Cuando en 1916 Lenin escribió El imperialismo, fase superior del capitalismo68, la socialdemocracia europea, salvo honrosas excepciones, ya se había postrado ante la burguesía y sus Estados Mayores. La Primera Guerra Mundial, que redujo a la ruina una parte considerable de la civilización moderna, que devastó la economía y en la que millones de seres humanos fueron masacrados, también se llevó por delante a la Segunda Internacional.
El fenómeno del imperialismo, previsto por Marx en El Manifiesto Comunista, era ya una realidad en la primera década del siglo XX. El proceso de concentración y monopolización del capital había arrasado el modelo decimonónico de capitalismo, cediendo el paso a una batalla encarnizada entre las grandes potencias. Dar salida a la producción, incrementar las cuotas de ganancia, asegurar nuevos mercados, fuentes de materias primas y un amplio ejército de reserva de mano de obra, fue el acicate que empujó irresistiblemente a la colonización y el saqueo de nuevos territorios. Una pugna que desembocaría en una destrucción de fuerzas productivas y pérdida de vidas humanas a una escala sin precedentes en la historia.
El imperialismo, fase superior del capitalismo
Las condiciones para un enfrentamiento militar entre las potencias capitalistas maduraron a igual ritmo que la expansión imperialista. Aunque su escenario fue el mundo entero, la espoleta del conflicto se situó en los Balcanes, mosaico de pueblos y nacionalidades oprimidas, que concentró todas las ambiciones de las potencias europeas. En esta batalla, la decadencia del imperio otomano disparó las pretensiones anexionistas de los países imperialistas más próximos (Rusia, Austria-Hungría, Italia) y de los económicamente más potentes (Alemania, Francia y Gran Bretaña).
En sus maniobras, las potencias instrumentalizaban los sueños de los jóvenes estados y nacionalidades balcánicas. En nombre de una supuesta “autodeterminación nacional”, la autocracia rusa respaldó abiertamente el movimiento nacionalista serbio, que ansiaba crear la Gran Serbia, mientras la monarquía austro-húngara se encargaba de propagar su dominio político y militar, aplastando cualquier derecho democrático de las nacionalidades que integraban Austria-Hungría. El interés por obtener una posición hegemónica en la zona contagiaba a la clase dominante de todos los países, incluidos los más débiles: las divisas reaccionarias de la “Gran Grecia”, la “Gran Bulgaria” o, incluso, la “Gran Rumanía”, motivaban a las burguesías de estas jóvenes naciones tras las cuales se escondía la mano del capital europeo.
La escalada imperialista fue progresiva. En octubre de 1908, el imperio austro-húngaro se anexionó Bosnia-Herzegovina, ante la impotencia del imperio otomano y las amenazas de Serbia que, respaldada por Rusia, insistía en su pretensión de crear la Gran Serbia. En la cuestión de los estrechos (apertura del Bósforo y los Dardanelos), el zar de Rusia se enfrentó tanto con Alemania como con Austria-Hungría, rechazando firmemente cualquier concesión que lo dejase en desventaja. La tensión estalló en octubre de 1912 con la primera de las guerras balcánicas, en la que Turquía sufrió una severa derrota. El tratado de Londres (mayo de 1913) troceó el imperio otomano, aunque el reparto no resolvió nada.
Los Balcanes se habían convertido en un avispero; era imposible resolver la cuestión nacional bajo el capitalismo y el dominio imperialista. La crisis estaba madura y condujo, irremediablemente, a la Primera Guerra Mundial. El asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, el 28 de junio de 1914, proporcionó la excusa para el inicio de las hostilidades. La provocación fue utilizada por el imperio austro-húngaro para imponer sus pretensiones a Serbia. El 28 de julio, Austria-Hungría le declaró la guerra. Por su parte, el 30 de julio, el zar Nicolás II decretó la movilización general de las tropas y el 31 de julio el gobierno alemán, agitando el “peligro de guerra inminente”, envió un ultimátum a Rusia exigiendo su renuncia a la movilización general y un memorando a Francia emplazándola a declarar su neutralidad en caso de una guerra entre Alemania y Rusia. Para garantizar esa neutralidad, según el gobierno alemán, Francia debería entregar a Alemania las fortalezas militares de Verdún y Toul.
Los argumentos “defensivos” para la movilización de la opinión pública a favor de cada contendiente, se escogían con cinismo calculado por uno y otro bando. Finalmente, el 1 de agosto Alemania le declaró la guerra a Rusia, y el 3 de agosto a Francia. Entre el 3 y el 4 de agosto, el gobierno alemán, para “defender” las conquistas de la democracia, “amenazadas” por el zarismo, decidió invadir Bélgica. El 4 de agosto, Gran Bretaña dirigió un ultimátum a Alemania exigiéndole que garantizase la neutralidad belga, lo que equivalía a una declaración de guerra. El 11 y 12 de agosto, franceses y británicos se sumaron al combate contra Austria-Hungría.
Como es norma en las guerras imperialistas, ésta también fue justificada con los argumentos más nobles y elevados: “defensa de la democracia, la cultura y los valores de Occidente”, “rechazó al militarismo agresor”, “seguridad colectiva”..., en definitiva, el amplio catálogo de mentiras para ocultar el carácter de clase, burgués, de las guerras de rapiña.
Lenin explicó sin rodeos la naturaleza del conflicto y los intereses en juego:
“Ninguno de los dos grupos de países contendientes es mejor ni peor que el otro en lo que se refiere a saqueos, atrocidades y crueldades sin fin de la guerra. Pero, para embaucar al proletariado y desviar su atención de la única guerra verdaderamente emancipadora, es decir, de la guerra civil contra la burguesía tanto de su ‘propio’ país como de los países ‘ajenos’, la burguesía de cada país se esfuerza para alcanzar este sublime objetivo con patrañas sobre el patriotismo, en enaltecer el significado de ‘su’ guerra nacional y en dar fe de que aspira a vencer al adversario en aras de la ‘emancipación’ de todos los demás pueblos, salvo el suyo propio, y no en aras del saqueo y las conquistas territoriales”.69
La derrota de los imperios centrales, tras cuatro largos años de guerra encarnizada, dejó un saldo de diez millones de soldados muertos en las trincheras. En Francia rondaron el millón y medio, a los que hay que sumar tres millones de heridos y más de un millón de mutilados. En Alemania, murieron más de un millón ochocientos mil soldados y hubo más de cinco millones de heridos e inválidos. En Austria-Hungría, los muertos se acercaron al millón y medio. En Rusia, el número fue considerablemente mayor: cinco millones murieron hasta 1920, incluyendo los caídos en los dos años de guerra civil e intervención imperialista contra el Estado obrero soviético. En Gran Bretaña, los muertos ascendieron a setecientos cincuenta mil, cifra que se eleva a un millón si incluimos las bajas de los pueblos coloniales sometidos al imperio británico. En Italia, cerca de ochocientos mil; en Serbia, trescientos sesenta mil; EEUU perdió ciento quince mil soldados.70
Más de quinientos setenta mil civiles franceses y en torno a setecientos cincuenta mil alemanes murieron a consecuencia del hambre y las epidemias. La cifra de refugiados por los combates aumentó exponencialmente: más de un millón de alemanes huyeron de Polonia, los países bálticos, Alsacia y Lorena. Hungría recibió más de cuatrocientos mil refugiados; Bulgaria, doscientos mil. La ocupación de Serbia por las tropas austriacas provocó la deportación de más de ciento cincuenta mil personas. En 1915, más de ocho mil serbios y montenegrinos internados en campos de confinamiento por el ejército austriaco murieron de sarna y tifus. La guerra turco-griega provocó el éxodo de más de un millón de familias griegas y hubo pogromos sangrientos contra ellas en la costa de Anatolia, después de que los ejércitos griegos, que habían avanzado en territorio turco, realizasen su propia política de limpieza étnica contra los turcos. Los armenios fueron víctimas de un genocidio a manos del ejército turco: cientos de miles fueron asesinados. El odio caló en lo más profundo de los Balcanes y el oriente europeo, un odio atizado por la agitación nacionalista que las diferentes potencias europeas cultivaron sin escrúpulos.
Los cuatro años de contienda colapsaron la economía. La producción agrícola se redujo un 30% y la industrial, un 40%. “Los imperios centrales (Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria, Turquía) se hallaban reducidos a un hambre genialmente organizado”, escribió Víctor Serge.71 La destrucción de la economía y la riqueza cultural y el sufrimiento terrible de millones de inocentes tuvo su contrapunto en los fabulosos negocios que la guerra propició. Los dueños de las empresas encargadas del suministro y la producción de armamento, los responsables del acaparamiento y la especulación de alimentos, los traficantes de toda clase de productos, hicieron de la guerra un negocio lucrativo y amasaron beneficios millonarios.
Socialchovinismo
La guerra imperialista colocó a las organizaciones obreras ante la prueba decisiva. La Segunda Internacional había movilizado en numerosos congresos a sus mejores oradores contra la amenaza de la guerra, advirtiendo que la clase trabajadora respondería con la oposición más firme en caso de que estallara. En el congreso de Stuttgart, celebrado en 1907, se aprobó la enmienda redactada por Lenin y Rosa Luxemburgo a la que ya hemos hecho referencia.72 Pero ninguno de estos llamamientos y principios fueron respetados cuando estallaron los combates en 1914.
La capitulación de la mayoría de los dirigentes socialdemócratas en la hora de la verdad fue un aldabonazo para el movimiento obrero mundial. El auge económico que se había extendido durante las dos últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX, facilitó la degeneración reformista de la Segunda Internacional y su abandono del marxismo. La actividad en el parlamento, en los ayuntamientos, en las comisiones y negociados, absorbía las energías de la dirección y de los cuadros intermedios. El cretinismo parlamentario se convirtió en muchos casos en la tendencia dominante, infundiendo un espíritu de respetabilidad y reconocimiento social al aparato socialdemócrata. Las presiones de la aristocracia obrera, que constituía la base de apoyo de la burocracia reformista, y la constante penetración de ideas de clases ajenas acabaron por convertir a muchos dirigentes de los partidos de la Segunda Internacional, marxistas e internacionalistas en sus orígenes, en lugartenientes obreros de los capitalistas.
La Segunda Internacional se desmoronó como organización revolucionaria. Las declaraciones previas se convirtieron en humo y la lucha de la Internacional contra la guerra, tarea que se había impuesto como objetivo prioritario, fue reemplazada por el ardor patriótico en apoyo a la burguesía nacional respectiva. El internacionalismo proletario dejó paso al socialpatriotismo, la defensa de la “patria” envuelta en una fraseología socialista.
La responsabilidad de la dirección fue inmensa, especialmente en Alemania, dado que el Partido Socialdemócrata (SPD) era el más fuerte y mejor organizado de la Segunda Internacional. El SPD intentó mantener una apariencia de fidelidad a la causa de la Internacional cuando la guerra aparecía como un hecho inminente. A partir del 25 de julio de 1914 se convocaron manifestaciones callejeras de protesta contra los “proyectos criminales de los promotores de la guerra’; en Berlín más de treinta mil personas se movilizaron bajo esa consigna. Pero la actitud del aparato socialdemócrata se hizo transparente el 4 de agosto, día en que los créditos de guerra fueron sometidos a la votación del Reichstag.
A partir de esa fecha, el SPD se convirtió en un leal servidor del Reich, en un partido de Estado. ¿Quién alzó su voz contra esta traición? Rosa Luxemburgo tiene el honor de haber denunciado esta ignominia con toda la fuerza y claridad de su pensamiento:
“¿Y qué presenciamos en Alemania cuando llegó la gran prueba histórica? La caída más profunda, el desmoronamiento más gigantesco. En ninguna parte la organización del proletariado se ha puesto tan completamente al servicio del imperialismo, en ninguna parte se soporta con menos oposición el estado de sitio, en ninguna parte está la prensa tan amordazada, la opinión pública tan sofocada y la lucha de clases económica y política de la clase obrera tan abandonada como en Alemania”.73
El partido de Bebel y Kautsky, del que Lenin se consideraba seguidor, había colapsado políticamente. El dirigente bolchevique llegó a pensar incluso que el Vorwärts del 5 de agosto de 1914, que anunciaba el apoyo del partido alemán a los créditos de guerra, era una falsificación del Estado Mayor. Las organizaciones obreras de Francia, Bélgica, Gran Bretaña, Austria-Hungría, Rusia, Alemania, Italia, etc., fueron arrastradas por sus dirigentes. La lucha por la revolución fue reemplazada por el frente único con los capitalistas nacionales, la unión sagrada bajo una misma bandera de los dirigentes obreros y de la burguesía. El llamamiento de Marx y Engels en El manifiesto comunista, “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, fue sustituido por el de ¡Proletarios de todos los países, asesinaos en las trincheras en defensa de vuestra burguesía!
En medio de esta traición, sólo un pequeño núcleo de socialdemócratas permaneció fiel a los principios del internacionalismo y luchó contra el socialpatriotismo. Los marxistas rusos, encabezados por Lenin, fueron los más consecuentes en su oposición revolucionaria a la guerra. Estuvieron acompañados por una minoría de internacionalistas: los marxistas irlandeses con James Connolly; Trotsky, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht; el holandés Pannekoek, el rumano Christian Rakovski, los socialistas serbios, encabezados por Lapschewitsch y Kazlerowitsch, que en el parlamento se opusieron valientemente a los créditos de guerra, las minoría de los partidos socialistas búlgaro e italiano…, en total, un pequeño puñado de revolucionarios intransigentes aislados en un continente en guerra.74
La guerra imperialista destruyó lo que había creado el trabajo de generaciones, pero sus efectos políticos fueron aún más devastadores para el orden capitalista. Una gran conmoción recorrió la sociedad de arriba abajo, poniendo en cuestión todas las viejas creencias, todos los prejuicios introducidos por la clase dominante, encendiendo la llama de la revolución socialista por el continente. En toda Europa estalló un clamor contra la guerra, y la clase obrera ocupó el centro de ese movimiento. De 1916 a 1917, la cifra de huelguistas pasó en Gran Bretaña de 276.000 a 872.000; en Francia, de 41.000 a 294.000; en Italia, de 136.000 a 170.000; en Alemania, de 129.000 a 667.000.75
Después una guerra encarnizada, de destrucción general, la propaganda de la burguesía se desmoronó como un castillo de naipes y las ideas revolucionarias se apoderaron de la conciencia de millones de hombres y mujeres. A pesar del predominio de la reacción durante largos años, el topo de la historia levantaba la cabeza.
