Prólogo a la primera edición mexicana
Para presentar la edición mexicana de Razón y Revolución es necesario justificar por qué he escrito un libro sobre filosofía marxista y ciencia moderna: ¿Qué relevancia tiene la filosofía para la ciencia? ¿Y qué relevancia tienen ambas para la sociedad y la política?
El año pasado tuve el privilegio de haber sido invitado a hablar en la Facultad de Ciencias de la UNAM, en la Ciudad de México, junto con dos de los más destacados expertos en teoría del caos. Ambos tuvieron la gentileza de elogiar Razón y Revolución y recomendarlo a sus estudiantes como una lectura obligada.
En la conferencia traté de explicar cómo ciertas tendencias generales en la sociedad encuentran su reflejo en la ideología, lo mismo ocurre incluso con la ciencia. También señalé que las ideas reaccionarias pueden expresarse en la ciencia, por ejemplo en teorías reaccionarias que intentan darle una base científica al racismo.
En última instancia, se trata de cuestiones filosóficas de gran importancia. Si adoptamos el punto de vista del idealismo filosófico, tenderemos a formular hipótesis científicas de un cierto tipo; si adoptamos el punto de vista materialista, nos haremos preguntas de un modo completamente diferente.
En los años recientes, la crisis de la ideología burguesa se ha expresado entre otras formas a través de un desplazamiento general hacia el idealismo, el misticismo y la superstición. Uno de los propósitos de este libro es identificar y combatir estas tendencias. Esta es también una cuestión filosófica.
Los antiguos griegos fueron quienes primero ensayaron la ruptura de temas relevantes con la religión. Los jónicos fueron los primeros en intentar explicar el universo sin recurrir a elementos sobrenaturales. Este es el verdadero inicio, tanto de la filosofía, como de la ciencia, las cuales, en ese entonces, eran una y la misma cosa.
Al leer a estos primeros filósofos materialistas, uno se asombra constantemente de lo mucho que entendían acerca de la naturaleza del universo. Descubrieron que el mundo es redondo, que el sol es una bola de metal incandescente, que la luz lunar es reflejo de la luz solar. Mucho antes que Darwin, descubrieron la evolución y llegaron a la conclusión de que el hombre desciende de un pez. Incluso descubrieron la existencia de los átomos y, con ello, sentaron las bases de la teoría atómica moderna. Y todo lo hicieron sin la ayuda de maquinaria ni aparato alguno, salvo de su cerebro.
De cualquier forma, después de 2.500 años aproximadamente en los que la filosofía actuó generalmente como estímulo para el desarrollo del pensamiento humano, se ha metido ahora en un callejón sin salida. En este mismo periodo, la filosofía, merecidamente, se ha ganado la animadversión general. Cuando se lee a los filósofos burgueses de los últimos cien años es difícil decidir qué es peor: la aridez del contenido o la manera intolerablemente pretenciosa con la que se expresan. El contenido es vano y trivial, tan superficial como un crucigrama. Aun así, hacen los más amplios aspavientos, pavoneándose y ridiculizando el pensamiento de los grandes filósofos del pasado, con la más pasmosa insolencia.
Los filósofos burgueses modernos se imaginan que han liquidado la vieja filosofía (o metafísica, como suelen llamarla desdeñosamente), pero su victoria imaginaria es como la de aquel sastrecillo valiente de los hermanos Grimm, quien mató a siete de un golpe. Las siete víctimas del sastrecillo fueron de hecho, moscas, no hombres. Nuestros filósofos modernos son, para usar una expresión alemana, simples flohknackers (aplastapulgas).
La pobreza de la filosofía burguesa moderna
Polonio: —¿Qué lee Milord?
Hamlet: —Palabras, palabras,
palabras.
(Shakespeare, Hamlet, Acto II, Escena II)
Durante décadas los positivistas lógicos presentaron sus ideas arrogantemente como la “filosofía de la ciencia”. Lo que conlleva una profunda ironía, ya que al mismo tiempo acusan al materialismo dialéctico (sin el mínimo fundamento) de aspirar a ser la “Reina de las Ciencias”. Ya en estos tiempos, nadie considera seriamente estos absurdos reclamos y menos que nadie, los mismos científicos, quienes nunca lo hicieron. Actualmente, se han reducido a atrincherarse en la retaguardia, peleando con una táctica desesperada, la cual consiste en la disolución total de la filosofía, reduciéndola enteramente a la semántica (estudio del significado de las palabras).
