El ascenso global de la extrema derecha está sacudiendo la conciencia de millones de trabajadores y jóvenes en todo el mundo. El brutal genocidio sionista contra el pueblo palestino, la ofensiva autoritaria de la Administración Trump y su discurso racista y anticomunista, la llegada de Milei o Meloni al poder en Argentina e Italia, o los éxitos parlamentarios de formaciones como AfD en Alemania y RN en Francia no solo producen un enorme impacto, plantean un desafío de vital importancia para el futuro de nuestra clase.
En el caso del Estado español, las provocaciones fascistas de Vox y su crecimiento electoral se unen a los pogromos racistas en Torre Pacheco, la violencia de los escuadristas nazis de Desokupa, y a ese compadreo y protección de todos los cuerpos policiales hacia las bandas fascistas… Nada de ello pasa desapercibido para miles de activistas.
La lucha contra el neofascismo llena las redes sociales de mensajes e imágenes, y ha desatado una intensa discusión en las filas de la izquierda militante. Para los comunistas revolucionarios es un debate fundamental en el que están implicadas cuestiones muy relevantes de la teoría y de la práctica del marxismo.
¿Por qué nos encontramos con este avance global de las fuerzas reaccionarias? ¿Cuáles son sus causas motrices? ¿Qué política es la más eficaz para derrotarlos? A continuación, abordamos un análisis marxista de las bases materiales de este ascenso, sus semejanzas y diferencias con el fenómeno fascista del siglo XX, y cómo aplicar hoy el frente único antifascista con un enfoque de masas, revolucionario y clasista.

Una amenaza real
El espectáculo nauseabundo ofrecido por Trump, Milei, Le Pen, Ayuso, Abascal, y muchos otros líderes de la extrema derecha y de la derecha “tradicional” celebrando entusiastamente la matanza sionista de cientos de miles de palestinos en Gaza, se ha convertido en una gran escuela de educación política. No se trata de un ejercicio memorialista sobre el holocausto judío o la dictadura franquista. Hoy asistimos a la retransmisión en directo de un genocidio. Millones de jóvenes y trabajadores están comprendiendo, no en los libros, sino en la práctica, el peligro que realmente representan estas ideas cuando se convierten en realidad.
La complicidad horripilante con el holocausto palestino no está desligada de otros hechos que se desarrollan en paralelo y beben de las mismas causas. En EEUU la actuación de un cuerpo policial como la ICE —cuyo funcionamiento poco envidia a las fuerzas paramilitares que sembraron el terror en Alemania e Italia durante los años veinte y treinta del siglo pasado—, las deportaciones masivas de migrantes y su internamiento en cárceles y campos de concentración de EEUU y Europa, la aprobación de leyes totalitarias o abiertamente antidemocráticas, o la intensificación de la represión policial y judicial contra la izquierda militante… no son circunstancias aisladas o accidentales, sino una tendencia que se replica en los países del capitalismo central, en aquellos donde aparentemente existe una democracia “consolidada”.
Vivimos una época marcada por una feroz lucha por los mercados, las materias primas y las rutas comerciales, en la que el otrora poder imperial de los EEUU se enfrenta, con resultados bastante sombríos, a la irrupción del coloso chino. Y este acontecimiento ha modificado profundamente la correlación de fuerzas mundial, las relaciones internacionales y la lucha de clases.
Si lo evaluamos en términos históricos, la etapa actual de barbarie capitalista se define por una desigualdad lacerante tras la destrucción del llamado estado del bienestar, por una permanente ofensiva privatizadora de los servicios públicos, por una especulación inmobiliaria que arrebata un derecho humano fundamental engordando un negocio de billones de euros. Un periodo en el que la catástrofe ecológica ha llegado a un punto peligroso de no retorno, y una nueva ola de guerras imperialistas, militarismo y rearme dirime la pugna por la hegemonía mundial.

La combinación de todos estos factores aporta una evidencia: el proceso de acumulación del capital se muestra cada vez más incompatible con los derechos democráticos que la lucha obrera arrancó en décadas pasadas. Esa es la base material sobre la que florece la extrema derecha e impulsa la fascistización del aparato del Estado, de la policía y la judicatura.
Por supuesto, no solo se trata de factores materiales y objetivos. Hay otros aspectos en el plano superestructural, ideológico, político, que se entrelazan con los anteriores para reforzarlos. Si en periodos socialmente convulsos las organizaciones sindicales y políticas tradicionales de los trabajadores se pliegan a la colaboración de clases y blindan la paz social, la reacción ideológica encuentra más espacio para expandirse.
Como abordaremos en detalle más adelante, las políticas capitalistas de la socialdemocracia internacional, y el fracaso de la nueva izquierda reformista (Syriza, Podemos, Die Linke, Corbyn, Sanders…), han allanado el terreno para este avance de las fuerzas reaccionarias. El discurso de “guerra cultural” contra el odio en las redes sociales, descartando la movilización obrera y la lucha de masas como herramienta central, es impotente frente la demagogia reaccionaria. Mucho más tras los experimentos ministeriales de esta nueva izquierda. Blanquear políticas que solo han beneficiado a los grandes poderes económicos y fácticos no ha contribuido en nada a la lucha contra la extrema derecha.
Volviendo a la situación actual. ¿Quién duda a estas alturas de que Trump o Milei, Meloni o Le Pen, Abascal o Ayuso si pudiesen, implantarían una dictadura totalitaria? Hasta ahora, sus deseos no se han podido materializar, y la razón es obvia: ni la correlación de fuerzas entre las clases, ni la actitud del movimiento obrero se lo permite, ni a ellos, ni al gran capital del que dependen.
Es importante no confundir los avances electorales de la derecha y la extrema derecha con la derrota aplastante que sufrieron los trabajadores europeos en los años treinta del siglo XX. Como prueban la elección del Mamdani como alcalde de Nueva York, las movilizaciones masivas de ‘No Kings’ que llenaron las calles de cientos de ciudades estadounidenses o la rebelión global contra el genocidio sionista en Gaza, que ha implicado manifestaciones multitudinarias país tras país y la convocatoria de paros generales en Italia y el Estado español… millones están sacando conclusiones políticas avanzadas y se mueven hacia la izquierda con mucha energía. Despreciar estos hechos es un error.
Pero si lo anterior es fundamental para trazar una caracterización correcta de la actual etapa, afirmar que está descartado el desarrollo de movimientos neofascistas de masas no solo es temerario, contradice la dialéctica materialista. La polarización social y política se expresa a derecha y a izquierda, y es un proceso vivo que no está zanjado.
No debemos jugar al escondite con la teoría. Considerar que las movilizaciones racistas y supremacistas de masas, como las de Tommy Robinson en Gran Bretaña, o que organizaciones como AfD en Alemania y el MAGA trumpista son fenómenos que no tienen nada que ver con el fascismo de los años treinta, tiene poco sentido. No hay que quedarse solo en las formas externas, sino analizar las tendencias de fondo que marcan estos procesos.
Lo mismo podemos decir de los que afirman que, debido a su carácter “interclasista” — pues reciben el apoyo y el voto de millones de trabajadores—, estos movimientos son incompatibles con el “fascismo tradicional”. Estos enfoques esquemáticos desembocan en la parálisis y arrojan por la borda valiosas aportaciones del marxismo revolucionario en la lucha contra el fascismo.