“El enemigo principal está en casa”
El 1 de agosto de 1914, cuando el gobierno alemán declaró las hostilidades a Rusia, comenzó la crucifixión del internacionalismo a manos de los jefes socialdemócratas. El 2 de agosto, la ejecutiva del partido se reunió para tratar la posición del grupo parlamentario respecto a los créditos de guerra. La derecha del partido, encabezada por Ebert y Scheidemann, exigió el apoyo inequívoco. Otros dirigentes, como Haase y Ledebour, mantuvieron una línea de tenue oposición, dubitativa e incoherente. Sin acuerdo, la decisión se pospuso para el día siguiente, donde el debate continuó en medio de argumentos falaces y mediocres: “un voto contrario significaría la ilegalización del partido”; “el despotismo ruso amenaza las libertades democráticas conquistadas”, etc.
La determinación de los diputados del ala de derechas era muy superior a la de sus oponentes; estaban dispuestos a apoyar a los capitalistas y a los monopolios imperialistas alemanes costase lo que costase, incluso rompiendo con la disciplina de voto si hubiera sido necesario. Pero no hizo falta llegar a tal extremo: el grupo parlamentario se pronunció por setenta y ocho votos contra catorce, a favor de otorgar la confianza al gobierno. Los disidentes, como Haase, Ledebour, Liebknecht y Otto Rühle, respetaron la disciplina de voto. Fue Haase, como presidente del partido y portavoz del grupo parlamentario, quien pronunció el discurso de apoyo a los créditos de guerra ese fatídico 4 de agosto en el Reichstag; y Ebert quién acuño en su célebre frase el espíritu de la capitulación: “cuando amenaza el peligro, nosotros no dejamos a la patria en la estacada”. Se iniciaba el descenso al abismo.
Tan sólo diez días antes de esta claudicación, el 25 de julio, la dirección del SPD había proclamado en un manifiesto público que “el proletariado consciente de Alemania, en nombre de la humanidad y de la civilización, eleva una vibrante protesta contra los promotores de la guerra. (...) Ni una gota de sangre de un soldado alemán puede ser sacrificada a la sed de poder del grupo dirigente austriaco, a los apetitos imperialistas del beneficio”. Pero en la tarde del 30 de julio, Ebert y Otto Braun, siguiendo instrucciones de la Ejecutiva, habían realizado un viaje a Suiza para poner a buen recaudo, en manos de la banca por supuesto, la caja del partido.
Los que lideraron este hundimiento dominaban a su vez el grupo parlamentario socialdemócrata.
“Para la historia, la burocracia socialdemócrata se encarna en la persona de Friedrich Ebert”, señala Pierre Broué. “Secretario en 1906, a los treinta y seis años, y presidente del partido en 1913, después de la muerte de Bebel. Este antiguo obrero guarnicionero, militante desde muy joven, se ha distinguido por sus facultades de organización: primero obrero en las canteras de Bremen, administró un café-cantina del partido que era un centro de propaganda socialdemócrata. En 1900 es miembro permanente del secretariado del partido en Bremen, encargado de los problemas obreros. Adquiere la reputación de ser un hombre eficaz. Desde su elección para el secretariado central, se convierte en el propugnador de los métodos modernos de organización, introduce en los polvorientos locales el teléfono, los taquígrafos y mecanógrafos, multiplica los informes y los cuestionarios, ficheros y circulares (…) Él construyó el aparato.
“(…) El antiguo litógrafo Philip Scheidemann se convirtió en periodista en Hesse: agitador de talento, aparece como radical en el momento de su elección al ejecutivo, pero también se ha mantenido al margen de los grandes debates, sin intervenir en ningún congreso a los que ha asistido (…) Gustav Noske, antiguo carnicero convertido en funcionario del partido y después en diputado, espera de la forma más clara esta inversión de las bases del análisis tradicional del ‘internacionalismo proletario’ cuando proclama en el Reichstag que los socialistas no son ‘vagabundos sin patria’ e invita a los diputados de los partidos burgueses a actuar a fin de dar a los proletarios alemanes verdaderas razones para ser los soldados de Alemania”.76
Las implicaciones de la decisión adoptada el 4 de agosto fueron muchas y profundas. En primer lugar, el partido obrero más fuerte del mundo otorgaba al gobierno burgués y monárquico el derecho a ejercer su dictadura y anular las libertades democráticas (de reunión, de expresión, de manifestación y organización). En segundo, entregaba a la clase obrera atada de pies y manos como carne de cañón en las trincheras y en la retaguardia, asegurando la producción de guerra sin perturbaciones. A partir del 2 de agosto, la paz social fue un hecho: patronal y sindicatos socialdemócratas acordaron la prohibición de huelgas y lock-outs, mientras los convenios colectivos prolongarían su vida hasta que el conflicto terminara.
Contra esta deriva patriotera reaccionaron los cuadros de trayectoria izquierdista, algunos de los cuales tenían posiciones en el aparato del SPD o en sus medios de expresión diseminados por todo el país.77 Pero la respuesta fue débil en comparación con el derrumbe, y el ambiente dominante dentro de partido era de apatía: la traición había sido tan descarada, la parálisis tan evidente, la atrofia del aparato tan extendida, que la militancia se encontraba aturdida y golpeada por una avalancha de propaganda chovinista contra la que era realmente difícil resistir. Entre los internacionalistas, el aislamiento se dejaba sentir de manera intensa en el año 1914.
Por si acaso, la dirección apuntaló la alianza con la burguesía y los militares de la forma que consideraba más segura posible: introduciendo el estado de excepción en la organización a través de un régimen interno cuartelero y dictatorial. Para curarse en salud, la dirección aplazó la celebración del congreso del partido sine die, y sin levantar la voz, animaba a las autoridades militares a prohibir las reuniones partidarias en numerosas ciudades y a clausurar los periódicos de la oposición.78 No se respetó ningún apellido, por mucha tradición que este tuviese dentro del movimiento. Así que Karl Liebknecht fue el primero en sufrir las consecuencias.
Hijo de Wilhelm Liebknecht, uno de los fundadores del partido, pronto se destacó como un organizador y agitador de gran valor, especialmente en las campañas antimilitaristas de las Juventudes Socialistas. Liebknecht, que hizo célebre la consigna “La juventud es la llama de la revolución proletaria”, fue mucho más propagandista que teórico, mucho más agitador que organizador. Acostumbrado al estado de libertad de discusión y tolerancia aparente que había existido en el partido cuando la lucha de clases discurría por los tranquilos cauces del parlamentarismo, Liebknecht todavía pensaba que era posible manifestar discrepancias y esperar un cambio de rumbo de los órganos dirigentes. Pronto se convenció de su error. A través de informaciones de primera mano conoció las atrocidades del ejército alemán en Bélgica y los desmanes del Estado Mayor; pronto le llegarían también los reproches de muchos militantes por su posición en el Reichstag y su primer voto favorable a los créditos de guerra. Liebknecht se vio obligado a reconocer su error, y se dispuso a enmendarlo como hacen los revolucionarios: en los hechos.
A partir de ese momento, sus opiniones y su actividad chocaron frontalmente con la política de la dirección, que le exigió el fin de su proselitismo. A mediados de octubre, la justicia militar, ¡que casualidad!, le abrió un expediente por su propaganda antimilitarista anterior a la guerra. A principios de noviembre, para reforzar su aislamiento, la dirección del sindicato de la construcción, en manos de los reformistas, aprobó su expulsión del mismo.
En estas circunstancias, Liebknecht dio un paso decisivo y de gran efecto: el 3 de diciembre de 1914 votó contra los nuevos créditos de guerra solicitados al Reichstag por el gobierno, rompiendo con la disciplina del grupo parlamentario. Antes había intentado convencer a muchos diputados de que le siguieran, pero sin ningún éxito. Su soledad le convirtió en un símbolo, en el portaestandarte de la oposición revolucionaria e internacionalista a la guerra imperialista. Como medida represiva para silenciarle y aislarle, Liebknecht fue movilizado el 7 de febrero de 1915 en una unidad territorial de defensa; su actuación en las filas del ejército fue la misma que en el parlamento: denunció incansablemente el militarismo y la guerra. Los mandos le transfirieron de una unidad a otra por temor a su influencia entre la tropa.
En mayo de 1915, Liebknecht redactó su famoso manifiesto contra la guerra imperialista donde lanzó su proclama revolucionaria más celebrada, y que Lenin tanto alabó:
“(…) Lucha de clases proletaria internacional contra el desmembramiento imperialista de los pueblos ¡Esta es la consigna socialista actual! ¡El enemigo de cada pueblo se halla en su propio país! El enemigo está entre nosotros, en Alemania: el imperialismo alemán, el partido alemán de la guerra, la diplomacia secreta alemana. Es este enemigo interior que debe combatir el pueblo alemán mediante la lucha política, justamente con el proletariado de los demás países, cuya lucha está dirigida contra los imperialistas de su propia nación. Sabemos que formamos parte del pueblo alemán, pero nada nos une a los Tipitz y a los Falkenhayn alemanes, ni al gobierno alemán de la opresión y de la esclavitud social. ¡Nada para ellos, todo para el pueblo alemán! ¡Todo para el proletariado internacional, por el proletariado internacional, por el proletariado alemán, por la humanidad pisoteada! (…) ¡Basta ya de carnicerías! ¡Abajo los instigadores belicistas de fuera y de dentro de nuestras fronteras! ¡Acabemos con tanto genocidio! ¡Proletarios del mundo seguid el ejemplo de vuestros hermanos italianos! Uníos en la lucha de clases internacional contra el complot de la diplomacia secreta, contra el imperialismo contra la guerra, por una paz socialista ¡El enemigo principal está en nuestro país!”.79
En los meses y años siguientes la figura de Liebknecht se engrandecería a los ojos de los trabajadores conscientes de toda Europa, y de los revolucionarios internacionalistas que habían mantenido su fidelidad al programa marxista.
En el socialismo ruso, los bolcheviques vivieron un periodo frenético. En esos meses Lenin se consagró a sacar las conclusiones del colapso político de la socialdemocracia. Su posición anterior, en la que consideraban como un hecho normal encontrar un ala oportunista conviviendo con otra revolucionaria en el seno del partido obrero, había sido superada. La extensión del reformismo y el control de los aparatos partidarios por estos elementos derechistas, representaban un peligro para la existencia del movimiento socialdemócrata. Lo fundamental no era por tanto una unidad en abstracto, sino una unidad concreta: la unidad del ala revolucionaria que debía prepararse para el estallido de la revolución social, y para ganar a la mayoría de los trabajadores en la lucha por el poder. Desde septiembre de 1914, el Comité Central de los bolcheviques se pronunció públicamente por una nueva Internacional, y por la separación de los elementos revolucionarios del oportunismo y el centrismo (personificado en la figura de Kautsky). Aunque Lenin clamaba en un completo aislamiento, exiliado forzoso en un continente en guerra, sus ideas se convirtieron en una tabla a la que los revolucionarios rusos y europeos se podían asir en medio del naufragio.
Los internacionalistas alemanes
En el SPD existían tres tendencias bastante delineadas: la derecha que agrupaba a los organismos dirigentes del partido, el grupo parlamentario y la cúpula de los sindicatos. El centro, donde a duras penas se situaba Kautsky inclinado siempre a la capitulación ante la derecha en las cuestiones políticas fundamentales. Y la izquierda con Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Leo Joguiches, Clara Zetkin, Franz Mehring, Karski (Marchlewski), Karl Radek, Pannekoek y Paul Levi; a estos nombres se sumaron los de los periodistas del Vorwärts, Ernest Meyer y Ströbel; Wilhelm Pieck, segundo secretario del partido de Berlín, Paul Lange y el matrimonio Hermann y Käthe Duncker.
El año 1914 y todo 1915 estuvieron llenos de dificultades para la oposición de izquierdas alemana, pero su configuración y su cohesión ideológica logró asentarse a través de diferentes medios. Liebknecht, Luxemburgo, Mehring y Zetkin dirigieron artículos a los periódicos socialistas suizos, de Gran Bretaña y de otros países, para dar a conocer sus posiciones diferenciadas de la fracción patriótica. La publicación de la revista Die Internationale, dirigida por Rosa Luxemburgo junto con Franz Mehring y Julián Marchlewski, fue otro jalón importante en ese proceso. Los internacionalistas ya formaban en la primera línea de fuego de los disparos represivos del Estado y del aparato partidario. Así, cuando todos los trabajos preparatorios para editar la revista estaban en marcha, Rosa Luxemburgo fue detenida súbitamente el 18 de febrero y llevada a la cárcel de mujeres de Barnimstrasse.
A pesar de su encarcelamiento, Rosa siguió de cerca la edición del primer y único número de la revista, publicado en abril, y que contó, entre otras contribuciones, con las de Clara Zetkin, Thalheimer, y Liebknecht. Pero la respuesta del gobierno al desafió que suponía la salida a la luz de esta publicación no se hizo esperar. Decretó la ilegalización de Die Internationale, con los parabienes del aparato socialdemócrata, y extendió la represión a las filas de los internacionalistas: Clara Zetkin, Wilhelm Pieck y Ernest Meyer fueron detenidos y condenados por propaganda subversiva.
Para mediados de 1915, a pesar de los ataques del aparato del SPD y de las agresiones mucho más intimidatorias del gobierno y el Ejército, la izquierda internacionalista, según Pierre Broué, tenía lazos con militantes en más de 300 localidades. Para avanzar en la organización y lanzar el trabajo a una escala superior, el cinco de mayo de 1915 se organizó una primera conferencia en Berlín, en el apartamento de Wilhelm Pieck.
Desde el exterior, los socialistas alemanes que se mantuvieron fieles al internacionalismo forjaron nuevos vínculos, sobre todo con los bolcheviques. Uno de ellos fue Wili Münzenberg, uno de los jóvenes socialistas que había participado en la escuela de formación dirigida por Rosa Luxemburgo, que llegó a ser secretario de las Juventudes Socialistas y se exilió en Suiza. Su nombre estará por muchos años vinculado a la Tercera Internacional hasta ser liquidado en una de las purgas de Stalin. Durante la conferencia de jóvenes socialistas celebrada en Berna en la semana santa de 1915, jugó un papel muy activo en la ruptura con el buró oficialista instalado en Viena. En la reunión se proclamó la Internacional de la Juventud Socialista Independiente, con Münzenberg como secretario internacional, y se aprobó la edición de un órgano de expresión, Jugend-Internationale, que apareció el primero de septiembre de 1915.