No hay nada que se parezca más a esta interminable discusión de minucias sobre los significados, que los debates sin fin de los escolásticos sobre temas tan fascinantes como si los ángeles tienen sexo y cuántos de ellos podrían bailar sobre la cabeza de un alfiler. Esta comparación no es tan absurda como parece. De hecho, aunque los escolásticos no eran tontos y avanzaron en los terrenos de la lógica y la semántica (como lo hacen sus equivalentes modernos), el problema es que, obsesionados con la forma, olvidaron el contenido. Mientras las reglas formales fueran obedecidas, el contenido podría ser tan absurdo como se quisiese.
El hecho de que a todo este jaleo, este fraude y todo este juego de palabras pueda dársele el nombre de filosofía es, a todas luces, una prueba de hasta qué punto ha decaído el pensamiento burgués moderno. Hegel escribió en su obra Fenomenología: “Por lo poco con lo que el espíritu humano se satisface, podemos juzgar la extensión de su perdición”. Un epitafio hecho a la medida de toda la filosofía burguesa después de Hegel.
Los filósofos burgueses modernos afirman haber resuelto todos los problemas filosóficos del pasado. ¿Cómo ha sido alcanzada esta inmensa hazaña? Analizando palabras. Esta victoria opaca pues, todas las batallas de las dos guerras mundiales, junto con las de Austerlitz, Waterloo y cualquier otra.
Pero, ¿qué es el lenguaje sino ideas que se expresan en el discurso? Si decimos que solo conocemos el lenguaje, lo único que estamos haciendo es reformular en un modo distinto la vieja y gastada noción del idealismo subjetivo que postula que solo podemos conocer ideas, más precisamente, mis ideas. Este es un camino filosófico sin salida, el cual, como Lenin explicó hace ya un siglo, solo puede desembocar en el solipsismo, es decir, la noción de que solo yo existo.
La idea —mejor dicho, el prejuicio— del intelectual que asigna a las palabras una importancia sobrenatural, solo es el reflejo de las condiciones reales de la existencia del intelectual. El albañil trabaja con ladrillos, el pintor con pintura, el herrero con hierro y el carpintero con madera. Él trabaja con palabras, que son el único material con el que sabe trabajar.
Con la ayuda de los materiales mencionados, los hombres siempre han transformado su mundo y controlado su medio ambiente. Y en la medida en que cambian el mundo alrededor suyo, los hombres mismos han cambiado también. Gradualmente se han erigido por encima del nivel de los animales y se han convertido en seres humanos. Es esta incesante actividad humana —esta creatividad que nace del trabajo colectivo— lo que nos ha hecho lo que somos. Es la base de todo el progreso, el conocimiento y la cultura humana.
Una vez que la conciencia humana se desarrolla a un cierto nivel, basado en la división social del trabajo, adquiere una vida independiente. Los sacerdotes y los escribas del antiguo Egipto eran conscientes del poder material de las ideas y las palabras, las cuales les dieron autoridad y poder sobre sus semejantes. La división de la sociedad en pensadores y hacedores data de aquellos tiempos, tal y como Aristóteles entendió bien.
Para el intelectual burgués la única realidad solo consiste en las palabras. Para él, realmente sucede que “en el principio fue la Palabra y la Palabra fue con Dios y la Palabra era Dios”. En la narrativa posmoderna lo es todo y solo podemos conocer el mundo a través de la palabra de los individuos. Aquí, el lenguaje no aparece como un fenómeno que conecta a las personas con el mundo, ni entre ellas mismas, sino como algo que separa y aísla. Es una barrera más allá de la cual no podemos saber nada.
El intelectual burgués —o pequeñoburgués— solo trabaja con las palabras. Ellas son el sustento que le dan el pan de cada día, llenan su vida y la proveen de trabajo y placer. Le animan o le derrumban, le dan reputación o se la quitan. Actúan como un encanto mágico, ya que los encantos y conjuros tienen que ser invocados en forma de palabras.
También le dan poder sobre otros seres humanos. En las civilizaciones más antiguas, algunas palabras eran tabú, así como las hay ahora. A los antiguos israelitas no se les permitía pronunciar el nombre de su dios. En estos días no nos es permitido pronunciar la palabra capitalismo, en su lugar, tenemos que decir “la economía de libre mercado”.
Desde los primeros tiempos, aquellas capas privilegiadas que han disfrutado el monopolio de la cultura han despreciado el trabajo manual. En Razón y Revolución pueden encontrarse citas de las palabras de los escribas egipcios, quienes aconsejaban a sus hijos seguir sus pasos, describían las actividades de los campesinos, constructores y otros que utilizaban sus manos para trabajar, como actividades aborrecibles. Estas citas expresan adecuadamente el prejuicio tan profundamente arraigado del intelectual hacia el trabajo manual.
