que tolere a tal individuo como uno de sus dirigentes no es serio.

Cito de nuevo:

¿Cuál es entonces la naturaleza de la bestia [el fascismo]? Trotsky insiste, ni más ni menos, en que es el fenómeno familiar del bonapartismo, en el cual una camarilla se mantiene en el poder enfrentando a una clase con la otra, dando así al poder de Estado un carácter autónomo temporal. Pero estos regímenes totalitarios modernos no son asuntos temporales; casi han cambiado ya la estructura económica y social subyacente, no sólo manipulando las viejas formas, sino también destruyendo su vitalidad interna. ¿La burocracia nazi es una nueva clase dirigente y el fascismo es una nueva forma de sociedad comparable al capitalismo? Tampoco esto parece ser cierto.

Macdonald crea aquí una nueva teoría, una nueva definición del fascismo, pero no obstante desea que seamos escépticos hacia todas las teorías. Así, también diría a los trabajadores que los instrumentos y herramientas con los que trabajan no son importantes, pero que deben tener devoción a su trabajo. Creo que los obreros encontrarían una expresión muy dura para tal opinión.

Esto es muy característico del intelectual decepcionado. Ve la guerra, la terrible época que viene, con pérdidas, con sacrificios, y tiene miedo. Empieza a propagar el escepticismo y sigue creyendo que es posible unificar el escepticismo con la devoción revolucionaria. Sólo podemos desarrollar una devoción revolucionaria si estamos seguros de que es racional y posible, y no podemos tener tales seguridades sin una teoría que funcione. Quien propaga el escepticismo teórico es un traidor.

Hemos analizado diferentes elementos del fascismo:

1) El elemento que el fascismo tiene en común con el viejo bonapartismo es que usa los antagonismos entre las clases para darle al poder del Estado la mayor independencia. Pero siempre hemos subrayado que el viejo bonapartismo se dio en tiempos de una sociedad burguesa en ascenso, mientras que el fascismo es un poder estatal de la sociedad burguesa en declive.

2) Que el fascismo es un intento de la clase burguesa de superar, de sobrepasar, la contradicción entre la nueva técnica y la propie­dad privada, sin eliminar esta. Es la “economía planificada” del fascismo. Es un intento de salvar la propiedad privada y, al mismo tiempo, controlarla.

3) Sobrepasar la contradicción entre la nueva y moderna técnica de las fuerzas productivas dentro de las limitadas fronteras del Estado nacional. Esta nueva técnica no puede ser limitada por las fronteras del viejo Estado nacional, y el fascismo intenta superar esta contradicción. El resultado es la guerra. Ya hemos analizado todos estos elementos.

Dwight Macdonald abandonará el partido, al igual que ya hizo Burnham, pero, como es algo más perezoso, posiblemente lo hará más tarde.

¿Burnham fue considerado en cierto momento como un “buen elemento”? Sí, el partido proletario en nuestra época debe hacer uso de cada intelectual que pueda contribuir al partido. Dediqué muchos meses a Diego Rivera, para rescatarlo para nuestro movimiento, pero no tuve éxito. Pero cada internacional ha tenido una experiencia de este tipo. La Primera Internacional tuvo problemas con el poeta Freiligrath[109], que también era muy caprichoso. La Segunda y la Tercera tuvieron problemas con Máximo Gorki. La Cuarta Internacional, con Rivera. En todos los casos se separaron de nosotros.

Burnham, por supuesto, estuvo más cercano al movimiento, pero Cannon tuvo sus dudas sobre él. Sabe escribir y tiene cierta habilidad formal para pensar, no con profundidad, pero sí ágilmente. Puede aceptar tu idea, desarrollarla, escribir un artículo sobre ella, y luego olvidarla. El autor puede olvidar; pero el trabajador no. No obstante, cuanto más tiempo podamos utilizar a esta gente, mejor. ¡También Mussolini fue una vez un “buen elemento”!

 

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Carta a Albert Goldman

9 de agosto de 1940

 

Querido amigo:

No sé si ha visto usted el artículo de Dwight Macdonald en el número de agosto de su Partisan Review.

Este hombre fue discípulo de Burnham, el intelectual esnob. Tras la deserción de Burnham, Dwight Macdonald se quedó en el partido de Shachtman como único representante de la “Ciencia”.

En la cuestión del fascismo, Macdonald ofrece una pobre compilación de plagios de nuestro arsenal, que él presenta como sus pro­pios descubrimientos, a los cuales opone algunas banalidades que él caracteriza como nuestras ideas. Todo sin perspectiva, sin proporción y sin una elemental honestidad intelectual.

Pero esto no es lo peor. El huérfano de Burnham proclama: “Debemos volver a examinar, desde un punto de vista frío y escéptico, las premisas básicas del marxismo” (p. 266). ¿Y qué deberá hacer el pobre “Partido Obrero” durante este período de “examen”? ¿Qué deberá hacer el proletariado? Deberán, por supuesto, esperar el resultado del estudio de Dwight Macdonald. Probablemente este resultado será la deserción de Macdonald, para pasarse al campo de Burnham.

Las cuatro últimas líneas del artículo no pueden ser más que la preparación para una deserción personal:

Sólo si afrontamos los tumultuosos y terribles años que vienen con, a la vez, escepticismo y devoción —escepticismo hacia todas las teorías, gobiernos y sistemas sociales; devoción a la lucha revolucionaria de las masas—, sólo entonces nos podremos justificar como intelectuales.

La actividad revolucionaria basada en el escepticismo teórico es la más torpe de las contradicciones internas. La “devoción a la lucha revolucionaria de las masas” es imposible sin la comprensión teóri­ca de las leyes de esa lucha revolucionaria. La devoción revolucionaria sólo es posible si uno tiene la seguridad de que su devoción es razonable, adecuada, que corresponde a sus objetivos. Tal seguridad sólo puede ser creada por un conocimiento teórico de la lucha de cla­ses. El “escepticismo hacia todas las teorías” no es más que la preparación para la deserción personal.

Shachtman permanece callado; como “secretario general”, está demasiado ocupado como para defender las “premisas más básicas del marxismo” contra filisteos pequeñoburgueses y esnobs...

Fraternalmente suyo,

León Trotsky

 

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Carta a Chris Andrews

17 de agosto de 1940

 

Querido Chris:

Me satisfizo mucho su valoración de la postura antipacifista adop­tada por el partido. Hay dos grandes ventajas en tal postura: la primera, que es esencialmente revolucionaria y está basada en el carácter global de nuestra época, cuando todas las cuestiones serán decididas no sólo por el arma de la crítica, sino por la crítica de las armas; segundo, está absolutamente libre de sectarismo. No oponemos a los acontecimientos y a los sentimientos de las masas una afirmación abstracta de nuestra santidad.

El triste Labor Action del 12 de agosto escribe: “En su lucha contra el reclutamiento, estamos con Lewis al 100%”. Nosotros no estamos con Lewis ni siquiera al 1% porque Lewis trata de defender la patria capitalista por medios completamente anticuados. La gran mayoría de los trabajadores comprenden o piensan que esos medios (armamento profesional voluntario) están anticuados desde un punto de vista militar y son extremadamente peligrosos desde el punto de vista de clase. Por eso los trabajadores están por el reclutamiento. Es una for­ma muy confusa y contradictoria de adherirse al “armamento del pro­letariado”. No rechazamos rotundamente este gran cambio histórico, como hacen los sectarios de todo tipo. Nosotros decimos: “¿Recluta­miento? Sí, pero hecho por nosotros mismos”. Es un excelente punto de partida.

Con los mejores saludos, soy fraternalmente

Vuestro Viejo [León Trotsky]

 

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Una vez más, la Unión Soviética
y su defensa

4 de noviembre de 1937

 

Craipeau olvida las principales enseñanzas del marxismo

El camarada Craipeau[110] quiere convencernos, una vez más, de que la burocracia soviética es una clase. Para él, sin embargo, el problema no es de orden puramente “sociológico”. No. Como veremos, todo lo que quiere es trazar, de una vez por todas, una vía libre y directa para el tipo de internacionalismo que le es propio, un internacionalismo que, desgraciadamente, no está seguro de sí mismo. Si la burocracia no es una clase, si todavía se puede caracterizar a la Unión Soviética como un Estado obrero, será necesario apoyarla en caso de guerra, ¿Cómo, entonces, mantenerse irreconciliablemente opuesto al propio gobierno si este es aliado de los sóviets? La tentación de caer en el socialpatriotismo es terrible. No, es infinitamente mejor barrer radicalmente el terreno: la burocracia estalinista es una clase explotadora y, en caso de guerra, es innecesario hacer distinciones entre la URSS y el Japón.

Desgraciadamente, este radicalismo terminológico no lleva muy lejos. Admitamos, por el momento, que la burocracia sea una clase en el sentido que tiene este término en la sociología marxista. En tal caso, nos encontramos ante una nueva forma de sociedad de clase, que no es idéntica ni a la sociedad feudal ni a la sociedad capitalista, y que jamás había sido prevista por los teóricos marxistas. Tal descubrimiento es digno de un análisis más detallado.

¿Por qué la sociedad capitalista se ha metido por sí sola en un callejón sin salida? Porque ya no es capaz de desarrollar las fuerzas productivas, ni en los países avanzados ni en los atrasados. La cadena del mundo imperialista se rompió por su eslabón más débil: Rusia. Y he aquí que nos enteramos de que, en sustitución de la sociedad burguesa, ha aparecido una nueva sociedad de clase. Craipeau no le ha dado todavía nombre, como tampoco ha analizado sus leyes internas. Pero esto no nos impide constatar que esta nueva sociedad es progresista comparada con el capitalismo, pues, sobre la base de la propiedad nacionalizada, la nueva “clase” poseedora ha asegurado un desarrollo de las fuerzas productivas sin igual en la historia del mundo. El marxismo nos enseña, ¿verdad?, que las fuerzas productivas son el factor fundamental del progreso histórico. Una sociedad que no es capaz de asegurar el crecimiento económico es todavía menos capaz de asegurar el bienestar de las masas trabajadoras, sea cual sea el modo de distribución. El antagonismo entre el feudalismo y el capitalismo, y el declive del primero, estuvieron determinados por el hecho de que el capitalismo abría perspectivas nuevas y grandiosas a las estancadas fuerzas productivas. La misma observación es aplicable a la URSS. Sea cual sea el modo de explotación que la caracterice, esta nueva sociedad es, por sus propias características, superior a la sociedad capitalista. Este es el verdadero punto de partida de un análisis marxista.

Ese factor fundamental —las fuerzas productivas— se refleja también en el dominio ideológico. Mientras que la vida económica de los países capitalistas sólo nos muestra las más variadas formas de estancamiento y decadencia, la economía nacionalizada y planificada de la URSS es la escuela más grande para la humanidad que aspira a un futuro mejor. Hay que estar ciego para no ver la diferencia.

En la guerra entre Japón y Alemania, de una parte, y la URSS, de la otra, lo que estaría en cuestión no serían los problemas de igualdad de distribución, de la democracia proletaria o de la justicia de Vyshinski[111], sino el destino de la propiedad nacionalizada y de la economía planificada. La victoria imperialista no sólo significaría el hundimiento de la nueva “clase” explotadora soviética, sino también el de las nuevas formas de producción, y por tanto el desplome de toda la economía soviética al nivel de un capitalismo atrasado y semicolonial. Pregunto, pues, a Craipeau: cuando estamos frente a la lucha de dos Estados que son ambos —admitámoslo— Estados de clase, pero de los cuales uno representa el estancamiento imperialista y el otro el formidable progreso económico, ¿no debemos apoyar al progresista contra el reaccionario? ¿Sí o no?

Craipeau habla en su tesis de las cosas más diversas, e incluso de las cosas más alejadas del tema, pero no menciona ni una sola vez el factor que la sociología marxista considera decisivo: el desarrollo de las fuerzas productivas. Por eso todo su edificio está suspendido en el aire. En lugar de intentar aprehender la realidad, hace juegos mala­bares con las sombras terminológicas (“clase”, “no clase”). Piensa que con atribuir el calificativo de “clase” a la burocracia ya es suficiente para evitar tener que analizar el lugar que ocupa la nueva sociedad en el ascenso histórico de la humanidad. Deseoso de obligarnos a no hacer ninguna distinción entre una sociedad que es absolutamente reaccionaria, puesto que frena e incluso destruye las fuerzas productivas, y una sociedad que es relativamente progresista, puesto que ha permitido un gran salto adelante de la economía, Craipeau quiere imponernos la política de “neutralidad” reaccionaria. ¡Sí, camarada Craipeau, reaccionaria!

¿Es la burocracia una clase?

Por lo que precede, se puede ver que bien podríamos prescindir de analizar otra vez este problema teórico, o, dicho de otro modo, el pro­blema que preocupa a Craipeau y que en sí mismo está lejos de ser decisivo para nuestra política en caso de guerra. Pero, a pesar de todo, el problema de la naturaleza social de la burocracia es muy importante desde un punto de vista más general, y no vemos ninguna razón para hacer la más pequeña concesión a Craipeau en este terreno. Nuestro crítico cambia de argumentos sin que ello le suponga el menor inconveniente. En este caso, extrae su fantástico argumento de una cita de La revolución traicionada: “Los medios de producción pertenecen al Estado. Y el Estado pertenece, en cierto modo, a la burocracia” (el subrayado es mío). Craipeau salta de júbilo. Si los me­dios de producción pertenecen al Estado y el Estado pertenece a la burocracia, esta se convierte en la propietaria de los medios de producción y, por tanto, en una clase poseedora y explotadora.

El resto de la argumentación de Craipeau sólo tiene un carácter puramente literario. Otra vez nos dice, dándose el aire de polemizar conmigo, que la burocracia termidoriana es malvada, rapaz, reaccionaria, sanguinaria, etc. ¡Qué revelación! Sin embargo, no hemos dicho nunca que la burocracia estalinista encarne la virtud. Solamente le hemos negado el carácter de clase en el sentido que el marxismo da a este término, es decir, en relación a la propiedad de los medios de pro­ducción. Pero he aquí que Craipeau me obliga a desautorizarme a mí mismo, ya que he reconocido que la burocracia trata al Estado como propiedad personal suya. “¡Aquí está la clave del enigma!”. Con esta argumentación hipersimplista, Craipeau da muestra de una deplorable ausencia de sentido dialéctico. No he afirmado nunca que la burocracia soviética equivalga a la burocracia de la monarquía absoluta o del capitalismo liberal. La nacionalización de la economía crea una situación totalmente nueva para la burocracia, con nuevas posibilidades, tanto de progreso como de degeneración. Lo sabíamos más o menos incluso antes de la revolución. La analogía entre la burocracia soviética y la burocracia del Estado fascista es mayor, sobre todo desde el punto de vista que nos interesa. También la burocracia fascista trata al Estado como propiedad suya. Impone serias restricciones al capital privado, en cuyo seno a menudo provoca convulsiones. Podemos decir, por la vía de la argumentación lógica: si la burocracia fascista consiguiera imponer cada vez más al capita­lismo su disciplina y las restricciones que de ella se desprenden sin encontrar resistencia real, se transformaría gradualmente en una nue­va “clase” dominante, absolutamente análoga a la burocracia soviética. Pero el Estado fascista sólo pertenece a la burocracia “en cierto modo” (ver cita más arriba). Estas son menudencias que Craipeau ignora deliberadamente. Sin embargo, tienen su importancia. Incluso son decisivas. Son parte integrante de la ley dialéctica de la transforma­ción de la cantidad en calidad. Si Hitler intenta convertirse en propie­tario del Estado y, con ello, apropiarse completamente de la propiedad privada —completamente, y no sólo “en cierto modo”—, se topará con la oposición violenta de los capitalistas, lo que abriría grandes posibilidades revolucionarias para los trabajadores. Sin em­bargo, hay ultraizquierdistas que aplican a la burocracia fascista el razo­namiento que Craipeau aplica a la burocracia soviética, y ponen un signo de igualdad entre los regímenes fascistas y estalinistas (cier­tos espartaquistas alemanes, Hugo Urbahns, ciertos anarquistas, etc.). De ellos hemos dicho lo que decimos de Craipeau: su error está en creer que los fundamentos de la sociedad pueden ser cambiados sin revolución ni contrarrevolución; desenrollan al revés la película del reformismo.

