“Es de una gravedad máxima pero debe acatarse”. El Gobierno acata, la reacción avanza
El golpe de la reacción contra la principal institución de la democracia burguesa, las Cortes Generales, ha sido de órdago. Ya no es solo el Parlament de Catalunya. Ahora se trata de amordazar al Parlamento del Estado español, y quién lo hace es un Tribunal plagado de fascistas que se autoperpetúa, y le enmienda la plana al Ejecutivo y al Legislativo, dejando claro quien decide sobre los asuntos fundamentales sin haber sido elegido: el aparato del Estado.
La crisis política que se desarrolla ante los ojos de millones es el reflejo de una brutal polarización política y social. Y también es una nueva advertencia del ambiente que predomina en los máximos órganos de la magistratura, la policía y el ejército. No estamos ante ningún Estado “profundo”, paralelo, manipulado por las “cloacas”, es simplemente el régimen burgués español, configurado a lo largo de la historia en una encarnizada lucha contra la clase obrera y los oprimidos, y que no ha dudado en segar de cuajo los derechos democráticos cuando así lo ha considerado imprescindible.
Sí, las instituciones “democráticas”, en las que supuestamente reside la “soberanía nacional” juegan un papel esencial para garantizar la dominación de clase de los capitalistas. Pero cuando estas instituciones obstaculizan los intereses de los grandes poderes fácticos, son arrinconadas, puenteadas o, directamente, suprimidas mediante la violencia. La constante injerencia de los altos tribunales capitalistas en la vida política no es una característica singular española. Es una tendencia global, que subraya el recurso creciente de la burguesía a utilizar métodos autoritarios para garantizar su poder y contener el descontento social. La crisis del parlamentarismo democrático discurre paralela a la crisis económica, social y política del régimen capitalista.
Lo que estaba planeado se ha llevado a cabo
El Tribunal Constitucional, como el Supremo o la Audiencia nacional, son el fruto de los pactos alcanzados en los años setenta entre los políticos de la dictadura y los dirigentes de la izquierda reformista. Durante décadas se les ha presentado como órganos imparciales, integrados por magistrados profesionales, honestos y cuyas sentencias constituyen la quintaesencia del ordenamiento jurídico. Pero este cuento para niños está colapsando.
Las decisiones de esta alta magistratura velando por la impunidad de la monarquía y de uno de los reyes más corruptos del linaje borbónico, los que siempre trabajan sin descanso a favor de la patronal y contra los trabajadores, los que encubren la brutalidad policial y cercenan la libertad de expresión y manifestación, los que dejan a la víctimas de la violencia machista desprotegidas frente a sus maltratadores y violadores, los que han desatado una represión salvaje contra el pueblo catalán, violando la soberanía del Parlament cuanto han podido, los que desahucian a miles de familias de sus viviendas todos los años pero absuelven a los corruptos y a los partidos del régimen… han consumado un nuevo golpe contra la democracia paralizando una reforma impulsada por el Gobierno y que, entre otras cosas, pretendía renovar el Tribunal Constitucional e impedir el bloqueó que sobre él impone el Partido Popular.
Esta casta de altos magistrados que pueblan el TC, el TS, la AN y decenas de instancias, cuyos apellidos familiares forman entre lo más granado de la élite política y empresarial, tanto de la etapa democrática como de la franquista, está lanzada, envalentonada y dispuesta a todo. Lo que la derecha y la extrema derecha no pueden conseguir en las urnas, lo consiguen gracias a seis magistrados reaccionarios que nadie ha elegido pero que actúan como endurecidos activistas del PP. Al fin y al cabo, la justicia es un terreno fundamental de la lucha de clases y ellos lo saben muy bien.
La decisión del TC ha puesto aún más en evidencia que la esperanza que algunos podían tener en el talante democrático y dialogante de Feijóo es una auténtica quimera. Al revés, Feijóo ha asumido plenamente el programa trumpista de Ayuso y que como vemos está en completa sintonía con las altas instancias del aparato del Estado.
De aquellos polvos, estos lodos
El entusiasmo de la derecha y la extrema derecha con sus muchachos del TC contrasta con la débil y vergonzante respuesta del PSOE. La presidenta del Congreso y el presidente del Senado, el propio Pedro Sánchez y otros dirigentes socialistas no se han cansado de insistir en la misma idea: aunque la decisión del TC “es de una gravedad máxima” y no la comparten, acatarán la sentencia. Y lo mismo han planteado los dirigentes de UP, ERC, EH Bildu y Más País, descartando desobedecer al Constitucional.
Y todo esto unos días después de que el diputado del PSOE, Felipe Sicilia, acusara en el pleno del Congreso a los jueces conservadores del TC y al PP de actuar como los golpistas del 23-F. Es decir, para entendernos: nos encontramos ante un auténtico asalto antidemocrático por parte de un puñado de magistrados fascistas, pero debemos acatar y cumplir sus decisiones.
