Ya sea la educación, la sanidad o la vivienda, bajo el capitalismo todo es un lucrativo negocio. Las personas dan igual, lo que importa es que empresarios sin escrúpulos sigan ampliando sus fortunas. La producción de alimentos no escapa de esta lógica.
Cómo producir alimentos abaratando los costes y extrayendo el mayor beneficio económico en este proceso, es un debate que la burguesía lleva afinando desde hace cuatro siglos.
Ya en el siglo XVII los fabricantes y economistas de la época, como explica el revolucionario Paul Lafargue en sus escritos sobre la caridad burguesa, buscaban fórmulas para sustituir el pan de trigo por pan con harinas más baratas, por eso abrazaron rápidamente la producción de patata en sustitución de este cereal, porque este era “demasiado caro” para simples obreros. Incluso hubo voces que propusieron sustituir la patata por la banana, un cultivo mucho más productivo, y así sucesivamente. El objetivo era y sigue siendo nutrir de forma barata a los trabajadores.
Desde entonces hasta ahora, evidentemente, la industria alimentaria ha evolucionado mucho y con la revolución en la técnica llegaron los alimentos ultraprocesados.
¿Qué son realmente estos productos? Comidas industriales fabricadas a partir de sustancias derivadas de alimentos o sintetizadas a partir de fuentes orgánicas pero que contienen poco o ningún sustento integral, fáciles de consumir, que sólo tienen que calentarse.
Estos productos tienen un alto contenido en grasas, sal y azúcares pero son pobres en fibras dietéticas, proteínas o nutrientes, u otros compuestos saludables. Pero son tremendamente rentables económicamente y más asequibles para las familias trabajadoras. Al venderse como muy atractivos al paladar y “muy cómodos”, al poder consumirse en cualquier momento y lugar (algo importante para quienes vamos corriendo de casa al curro y del curro a casa), llegamos a comerlos diariamente.
Una investigación del Centro Nacional para la Información Biotecnológica sobre 19 países europeos mostró que el 26,4% de las calorías adquiridas en estos hogares proviene de los ultraprocesados. En Estados Unidos aportaron casi el 60% de las calorías consumidas por los estadounidenses entre el 2007 y 2012.
Las grandes multinacionales que están detrás de este negocio
Vender algo que no es comida de verdad como sí lo fuera. Este es el eslogan que resume la historia de los ultraprocesados y de las grandes empresas que se han forrado con su producción y distribución.
Durante los años 80 en Estados Unidos, los grandes conglomerados tabacaleros como RJ Reynolds o Philip Morris adquirieron algunas de las mayores empresas alimentarias como Kraft, General Foods, Nabisco y Kool-Aid, las responsables de productos tan famosos como las salchichas Oscar Mayer o las galletas Oreo.
Estas compañías llevaban años y años perfeccionando sus técnicas de marketing para disimular los efectos nocivos del tabaco y hacerlo más atractivo para el gran público. Cogieron ese conocimiento y lo trasladaron a la industria de la alimentación: comidas de pésima calidad publicitadas como exquisitos manjares muy nutritivos. Para hacernos una idea, se estima que a día de hoy el 50% del precio de un alimento se destina al envasado y distribución, el 40% al marketing y sólo un 10% a los ingredientes para producirlo. No por casualidad, el sexto mayor anunciante del mundo en este terreno es Coca-Cola.
Lo que arrancó en los 80 como una “revolución” en nuestras comidas, por supuesto, contó con la aprobación de todos los Gobiernos capitalistas, que hicieron la vista gorda e incorporaron a sus comités de expertos y “organismos de vigilancia” a altos ejecutivos de estos grandes conglomerados empresariales.
Mientras unos hacían (y hacen) el negocio de sus vidas, los trabajadores y trabajadoras, quienes no llegamos a fin de mes, quienes temblamos cada vez que tenemos que ir al supermercado por los precios que nos encontramos, hemos sido arrojados a las garras de este monstruo. Por no decir que, las inmensas fortunas de estas empresas, se sustentan sobre la destrucción de ecosistemas enteros como el Amazonas o de desecar humedales para la fabricación de, por ejemplo, Coca-Cola. Los mismos que emplean a niños, como Nestlé. Y nadie les vigila. Nadie les para los pies.
Nuestra alimentación y nuestra salud están en manos de unos criminales. Sólo 10 empresas controlan la producción mundial de alimentos ultraprocesados, gracias a lo que amasan unas ganancias anuales de 359.4 mil millones de dólares. Se calcula que, estas 10 firmas, emplean a más de un millón de personas.
Pero a estos parásitos no les vale con controlar los mercados de países clave como EEUU o el Reino Unido, quieren más y más. Ahora, las grandes empresas alimentarias se están centrando en zonas emergentes como América Latina, Asia o África, donde sus ventas llevan creciendo años por encima del 10% anual.
La comida también es una cuestión de clase
Los ultraprocesados son un veneno que causa daños inmediatos en la salud. Son cientos los estudios que han observado una asociación entre el consumo de los ultraprocesados y un mayor riesgo de obesidad, diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares y, también, muerte prematura.
Los datos no dejan lugar a dudas. En los últimos 30 años los ultraprocesados se han asentado en el mercado alimentario. De 1980 a 2014, la proporción global de adultos con diabetes es más del doble entre los hombres y aumentó en casi un 60% entre las mujeres. Por poner un ejemplo de un país concreto, en Brasil en 1985 (donde los ultraprocesados suponían menos del 20% del consumo de calorías) la tasa de obesidad entre adultos era de un 8%. Tres décadas después, es del 22%.
Según un estudio de la Universidad de Tufts y de Harvard el consumo de este tipo de productos aumenta un 30% las posibilidades de padecer cáncer de colon y un 27% de morir por causas cardiovasculares.
Y mientras nos intentan vender que estas cifras son fruto de decisiones personales e individuales del consumidor, que “hay que hacer más deporte” o “mirar más lo que se come”, la realidad es que son consecuencia de la imposibilidad para mucha gente de pagar frutas y verduras, carnes y pescados frescos que permitirían dietas más equilibradas.
En el Estado español, hay más de seis millones de personas que sufren pobreza alimentaria, un 13,3% de hogares no tienen una dieta adecuada, y un 26% de la población reconoce que se salta comidas para ahorrar, porcentaje que alcanza el 41% en familias con ingresos inferiores a los 15.000 euros.
Bajo este sistema enfermo, incluso la comida es una cuestión de clase. Pero no podremos poner fin a esta contaminación alimentaria que sufrimos la clase obrera suplicando a las grandes multinacionales que, por favor, tengan más empatía social y produzcan mejor y más sano. A los ricos que se pueden pagar las mejores comidas y los productos de máxima calidad, nuestra salud les da igual.
Para garantizar una vida y alimentación dignas para el conjunto de la población, hay que exigir la nacionalización de estos grandes monopolios bajo control de los trabajadores. Sólo una industria planificada, donde no primen los beneficios de unos pocos sino la salud de la mayoría, podría poner todos los recursos materiales y técnicos que existen al desarrollo de productos verdaderamente saludables y que estén al alcance de todas y todos.
Fuentes:
Household availability of ultra-processed foods and obesity in nineteen European countries
Ultraprocesados: no lo llamemos comida porque no lo es
Association of ultra-processed food consumption with colorectal cancer risk among men and women: results from three prospective US cohort studies
El papel de la industria del tabaco en el consumo de alimentos ultraprocesados