En este momento es cuando Craipeau, más contento que ­nunca, cita otra afirmación de La revolución traicionada a propósito de la buro­cracia soviética: “si estas relaciones llegan a ser estabilizadas, legalizadas, elevadas al rango de normas sin ninguna resistencia o contra la resistencia de los trabajadores, conducirán a la liquidación completa de las conquistas de la revolución proletaria”. Y Craipeau concluye: “Así pues, el camarada Trotsky vislumbra [para el futuro] la posibilidad de la transición sin intervención militar [?] del Estado obrero al Estado capitalista. En 1933 solíamos llamar a esto desenrollar al revés la película reformista”. En 1937 se le llama igual. Lo que a mis ojos sólo era un argumento lógico, para Craipeau se convierte en un pronóstico histórico. Sin guerra civil victoriosa, la burocracia no pue­de dar origen a una nueva clase dominante. Esta fue siempre y sigue siendo mi opinión. Además, lo que está ocurriendo en estos momentos en la URSS no es sino una guerra civil preventiva desencadenada por la burocracia.[112] Y a pesar de todo, aún no ha tocado las bases económicas del Estado creado por la Revolución [de Octubre], las cuales, a pesar de todas las deformaciones y distorsiones, aseguran un desarrollo sin precedentes de las fuerzas productivas.

Nadie ha negado nunca la posibilidad —particularmente en el caso de una decadencia mundial prolongada— de la restauración de una nueva clase poseedora salida de la burocracia. La actual posición social de la burocracia —que, a través del Estado, tiene “en cierto modo” las fuerzas productivas en sus manos— constituye un punto de partida de una extrema importancia para tal posible proceso de transformación. Se trata, sin embargo, de una posibilidad histórica, no de algo ya realizado.

¿Una clase es producto de causas económicas o de causas políticas?

En La revolución traicionada intenté dar una definición del actual régimen soviético. Esa definición consta de nueve párrafos. Estoy de acuerdo en que esa serie de fórmulas descriptivas y prudentes no es muy elegante. Pero se trata de un intento de ser honesto en relación a la realidad, lo cual es siempre una ventaja. Craipeau ni menciona esa definición. No le contrapone ninguna otra. No dice si la nueva sociedad explotadora es superior o inferior a la antigua, no se pregunta si representa una etapa inevitable entre el capitalismo y el socialismo, o si simplemente se trata de un “accidente” histórico. Sin embargo, desde el punto de vista de nuestra perspectiva histórica general, tal como se formula en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, la defi­nición sociológica de la burocracia reviste una importancia capital.

La burguesía vino al mundo como elemento salido de las nuevas formas de producción; continuó siendo una necesidad histórica mientras las nuevas formas de producción no habían agotado sus posibilidades. Se puede afirmar lo mismo de todas las clases sociales previas: propietarios de esclavos, señores feudales, maestros artesanos medievales. En su tiempo fueron los representantes y los dirigentes de un sistema de producción que tenía su lugar en el progreso de la humanidad. Pero, ¿cómo valora Craipeau el lugar histórico de la “clase burocrática”? No dice nada de esta cuestión decisiva. Sin embargo, hemos repetido muchas veces, con la ayuda del propio Craipeau, que la degeneración del Estado soviético es producto del retraso de la revolución mundial, es decir, es una consecuencia de causas políticas y, por así decirlo, “coyunturales”. ¿Se puede hablar de una nueva clase... “coyuntural”? Lo dudo mucho. Si Craipeau accede a verificar su muy apresurada concepción teniendo en cuenta la sucesión histórica de los regímenes sociales, seguramente él mismo reconocerá que darle a la burocracia el nombre de clase dominante no sólo es un abuso terminológico, sino también y sobre todo un gran peligro político que puede conducirnos a un completo descarrilamiento de nuestras perspectivas históricas. ¿Ve Craipeau razones suficientes para revisar la concepción marxista en este punto capital? Por mi par­te, no veo ninguna. Por eso rechazo seguir a Craipeau.

Sin embargo, podemos y debemos decir que la burocracia soviética tiene todos los vicios de una clase poseedora, pero ninguna de sus “virtudes” (estabilidad orgánica, ciertas normas morales, etc.). La experiencia nos ha enseñado que el Estado obrero es todavía un Estado, es decir, el producto del bárbaro pasado; que es doblemente bárbaro en un país atrasado y aislado; que en condiciones desfavorables puede degenerar hasta llegar a ser irreconocible; que para regenerarlo puede hacer falta una revolución suplementaria. Pero, no obstante, el Estado obrero sigue siendo una etapa inevitable en nuestro camino. Esta etapa sólo puede ser superada por la revolución permanente del proletariado internacional.

¿Y dónde está la dialéctica?

No puedo seguir punto por punto toda la argumentación de Craipeau; para hacerlo sería preciso recapitular completamente la concepción marxista. El problema es que Craipeau no analiza los hechos tal como son, sino que más bien recoge argumentos lógicos en favor de una tesis preconcebida. Este método es esencialmente antidialéctico y, por tanto, antimarxista. Pondré algunos ejemplos:

a) “Desde hace ya muchos años el proletariado ruso ha perdido toda esperanza de poder político”. Craipeau se cuida mucho de decir exactamente desde cuándo. Quiere simplemente dar la impresión de que nuestra tendencia ha mantenido ilusiones desde hace “muchos años”. Olvida decir que en 1923 la burocracia estaba bastante quebrantada y que sólo la derrota alemana[113] y la consiguiente desmoralización del proletariado ruso reestabilizaron su posición. En el curso de la revolución china (1925-27), la crisis se repitió con las mismas fases. El primer plan quinquenal y los estruendosos acontecimientos que precedieron a la ascensión de Hitler en Alemania (1931-33) amenazaron una vez más la dominación burocrática. Finalmente, ¿podemos dudar por un instante de que, si la Revolución española hubiese triunfado y si los trabajadores franceses hubiesen sido capaces de llevar hasta el final su ofensiva en mayo-junio de 1936, el proletariado ruso habría recobrado su valor y su combatividad y derrocado a la burocracia termidoriana con un mínimo esfuerzo? Lo único que ha estabilizado al régimen de Stalin es la sucesión de las más terribles y desmoralizantes derrotas en todo el mundo. Craipeau opone el resultado —que, dicho sea de paso, en sí mismo es muy contradictorio— al proceso que lo ha engen­drado y a nuestra política, que ha sido el reflejo de este proceso.

b) A fin de refutar el argumento de que la burocracia no manipula los recursos nacionales más que como lo haría un gremio corporativo, y uno particularmente vacilante, y de que los burócratas no tienen derecho a disponer individualmente de la propiedad estatal, Craipeau replica: “Los mismos burgueses [?] han tenido que esperar mucho tiempo antes de poder transmitir el derecho de propiedad sobre los medios de producción a sus descendientes. En los primeros comienzos de los gremios, el patrón era elegido por sus iguales...”, etc. Pero Craipeau omite una bagatela: en sus “primeros comienzos” los gremios no estaban divididos en clases y el patrón no era un “burgués” en el sentido moderno del término. La transformación de la cantidad en calidad no existe para Craipeau.

c) “La propiedad privada está siendo restaurada, la herencia, reestablecida...”. Pero Craipeau omite decir que se trata de la propiedad de objetos de utilidad personal, no de los medios de producción. Olvida igualmente mencionar que lo que los burócratas, incluidos los que ocupan los puestos más altos, poseen como propiedad privada no es nada al lado de los recursos materiales que les proporcionan sus funciones, y que precisamente la reciente “purga”, que de un plumazo redujo a la mayor pobreza a miles y miles de familias de burócratas, demuestra la extrema fragilidad de los lazos existentes entre los burócratas —y con más razón su familia— y la propiedad estatal.

d) La guerra civil preventiva que en la actualidad lleva a cabo la camarilla dirigente demuestra nuevamente que esta no podrá ser derrocada más que por la violencia revolucionaria. Pero ya que esta nueva revolución debe surgir sobre las bases de la propiedad estatal y de la economía planificada, hemos caracterizado el derrocamiento de la burocracia como revolución política, en oposición a la revolución social de 1917. Craipeau encuentra que esta distinción “compete al dominio de la casuística”. ¿Por qué tal severidad? Porque, miren por dónde, la reconquista del poder por el proletariado tendrá consecuencias sociales. Pero las revoluciones políticas burguesas de 1830, 1848 y septiembre de 1870 también tuvieron consecuencias sociales, dado que modificaron seriamente el reparto de la renta nacional. Pero, mi querido Craipeau, todo es relativo en este mundo, que no fue creado por formalistas ultraizquierdistas. Los cambios sociales producidos por dichas revoluciones políticas, por serios que hayan podido ser, aparecen como totalmente secundarios comparados con la gran Revolución Francesa, que fue la revolución social burguesa por excelencia. Lo que le falta al camarada Craipeau es el sentido de la proporción y el concepto de relatividad. Nuestro joven amigo no siente ningún interés por la ley de la transformación de la cantidad en calidad. Sin embargo, es la más importante de las leyes de la dialéctica. Claro que las autoridades del mundo académico burgués piensan que la dialéctica pertenece al “dominio de la casuística”.

e) Craipeau no se inspira por azar en la sociología de M. Yvon[114]. Las observaciones personales de Yvon son honestas y muy importantes. Pero no es un accidente lo que lo ha llevado al pequeño refugio de La Révolution prolétarienne[115]. Yvon se interesa por la economía, por el “taller” —por emplear las palabras de Proudhon—, y no por la po­lítica, es decir, por la economía generalizada. Pertenece formalmente a la escuela proudhoniana, y esto es precisamente lo que le ha permitido mantenerse neutral ante la lucha entre la Oposición de Izquierda y la burocracia; no comprendió que de esa lucha dependía la suerte del “taller”. Lo que ha dicho sobre la lucha “por la herencia de ­Lenin”, sin distinguir entre las tendencias sociales —¡incluso hoy, en 1937!—, revela su concepción a la vez pequeñoburguesa, totalmente contemplativa y absolutamente no revolucionaria. Para Yvon, la noción de clase es una abstracción que superpone a la abstracción del “taller”. ¡Es verdaderamente triste que Craipeau no encuentre otra fuente de inspiración teórica!

Defensa de la URSS y socialpatriotismo

Todo este andamiaje sociológico, desgraciadamente muy frágil, no sirve a Craipeau, como hemos dicho, más que para huir de la necesidad de distinguir entre la URSS y los países imperialistas en el curso de la guerra. Los dos últimos párrafos de su tratado, que hablan de este tema, son muy reveladores. Craipeau dice: “En nuestros días, toda guerra europea o mundial se transforma en conflicto imperialista, y sólo los imbéciles estalinistas y reformistas pueden creer que, por ejemplo, lo que estará en juego en la guerra futura será el fascismo o la democracia”. Atención a esta tesis magistral: aunque un poco simplificada, es exacta, pero sin embargo ha sido tomada prestada, esta vez sí, del arsenal del marxismo. Inmediatamente después, con el fin de caracterizar y fustigar a la URSS como “campeón de la guerra imperialista”, Craipeau dice: “En el campo de Versalles, su diplomacia [la de la URSS] juega ahora el mismo papel de animador que la diplomacia hitleriana en el otro campo”. Admitámoslo. Pero, ¿este carácter imperialista de la guerra viene determinado por el papel provocador de la diplomacia fascista? En absoluto. “Sólo los imbéciles estalinistas o reformistas pueden creerlo”. Y espero que, por nuestra parte, no vayamos a aplicar el mismo criterio al Estado soviético. Se es derrotista en los países imperialistas —¿no es cierto?— porque se quiere acabar con el régimen de la propiedad privada, no por querer castigar a algún “agresor”. En lo que a los imperialistas se refiere, la cuestión en la guerra entre Alemania y la URSS será cambiar las bases económicas de esta última, no castigar a Stalin y Litvínov[116]. ¿Y luego? Craipeau ha proclamado su tesis fundamental sólo para tomar inmediatamente el camino opuesto. El peligro, el verdadero peligro, según él, es que los socialpatriotas de toda especie tomarán la defensa de la URSS como pretexto para una nueva traición. “En tales condiciones, toda ambigüedad en nuestra actitud se convierte en fatal”. Y concluye: “Hoy es necesario escoger: o la ‘defensa incondicional’ de la URSS, es decir [!!!], el sabotaje de la revolución en nuestro país y en la URSS, o el derrotismo y la revolución”.

Esta es la cuestión. El problema no es en absoluto el carácter social de la URSS —¿y eso qué importa?— ya que, según Craipeau, la defensa de un Estado obrero, incluso aunque sea genuino, implica que el proletariado de los países imperialistas aliados de ese Estado establezca una unión sagrada con su propia burguesía. “Aquí está la clave del enigma”, como dicen otros. Craipeau cree que, en caso de Guerra —guerra con ge mayúscula—, el proletariado no debe interesarse en saber si se trata de una guerra contra Alemania, la URSS o un Marruecos en rebelión, ya que en todos los casos es necesario proclamar el “derrotismo sin ambigüedades” como única posibilidad de escapar del grillete del socialpatriotismo. Nuevamente vemos —y con qué claridad— que el ultraizquierdismo es siempre un oportunismo que tiene miedo de sí mismo y pide, en consecuencia, garantías absolutas —es decir, garantías inexistentes— de que permanecerá fiel a su bandera. Este tipo de intransigencia nos recuerda a los hombres débiles y tímidos que, cuando se ponen furiosos, gritan a sus amigos: “¡Agarradme, que voy a hacer algo terrible!”. Dadme tesis herméticamente selladas, ponedme una venda totalmente opaca, que si no... voy a hacer algo terrible. Verdaderamente hemos encontrado la clave del enigma.

En cualquier caso, ¿duda Craipeau, por ejemplo, del carácter proletario del Estado soviético entre 1918 y 1923 o, al menos, para hacer una concesión a los ultraizquierdistas, entre 1918 y 1921? Durante ese período, el Estado soviético maniobró en el terreno internacional y buscó aliados temporales. Pero fue precisamente en ese período cuando se proclamó el derrotismo como una obligación para los trabajadores de todos los países imperialistas, fuesen “enemigos” o “aliados” temporales. El deber de defender la URSS nunca ha significado que el proletariado revolucionario deba dar un voto de confianza a su burguesía. La actitud del proletariado durante la guerra es la continuación de su actitud durante la paz. El proletariado defiende la URSS mediante su política revolucionaria, que nunca se subordina a la burguesía, pero que siempre se adapta a las circunstancias concretas. Esta es la enseñanza de los cuatro primeros congresos de la Internacional Comunista.[117] ¿Está pidiendo Craipeau una revisión retrospectiva de tal enseñanza?