Esta situación no ha caído del cielo. El mismo PSOE, que ahora se lamenta y habla de golpe contra la democracia, hace una semanas no dudaba en lanzarse, junto a la derecha y la extrema derecha, contra la ministra de Igualdad, Irene Montero, por acusar a gran parte del aparato judicial de machista en su aplicación interesada de la ley del “Solo sí es sí”, exigiéndole respeto hacia el Poder Judicial.
Ahora hablan de una actuación sin precedentes, de “la decisión más grave del TC en su historia”, pero al hacerlo omiten interesadamente otras actuaciones igual de graves y muy recientes del TC y del Poder Judicial contra la democracia y la “soberanía popular”. ¡No es la primera vez! El régimen del 78 tiene un largo historial de actuaciones autoritarias y antidemocráticas. Es parte de su ADN.
El TC ya actuó de esta manera, prohibiendo explícitamente el debate parlamentario, es decir, que los diputados elegidos democráticamente opinaran o votarán, en el Parlament de Catalunya hasta en tres ocasiones. Y una de ellas simplemente por querer aprobar una resolución simbólica criticando a la Monarquía y en favor del derecho de autodeterminación de Catalunya.
En estos y otros casos, como cuando en septiembre de 2017 el Parlament aprobó la celebración del referéndum del 1 de Octubre, el PSOE recurrió y apoyó con fervor a este mismo Tribunal Constitucional para aplastar los derechos políticos y democráticos de millones de catalanes. Pedro Sánchez y el PSOE no dudaron en actuar con la máxima contundencia contra los dirigentes independentistas, y en reprimir con furia un movimiento de masas que puso contra las cuerdas al régimen del 78. Tampoco dudó en justificar los juicios farsa ante el TS y el TC, y en plegarse al discurso reaccionario de la extrema derecha españolista. Y ahora son estos mismos poderes los que actúan sin contemplaciones contra su Gobierno.
Lo mismo podemos decir respecto a muchas otras decisiones, como la destitución del diputado electo de UP, Alberto Rodríguez, por parte del Tribunal Supremo, ejecutada sin pestañear por la presidenta del Congreso del PSOE Meritxel Batet. En este caso el diputado, que ha pedido amparo al TC para mantener su escaño, solicitó medidas cautelares que fueron rechazadas dejándole de un plumazo fuera del Parlamento. A día de hoy el TC, que tanta celeridad se ha dado para proteger sus privilegios, sigue sin resolver su caso y miles de electores siguen careciendo de representación.
Esta deriva autoritaria en el aparato del Estado no es ninguna casualidad, y no es exclusiva del Estado español. Las actuaciones de los jueces, la policía o los militares, van de la mano del ascenso de la extrema derecha neofascista. Es lo que presenciamos en EEUU con el intento de golpe de Trump, en Brasil con Bolsonaro o en Italia con Meloni.
Qué sirve y qué no para enfrentar al aparato del Estado
La inmensa mayoría de la izquierda representada en el Parlamento, tanto UP, como EH Bildu, ERC o Más País, han terminado subordinándose en los hechos a la estrategia del PSOE de “máximo respeto institucional”, acatando la decisión del TC, y reduciendo su respuesta a meras maniobras parlamentarias y jurídicas.
El llamativo intento de UP de apelar a la Unión Europea, que ya demostró lo que le importan los derechos democráticos y humanos durante la crisis revolucionaria catalana, ya ha caído en saco roto. El portavoz de justicia de la UE, después de señalar que no comentan las decisiones judiciales de los Estados, sí ha remarcado que esperan que los Gobiernos cumplan siempre con las mismas. ¿Y se pretende que estos burócratas reaccionarios nos salven de esta agresión? ¿Esta es la hábil estrategia para enfrentar a la derecha y la extrema derecha?
Por supuesto, desde la izquierda parlamentaria se oyen voces que no regatean gruesos adjetivos contra el Constitucional y la casta judicial, pero al final del día, tras muchos discursos incendiarios, todo ese ímpetu se reduce a buscar algún subterfugio legal que permita sortear, siempre dentro de la legalidad vigente, es decir de su legalidad, la decisión del Constitucional. Llamar a la movilización en las calles está prohibido. Todo lo que se haga debe ser en los estrictos límites del juego parlamentario.
Pablo Iglesias incluso, desde su actual posición de comunicador, ha cargado sin miramientos contra la derecha y el aparato judicial. Pero omite conscientemente lo que defendía hace un año contra “los muy de izquierdas”, cuando criticábamos que UP hubiera votado a dos magistrados fascistas para el TC, tras un acuerdo podrido entre el PSOE y el PP. Una estrategia que calificó en aquel momento de “realista” bajo la excusa de que hay cambiar la correlación de fuerzas, entre otras cosas, en el seno del Poder Judicial.