La contrarrevolución fascista en el siglo XX
León Trotsky en sus escritos de los años treinta señaló que las raíces del fascismo hay que buscarlas en la crisis orgánica del sistema capitalista en su fase de decadencia imperialista, marcada por la revolución y la contrarrevolución. En materiales excepcionales como Adónde va Francia, La lucha contra el fascismo en Alemania y decenas de otros artículos, de lectura obligada para cualquier militante comunista, analizó las causas del avance del fascismo:
“El capitalismo no sólo no puede dar a los trabajadores nuevas reformas sociales, ni siquiera pequeñas limosnas: se ve obligado a quitarle las que les dio antes. Toda Europa ha entrado en una época de contrarreformas económicas y políticas. Es precisamente por eso que los partidos reformistas democráticos se descomponen y pierden fuerza, uno tras otro, en toda Europa. (…) Los grandes fenómenos políticos tienen, siempre, profundas causas sociales.”[1]
Apoyándose en la farsa de la “división de poderes” y sacando partido a la representación “obrera”, utilizando el sufragio universal y las elecciones cada cuatro años, la democracia burguesa garantiza la elección periódica del Gobierno de la nación. Pero lo que realmente interesa es entender los intereses de clase que están detrás de esta fachada política. Como Marx y Engels escribieron “el Gobierno del Estado moderno no es más que una Junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”.
Esta Junta gestiona sí, pero el poder real sigue firmemente en manos de individuos a los que nadie vota, y que deciden con mano de hierro sobre las vidas de miles millones de personas. Los consejos de administración de los grandes monopolios y la banca, de los fondos de inversión, de las empresas de armamento, es decir, el capital financiero en su conjunto ejerce su dictadura, pero la hace de forma disimulada, interponiendo entre ellos y la sociedad el mito de la democracia parlamentaria.

La burguesía, propietaria de los medios de producción y de los modernos esclavos asalariados, toleran las formas democráticas a condición de que estas garanticen su poder. Cuando las contradicciones empujan a la sociedad burguesa a crisis revolucionarias, entonces la política parlamentaria y los iconos democráticos se convierten en un obstáculo para los capitalistas. Tolerar sindicatos, partidos obreros, huelgas, manifestaciones... se vuelve una carga insoportable.
El fascismo, como régimen político de la contrarrevolución burguesa, triunfó después de innumerables intentos del proletariado europeo por derrocar el capitalismo tras la Revolución rusa de 1917. El primer lugar fue Italia, donde Mussolini se hizo con el poder gracias al respaldo de la burguesía industrial y los terratenientes, la colaboración activa de la derecha conservadora y la monarquía, y los graves errores políticos de los socialistas del momento. Trotsky describió así su desarrollo y victoria:
“El fascismo italiano ha surgido directamente del levantamiento del proletariado italiano, traicionado por los reformistas. Después del final de la guerra, el movimiento revolucionario en Italia continuó acentuándose y, en septiembre de 1920, desembocó en la toma de las fábricas y los talleres por los obreros. La dictadura del proletariado era una realidad, sólo faltaba organizarla y ser consecuente hasta el final. La socialdemocracia tuvo miedo y dio marcha atrás. Después de esfuerzos audaces y heroicos, el proletariado se encontró ante el vacío. El hundimiento del movimiento revolucionario fue la condición previa más importante del crecimiento del fascismo (…)
A decir verdad, después de la catástrofe de septiembre, el proletariado era todavía capaz de llevar a cabo luchas defensivas. Pero la socialdemocracia sólo tenía una preocupación: retirar a los obreros de la batalla al precio de continuas concesiones. Los socialdemócratas confiaban en que una actitud sumisa por parte de los obreros dirigiría a la ‘opinión pública’ burguesa contra los fascistas. Además, los reformistas contaban incluso con la ayuda del rey Víctor Manuel. Hasta el último momento disuadieron con todas sus fuerzas a los obreros de luchar contra las bandas de Mussolini. Pero todo esto no sirvió para nada.
Siguiendo a la capa superior de la burguesía, la corona se puso del lado de los fascistas. Al llegar a convencerse en el último momento de que era imposible detener al fascismo por medio de la docilidad, los socialdemócratas llamaron a los obreros a la huelga general. Pero este llamamiento fue un fiasco. Los reformistas habían regado durante tanto tiempo la pólvora, temiendo que se incendiase, que, cuando por fin acercaron con mano temblorosa una cerilla encendida, la pólvora no prendió.
Dos años después de su aparición, el fascismo estaba en el poder. Reforzó sus posiciones gracias al hecho de que los dos primeros años de su dominación coincidieron con una coyuntura económica favorable, que siguió a la depresión de los años 1921-1922.
Los fascistas utilizaron la fuerza ofensiva de la pequeña burguesía contra el proletariado que estaba retrocediendo. Pero esto no se produjo inmediatamente. Una vez instalado en el poder, Mussolini avanzó por su camino con cierta prudencia: no tenía todavía un modelo preparado. En los dos primeros años ni siquiera fue modificada la constitución. El gobierno fascista era una coalición. Las bandas fascistas, durante este período, manejaban el bastón, el cuchillo y el revólver. Sólo progresivamente fue creándose el Estado fascista, lo que implicó el estrangulamiento total de todas las organizaciones de masas independientes.”[2]

Después de Italia el turno recayó sobre Alemania. La República de Weimar —nacida del aplastamiento en sangre de la república de los consejos de 1918-19 y los asesinatos de Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht y de miles de comunistas—, no logró estabilizar la sociedad alemana, atenazada por el saqueo imperialista que impuso el Tratado de Versalles, la ofensiva del capital nacional y la colaboración sumisa de la socialdemocracia.
Tras diferentes intentonas golpistas de la reacción monárquica, y crisis revolucionarias fracasadas, el desempleo se extendió entre millones de trabajadores y el empobrecimiento se apoderó de una parte significativa de las capas medias. Esas masas pequeñoburguesas, que podían haber sido ganadas a la causa del proletariado, dieron un bandazo violento a la derecha. En una sociedad en descomposición, los nazis consiguieron aumentar considerablemente su influencia entre ellas y el lumpenproletariado que poblaba las ciudades.
En las elecciones de septiembre de 1930, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) obtuvo 8.577.700 votos; el Partido Comunista (KPD), 4.592.100; y el partido nazi (NSPD) 6.409.600. Si el KPD incrementó su apoyo respecto a las elecciones de 1928 en un 40%, los nazis lo hicieron en un 700%. La crisis política y económica del capitalismo alemán y europeo pudrió las bases de la democracia parlamentaria acelerando la salida fascista:
“El régimen fascista —escribió Trotsky — ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado, desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la desesperación.
La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años (...) la victoria del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas (...) y demanda, sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras”.[3]