De modo que la mistificación de palabras no es nada nuevo. Sus raíces se encuentran en la división entre el trabajo intelectual y el manual. Y esta ha adquirido su expresión final en la filosofía burguesa moderna. Difícilmente resulta sorprendente, teniendo en cuenta que el abismo que existe entre ricos y pobres, poseedores y desposeídos, “educados” e ignorantes, es más grande ahora de lo que fue en cualquier otra época de la historia.
Las masas han sido expropiadas no solo físicamente, sino también moral y culturalmente. El lenguaje científico es completamente inaccesible para la gran mayoría de los ciudadanos educados, no digamos para los que no lo son. Con la filosofía, la situación es aún peor, esta se ha atascado completamente en un pantano de oscurantismo terminológico, el cual, al compararlo con el de los escolásticos, hace que el de estos últimos sea un modelo de claridad.
La necesidad de la dialéctica
La filosofía burguesa moderna se ha vuelto árida y desanimada. Está completamente alejada de la realidad y muestra un completo descuido por la vida cotidiana de la gente común. Así que no es extraño que a su vez, la gente la trate con desprecio. Nunca antes la filosofía había parecido tan irrelevante como ahora. La total bancarrota de la filosofía burguesa moderna puede explicarse, hasta cierto punto, porque Hegel llevó la filosofía tradicional hasta sus límites, dejando así muy poco espacio para el desarrollo de la filosofía propiamente dicha. Pero la causa más importante que explica la crisis de la filosofía es el desarrollo de la ciencia.
Durante miles de años los seres humanos han intentado dar sentido al mundo en el que viven. Esta constante búsqueda de la verdad es una parte esencial del ser humano. Pero durante la mayor parte de nuestra historia, dichos intentos de comprender el funcionamiento del universo han estado desprovistos de las herramientas necesarias para hacerlo. El insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas, de la ciencia y la tecnología, implicaba que el único instrumento disponible fuera el cerebro humano —un instrumento verdaderamente maravilloso pero insuficiente para la tarea titánica que hay que cumplir—.
Es solo a partir de los dos últimos siglos, con la Revolución Industrial, cuando el desarrollo de la ciencia nos ha provisto de las herramientas necesarias para situar al estudio de la naturaleza sobre bases sólidas. En particular, los avances espectaculares de la ciencia y la tecnología en los últimos cincuenta años han ensombrecido todos los periodos de desarrollo anteriores.
En tales condiciones, las viejas especulaciones filosóficas acerca de la naturaleza, de la vida y el universo son ingenuas y hasta ridículas. ¿Ciertamente la ciencia se ha librado de la filosofía de una vez por todas? Engels responde afirmativamente a esta pregunta, pero añade que lo que permanece válido en la filosofía son la dialéctica y la lógica formal. La ciencia aún necesita una metodología que le permita desperdiciar el menor tiempo posible, cometiendo el menor número de errores posibles.
Es imposible comprender la historia sin el método dialéctico. Esto puede corroborarse en la historia de la ciencia misma. Un avance de gran relevancia en la aplicación del método dialéctico a la historia fue la publicación de The Structure of Scientific Revolutions, de T. S. Kuhn, en 1962. En este se demuestra que las revoluciones científicas son inevitables, mostrando aproximadamente el mecanismo de cómo es que esto ocurre. “Todo lo que existe merece perecer” es una frase que se aplica no solo a los organismos vivos, sino también a las teorías científicas, incluidas aquellas que aceptamos como absolutamente válidas hasta el día de hoy.
En los escritos filosóficos de Marx y Engels no encontraremos un sistema filosófico acabado, sino una serie de brillantes lineamientos y pistas que, de haber sido desarrolladas, hubieran provisto a la ciencia de una incalculable adición a su arsenal metodológico. Desafortunadamente, dicho trabajo nunca ha sido emprendido con la seriedad que requiere. Con todos sus colosales recursos, la Unión Soviética no lo consiguió. La maravillosa comprensión de Marx y Engels acerca de la filosofía y la ciencia, quedó en una fase muy primitiva de desarrollo.
¿Quiere decir esto que la dialéctica ha estado completamente alejada del desarrollo de la ciencia moderna? Definitivamente no. El desarrollo más reciente en torno a la teoría del caos, junto con todos sus derivados, las teorías de la complejidad y la ubicuidad, poseen un carácter claramente dialéctico y es un gran tributo a la vitalidad de la ciencia en México que estas cuestiones sean tomadas con tanta seriedad en este país.
Dialéctica de la naturaleza
Engels escribió que, en última instancia, la naturaleza funciona dialécticamente. La ciencia moderna, que es el tema central de este libro, nos ha suministrado una enorme variedad de ejemplos que prueban la validez de la dialéctica. Esto puede observarse en cada una de las ramas de la ciencia.