Si Blum, en lugar de proclamar la pérfida “no intervención”, hubiera apoyado, sin dejar de obedecer las órdenes del capital financiero, a Caballero, Negrín y su democracia capitalista, ¿habría renunciado Craipeau a su oposición irreductible al gobierno del Frente Popular? ¿Habría renunciado a su deber de distinguir entre los dos campos que luchan en España y de adaptar su política a esta distinción?

Lo mismo vale para el Extremo Oriente. Si Chiang Kai-Shek[118], pisándole los talones a Gran Bretaña, le declarase la guerra a Japón, ¿participaría Craipeau en una unión sagrada para ayudar a China? ¿O, por el contrario, proclamaría que para él no hay ninguna diferencia entre China y Japón que pueda influir en su política? La alternativa de Craipeau —sea la defensa de la URSS, de Etiopía, de la España republicana, de la China colonial, etc., mediante el establecimiento de una unión sagrada; sea el derrotismo sistemático, herméticamente sellado y de alcance cósmico—, fundamentalmente falsa, naufragará a la primera prueba de los hechos y abrirá ampliamente las puertas a las más groseras formas de socialpatriotismo.

“¿Nuestras propias tesis sobre la guerra —pregunta Craipeau— están libres de todo equívoco sobre el problema?”. ¡Desgraciadamente no! Analizando la necesidad del derrotismo, las tesis subrayan que “en la naturaleza de las acciones prácticas podría haber considerables diferen­cias provocadas por el curso concreto de la guerra”. Por ejemplo, las tesis indican que, en caso de guerra entre la URSS y Japón, debemos “no sa­botear el envío de armas a la URSS”; en consecuencia, debemos evi­tar instigar huelgas que saboteen la fabricación de armas, etc. Ape­nas se puede creer lo que ven los ojos. Los acontecimientos han confirmado nuestras tesis sobre este punto con una fuerza indiscutible, particularmente en Francia. Durante meses, las reuniones obreras han vibrado al grito de “aviones para España”. Imaginemos por un momento que Blum hubiese decidido mandar algunos. Imaginemos que precisamente en ese momento hubiese una huelga de estibadores o de marinos. ¿Qué haría Craipeau? ¿Se habría opuesto al grito de “avio­nes para España”? ¿Habría aconsejado a los huelguistas hacer una excepción con el transporte de los aviones? Pero resulta que la URSS ha enviado efectivamente aviones (a muy alto precio y a título de ayuda al régimen capitalista, lo sé perfectamente) ¿Deberían los bolche­viques haber llamado a los obreros soviéticos a sabotear estos envíos? ¿Sí o no? Si mañana los trabajadores franceses se enteran de que dos cargamentos de municiones están siendo preparados para ser expedidos desde Francia, uno a Japón y otro a China, ¿cuál sería la actitud de Craipeau? Considero que es suficientemente revolucionario como para llamar a los trabajadores a boicotear el barco destinado a Tokio y dejar partir el destinado a China, sin por ello cambiar su opinión so­bre Chiang Kai-shek ni expresar la menor confianza en Chautemps[119]. Esto es precisamente lo que dicen nuestras tesis: “en la naturaleza de las acciones prácticas podría haber considerables dife­rencias, provocadas por el curso concreto de la guerra”. Respecto a esta formulación, en la época en que se publicó el borrador de las tesis podrían haber surgido dudas. Pero hoy, tras las experiencias de Etiopía, de España, de la guerra chino-japonesa, cualquiera que hable de ambigüedad en nuestras tesis me parece que revela la actitud de un Borbón ultraizquierdista, que no quiere aprender nada ni olvidar nada.

Camarada Craipeau, la ambigüedad es completamente suya. Su artículo está lleno de subterfugios. Es hora de que se deshaga de ellos. Sé muy bien que incluso en sus errores está guiado por su odio a la opresión de la burocracia termidoriana. Pero, por sí solos, los sentimientos, por legítimos que sean, no pueden reemplazar una política correcta, que debe basarse en hechos objetivos. El proletariado tiene razones suficientes para derribar y expulsar a la burocracia estalinista, corrupta hasta la médula. Pero por eso mismo no puede, ni directa ni indirectamente, dejar esa tarea a Hitler o al Mikado[120]. Stalin derribado por los trabajadores: un gran paso hacia el socialismo. Stalin aplastado por los imperialistas: la contrarrevolución triunfante. Tal es el sentido exacto de nuestra defensa de la URSS. Análoga a escala mundial, desde este enfoque, a nuestra defensa de la democracia a escala nacional.

 

* * *

 

¿Un Estado no obrero y no burgués?

25 de noviembre de 1937

 

Forma política y contenido social

Los camaradas Burnham y Carter[121] han planteado un nuevo interrogante sobre el carácter de clase del Estado soviético. En mi opinión, la respuesta que ofrecen es completamente equivocada. Pero ya que estos camaradas no intentan, como hacen algunos ultraizquierdistas, sustituir el análisis científico por alaridos, podemos y debemos discutir con ambos esta cuestión de excepcional importancia.

Burnham y Carter no olvidan que la diferencia principal entre la URSS y los Estados burgueses contemporáneos se expresa en el poderoso desarrollo de las fuerzas productivas, resultado de la transfor­mación de las formas de propiedad. Más adelante admiten que “la estructura económica, tal como fue establecida por la Revolución de Octubre, permanece todavía básicamente inalterada”. De ello deducen que el proletariado soviético y mundial tiene el deber de defender la URSS de los ataques imperialistas. En esto estamos plenamente de acuerdo con Burnham y Carter. Pero por importantes que sean los puntos de acuerdo, no agotan el problema. Aunque Burnham y Carter no se solidarizan con los ultraizquierdistas, sin embargo consideran que la URSS ha dejado de ser un Estado obrero “en el sentido tradicional [?] dado a este término por el marxismo”. Pero como “la estructura económica (...) permanece todavía básicamente ­inalterada”, la URSS tampoco se ha convertido en un Estado burgués. Al mismo tiempo, Burnham y Carter se niegan —y tenemos que felicitarlos por ello— a considerar a la burocracia como una clase independiente. Estos postulados inconsistentes conducen a la misma conclusión a la que llegan los estalinistas: que el Estado soviético, en general, no es un órgano de dominación de clase. ¿Qué es entonces?

Estamos ante un nuevo intento de revisar la teoría de clase del Estado. No somos, está claro, fetichistas. Si hechos históricos nuevos exigen una revisión de la teoría, no nos negaremos a realizarla. Pero, en cualquier caso, la lamentable experiencia de los antiguos revisionistas debería inspirarnos una saludable prudencia. Evaluaremos diez veces más la vieja teoría y los nuevos hechos antes de intentar elaborar una nueva doctrina.

Los mismos Burnham y Carter comentan de pasada que, en función de las condiciones objetivas y subjetivas, el dominio del prole­ta­riado “puede expresarse en diversas formas gubernamentales”. Añadiremos, para clarificar las cosas: o a través de una lucha libre entre di­versos partidos en el seno de los sóviets, o a través del mono­polio de un solo partido, o incluso a través de la concentración de hecho del poder en las manos de un solo individuo. La dictadura personal significa, por supuesto, un síntoma de peligro extremo para el ­régimen. Pero al mismo tiempo, bajo ciertas condiciones, puede ser la única forma de salvarlo. En consecuencia, la naturaleza de clase del Estado viene determinada no sólo por sus formas políticas, sino por su contenido social, es decir, por el carácter de las formas de propiedad y de las relaciones de producción que tal Estado protege y defiende.

Burnham y Carter no niegan esto en principio. Si, a pesar de ello, rechazan que la URSS sea un Estado obrero, es por dos razones, una de carácter económico y otra de carácter político: “Durante el año pasado —escriben— la burocracia ha tomado definitivamente el camino de la destrucción de la economía planificada y nacionalizada” (¿sólo ha “tomado el camino”?). Más adelante leemos que el curso del desarrollo “lleva a la burocracia a un creciente y cada vez más profundo conflicto con las necesidades y los intereses de la economía nacionalizada” (¿sólo “la lleva”?). La contradicción entre la burocracia y la economía se observó ya antes, pero durante el año pasado “los actos de la burocracia están saboteando activamente el plan y desintegrando el monopolio estatal” (¿sólo “desintegrando”? ¿O sea que todavía no lo han desintegrado?).

Como dijimos más arriba, el segundo argumento tiene un ­carácter político: “El concepto de dictadura del proletariado no es una categoría principalmente económica, sino predominantemente política (...) Todas las formas, todos los órganos y todas las instituciones del dominio de clase del proletariado están hoy destruidas, y esto signi­fica que el dominio de clase del proletariado está destruido”. Después de oír hablar sobre las “diversas formas” de régimen proletario, este segundo argumento, en sí mismo, parece inesperado. Por supuesto, la dictadura del proletariado no es sólo “predominantemente”, sino total y completamente una “categoría política”. Pero la política es eco­nomía concentrada. La dominación de la socialdemocracia en el Es­tado y en los sóviets (Alemania en 1918-19) no tenía nada en común con la dictadura del proletariado, dado que dejaba intacta la ­propiedad burguesa. Pero, por eso mismo, un régimen que protege la propie­dad expropiada y nacionalizada frente al imperialismo es, independientemente de sus formas políticas, la dictadura del proletariado.

Burnham y Carter lo admiten “en general”. Por eso han recurrido a combinar el argumento económico con el político. La burocracia, afirman, no solamente ha privado definitivamente al proletariado del poder político, sino que también ha metido la economía en un callejón sin salida. Si en el período precedente la burocracia, a pesar de sus rasgos reaccionarios, ha jugado un papel relativamente progresista, hoy se ha convertido definitivamente en un factor reaccionario. En esta opinión hay un núcleo sano, que corresponde plenamente a todas las apreciaciones anteriores y todas las perspectivas de la Cuarta Internacional. Más de una vez hemos recordado que el “despotismo ilustrado” había jugado un papel progresista en el desarrollo de la burguesía, para transformarse luego en un freno a ese desarrollo; el conflicto se resolvió, como es sabido, mediante una revolución. El “despotismo ilustrado”, hemos escrito, puede jugar un papel progresista en los primeros pasos de la economía socialista sólo durante un período de tiempo incomparablemente más corto. Esta perspectiva se confirma claramente ante nuestros ojos. Engañada por sus propios éxitos, la burocracia esperaba obtener sin cesar mayores índices de desarrollo económico. Sin embargo, se encaminaba a una profunda crisis económica que constituye una de las fuentes de su actual pánico y de la represión enloquecida. ¿Significa esto que en la URSS las fuerzas productivas han dejado de crecer? No podemos avanzar semejante afirmación. Las posibilidades creadoras de la economía nacionalizada son tan grandes, que las fuerzas productivas, a pesar del freno burocrático, todavía son capaces de desarrollarse durante un período de años, pero a una tasa mucho más moderada que hasta ahora. Hoy es casi imposible avanzar un pronóstico exacto a este respecto. En todo caso, la crisis política que desgarra a la burocracia en este momento es considerablemente más peligrosa para ella que la perspectiva de una interrupción en el desarrollo de las fuerzas productivas. Sin embargo, en aras de simplificar la cuestión, admitamos que la burocracia ya se ha convertido en un freno absoluto al desarrollo económico. ¿Significa esto que la naturaleza de clase de la URSS ha cambiado o que la URSS está privada de toda naturaleza de clase? Aquí reside, a mi entender, el error principal de nuestros camaradas.

La sociedad burguesa desarrolló las fuerzas productivas hasta la Primera Guerra Mundial. La burguesía sólo se ha convertido en un freno absoluto al desarrollo económico en los últimos veinticinco años. ¿Significa esto que la sociedad burguesa ha dejado de ser burguesa? No, significa solamente que se ha convertido en una sociedad burguesa en decadencia. En una serie de países, el mantenimiento de la propiedad burguesa sólo es posible a través de la instauración de un régimen fascista. En otras palabras, la burguesía está desprovista de todas las formas y medios de dominación política directa, y tiene que utilizar un intermediario. ¿Significa esto entonces que el Estado ha dejado de ser burgués? En la medida en que el fascismo protege con sus métodos bárbaros la propiedad privada de los medios de producción, en esa medida el Estado sigue siendo burgués bajo el domi­nio fascista.

De ninguna manera queremos dar a nuestra analogía un signifi­cado exhaustivo. Pero demuestra, sin embargo, que la concentración del poder en las manos de la burocracia, e incluso el retraso en el de­sarrollo de las fuerzas productivas, no cambian por sí mismas la natu­raleza de clase de la sociedad y de su Estado. Sólo la ­intervención de una fuerza revolucionaria o contrarrevolucionaria en las ­relaciones de propiedad puede modificar la naturaleza de clase del Estado.[122]

Pero, ¿no conoce la historia casos de conflicto de clase entre el Estado y la economía? ¡Claro que sí! Después de que el tercer estado tomase el poder,[123] la sociedad permaneció feudal todavía durante algunos años. Durante los primeros meses del régimen soviético, el proletariado gobernaba sobre la base de una economía burguesa. En el ámbito de la agricultura, la dictadura del proletariado operó durante varios años sobre la base de una economía pequeñoburguesa (y en un grado considerable sigue operando en la actualidad). En caso de triunfo de la contrarrevolución burguesa en la URSS, el nuevo gobierno tendría que apoyarse durante un largo período sobre la economía nacionalizada. Pero, ¿qué significa un conflicto temporal de esta naturaleza entre el Estado y la economía? Significa una revolución o una contrarrevolución. La victoria de una clase sobre otra significa la reconstrucción de la economía en interés de los vencedores. Pero tal situación dicotómica, que constituye un momento necesario en toda revolución social, no tiene nada en común con la teoría de un Estado sin clases donde, a falta de un verdadero patrón, la explotación la realiza un empleado, es decir, la burocracia.

Norma y hecho

Lo que dificulta que muchos camaradas alcancen una valoración sociológica correcta de la URSS es la sustitución de una aproximación objetiva y dialéctica a este problema por un método subjetivo y “normativo”. No sin razón Burnham y Carter dicen que la URSS no puede ser considerada un Estado obrero “en el sentido tradicional dado a este término por el marxismo”. Esto simplemente significa que la URSS no responde a las normas del Estado obrero tal como las establece nuestro programa. No puede haber desacuerdo en este punto. Nuestro programa se basa en el desarrollo progresivo del Estado obrero y, por tanto, en su desaparición gradual. Pero la historia, que no siempre actúa “de acuerdo con un programa”, nos ha situado ante un proceso de degeneración del Estado obrero.

¿Significa esto que un Estado obrero que entre en conflicto con las exigencias de nuestro programa deja de ser un Estado obrero? Un hígado afectado por la malaria no es un hígado normal. Pero no por ello deja de ser un hígado. La anatomía y la fisiología no son suficientes para comprender su naturaleza; también es necesaria la patología. Evidentemente, a la vista de un hígado enfermo es más fácil decir: “este hígado no me gusta”, y volverle la espalda. Sin embargo, un médico no puede permitirse tal lujo. Dependiendo de las condiciones de la propia enfermedad, y de la consiguiente deformación del órgano, deberá recurrir a un tratamiento terapéutico (“las reformas”) o a la cirugía (“la revolución”). Pero antes de nada tiene que entender que el órgano deformado es un hígado enfermo, y no cualquier otra cosa.