Pablo Iglesias se equivocó en su análisis y en sus descalificaciones hacía quienes criticábamos este voto de UP. La historia suele ser cruel, y uno de esos jueces con los que tragó la bancada de Unidas Podemos, Enrique Arnaldo, ha encabezado este golpe antidemocrático contra el Parlamento. Las concesiones que se han hecho y que se hacen no solo no sirven para cambiar la correlación de fuerzas, sino que envalentonan cada vez más a la reacción que utiliza a fondo todas sus posiciones. Sienten el camino despejado.
Las declaraciones de Pablo Iglesias dan sin duda en el clavo respecto al papel del PSOE y la progresía mediática. Y también acierta cuando califica a esos elementos de la judicatura y de la derecha, de conspiradores y golpistas. Estamos de acuerdo. Sin embargo, tras hacer este análisis, vuelve a caer en los mismos errores que le han llevado a él, a su partido y a la izquierda parlamentaria hasta la situación actual. Hay que tomar iniciativas en el Parlamento, ese es su consejo.
Pero apelar al juego del parlamentarismo bajo las condiciones del régimen actual del 78, y renunciar a la movilización de la clase trabajadora y la juventud para enfrentar los golpes de la reacción, solo puede conducir al desastre. Vivimos en una época de crisis del capitalismo, de crisis del parlamentarismo y la democracia burguesa. Esperar que ese mismo Estado dominado por la reacción proteja los derechos democráticos es una utopía reaccionaria que puede tener peligrosas consecuencias, tal y como vemos estos días en Perú tras el golpe contra Castillo.
Félix Bolaños, ministro de la Presidencia, afirmó en su comparecencia pública que “la democracia siempre se abrirá camino a pesar de las dificultades”. Pero la experiencia histórica refuta está afirmación. No es cierto. La democracia no siempre se abre paso. Hay momentos de gravísimos retrocesos en las libertades, de dictaduras, de fascismo. Y los que llaman a la calma, a respetar las decisiones judiciales, a no responder a esta agresión de la reacción, ¿a quién benefician?
La única forma de enfrentar a este aparato del Estado, que actúa como un solo hombre en defensa de sus privilegios y de la propiedad privada capitalista, es movilizando de la manera más audaz, contundente y masiva. Y esto es posible como hemos comprobado una y otra vez.
En los años setenta fue la lucha de masas la que derribó a la dictadura. Fueron las huelgas, las ocupaciones de fábricas, de universidades, la lucha vecinal, por los derechos democráticos de las nacionalidades… que involucraron a millones en las calles, y no el consenso auspiciado por Carrillo y Felipe González, lo que conquistó las libertades.
Más recientemente, en 2011, fue el gran movimiento del 15M el que envió un obús al régimen del 78 y obligó a Juan Carlos I a abdicar, abriendo la espita a una rebelión social: Las Mareas Blanca y Verde, las huelgas generales, las marchas de la dignidad, Gamonal, la creación de Podemos…
Lo vimos en Catalunya en 2017 cuando la movilización de masas desde abajo, mediante la acción directa, frustró la represión de los jueces y las fuerzas policiales desplegadas, imponiendo la celebración de un referéndum en el que votaron más de dos millones de personas. Lo hemos comprobado con el impresionante movimiento feminista, que ha supuesto una explosión de participación de millones de jóvenes y mujeres trabajadoras, o en la potente Marea Pensionista que ha llenado las calles en estos años por unas jubilaciones dignas. Y lo vemos ahora mismo en la lucha ejemplar de los médicos y trabajadores sanitarios de Madrid contra la política criminal de Isabel Díaz Ayuso.
La historia de la humanidad, como bien sabe Pablo Iglesias, es la historia de la lucha de clases. Los oprimidos hemos enfrentado graves dificultades, represión, dictaduras, clandestinidad y muerte, pero con las ideas correctas, con el programa del socialismo, mediante la movilización y organizados, hemos sido capaces de poner en jaque el poder de los capitalistas, de su Estado, y de los medios de comunicación con toda la influencia que tienen para moldear la opinión pública.
Resaltar el enorme poder de nuestros enemigos de clase no es malo. Hay que ser realistas, por supuesto. Pero lo que sí es un grave error, un trágico error que cometen muchos al entrar en contacto con las cálidas estancias del parlamento, es despreciar o minimizar el poder que tenemos los trabajadores, la juventud y los oprimidos cuando nos ponemos en marcha, cuando intervenimos conscientemente para transformar la historia.
Enfrentamos graves amenazas. Por eso los revolucionarios no acatamos, no transigimos, no cedemos, porque sabemos que solo así venceremos a la reacción.