Las perspectivas políticas de esta izquierda internacionalista alemana se basaban en los análisis de Rosa Luxemburgo quien, al igual que Lenin, no albergaba ninguna duda sobre las consecuencias revolucionarias de la guerra imperialista. En enero de 1916, los internacionalistas alemanes celebraron una conferencia en el apartamento de Liebknecht, adoptando como programa de acción el texto de Rosa Luxemburgo La crisis de la socialdemocracia, conocido como folleto Junius y escrito durante su reclusión carcelaria. Vale la pena mencionar algunos de sus pasajes y sentir el espíritu de combate que late en cada una de sus palabras:
“La escena ha cambiado fundamentalmente. La marcha de seis semanas sobre París ha degenerado en un drama mundial; la carnicería se ha convertido en fatigosa y monótona operación cotidiana, sin que se haga avanzar o retrasar la solución. La política burguesa está en un callejón sin salida, atrapada en su propio cepo; los fantasmas invocados ya no pueden ser conjurados. Ha pasado el delirio. Ha pasado el bullicio patriótico de las calles (…)
“Los trenes de reservistas ya no son acompañados del júbilo bullicioso de las jóvenes que se lanzaban en pos de ellos, ni tampoco saludan al pueblo con alegres sonrisas desde las ventanillas; andan despaciosamente, con su macuto en la mano, por las calles donde los transeúntes se dirigen con abatidos rostros a sus quehaceres cotidianos. En la severa atmósfera de estas tristes jornadas se escucha un coro muy distinto: el grito ronco de los buitres y de las hienas sobre el campo de batalla. ¡Garantizadas 10.000 tiendas de campaña de reglamento! ¡Se pueden entregar inmediatamente 100.000 kilos de tocino, de cacao en polvo, de sustitutos de café, pagando al contado! ¡Granadas, tornos, cartucheras, arreglos matrimoniales para las viudas de los soldados caídos, cinturones de cuero, intermediarios para los abastecimientos del ejército... sólo se aceptan ofertas serias!
“La carne de cañón cargada de patriotismo en agosto y septiembre, se descompone ahora en Bélgica, en los Vosgos y en Masuria, en campos de exterminio, donde las ganancias de la guerra rezuman en los hierbajos (…) Cubierta de vergüenza, deshonrada, chapoteando en sangre, nadando en cieno: así se encuentra la sociedad burguesa, así es ella. No como cuando, delicada y recatada, simula cultura, filosofía, y ética, orden, paz y estado de derecho, sino como bestia predadora, como cazadora de brujas de la anarquía, como peste para la cultura y para la humanidad: así se muestra en su verdadera figura al desnudo.
“Y en medio de esa caza de brujas se produce una catástrofe histórico-mundial: la capitulación de la socialdemocracia internacional. Engañarse al respecto, encubrirlo, sería lo más insensato, lo más funesto que podría sucederle al proletariado (…) La autocrítica más despiadada, cruel y que llegue al fondo de las cosas, es el aire y la luz vital del movimiento proletario. El caso del proletariado socialista en la actual guerra mundial es inaudito, es una desgracia para la humanidad. El socialismo estaría perdido si el proletariado internacional no valorara en su justa medida la profundidad de esta caída, y no quisiera extraer sus enseñanzas.”80
Giro a la izquierda
La alianza tejida entre el gobierno, la burocracia prusiana, los grandes industriales y el Estado mayor, junto a la socialdemocracia y la cúpula de los sindicatos, garantizó en apariencia la paz social y la disciplina en el trabajo. Pero el “consenso” empezó a agrietarse bajo los golpes de una inflación desbocada, que elevó hasta un 50% los precios de los productos básicos en los primeros dos años de guerra; por la escasez y el racionamiento, el acaparamiento y el mercado negro; por la caída de los salarios que desplomaban el poder adquisitivo de la gran masa de trabajadores. Los dirigentes socialdemócratas justifican los sacrificios y las penurias en aras de la lucha “soberana del pueblo alemán” contra el absolutismo ruso, pero lo cierto es que su autoridad se desgastaba paso a paso.
La escuela de la guerra moldeó la conciencia de una nueva generación de obreros y sacudió a los más veteranos, actuando como partera de la revolución. Pero antes hubo que pasar por pruebas extremadamente duras. Los millones de muertos, la llegada de los soldados heridos, las terribles imágenes de los mutilados, las privaciones de la guerra… empezaron a modificar la situación. El movimiento obrero comenzó a despertar de su letargo poniendo fin al aislamiento en el que se encontraban los revolucionarios alemanes.
Los cambios en la situación interna del SPD que Rosa Luxemburgo había contemplado desde 1914 se materializaron en poco tiempo. Las presiones del movimiento obrero, de sus capas más avanzadas, se fueron filtrando por sus muros hasta estallar en agudas divergencias en el grupo parlamentario, entre líderes que habían convivido en “paz” durante dos años de guerra y muchos más en la etapa precedente. El reformismo de “izquierdas” y el fenómeno del “centrismo” de masas hicieron su aparición. Eran las primeras señales de la futura revolución alemana.
En enero de 1916 Rosa Luxemburgo obtuvo la libertad y se lanzó al combate con Liebknecht, con el que estrechó aún más sus lazos políticos y personales. Fue un periodo de gran actividad política para ambos, de crítica frontal a los socialpatriotas, pero también de batalla cuerpo a cuerpo con los centristas, pasados ya a la oposición contra el aparato dirigente.
En noviembre de 1915, habían estallado incidentes en Stuttgart y cientos de mujeres se manifestaron contra la carestía de la vida; al mismo tiempo, en Leipzig, la policía reprimió tentativas de manifestación semejantes. El 2 de febrero de 1916, en Berlín, se produjeron nuevos choques delante de las tiendas vacías.81
El 19 de marzo, los internacionalistas celebraron una conferencia clandestina en Berlín que marcaría el inicio práctico de la Spartakusbund (Liga Espartaquista), nombre que se adoptó en honor del legendario esclavo romano. La decisión de pasar a una agitación mayor, con trascendencia pública, se concretó en el llamamiento a manifestarse contra la guerra imperialista en el Primero de Mayo. Los espartaquistas intentaron negociar con los centristas del SPD para que se sumaran, concretamente con Ledebour, pero la respuesta de estos fue tajante: “era una locura”. Teniendo en cuenta que las manifestaciones políticas estaban prohibidas por la legislación militar de excepción, la decisión era arriesgada; pero Liebknecht y Rosa Luxemburgo no eran unos charlatanes, y demostraron a la vanguardia obrera que sí había dirigentes y militantes decididos a dar la batalla. La llamada del Primero de Mayo reunió a centenares de trabajadores y jóvenes entorno a Liebknecht en la plaza de Postdam de Berlín, donde el diputado internacionalista gritó con fuerza “¡Abajo el gobierno, abajo la guerra!”. Inmediatamente fue arrestado por la policía.
Una vez más, la audacia de Liebknecht marcó la diferencia. En el juicio que se siguió contra él, el 28 de junio, se dictó una sentencia de dos años de condena. Pero ese día 55.000 obreros de las fábricas de guerra de Berlín se declararon en huelga, secundados por los trabajadores de Brunswick y por manifestaciones obreras en Bremen. Más tarde, en julio, también estallaron motines de los mineros en la cuenca del Ruhr, y en agosto, un grupo de trabajadores de Essen se manifestó al grito de “¡Viva Liebknecht!”. El ejemplo de Liebknecht no había sido en balde: la lucha contra la guerra se iba ampliando, rompiendo muros y miedos. En el otro lado de la barricada, la reacción del aparato militar y político fue contundente: el tribunal militar superior aumentó la sentencia contra Liebknecht a cuatro años y un mes, y en el Reichstag se voto quitarle la inmunidad parlamentaria gracias al apoyo de los diputados socialdemócratas que se sumaron favorablemente a la iniciativa de la derecha. Liebknecht empezaría a cumplir su condena meses después, exactamente el 6 de diciembre de 1916 en Luckau, Sajonia.
La decisión y arrojo de Karl Liebknecht se convirtió en un ejemplo muy incómodo, sobre todo para los parlamentarios socialdemócratas que disentían de palabra pero se mantenían renuentes a romper la disciplina de voto. Algunos, como Otto Ruhle, se posicionaron con Liebknecht poco tiempo después, integrándose activamente en la actividad oposicionista. Pero no fue el caso de Haase, Ledebour y otros, que dudaron mucho y que, con su actitud, dieron margen para que el aparato presentara a los partidarios de Die Internationale como escisionistas.
En los primeros meses, las distancias marcadas en el parlamento por estos diputados díscolos tenían un carácter marcadamente oportunista. Sus discursos contra la legislación antiobrera, el estado de sitio, la opresión de las minorías nacionales en las regiones ocupadas, o a favor de una paz sin anexiones (eso sí, siempre y cuando la seguridad de Alemania quedara garantizada), no representaban tanto una ruptura como una petición de corrección de la política oficial del partido. Y esta corrección se hacía con el fin “patriótico” de no minar la moral de los soldados que combatían en las trincheras. No fue, por tanto, una crítica de principios a la degeneración chovinista de la dirección oficial la que llevó al enfrentamiento, sino otros factores, derivados de la marcha de la guerra, la creciente desconfianza entre los obreros de la retaguardia, la exasperación entre muchos militantes, y el temor a un crecimiento importante del grupo liderado por Luxemburgo y Liebknecht. Sobre todo esto último fue lo que más empujo a los dirigentes de la fracción parlamentaria “pacifista” a endurecer el lenguaje.
Cuando el 29 de diciembre de 1915 se sometieron a votación nuevos créditos de guerra, “veintidós diputados socialdemócratas dejan la sala para no votar, pero veinte se quedan y votan en contra”.82 La actitud disidente fue contestada por la ejecutiva del partido excluyendo a Liebknecht del grupo parlamentario y amenazando a los otros diputados insumisos. Pero la indisciplina también afloró en la base. Ledebour logró que trescientos veinte responsables del partido en Berlín aprobaran la declaración de la minoría parlamentaria. Votaciones parecidas se produjeron en Leipzig, Halle, Bremen. ¿Qué representaba esto? Ni más ni menos que la repulsa creciente a la política de colaboración gubernamental desde las fábricas y los barrios obreros de las grandes ciudades, que empezaba a tener sus efectos inmediatos en el aparato, en la cúspide de la socialdemocracia. Para no perder su audiencia entre los trabajadores y acabar superados y desplazados por la oposición internacionalista, estos sectores no tenían otro remedio que virar a la izquierda; sólo así podrían sintonizar con ese estado de ánimo.
En la siguiente ocasión propicia, el ex presidente del partido, Haase, intervendría con vehemencia en contra de la renovación del estado de sitio y los presupuestos. Era la sesión parlamentaria de marzo de 1916. Cuando se produjo la votación final, la minoría (treinta y tres diputados) se pronunció en contra, rompiendo de nuevo con la disciplina. Todas estas acciones, y la presión del Estado Mayor del Ejército, empujaron a la dirección del SPD a mover ficha. Los diputados opositores fueron excluidos del grupo parlamentario y, dando un paso al frente en la dinámica de acción-reacción, se agruparon como “colectivo de trabajo socialdemócrata”. La decisión precipitaría su expulsión del partido y la escisión.
Pierre Broué describe este punto de inflexión:
“Cuando el Reichstag discute la ley sobre la movilización de la mano de obra, Haase la califica de ‘segunda ley antisocialista’. Su grupo acusa a los diputados mayoritarios que la votan y a los dirigentes sindicales que la aceptan de ‘ayudar a forjar las cadenas del proletariado’. La adopción de esta ley en medio del ‘invierno de los colinabos’ lleva al paroxismo la crisis del partido, que se rompe bajo la presión de fuerzas sociales antagónicas, clases dirigentes actuando por mediación del ejecutivo, clases trabajadoras exigiendo a los opositores la expresión de su voluntad de resistencia. El ejecutivo se encuentra frente a las consecuencias de su política: no hay otro recurso más que imponer en el partido el estado de sitio que pesa ya sobre el país. La oposición leal debe defenderse y dejar de ser leal so pena de verse aniquilada.”83
La oposición interna a la “unión sagrada”, las manifestaciones contra el gobierno y la creciente desconfianza hacia los militares, daba ánimos también a la fracción internacionalista de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, estimulando a su vez la aparición de nuevas disidencias y grupos rebeldes. En la semana santa de 1916 una conferencia juvenil de los oposicionistas de izquierda pudo escuchar los discursos de Liebknecht y Otto Rühle, adoptando las tesis del primero. Las publicaciones periódicas ilegales de la izquierda aumentaban también su circulación: el Arbeiterpolitik en Bremen, Sozialdemokrat en Stuttgart, las Cartas de Spartakus en Berlín, y también Der Kampf en Duisbourg y Hamburgo.
Rosa Luxemburgo participó en numerosos mítines y reuniones en Berlín, multiplicándose como sólo ella sabía hacerlo. A su lado, como en todos los momentos cruciales, Leo Jogiches.
“Rosa estaba casi sola”, escribe Paul Nettl. “Nada más unos cuantos dirigentes de izquierda estaban en libertad, y eso implicaba tanto más trabajo para ella. Jogiches estaba allí, moderado y eficiente; el proceso técnico de copiar, distribuir y controla la literatura de Spartakus estaba casi por completo en sus manos (…) Quedan unas pocas de sus circulares: lacónicas, objetivas, sin emoción, sin nada del carisma de Luxemburgo ni de Liebkenecht; aún más impersonales en alemán que en polaco. Pero eficaces (…) Fue él quién realizó toda la labor de organización clandestina, y en 1916 emergió como gestor efectivo de la oposición de izquierda; notable hazaña que todavía no ha sido documentada. Sin él no hubiera habido Liga Espartaquista; ninguna de las centelleantes figuras asociadas con la dirección intelectual de la izquierda era capaz de hacer el rudo trabajo conspirativo de crear un vehículo para su política”.84
Y fue entonces cuando la reacción golpeó más duramente, consciente de que debía quebrar la dirección de la Liga Epartaquista y aislar a Rosa Luxemburgo privándola de libertad de movimientos. Rosa fue de nuevo detenida, por sorpresa, el 10 de julio de 1916. Primero fue conducida en la cárcel de mujeres donde ya había estado internada, pero después de unas semana fue trasladada a las celdas de interrogatorio de la sede policial de la Alexanderplatz.