Tomemos una analogía más familiar, la analogía entre un Estado obrero y un sindicato. Desde el punto de vista de nuestro programa, el sindicato debe ser una organización de lucha de clases. ¿Qué actitud tomar respecto a la AFL[124]? Sus dirigentes son notorios agentes de la burguesía. En todas las cuestiones fundamentales, los señores Green, Woll[125] y compañía practican una política diametralmente opuesta a los intereses del proletariado. Se puede llevar la analogía más lejos y decir que, si bien hasta la aparición del CIO[126] la AFL desarrollaba, hasta cierto punto, una labor progresista, hoy, cuando la actividad esencial de la AFL consiste en luchar contra las tendencias progresistas (o menos reaccionarias) del CIO, el aparato de Green se ha convertido definitivamente en un factor reaccionario. Sería totalmente correcto. Pero no por ello la AFL deja de ser un sindicato.

El carácter de clase del Estado está determinado por su relación con las formas de propiedad de los medios de producción. El carácter de una organización obrera, como puede ser un sindicato, está determinado por su relación con la distribución de la renta nacional. El hecho de que Green y sus colegas defiendan la propiedad privada de los medios de producción los caracteriza como burgueses. Si además estos señores defendiesen los beneficios de la burguesía frente a ofensivas por parte de los trabajadores, si dirigiesen una lucha contra las huelgas, contra los aumentos salariales, contra las ayudas a los desempleados, entonces tendríamos una organización de esquiroles, no un sindicato. Sin embargo, para no perder su base, Green y Cía. están obligados, dentro de ciertos límites, a dirigir el combate de los trabajadores por el aumento —o al menos contra la disminución— de su participación en la renta nacional. Este signo objetivo es suficiente para permitimos trazar en todas las ocasiones importantes una línea de demarcación entre los sindicatos más reaccionarios y una organización de esquiroles. Por eso estamos obligados no sólo a desarrollar un trabajo dentro de la AFL, sino incluso a defenderla contra los esquiroles, el Ku Klux Klan y similares.

La función de Stalin, como la de Green, tiene un carácter doble. Stalin sirve a la burocracia y, por tanto, a la burguesía mundial; pero no puede servir a la burocracia sin defender la base social que la burocracia explota en su propio interés. En esta medida Stalin defiende la propiedad nacionalizada contra el imperialismo y contra las capas demasiado impacientes y ávidas de la burocracia. Sin embargo, realiza esta defensa con métodos que preparan la destrucción general de la sociedad soviética. Precisamente por esto es por lo que la camarilla estalinista debe ser derrocada. El proletariado no puede delegar esta tarea en los imperialistas. A pesar de Stalin, el proletariado defiende la URSS de los ataques imperialistas.

El desarrollo histórico nos ha acostumbrado a la más diversa varie­dad de sindicatos: combativos, reformistas, revolucionarios, reaccionarios, liberales y católicos. Pero el caso de un Estado obrero es muy dis­tinto. Es la primera vez que vemos este fenómeno. Esto explica nuestra inclinación a aproximarnos a la URSS exclusivamente desde el punto de vista de las normas del programa revolucionario. Pero, al mismo tiempo, el Estado obrero es un hecho histórico objetivo que está sometido a la influencia de distintas fuerzas históricas y puede, como vemos, entrar en total contradicción con las normas “tradicionales”.

Los camaradas Burnham y Carter tienen toda la razón cuando dicen que Stalin y Cía. sirven a la burguesía internacional, por sus políticas. Pero esta idea correcta debe establecerse en las condiciones correctas de tiempo y lugar. Hitler también sirve a la burguesía. Sin embargo, hay una diferencia entre las funciones de Stalin y las de Hitler. Hitler defiende las formas burguesas de propiedad. Stalin adapta los intereses de la burocracia a las formas de propiedad proletarias. El mismo Stalin en España —es decir, sobre el terreno del régimen burgués— lleva a cabo la función de Hitler (en general se diferencian poco el uno del otro en sus métodos políticos). La yuxtaposición de los roles sociales del mismo Stalin en la URSS y en España nos demuestra bastante bien que la burocracia no es una clase independiente, sino un instrumento de las clases; y a la vez, que es imposible definir la naturaleza social de un Estado por la virtud o maldad de la burocracia.

La afirmación de que la burocracia de un Estado obrero tiene un carácter burgués no sólo debe parecer incomprensible, sino completamente absurda, a la gente de mente estampada en un molde formalista. Sin embargo, no ha existido nunca ni existe un tipo de Estado químicamente puro. La monarquía prusiana semifeudal ejecutó las más importantes tareas de la burguesía, pero las ejecutó a su manera, es decir, con un estilo feudal en vez de jacobino. Incluso hoy observamos en Japón una relación análoga entre el carácter burgués del Estado y el carácter semifeudal de la casta dirigente. Pero todo esto no nos dificulta el distinguir claramente entre la sociedad feudal y la sociedad burguesa. Se puede objetar, es verdad, que es infinitamente más fácil la colaboración entre las fuerzas feudales y burguesas que la colaboración de las fuerzas burguesas y proletarias, dado que en el primer caso se trata de dos formas de explotación de clase. Esto es completamente correcto. Pero el Estado obrero no crea una nueva sociedad en un solo día. Marx escribió que en el primer período de un Estado obrero todavía se mantienen las normas burguesas de distribución (sobre esto puede consultarse “El socialismo y el Estado”, el tercer capítulo de La revolución traicionada[127]). Es preciso valorar correctamente y reflexionar a fondo sobre esta idea. El propio Estado obrero, en tanto que Estado, es necesario precisamente porque todavía siguen vigentes las normas burguesas de distribución.

Esto significa que incluso la burocracia más revolucionaria es, en cierto modo, un órgano burgués en el Estado obrero. Por supues­to, el grado de ese aburguesamiento y la tendencia general de su desarrollo tienen un significado decisivo. Si el Estado obrero reduce gradualmente su burocratización, su desarrollo marcha en la dirección del socialismo. Por el contrario, si la burocracia se hace cada vez más poderosa, autoritaria, privilegiada y conservadora, es porque las tendencias burguesas se desarrollan dentro del Estado obrero en detrimento de las tendencias socialistas; en otras palabras, la contradicción interna que, hasta cierto grado, existe en el Estado obrero desde los primeros días de su constitución no disminuye, como exige la “norma”, sino que aumenta. Sin embargo, dado que esta contradicción no ha pasado de la esfera de la distribución a la esfera de la pro­ducción, y no ha hecho explotar la propiedad nacionalizada y la eco­nomía planificada, el Estado sigue siendo un Estado obrero.

Lenin ya lo dijo hace quince años: “Nuestro Estado es un Estado obrero, pero con deformaciones burocráticas”. En esa época, las deformaciones burocráticas representaban la herencia directa del régimen burgués, y en este sentido aparecían como un mero residuo del pasado. Sin embargo, bajo la influencia de condiciones históricas desfavorables, el “residuo” burocrático recibió nuevas fuentes de nutrición y se ha transformado en un enorme factor histórico. Precisamente por ello hoy hablamos de degeneración del Estado obrero. Esta degeneración, como demuestra la actual orgía de terror bonapartista, se acerca al punto crítico. Lo que era una “deformación burocrática” está, en el momento presente, preparándose para devorar el Estado obrero sin dejar restos y generar, sobre las ruinas de la propiedad nacionalizada, una nueva clase propietaria. Esta posibilidad se ha aproximado considerablemente. Pero todavía no es más que una posibilidad, y no estamos dispuestos a inclinarnos ante ella antes de tiempo.

La URSS, en tanto que Estado obrero, no responde a la norma “tradicional”. Esto no significa que no sea un Estado obrero. Pero tampoco significa que la norma se haya demostrado falsa. La “norma” contaba con la victoria completa de la revolución proletaria internacional. La URSS no es más que una expresión parcial y mutilada de un Estado obrero atrasado y aislado.

El pensamiento “puramente” normativo, ultimatista e idealista quiere construir el mundo a su propia imagen y deshacerse simplemente de los fenómenos que no son de su gusto. Únicamente los sectarios, es decir, la gente que es revolucionaria sólo en su propia imaginación, se dejan guiar por normas ideales vacías. Dicen: “Estos sindicatos no nos gustan, no entraremos en ellos; este Estado obrero no nos gusta, no lo defenderemos”. Cada vez prometen volver a empezar la historia de nuevo. Edificarán, eso sí, un Estado obrero ideal cuando Dios les ponga entre las manos un partido ideal y sindicatos ideales. Pero hasta que ese feliz momento llegue, fruncirán el ceño ante la realidad. Un vigoroso ceño fruncido, esta es la más alta expresión del “revolucionarismo” sectario.

Un modo de pensar conservador, pasivo, menchevique, reformista, puramente “histórico”, se ocupa, según la expresión de Marx, en justificar las canalladas de hoy mediante las canalladas de ayer. Los representantes de este tipo de pensamiento entran en las organizaciones de masas y se disuelven en su seno. Invocando las condiciones “históricas”, los despreciables “amigos” de la URSS se adaptan a la abyección de la burocracia.

En oposición a estos dos tipos de pensamiento, el modo de pensar dialéctico —marxista, bolchevique— toma los fenómenos en su desarrollo objetivo y al mismo tiempo encuentra en las contradicciones internas de ese desarrollo la base que le permite realizar sus “normas”. Evidentemente, es necesario no olvidar que nosotros esperamos que las normas programáticas se realicen únicamente si son la expresión generalizada de las tendencias progresistas del propio proceso histórico objetivo.

Se puede dar, aproximadamente, la siguiente definición programática de sindicato: organización de trabajadores de un oficio o industria que tiene por objetivo: 1) luchar contra el capital para mejorar la situación de los trabajadores; 2) participar en la lucha revolucionaria por derrocar a la burguesía; 3) participar en la organización de la economía sobre fundamentos socialistas. Si comparamos esta realidad “normativa” con la realidad efectiva, nos veríamos obligados a ­afirmar que a día de hoy no existe un solo sindicato en el mundo. Pero esta contraposición entre las normas y el hecho, es decir, entre la expresión generalizada del desarrollo y una manifestación particular de ese mismo desarrollo, esta contraposición no dialéctica, ultimatista y formal entre el programa y la realidad, carece totalmente de vida y no abre ninguna vía de intervención a un partido revolucionario. Mientras tanto, los actuales sindicatos oportunistas pueden, bajo la presión de la desintegración capitalista —y deben, si desarrollamos una política correcta en ellos—, acercarse a nuestras normas programáticas y jugar un papel histórico progresista. Esto supone, claro está, un cambio completo de dirigentes. Es necesario que los trabajadores de EEUU, Francia, Gran Bretaña, echen a Green, Citrine, Jouhaux y Cía. Es necesario que el proletariado expulse a la burocracia soviética. Si lo hace a tiempo, tras su victoria todavía encontrará los medios de producción nacionalizados y los elementos esenciales de la economía planificada. Esto significa que no tendrá que volver a empezar desde el principio. ¡Y esto es una enorme ventaja! Sólo petimetres radicales, habituados a saltar despreocupadamente de ramita en ramita, pueden desestimar a la ligera una posibilidad parecida. La revolución socialista es un asunto demasiado grande y difícil para que se puedan rechazar a la ligera, de un manotazo, sus inestimables conquistas materiales, para volver a empezar de cero.

Es muy bueno que los camaradas Burnham y Carter, a diferencia de nuestro camarada francés Craipeau y otros, no olviden el factor de las fuerzas productivas y no rechacen defender la Unión Soviética. Pero esta postura es totalmente insuficiente. ¿Y si la dirección criminal de la burocracia detiene el desarrollo de la economía? ¿Sería posible en ese caso que los camaradas Burnham y Carter permitieran pasivamente al imperialismo destruir las bases sociales de la URSS? Estamos seguros de que no. Sin embargo, su definición no marxista de la URSS como un Estado no obrero y no burgués abre la puerta a todo tipo de conclusiones. Por eso tal definición debe ser rechazada categóricamente.

Una clase al mismo tiempo dominante y oprimida

“¿Cómo podría no indignarse nuestra conciencia política —dicen los ultraizquierdistas— cuando se nos quiere forzar a creer que en la ­URSS, bajo el régimen de Stalin, el proletariado es la clase dominante?”. Bajo una forma tan abstracta, semejante afirmación es, efectivamen­te, susceptible de provocar nuestra “indignación”. Pero el problema es que las categorías abstractas, necesarias en el proceso de análisis, son completamente inadecuadas para la síntesis, que exige la máxima concreción posible. El proletariado soviético es la clase dominante en un país atrasado donde todavía hay escasez de los bienes de primera necesidad más esenciales. El proletariado de la URSS domina un país que sólo representa la doceava parte de la humanidad; el imperialismo domina las otras once doceavas partes. La dominación del proletariado, ya desfigurada por el atraso y la pobreza del país, está dos o tres veces más deformada por la presión del imperialismo mundial. El órgano de dominación del proletariado —el Estado— se convierte en órgano de la presión del imperialismo (la diplomacia, el ejército, el comercio exterior, las ideas y las costumbres). La lucha por la dominación, considerada a escala histórica, no se desarrolla entre el proletariado y la burocracia, sino entre el proletariado y la ­burguesía mundial. En esta lucha, la burocracia no es más que un mecanismo de transmisión. La lucha no ha terminado. A pesar de todos los esfuer­zos de la camarilla moscovita para demostrar su fiabilidad conservadora (¡la política contrarrevolucionaria de Stalin en España!), el imperialismo mundial no se fía de Stalin, no le ahorra los más humillantes latigazos y está dispuesto a derribarlo a la primera ocasión favorable. Hitler —y aquí está su fuerza— simplemente expresa de forma más consecuente y más franca la actitud de la burguesía mundial hacia la burocracia soviética. Para la burguesía, sea fascista o democrática, no son suficientes las aisladas hazañas contrarrevolucionarias de Stalin; necesita una completa contrarrevolución en las relaciones de propiedad y la apertura del mercado ruso. Mientras no lo consiga, consi­derará al Estado soviético como un enemigo. Y tiene razón.

En los países coloniales y semicoloniales, el régimen interno tiene un carácter principalmente burgués. Pero la presión del imperialismo extranjero cambia y distorsiona la estructura económica y política de dichos países de tal forma, que la burguesía nacional (incluso en los países políticamente independientes de Latinoamérica) sólo llega parcialmente a la situación de clase dominante. Es verdad que la presión imperialista sobre los países atrasados no cambia su carácter social básico, ya que el opresor y el oprimido sólo representan niveles diferentes de desarrollo en una misma y única sociedad burguesa. Pero la diferencia entre Gran Bretaña e India, Japón y China, EEUU y México, es tan grande, que establecemos una rigurosa distinción entre los países burgueses opresores y los países burgueses oprimidos, y consideramos nuestro deber apoyar a los segundos contra los primeros. La burguesía de los países coloniales y semicoloniales es una clase semidominante y semioprimida.

