En 2007/08 el pinchazo de una burbuja financiera colosal combinada con la mayor crisis de sobreproducción en setenta años, situó al sistema capitalista al borde del abismo. Países como Grecia, el Estado español o Portugal sufrieron una recesión devastadora, mientras las naciones más avanzadas asistieron al descalabro de su sistema financiero y una caída considerable de su PIB. Los llamados países emergentes también se contagiaron de este descenso global, y el coloso chino acusó una ralentización considerable de sus tasas de crecimiento.

Diez años después, los desequilibrios de la economía capitalista mundial se han hecho tan profundos, que ninguna de las medidas adoptadas por los diferentes gobiernos ha servido para impulsar una fase de crecimiento vigoroso y estable.

Bajas tasas de inversión y caída de la productividad

Según los datos del Banco Mundial (BM), el crecimiento de la economía mundial se acercará al 3,1% en 2018. El dato podría resultar alentador, pero el propio BM advierte en su informe Global Economic Prospects de enero de 2018, que el crecimiento potencial está sufriendo una acusada desaceleración como “resultado de años de escaso aumento de la productividad, inversiones insuficientes y envejecimiento de la fuerza de trabajo mundial. Esta desaceleración es generalizada, y afecta a un conjunto de economías que representan más del 65% del producto interno bruto (PIB) mundial.”

Concretamente en EEUU, si en el periodo 1987-2007 la inversión privada neta respecto al PIB creció anualmente un promedio del 3,08%, entre 2008 y 2016 apenas lo hizo en un 1,86% . La UNCTAD  también ha presentado cifras desalentadoras: la inversión extranjera directa global cayó un 16% (de 1,81 billones de dólares registrados en 2016 a 1,52 billones en 2017). La disminución fue especialmente notable en Europa, con un 27%, y en Estados Unidos, con un 33%.

Otro de los grandes problemas de la economía mundial es el escaso crecimiento de la productividad, una tendencia a largo plazo que se viene desarrollando desde antes del estallido de la gran recesión. Según los datos aportados por The Conference Board , el crecimiento de la productividad mundial en los últimos tres años ha sido raquítico: 1,3% para 2015 y 2016 y un 1,9% para 2017, lejos incluso del 2,1% de 2014 y del promedio del 2,6% registrado entre 1999/2006. En EEUU, el incremento se mantiene entre el 0,8 y el 1%. En el caso de China la desaceleración es acentuada: de un crecimiento 9,5% promedio entre 2007 y 2012, pasó a un 7% entre 2013/14 y a un 4% en 2017 (hay que advertir que la producción por trabajador activo en China equivale a un 19% del de un estadounidense).

Tecnología

El debate sobre la aplicación de la robótica a la producción y la supuesta amenaza para el empleo, es también parte de la propaganda oficial para justificar la austeridad y los recortes. Para que se integren en el proceso productivo a gran escala los avances tecnológicos en robótica, sería necesaria una colosal inversión en capital fijo. Sólo así estas innovaciones podrían transformarse en productividad de trabajo añadida. Pero este proceso choca con obstáculos evidentes.

En un mercado que acusa la sobreproducción, los grandes desembolsos en capital fijo, que sólo obtendrían retornos de ganancias a muy largo plazo, no son atractivos para los grandes inversores. La tendencia consolidada demuestra que para aumentar los beneficios hay otros caminos: a) explotando intensivamente una fuerza de trabajo muy depreciada, a la que arrancar altas tasas de plusvalía absoluta y relativa (mediante bajos salarios, largas jornadas laborales e intensificación de los ritmos); b) dedicando las montañas de capital obtenido gracias a la financiación estatal y tipos de interés al 0%, a la compra de deuda pública y a la recompra de acciones, aunque eso suponga crear una nueva burbuja financiera y bursátil más amenazadora que la que explotó en 2007/2008.

Deuda y especulación financiera

Tras el estallido de 2008, las declaraciones de los gobiernos imperialistas repitieron el guión habitual: “hemos sacado las lecciones oportunas de la exuberancia financiera irracional que nos ha llevado a esta situación.” Pero basta analizar someramente lo ocurrido para comprender que las tendencias orgánicas del capitalismo son más poderosas que la charlatanería.

En estos diez años los niveles de deuda han crecido de tal manera que se han convertido en una amenaza real para el conjunto del sistema: la deuda global combinada de las empresas, gobiernos y particulares pasó de 142 billones de dólares en 2007 a 232 billones de dólares en 2017, alcanzando el 318% del PIB mundial.