Todavía no estaban seguros que hacer con ella, si juzgarla o retenerla sin más. La opción elegida fue la segunda: retenerla arbitrariamente, sin juicio. La experiencia fue traumática y dolorosa:
“El infierno de la Alexanderplatz, donde mi celda tenía aproximadamente 11 metros cúbicos, sin luz en la mañana ni en la noche, aplastada entre el frío [de la llave de agua] (no había caliente) y una plancha de hierro.”85
Ya en octubre la trasladaron a la antigua fortaleza de Wronke, donde permaneció hasta julio de 1917 para pasar después a la prisión de la ciudad de Breslau, hasta que fue liberada por la revolución de noviembre de 1918. En prisión se comportó como lo había hecho en libertad, poniendo todo lo mejor de ella, de su espíritu, de sus pensamientos, de su resistencia:
“…Su correspondencia, legal e ilícita, alcanzó proporciones de diluvio (…) En las muchas cartas que escribió a sus amigos en los dos años siguientes, su personalidad alcanzaba fuera de la prisión como con tentáculos, cortejando, abrazando o regañando a sus amistades, arrastrándola a la órbita de su intelecto y sus emociones. Daba igual que escribiera de política, de literatura o de la vida. La existencia carcelaria, en lugar de ahogarla, en realidad le hizo alcanzar una notable madurez espiritual y emocional”.86
La formación del USPD
Desde el otoño de 1916, el Alto Mando del Ejército actuaba como el verdadero gobierno de Alemania, con Hindemburg y Ludendorff en la posición de jefes indiscutibles. Para todos los asuntos de Estado contaron con la colaboración leal de los sindicatos y el SPD. De esta política nacieron leyes como la Milfsdienstgesetz, por la que todo hombre no movilizado entre 17 y 60 años debía presentarse a las autoridades con un certificado del empresario procedente; se restringieron derechos y libertades públicas, se sometió a la clase obrera a un estado de sitio en las fábricas.
Los dirigentes del SPD “se habían convertido en gente respetable, entraban y salían de los despachos e incluso se los recibía ocasionalmente en el Gran Cuartel General y se les escuchaba con respeto (…) surgió incluso una cierta camaradería entre algunos dirigentes del SPD y los nuevos hombres de la jerarquía militar, como por ejemplo entre el líder del partido Friedich Ebert y el general inspector de ferrocarriles, el general Wilhelm Groener (…) El SPD de los años de la guerra no había logrado llegar al poder, pero sí se había impregnado de su atmósfera. Ahora pertenecía, aunque por el momento todavía en el papel de oposición, al establishment. Era un partido reformista, nacional y leal, que formaba parte de la oposición y que criticaba al gobierno pero que ya no pretendía destruir al Estado. Se había acomodado a la monarquía y el capitalismo”.87
La quiebra en el SPD era un hecho. En enero de 1917 una conferencia reunió a los diferentes sectores con un resultado más bien modesto: se redactó un manifiesto y se decidió mantener contactos para defender los derechos de los militantes, pero poco más se avanzó. Paso a paso decenas de parlamentarios formados fundamentalmente en la actividad del Reichstag, pero conscientes de que su valor y peso provenía de su apoyo entre los trabajadores, se decidieron a una oposición más directa. La amenaza que representaba la Liga Espartaquista explicaba también las razones de este giro. Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht podían avanzar a costa de sus indecisiones.
“Este chico Karl se ha convertido en una amenaza. Si no hubiéramos aparecido y hecho ver que también existimos, la oposición irresistiblemente creciente sencillamente se habría pasado con Spartakus. Si se ha evitado la ruptura y mantenido a los espartaquistas a raya es enteramente por obra nuestra. El ala derecha no nos ha ayudado, solamente a Spartakus.”
Así de transparente se expresaba Karl Kautsky en una carta a Victor Adler, el 28 de febrero de 1917.88
Volviendo a la reunión opositora. Cuando la dirección del SPD tuvo conocimiento de su celebración, la consideró la excusa perfecta para volver a la carga y condenar a los parlamentarios disidentes por actividad fraccional, expulsándolos de la organización junto a las secciones del partido que les respaldaban. La represión llevaba el sello de Ebert: noventa y nueve agrupaciones locales quedaron excluidas, entre ellas las de Berlín, Leipzig, Bremen, Brunswick. Y así fue como parlamentarios enfrentados a la dirección, presionados por los acontecimientos, empujados por los sectores más militantes del partido y cientos de cuadros obreros, convocaron a una conferencia en la ciudad de Gotha para el 6 de abril. Fue el nacimiento del Partido Socialdemócrata Independiente (USPD), que en pocos meses contaría con una fuerza de 120.000 militantes frente a los 170.000 afiliados del SPD oficial, y con un apoyo de masas en Berlín, Leipzig, Bremen, Hamburgo…
Como fenómeno político, el USPD representaba una tendencia centrista de masas, oscilando entre el reformismo y el marxismo, pero lo más importante, anunciaba el comienzo del proceso revolucionario. El nuevo partido, por su composición militante, por la heterogeneidad de sus dirigentes (Haase y Ledebour, Kautsky y Hilferding, e incluso Bernstein)89, por su confusión política en los aspectos de principios, presentaba los rasgos de una formación centrista clásica.
“El USPD no era bajo ningún concepto un partido de izquierdas homogéneo, un partido revolucionario puro y duro como los bolcheviques rusos de Lenin. En lo único que coincidían sus miembros era en la oposición a la guerra, en la que hacía tiempo que ya no veían una guerra defensiva, sino una guerra de conquista imperialista.”90
La creación del USPD trajo consigo la polémica al interior de la Liga Espartaquista y a los círculos revolucionarios internacionalistas que se habían desarrollado en numerosas ciudades. Partidarios y detractores de entrar en la nueva organización o fundar un partido al margen de las dos formaciones socialdemócratas se enzarzaron en la discusión. Karl Radek se posicionó a favor de la escisión:
“La idea de construir un partido común con los centristas es peligrosamente utópica. Los radicales de izquierda, tanto si las circunstancias son favorables, como si no lo son, deben, si quieren realizar su misión histórica, construir su propio partido”.91
Con este parecer coincidía también Paul Leví,92 ganado para el bolchevismo en Suiza.
Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y Leo Jogiches estimaban la situación de una manera completamente diferente. En enero de 1917, el día anterior de celebrarse la conferencia de la oposición del SPD que juntó a centristas y espartaquistas, Rosa escribió desde su reclusión en la fortaleza de Wronke.
“… Uno puede salirse de sectas o conventículos cuando ya no le acomodan, y siempre puede hallar nuevas sectas o nuevos conventículos. Pero es sólo fantasía infantil hablar de liberar a la masa entera de los proletarios de su grave y terrible destino sencillamente ‘saliéndose’ y dejándoles así un bravo ejemplo”.93
Las luchas de 1916 demostraron que era posible llegar, a pesar de todos los obstáculos, a la base obrera de la socialdemocracia y, ratificando la opinión de Rosa Luxemburgo, que se podía y se debía acompañar a los trabajadores en su proceso de maduración política. En el debate sobre la nueva Internacional, que Lenin y los bolcheviques habían proclamado como un objetivo irrenunciable después del colapso de 1914, Rosa Luxemburgo defendía una posición bastante clara:
“La nueva Internacional, que debe nacer después del fracaso de la precedente, no puede hacerlo más que a partir de la lucha de clases de las masas proletarias de los países más importantes. (...) Debe nacer de abajo, (...) la socialdemocracia, cuyo fracaso sólo ha probado su debilidad —existente desde largo tiempo— debe sufrir un cambio interno completo, si quiere dirigir, un día, las masas proletarias, conforme a su misión histórica. Su transformación en una fuerza revolucionaria activa no puede ser obtenida con simples programas y manifiestos, por una disciplina mecánica o por formas organizativas anticuadas, sino sólo por la propagación de la conciencia de clase y la iniciativa resuelta en las masas (...), lo que supone la transformación del sistema burocrático del partido en un sistema democrático en el que los permanentes [liberados] sean los instrumentos de las masas”.94
No hay la menor exageración cuando afirmamos que estas ideas eran esencialmente correctas, y fueron confirmadas por los acontecimientos posteriores. La Tercera Internacional se desarrolló a partir de escisiones de masas de los viejos partidos socialistas, incluso de los partidos centristas que surgieron en los años de la guerra. Y fue el propio Lenin, sobre todo en los debates del II Congreso de la Internacional Comunista, el que tuvo que enfrentar una amplia tendencia ultraizquierdista que veía el problema de la construcción del partido comunista como un acto proclamatorio, al margen de las masas y sus organizaciones, aunque estas todavía estuvieran en manos de los reformistas o los centristas.
Pero Rosa Luxemburgo no dejaba de ser prisionera de una cierta abstracción en su enfoque. La perspectiva de una completa ruptura con los dirigentes socialistas oficiales, que la misma Rosa consideraba necesaria (“La nueva Internacional, que debe nacer después del fracaso de la precedente”) había que abordarla conscientemente, lo que en la práctica significaba prepararla, educando a los cuadros revolucionarios y convenciendo a la vanguardia de cómo y cuando se tenía que producir. Y, para lograrlo, la iniciativa de las masas, por sí sola, no resolvería la cuestión. El partido marxista que había que levantar, que debía nacer de los escombros sembrados por la dirección reformista, demandaba una orientación precisa. La tarea de establecer el programa, las tácticas para intervenir en la lucha, disponer de un método común de trabajo y de educación de la militancia, la necesaria centralización en la acción… no caería del cielo. En una parte fundamental dependería de la actuación de los obreros avanzados, de los cuadros revolucionarios y de sus dirigentes más capaces. A la hora de precisar como se construiría el partido revolucionario, los debates mantenidos entre Rosa Luxemburgo y Lenin adquirían su importancia verdadera.
Rosa Luxemburgo rechazaba una ruptura prematura con el USPD. Algo así conduciría, según ella, a construir una secta aislada de las masas. La mayoría de los trabajadores que giraban a la izquierda, razonaban los líderes de Espartaco, verían con ilusión y esperanza al nuevo partido, que nacía de la presión de las masas contra el colaboracionismo del aparato socialdemócrata. Esa era una razón de peso para adherirse al USPD, trabajando en su seno en la defensa del programa marxista, manteniendo un perfil autónomo y preservando la libertad de propaganda y acción revolucionaria. La decisión se justificaba, en palabras de Liebknecht “para empujar [al USPD] hacia adelante, para tenerlo al alcance del látigo, para ganarle los mejores elementos”.
Formalmente, la opción tomada por los dirigentes espartaquistas tenía toda la lógica el mundo. Y sin embargo, de una premisa correcta como era intervenir en el seno de una organización de masas que giraba hacia la izquierda y encuadraba a una parte considerable de la vanguardia obrera (los delegados revolucionarios de Berlín se sumaron también al USPD), no se sacaron las conclusiones políticas y organizativas necesarias. La dirección de la Liga Espartaquista seguía sin abordar la cuestión de fondo. Para ganar al sector más radicalizado eran imprescindibles unos métodos adecuados, consignas claras, constancia y paciencia. Pero estas no eran prioridades para los líderes espartaquistas, que trasladaron al trabajo en el nuevo partido sus viejos esquemas sobre la organización.
Rechazando todo tipo de centralización, llegaron a proclamar la plena autonomía para las secciones locales y provinciales de la Liga en su actuación dentro y fuera del USPD. En la práctica no estaban construyendo el embrión de un partido revolucionario, unido en el programa y en los métodos con los que intervenían en el movimiento obrero, sino más bien una federación de grupos locales con un nexo político muy laxo. Su parecer de que las masas encontrarían las formas más adecuadas de organización en el curso de la acción, reducía el papel del partido a un mero estímulo para aumentar el nivel de movilización de los trabajadores. Una forma de enfocar la organización revolucionaria que dejaba la puerta abierta, inevitablemente, al crecimiento de todo tipo de tendencias sectarias y ultraizquierdistas, que más tarde jugarían un papel nefasto.
La decisión de los dirigentes espartaquistas de integrarse en el USPD causó choques con otros grupos de la izquierda radical. A primeros de marzo, los círculos de Bremen, Hamburgo, Hannover, Rüstringen, ya se habían pronuncian por la ruptura con los centristas. Al día siguiente de reunirse el congreso de Gotha, llamaron a la creación de una organización revolucionaria independiente, lanzando ataques muy duros contra Rosa Luxemburgo acusándola de haber claudicado ante los centristas. Finalmente, en el mes de agosto, se reunieron en Berlín representantes procedentes de Bremen, Berlín, Francfort, Rüstringen, Meoers y Neustadt, con el objetivo de crear un “partido socialista internacional”. El tono ultraizquierdista dominó la reunión y las conclusiones de la misma: hablando de “la necesidad de luchar contra la división del movimiento obrero en ‘partidos’ y ‘sindicatos’ y se pronuncia por la organización de ‘uniones obreras’ (Einheitsorganisationen), posición profundamente diferente de la de los bolcheviques.”95 La conferencia dio nacimiento a los llamados Socialistas Internacionalistas, más tarde Comunistas Internacionalistas, organización a la que Otto Rühle, todavía diputado del SPD, se sumó. Muchos de estos elementos se vieron reforzados en sus posturas izquierdistas por las opiniones de Radek, cuya autoridad, como enlace de los bolcheviques en Alemania, era indiscutible entre los jóvenes militantes.