La presión imperialista sobre la URSS busca modificar la propia naturaleza de la sociedad soviética. La lucha —hoy pacífica, mañana militar— atañe a las formas de propiedad. En tanto que mecanismo de transmisión de esa lucha, la burocracia se apoya unas veces en el proletariado contra el imperialismo, otras veces en el imperialismo contra el proletariado, para aumentar su propio poder. Al mismo tiempo, explota despiadadamente su papel de distribuidor de los escasos bienes materiales básicos para garantizar su propia prosperidad y su poder. A causa de esto, la dominación del proletariado tiene un carácter limitado, disminuido y deformado. Está plenamente justificado decir que el proletariado, dominante en un país atrasado y aislado, todavía sigue siendo una clase oprimida. La causa de la opresión es el imperialismo mundial; el mecanismo de transmisión de la opresión es la burocracia. Si hay una contradicción en la expresión “una clase dominante y al mismo tiempo oprimida”, esta contradicción no surge de los errores del pensamiento, sino de la propia situación contradictoria de la URSS. Precisamente por ello rechazamos la teoría del socialismo en un solo país.

El reconocimiento de la URSS como un Estado obrero —no un tipo de Estado obrero, sino una mutilación del modelo— no significa en absoluto concederle a la burocracia soviética una amnistía teórica y política. Al contrario, su carácter reaccionario sólo se demuestra plenamente a la luz de la contradicción entre sus políticas antiproletarias y las necesidades del Estado obrero. Nuestra exposición de los crímenes de la camarilla estalinista sólo adquiere toda su fuerza planteando el problema así. La defensa de la URSS significa no sólo la lucha suprema contra el imperialismo, sino también la preparación para el derrocamiento de la burocracia bonapartista.

La experiencia de la URSS destaca las amplias posibilidades que contiene el Estado obrero y el vigor de su capacidad de resistencia. Pero esta experiencia demuestra también lo poderosa que es la presión ejercida por el capitalismo y por su agencia burocrática, lo difícil que es para el proletariado conquistar su emancipación total y lo necesario que es educar y templar a la nueva Internacional en el espíritu de una lucha revolucionaria irreconciliable.

Glosario

AFL (Federación Estadounidense del Trabajo): Confederación sindical partidaria de la colaboración de clases.

Bund (Unión General de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia): Movimiento político socialista fundado en 1897 que intentaba agrupar a la clase obrera judía del Imperio zarista. Formó parte del POSDR hasta el congreso de 1903. Mantenía posturas reformistas.

CIO (Congreso de Organizaciones Industriales): Formado inicialmente en 1935 dentro de la AFL con el nombre de Comité para la Organización Industrial, en 1938 se convirtió en una central sindical aparte, dirigida por John L. Lewis. La principal causa de la ruptura fue que el CIO proponía sustituir la organización sindical basada en los gremios por otra basada en la industria; también hubo otras, como el racismo de la AFL hacia los trabajadores negros. En cualquier caso, el CIO era igual de reformista que la AFL y apoyó el New Deal de Roosevelt. Ambos sindicatos se reunificaron en 1955, dando lugar a la AFL-CIO.

Eseristas: Miembros del Partido Social-Revolucionario ruso, llamados así por su acrónimo (SR). También se les se les conoce como socialrevolucionarios y s-r. Surgido de la unificación de diferentes grupos y círculos narodnikis (populistas) en 1902, era un partido pequeñoburgués cuyas concepciones eran una amalgama ecléctica de reformismo y anarquismo. Kérenski dirigía su ala derecha. Durante la Primera Guerra Mundial, la mayoría de los eseristas mantuvieron una posición socialpatriota. Antes de 1917 eran la corriente más influyente entre los campesinos. Tras la revolución rusa de febrero de 1917, constituyeron, junto con los mencheviques, el puntal principal del Gobierno Provisional. Rechazaron liquidar la propiedad terrateniente de la tierra, traicionando así el programa de la revolución agraria y convirtiéndose en defensores de los terratenientes. Tras Octubre, los eseristas de izquierda formaron gobierno con los bolcheviques, pero al poco tiempo se pasaron a la contrarrevolución. En los años de la agresión imperialista y la guerra civil, apoyaron a la reacción y organizaron acciones terroristas contra personalidades del Estado soviético y del Partido Comunista.

ILP (Partido Laborista Independiente): Partido reformista británico fundado en 1893. En los años treinta se convirtió en centrista y durante la Revolución española apoyó al POUM, enviando un contingente de brigadistas internacionales, entre ellos el escritor Georges Orwell, que recogió sus vivencias en la obra Homenaje a Cataluña. El ILP negó el apoyo al gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial, tras la cual tuvo una existencia languideciente hasta su definitiva integración en el Partido Laborista en 1975.

 

Modern Monthly: Revista estadounidense de crítica literaria de izquierda. Se publicó entre 1933 y 1938.

Partido Obrero (WP): Partido formado por la minoría encabezada por Max Shachtman, James Burnham y Martin Abern tras escindirse del SWP en 1940.

POSDR: Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia.

POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista): Partido centrista fundado en 1935 por la fusión de la Izquierda Comunista, antigua sección española de la Oposición de Izquierda Internacional, y el Bloque Obrero y Campesino. En 1936 se integró en el Frente Popular. Duramente perseguido por el estalinismo tras las jornadas de mayo de 1937 en Barcelona. Su dirigente, Andreu Nin, fue secuestrado y asesinado por agentes de la GPU, la policía política estalinista.

SAP: Partido formado a raíz de la escisión del ala izquierda del SPD alemán en 1931, a la que se unieron los restos del USPD (Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania) y un grupo oposicionista del Partido Comunista. En 1933 se unió por breve tiempo a la Oposición de Izquierda Internacional. Giró a la derecha y apoyó la política estalinista de frentes populares. La represión nazi y las divisiones entre sus dirigentes provocaron su disolución en los años cuarenta.

 

Socialist Appeal: Órgano del SWP hasta 1941, cuando fue rebautizado como The Militant.

SWP (Socialist Workers Party): Sección estadounidense de la Cuarta Internacional. Su dirigente fue James P. Cannon. Los trotskistas estadounidenses formaron el SWP en diciembre de 1937, tras poner fin a una etapa de año y pico de entrismo en el Partido Socialista (SPA), durante la cual habían duplicado su militancia.

Termidor: Término que, en la literatura marxista, describe un período de reacción tras una fase de revolución social y política. Hace referencia al mes de Termidor (julio en el calendario revolucionario francés) de 1794, cuando un golpe reaccionario del ala derecha de la burguesía derrocó a los jacobinos, cuyo dirigente era Robespierre, abriendo una fase de hostigamiento contra las corrientes más radicales y revolucionarias. Ese golpe, que sancionó el triunfo de la gran burguesía, significó un giro conservador en lo ideológico y en lo político, y un ataque sistemático contra las conquistas sociales y económicas obtenidas por las clases populares durante el período de auge revolucionario (1791-93). Aunque el régimen termidoriano asfaltó el camino al triunfo posterior de Napoleón Bonaparte y, más tarde, a la restauración monárquica, no pudo liquidar las conquistas fundamentales de la Revolución francesa de 1789 ni restablecer el viejo régimen. Trotsky calificó el ascenso del estalinismo de termidor soviético porque encumbró al poder político a una casta burocrática y eliminó las bases de la democracia obrera soviética. Para imponerse, el régimen estalinista recurrió a la represión más brutal, pero se vio obligado a mantener temporalmente la conquista fundamental de la Revolución de Octubre: la economía nacionalizada y planificada. Hay otras analogías: los jacobinos fueron acusados de ser agentes de Inglaterra y los seguidores de León Trotsky, de ser agentes de Hitler.

 

The New International: Revista teórica del SWP.

 

Vpériod (Adelante): Periódico fundado en 1909 por una fracción ultraizquierdista del Partido Bolchevique.

Reseñas biográficas

 

ABERN, Martin (1898-1949): Fundador del Partido Comunista estadounidense y miembro de su Comité Nacional. Junto a Cannon y Shachtman, expulsado en 1928 por apoyar a la Oposición de Izquier­da. Uno de los dirigentes de la fracción minoritaria en la escisión del SWP de 1940.

ANDREWS, Chris (1911-1989): Militante del SWP. Perteneció a la guardia armada que protegía a Trotsky en México. Abandonó la militancia tras la Segunda Guerra Mundial.

BERDIÁIEV, Nikolái (1874-1948): Filósofo ruso. Influido por el marxismo en su juventud, acabó derivando hacia el misticismo religioso.

BOGDÁNOV, Alexander (Malinovski) (1873-1928): Médico y filósofo socialista. Bolchevique en 1903 y, con Krasin, lugarteniente de Lenin en su primera época. Miembro de la fracción ultraizquierdista del Vpériod en 1907. Sus concepciones filosóficas lo separaron de Lenin, que las criticó en su obra Materialismo y empiriocriticismo. Miembro del grupo Verdad Obrera en 1922. Expulsado del partido en 1923, se consagró a la medicina. Murió durante un experimento sobre transfusión sanguínea que realizaba en su propio cuerpo.

BORDIGA, Amadeo (1889-1970): Miembro del ala de izquierda del Partido Socialista Italiano antes de 1914. Cofundador del Partido Comunista Italiano (PCI) con Gramsci y Togliatti, y su principal dirigente entre 1921 y 1926. Mantuvo posturas ultraizquierdistas y abstencionistas que defendió en el seno del PCI y de la Internacional Comunista. Expulsado del partido en 1930, fundó el grupo Prometeo, que se adhirió a la Oposición de Izquierda Internacional, pero su sectarismo lo llevó a romper con Trotsky dos años más tarde.

BROCKWAY, Fenner (1888-1988): Dirigente del centrista ILP británico (Partido Laborista Independiente) durante los años treinta. Fue un oponente de la Cuarta Internacional.

BURNHAM, James (1905-1987): Dirigente de la Oposición de Izquierda estadounidense. En 1937 participó en la fundación del SWP. En el debate surgido en este a finales de esa década, encabezó al sector que proponía abandonar la caracterización de la URSS como un Estado obrero, pero que insistía en que seguía apoyando su defensa en caso de una agresión imperialista. En esas fechas empezó a manifestar diferencias acerca del centralismo democrático y otros aspectos de la política organizativa bolchevique. En el congreso del SWP de abril de 1940, su resolución sobre la URSS recibió tres votos, frente a los sesenta y nueve obtenidos por la resolución de la ­mayoría. Después del congreso, junto con Joseph Carter, Max Shachtman y Martin Abern, abandonó el SWP alegando diferencias principistas y fundó el Partido Obrero, que abandonó al mes. Acabó convertido en un propagandista del macartismo y de la extrema derecha.

CANNON, James P. (1890-1974): Militante del Partido Socialista estadounidense y de los Industrial Workers of the World (IWW), la organización sindical revolucionaria estadounidense formada en 1905. Cofundador del Partido Comunista de EEUU, del que fue expulsado en 1928 por su apoyo a la Oposición de Izquierda. Secretario general del SWP entre 1938 y 1953. Formó parte del primer comité ejecutivo de la Cuarta Internacional.

CARTER, Joseph (1910-1970): Seudónimo de Joseph Friedman, uno de los fundadores del movimiento trotskista estadounidense. Estrechamente asociado a James Burnham, en 1940 participó en la escisión del SWP. Abandonó la actividad política tras la Segunda Guerra Mundial.

CHAMBERLAIN, Neville (1869-1940): Político conservador británico. Primer ministro entre 1937 y 1940. Mantuvo una política de paños calientes con los nazis, aceptando, en la conferencia de Berlín de 1938, la anexión por Alemania de los Sudetes checos.

CITRINE, Walter (1887-1983): Secretario general de los sindicatos británicos (TUC) entre 1926 y 1946. El rey lo nombró caballero en 1935 por sus servicios al capitalismo; en 1946 se convirtió en barón.

DAN, Fiódor I. (1888-1938): Menchevique desde 1903, fue uno de sus principales dirigentes. Miembro del presídium del Sóviet de Petrogrado en 1917. Defendió la continuación de Rusia en la Primera Guerra Mundial y se opuso a la Revolución de Octubre.

DARWIN, Charles (1809-1882): Científico inglés, fundador de la biología materialista. Elaboró la teoría de la evolución de las especies, que afirma que el surgimiento de nuevas especies y la desaparición de las viejas son el resultado natural de la adaptación de los seres vivos al medio; los cambios provechosos se consolidan y determinan la aparición de nuevas formas animales y vegetales. Expuso sus principios y las pruebas fundamentales en el libro El origen de las especies (1895).

Eastman, Max (1883-1969): Cofundador, junto con James P. Cannon, del SWP. Uno de los primeros estadounidenses de la Oposición de Izquierda Internacional. Desarrolló una importante labor como traductor de varios libros de Trotsky. A finales de los años treinta mantuvo una profunda polémica con Trotsky sobre el materialismo dialéctico. Rompió definitivamente con el marxismo y en las últimas décadas de su vida colaboró frecuentemente en publicaciones reaccionarias como Reader’s Digest o National Review, alineándose con la caza de brujas anticomunista del macartismo.

FIELD, B. J. (1900-1977): Nombre de guerra del militante trotskista estadounidense Max Gould. Fue expulsado del partido a raíz de su actuación en la huelga de trabajadores de hoteles de Nueva York de 1934.

GERLAND: Nombre de guerra de Jean van Heijenoort (1912-1986), secretario de Trotsky entre 1932 y 1937. Escribió un libro titulado Con Trotsky en el exilio: de Prinkipo a Coyoacán.

GOLDMAN, Albert (1897-1960): Dirigente del SWP y abogado de Trotsky en Estados Unidos. En la escisión de 1940, apoyó a la ma­yoría. Abandonó el partido en 1946.

Gorki, Máximo (1868-1936): Escritor ruso ligado al movimiento revolucionario. Su verdadero nombre era Alexéi Maxímovich ­Peshkov, Gorki es un seudónimo que significa “amargo”. Su obra más conocida es La madre. Aunque conocía a Lenin desde tiempo atrás, fue partidario de los mencheviques y hostil a los bolcheviques durante la Revolución de Octubre. Posteriormente se sometió servilmente al estalinismo.

GREEN, William (1873-1952): Presidente de la AFL entre 1924 y 1952.

HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich (1770-1831): Filósofo alemán. Tras estudiar en el instituto de su ciudad natal, entre 1788 y 1793 siguió estudios de teología en Tubinga, donde coincidió con el poeta Hölderlin y el filósofo Schelling, compartiendo con sus compañeros el entusiasmo por la Revolución Francesa. Aunque al principio estuvo muy próximo al idealismo de Fichte y Schelling, a medida que fue elaborando su propio sistema filosófico se alejó de ellos. Fue el más destacado representante de la filosofía clásica alemana y revolucionó la dialéctica. Su obra tuvo un profundo impacto en Marx y Engels.

HOOK, Sidney (1902-1989): Profesor de filosofía en Nueva York. Vinculado a A. J. Muste en los años treinta, giró hacia posiciones conservadoras a partir de la siguiente década.

JOUHAUX, Léon (1879-1954): Líder reformista del movimiento obrero francés. Secretario general de la CGT durante treinta y ocho años (1909-47), hasta que la abandonó escindiéndose por la derecha para formar Fuerza Obrera.