En las elecciones de noviembre de 1932 los nazis lograron la increíble cifra de 11.737.000 votos, aunque todavía la suma de lo logrado por el SPD, 7.248.000 votos, y del KPD, 5.980.000, superaban al partido de Hitler. En todo caso, estos resultados confirmaron que el respaldo de millones en las urnas no vale de mucho si no se cuenta con una política revolucionaria consecuente.
En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller y la burguesía le dio luz verde para aplicar su programa. El nazismo se hizo con el control del Estado utilizando la institucionalidad “democrática” de la república de Weimar. No necesitó de un golpe militar para imponer su dictadura, y no tuvo que enfrentarse a una respuesta de envergadura por parte de la socialdemocracia o del KPD.
Mientras que el SPD aceptaba la victoria hitleriana argumentando que era el fruto de la “legalidad electoral” y advertían a sus militantes de abstenerse de ninguna acción de protesta, los líderes estalinistas alemanes, atrincherados en la teoría sectaria del socialfascismo y aconsejados desde Moscú, seguían sin reconocer la gravedad de la situación contentándose en plantear que el triunfo de los nazis sería el preludio de la victoria comunista.
No hubo lucha armada a pesar de que el SPD y el KPD contaban con milicias que encuadraban a medio millón de obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el más fuerte de Europa, y los nazis completaron el trabajo aniquilando las organizaciones obreras. En febrero de 1933, Hitler disolvió el Reichstag después de incendiarlo y culpar a los comunistas, suspendió todas las garantías constitucionales, ilegalizó el KPD y encarceló a miles de sus militantes. La dictadura se consolidó, apoyándose en la plataforma parlamentaria de la república de Weimar.

En el caso del Estado español las cosas fueron diferentes. El Gobierno del Bienio Negro entre 1933 y 1935 intentó llevar a cabo un golpe de estado totalitario desde la legalidad republicana. Pero las aspiraciones de Gil Robles, el líder de la CEDA, de convertirse en el Mussolini español se vieron frustradas por el movimiento revolucionario de Octubre de 1934. La acción del proletariado asturiano fue decisiva para impedir un escenario semejante al de Alemania o Italia. Y esto convenció a la burguesía, a los terratenientes y a la Iglesia, de que la única opción para contener la revolución era el golpe militar.
Poco después, el 18 de julio de 1936, el general Franco y la inmensa mayoría de los mandos que integraban el Estado Mayor del Ejército —designados por los gobernantes republicanos a pesar de conocer perfectamente sus inclinaciones políticas— se sublevaron. Pero no tuvieron el éxito esperado y fracasaron en las principales ciudades: la clase obrera y los campesinos se armaron para frenar el fascismo iniciando la revolución socialista por todo el territorio republicano.
El proletariado español no solo disputó el poder de la oligarquía industrial y terrateniente, amenazaba directamente a las potencias fascistas que respaldaban a Franco y puso en cuestión los intereses imperialistas de esa burguesía francesa, británica y estadounidense, que lo último que querían era la victoria de una revolución como en Rusia.
El apoyo militar y financiero desde la Alemania nazi y la Italia fascista, la traición de las potencias capitalistas “democráticas” con la “No intervención”, y la política frente populista de los sucesivos Gobiernos republicanos saboteando la revolución social en marcha, fueron claves para aplastar a los obreros en armas e instaurar la dictadura sanguinaria de Franco.[4]

El fascismo no accedió el poder de la misma manera en Italia, Alemania o el Estado español. Obviamente la base social y las causas de su éxito tienen grandes paralelismos en los tres países. Pero ni los ritmos, ni los medios políticos que utilizaron para auparse al poder fueron iguales, y este hecho refuta ese formalismo “marxista” que intenta encuadrar fenómenos vivos y dinámicos dentro de moldes rígidos y esquemas preconcebidos.
La experiencia histórica de los años treinta, que no podemos analizar en profundidad en el espacio limitado de este artículo, confirmó el nefasto papel de los partidos socialdemócratas. Actuando como abogados “democráticos” del capital, su defensa incondicional de la institucionalidad burguesa, de su Estado, y su completa renuncia a la revolución, allanó el camino a la peste parda. Desgraciadamente, la traición socialdemócrata no se compensó a su izquierda.
El sectarismo de la Internacional Comunista (IC) bajo el control de Stalin, que impidió levantar un frente único antifascista con millones de obreros socialistas y desplegar una estrategia revolucionaria para tomar el poder, sembró la desmoralización y la parálisis en Alemania. Pero después del triunfo de Hitler se cometieron errores aún más graves. El ultraizquierdismo no fue corregido con una vuelta al programa del leninismo. En un nuevo giro de 180º, los dirigentes de la IC pasaron del “socialfascismo”, que afirmaba que socialdemócratas y fascistas eran hermanos gemelos, a la política menchevique de los Frentes Populares, es decir, a la colaboración directa con la burguesía, supuestamente “progresista”, para frenar al fascismo.
Las consecuencias de esta renuncia al socialismo en pro de alianzas con fuerzas burguesas, además de debilitar la acción revolucionaria de la clase obrera no hizo que las capas medias bascularan a la izquierda. El terreno quedó aún más despejado para las atrocidades nazi-fascistas y la Segunda Guerra Mundial.
Neofascismo, pequeña burguesía y proletariado
Rehusando utilizar clichés y fórmulas fáciles para analizar las perspectivas de la economía mundial o de la lucha de clases, Trotsky fue muy cuidadoso en sus consideraciones sobre el fenómeno del fascismo. Aunque señaló con claridad el peso trascendental de la pequeña burguesía para dar una fisonomía de masas al movimiento fascista, explicó que:
“Los obreros no están en absoluto inmunizados de una vez por todas contra la influencia de los fascistas. El proletariado y la pequeña burguesía se presentan como vasos comunicantes, sobre todo en las condiciones actuales (…)
Los empleados, el personal técnico y administrativo, ciertas capas de funcionarios constituyeron en el pasado uno de los apoyos importantes de la socialdemocracia. En la actualidad, estos elementos se han pasado o se están pasando a los nacionalsocialistas. Tras de sí pueden arrastrar, si no han comenzado a hacerlo ya, a la aristocracia obrera. Siguiendo esta línea, el nacionalsocialismo penetra por arriba en el proletariado.
De todas formas, su eventual penetración por abajo, es decir, por los parados, es mucho más peligrosa. Ninguna clase puede vivir durante mucho tiempo sin perspectiva ni esperanza. Los parados no son una clase, pero constituyen ya una capa social muy compacta y muy estable, que busca en vano sustraerse a unas condiciones de vida insoportables...”[5]
Muchos de los factores objetivos, y subjetivos, que dieron lugar al crecimiento del fascismo en el siglo XX están en desarrollo en la coyuntura actual. Por supuesto no se repiten de la misma manera, pero son las tendencias de fondo lo que nos importa considerar. También existen cambios no menores respecto a aquella época, comenzando por la desaparición de la URSS y el ascenso de una nueva potencia capitalista como China. Pero estos hechos diferenciales no evitan que tengamos que recurrir a un enfoque dialéctico para comprender el actual auge de las fuerzas reaccionarias globales.