Los tipos de interés cero y las inyecciones masivas de capital de los bancos centrales (conocidas como Expansión Cuantitativa, EC), lejos de aumentar la inversión productiva han servido para sanear la banca privada mediante la compra de activos dudosos y poner a su disposición montañas de liquidez. El Banco de Japón lo ha hecho a un ritmo de 30.000 millones de dólares mensuales; el Banco Central Europeo (BCE), ha desembolsado en los últimos cuatro años el equivalente al 30% del PIB de la Unión Europea (4,5 billones de euros); y la Reserva Federal de EEUU (FED) ya ha gastado en estos programas de estímulo una cifra cercana a los 4 billones de euros.

Esta fórmula perversa alimenta una especulación completamente disociada de la marcha de la economía real. En 2017 la capitalización bursátil mundial alcanzó los 80 billones de dólares, más que el PIB mundial, y superando en cerca de 17 billones su pico anterior a la crisis de 2008. Algunos analistas señalan que empresas del índice estadounidense S&P 500 dedicaron 3,5 billones de dólares a la recompra de sus propias acciones entre 2010 y 2016, casi un 50% más que en la anterior expansión. Como ocurrió antes de las crisis de las subprime, el aumento de capital ficticio está alcanzando niveles surrealistas.

Es el caso del Bitcoin y el resto de las llamadas criptomonedas que han sido foco de los movimientos especulativos. Christopher Dembik, jefe de análisis de Saxo Bank, lo resume: “Es una tontería económica que la capitalización bursátil del Bitcoin esté justo por encima de la de General Electric, una de las compañías más grandes del mundo con más de 123.000 millones de dólares en ingresos”. Pero no, no es una tontería. Es el funcionamiento del capitalismo en su etapa de decadencia imperialista.

Estas gigantescas inyecciones de liquidez han fomentado un gran crecimiento de los intermediarios financieros no regulados o banca en la sombra. No es un fenómeno sólo de China. De los 68,5 billones de euros del sector financiero en Europa, casi el 40% —26,7 billones de euros— están en manos de intermediarios no regulados. Según un informe de McKinsey&Company, también la captación de fondos de capital riesgo en 2017 alcanzó un pico histórico: 397.000 millones de dólares (unos 322.000 millones de euros), un 11% más que en 2016 y por encima de cualquier otro año anterior según las estimaciones del informe. Los fondos de capital riesgo disponen en estos momentos de 2,8 billones de dólares.

Las constantes correcciones que están sufriendo las bolsas son avisos de que las cosas van mal. Si en 2015 el desplome de las bolsas chinas supuso la pérdida de más de 4 billones de dólares en los mercados de valores de todo el mundo, el 5 y 8 de febrero de 2018 Wall Street perdió 2,6 billones en el índice S&P 500, o lo que es lo mismo, un 40% de lo ganado por la bolsa estadounidense desde que Trump accedió a la presidencia.

Nacionalismo económico y guerras comerciales

La pugna entre China y EEUU por la supremacía mundial recuerda a la que la potencia norteamericana libró con Gran Bretaña en el primer tercio del siglo XX. Aunque la economía estadounidense siga siendo la más grande y productiva del planeta, el avance de su principal contrincante es evidente: en 2010 el imperialismo chino superó a Alemania como primer exportador mundial de mercancías, y en 2015 lo hizo como exportador neto de capital .

La presidencia de Trump refleja la reacción de un sector de la clase dominante ante la caída del peso de EEUU en el mercado mundial, de los fracasos del imperialismo norteamericano en Iraq, Afganistán y Siria, y de la situación de polarización social que arrastra la sociedad. Su programa América primero, sus políticas reaccionarias contra los inmigrantes y las mujeres, los recortes salvajes en el gasto social, la rebaja de impuestos y ventajas fiscales a los ricos (1,5 billones de dólares en 10 años) y la amenaza de desencadenar una “guerra comercial”, muestra la desesperación de estos sectores por mantener la supremacía dentro y fuera de sus fronteras.

El jueves 8 de marzo, Trump firmaba un aumento del 25% y del 10% de los aranceles al acero y el aluminio importado, y semanas más tarde concretaba una lista de 1.300 productos chinos, con un valor de 60.000 millones de dólares, a los que aplicaría este incremento, además de limitar las inversiones del gigante asiático en empresas estadounidenses. El secretario de Comercio, Wilbur Ross, explicó el trasfondo del asunto: “El motivo por el que tenemos que hacer esto es que ellos solventan el problema de la sobrecapacidad productiva con una competencia global desleal”.