La dialéctica nos enseña a estudiar las cosas en su propio movimiento, no de manera estática; en su propia vida, no cuando ya están muertas. Cada desarrollo tiene sus raíces en estados previos, que, a su vez, se convierten en embrión y punto de partida de nuevos procesos —una red sin fin de relaciones, las cuales se refuerzan y perpetúan recíprocamente—. Ya antes Hegel había desarrollado esta idea en su Lógica y otros trabajos. La dialéctica nos enseña también a estudiar las cosas y los procesos con todas sus interconexiones. Esto reviste gran importancia como metodología en áreas tales como la morfología animal. No es posible modificar una parte de la anatomía sin producir cambios en todas las demás partes. Aquí hay también una relación dialéctica.
Así, se muestra que las fantasías de la ciencia ficción (y de la religión) son realmente imposibles. Por ejemplo, la idea tradicional del ángel —un hombre con alas—. Si una criatura de esa naturaleza hubiera existido realmente, no habría tenido la mínima relación con los bellos seres representados en las pinturas medievales. Las alas serían demasiado pesadas para aletear. Alas de esa envergadura requerirían de un enorme esternón (hueso pectoral), el cual saldría un metro fuera del pecho; necesitaría también piernas tan largas cual zancos. Esta criatura tendría entonces un espectro monstruoso, sin ningún parecido con los bellos ángeles que adornan las catedrales medievales. En cuanto a la ficción espacial, donde podemos ver cualquier cantidad de extrañas y maravillosas criaturas, entre las que podemos encontrar una nube que piensa, mejor no hablemos de ellas.
Los nuevos descubrimientos en la biología nos obligan a actualizar constantemente las teorías acerca del origen de la Tierra. Inclusive, en los diez años desde que Razón y Revolución se publicó, nuevas teorías han surgido. Es más probable que la vida en la Tierra haya comenzado a una edad muy temprana en el fondo del océano, en la forma de diminutos organismos, que se sustentaban de la energía volcánica, proveniente de las corrientes volcánicas submarinas. Estas formas primitivas de vida no requerían pues de la luz solar. Se desarrollaron en condiciones extremadamente hostiles. Esta diminuta bacteria, proveyó durante mucho tiempo a la atmósfera del oxígeno necesario para transformarla, y así crear las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida tal y como la conocemos. ¡Le debemos todo a esta humilde bacteria!
Es interesante observar cómo ciertas formas de vida en la naturaleza, que han dominado el planeta durante prolongados periodos, se han extinguido tan pronto como las condiciones materiales que determinaron su éxito evolutivo se modificaron. Es igualmente fascinante ver cómo estas especies dominantes han sido reemplazadas por otras que parecían insignificantes e, incluso por aquellas que no parecía que fueran capaces ni siquiera de sobrevivir.
Darwin visualizó la evolución como una curva suave en ascensión, sin interrupciones ocasionadas por cambios repentinos ni catástrofes. Sin embargo, la línea evolutiva se interrumpe por catástrofes periódicas, caracterizadas por la extinción de ciertas especies y el surgimiento de otras nuevas. Las especies que se han extinguido con mayor frecuencia son aquellas que fueron las supremas dominantes en los periodos previos. Este fue el caso por ejemplo de los enormes trilobites, que dominaron el antiguo océano durante millones de años, o de los dinosaurios.
En tales situaciones, quienes suelen emerger de la oscuridad para ocupar los nichos vacíos que dejó la desaparición de la especie previamente dominante, son las especies menores. Los pequeños mamíferos, que reemplazaron a los dinosaurios, ocupaban en la cadena alimenticia un escalafón menor, lejano al que encabezaba dicha cadena. Aun así, contenían de forma potencial el germen de importantes desarrollos futuros, incluyendo a la propia humanidad y su trabajo. De manera que en la evolución es común el caso en que, citando la Biblia, “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos”.
Las formas de vida evolucionan de manera que están bien adaptadas para tomar ventaja en un medio ambiente concreto, pero la misma especialización que coloca a las especies en un contexto evolutivo, se convierte en su contrario cuando las condiciones cambian. Y, como la vida misma, está frecuentemente a un paso del borde del caos, incluso cambios relativamente pequeños pueden producir consecuencias catastróficas. Este fenómeno lo hemos visto repetirse muchas veces durante millones de años de evolución.
Lo que es cierto para la naturaleza, lo es también para la sociedad. El capitalismo en sus orígenes fue un sistema socioeconómico históricamente progresista, que desarrolló los medios de producción, la industria y la tecnología, y por lo tanto impulsó el avance de la civilización. A pesar de los terribles crímenes que se cometieron a causa de este sistema —de los cuales el saqueo de Latinoamérica es uno de los episodios más horrendos—, el capitalismo jugó un papel progresista en el desarrollo de las fuerzas productivas, y por lo tanto estableció las bases materiales para una sociedad humana nueva y mejor. Sin embargo ese periodo ha llegado a su fin hace ya mucho tiempo.