KÁMENEV, Lev (1883-1936): Miembro del POSDR desde 1901. Detenido en 1902 y deportado, consigue fugarse, sale de Rusia y se une a los bolcheviques. Encabezó la fracción bolchevique de la Duma en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Detenido en 1914 y condenado a deportación perpetua, quedó libre tras la caída del zar. Junto con Zinóviev, se opone a la insurrección de octubre de 1917. Tras la toma del poder, jugó un papel dirigente en el nuevo Estado soviético. Miembro del Buró Político entre 1919 y 1927. A la muerte de Lenin, forma parte de la troika dirigente junto con Zinóviev y Stalin, iniciando la lucha contra Trotsky y la Oposición de Izquierda. En 1925, Zinóviev y él rompen con Stalin a raíz de la teoría del socialismo en un solo país y se unen a Trotsky en la lucha contra la burocracia, dando lugar a la Oposición Conjunta. Destituido y expulsado del partido por la burocracia, capitula finalmente ante Stalin. Condenado en el primer juicio de Moscú y ejecutado.

KUUSINEN, Otto Wille (1881-1964): Presidente del Partido Social­demócrata de Finlandia entre 1911 y 1913. Participó en la revolución de enero de 1918 en Finlandia, que dio lugar a la breve República Socialista de los Trabajadores, de la que fue comisario de Educación. Una vez derrotada la República en la guerra civil, huyó a Moscú, desde donde participó en la fundación del Partido Comunista de Finlandia. Secretario del comité ejecutivo de la Tercera Internacional entre 1921 y 1939. Líder del gobierno de Terijoki (1939-40). Nunca fue perseguido por el estalinismo, a pesar de que muchos socialistas finlandeses huidos de su país, como él, fueron ejecutados durante las purgas.

LABRIOLA, Antonio (1843-1904): Filósofo italiano afín al marxismo. Su pensamiento tuvo gran influencia sobre Antonio Gramsci, uno de los cofundadores del PCI.

LEWIS, John L. (1880-1969): Dirigente sindical reformista del CIO estadounidense. Apoyó el New Deal.

LUXEMBURGO, Rosa (1871-1919): Principal dirigente del comunismo alemán, jugó un papel de primera línea en el movimiento obrero antes de la Primera Guerra Mundial. Nacida en Polonia, a los 18 años tuvo que emigrar a Suiza a causa de sus actividades políticas. En 1897 comenzó a participar activamente en el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), iniciando a partir de 1900 una dura lucha contra el re­visionismo, primero contra Bernstein y luego contra Kautsky. En el con­greso de 1907 del POSDR apoyó a los bolcheviques contra los mencheviques en todas las cuestiones decisivas. Desde 1910 encabezó el ala marxista de la socialdemocracia alemana. Internacionalista durante la Primera Guerra Mundial, organizó la Liga Espartaquista para agrupar las fuerzas del marxismo revolucionario en el seno del SPD. Encarcelada desde junio de 1916 hasta que fue liberada tras la revolución alemana de noviembre de 1918. En enero de 1919 fue una de las fundadoras del Partido Comunista de Alemania (KPD), dirigiendo su órgano central, Die Rote Fahne (La Bandera Roja). Tras la derrota de la insurrección de Berlín de enero de 1919, ella y Karl Liebknecht fueron arrestados y asesinados el día 15 por orden del gobierno social­demócrata. La Fundación Federico Engels ha editado algunas de sus principales obras.

LYONS, Eugene (1898-1985): Periodista estadounidense de origen judío bielorruso. Apoyó la Revolución de Octubre y entre 1928 y 1934 vivió en la URSS. Crítico con el estalinismo, evolucionó hacia posiciones muy conservadoras.

MACDONALD, Dwight (1906-1982): Escritor y periodista estadounidense. Simpatizante de la Revolución de Octubre y vinculado a Trotsky, rompió con este a raíz de la represión del levantamiento de Kronstadt (1921). Evolucionó hacia posiciones pacifistas y semianarquistas.

MANNERHEIM, Carl Gustaf Emil (1867-1951): Militar finlandés, miembro de una familia de empresarios ennoblecida por el rey de Suecia. Fue oficial del ejército zarista. Durante la guerra civil finlandesa de 1918 encabezó las fuerzas contrarrevolucionarias que reprimieron con extremo salvajismo a los obreros y campesinos. Fue regente del Reino de Finlandia de 1918 a 1919 y presidente de la República entre 1944 y 1946.

MOLINIER, Raymond (1904-1994): Militante de la Juventud Comunista Francesa en 1920. Posteriormente miembro de la Oposición de Izquierda. Fue uno de los principales dirigentes del trotskismo francés, del que fue expulsado por indisciplina.

MUSTE, Abraham Johannes (1885-1967): Dirigente de izquierdas estadounidense. Pasó brevemente por el movimiento trotskista, pero en 1936 rompió con el marxismo, abandonó la militancia política y retornó a sus raíces pacifistas cristianas.

PLEJÁNOV, Gueorgui (1856-1918): Fundador del marxismo ruso. En 1883, desde Suiza, creó Emancipación del Trabajo, el primer grupo marxista ruso. En el II Congreso del POSDR se alió inicialmente con Lenin, para más tarde pasarse a los mencheviques. Durante la Primera Guerra Mundial apoyó al gobierno zarista. En 1917 fue un feroz adversario de los bolcheviques y de la Revolución de Octubre, a la que calificó de “golpe de Estado”. A pesar de todo, Lenin siempre recomendó mucho sus primeras obras, especialmente las filosóficas. La Fundación Federico Engels ha editado algunas de ellas.

RIZZI, Bruno (1901-1977): Cofundador del Partido Comunista Italiano, que abandonó en 1930. En 1933 publicó el libro La burocratización del mundo, en el que equiparaba fascismo y estalinismo. A finales de esa década participó en debates con Trotsky y Burnham sobre la naturaleza de la URSS. Abandonó la actividad política a inicios de los años cuarenta.

ROOSEVELT, Franklin Delano (1882-1945): Presidente de EEUU desde 1933 hasta su muerte. Durante su mandato se aplicaron un conjunto de medidas de política económica conocidas como New Deal, que intentaron hacer frente a la crisis del capitalismo iniciada en 1929 mediante inversiones públicas masivas destinadas a contribuir a la recuperación de la rentabilidad de las empresas.

SHACHTMAN, Max (1904-1972): Dirigente del Partido Comunista estadounidense. Expulsado en 1928, junto a Cannon y Abern, por apoyar a la Oposición de Izquierda. Dirigente de la fracción minoritaria en la escisión del SWP de 1940. En los años cincuenta ingresó en el Partido Socialista.

SNEEVLIET, Henk (1883-1942): Camionero, miembro del Partido Socialdemócrata Holandés en 1900. Presidente del sindicato de ferroviarios y tranviarios en 1909. De 1912 a 1917 vivió en Indonesia, de donde fue expulsado por su actividad revolucionaria. Cofundador del Partido Comunista de Holanda, que abandonó en 1927 para fundar el Partido Socialista Revolucionario (RSP), en cuyo nombre firmó en agosto de 1933 la declaración de los Cuatro a favor de la Cuarta Internacional. Entró en conflicto con Trotsky por las críticas políticas de este a Nin y al POUM, y rompió con el movimiento pro Cuarta Internacional en 1938, tras los asesinatos de Ignace Reiss y León Sedov. Militante clandestino bajo la ocupación alemana, fue capturado por la Gestapo y fusilado.

SPECTOR, Maurice (1898-1968): Presidente del Partido Comunista de Canadá desde 1924 hasta 1928. Fundador de la Oposición de Izquierda canadiense. Más tarde se trasladó a EEUU, donde militó en el SWP hasta 1939.

URBAHNS, Hugo (1890-1946): Dirigente del KPD (Partido Comunista de Alemania), del que fue expulsado en 1926 por oponerse al estalinismo. Rompió con Trotsky en 1930, que criticó duramente su tesis de que la URSS se estaba moviendo hacia el capitalismo. Expulsado de Alemania por los nazis en 1934, recaló en Suecia, de donde la URSS intentó que lo expulsasen por su campaña pública contra los juicios de Moscú, pero fue imposible porque ningún país accedió a acogerlo.

VEREEKEN, Georges (1896-1978): Revolucionario belga, de profesión taxista. Miembro del Comité Central del Partido Comunista de Bélgica en 1925, se une a la Oposición de Izquierda. Simpatizó con las posturas del POUM y mantuvo intensas polémicas con Trotsky sobre la Revolución española.

WEISBORD, Albert (1900-1977): Militante del Partido Comunista estadounidense. Expulsado en 1930.

WRIGHT, John G. (1902-1956): Nombre de guerra del dirigente del SWP Joseph Vanzler.

ZINÓVIEV, Grigori (1883-1936): Miembro del POSDR desde 1900. Bolchevique desde 1903. Participó en la revolución de 1905. Miembro del Comité Central en 1907. Durante la Primera Guerra Mundial fue un estrecho colaborador de Lenin y participó en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal. Volvió a Rusia tras la Revolución de Febrero de 1917. En octubre, junto con Kámenev, se opuso a la insurrección. Presidente de la Internacional Comunista en vida de Lenin, a la muerte de este formó parte de la troika, con Kámenev y Stalin. En 1925, él y Kámenev rompieron con Stalin a raíz de la teoría del socialismo en un solo país y se unieron a Trotsky en la lucha contra la burocracia, dando lugar a la Oposición Conjunta. Expulsado del partido en 1927, capituló al año siguiente y fue readmitido. Expulsado nuevamente en 1932, volvió a capitular. En 1935, tras el asesinato de Kírov, fue condenado a diez años de prisión con cargos falsos. Fue nuevamente procesado en el primer juicio de Moscú y ejecutado.

 

[1].   Acuerdo entre la URSS y el gobierno de Hitler firmado en agosto de 1939, que dejó a la Alemania nazi las manos libres para invadir Polonia y desencadenar la Segunda Guerra Mundial. Durante meses, Stalin contribuyó al esfuerzo bélico de Hitler con suministros de petróleo, hierro y cereales. Además, Stalin entregó a la Gestapo a cientos de militantes comunistas alemanes, austríacos y polacos, que en su gran mayoría fueron asesinados. También es llamado pacto Ribbentrop-Mólotov, los ministros de Asuntos Exteriores que lo firmaron.

[2].   Bruno Rizzi.

[3].   Dadas las condiciones en que vivió tras su expulsión de la URSS, Trotsky utilizaba frecuentemente seudónimos.

[4].   La Comintern, Tercera Internacional o Internacional Comunista fue fundada en ­Moscú en marzo de 1919 y existió hasta 1943. Sus bases políticas fueron la traición de los dirigen­tes de la Segunda Internacional a comienzos de la Primera Guerra Mundial y el triunfo de la Revolución de Octubre. Las tesis de sus cuatro primeros congresos son un compen­dio de estrategia y táctica marxistas. Tras el triunfo de la burocracia estalinista, la Comin­tern se convirtió en una agencia de la política exterior de Moscú, anteponiendo los inte­reses de la burocracia a los de la revolución mundial. En mayo de 1943, Stalin la disolvió como muestra de buena voluntad hacia sus aliados imperialistas durante la Segunda Guerra Mundial.

[5].   Recordamos que algunos de los camaradas que se inclinan a considerar a la burocracia como una nueva clase, a la vez se oponen resueltamente a la exclusión de la burocracia de los sóviets. (Nota del Autor)

[6].   Ante Ciliga (1898-1992): Cofundador del Partido Comunista Yugoslavo. Miembro de la Oposición de Izquierda Internacional. Encarcelado durante las purgas estalinistas, al salir de prisión escribió el libro En el país de la mentira desconcertante. Diez años tras el telón de acero y se alejó del marxismo.

[7].   Término usado en la literatura marxista para describir un período de reacción política sin una contrarrevolución social.

[8].   Uno de los principales dioses del panteón hinduista.

[9].   Bruno R.: La Bureaucratisation du monde, París, 1939, 350 págs. (N. del A.)

[10].   Conjunto de medidas económicas y laborales promovidas en 1933 por el presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt para hacer frente a la crisis del capitalismo iniciada en 1929. Sus ejes fundamentales fueron la ayuda estatal a los grandes monopolios y un pacto social con los sindicatos para frenar la movilización obrera. Los estalinistas lo apoyaron con entusiasmo.

[11].   Tratado firmado el 28 de junio de 1919 por EEUU, Gran Bretaña, Francia, Italia, Japón y las potencias que se les habían unido, por una parte, y Alemania, por otra, para poner fin oficialmente a la Primera Guerra Mundial. Lenin dijo sobre él: “Es una paz inaudita, expoliadora, que coloca a decenas de millones de personas, entre ellas las más civilizadas, en situación de esclavos”. El tratado tenía como objetivo refrendar el reparto del mundo capitalista a favor de las potencias vencedoras y crear un sistema de relaciones entre los países dirigido a asfixiar a Rusia y derrotar al movimiento revolucionario en todo el mundo.

[12].   Ciertamente, en la última sección de su libro, que consiste en fantásticas contradicciones, Bruno R. refuta consciente y articuladamente su propia teoría del colectivismo burocrático desarrollada en la primera sección, y declara que el estalinismo, el fascismo y el nazismo son formaciones temporales y parasitarias, castigos históricos por la impotencia del proletariado. En otras palabras, tras haber sometido los puntos de vista de la Cuarta Internacional a la crítica más aguda, Bruno R. retorna inesperadamente a esos puntos de vista, pero sólo para lanzar una nueva serie de ciegos balbuceos. No vemos razones para seguir los pasos de un autor que obviamente ha perdido el equilibrio. Estamos interesados en aquellos de sus argumentos con los que busca sustentar su opinión de que la burocracia es una clase. (N. del A.)

[13].   Trotsky se refiere al sector de campesinos que formaban parte de las cooperativas agrícolas (koljós, en ruso) más acomodadas, que podían tener un interés objetivo en promover la propiedad privada de la tierra.

[14].   Primer ministro británico.

[15].   Revista política francesa fundada por un grupo disidente del Partido Comunista.

[16].   Se conoce cono derrotismo revolucionario la política de la izquierda de Zimmerwald y de la Internacional Comunista desde su fundación, consistente en transformar la ­guerra imperialista en guerra civil, es decir, en continuar e intensificar la lucha de clases contra la burguesía propia en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. La política ­contraria, es decir, el apoyo a la participación en la guerra en nombre de la defensa nacional, recibe el nombre de defensismo.

[17].   Napoleón Bonaparte (1769-1821): Militar y político francés. Republicano en la Revolución Francesa de 1789, el 18 del mes de Brumario del año VIII (9 de noviembre de 1799) dio un golpe de Estado que acabó con el Directorio y que lo llevaría, en 1804, a autoproclamarse emperador con el nombre de Napoleón I, iniciando una agresiva campaña militar que pondría casi toda Europa occidental bajo dominio francés. Tras su decisiva derrota en la batalla de Waterloo (1815), perdió el poder y fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde murió.

[18].   Max Shachtman.

[19].   El documento La URSS en guerra llegó durante una reunión del Comité Nacional del SWP y recibió el apoyo de la mayoría. Pero se había perdido una página, y la minoría montó un escándalo pensando que se había hecho desaparecer deliberadamente.

[20].   Estonia, Letonia y Lituania.

