Numerosos juristas, agrupados en la Plataforma Otro Derecho Penal es Posible, han alzado su voz contra la utilización que se está haciendo del Derecho Penal, ya que se está ampliando indiscriminadamente su ámbito de acción y se está acudiendo de forma abusiva y desproporcionada a la pena de prisión. Estos jueces, abogados y fiscales denuncian que no se está respetando el principio de intervención mínima, que reclama que el sistema penal sólo se utilice como último recurso debido a las graves consecuencias físicas, psicológicas y sociales que dicho proceso y la cárcel generan en las personas, tanto infractoras como víctimas. Desde esta plataforma afirman, correctamente, que el Derecho Penal no es el medio más eficaz ni más justo para abordar los problemas sociales y prevenir los delitos, y recuerdan que existen otros medios menos drásticos y más eficaces en el ordenamiento jurídico (ámbito administrativo o civil) que no conllevan penas de prisión y protegen mejor a las víctimas. A su vez, reclaman la adopción de políticas sociales activas como la forma más efectiva de prevenir las conductas delictivas.
Sin embargo, el gobierno ha optado por endurecer una vez más el Código Penal, cediendo así a las presiones de la caverna política y mediática de este país, que rebuzna continuamente exigiendo mano dura contra la delincuencia (cuando paradójicamente esta caverna se parece cada vez más a la cueva de Alí Babá). Este nuevo endurecimiento (que se ceba especialmente con los pequeños delitos como el hurto y delitos políticos como el "enaltecimiento del terrorismo") se fundamenta en toda una batería de prejuicios inoculados por los medios de comunicación de masas, que dibujan un escenario cuyo parecido con la realidad es pura coincidencia.
Pero la realidad es tozuda. En primer lugar, la situación objetiva desmiente el mito sobre la creciente inseguridad ciudadana: la tasa de criminalidad en el Estado español es inferior a la media europea (46,7 por mil, frente a 70,4 por mil), y muestra una línea globalmente descendente desde hace veinte años. Aunque debido a la intoxicación mediática, las encuestan muestran que cerca del 88% de la población cree que la delincuencia ha aumentado mucho o bastante. Sin embargo, en el periodo 1980-2009 la población reclusa ha aumentado un 404% (frente a un 22% de incremento poblacional general), teniendo el reino de España uno de los porcentajes de presos más altos de Europa. Para aumentar el disparate, el 20,8% de los encarcelados se encuentran en prisión preventiva (no han sido juzgados). En resumen, la población penitenciaria va aumentando exponencialmente sin responder a un incremento de los delitos cometidos, debido a las sucesivas reformas del Código Penal, aumentándose el número de figuras delictivas castigadas con prisión, endureciéndose las condenas y estableciéndose cada vez más limitaciones para la obtención del tercer grado y la libertad condicional, con lo que el 80% de los reclusos cumplen íntegramente sus condenas en primer y segundo grado (la reforma del 95 eliminó la redención de penas por el trabajo). Objetivamente hablando, para delitos comunes el Código Penal de la democracia es mucho más punitivo que el de la dictadura. Especialmente sangrantes resultan las cadenas perpetuas encubiertas, incluso para personas que no han cometido delitos de sangre ni sexuales.
Reinserción, un cruel sarcasmo
La crudeza de ciertos crímenes aberrantes está siendo utilizada para justificar la dureza punitiva del Código Penal. Pero con los datos en la mano, se observa que sólo el 11,1% del total de personas presas han sido condenadas por delitos de homicidio y sus formas (lo que por ejemplo incluye los homicidios involuntarios) o por delitos contra la libertad sexual. Sin embargo, el 67,8% de los encarcelados lo están por delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico (robos, hurtos, etc.) o contra la salud pública (menudeo de drogas ilegales), delitos cuya génesis está profundamente ligada a las situaciones de marginación y exclusión social. Resulta especialmente clarificador que la mitad de las mujeres presas están encerradas como consecuencia de ser explotadas por las mafias del crimen organizado, siendo detenidas al ser utilizadas como "muleras", y cuyas condenas rondan los diez años. ¿Cuántos banqueros y empresarios del ladrillo (cómplices necesarios en el blanqueo del dinero procedente del narcotráfico y la trata de blancas) están en prisión? Por supuesto esta pregunta es amargamente retórica.