Las “adaptaciones evolutivas” que originalmente permitieron al capitalismo desplazar al feudalismo y emerger como el sistema socioeconómico dominante, hace mucho que se ha vuelto en su contrario. Se ve en todos los síntomas que asociamos con un sistema socioeconómico en declive que se encuentra en estado terminal. En el periodo que ahora nos toca vivir, el sistema capitalista está destinado a la extinción.
La historia nos ha provisto de innumerables ejemplos de Estados aparentemente todopoderosos que han colapsado en un breve intervalo de tiempo. También muestra cómo posturas políticas, religiosas y filosóficas que eran condenadas de manera prácticamente unánime, se transformaron en los puntos de vista aceptados del nuevo poder revolucionario, que había tomado el lugar del antiguo régimen derrocado. El hecho de que las ideas del marxismo son las opiniones de una pequeña minoría en la sociedad actual, no nos causa preocupación. Cada gran idea en la historia, siempre ha nacido siendo una herejía.
Una nueva visión de la evolución
En el campo de la paleontología, la revolucionaria teoría del equilibrio puntuado de Stephen Jay Gould —actualmente aceptada como correcta en lo general— desechó completamente la vieja concepción de la evolución como un proceso lento y gradual, ininterrumpido, libre de catástrofes y saltos repentinos. Hemos señalado que las ideas del marxismo influyeron a Gould, en particular, por la obra maestra de Engels El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, a la cual elogió ampliamente. De hecho, Gould señaló que si los científicos hubiesen puesto atención a lo que Engels escribió, la investigación del origen de la humanidad se habría ahorrado un siglo de equivocaciones.
El punto de inflexión más grande en la ciencia biológica desde la publicación de nuestro libro ha sido sin duda alguna el proyecto del genoma humano. De un solo golpe ha demolido completamente las teorías reaccionarias del racismo, basado en teorías falsas, las cuales hemos criticado en Razón y Revolución.
Los resultados del proyecto del genoma humano deberían terminar también con la sinrazón del creacionismo. Deberían curarnos, de una vez y para siempre, de la arrogancia que durante miles de años ha incitado a que hombres y mujeres reclamen un lugar privilegiado en la naturaleza, basándose en la creencia de que podemos juguetear con fuerzas sobrenaturales (Dios) y, por tanto, escapar de nuestro destino mortal y lograr la “vida eterna”, la cual, con un estudio más detenido, tiene una asombrosa semejanza con la muerte eterna.
Aun así, de manera paradójica, es precisamente en este momento —cuando la marcha triunfal de la ciencia abre puertas antes cerradas, descubriendo todo lo que había permanecido oculto a nuestra vista— cuando el dominio absoluto de la religión y la superstición que se ejerce sobre millones de mentes de hombres y mujeres es más fuerte que nunca.
No obstante, aunque hace mucho tiempo que hemos salido de las cavernas y hemos alcanzado con dificultad la luz del día, los residuos de la barbarie todavía se mantienen ocultos en las sombras de la psique humana. En el rincón más oscuro y recóndito de la mente humana se encuentra acumulada toda la basura de los últimos cien mil años. El pasado se ha superado parcialmente, pero todavía no se ha archivado definitivamente en el museo de la prehistoria. La senil decadencia del capitalismo constituye una amenaza, no solo a la calidad de vida y a los derechos democráticos, también lo es para el futuro de la cultura y la civilización, propiamente dichas.
El siglo XX ha presenciado dos guerras mundiales, la segunda de ellas condujo a la muerte a más de cincuenta millones de personas y estuvo a punto de destruir toda la civilización. La locura del fascismo, con sus campos de concentración y sus cámaras de gas fue una monstruosa regresión a un estado primitivo. Todo esto mostró cuán superficial y frágil es el fino barniz de la cultura humana y qué fácil es convertir el progreso en su contrario.
En el prolongado periodo de ascenso capitalista que siguió a la Segunda Guerra Mundial, los defensores del “libre mercado” estaban convencidos de que las guerras y los estancamientos económicos eran cosa del pasado. Se pregonaba confiadamente que la humanidad había entrado en una nueva época dorada —una era de paz universal, prosperidad y democracia—. Estas ilusiones se reforzaron mil veces con el colapso de la Unión Soviética, lo que nos llevó al llamado “nuevo orden mundial”.