[21].   El tratado de Brest-Litovsk fue el tratado de paz entre la Rusia soviética y las Potencias Centrales (Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y el Imperio otomano) firmado el 3 de marzo de 1918 en Brest-Litovsk. La delegación soviética estuvo encabezada por Trotsky. Sus condiciones eran draconianas, pero los bolcheviques, presionados también por las actividades militares de los blancos, estimaron que bajo ningún concepto podían continuar en la guerra mundial. El tratado abrió una crisis en el partido, donde un sector (los comunistas de izquierda, encabezados por Bujarin) se opuso a la firma por cuestión de principios.

[22].   Se trata de El noventa y tres, ambientada en la Revolución Francesa.

[23].   Autor que expone casos prácticos de teología o de ciencias morales.

[24].   Nombre de San Petersburgo desde la muerte de Lenin hasta el fin de la URSS.

[25].   La URSS en guerra.

[26].   La Segunda Guerra Mundial comenzaría seis días después de esta conversación, el 1 de septiembre, con la invasión nazi de Polonia.

[27].   La minoría del SWP pedía un referéndum sobre los temas en debate. La mayoría, con el apoyo de Trotsky, rechazó tal posibilidad.

[28].   Max Shachtman.

[29].   Nathan Gould (1913-2008): Dirigente de las juventudes del SWP y partidario de la minoría.

[30].   La intervención tuvo lugar en una reunión de la sección neoyorquina del SWP.

[31].   Nombre que recibió la Cheka, la policía política soviética, a partir de febrero de 1922. Aunque la Cheka tuvo un destacado papel en la lucha contra la contrarrevolución durante la guerra civil, la GPU fue convertida por la burocracia estalinista en el brazo ejecutor de la represión contra la Oposición de Izquierda.

[32].   Trotsky: La revolución desfigurada. La escuela de falsificación estalinista, Fundación Federico Engels, 2017, p. 162.

[33].   Georges B. Clemenceau (1841-1929): Primer ministro de Francia e impulsor del tratado de Versalles. En su juventud fue un radical e incluso perteneció por un tiempo al Partido Socialista, pero más tarde se transformó en el dirigente de la burguesía francesa.

[34].   Nikolái Bujarin (1888-1938): Bolchevique desde 1906. Miembro del Comité Central desde agosto de 1917 hasta 1928. Encabezó a los comunistas de izquierda que se opusieron a la firma del tratado de Brest-Litovsk. Entre 1923 y 1927 formó un bloque político con Stalin, defendiendo la teoría del socialismo en un solo país y el enriquecimiento de los kulaks. En 1928, Stalin rompió con él. Capituló ante Stalin en 1933. Fusilado tras el tercer juicio de Moscú.

[35].   John Maynard Keynes (1883-1946): Economista británico, uno de los más influyentes economistas del siglo XX. Teorizó la intervención del Estado capitalista en economía, paradigma que se generalizó tras la Segunda Guerra Mundial.

[36].   Boris Souvarine (1893-1984): Cofundador del Partido Comunista Francés. Delegado del PCF al comité ejecutivo de la Internacional Comunista en 1921. Expulsado en 1925 por defender a la Oposición de Izquierda. Abandonó el marxismo en los años treinta.

[37].   Persona que recurre a argumentos aparentes para defender lo que sabe es falso. El término era despectivo ya en tiempos del gran filósofo griego Sócrates (siglo V a.e.c.).

[38].   Partidarios del dirigente ultraizquierdista italiano Amadeo Bordiga.

[39].   Término con que se autocalificaban los partidarios de Trotsky.

[40].   Joseph Hansen.

[41].   Una oposición pequeñoburguesa en el seno del SWP.

[42].   La minoría había pedido que el debate se publicase en los órganos del SWP. La mayoría lo rechazó.

[43].   El Comité de Actividades Antiestadounidenses del Congreso de EEUU, uno de cuyos presidentes fue Martin Dies Jr., invitó a Trotsky a asistir como testigo a una de sus sesiones en Austin (Texas). Trotsky vio una oportunidad para dar a conocer las ideas de la Cuarta Internacional y aceptó, pero finalmente Dies canceló la comparecencia. En la discusión sobre el tema, Burnham se había opuesto a que Trotsky asistiese.

[44].   En octubre de 1917, Zinóviev y Kámenev se opusieron a la insurrección, no obstan­te lo cual posteriormente tuvieron un destacado papel en el Estado soviético y en el partido.

[45].   Socialpatriota (o socialchovinista): Término que los marxistas aplican a los reformistas que apoyan a su burguesía nacional durante una guerra.

[46].   Poumistas: Miembros del centrista POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). || Pivertistas: Miembros del grupo centrista francés PSOP, encabezado por Marceau Pivert.

[47].   La guerra y el conservadurismo burocrático y Qué está en juego en el debate sobre la cuestión rusa.

[48].   Alusión al debate que tuvo lugar entre 1935 y 1936 en la sección estadounidense de la Oposición de Izquierda Internacional sobre su ingreso en el Partido Socialista, al que Abern se opuso.

[49].   James P. Cannon.

[50].   Franz Mehring (1846-1919): Militante del SPD alemán desde 1891. Teórico marxista y defensor de la dialéctica materialista. Cofundador, junto con Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, de la Liga Espartaquista y del KPD (Partido Comunista de Alemania).

[51].   Eduard Bernstein (1850-1932): Dirigente del SPD alemán. En 1889 afirmó que el marxis­mo ya no era válido y debía ser revisado, y que el socialismo no sería producto de la lucha de clases y de la revolución, sino de la gradual acumulación de reformas del capitalismo conseguidas por vía parlamentaria. Abogó por la colaboración de clases. Rosa Luxemburgo contestó brillantemente las tesis bernsteinianas en su magistral obra Reforma o revolución (existe edición de la Fundación Federico Engels). || Karl Kautsky (1854-1938): Tras Engels, la figura más respetada de la Segunda Internacional hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial. En 1906 comenzó a girar hacia el reformismo y posteriormente se convirtió en su principal teórico. Lenin analizó críticamente sus ideas en el libro La revolución proletaria y el renegado Kautsky (existe edición de la Fundación Federico Engels).

[52].   Término que los marxistas aplican a las organizaciones o personas que están en una posición intermedia (“centro”) entre el reformismo y el marxismo, ya sea porque estén evolucionando desde el primero hacia el segundo o viceversa. Sin ser en ningún caso revolucionarias, tampoco defienden abiertamente la colaboración de clases propia del reformismo. Por su propia naturaleza, el centrismo es un fenómeno temporal.

[53].   Piotr Struve (1870-1944): Economista ruso. Dirigente de los llamados marxistas legales de finales del siglo XIX, evolucionó ideológicamente y en 1905 fue uno de los fundadores del partido kadete y miembro de su dirección hasta 1916, cuando dimitió por pensar que el partido no debía oponerse tanto al gobierno en tiempos de guerra. Tras la Revolución de Octubre, fue ministro de Wrangel en un gobierno blanco. || Serguéi N. Bulgákov (1871-1944): Economista ruso. Como otros destacados struvistas, acabó siendo un reaccionario, y además pope.

[54].   El filósofo idealista alemán Immanuel Kant (1724-1804), en su obra Crítica de la razón práctica, estableció la necesidad de un principio moral apriorístico, el llamado imperativo categórico, derivado de la razón humana en su vertiente práctica; en la moral, el hombre debe actuar como si fuese libre, aunque no sea posible demostrar teóricamente la existencia de esa libertad: obra de tal manera que tu norma de conducta pueda erigirse en norma universal.

[55].   Karl Liebknecht (1871-1919): Dirigente del ala marxista del SPD alemán y cofundador, junto con Rosa Luxemburgo, Franz Mehring y Clara Zetkin, entre otros, de la Liga Espartaquista y del KPD (Partido Comunista de Alemania). En 1914, fue el único diputado del SPD que votó en contra de los créditos de guerra.

[56].   Iskra (La Chispa): Periódico marxista ruso fundado por Lenin en 1900. En 1903, tras la escisión entre bolcheviques y mencheviques, quedó bajo control de estos.

[57].   Economicistas: Sector del POSDR que consideraba que el movimiento obrero debía limitarse a reivindicaciones económicas. || Partido Social-Revolucionario: Surgido de la unificación de diferentes grupos narodnikis (populistas) en 1902, era un partido pe­queñoburgués cuyas concepciones eran una amalgama ecléctica de reformismo y anarquismo. Kérenski dirigía su ala derecha. Durante la Primera Guerra Mundial, la mayoría fueron socialpatriotas. Sus militantes eran conocidos como eseristas por el acrónimo del partido (SR).

[58].   El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR).

[59].   Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788): Naturalista y escritor francés. Una de sus obras se titula Discurso sobre el estilo.

[60].   Véase la nota nº 43.

[61].   Un distrito de Nueva York.

[62].   Nombre finlandés de la ciudad rusa de Zelenogorsk, situada a 50 Km. al norte de San Petersburgo, cerca de la frontera con Finlandia.

[63].   Alusión a la purga, en 1937, del mariscal Tujachevski y otros siete altos mandos militares del Ejército Rojo, acusados por los estalinistas de trotskismo, conspiración y espionaje para Alemania.

[64].   Benjamin Stolberg (1891-1951): Periodista progresista estadounidense. Participó en la Comisión Dewey (sobre esta, véase la nota nº 72).

[65].   Carta abierta al camarada Burnham.

[66].   Molinier, uno de los dirigentes del trotskismo francés, fue expulsado por violación de la disciplina.

[67].   La crisis en el partido estadounidense: carta abierta al camarada León Trotsky.

[68].   De un rasguño al peligro de gangrena.

[69].   Nombre de guerra usado por George Novack (1905-1992), uno de los dieciocho dirigentes del SWP detenidos y encarcelados en EEUU durante la Segunda Guerra Mundial.

[70].   De un rasguño al peligro de gangrena.

[71].   Internal Bulletin, vol. 2, nº 7 (enero 1940), p. 11.

[72].   Comisión Dewey (o Comisión de Investigación de los Cargos contra León Trotsky en los Juicios de Moscú): Formada en 1937 en EEUU y presidida por el filósofo John Dewey, su objetivo fue limpiar el nombre de Trotsky. Aunque no era imparcial, dio a conocer hechos que demostraron que algunas de las acusaciones de los juicios de Moscú no podían ser verdaderas. Por ejemplo, Piatakov había “confesado” que en diciembre de 1935 viajó a Oslo para recibir instrucciones terroristas de Trotsky; la Comisión Dewey demostró que ese viaje nunca había tenido lugar.

[73].   Partidarios del zar en la guerra civil que siguió al triunfo de la Revolución de Octubre. El apelativo se debe al color de su uniforme militar. Por analogía, el término se aplica también a los reaccionarios de otros países.

[74].   Recomiendo a los jóvenes camaradas que estudien este tema en los trabajos de Engels (Anti-Dühring), Plejánov y Antonio Labriola. (N. del A.)

[75].   Las regiones francesas de Alsacia y Lorena fueron anexionadas por el Imperio alemán como resultado de la guerra franco-prusiana de 1870-71. Sobre esta, véase la obra de Marx La guerra civil en Francia (existe edición de la Fundación Federico Engels).

[76].   Aristocracia terrateniente prusiana, que constituía también el sector más reaccionario del ejército alemán. Jugó un papel relevante en la vida política hasta la revolución de 1918.

[77].   Expresión latina que indica que un razonamiento encierra una falacia lógica.

[78].   Este artículo ya estaba escrito cuando en The New York Times del 17 de enero leí las siguientes líneas sobre Polonia oriental:

Aún no han sido realizados actos drásticos de expropiación a gran escala en la industria. Los grandes centros del sistema bancario, el sistema ferroviario y cierto número de grandes empresas industriales habían sido de propiedad estatal desde años antes de la ocupación rusa. En las pequeñas y medianas empresas, los trabajadores ejercían ahora el control sobre la producción.

Los empresarios mantienen nominalmente el pleno derecho de propiedad sobre sus empresas, pero están obligados a entregar declaraciones de costes de producción y otra información de este tipo para su estudio por parte de los delegados de los trabajadores. Estos, junto con los empresarios, fijan los salarios, las condiciones laborales y un “porcentaje justo de beneficio” para el empresario.

Así, vemos que la “realidad de los acontecimientos vivos” no se somete en absoluto a los patrones pedantes y sin vida de los líderes de la oposición. Mientras tanto, nuestras “abstracciones” se están transformando en carne y sangre. (N. del A.)

[79].   Alexandr Kérenski (1881-1970): Dirigente eserista. En 1917 se convirtió en el principal representante de los conciliadores pequeñoburgueses en el Gobierno Provisional formado tras la Revolución de Febrero, del que fue sucesivamente ministro de Justicia, ministro de la Guerra y de Marina, y, desde julio, primer ministro. Huyó de Rusia tras la Revolución de Octubre y acabó exiliado en EEUU.

[80].   Karl Rádek (1885-1939): Dirigente comunista alemán, participó en la dirección del Partido Bolchevique y ocupó cargos de responsabilidad en la Tercera Internacional. Miembro, durante un tiempo, de la Oposición de Izquierda, capituló ante Stalin, lo que no le evitó ser condenado a diez años en el segundo juicio de Moscú. Murió en prisión.

[81].   Máximos dirigentes, respectivamente, de las centrales sindicales estadounidenses AFL y CIO.

[82].   Kurt Landau (1903-1937): Dirigente de la Oposición de Izquierda alemana. Rompió con Trotsky en 1931. En noviembre de 1936 se trasladó a Barcelona para participar en la Revolución española. Secuestrado, torturado y asesinado por agentes de la policía política de Stalin. || Joseph Frey (1882-1957): Dirigente de un grupo de oposición en el KPÖ (Partido Comunista de Austria). A principios de los años treinta participó brevemente en la Oposición de Izquierda Internacional. || Albert Treint (1889-1971): Principal dirigente del PC Francés en 1923-25. Alineado con la Oposición de Izquierda, fue expulsado en 1928. Militó en el trotskismo hasta 1932. Abandonó la política unos años más tarde.

[83].   La minoría había convocado un encuentro nacional en Cleveland para el 24 y 25 de febrero de 1940.

[84].   Trotsky se refiere a la fracción mayoritaria del SWP, encabezada, entre otros, por ­Cannon y Goldman.

[85].   Hugo Oehler (1903-1983): Dirigente de la sección estadounidense de la Oposición de Izquierda Internacional. En 1935 encabezó una escisión ultraizquierdista.

[86].   Eugen Karl Dühring (1833-1921): Abogado y economista alemán, filósofo de la escuela positivista. No pasó a la historia por sus ideas, sino porque Engels las rebatió en su conocido Anti-Dühring.

[87].   Se refiere al resto de las secciones de la Cuarta Internacional.

[88].   El primero en difundir el Testamento de Lenin fue Max Eastman, quien se lo entregó al New York Times para su publicación. Trotsky lo desautorizó: “Eastman publicó el documento sin consultarnos a mí y a los demás, y con ello profundizó terriblemente la lucha interna en la Unión Soviética y en el Politburó, que fue el comienzo de la escisión. Por nuestra parte, intentamos evitarla. La mayoría del Politburó me pidió, exigió de mí, que tomase una postura al respecto. El documento que firmé entonces fue muy diplomático”.

[89].   Se trata de la Oposición de Izquierda rusa.