A todo esto hay que añadir que cerca de un 18% de los presos tienen antecedentes de graves trastornos psiquiátricos; contra cualquier planteamiento mínimamente humanitario y científico, el abordaje de la enfermedad mental ha pasado del ámbito de las políticas sanitarias al ámbito de las políticas de seguridad ciudadana. Así mismo, existe entre la población reclusa una significativa presencia de disminuidos físicos y psíquicos (2%) y de ancianos incluso de más de 70 años, alguno de ellos dependientes (2,4%). Si a todo esto añadimos el elevado índice de drogodependientes entre las personas presas, se evidencia que el sistema penitenciario se ha convertido en una suerte de ente subsidiario de los servicios sociales, patéticamente ineficaces tanto por el planteamiento filosófico que subyace a la llamada intervención social como por las consecuencias de su privatización.
Y sobre los famosos permisos penitenciarios (a los que inmigrantes y los más pobres no suelen tener acceso, ya que su condición de excluidos se entiende como un factor de riesgo de fuga) es necesario desmentir otra gran falacia insertada en el ideario colectivo por los mass media: sólo el 0,02% de los presos que disfrutan de un permiso aprovechan para fugarse (el índice de comisión de delitos durante los permisos es aún menor).
Y no podemos olvidarnos de las condiciones de reclusión. La vida diaria en la cárcel es una auténtica pesadilla, fruto del hacinamiento, las palizas y torturas, que si no generalizadas sí son habituales, las vejaciones constantes tanto a presos como a sus seres queridos, la dispersión, el régimen de aislamiento, las gravísimas carencias higiénicas y sanitarias (tanto generales como de salud mental), la falta de talleres formativos, ocupacionales y de empleo, etc., lo que junto a la larga duración de las condenas, hace que aquello de la vocación reinsertadota no sea más que un cruel sarcasmo.
Mayor saña contra los menores
Por otra parte, frente a aquellos que berrean sobre el supuesto carácter excesivamente benigno de la Ley de Responsabilidad Penal de los Menores, es necesario explicar que a pesar de registrarse unas tasas de delincuencia juvenil marcadamente inferiores a las de los adultos y de mucha menor gravedad, los juzgados de menores están imponiendo sanciones penales a un número altísimo de chavales (curiosamente desde que se privatizaron los centros de reforma). Conductas que cometidas por un adulto rara vez terminan con una sanción siquiera leve, por supuestas "razones educativas" y atendiendo a un más que cuestionable "interés superior del menor", terminan en medidas de privación de libertad, con unas consecuencias psicosociales para el preso aún más devastadoras, debido al momento de desarrollo evolutivo y de conformación de la personalidad en que se encuentran los adolescentes. Y frente a los bramidos de la caverna sobre la supuesta impunidad de los delincuentes juveniles, no hay más que leer la ley para ver que los menores pueden ser condenados a medidas de hasta ocho años de internamiento en régimen cerrado (diez en caso de delitos relacionados con "actividad terrorista") más cinco años de libertad vigilada, con la posibilidad de su paso a prisión al cumplir los 21. Y sin olvidar que los centros de reforma, a pesar de la propaganda institucional, no son más que cárceles para menores, con sus celdas de aislamiento, palizas y todo el abanico completo de vulneración de los derechos humanos que ocurren en los centros penitenciarios para adultos.