Bastante diferente era la situación entre los “delegados revolucionarios”, la oposición más importante al margen de la Liga Espartaquista, al menos cuantativamente, que se desarrolló en el seno de los sindicatos berlineses, específicamente, en el sindicato de los metalúrgicos. Animados por militantes y cuadros reunidos entorno a Richard Müller, el grupo se posicionó activamente contra la política de paz social de los sindicatos socialdemócratas. Su núcleo director, no más de una cincuentena de miembros, realizó una labor clandestina y paciente reclutando militantes seguros en las principales empresas de la ciudad, utilizando todas las posibilidades que ofrecía la estructura del sindicato. Su papel sería crucial para movilizar a decenas de miles de trabajadores berlineses en los momentos decisivos de la revolución. En cuanto a la escisión, estos delegados se pronuncian mayoritariamente por integrase en el USPD, reflejando la postura de una mayoría considerable de los obreros avanzados de Berlín.96
Rusia en revolución
A principios de 1917, el sueño de una minoría de internacionalistas aislados y perseguidos por todo el continente europeo se hizo realidad en uno de los eslabones más débiles de la cadena capitalista: el imperio ruso. Los efectos de la guerra en la economía, las privaciones y la miseria de la población, y sobre todo la matanza de cientos de miles de inocentes en las trincheras, actuaron como precipitadores a la hora de descomponer el autoritarismo zarista y preparar la insurrección. El primer capítulo de revolución rusa, marcado por el levantamiento de los obreros y soldados (campesinos en uniforme) de San Petersburgo y Moscú, entregó el poder formal del país —como tantas veces ha ocurrido en la historia— a una clase que se mantuvo al margen de la lucha: la burguesía liberal.
La política de la conciliación entre las clases y el “consenso” no sólo fue ardientemente defendida por los experimentados políticos de la clase dominante. Los dirigentes de la democracia pequeñoburguesa, eseristas, y los socialistas reformistas que encabezaban el ala menchevique de la socialdemocracia, se convirtieron en los mejores aliados de la burguesía para tratar de sortear las dificultades del momento. Y para lograr su objetivo, esto es, entregar el poder a la burguesía de las manos de los trabajadores y soldados que se lo habían arrebatado al zarismo, se apoyaron en el ambiente de euforia y confraternización de las primeras jornadas revolucionarias.
Las etapas iniciales, después de los primeros triunfos, marcan el turno de los oportunistas y arribistas. Ese ambiente proclive a la “unidad” y la conciliación tuvo su correspondencia en la elección de un comité ejecutivo provisional del Sóviet de San Petersburgo, el órgano de poder revolucionario surgido del movimiento de las masas, bajo el dominio inicial de los eseristas y los mencheviques.
Los reformistas, conciliadores con la burguesía, los terratenientes y los imperialistas, mantenían el viejo esquema teórico según el cual la revolución rusa tenía que desembocar en el triunfo de un régimen burgués “democrático”. Partiendo de este presupuesto fundamental, el comité ejecutivo del sóviet propuso al “comité provisional” de la Duma, integrado por los políticos burgueses, que formasen un gobierno provisional y se hicieran cargo del poder. De esa manera, cobarde y filistea, pensaban que encandilarían a los capitalistas rusos para resolver las tareas de lo que en teoría era su revolución.
Pero las reivindicaciones que deberían completar la llamada revolución democrático burguesa aterrorizaban a la propia burguesía. Acabar con la guerra, repartir la tierra y mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población, no estaba en el orden del día de los capitalistas ni de sus representantes políticos. Así fue como todas las promesas, todos los juramentos a favor del pueblo, todas las buenas palabras para calmar la sed de libertad de los obreros y los campesinos, fueron traicionadas.
Lenin y sus partidarios en el Partido Bolchevique denunciaron sin tregua la incapacidad del gobierno provisional, y más tarde del gobierno de coalición formado por los socialistas reformistas y los kadetes, para evitar la catástrofe que se cernía sobre Rusia. La política de clase e internacionalista de Lenin desenmascaró las bases fraudulentas de esta coalición frente-populista. Tan pronto como el 6 de marzo de 1917, Lenin telegrafió a sus correligionarios: “Nuestra táctica: desconfianza absoluta, negar todo apoyo al Gobierno provisional (...); no hay más garantía que armar al proletariado”.
Como los grandes marxistas, Lenin se apoyó en la experiencia viva de los acontecimientos para poner al día la teoría y las tareas del movimiento. Durante la revolución de febrero, el proletariado, junto con los soldados, había establecido a través de los sóviets un embrión de poder obrero paralelo, que los partidos reformistas habían subordinado a la burguesía. Fue la política reaccionaria del gobierno provisional la que aceleró la radicalización de los trabajadores, muchos de los cuales habían confiado previamente en la visión aterciopelada de la revolución suministrada por mencheviques y eseristas. Defendiendo que solamente una revolución socialista podía llevar a cabo la paz sin anexiones, la entrega de la tierra a los campesinos, el derecho de las naciones oprimidas a la autodeterminación, Lenin combatió intransigentemente a aquellos que querían constreñir el movimiento revolucionario a los límites de la “república democrática”, y esto incluyó a sectores de la propia dirección bolchevique. Su programa, que pronto se convertiría en la plataforma del Partido Bolchevique y de la revolución de octubre, ha pasado a la historia con el nombre de las Tesis de abril.97
¡Todo el poder a los sóviets!
La revolución fue una gran escuela para millones de obreros, campesinos y soldados. Los planes para la ofensiva militar en el frente occidental, las Jornadas de Julio, la represión contra los bolcheviques, el intento de golpe fascista de Kornílov... estos acontecimientos terminaron por inclinar la balanza definitivamente a favor de la política de Lenin y Trotsky. El apoyo al partido y al programa de la revolución socialista creció irresistiblemente en los sóviets, los regimientos y el campo.
Ante todo, los meses previos a la insurrección pusieron de manifiesto la importancia del factor subjetivo de la revolución, es decir, del partido y su dirección. La comprensión correcta de la situación del momento, la evaluación sobria de la correlación de fuerzas y la confianza en la clase obrera hicieron posible el triunfo de Octubre. La decisión final del Comité Central bolchevique fue la culminación de ese trabajo preparatorio. Después de que la mayoría de los sóviets obreros y campesinos, los regimientos y los cuarteles se hubieran pronunciado por el poder de los sóviets y contra el gobierno capitalista, las condiciones para la insurrección estaban maduras. En palabras de Lenin, “la historia no perdonará a los revolucionarios que puedan vencer hoy pero corren riesgo de perderlo todo si aguardan a mañana”.
El Comité Militar Revolucionario (CMR), organismo creado por los bolcheviques y encabezado por Trotsky, agrupaba a 200.000 soldados, 40.000 guardias rojos y decenas de miles de marineros. El 24 de octubre (7 de noviembre según el calendario vigente en Rusia en aquel entonces), las tropas del CMR, dirigidas desde el Instituto Smolny, trabajaron durante todo el día y toda la noche ocupando puentes, estaciones, cruces, edificios... Veinticuatro horas después, el Palacio de Invierno estaba tomado y el gobierno de coalición detenido. El último reducto del poder burgués había pasado a manos del CMR prácticamente de forma incruenta. Ese mismo día, el II Congreso de los Sóviets, con mayoría bolchevique y de los eseristas de izquierdas, tomaba el poder en sus manos y alumbraba al primer gobierno obrero de la historia. Los trabajadores, los campesinos y los soldados de Rusia habían dado el primer paso, habían enseñado a los obreros del mundo el camino a seguir, que era posible derrocar el capitalismo y empezar a construir una sociedad sobre nuevas bases.
“En el año 1917 —escribió León Trotsky—, Rusia pasaba por una crisis social muy grave. No obstante, sobre la base de todas las lecciones de la historia uno puede decir con certeza que, de no haber sido por la existencia del Partido Bolchevique, la inconmensurable energía revolucionaria de las masas se hubiera gastado infructuosamente en explosiones esporádicas y los grandes levantamientos habrían concluido en la más dura dictadura contrarrevolucionaria. La lucha de clases es el principal motor de la historia. Necesita un programa correcto, un partido firme, una dirección valiente y de confianza —no héroes de salón y de frases parlamentarias, sino revolucionarios dispuestos a ir hasta el final—. Esta es la principal lección de la revolución de Octubre”.98
Lenin nunca contempló la posibilidad de construir el socialismo aisladamente en un país agrícola y atrasado como la Rusia de 1917, pero tampoco era fatalista: aunque las condiciones objetivas para el socialismo no estaban maduras en Rusia, la victoria abría con fuerza la perspectiva de la revolución en Europa, particularmente en los países capitalistas avanzados, como Alemania. En un escrito del 8 de noviembre de 1918, Lenin reafirmaba la perspectiva internacionalista del bolchevismo:
“Desde el principio de la revolución de Octubre, nuestra política exterior y de relaciones internacionales ha sido la principal cuestión a la que nos hemos enfrentado. No simplemente porque desde ahora en adelante todos los estados del mundo están siendo firmemente atados por el imperialismo en una sola masa sucia y sangrienta, sino porque la victoria completa de la revolución socialista en un solo país es inconcebible y exige la cooperación más activa de por lo menos varios países avanzados, lo que no incluye a Rusia (...) Nunca hemos estado tan cerca de la revolución proletaria mundial de lo que estamos ahora. Hemos demostrado que no estábamos equivocados al confiar en la revolución proletaria mundial”.99
El internacionalismo de los bolcheviques no venía dado por sentimentalismos vacíos. ¡Era una cuestión de vida o muerte!
Las noticias de la revolución rusa y las medidas iniciales del gobierno soviético se propagaron como la pólvora entre la clase obrera europea y en los frentes, causando una profunda conmoción entre los combatientes. La semilla de la rebelión germinó en todos lados. En 1917 un motín masivo afectó a 54 divisiones del ejército francés, y en diciembre empezó una oleada de huelgas que culminó, en el mes de mayo, con una marcha de 250.000 trabajadores sobre Paris. Las huelgas en Gran Bretaña durante 1918 afectaron a más de un millón de trabajadores. En enero de 1918, 700.000 obreros de Austria-Hungría participaron en una huelga general a favor de las propuestas de paz de los bolcheviques; en febrero los marineros austro-húngaros se unieron a las protestas tomando por un tiempo el control de la flota de guerra.
Los bolcheviques consideraban la revolución rusa como una etapa de la revolución mundial. En consecuencia, el primer decreto del gobierno revolucionario fue una declaración a todos los pueblos del mundo a favor de un armisticio inmediato y de una paz democrática basada en la autodeterminación y la renuncia a las anexiones. Los bolcheviques publicaron inmediatamente los acuerdos secretos del gobierno Kerenski con los aliados y repudiaron los territorios que habían sido prometidos a Rusia.
El triunfo de Octubre tuvo un impacto mundial de alcance histórico. En Alemania, lejos ya los días de las despedidas festivas y entusiastas, de los engalanados desfiles militares y los discursos patrióticos, su recepción fue extraordinaria. Un sentimiento de rebelión se abrió paso también entre los obreros alemanes.
“Guerra a la guerra”
Durante la guerra imperialista, Lenin, como era habitual cuando trataba de subrayar un hecho trascendental —en este caso la traición de la dirección socialdemócrata al proletariado y la necesidad de levantar una nueva Internacional—, mantuvo una postura intransigente. Apeló al derrotismo revolucionario, “el mejor resultado es el triunfo de la burguesía enemiga”, propugnando la transformación de la guerra imperialista en guerra civil contra los capitalistas, y a la ruptura inmediata con la Internacional socialpatriota. Con esta posición pretendía educar a los cuadros en un espíritu internacionalista, rechazando toda política de colaboración con la burguesía y con el pacifismo pequeño burgués de Kautsky y sus seguidores.
Igual que Lenin, Rosa Luxemburgo mantuvo una posición intransigente, de principios, contra la guerra imperialista. Su obra principal de ese periodo, La crisis de la socialdemocracia, constituye una denuncia acerada de la bancarrota de la socialdemocracia, de su sumisión a la política imperialista de la burguesía y el Estado Mayor, que radiografía en sus mínimos detalles. En el texto fija como una meta irrenunciable la lucha por la paz entre los pueblos, “¡Guerra a la guerra”; pero su posición no era pacifista ni neutral. En sus Tesis sobre las tareas de la socialdemocracia internacional, incluidas también en el folleto, queda muy claro no sólo la crítica devastadora a los socialpatriotas y a los centristas (Kautsky, Haase y compaña); o la llamada a un reagrupamiento de las fuerzas que se han mantenido fieles a la bandera marxista dentro de la Internacional; también que la tarea de parar la guerra sería el resultado de la movilización revolucionaria de los trabajadores europeos contra el imperialismo y el capitalismo.100
Es cierto que Rosa Luxemburgo no planteó el problema de la lucha contra el centrismo con toda la amplitud necesaria en este texto, o que creía imposibles nuevas guerras nacionales en la era el imperialismo, lo que le valió una dura reprimenda por parte de Lenin. Pero las tesis de Rosa beben de la misma fuente que los materiales del líder bolchevique.
El enorme entusiasmo con que Lenin recibió siempre los llamamientos, las proclamas y los artículos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, no eran ninguna casualidad. Se sentía completamente identificado con la izquierda internacionalista alemana, en la que veía una de las columnas vertebrales de la nueva Internacional revolucionaria. En su trabajo, El socialismo y la guerra, Lenin escribe:
“(…) No cabe la menor duda de que la situación en la oposición socialdemócrata alemana reviste el mayor interés para todos los internacionalistas (…) Es el primero de los grandes partidos europeos en el que alzaron su vigorosa voz de protesta los camaradas que permanecen fieles a la bandera del socialismo. Hemos leído con alegría las revistas Lichtstrahlen y Die Internationale. Y con mayor alegría aún nos hemos enterado de la difusión en Alemania de llamamientos revolucionarios ilegales, como por ejemplo el titulado ‘El enemigo principal está dentro del propio país’ [escrito por Liebknecht]. Esto demuestra que el espíritu del socialismo vive entre los obreros alemanes, que en Alemania hay todavía hombres capaces de defender el marxismo revolucionario.
“(…) La revista Die Internationale tenía toda la razón al afirmar que en la izquierda alemana todo se halla todavía en un proceso de fermentación, que deben producirse aún grandes reagrupamientos y que en el seno de ella hay elementos más decididos y menos decididos.
“Nosotros, los internacionalistas rusos, no pretendemos, de ninguna manera, inmiscuirnos en los asuntos internos de nuestros camaradas de la izquierda alemana. Comprendemos que sólo ellos son verdaderamente competentes para definir sus métodos de lucha contra los oportunistas, de acuerdo con las condiciones de lugar y tiempo. Sólo estimamos que tenemos el derecho y el deber de expresar con franqueza nuestra opinión sobre la situación. Estamos convencidos de que el autor del artículo editorial de la revista Die Internationale tenía toda la razón al afirmar que el ‘centro’ kautskista causa más daño al marxismo que el socialchovinismo descarado. Quienes velan ahora las divergencias y predican a los obreros, bajo una apariencia de marxismo, lo mismo que predica el kautskismo, adormecen a los obreros”.101
En las cuestiones de fondo, las posiciones de Lenin y Rosa Luxemburgo convergían llamativamente.