A su vez, el 4 de abril el régimen chino respondió con una lista de 106 productos estadounidenses con un valor de 50.000 millones de dólares, entre ellos soja, frutos secos, automóviles, productos químicos o ciertos tipos de aeronaves, a los que se impondrá un arancel del 25%. “Cualquier intento de poner a China de rodillas a través de amenazas e intimidación nunca ha tenido éxito y tampoco lo tendrá en esta ocasión”, aseguró el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, Geng Shuang.

Si la escalada aumenta en los próximos meses, en un contexto tan frágil, podría tener efectos muy negativos, y está motivando una fuerte oposición entre las filas del Partido Republicano y de numerosas empresas que temen un incremento de sus costes de producción. “Estamos extremadamente preocupados por las consecuencias de una guerra comercial y no queremos que amenace las ganancias de la reforma tributaria” declaró el portavoz republicano en el Congreso, Paul Ryan; también The Wall Street Journal publicó una carta en la que 107 miembros de la Cámara de Representantes pedían a Trump que reconsiderara la subida de aranceles por sus consecuencias negativas. Desde la petrolera Exxon Mobil, pasando por Caterpillar, Harley-Davidson y Whrilpool, las voces contra estas decisiones se multiplican.

En todo caso es necesario subrayar que la tendencia al proteccionismo y al nacionalismo económico, como la especulación financiera, no son el producto de la locura de un individuo; surgen de los límites en que se desenvuelve la economía real, de sus contradicciones y la profundidad del golpe recibido desde 2008. En palabras de Christopher Dembik, economista jefe de Saxo Bank: “Si miramos solo el año 2017, se han implementado más de 400 nuevas medidas proteccionistas en el mundo”. De hecho, la Organización Mundial del Comercio (OMC) no ha firmado un solo acuerdo multilateral desde su fundación en 1995.

Pero las cosas no se arreglan sólo con declaraciones y amenazas. En 2017, bajo el primer año de gobierno Trump, la balanza comercial de EEUU elevó su déficit hasta los 566.000 millones de dólares (un incremento del 12,5% respecto al de 2016 y el nivel más alto en nueve años). De nada ha servido que el dólar se haya devaluado en este periodo un 10% en relación a las grandes divisas (euro y yen). 

Aunque las medidas de Trump son limitadas por el momento, y tienen mucho que ver con la situación interna de EEUU —la cámara de representantes tiene que ser renovada y las movilizaciones sociales contra sus políticas se recrudecen—, señalan una tendencia de fondo en la economía y la política mundial. Trump, y el sector de la clase dominante que está detrás de él, no renuncian a la hegemonía, aunque eso les lleve a un conflicto con sus antiguos aliados europeos. Por ejemplo, la posibilidad de un nuevo bloque económico y comercial entre EEUU y Gran Bretaña tras el Brexit, como una forma de golpear a Alemania, está en el orden del día.

Hacia una nueva recesión

Por supuesto, el nacionalismo económico y las guerras comerciales chocan también con el alto grado de interpenetración y dependencia mutua que han alcanzado las principales economías del globo. Por eso las contradicciones del capitalismo se han vuelto tan explosivas.

Hay que recordar que alrededor del 45% de la deuda estadounidense está en manos de inversores extranjeros, y que China posee el 18,7% —1,18 billones de dólares—. Si China optará por responder a la agresividad de Trump deshaciéndose de deuda estadounidense, tendría la capacidad de aumentar el coste de financiación de la mayor economía del mundo, y eso serían muy malas noticias para las empresas y la banca de EEUU.

Entre los sectores más perspicaces de la burguesía cunde la incertidumbre y el pesimismo. La persistencia de los desequilibrios no resueltos, y la aparición de otros de mucho calado, por no hablar de los efectos nocivos de una guerra comercial, pueden hacer inevitable una nueva recesión en Europa y EEUU en un momento dado, incluso una depresión severa de la economía mundial. No son pocos los analistas que la pronostican para 2019 o 2020.

Los márgenes de actuación de la burguesía se han limitado mucho (la destrucción del llamado Estado del bienestar está ya muy avanzada), y no podrán recurrir fácilmente a fórmulas que han estirado hasta lo imposible (como la inyección de liquidez). Por eso, más allá de la propaganda y la demagogia, a ningún gobierno se le escapa que una nueva recesión, en un contexto como el actual, abriría una etapa explosiva en la lucha de clases de consecuencias políticas impredecibles.

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