Y por último, ¿qué pasa con las víctimas? Pues que sufren el llamado proceso de victimización secundaria; la política vindicativa del sistema penal tiende a perpetuar a los agraviados en su papel de víctima, situación reforzada por los largos plazos del proceso penal y la negación de la posibilidad de restauración del daño causado a través de la llamada Justicia Restitutiva, cada vez más obviada. El sistema únicamente se preocupa de la labor punitiva, olvidando la atención psicosocial que en ocasiones requieren las víctimas.
El derecho penal como instrumento de represión política
Junto a la brutalidad policial empleada por las fuerzas de seguridad para reprimir numerosas movilizaciones, llevamos años asistiendo a un creciente acoso judicial contra los movimientos sociales. Oleadas de desalojos (la okupación pasó a ser considerada un delito de usurpación) y una creciente criminalización mediática de lo que denominan "grupos antisistema" avalan esta afirmación. Mención a parte merece la Ley de Partidos y la generalización del "todo es ETA", lo que ha conllevado un aumento de la represión que se está cebando salvajemente contra la juventud vasca.
Y tras estos años de "entrenamiento" en las lides de la represión, la burguesía (a través de un aparato estatal no depurado tras la caída del franquismo) ha dado un salto cualitativo, pasando a perseguir judicialmente al conjunto del movimiento obrero. Numerosos activistas del SOC-SAT están inmersos en procesos judiciales: los dirigentes de la CSI Cándido y Morala fueron condenados y han llegado a pasar por prisión, 23 de los trabajadores de Iberia que ocuparon las pistas del aeropuerto de El Prat durante una protesta laboral han sido condenados a dos años de cárcel, siete compañeros de COMFIA-CCOO de Madrid se están enfrentando a una petición fiscal de 20 meses de prisión por concentrarse contra las agresiones sufridas por una trabajadora a manos del propietario de Contabilidad Bemorasa SL (denuncia en el Madrid Sindical de abril 2010), etc. Y las organizaciones políticas de izquierdas también están siendo golpeadas: varios alcaldes de IU están siendo hostigados desde los tribunales, como José Antonio Barroso (alcalde de Puerto Real, por injurias a la corona); Tohil Delgado, secretario general del Sindicato de Estudiantes, recientemente ha sido detenido, golpeado, y acusado de "atentado contra la autoridad" por defender a una mujer inmigrante agredida por la policía; Aniol Santo, responsable de dicha organización en Catalunya, ha sido condenado a pagar 300 euros y una orden de alejamiento de seis meses por falsas acusaciones realizadas por un director de instituto que impidió el derecho democrático a realizar una asamblea; militantes de las Juventudes Comunistas (UJCE) pueden ser condenados a varios años de prisión por ondear una bandera republicana ante la visita de los príncipes a Móstoles; etc. Estos son sólo algunos ejemplos de la cada vez más evidente utilización del poder judicial para defender los intereses de clase de los capitalistas.
Es necesario luchar por nuestros derechos democráticos y contra
la criminalización de la pobreza
La izquierda política y sindical no puede seguir guardando silencio ni limitarse a una defensa jurídica de los compañeros encausados. Si bien la labor de los abogados es importante, estamos ante un hecho de carácter político, y como tal hay que enfrentarse a él. Es necesario salir a la calle a defender nuestros derechos democráticos, y exigirle al gobierno del PSOE que depure a los elementos fascistas que siguen enquistados en el aparato del Estado.
A su vez, tenemos que luchar contra la pobreza y su criminalización; no olvidemos que las cárceles siguen nutriéndose de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. El sistema capitalista genera las condiciones sociales de marginalidad y exclusión, que en ocasiones degenera en conductas delictivas, y luego trata de esconder sus propios errores con jaulas para humanos. Acabemos con este horror, con el sufrimiento de presos y víctimas. Mandemos el capitalismo al basurero de la historia. No existe otro camino.
La realidad del sistema penitenciario
Dicen que dice la Ley que somos iguales, pero el rico nunca entra y el pobre nunca sale.