El movimiento MAGA que lidera Trump descansa en una base incontestable: la decadencia imperialista de EEUU y el retroceso interno que ha sufrido la nación más poderosa del planeta. Trump moviliza millones de pequeños burgueses que miran a un esplendoroso pasado, y a los privilegios materiales que comportaba, y lo quieren recuperar a cualquier precio, incluida la utilización de la violencia y la extorsión imperialista. También ha logrado grandes éxitos electorales entre en amplios sectores de trabajadores, desmoralizados y desmovilizados, que han visto descender drásticamente sus niveles de vida por la destrucción de la industria y las políticas a favor de los grandes monopolios, que están furiosos con los demócratas por sus promesas incumplidas, por el “politiqueo” de Washington y el cínico lenguaje “progresista”.
Trump les ofrece a todos ellos una bandera de lucha, pero es importante no despistarse: este reaccionario representa ideológicamente a la parte más atrasada de la nación. Su tono antiestablishment es una cortina de humo para esconder los intereses de clase que defiende. Trump tiene sólidos apoyos entre la burguesía y la oligarquía financiera de Wall Street.
El arte político de Trump, como en el pasado el de Hitler y de Mussolini, consiste en lograr la unidad de la pequeña burguesía mediante una hostilidad rabiosa hacia el “comunismo” y el proletariado, incluyendo en ese odio a los trabajadores migrantes, que tienen asignado un papel semejante al de los judíos en los años treinta dentro la demagogia trumpista.

Este representante consumado del gran capital, imperialista acérrimo, ofrece a la pequeña burguesía y a sectores de loa trabajadores empobrecidos una soflama visceral, que combina los mismos elementos antiestablishment del discurso fascista tradicional (nacionalismo reaccionario, contra la casta de los partidos, contra lo políticamente correcto…), con el veneno del racismo, la islamofobia, el anticomunismo más feroz, el negacionismo climático, el machismo y la hostilidad hacia el feminismo, la comunidad LGTBI y las personas trans…
Trump es, sin discusión, el líder de la ultraderecha global al menos en el hemisferio occidental. ¿Quiere esto decir que puede imponer una dictadura fascista fácilmente partiendo de los mecanismos políticos que le brinda su actual presidencia? No, claro que no.
Pero decir esto no es suficiente. El 6 de enero de 2021 el líder republicano alentó un asalto violento de miles de sus partidarios al Capitolio en Washington. Fue un intento muy serio. De hecho los congresistas del partido demócrata tuvieron que huir y esconderse. Está acción, que recuerda por su ejecución al intento golpista de los fascistas franceses contra la Asamblea Nacional en 1934, contó con la colaboración de sectores de los servicios secretos, de los mandos policiales y del Pentágono.
Años después nadie ha pagado por este intento de golpe. En la considerada la mayor democracia del mundo, los pocos dirigentes fascistas y del Maga que fueron juzgados y condenados han sido amnistiados por el presidente en 2025. El instigador de estos hechos, el propio Trump, no ha sufrido condena alguna. Las bandas paramilitares que estuvieron detrás del asalto no han sido disueltas, y muchos de sus integrantes forman actualmente parte de la ICE.

Lo mismo podemos decir de otro querido amigo del mandatario norteamericano, el ex presidente de Brasil Jair Bolsonaro, instigador de un golpe militar para evitar el acceso a la presidencia de Lula después de su victoria electoral. En los planes de este fascista estaba asesinar a Lula y su familia. Los tribunales que lo han juzgado lo han demostrado y también la participación en la conjura de numerosos capitalistas y altos mandos del ejército. Si la burguesía brasileña no se decidió finalmente a dar su respaldo a los golpistas no fue por amor a la democracia, sino por el miedo a la reacción de las masas y a un vendaval revolucionario que lo barriera todo.
Es importante no perder de vista las diferentes caras de la realidad, y no caer en la unilateralidad.
Está fuera de discusión que Trump es un ardiente partidario del totalitarismo. Lo emplea en todos los terrenos: en sus negocios especulativos, en la forma en que ha depurado y disciplinado las filas del partido republicano, en la manera en que trata a sus oponentes, en su gobierno del día a día mediante cientos de directivas presidenciales, en cómo se relaciona con sus aliados europeos e impone aranceles comerciales al resto del mundo, en su apoyo incondicional al régimen sionista de Netanyahu... ¿Y tiene algo que ver este método totalitario, que se filtra en su legislación y en toda su actuación práctica, con el peligro de fascismo? Evidentemente, sí tiene que ver, por supuesto.
Si observamos la deriva gubernamental en EEUU, en Gran Bretaña, en Francia, Italia o Alemania, cada vez son más recurrentes los decretos que no pasan por los parlamentos, el incremento de la legislación represiva y del aparato policial, o la criminalización de la protesta social. No son elementos aislados, representan mecanismos poderosos de la gobernanza y señales crecientes de que la “democracia” burguesa estorba cada vez más para asegurar los beneficios capitalistas y los objetivos imperialistas.