Los primeros años del siglo XXI han reducido inmediatamente esos sueños a cenizas. Lejos del paraíso prometido, vemos el periodo más turbulento de la historia reciente: guerras constantes, crisis e inestabilidad en todos los niveles. Los viejos demonios que la mayoría de la gente creía exorcizados para siempre han regresado: hambrunas, genocidio, campos de concentración, atentados suicidas y atrocidades de todo tipo ocupan las pantallas de los televisores diariamente a todas horas.
En un mundo así, la irracionalidad se convierte en norma, la racionalidad en excepción. Como una muestra de esta afirmación, podríamos citar al presidente de la nación más fuerte, más rica y científicamente más desarrollada del planeta —Estados Unidos— George W. Bush, un cristiano fundamentalista, cuyo conocimiento de literatura universal no se extiende más allá del primer capítulo del Génesis.
El Big Bang
Uno de los aspectos más controvertidos del libro, fue nuestra crítica a la teoría cosmológica del Big Bang. Se dice que sin duda alguna este modelo responde a muchas preguntas acerca del universo. Pero hay que tener en mente que hace falta comprobar ciertas hipótesis y que ciertamente no responde a todas las preguntas. De hecho, conforme pasa el tiempo, surgen más preguntas y nuevas discrepancias. Este proceso, que es tratado exhaustivamente por Kuhn, es igualmente aplicable a la cosmología en la actualidad.
La teoría del Big Bang se sustenta en un número creciente de entidades hipotéticas —cosas que nunca hemos visto—. La teoría del Big Bang no se sostiene si dejan de suponerse un conjunto de objetos y hechos de diversos tipos, tales como el campo de inflación, la materia oscura y la energía oscura. Sin estos, habría contradicciones fatalmente irreconciliables entre las observaciones hechas por los astrónomos y las predicciones de la misma teoría. En ningún otro campo de la física sería aceptada esta continua recurrencia a suponer nuevos objetos hipotéticos como una manera de salvar la brecha entre la teoría y la observación. Al menos, esto debería suscitar serias dudas acerca de la validez de la teoría subyacente.
La historia de la ciencia muestra que, incluso las teorías aparentemente más seguras y acogedoras, tales como la mecánica clásica newtoniana, la cual era universalmente aceptada por los científicos durante mucho tiempo como la última palabra, eventualmente se muestran como teorías incompletas y parciales. En una cierta etapa comienzan a surgir discrepancias que no pueden ser explicados. En un principio, estas son desechadas, considerándolas triviales o irrelevantes, pero eventualmente llevan al derrocamiento de la teoría establecida por un lado y a su reemplazo por otra nueva y revolucionaria, que permanece como teoría válida hasta que vuelven a surgir discrepancias y así sucesivamente.
No hay razón alguna para suponer que la situación presente en la cosmología y la física teórica sea diferente. Especialmente si tenemos en cuenta que el estudio del universo involucra un tremendo número de factores desconocidos. Nos estamos basando necesariamente en observaciones parciales del universo visible, como resultado de la falta de información se pueden introducir muchos errores. Hasta cierto punto, se puede generalizar un resultado apoyándose en modelos matemáticos abstractos y en resultados obtenidos de la física de partículas, etcétera. Sin embargo, en última instancia, estos resultados deben corroborarse con experimentos y observaciones. Dichos resultados no pueden sustituir a estos últimos.
En el pasado ha habido muchas teorías que han sido aceptadas sin ser cuestionadas por los científicos, pues parecía que explicaban ciertos fenómenos, sin embargo, resultaron ser falsas —el flogisto y el éter, por ejemplo—. Hay una sorprendente semejanza entre estas teorías y la idea de la “materia oscura y la materia fría”, la cual ha sido postulada por los partidarios de la teoría del Big Bang para poder explicar el hecho de que, simplemente, no hay suficiente materia en el universo visible para que concuerde con la teoría. De acuerdo con Eric Lerner y otros, la posición dominante de la teoría del Big Bang subyace más en el patrocinio que recibe que en el método científico. Científicos disidentes se reunieron recientemente para revisar la evidencia en la primera Conferencia de la Crisis en la Cosmología, en Monçao, Portugal. La teoría del Big Bang y el universo es incapaz de explicar ciertas observaciones cruciales. Recientemente treinta y tres científicos eminentes suscribieron una Carta Abierta a la revista New Scientists, atacando el hecho de que no han sido investigadas perspectivas alternativas a los problemas que no resuelve el Big Bang. Todo esto indica la insatisfacción entre algunos sectores acerca del estado actual de los acontecimientos en la cosmología. Lo que no debería sorprendernos.
Historia mexicana y cultura
La historia de lo que llamamos civilización (es decir, sociedad de clases) se caracteriza por el desarrollo del potencial productivo de la humanidad, del arte, la ciencia y la tecnología por un lado, mientras que, por otro, se caracteriza por la expropiación material y cultural de la gran mayoría de la humanidad.