La ruptura con la socialdemocracia
La guerra mundial planteó la cuestión de la nueva Internacional con toda crudeza abriendo un arduo debate en las filas de los internacionalistas. Y, como pasó con tantas discusiones, el estalinismo entresacó de los diferentes puntos de vista que se expresaron en aquellos años, nuevas faltas que añadir al expediente contra Rosa Luxemburgo. Según los acusadores, Rosa tardó demasiado en romper con la vieja socialdemocracia, y se negó a seguir el camino de Lenin.
Sobre esta cuestión vale la pena detenerse un poco. En primer lugar hay que señalar que Lenin nunca consideró la escisión de los revolucionarios con la Internacional socialpatriota como un acto meramente organizativo. El método de Lenin era atraer a la mayoría de los trabajadores que seguían a las viejas organizaciones socialdemócratas, incluidas las centristas, a la bandera comunista, con una política marxista consecuente, sin ultimatums, sin llamamientos sectarios, a través del trabajo paciente y enérgico en sus filas:
“(…) A pesar de todo, en muchos países hay elementos socialdemócratas revolucionarios. Los hay en Alemania, en Rusia, en Escandinavia (la influyente tendencia que representa el camarada Hoglund), en los Balcanes (el partido de los ‘tesniakí’ búlgaros), en Italia, en Inglaterra (una parte del Partido Socialista Británico), en Francia (el propio Vaillant reconoció en L’Humanité que había recibido cartas de protesta de los internacionalistas, pero no publicó íntegramente ninguna de ellas), en Holanda (los tribunistas), etc. Y la tarea del día consiste en unir a estos elementos marxistas —por poco numerosos que sean al principio—, en recordar en su nombre las hoy olvidadas palabras del verdadero socialismo y exhortar a los obreros de todos los países a que rompan con los chovinistas y se agrupen bajo la vieja bandera del marxismo.
“Las conferencias en torno a los llamados programas de ‘acción’ se limitaban hasta ahora a proclamar más o menos íntegramente un programa de pacifismo a secas. El marxismo no es pacifismo. Es indispensable luchar por el cese más rápido de la guerra. Pero la reivindicación de la ‘paz’ sólo adquiere un sentido proletario cuando se llama a la lucha revolucionaria. Sin una serie de revoluciones, la pretendida paz democrática no es más que una utopía pequeñoburguesa. El único programa verdadero de acción sería un programa marxista que dé a las masas una respuesta completa y clara sobre lo que ha pasado, que explique qué es el imperialismo y cómo se debe luchar contra él, que declare abiertamente que el oportunismo ha llevado la II Internacional a la bancarrota y que llame abiertamente a fundar una Internacional marxista sin los oportunistas y contra ellos. Sólo un programa así, que demuestre que tenemos fe en nosotros mismos y en el marxismo, y que declaramos al oportunismo una guerra a vida o muerte, podrá asegurarnos, tarde o temprano, la simpatía de las masas proletarias de verdad.
“(…) A nuestro juicio, la III Internacional debiera fundarse precisamente sobre esta base revolucionaria. Para nuestro Partido no existe el problema de si es oportuno o no romper con los socialchovinistas. Este problema ya lo ha resuelto de manera irrevocable. Para él sólo existe ahora la cuestión de realizar esa ruptura en un futuro inmediato, a escala internacional. Se comprende muy bien que para crear una organización marxista internacional es indispensable que en los distintos países exista la disposición a crear partidos marxistas independientes. Alemania, país del movimiento obrero más antiguo y poderoso, tiene una importancia decisiva. El futuro inmediato dirá si ya han madurado las condiciones para crear la nueva Internacional marxista. Si es así, nuestro Partido ingresará con alegría en esa III Internacional, depurada del oportunismo y del chovinismo. Si no es así, ello querrá decir que esa depuración exige todavía una evolución más o menos larga. Y entonces nuestro Partido formará la oposición extrema en el seno de la antigua Internacional, hasta que se cree en los diferentes países la base para una asociación internacional obrera que se sitúe en el terreno del marxismo revolucionario. No sabemos ni podemos saber cómo se desarrollarán las cosas en los próximos años sobre el plano internacional. Pero lo que sabemos a ciencia cierta, y estamos firmemente convencidos de ello, es que nuestro Partido, en nuestro país, entre nuestro proletariado, trabajará sin descanso en esa dirección y, con toda su actividad cotidiana, creará la sección rusa de la Internacional marxista (el subrayado es nuestro).”102
El problema no radicaba en que Rosa Luxemburgo se opusiera a una escisión mecánica y prematura del USPD. No hay nada rechazable en esta actitud de Rosa Luxemburgo y sus camaradas. Como luego se demostró en el transcurso de noviembre de 1918, las grandes masas de la clase obrera, la juventud y los soldados alemanes participaron en las primeras etapas de la revolución dirigiéndose a sus organizaciones tradicionales, tanto al SPD como al USPD. La cuestión central que se ventilaba era cómo construir las fuerzas del marxismo. La tarea fundamental era dar cuerpo a una organización de cuadros, sólidamente implantada en las fábricas, los sindicatos y los partidos de masas de los trabajadores, imbuida del espíritu revolucionario necesario para combatir a los socialchovinistas con los métodos proletarios de marxismo, y que pudiese transformarse en una organización más amplia hasta conquistar el apoyo de la mayoría de la clase obrera.
Crítica de la revolución rusa
Lenin tenía la absoluta convicción de que la revolución rusa sería la partera de la nueva Internacional proletaria, y obligaría a los internacionalistas de toda Europa y del resto del mundo a romper definitivamente con los socialpatriotas y los conciliadores tipo Kautsky. No se equivocaba. En el caso de Alemania, la revolución de octubre y el ejemplo de los bolcheviques causaron un tremendo impacto.
Todo lo que se ha escrito presentando a Rosa Luxemburgo como adversaria de los bolcheviques y extremadamente hostil a los “métodos” de la revolución rusa, dista mucho de ser verdad. Los ejemplos de solidaridad política y de respeto mutuo entre los dos revolucionarios son abundantes, aunque hayan sido interesadamente enterrados por los estalinistas y los socialdemócratas. Como señala Trotsky:
“…En su artículo Contribución a la historia del problema de la dictadura (octubre de 1920), Lenin, refiriéndose a los problemas del Estado soviético y de la dictadura del proletariado planteados ya por la revolución de 1905, escribió: ‘Figuras tan destacadas del proletariado revolucionario y del marxismo no falsificado como Rosa Luxemburgo apreciaron en el acto la importancia de esta experiencia práctica e hicieron un análisis crítico de ella en asambleas y en la prensa’. Por el contrario, ‘hombres del tipo de los futuros ‘kautskianos’ (...) revelaron una incapacidad completa para comprender la importancia de esta experiencia’. En unas cuantas líneas, Lenin rinde plenamente el tributo de su reconocimiento a la significación histórica de la lucha de Rosa Luxemburgo contra Kautsky, lucha que él mismo estuvo lejos de evaluar inmediatamente en toda su importancia.”103
Rosa Luxemburgo escribió un texto sobre la revolución rusa104 con toda una serie de consideraciones críticas que se convirtió, gracias a los manejos de los estalinistas y los socialdemócratas, en ariete de una leyenda que la muestra como una persona hostil al bolchevismo. Ese trabajo, realizado en condiciones extremadamente difíciles durante su confinamiento en la cárcel, sin mucha información a su disposición, sólo vio la luz una vez que fue asesinada, y por un acto de resentimiento de Paul Levi, ex dirigente de la Liga Espartaquista y del Partido Comunista Alemán (KPD), cuando rompió con la Internacional Comunista en 1922.105
Lo que ocultan deliberadamente los autores de esta leyenda, incluidos algunos que desde posiciones anarquistas se quieren apropiar de su figura, es el acercamiento visible, y bastante consciente, de Rosa Luxemburgo a las posiciones bolcheviques a medida que los acontecimientos revolucionarios en Alemania se desarrollaban. Pero no se trata siquiera de buscar ninguna justificación a lo que era una actitud de independencia de pensamiento, de búsqueda rigurosa de la verdad, aunque eso incluyese la comisión de errores. En este material crítico se puede observar, sin ningún género de ambigüedad, el apoyó entusiasta de Rosa Luxemburgo a los bolcheviques y al triunfo del octubre soviético:
“La fortuna de la revolución rusa dependía por entero de los acontecimientos internacionales, y el hecho de que los bolcheviques hayan condicionado por completo su política a la revolución mundial del proletariado es, precisamente, el testimonio más brillante de su perspicacia, de la solidez de sus principios y de la audacia de su política (…)
“En tal situación corresponde a los bolcheviques el mérito histórico de haber proclamado desde el principio y defendido con tenacidad férrea la única táctica que podía salvar a la democracia e impulsar progresivamente a las masas de obrero y campesinos, ponerlo en manos de los sóviets era, de hecho, la única salida de las dificultades en que se hallaba la revolución, era el tajo decisivo que permitiría cortar el nudo gordiano y ayudaría a sacar a la revolución del callejón sin salida, abriendo ante ella la perspectiva amplia de una expansión posterior sin límites. El partido de Lenin era, por tanto, el único que comprendía los intereses auténticos de la revolución en aquel periodo primero; era el elemento impulsor de la misma por ser el único partido que aplicaba una política verdaderamente socialista. Así se explica también que los bolcheviques, una minoría proscrita, calumniada y acosada por todos lados al principio de la revolución, pasaran en un tiempo mínimo a dirigirla concentrando bajo sus banderas a todas las verdaderas masas populares. El proletariado urbano, el ejército, el campesinado, así como los elementos revolucionarios de la democracia y el ala izquierda de los socialistas revolucionarios (…)
“El partido de Lenin fue el único que comprendió el mandamiento y el deber de un partido auténticamente revolucionario, el único que aseguró el avance de la revolución gracias a la consigna: todo el poder para el proletariado y el campesinado. De esta forma han conseguido resolver los bolcheviques la cuestión famosa de la ‘mayoría del pueblo’, que atormenta como una pesadilla a los socialdemócratas alemanes. Discípulos fervientes del cretinismo parlamentario, se limitan a aplicar a la revolución las trivialidades de su casa cuna parlamentaria: si se quiere conseguir algo hay que tener antes la mayoría. Lo mismo sucede con la revolución: primero tenemos que ser una ‘mayoría’. Sin embargo, la verdadera dialéctica de la revolución invierte el sentido de esa banalidad parlamentaria: no es la mayoría la que lleva a la táctica revolucionaria, sino la táctica revolucionaria la que lleva a la mayoría. Únicamente un partido que sabe dirigir, o sea, impulsar hacia delante, se gana a los seguidores en su avance. La decisión con que Lenin y sus camaradas han dado en el momento preciso la única consigna progresiva de todo el poder al proletariado y a los campesinos, han hecho que, casi de la noche a la mañana, su partido pase de ser una minoría perseguida, calumniada e ilegal, cuyo dirigente, como Marat, tenía que esconderse en los sótanos, a convertirse en el amo absoluto de la situación.
“Los bolcheviques se han apresurado, asimismo, a formular como objetivo de su toma del poder, el programa revolucionario más completo y de mayor trascendencia, es decir, no el afianzamiento de la democracia burguesa, sino la dictadura del proletariado a fin de realizar el socialismo. Así han ganado el merito histórico imperecedero de haber proclamado por primera vez los objetivos finales del socialismo como programa inmediato de la política práctica. Lenin, Trotsky y sus camaradas han demostrado que tienen todo el valor, la energía, la perspicacia y la entereza revolucionaria que quepa pedir a un partido a la hora histórica de la verdad. Los bolcheviques han mostrado poseer todo el honor y la capacidad de acción revolucionarios [de que carece] la socialdemocracia europea; su sublevación de octubre no ha sido solamente una salvación real de la revolución rusa, sino que ha sido, también, la salvación del honor del socialismo internacional (…)106
Las palabras anteriores no dejan duda de la consideración abiertamente favorable de Rosa Luxemburgo hacia los bolcheviques y la revolución de octubre. Sin embargo, el escrito plantea también otras discrepancias que deben ser tenidas en cuenta, pues en base a ellas la leyenda de una Rosa Luxemburgo antibolchevique y antileninista se ha ido tejiendo desde diferentes ángulos (socialdemócratas, estalinistas, anarquistas).
¿Cuáles eran las críticas que Rosa realizó a los bolcheviques en el poder? Los aspectos más relevantes son: 1) La política agraria. 2) La defensa de los bolcheviques del derecho de autodeterminación de las nacionalidades. 3) La disolución de la Asamblea Constituyente. 4) La cuestión de la democracia y el Estado obrero.
Rosa Luxemburgo criticaba que los bolcheviques hubieran aplicado el programa de los socialistas revolucionarios respecto al campo —el reparto de la propiedad—, y no el comunista—la nacionalización y socialización de la tierra—. Rosa expresaba así su postura:
“...la nacionalización de los latifundios, única que puede conseguir la concentración técnica progresiva de los medios y métodos agrarios de producción que, a su vez, ha de servir como base del modo de producción socialista en el campo. Si bien es cierto que no es preciso confiscar su parcela al pequeño campesino y que se puede dejar a su libre albedrío la decisión de aumentar su beneficio económico, primeramente mediante la asociación libre en régimen de cooperativa y, luego, mediante su integración en un conjunto social de empresa, también lo es que toda reforma económica socialista en el campo tiene que empezar con la propiedad rural grande y mediana; tiene que transferir el derecho de la propiedad a la Nación o, si se quiere, lo que es lo mismo, tratándose de un gobierno socialista, al Estado, puesto que solamente esta medida garantiza la posibilidad de organizar la producción agrícola según criterios socialistas, amplios e interrelacionados (…) la consigna de ocupación y reparto inmediato de las tierras entre los campesinos, lanzada por los bolcheviques...no solamente no es una medida socialista, sino que es su opuesto, y levanta dificultades insuperables ante el objetivo de transformar las relaciones agrarias en un sentido socialista.”107
La crítica de Rosa era fundamentada, pero como solía decir Lenin, utilizando una de sus citas favoritas tomadas del Fausto de Goethe, “gris es la teoría y verde es el árbol de la vida”. En condiciones favorables, la medida de la nacionalización de la tierra hubiera sido el medio más racional para elevar la productividad del trabajo agrario y favorecer una rápida acumulación de excedente agrícola. De esta manera, que duda cabe, se hubiera propiciado un rápido progreso de la economía socialista en su conjunto. Pero las condiciones de Rusia en 1917 no eran normales. La guerra había provocado una dislocación del aparato económico, y los campesinos, que hastiados de las promesas incumplidas de los eseristas y mencheviques se habían sublevado a partir de agosto de 1917 contra los terratenientes, depositaron sus esperanzas en los bolcheviques. En esas circunstancias, para mantener la alianza revolucionaria con el campesinado era necesario mostrar la máxima determinación para dar respuesta a sus aspiraciones, y estas estaban centradas en la toma y el reparto de las tierras. Hacer otra cosa, en ese momento crucial, hubiese significado enajenar el apoyo del campesinado a la revolución.