Estas tendencias bonapartistas y totalitarias también se sucedieron en los años treinta antes del triunfo de las dictaduras fascistas, a diferente ritmo. Y esto tiene mucho que ver con la forma en que la burguesía se aproxima a los acontecimientos en momentos históricos concretos, cuando mantener su poder por los medios tradicionales, esto es “democráticos”, no da los resultados esperados.
Volviendo de nuevo la mirada hacia los años veinte y treinta. Lenin siempre utilizó un método dialéctico: “En la naturaleza y en la sociedad no existen ni pueden existir los ‘fenómenos puros’. Así no lo enseña precisamente la dialéctica de Marx, la cual plantea que el concepto mismo de pureza implica cierta estrechez, cierta unilateralidad del conocimiento humano, que no abarca completamente el objeto en toda su complejidad…”[6]
Ni hace noventa años, ni ahora, la burguesía se posiciona ante los grandes acontecimientos con esquemas ni con una actitud prejuiciosa. Sus tácticas varían en función de la correlación real de fuerzas entre las clases. Por supuesto, la democracia parlamentaria es una forma de dominación mucho más económica y menos sangrienta. Utilizar a los partidos socialdemócratas y los sindicatos les ha dado unos resultados fabulosos. Por eso cuidan tanto la “paz social”, y por eso invierten tantos recursos en asimilar a los dirigentes de la izquierda. Por cada euro o dólar que dedican a ello, recogen mil en la lucha de clases.
Pero no siempre este mecanismo funciona. La historia conoce momentos de grandes choques entre las clases y las naciones, de lucha interimperialista aguda, de revolución y contrarrevolución. Si somos rigurosos, hemos entrado de lleno en una época así.

El monopolio del poder durante más de doscientos años ha enseñado a la burguesía a manejar con maestría el método de las aproximaciones, sobre todo cuando están en juego sus intereses fundamentales. Este método, inevitablemente, provoca divisiones y fracturas internas, porque no todos los sectores de la clase dominante tienen la misma visión siempre. Trotsky lo explicó así en 1932 al referirse a Alemania:
“La gran burguesía alemana, hoy, vacila; está dividida. Los desacuerdos internos son solamente sobre el tratamiento a aplicar a la crisis social actual. La terapia socialdemócrata repugna a una parte de la gran burguesía, ya que sus resultados son inciertos y trae consigo el riesgo de unos costes demasiado elevados (impuestos, legislación social, salarios). La intervención quirúrgica fascista le parece a la otra parte demasiado arriesgada y no justificada por la situación.
En otras palabras, la gran burguesía financiera en su conjunto vacila en cuanto a la apreciación de la situación porque no encuentra todavía razones suficientes para proclamar el advenimiento de su “tercer período”, en el que la socialdemocracia debe imperativamente ceder el puesto al fascismo; además, todos saben que, después del arreglo general de cuentas, la socialdemocracia será recompensada por los servicios prestados con un pogromo general. Las vacilaciones de la gran burguesía —a la vista del debilitamiento de los grandes partidos— entre la socialdemocracia y el fascismo son el síntoma más evidente de una situación prerrevolucionaria. Es evidente que estas vacilaciones terminarán sobre la marcha desde el momento en que aparezca una situación realmente revolucionaria.”[7]
Analizando la experiencia italiana y alemana de los años treinta, y en parte también la española, sabemos cómo empezó la ofensiva contrarrevolucionaria del capital: no con el fascismo, sino recurriendo a Gobiernos bonapartistas que, sin destruir abiertamente los mecanismos parlamentarios, imponían una legislación reaccionaria para socavar las reformas sociales y golpear al proletariado y sus organizaciones. Estos Ejecutivos, que respondían invariablemente a los dictados del capital financiero, se apoyaban en el aparato del Estado, en los jueces y la policía para elevarse por encima de la nación e intervenir directamente en los acontecimientos sin necesidad de la mascarada parlamentaria.
Por supuesto las comparaciones históricas, como las citas de los clásicos del marxismo, solo sirven hasta cierto punto; si se emplean de una manera absoluta y mecánica conducen a repetir errores que ya conocemos. Su utilidad está en el método dialéctico que brindan para abordar fenómenos políticos complejos.
Ahora mismo, poderosas secciones de la clase dominante estadounidense no quieren liquidar la “democracia” parlamentaria, pero se inclinan o apoyan la agenda política totalitaria de Trump porque les es altamente beneficiosa: descarga un golpe violento contra la clase obrera, sus derechos democráticos y laborales, y esto facilita mucho la acumulación de capital. En segundo lugar, la agenda imperialista de Trump abre nuevas perspectivas al capitalismo estadounidense, que no puede renunciar a su posición hegemónica, aunque esto implique emplear una violencia descomunal.

Algunos ingenuos se creyeron lo que Trump y los teóricos del MAGA proclamaron a los cuatro vientos: que volverían su mirada al interior de EEUU y se despreocuparían de la política internacional. ¡Que lección más grande para estos incautos, entre los que hay algunos autodenominados “teóricos” marxistas!
Cómo se moverá la clase dominante estadounidense en el futuro no lo sabemos a ciencia cierta. Por ahora nos están ofreciendo señales muy concretas: han desatado un pandemónium de rearme, intervenciones imperialistas, apoyo incondicional al genocidio sionista en Gaza, incluyendo una farsa de paz para convertirse nuevamente en la potencia colonial de todo Oriente Medio, y alientan una batalla desesperada y frontal contra China. Al mismo tiempo, e inevitablemente, amplios sectores de la burguesía estadounidense conviven sin el menor problema con los ataques a la constitución y a los derechos democráticos.
Lógicamente los capitalistas de EEUU, como de cualquier otro país, saben que la polarización social y política se mueve a derecha e izquierda. No son tontos. Están observado fenómenos de radicalización a la izquierda que no veían en décadas. Por tanto, lo que suceda a corto y medio plazo no lo decidirá ningún plan preestablecido de antemano, sino la dialéctica de la lucha de clases y la perspectiva real de la revolución socialista.
Las movilizaciones multitudinarias contra el genocidio, las históricas manifestaciones de ‘No King’—que sumaron más de siete millones de personas en cientos de ciudades— o el triunfo del socialista Zohran Mamdani en las elecciones a la alcaldía de Nueva york, demuestran que la temperatura social está alcanzando un punto de ebullición. Esto profundizará las divisiones de la clase dominante estadounidense, y seguramente aumentará las simpatías de muchos capitalistas por la estrategia trumpista.

Las formaciones populistas de extrema derecha, como hemos explicado anteriormente, obtienen un apoyo social y electoral fundamental de la pequeña burguesía. Hay capas medias arruinadas sí, pero también hay millones que están haciéndose de oro con la explotación de la mano de obra migrante en la hostelería, el turismo, el sector agropecuario, o que se forran como caseros rentistas… Todos ellos miran a Donald Trump, a Nigel Farage, a Milei, a Meloini, a Le Pen y Abascal como su tabla de salvación o la garantía de sus privilegios materiales.
El discurso del odio racista de la extrema derecha se está consolidando como un eje de su programa en todo el mundo, y no es casualidad. Por un lado, mantener sin derechos laborales y ciudadanos a millones de trabajadores migrantes permite extraer una tasa de plusvalía formidable; por otro, criminalizar a la inmigración por el desempleo, la disminución de los salarios y la degradación de los servicios públicos es un anzuelo atractivo, sobre todo cuando la izquierda institucional abandera los recortes y la austeridad.
Esto no se limita a EEUU y Europa. En Latinoamérica el discurso contra los migrantes se extiende con fuerza en Chile, Perú, Brasil, Argentina... En India, el Gobierno reaccionario, islamófobo y fundamentalista hindú de Modi está promoviendo deportaciones de migrantes musulmanes al mejor estilo Trump. En Japón está avanzado un partido con posturas similares a la ultraderecha xenófoba europea, al igual que en Filipinas y otros países. También en África.