En ningún país tanto como en México, la expropiación de la expresión cultural guarda un significado tan profundo y tan trágico. Antes de la llegada de los españoles, el pueblo mexicano había desarrollado una de las civilizaciones más grandes y sobresalientes del mundo. La causa de su ruina fue el oro —“el sudor del sol”, como lo llamaban los mexicalis—. “Tenemos una enfermedad que solo el oro puede curar”, solían decir los invasores antes de apoderarse de sus tierras y sus riquezas, al mismo tiempo que esclavizaban a la población. La misma enfermedad aflige hoy a todo el planeta y causa los mismos terribles resultados.
Fue una desgracia para el pueblo mexicano haber entrado en contacto con los europeos antes de que la acumulación primitiva de capital madurara. No hay necesidad de repetir la conocida historia de la violencia, traición y mentiras que Cortés y sus hombres practicaban. Moctezuma recibió con cortesía a los españoles, creyéndolos dioses, pero su hospitalidad fue traicionada inmediatamente. La vasta y próspera ciudad de Tenochtitlan fue quemada, saqueada y destruida despiadadamente.
Aunque los mexicalis alcanzaron un alto nivel de desarrollo social y cultural, no eran rival para las armas, el acero y los caballos españoles. Después de una corta e intensa guerra, los mexicalis fueron reducidos a la esclavitud y su sorprendente civilización destruida completamente. Cuauhtemoc, el último emperador, fue torturado con fuego para que revelara dónde se encontraba el oro, posteriormente fue colgado, cuando los españoles no encontraron las cantidades de oro que esperaban.
Los resultados del daño hecho en la conquista han sido incalculables. Cuando los españoles llegaron por primera vez a México, ese territorio era un estado floreciente con una población de veintidós millones. Ochenta años después, su cultura había sido destruida, su economía estaba en ruinas y su gente esclavizada.
El 90% de la población había perdido sus vidas, ya fuera siendo masacrados por los españoles y sus aliados, muriendo por hambre o enfermedades, como la viruela negra, que diezmaron comunidades enteras.
Genocidio cultural
Las actividades destructivas de los españoles pronto redujeron a un pueblo orgulloso a una abyecta condición de servidumbre y de desesperanza. La esclavitud física, fue acompañada con la desmoralización, la enfermedad, la depresión y el alcoholismo. Pero el genocidio cometido contra los nativos americanos no se limitó a su exterminio físico. Los conquistadores también se esmeraron en intentar destruir su arte, su religión y su cultura. Para poder erradicar cualquier huella de la cultura nativa, los españoles construyeron sus iglesias cristianas sobre las ruinas de las pirámides y los centros de culto.
Podemos apreciar la perfecta ejecución del arte mexicano precolombino, pero apenas podemos vislumbrar sutilmente la idea que subyace en este. Estas obras de arte son más que simples representaciones, son símbolos religiosos. Las impresionantes imágenes de dioses grabadas en las piedras contienen una idea. La serpiente por ejemplo, representa el renacimiento a través de su cambio de piel, conforme el cultivo crece y la experiencia renace, del mismo modo lo hace la serpiente.
Pero aquí, inmediatamente encontramos una contradicción. La enorme mandíbula de la serpiente se mantiene completamente abierta, lista para tragar todo lo que esté a su alcance. Ella lleva consigo la oscuridad y la destrucción —el fin de todas las cosas—. Esto es una representación del eterno ciclo de la vida y la muerte. Una perfecta representación artística de la unidad de contrarios, retratando el balance de la naturaleza. La vida no puede existir sin la muerte. De hecho, comenzamos a morir desde el mismo momento en que nacemos. Esta contradicción se encuentra presente en el corazón de todo el arte mesoamericano. Constantemente vemos la recurrencia de pares opuestos: vida y muerte, día y noche, la muerte es la puesta de sol, etc.
De una forma primitiva y mistificada, encontramos aquí de manera embrionaria los elementos del pensamiento dialéctico. Es una cándida forma de expresar las contradicciones reales que existen en todos los niveles de la naturaleza, el pensamiento y la sociedad. Es el amanecer de una conciencia genuinamente humana, esforzándose por comprender el funcionamiento del universo. Esta búsqueda aún no se ha liberado de la religión. En esta etapa tan temprana, el arte, la ciencia y la religión no son más que diferentes aspectos de una y la misma cosa.