Lenin era perfectamente consciente de esta concesión, y de otras que hubo que hacer, pero las entendía como un fenómeno temporal y por supuesto fácilmente resolubles en la medida que el Estado obrero se consolidará y la revolución socialista se extendiera por la Europa industrial, especialmente en Alemania. De esta manera, el auxilio de las economías más avanzadas permitirían acabar con el atraso del campo ruso y a través de la llegada de maquinaria agrícola, de las modernas técnicas de explotación agropecuarias, de personal cualificado, se podría demostrar al campesinado, en la práctica y no sólo en la teoría, que la colectivización y la socialización de la tierra ofrecía muchas más ventajas que inconvenientes.
El desarrollo posterior de los acontecimientos siguió el curso más adverso de los que Lenin podía haber previsto. Con el fracaso de la revolución europea y el aislamiento de la revolución rusa, el problema campesino se hizo recurrente y las tendencias pequeño burguesas que el reparto de la tierra había alimentado, tal como Rosa advirtió en su escrito, se volvieron un obstáculo objetivo para el avance del socialismo. En el fondo, el problema seguía siendo el atraso material y la imposibilidad de resolver esa contradicción en el marco nacional. El socialismo no se puede construir en un solo país.
Sobre la puesta en práctica por los bolcheviques del derecho a la autodeterminación de las nacionalidades oprimidas por el zarismo, la posición de Rosa no era más que una continuación de sus errores anteriores:
“En lugar de prevenir a los proletarios para que vean en todo separatismo un puro ardid burgués, los bolcheviques han desorientado a las masas de todos los países periféricos con sus consignas y las han entregado a la demagogia de las clases burguesas; a través de esta reivindicación nacionalista han preparado y ocasionado la propia desintegración de Rusia y, de este modo, han puesto en manos del enemigo el cuchillo que éste hundiría en el corazón de la revolución rusa.”108
Lenin ya había combatido estas posturas en su célebre libro El derecho de las naciones a la autodeterminación.109 Lenin arranca su texto polemizando con Rosa Luxemburgo sobre el punto 9 del programa de los bolcheviques en el que se defiende el derecho a la autodeterminación. La esencia de la discrepancia era la siguiente: mientras Rosa Luxemburgo interpretaba que esa reivindicación ayudaba a los intereses nacionalistas de la burguesía polaca, Lenin argumentaba lo contrario: que la defensa del derecho a la autodeterminación, unido a otros puntos programáticos, era precisamente la mejor manera de contrarrestar la influencia del nacionalismo burgués sobre las masas, obreras y campesinas, de las nacionalidades oprimidas.
Ahora bien, la defensa de Lenin del derecho a la autodeterminación, que incluye el derecho a la separación, es solo una parte de la posición marxista sobre la cuestión nacional. Es importante remarcar que el derecho a la autodeterminación no significaba para Lenin alentar la independencia. Los bolcheviques luchaban de forma clara y rotunda contra cualquier opresión nacional y al mismo tiempo por la máxima unidad de la clase obrera:
“Acusar a los partidarios de la libertad de autodeterminación, es decir, de la libertad de separación, de que fomentan el separatismo, es tan necio e hipócrita como acusar a los partidarios de la libertad de divorcio de que fomentan el desmoronamiento de los vínculos familiares. Del mismo modo que en la sociedad burguesa impugnan la libertad de divorcio los defensores de los privilegios y de la venalidad, en los que se funda el matrimonio burgués, negar en el Estado capitalista la libertad de autodeterminación, es decir, de separación de las naciones, no significa otra cosa que defender los privilegios de la nación dominante y los procedimientos policíacos de administración en detrimento de los democráticos (…)
“Los intereses de la clase obrera y de su lucha contra el capitalismo exigen una completa solidaridad y la más estrecha unión de los obreros de todas las naciones, exigen que se rechace la política nacionalista de la burguesía de cualquier nación. Por ello sería apartarse de las tareas de la política proletaria y someter a los obreros a la política de la burguesía, tanto el que los socialdemócratas se pusieran a negar el derecho a la autodeterminación, es decir, el derecho de las naciones oprimidas a separarse, como el que se pusieran a apoyar todas las reivindicaciones nacionales de la burguesía de las naciones oprimidas. Al obrero asalariado tanto le da que su principal explotador sea la burguesía rusa más que la alógena, como la burguesía polaca más que la hebrea, etc. Al obrero asalariado que haya adquirido conciencia de los intereses de su clase le son indiferentes tanto los privilegios estatales de los capitalistas rusos como las promesas de los capitalistas polacos o ucranianos de instaurar el paraíso en la tierra cuando ellos gocen de privilegios estatales. El desarrollo del capitalismo prosigue y proseguirá, de uno u otro modo, tanto en un Estado heterogéneo unido como en Estados nacionales separados.”110
Sin una lucha consecuente contra la opresión nacional, sin un programa cuyos fundamentos se encuentran en “el derecho de las naciones a la autodeterminación” hubiera sido imposible para los bolcheviques ganar la confianza de las masas de las nacionalidades oprimidas —en su mayoría campesinas— para la causa de la revolución socialista y por lo tanto hubiera sido muy difícil que el octubre soviético hubiera triunfado. Así, las tesis de Lenin sobre la cuestión nacional superaron la prueba de la práctica. Con toda razón Trotsky defendió en su libro sobre la historia de la revolución rusa que “cualquiera que sean los destinos ulteriores de la Rusia soviética... la política nacional de Lenin entrará para siempre en el patrimonio de la Humanidad.”
Pero lo peor de la crítica de Rosa Luxemburgo en su folleto estaba reservado a la defensa de la “democracia” en la revolución. Rosa Luxemburgo estaba informada muy parcialmente, y carecía de datos veraces sobre las acciones de los mencheviques y eseristas contra el poder revolucionario y la colaboración de muchos de sus dirigentes con los generales blancos. Los párrafos de este apartado de su obra han sido divulgados, en muchos casos, por los partidos socialdemócratas, como la “prueba” definitiva del “espíritu democrático” del socialismo luxemburguista, frente al autoritarismo leninista que ya “presagiaba” lo que ocurriría después bajo el estalinismo.
La otra diferencia de Rosa Luxemburgo con los bolcheviques, que ha sido muy celebrada por los defensores de la democracia burguesa, fue su crítica a la disolución de la Asamblea Constituyente.
“Es un hecho innegable”, escribe Rosa, “que, hasta la victoria de octubre, Lenin y sus camaradas estuvieron exigiendo, con toda intransigencia, la convocatoria de una asamblea constituyente y que, precisamente, la política dilatoria del gobierno de Kerensky en este aspecto daba pies a las acusaciones de los bolcheviques, formuladas con los improperios más vehementes. En su interesante obrita De la revolución de octubre hasta el tratado de paz de Brest, Trotsky llega a decir que la rebelión de octubre había sido precisamente ‘una salvación para la constituyente’ y para la revolución en general. ‘Y cuando nosotros decíamos —continúa— que el camino hacia la asamblea constituyente no pasaba por el preparlamento de Tsereteli, sino por la conquista del poder por los sóviets, teníamos toda la razón. Sin embargo después de todas estas declaraciones, el primer paso de Lenin, luego de la revolución de octubre, resulta ser el desmembramiento de esa misma asamblea constituyente que había de traer la propia revolución”.111
Rosa proponía una suma de los sóviets (los órganos del poder obrero) más la Asamblea Constituyente (un órgano institucional burgués) lo que en esencia significaba reproducir el poder dual que se había desarrollado desde febrero hasta octubre: “Los sóviets son la base, pero también lo son la constituyente y el derecho al sufragio universal”.112 La lucha por la Asamblea Constituyente era una consigna democrático burguesa, pero esa fase de la revolución había sido ampliamente superada con el triunfo de octubre.
Irónicamente, este aspecto de la controversia se le presentó a Rosa en “términos alemanes”. Cuando la revolución avanzaba después del levantamiento de noviembre de 1918 y los dirigentes socialdemócratas oponían la consigna de Asamblea Constituyente a la de República socialista de los consejos propugnada por los espartaquistas, Rosa denunció la posición de los jefes centristas del USPD que, pretendiendo contentar a todos, lanzaron el eslogan de Consejos Obreros y Asamblea Nacional. “Quienquiera que ruegue por una Asamblea Nacional” escribió Rosa en un artículo del 20 de noviembre de 1918, “está degradando, consciente o inconscientemente, la revolución al nivel histórico de una revolución burguesa; es un agente camuflado de la burguesía, o un representante inconsciente de la pequeña burguesía”.
La polémica sobre este asunto se volvió a reproducir durante las sesiones del congreso de fundación del Partido Comunista Alemán en diciembre de 1918. En ese momento Rosa ya no cuestionaba la disolución de la Asamblea Constituyente en Rusia por parte de los bolcheviques, pero sí alertó a los militantes comunistas alemanes de querer realizar una mala copia de las tácticas bolcheviques al exigir la disolución y el boicot a la Asamblea Constituyente, convocada por Ebert y Scheidemann, sin antes contar con unos sóviets (consejos) dirigidos por los comunistas y un gobierno revolucionario como el de Lenin y Trotsky en Rusia.
Estas críticas, que hemos tratado sucintamente por lo que alentamos a leer el texto al completo, no impidieron señalar a Rosa Luxemburgo que la mayor parte de las carencias manifestadas por los bolcheviques había que achacarlas al aislamiento de la revolución rusa; y en ese asunto la socialdemocracia internacional era la principal responsable. Ese es el aspecto esencial que Rosa no dejó de remarcar y que algunos, muy interesadamente, olvidan:
“Los bolcheviques han demostrado que son capaces de hacer todo lo posible para un partido verdaderamente revolucionario al límite de las posibilidades históricas. Nadie debe pedirles milagros; porque un milagro sería que se pudiera realizar una revolución proletaria modelo irreprochable en un país aislado, agotado por a guerra mundial, agobiado por el imperialismo (…) Lo importante es distinguir lo esencial de lo inesencial, el meollo de lo ocasional, en la política de los bolcheviques (…) El problema más importante del socialismo no es esta o aquella cuestión menor de la táctica, sino la capacidad de acción del proletariado, la energía de las masas, la voluntad de poder del socialismo como tal. En este aspecto, Lenin, Trotsky y sus amigos son los primeros que han predicado con el ejemplo al proletariado internacional; son los primeros y, hasta ahora, los únicos que pueden decir, con Hutten: ‘¡Yo me he atrevido!’ (…) Este es el aspecto esencial y perenne de la política de los bolcheviques, a los que corresponde el mérito histórico imperecedero de mostrar el camino al proletariado mundial en lo relativo a la conquista del poder político y los temas prácticos de la realización del socialismo, así como de haber impulsado poderosamente el enfrentamiento entre el capital y el trabajo en todo el mundo... En este sentido, el futuro pertenece en todas partes al ‘bolchevismo”.113
En los meses posteriores a la redacción de este material, la revolución alemana se hizo presente. Rosa Luxemburgo fue liberada de prisión y se volcó con todas sus energías a participar en los acontecimientos. La experiencia práctica de aquellas jornadas gloriosas, la suministró nuevos enfoques y argumentos. Había reflexionado profundamente y sus posiciones fueron cambiando. Cuando la mayoría de sus viejos camaradas de armas en el SKPDiL estaban ya trabajando estrechamente con los bolcheviques, uno de los dirigentes polacos que más relación habían tenido con Rosa, Warszawski, le interrogaba sobre el poder soviético. En una carta de respuesta, fechada en noviembre de 1918, Rosa Luxemburgo le contesta lo siguiente:
“Si nuestro partido (en Polonia) está entusiasmado con el bolchevismo y al mismo tiempo se ha manifestado contrario a la paz de Brest y a su agitación con la consigna ‘autodeterminación de los pueblos’, se trata de entusiasmo aparejado con sentido crítico. ¿Qué más podemos pedir? Yo también he compartido todas tus reservas y dudas, pero las he abandonado en las cuestiones más importantes, y en otras no he llegado tan lejos como tu. Es cierto que el terrorismo [se refiere al terror rojo] denota una gran debilidad, pero va dirigido contra los enemigos internos que basan sus esperanzas en la subsistencia del capitalismo fuera de Rusia y que reciben de él apoyo y ánimos. Si se produjese la revolución europea, los contrarrevolucionarios rusos no sólo perderán este apoyo sino también —cosa mucho más importante— el valor. El terror bolchevique es ante todo una manifestación de la debilidad del proletariado europeo. Es cierto que la situación agraria creada es el punto más grave y peligroso para la revolución rusa. Pero aquí también se aplica esa gran verdad de que la revolución más grande sólo puede llevar a cabo aquello que está maduro. Esta herida sólo puede ser curada a través de la revolución europea. ¡Y ésta llegará!”.114
Paul Nettl, el autor de una de las biografías más completa y detallada de la revolucionaria polaca, también da su opinión al respecto:
“[Rosa Luxemburgo] siempre había postulado con la mayor energía que muchos de los malos aspectos de la revolución rusa se fundirían en el crisol de una revolución europea; el advenimiento de esa revolución alteraba automáticamente el contexto de la mayoría de sus observaciones. Con eso, los problemas que la habían preocupado en el verano de 1918 cesaban de ser tan importantes. El caso es que todas las pruebas señalan que estaba dispuesta y ansiosa por colaborar con los rusos, por aprender de su experiencia y agitar lo más vigorosamente que le fuera posible a favor de un enlace entre la Rusia revolucionaria y la Alemania revolucionaria.”115
Un águila del socialismo
Bajo la vida de Lenin y hasta el triunfo de la reacción estalinista, el bolchevismo se caracterizó por una intensa discusión ideológica. La idea de un partido monolítico apoyado en un régimen interno asfixiante y sin debate, en el que la dirección se arropa de una aureola de infalibilidad y el culto a la personalidad es el eje de la vida partidaria, forma en otra tradición ajena por completo a la del marxismo y a la del leninismo. Evidentemente, la escuela de falsificación estalinista se encargó también de manipular y tergiversar el pensamiento de Rosa hasta llegar a proscribirlo en la propia URSS bajo la acusación de “desviación trotskista”.