Es importante una caracterización precisa del momento actual si queremos trazar perspectivas correctas que nos sirvan de guía para la acción. No estamos afirmando que el fascismo, ni tampoco el bonapartismo, se hayan impuesto y generalizado como las formas políticas de la dominación burguesa. Incluso donde las organizaciones y movimientos populistas de extrema derecha han llegado al Gobierno, sus medidas, que son auténticas declaraciones de guerra al proletariado, están desatando una respuesta masiva.
Pero minusvalorar el desarrollo de este fenómeno, o negar que puedan hacerse con una base de masas consistente para plantear una ofensiva general, como ha pasado con el Gobierno sionista de Netanyahu, un régimen semidictatorial, bonapartista y militarista recubierto de una fina envoltura parlamentaria, es ponerse una venda en los ojos.
Las expresiones políticas del neofascismo emergente del siglo XXI no tienen que tener la estética del siglo XX, pero en su contenido y objetivos las simetrías son evidentes.
Insistimos. La democracia formal, parlamentaria, todavía subiste como el medio de dominación general de la burguesía en los países capitalistas e imperialistas. Pero debemos observar este hecho no de manera estática sino en su evolución. La democracia burguesa está sufriendo una erosión muy seria en las naciones del capitalismo central, aunque la liquidación del parlamentarismo, y su reemplazo por regímenes fascistas, no se puede lograr fácilmente ni de un día para otro.
Culminar una contrarrevolución tan profunda implica someter y aplastar a la clase obrera después de combates muy intensos. Y lo que tenemos en estos momentos es una feroz resistencia del proletariado y la juventud en numerosos países, que muestra su vitalidad en forma de huelgas generales y movimientos de carácter incluso insurreccional. A pesar de la propaganda mediática, millones están girando a la izquierda buscando una salida revolucionaria.

En cualquier caso. La lucha contra la extrema derecha y el neofascismo exige un método de análisis materialista. Por eso vale la pena recordar estas palabras de Trotsky:
“El pensamiento marxista es dialéctico: considera todos los fenómenos en su desarrollo, en su paso de un estado a otro. El pensamiento del pequeño burgués conservador es metafísico, sus concepciones son inamovibles e inmutables, entre los fenómenos hay tabiques impermeables. La oposición absoluta entre una situación revolucionaria y una situación no revolucionaria es un ejemplo clásico de pensamiento metafísico, según la fórmula: lo que es, es; lo que no es, no es, y todo lo demás es cosa del demonio.
En el proceso histórico se encuentran situaciones estables, absolutamente no revolucionarias. Se encuentran también situaciones notoriamente revolucionarias. Hay también situaciones contrarrevolucionarias (¡no hay que olvidarlo!). Pero lo que existe, sobre todo, en nuestra época de capitalismo en putrefacción, son situaciones intermedias, transitorias, entre una situación no revolucionaria y una situación prerrevolucionaria, entre una situación prerrevolucionaria y una situación revolucionaria o… contrarrevolucionaria. Son precisamente estos estados transitorios los que tienen una importancia decisiva desde el punto de vista de la estrategia política.
Qué diríamos de un artista que no distinguiera más que los dos colores extremos del espectro. Que es daltónico o medio ciego y que debe renunciar al pincel. ¿Qué decir de un político que no fuera capaz de distinguir más que dos estados: “revolucionario” y ‘no revolucionario’?”[8]
Frente Único. Una política comunista contra la extrema derecha
Los progresos de la reacción a escala mundial responden a factores objetivos relacionados con la crisis general del capitalismo y la lucha interimperialista, con la decadencia europea y estadounidense. Pero, como hemos señalado, existen también otros factores, por así decirlo subjetivos, que animan este avance. Y entre ellos, las políticas de la socialdemocracia no son secundarias.
Ya sea el laborista Starmer en Gran Bretaña, los dirigentes del SPD en Alemania o, en el Estado español Pedro Sánchez, que intenta mantener una verborrea “antifascista” muy activa, las políticas de todos ellos se caracterizan por enriquecer a la banca y las grandes corporaciones capitalistas, aplicar constantes recortes que degradan la enseñanza y la sanidad pública, utilizar la paz social para dar todo el poder a la patronal, o capitular ante los especuladores inmobiliarios y los fondos buitre.
Ningún Gobierno socialdemócrata ha dejado de respaldar la legislación racista de la UE contra la inmigración, ni de defender el rearme imperialista que dicta la OTAN, manteniendo una complicidad con el régimen sionista de Tel Aviv imposible de ocultar. Esto también es válido para muchos de sus aliados parlamentarios de la nueva izquierda reformista.

La socialdemocracia ha sido un actor muy activo a la hora de crear y apoyar leyes de excepción contra los derechos democráticos. La criminalización de las movilizaciones pro palestinas ha sido brutal bajo gobiernos de este signo en Gran Bretaña y en Alemania. Se ha llegado a acusar de terroristas a organizaciones que luchan por medios pacíficos contra el genocidio sionista, se ha llevado a los tribunales a cientos de activistas que portaban banderas palestinas o se han cerrado medios de comunicación.
Esta legislación represiva no es un hecho aislado en tal o cual país. Hay un retroceso generalizado y agudo de la libertad de expresión, de organización y de manifestación en el corazón de la “democracia” parlamentaria. En el Estado español, el Gobierno de coalición del PSOE y de Sumar no ha querido derogar la ley Mordaza. Tampoco se hizo nada al respecto cuando participaban las ministras de Podemos y Pablo Iglesias era vicepresidente. A pesar de las declaraciones antifascistas rimbombantes, bajo los Ejecutivos de Pedro Sánchez se ha producido una durísima persecución contra la izquierda militante.
El encarcelamiento del rapero Pablo Hassel, que lleva más de cuatro años entre rejas, las duras condenas a prisión a los seis jóvenes antifascistas de Zaragoza, a las seis sindicalistas asturianas de la Suiza, o el procesamiento de las siete jóvenes estudiantes de Somosaguas, por poner solo algunos casos destacados, muestran la impostura gubernamental frente a la reacción.
La dinámica es semejante en muchos países, gobierne la derecha o la socialdemocracia: un fortalecimiento de todos los cuerpos policiales que tienen vía libre para reprimir con violencia a la izquierda, y una más que evidente complicidad de todos estos cuerpos con las bandas fascistas y las organizaciones de extrema derecha.