[90].   El Comité Anglo-Ruso de Unidad Sindical fue una alianza formada en 1925 por dirigentes sindicales de ambos países. Tras la huelga minera y la huelga general británica de 1926, los representantes británicos, considerando que, tras haber traicionado las huelgas y liquidado a la izquierda sindical, ya no lo necesitaban, abandonaron el Comité Anglo-Ruso en mayo de 1927.

[91].   Nombre que recibió la alianza formada por Stalin, Zinóviev y Kámenev; los dos últimos romperían posteriormente con el primero a raíz de la teoría del socialismo en un solo país. Significa “trío” en ruso.

[92].   En la terminología comunista, se denomina centro a la dirección de un partido o de una tendencia. En este caso se trata de la dirección de la Oposición de Izquierda rusa.

[93].   Partido Socialista Obrero y Campesino: Partido centrista fundado en 1938 por un sector de izquierdas del Partido Socialista francés. Su dirigente fue Marceau Pivert.

[94].   El Comité Ejecutivo Internacional debería haber presentado hace tiempo tal alternativa, pero desgraciadamente el CEI no existe. (N. del A.)

[95].   Nombre de guerra del dirigente trotskista brasileño Mário Pedrosa (1900-1981).

[96].   Joseph Hansen.

[97].   Nombre de guerra del dirigente del SWP Louis Jacobs, que apoyaba a la mayoría.

[98].   James P. Cannon: La lucha por un partido proletario.

[99].     Tras el congreso del SWP de abril de 1940, la minoría se escindió. Burnham, ­Shachtman y Abern, que habían sido puestos por el partido en el consejo de administración de la editorial de The New International, se apoderaron de la revista como si fuese su propiedad personal.

[100].    Robert Grimm (1881-1958): Dirigente socialista suizo.

[101].    Los filisteos fueron un pueblo bíblico. En sentido figurado, significa ser de miras cortas y de pocos conocimientos. Lenin lo usó a menudo como sinónimo de “pequeñoburgués”.

[102].    Bloque imperialista fraguado en 1907 por Gran Bretaña, Francia y Rusia como contrapeso a la Triple Alianza (Alemania, Austria-Hungría e Italia). Fue la base de la alianza entre estos tres países durante la Primera Guerra Mundial, a la que se unieron otros, como EEUU. Tras la Revolución de Octubre, sus principales integrantes participaron en la agresión imperialista contra la Rusia soviética.

[103].    Nombre que recibía el rey de Etiopía. Abisinia era un antiguo nombre del país, que la Italia fascista recuperó tras invadirlo en 1935.

[104].    Dinastía real prusiana desde 1701, e imperial alemana de 1871 a 1918.

[105].    Léon Jouhaux (1879-1954): Líder reformista de la CGT francesa. Fue su secretario general entre 1909 y 1947.

[106].    Camille Huysmans (1871-1968): Dirigente socialista belga. Entre 1905 y 1922 fue secretario de la Segunda Internacional. || Léon Blum (1872-1950): Dirigente socialista francés y defensor de la coalición con la burguesía. En junio de 1936 fue elegido primer ministro tras la victoria electoral del Frente Popular.

[107].    Walter Citrine y James H. Thomas fueron dirigentes sindicales reformistas británicos. El segundo había sido ministro en un gobierno de unidad nacional con los conservadores.

[108].    El 21 de mayo de 1940, Burnham escribió una carta anunciando su renuncia al socialismo y su abandono del Partido Obrero, el grupo fundado un mes antes por la minoría del SWP tras escindirse.

[109].    Ferdinand Freiligrath (1810-1876): Poeta alemán. Aunque comenzó escribiendo baladas románticas, a partir de 1841 su poesía adquirió tintes políticos. Colaboró con Marx en la Nueva Gaceta Renana.

[110].    Yvan Craipeau (1911-2001): Dirigente de la sección francesa de la Cuarta Internacional hasta 1946. Posteriormente derivó hacia posturas centristas.

[111].    Andréi Y. Vyshinski (1883-1954): Menchevique hasta 1920. Tras la Revolución de Febrero fue nombrado comisario de policía y firmó una orden de detención contra Lenin por espiar para Alemania. Fiscal jefe de la URSS entre 1935 y 1939, tuvo un destacado papel como acusador en toda la farsa estalinista de los juicios de Moscú.

[112].    Las purgas estalinistas contra todos los viejos bolcheviques que se oponían (real o supuestamente) a Stalin, acusados de todas las barbaridades imaginables (asesinato, colaboración con los nazis, conspiración para desintegrar la URSS y restaurar el capitalismo...), estaban en su apogeo. El primer juicio de Moscú (“juicio de los Dieciséis”) se había celebrado en agosto de 1936. Se acusó a dieciséis dirigentes de la Oposición, entre ellos Zinóviev, Kámenev y Smirnov; todos fueron condenados a muerte y fusilados. Pravda reflejó así la noticia: “Desde que ocurrió, se respira mejor, el aire es más puro, nuestros músculos adquieren nueva vida, nuestras máquinas funcionan con más alegría, nuestras manos son más diestras”. En el segundo (“juicio de los Diecisiete”, enero 1937) se acusó a otros tantos dirigentes del partido, entre ellos Rádek, Piatakov y Sokólnikov; trece fueron sentenciados a muerte y fusilados, y los demás, enviados a campos de concentración, donde no sobrevivieron mucho tiempo. En junio de 1937 hubo un juicio secreto contra ocho altos oficiales del Ejército Rojo, entre ellos el mariscal Tujachevski, que fueron condenados y ejecutados. En marzo de 1938 sería el tercer juicio (“juicio de los Veinticuatro”), donde se acusó tanto a dirigentes del ala de derechas (Bujarin, Ríkov…) y de la Oposición de Izquierda (Rakovski) como a antiguos represores (Yagoda); todos fueron condenados a muerte y fusilados.

Aunque todos los acusados confesaron sus “crímenes”, esas confesiones fueron producto de las torturas generalizadas, lo que llevó a situaciones como la de Smirnov, que reconoció haber participado en el asesinato de Kírov a pesar de que cuando ocurrió llevaba encarcelado más de un año. Con las purgas, la burocracia estalinista quiso borrar la memoria histórica de Octubre y de la democracia obrera implantada por la Revolución. Trotsky calificó las purgas de “guerra civil unilateral contra el partido bolchevique”. A finales de 1940, de los 24 miembros del Comité Central bolchevique de octubre de 1917 sólo sobrevivían 2 (Stalin y Kollontái), 7 habían muerto y los 15 restantes habían sido ejecutados o se habían suicidado a consecuencia de la represión. León Trotsky, el principal acusado en los juicios de Moscú, fue finalmente asesinado en México el 20 de agosto de 1940 por Ramón Mercader, un sicario español de Stalin.

[113].    Trotsky se refiere a la derrota de la Revolución alemana de 1923.

[114].    Seudónimo de Robert Guiheneuf (1899-1986), militante del PCF desde su fundación y crítico con el estalinismo.

[115].    Grupo de izquierda antiestalinista agrupado en torno a Pierre Monatte, Alfred Rosmer y Ferdinand Loriot, que editaba el periódico del mismo nombre. Rompió con Trotsky en 1929, derivando hacia el anarcosindicalismo.

[116].    Maxim M. Litvínov (1876-1951): Ministro de Exteriores soviético entre 1930 y 1939.

[117].    La Fundación Federico Engels ha editado un volumen con todas las tesis, manifiestos y resoluciones de esos cuatro congresos, celebrados entre 1919 y 1922.

[118].    Chiang Kai-shek (1887-1975): Militar y político chino. En 1926 sucedió a Sun Yat-sen al frente del Kuomintang, el principal partido burgués, a pesar de lo cual los estalinistas lo nombraron miembro honorífico del comité ejecutivo de la Internacional Comunista. Dirigió la contrarrevolución de 1927, masacrando a decenas de miles de obreros en Shanghái y Cantón, y aplastando al Partido Comunista Chino. Cuando Mao tomó el poder en 1949, Chiang Kai-shek huyó a la isla de Taiwán, que independizó de China, donde gobernó dictatorialmente hasta su muerte.

[119].    Camille Chautemps (1885-1963): Dirigente del Partido Radical francés. Entre 1930 y 1938 fue jefe del gobierno en tres ocasiones.

[120].    Antigua denominación del emperador de Japón.

[121].    Trotsky escribió este texto como respuesta a las posturas de Burnham y Carter en un debate interno de los trotskistas estadounidenses anterior a la formación del SWP.

[122].    El New Leader de Londres, editado por Fenner Brockway, escribió en su editorial del 12 de noviembre de este año: “El ILP no acepta la opinión trotskista de que las bases económicas del socialismo han sido destruidas en la URSS”. ¿Qué puede uno decir de esta gente? No entiende el pensamiento de los demás porque no tiene ningún pensamiento propio. Sólo pueden sembrar la confusión en las mentes de los trabajadores. (N. del A.)

El New Leader era el periódico del ILP británico, que por aquella época mantenía posturas centristas. (N. de la Ed.)

[123].    Tercer estado era la denominación que en el Antiguo Régimen recibía el estamento social carente de privilegios, que incluía a la burguesía. Los otros dos estamentos eran la nobleza y el clero. Trotsky se refiere a la Revolución francesa de 1789.

[124].    Federación Estadounidense del Trabajo (AFL): Central sindical fundada en 1886. Defendía un punto de vista conservador, orientado a la conciliación de intereses entre la burguesía y el proletariado.

[125].    Dirigentes de la AFL.

[126].    Congreso de Organizaciones Industriales (CIO): Central sindical estadounidense creada en 1935 por sectores de la AFL disconformes con su dirección.

[127].    Existe edición de la Fundación Federico Engels.

Nota de los editores 9
 
EN DEFENSA DEL MARXISMO 
Carta a James P. Cannon (12 septiembre 1939) 21
La URSS en guerra (25 septiembre 1939) 23
El pacto germano-soviético y el carácter de la URSS
¿Son las diferencias políticas o terminológicas? 
Examinémonos una vez más 
¿Un crecimiento canceroso o un nuevo órgano? 
La temprana degeneración de la burocracia 
Las condiciones para la omnipotencia y la caída de la burocracia 
¿Y si no hay una revolución socialista? 
La guerra actual y el destino de la sociedad moderna 
La teoría del ‘colectivismo burocrático’ 
El proletariado y su dirección 
La dictadura totalitaria: una situación de crisis aguda
y no un régimen estable 
La orientación hacia la revolución mundial y la regeneración de la URSS 
La política exterior es la continuación de la política interior 
La defensa de la URSS y la lucha de clases
La cuestión de los territorios ocupados 
No cambiamos nuestro rumbo 
Conclusiones
Carta a Sherman Stanley (8 octubre 1939) 47
De nuevo y otra vez más sobre la naturaleza de la URSS 49
(18 octubre 1939)
Psicoanálisis y marxismo 
‘Un Estado obrero contrarrevolucionario’ 
¿Imperialismo? 
Continuación de la política del imperialismo zarista 
¿Agencia del imperialismo? 
El ‘mal menor’ 
‘Misioneros armados’ 
Insurrección en dos frentes 
‘Defensa incondicional de la URSS’ 
La regla fundamental 
‘¿Revisión del marxismo?’ 
El derecho al optimismo revolucionario 
El referéndum y el centralismo democrático (21 octubre 1939) 61
Carta a Sherman Stanley (22 octubre 1939) 63
Carta a James P. Cannon (28 octubre 1939) 67
Carta a Max Shachtman (6 noviembre 1939) 71
Carta a James P. Cannon (15 diciembre 1939) 77
Una oposición pequeñoburguesa en el seno del SWP 79
(15 diciembre 1939)
Escepticismo teórico y eclecticismo 
Advertencia y verificación 
El abecé de la dialéctica materialista 
La naturaleza de la URSS 
Evolución y dialéctica 
Defensa de la URSS 
La guerra fino-soviética 
La ‘cuestión organizativa’ 
Carta a John G. Wright (19 diciembre 1939) 103
Carta a Max Shachtman (20 diciembre 1939) 105
Cuatro cartas a la mayoría del Comité Nacional 107
(26 diciembre 1939 - 4 enero 1940)
Carta a Joseph Hansen (5 enero 1940) 113
Carta abierta al camarada Burnham (7 enero 1940) 115
¿Es lógico identificar la lógica con la religión?
¿No está obligado el revolucionario a luchar contra la religión?
Ejemplos instructivos
¿Qué propone usted en su lugar?
Falso ‘realismo’ político 
La dialéctica del presente debate 
‘Ciencia’ contra marxismo y ‘experimentos’ contra programa 
Un ‘dialéctico inconsciente’ 
La dialéctica y el señor Dies 
‘Cuestiones políticas concretas’ 
Desconcierto teórico y abstencionismo político 
La pequeña burguesía y el centralismo 
Conclusiones
Carta a James P. Cannon (9 enero 1940) 143
Carta a Farrell Dobbs (10 enero 1940) 145
Carta a John G. Wright (13 enero 1940) 147
Carta a James P. Cannon (16 enero 1940) 149
Carta a William F. Warde (16 enero 1940) 151
Carta a Joseph Hansen (18 enero 1940) 153
De un rasguño al peligro de gangrena (24 enero 1940) 155
‘Precedentes’ 
El bloque filosófico contra el marxismo 
Lo abstracto y lo concreto; economía y política 
Shachtman forma un bloque... también con Lenin 
‘Economía concentrada’ 
Comparación con guerras burguesas 
Derrotismo coyuntural, o el huevo de Colón 
Renuncia al criterio de clase 
Una vez más, Polonia 
Una vez más, Finlandia 
La teoría de los ‘bloques’ 
Las fracciones en lucha 
¡Es hora de parar! 
Carta a Martin Abern (29 enero 1940) 213
Dos cartas a Albert Goldman (10-19 febrero 1940) 215
Volved al partido (21 febrero 1940) 219
‘Ciencia y estilo’ (23 febrero 1940) 223
Carta a James P. Cannon (27 febrero 1940) 225
Carta a Joseph Hansen (29 febrero 1940) 227
Tres cartas a Farrell Dobbs (4 marzo-16 abril 1940) 229
Los moralistas pequeñoburgueses y el partido proletario 235
(23 abril 1940)
Balance de los acontecimientos finlandeses (25 abril 1940) 241
No podían prever 
Las pequeñas naciones en la guerra imperialista 
Georgia y Finlandia 
‘¿Dónde está la guerra civil?’ 
La defensa de la Unión Soviética 
No entregar al enemigo posiciones ya ganadas
Carta a James P. Cannon (28 mayo 1940) 253
Carta a Albert Goldman (5 junio 1940) 255
Sobre el Partido ‘Obrero’ (7 agosto 1940) 257
Carta a Albert Goldman (9 agosto 1940) 261
Carta a Chris Andrews (17 agosto 1940) 263
 
Apéndices 
Una vez más, la Unión Soviética y su defensa (4 noviembre 1937) 267
Craipeau olvida las principales enseñanzas del marxismo
¿Es la burocracia una clase?
¿Una clase es producto de causas económicas o de causas políticas?
¿Y dónde está la dialéctica?
Defensa de la URSS y socialpatriotismo
¿Un Estado no obrero y no burgués? (25 noviembre 1937) 281
Forma política y contenido social
Norma y hecho
Una clase al mismo tiempo dominante y oprimida
 
Glosario 295
Reseñas biográficas 299

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