Después de que los conquistadores esclavizaran a los mexicalis a sangre y fuego, las hordas de sacerdotes fanáticos descendieron sobre ellos cual plaga de langostas hambrientas, ávidos de almas cautivas. No conformes con el saqueo de las tierras y riquezas de los nativos americanos, se avocaron a destruir sus almas. La agonía de este extraordinario pueblo se transmite en los conmovedores versos de un poeta prehispánico:
El humo se levanta, la niebla se disipa
Lloren, amigos y sepan que por sus hazañas
Hemos perdido nuestra historia.
Groseros, ignorantes y altaneros con la cultura de los nativos, los españoles la pisotearon y aplastaron sin pensarlo un solo instante. Invalorables obras de arte fueron fundidas en lingotes de oro, perdiéndose por siempre para la humanidad. Parte del oro y la plata fue fundida nuevamente en enormes reliquias cristianas de muy poco o ningún valor estético. Recuerdo la indignación que sentí veinticinco años atrás, cuando me mostraron los retablos, cofres y otras piezas en la catedral de Cádiz. Similares monumentos grandiosos a la idiotez y el fanatismo que decoran las iglesias en otras ciudades españolas fueron hechos también con el arte de una cultura de muchos siglos de antigüedad.
Los mexicanos debilitados y traumatizados, fueron incapaces de prevenir este esclavismo, pero recurrieron a una táctica de resistencia pasiva, la cual en última instancia salvó importantes elementos de la tradición y la cultura de sus antepasados. Los escultores, artesanos y constructores mexicanos, quienes fueron obligados al arduo trabajo de la construcción de enormes iglesias y catedrales, monumentos triunfales para celebrar su propia servidumbre, obtuvieron la revancha introduciendo elementos nativos en el arte de los invasores cristianos. De esta forma, el espíritu de México, se preservó pese a todo.
Un potencial colosal
Tal vez no haya otro lugar en todo el planeta donde la idea de la dialéctica encuentre un eco tan profundo como en México. Es una tierra donde la revolución es tan natural como la respiración misma. La vibrante energía, que el pueblo mexicano ha mostrado durante toda su historia, proveniente directamente del mismo suelo mexicano, es inseparable de la tradición revolucionaria de México.
La revolución burguesa de 1910-17 ha sido el mayor punto de inflexión en la historia nacional. En muchos sentidos, marcó el nacimiento de México como nación, la cual había perdido más de la mitad de sus territorios con los Estados Unidos. Bajo la dictadura de Porfirio Díaz (quien acuñó la frase: “Pobre México, tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”), el país quedó dividido, de manera similar a la de los barones feudales, entre los terratenientes, algunos de los cuales acuñaban sus propias monedas y tenían sus propios bancos. La identidad nacional mexicana peligraba con ser completamente desarticulada. Entonces, la revolución salvó a México.
El espíritu revolucionario de México se puede apreciar no solo en su historia y su política, sino también en su arte, su escultura y su arquitectura. Recuerdo haberme impresionado por un gran mural pintado por Diego Rivera en el Palacio Nacional en la Ciudad de México. En él, podemos encontrar una impresionante representación de uno de los episodios más relevantes de la historia mexicana, ejecutado con gran espíritu y vitalidad. Los sacerdotes españoles y los guerreros mexicalis se codean con los conquistadores, mientras los trabajadores y campesinos mexicanos aparecen al lado de Carlos Marx, con El Manifiesto Comunista en sus manos. Esto es arte nacido de la Revolución.
El renacimiento del espíritu nacional no se limitó a las artes visuales. En el campo de la música, está Silvestre Revueltas y José Pablo Moncayo, cuyas composiciones llegaron para quedarse en la tradición de la música folklórica. La revolución dio pie también a una nueva literatura. Todo esto fue posible gracias a la revolución burguesa. ¡Solo basta imaginar los altos vuelos que los mexicanos podrían alcanzar basados en una revolución socialista!
A pesar de los innegables logros, evaluándolos en una escala histórica, la revolución burguesa falló en darle al pueblo de México el futuro que se merecía. Durante casi un siglo la burguesía ha dirigido a México ¿y qué es lo que ha conseguido? Las fuerzas productivas se encuentran estancadas, mientras que el campo está arruinado. En todas partes podemos ver pobreza y desempleo. La juventud se enfrenta a la disyuntiva: desempleo o emigración. ¿Y qué es lo que queda de la independencia nacional, cuando México está ahogado por el gigante del norte?
Una economía planificada socialista crearía la posibilidad de movilizar las fuerzas productivas de México —su tierra fértil, su industria, su ciencia y su tecnología— y, sobre todo, el enorme potencial creativo de su población para el propósito de transformar la sociedad. El colosal talento de los mexicanos, sus artistas, científicos, estudiantes, intelectuales, escritores y arquitectos florecería como nunca antes en toda la historia de este país tan rico, hermoso y maravillosamente diverso.