Este asunto no es menor. Algunos “teóricos” preguntan dónde están los grupos de choque del fascismo, donde están las SA, para descartar alegremente el peligro del fascismo. Pero las bandas fascistas existen y están creciendo. Se nutren de las filas del lumpen y de la juventud dorada de la pequeña burguesía. Actúan con mayor o menor virulencia, y gozan de protección policial y jurídica. El escuadrismo fascista está avanzando, y puede crecer mucho más a medida que la descomposición social aumente.
Pero no solo se trata de la actuación de las agrupaciones fascistas o neonazis en las calles. Hay que admitir que las fuerzas policiales del Estado “democrático” están saturadas de fascistas con placa; incluso en su fisonomía los antidisturbios parecen escuadristas. Existe un apoyo activo dentro de las fuerzas represivas a la extrema derecha, y los nuevos reclutas provienen mayoritariamente de este espectro ideológico.
La violencia policial se lanza contra el movimiento obrero combativo, como vimos y sufrimos en la última huelga del metal en Cádiz, con decenas de detenidos y procesados. Contra los activistas que impiden los desahucios, contra los militantes pro palestinos o de cualquier causa justa, contra la juventud antifascista en las universidades.
Esta fascistización del aparato policial, que se desarrolla a toda máquina bajo el mandato del ministro “socialista” Marlaska, tiene su correlato en una judicatura que jamás fue depurada de franquistas por el régimen del 78.
No nos extenderemos en este aspecto, pero que el partido judicial de extrema derecha lleve la iniciativa con total impunidad y decida en los acontecimientos políticos sin ninguna cortapisa, es otro signo claro. Las fuerzas del Estado burgués se elevan por encima de la sociedad sin ningún control democrático que valga, y la socialdemocracia no hace absolutamente nada por impedirlo porque eso significaría cuestionar el Estado que legitima. Lo que sucedió en los años treinta durante la Segunda República con el aparato estatal, que fue mimado por socialistas y republicanos, hoy se repite con los Gobiernos de coalición que el PSOE lidera.

La violencia fascista y de extrema derecha está creciendo, sin que el Estado “democrático”, ni el parlamento, ni las leyes, ni los tribunales lo impidan. Lo hemos visto durante los pogromos racistas de Torre Pacheco: las palizas a los inmigrantes y el terror escuadrista han quedado impunes. Lo vemos con la protección policial a las manifestaciones fascistas, en las acciones de Desokupa y en el hecho de que esta banda de matones neonazis haya llegado a acuerdos con sindicatos policiales para entrenar y “formar” a sus afiliados.
La experiencia histórica, y la más reciente, demuestra que los llamamientos vacíos a “defender la democracia”, a establecer cordones sanitarios parlamentarios o las denuncias en los tribunales, son impotentes para frenar a la extrema derecha.
Para la clase dominante estas organizaciones se han convertido en una palanca para la defensa del sistema capitalista. El Estado la protege, y los capitalistas las financian. Lo hacen de forma legal e ilegal. Pueden incrementar o limitar ese apoyo en función de las circunstancias, pero no van a prescindir de ella. Por eso mismo dejar la lucha contra la extrema derecha en manos del Estado capitalista, de sus instituciones, de su policía o su poder judicial es un engaño manifiesto.
En este combate la clase obrera y la juventud solo pueden confiar en sus propias fuerzas. Solo podemos basarnos en la acción masiva, contundente y revolucionaria de los oprimidos. Hay que impulsar un amplio movimiento antifascista en cada centro de trabajo, barrio, instituto y universidad para responder políticamente —incluyendo la defensa de nuestra integridad física—a la violencia y la demagogia ultraderechista. Con nuestra fuerza numérica y nuestro peso social podemos barrer esta escoria, si estamos armados con un programa de clase y socialista, y métodos proletarios.

Como comunistas revolucionarios decimos con claridad: la lucha contra la extrema derecha, contra las bandas de escuadristas, no puede ser una tarea de “minorías antifascistas”, bien musculadas y muy viriles. Al fascismo no lo derrotaremos con la acción de minorías, como tampoco derrotaremos al capitalismo ni conquistaremos el socialismo por esa vía.
La lucha antifascista, basada en una política revolucionaria, debe implicar al conjunto de los trabajadores, a las masas de nuestra clase. No puede depender de la habilidad física de grupos reducidos. Tiene que incorporar a cientos de miles de obreros y obreras, cuya intervención activa es lo decisivo para aplastar a la reacción.
La socialdemocracia anima su verborrea “antifascista” en los momentos electorales, para luego desde el Gobierno continuar con sus políticas capitalistas y utilizar un guante de terciopelo frente a la extrema derecha. Esto no constituye ninguna alternativa como hemos visto, todo lo contrario.
Confiar en las instituciones del sistema como antídoto contra el avance del fascismo es un callejón sin salida. Para barrer a la extrema derecha hay que confrontar con el capitalismo y defender un programa socialista coherente, que pasa por la expropiación de los bancos y los grandes poderes económicos si queremos acometer la solución de los graves problemas sociales que nos aplastan. Y para ello hay que construir una organización comunista con una influencia real entre la clase trabajadora, en sus sindicatos, en los movimientos sociales.

La lucha contra el fascismo solo se puede plantear consecuentemente en términos de clase. Y precisamente para generar un movimiento a la altura del desafío planteado, debemos trazar un puente que nos permita movilizar a las masas de los trabajadores y de la juventud. Ese puente es la política de frente único.
El frente único tiene una larga tradición en el movimiento obrero revolucionario, y se desprende de la propia experiencia histórica por derrocar el orden capitalista. Marx y Engels lo desarrollaron en la Primera Internacional, cuando colaboraron en la acción con otros agrupamientos que no eran comunistas, pero si tenían una influencia real entre los obreros europeos. La Comuna de París en 1871 fue muy clara a este respecto.
Pero, sin duda alguna, el frente único fue desarrollado de una manera brillante por Lenin y los bolcheviques. En la Revolución Rusa, cuando el partido había sido víctima de una dura represión tras las Jornadas de Julio, con Lenin en la clandestinidad y muchos dirigentes bolcheviques, entre ellos Trotsky, tras las rejas, la discusión sobre el frente único se puso al orden del día.
El golpe militar de Kornílov en agosto de 1917, que de triunfar hubiera desembocado en una dictadura brutal, planteaba esta dicotomía a los bolcheviques: unir o no sus fuerzas a Kérenski —el lider del Gobierno Provisional que los había encarcelado y reprimido—, a los mencheviques y eseristas —partidos reformistas— y derrotar unidos a las fuerzas golpistas, o permanecer al margen de la lucha. El debate dentro del bolchevismo fue intenso, y Lenin tuvo que pelear duramente contra las posiciones sectarias de numerosos cuadros dirigentes que se negaban en redondo a pelear al lado de los partidos conciliadores socialpatriotas.