Las referencias negativas de Stalin hacia Rosa Luxemburgo no dejaron de reproducirse y utilizarse en todas las secciones de la Internacional Comunista burocratizada siempre que fuera necesario sacar el “bastón” para golpear a algún adversario. En su artículo Sobre algunas cuestiones de la historia de bolchevismo, escrito en 1931, Stalin, sin ningún escrúpulo, afirma lo siguiente:
“En 1905 se desarrollaron las discrepancias entre bolcheviques y mencheviques en Rusia sobre el carácter de la revolución rusa. Los bolcheviques defendían la idea de la alianza de la clase obrera con los campesinos bajo la hegemonía del proletariado. Los bolcheviques afirmaban que se debía ir hacia la dictadura democrática revolucionaria del proletariado y de los campesinos, con el fin de pasar inmediatamente de la revolución democrático-burguesa a la revolución socialista, asegurándose el apoyo de los campesinos pobres. Los mencheviques en Rusia rechazaban la idea de la hegemonía del proletariado en la revolución democrático-burguesa. A la política de alianza de la clase obrera con los campesinos, preferían la política de componendas con la burguesía-liberal, y tildaron a la dictadura democrática revolucionaria del proletariado y de los campesinos de esquema reaccionario blanquista, en pugna con el desarrollo de la revolución burguesa. ¿Qué actitud adoptaron respecto a estas discusiones los izquierdistas de la socialdemocracia alemana, Parvus y Rosa Luxemburgo? Inventaron un esquema utópico y semimenchevique de revolución permanente (imagen deformada del esquema marxista de la revolución) penetrado hasta la médula por la negación menchevique de la alianza entre la clase obrera y los campesinos, y lo contrapusieron al esquema bolchevique de la dictadura democrática revolucionaria del proletariado y de los campesinos. Más tarde, este esquema semimenchevique de la revolución permanente fue adoptado por Trotsky (y en parte por Mártov) y convertido en arma de lucha contra el leninismo”.116
Se ha escrito mucho sobre las divergencias “irreconciliables” de Rosa Luxemburgo y Lenin, pero un estudio serio y libre de prejuicios, tanto de su obra como de su militancia, no puede sino llevarnos a una conclusión: existe una comunidad incuestionable en el pensamiento político y la acción revolucionaria de ambos. Lenin jamás dudo de este parecer y siempre consideró a Rosa Luxemburgo una dirigente única del comunismo internacional.
Un veterano dirigente de la izquierda italiana, Lelio Basso, fundador del Partido Socialista de Unidad Proletaria en 1963, escribió un libro sobre el pensamiento de Rosa Luxemburgo. En la presentación refiere un hecho que es mucho más que una simple anécdota:
“En cuanto al grado de consideración que Lenin tenía por Rosa Luxemburgo, puede constatarse fácilmente por la presencia de gran cantidad de escritos luxemburguistas en su biblioteca, cuyo catálogo se ha publicado recientemente en Moscú [ofrece una larga y detallada lista de los escritos de Rosa presentes en la biblioteca de Lenin] (…) Había, en fin, otros ensayos de Rosa Luxemburgo comprendidos en recopilaciones de varios autores, dos volúmenes escritos en su honor y publicados respectivamente en Petrogrado en el año 1919 y en Moscú en 1921 (el primero también en honor de Liebknecht), una bibliografía rusa sobre Rosa Luxemburgo y Liebknecht, publicada en Petrogrado en 1922, un volumen de Zetkin sobre Rosa Luxemburgo, traducciones polacas, etc. Al menos doce de dichos volúmenes estaban en el despacho de trabajo de Lenin, o sea, entre los volúmenes que Lenin tenía siempre al alcance de la mano.”117
Para terminar. Lenin sabía muy bien lo que decía cuando se refería a Rosa Luxemburgo. Su bagaje teórico le permitía ver su grandeza y no obviar sus faltas, pero lo hacia a la manera de un revolucionario. La publicación del escrito de Rosa sobre la revolución rusa, provocó la siguiente reacción de Lenin:
“Paul Levi quiere hacer buenas migas con la burguesía —y en consecuencia con sus agentes, las Internacionales Segunda, y Segunda y media— publicando los escritos de Rosa Luxemburgo en los que ella se equivocó. A esto responderemos con una frase de una vieja fábula rusa: ‘Suele suceder que las águilas vuelen más bajo que las gallinas, pero una gallina jamás puede remontar vuelo como un águila’. Rosa Luxemburgo se equivocó respecto de la independencia de Polonia; se equivocó en 1903 en su análisis del menchevismo; se equivocó en la teoría de la acumulación de capital; se equivocó en junio de 1914 cuando, junto con Plejánov, Vandervelde, Kautsky y otros abogó por la unidad de bolcheviques y mencheviques; se equivocó en lo que escribió en prisión en 1918 (corrigió la mayoría de estos errores cuando salió en libertad). Pero, a pesar de sus errores fue —y para nosotros sigue siendo— un águila. Y no solamente su recuerdo será siempre venerado por los comunistas de todo el mundo, sino que su biografía y la edición de sus obras completas (con las que los comunistas alemanes se retrasan en forma inexplicable, lo que parcialmente se puede disculpar pensando en la insólita cantidad de víctimas que han registrado en su lucha) representarán una valiosa lección para la educación de muchas generaciones de comunistas de todo el mundo ‘Desde el 4 de agosto de 1914 la socialdemocracia alemana es un cadáver putrefacto’. Esa frase hará famoso el nombre de Rosa Luxemburgo en la historia del movimiento obrero.”118
NOTAS
68. Lenin realizó un amplio estudio que se ha convertido en un clásico: “Si fuera necesario dar una definición lo más breve posible del imperialismo, debería decirse que el imperialismo es la fase monopolista del capitalismo. Una definición tal comprendería lo principal, pues, por una parte, el capital financiero es el capital bancario de algunos grandes bancos monopolistas fundido con el capital de los grupos monopolistas de industriales y, por otra, el reparto del mundo es el tránsito de la política colonial, que se expande sin obstáculos en las regiones todavía no apropiadas por ninguna potencia capitalista, a la política colonial de dominación monopolista de los territorios del globo, enteramente repartido (...)” (V. I. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Fundación Federico Engels, Madrid, 2007, p. 98).
69. Lenin, La guerra y la socialdemocracia de Rusia. Marxist Internet Archive.
70. Rosario de la Torre, ‘Los problemas de la paz’, en Siglo XX Historia Universal, Temas de Hoy, Madrid 1997, t. 7, p. 8.
71. Víctor Serge, El año I de la revolución rusa, Siglo XXI Editores, México, 1983, p. 183.
72. El VIII Congreso se reunió en Copenhague del 28 de agosto al 3 de septiembre de 1910, y en él se reiteraron los planteamientos básicos de Stuttgart. Tras el estallido de la primera guerra balcánica de 1912, y ante el inminente peligro de guerra imperialista mundial, la Segunda Internacional celebró un congreso extraordinario en Basilea, que aprobó por unanimidad un manifiesto declarando que los obreros considerarían un delito disparar unos contra otros. Las resoluciones de estos congresos fueron votadas por una amplia mayoría, que incluía a los líderes más representativos de la Segunda Internacional. Pero en 1914, muchos de ellos se incorporarían como ministros en gobiernos de “unidad nacional” con la burguesía pocos días después del inicio de la guerra mundial.
73. Rosa Luxemburgo, La crisis de la socialdemocracia, Fundación Federico Engels, Madrid 2006 p. 11
74. Este pequeño núcleo de internacionalistas intentó agrupar sus fuerzas en dos conferencias celebradas en las ciudades suizas de Zimmerwald y Kienthal.
75. Gabriel Cardona, ‘Los horrores de la guerra’, en Siglo XX Historia Universal, t. 5, p. 80.
76. Pierre Broué, op. cit., p. 41-43
77. Ibíd., p. 70
78. Ibíd., p. 72-73
79. Karl Liebknecht, Antología de escritos, Icaria Editorial, Barcelona 1977, p. 134
80. Rosa Luxemburgo, La crisis de la socialdemocracia, p. 7
81. Para una información precisa y detallada de los diferentes grupos de oposición, de sus miembros más destacados y su localización geográfica, se puede consultar el libro de Pierre Broué, pp. 88-97.
82. Pierre Broué, op. cit., p. 100
83. Ibíd., p. 102
84. Nettl, op. cit., p. 473
85. Carta a Matilde Wurm, 28 de diciembre de 1916
86. Paul Nettl, op. cit., p. 475
87. Sebastián Haffner, La revolución alemana (1918-1919), Editorial Inédita, Barcelona 2005, pp. 21-22
88. Citada en Nettl, op. cit., p. 480.
89. Según Pierre Broué, “Kautsky y Bernstein sólo se decidieron a adherirse a la nueva organización, después de consultar con sus amigos, para servir de contrapeso a los espartaquistas y contribuir a limitar su influencia”
90. Haffner, op. cit., p. 23
91. Pierre Broué, op. cit., p. 106
92. La influencia de los bolcheviques sobre los alemanes emigrados en Suiza se acrecentó. Bajo la dirección de Willi Münzenberg, Jugend-Internationale se convierte en el portavoz de las tesis bolcheviques y de Lenin; los materiales encuentran un eco importante entre los jóvenes revolucionarios izquierdistas. Por su parte, Paul Levi, considerado por Lenin en esta época un “verdadero bolchevique”, aceptó la invitación de Zinóviev de entrar como representante alemán en la oficina de la “izquierda de Zimmerwarld”. Poco después del viaje de Lenin a Rusia, en abril de 1917, Levi vuelve a Alemania donde se incorpora a la dirección de la Liga Espartaquista. Karl Radek, otra de las cabezas de puente de los bolcheviques en Alemania, organiza la publicación de dos periódicos, Bote der Russischen Revolution y Russische Korrespondez - Pravda, para difundir en Alemania las posiciones bolcheviques y las noticias de la revolución rusa (Broué, op. cit., p. 113).
93. Citado en Nettl, op. cit., p. 478
94. Citado en Pierre Broué, op.cit., p. 93
95. Ibíd., p. 112
96. Ibíd., p 88-92
97. Las ideas esenciales de las Tesis se pueden resumir en los siguientes puntos: A) La guerra es imperialista, de rapiña. Es imposible acabar con ella, con una paz democrática, sin derrocar el capitalismo. B) La tarea de la revolución es poner el poder en manos del proletariado y los campesinos pobres. Ningún apoyo al Gobierno Provisional. No a la república parlamentaria, volver a ella desde los sóviets es un paso atrás. Por una república de los sóviets de diputados obreros, soldados y campesinos. C) Supresión de la burocracia, el ejército y la policía. Armamento general del pueblo. D) Nacionalización de todas las tierras y puesta a disposición de los sóviets locales de jornaleros y campesinos. E) Nacionalización de la banca bajo control obrero. F) La revolución rusa es un eslabón de la revolución socialista mundial. Hay que construir inmediatamente una internacional revolucionaria, rompiendo con la Segunda Internacional. Toda la producción política de Lenin entre los meses de abril y octubre supone una refutación de las teorías etapistas y frentepopulistas. Un documento que destaca es el folleto escrito en septiembre de 1917, La catástrofe que nos amenaza y como combatirla.
98. León Trotsky, Writings, 1935-36. Pathfinder Press New York, 1977 p. 166.
99. VVAA, En defensa de la revolución de octubre, Fundación Federico Engels, Madrid 2007, p 97.
100. Rosa Luxemburgo, ‘Tesis sobre las tareas de la socialdemocracia internacional’, en La crisis de la socialdemocracia, p. 129
101. V. I. Lenin, ‘El socialismo y la guerra (La actitud del POSDR ante la guerra)’, julio-agosto de 1915, en Obras Completas, Vol. 26, p. 359
102. Ibíd., p 360
103. León trotsky, ¡Fuera las manos de Rosa Luxemburgo!, 28 de junio de 1932
104. Rosa Luxemburgo, ‘La revolución rusa’, en Obras Escogidas, Ed. Ayuso
105. “Aquel célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado póstumamente con intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la Liga Spartacus y del KPD alemán, luego disidente y reafiliado al SPD—. Cabe agregar que Rosa cambió de opinión sobre su propio folleto al participar ella misma de la revolución alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para intentar oponer a Rosa frente a la revolución rusa y sobre todo frente a Lenin (de la misma manera que luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin o más cerca nuestro al Che Guevara contra la Revolución Cubana). Se quiso de ese modo construir un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación burguesa” (Nestor Kohan, Rosa Luxemburgo, una rosa roja para el siglo XXI, Centro de Investigación Juan Marinello, La Habana, 2001 p, 109)
106. Rosa Luxemburgo, La revolución rusa, pp. 119, 123, 125
107. Ibíd., p. 127
108. Ibíd., p. 134
109. V. I. Lenin, ‘El derecho de las naciones a la autodeterminación’, en Marxismo Hoy nº 6, Fundación Federico Engels, Madrid, 1999
110. Ibíd.
111. Ibíd., p. 136
112. Ibíd., p. 141
113. Ibíd., p. 147
114. Citado en Paul Frölich, op. cit., p 357
115. Nettl, op. cit., p. 526
116. www.marxists.org/espanol/stalin/1930s/sta1931.htm
117. Lelio Basso, El pensamiento político de Rosa Luxemburgo, Editorial Península, Barcelona 1976, p. 8
118. Extracto de ‘Notas de un periodista’, escrito por Lenin a finales de febrero de 1922. El ensayo apareció por primera vez en Pravda n° 86, del 16 de abril de 1924. Esta traducción está tomada de Lenin, Collected Works, volumen XXXIII