Finalmente, el frente único leninista se impuso: “disparar a Kornílov apoyados en el hombro de Kérenski”, y esta acción práctica, que demostró a las masas la determinación de los bolcheviques contra los militares monárquicos golpistas, supuso un enorme salto en la autoridad e influencia de los leninistas. Gracias a esta política, decenas de miles de soldados, trabajadores y campesinos honestos y genuinamente revolucionarios que todavía seguían a los mencheviques y eseristas se pasaron a los bolcheviques. Pocas semanas después, Lenin y sus partidarios se hicieron con el apoyo mayoritario de los sóviets, un paso decisivo para el triunfo de Octubre.
En los años treinta, el estalinismo distorsionó por completo el frente único leninista. Su caracterización sectaria y ultraizquierdista entre 1927 a 1934, calificando a la socialdemocracia como “hermano gemelo del fascismo”, y su teorización del “frente único por la base”, levantó un muro que aisló a los comunistas de millones de obreros que seguían a los partidos socialistas. Esta política errónea permitió a las direcciones reformistas mantener su influencia entre la base de sus partidos, agitando el espantajo de la división que el estalinismo provocaba y las acusaciones de fascismo que llegaban de sus filas. En Alemania como hemos señalado tuvo consecuencias desastrosas.
El frente único fue una clave de bóveda para la Internacional Comunista mientras la dirigieron Lenin y Trotsky. Una política que supone reconocer que los comunistas somos todavía una minoría, pero queremos, y debemos, conquistar la mayoría mediante tácticas de unidad de acción por objetivos concretos, que sirvan para reforzar la organización y combatividad de los trabajadores y la juventud en la lucha por reivindicaciones económicas y políticas fundamentales, o contra el fascismo como es el caso.
El frente único no supone confundir banderas, ni dejar a un lado el programa comunista. Para nada. Lo que implica es un llamamiento enérgico a otras fuerzas que tienen una base real entre los trabajadores o la juventud, para pelear unidos por reivindicaciones progresivas que elevan la conciencia de los oprimidos, permitiendo a los comunistas agitar entre las bases de estas formaciones y ganar influencia. Los comunistas no queremos dirigir minorías, queremos conquistar a la mayoría de nuestra clase, y eso exige tácticas cuidadosas, ni sectarias, ni ultraizquierdistas, y que tampoco cedan de forma oportunista ante las presiones del reformismo.

Como Lenin, Trotsky y los bolcheviques explicaron una y otra vez, la posibilidad de traicionar está siempre presente en el reformismo. Pero esto no excluye que, en determinadas circunstancias concretas se pueda llegar a acuerdos que signifiquen un paso adelante. Acuerdos concretos, acuerdos específicos, no subordinar la organización comunista a otros partidos, ni limitar nuestra libertad de agitación y propaganda, ni mucho menos responsabilizarnos por la línea política de otras organizaciones.
Los acuerdos de frente único deben alcanzarse de manera pública y transparente, de organización a organización. Jamás se debe recurrir a maniobras diplomáticas “engañosas”, por muy hábiles que puedan parecer.
La ofensiva del capital y de la extrema derecha amenaza nuestra libertad de expresión y organización, intenta intimidarnos físicamente, y su demagogia venenosa penetra también entre nuestra clase. Por eso mismo los comunistas revolucionarios nos dirigimos a los trabajadores y a los jóvenes que todavía no son comunistas, y les decimos a ellos y a sus organizaciones: ¡Luchemos juntos contra quienes quieren amordazarnos, golpearnos y acabar con nuestros derechos!
El frente único también tiene importancia capital también en la etapa actual. La educación de los militantes y de miles de activistas depende de una política correcta. Si insistentemente se atiborra a nuestras filas de sectarismo, de ultimatismo, por muy revolucionarias que parezcan estas apelaciones, lo único que haremos será levantar obstáculos en nuestra tarea de ganar a la mayoría.
No es ninguna casualidad que los medios de comunicación hayan organizado una campaña estruendosa sobre el supuesto giro a la derecha de la juventud. Saben dónde está el peligro, y emplean todos los medios a su alcance para sembrar la confusión y la parálisis. Pero este mantra de “derechización” imparable ha sido desmentido por millones de jóvenes que se han colocado en primera línea contra el genocidio sionista y en las movilizaciones estudiantiles multitudinarias que han enfrentado las provocaciones de la extrema derecha.

Recientemente Vito Quiles ha intentado darse un baño de masas en las universidades vomitando sus ideas fascistas. ¿Lo ha logrado? Por supuesto que no. Las imágenes de miles de estudiantes antifascistas, a cara descubierta, mujeres y hombres, en los campus de la Universidad Autónoma de Barcelona, de Valencia, de Sevilla, Málaga o Somosaguas han sido un golpe demoledor. Esta es la manera de implicar a miles, de construir conciencia socialista, de fortalecer la capacidad de movilización del movimiento antifascista.
En la lucha contra la amenaza fascista proponer alianzas con partidos burgueses que son defensores de este orden social, nos desarma ideológicamente y en la acción. Ningún acuerdo de frente único puede suponer que los comunistas dejemos de denunciar esta política errónea de colaboración de clases. Y hacerlo precisamente en la acción, planteando una política unitaria, es la mejor manera de dejar claro que no somos sectarios ni doctrinarios, y de abrir muchos oídos a nuestras ideas.
Millones votan a las formaciones de la izquierda reformista, es algo evidente. Pero entre su base social y electoral hay mucha crítica y descontento, y cada vez menos confianza ciega. Nuestra tarea como comunistas es conquistar un apoyo consciente de masas, y por eso las tácticas que empleemos tienen importancia.

Entender que entre los que apoyan electoralmente a formaciones como EH Bildu, como el BNG, como Podemos, incluso a la socialdemocracia tradicional, hay decenas o cientos de miles que han sufrido en sus carnes la represión bajo la dictadura y el régimen del 78, el exilio y la prisión, que han sido víctimas de las bandas paramilitares y las fuerzas policiales, es importante. Esta realidad no se puede despreciar, ni minimizar. Ver a estos trabajadores y jóvenes como parte del problema y no como una palanca para construir el frente único antifascista, es algo ajeno a la política comunista.
Somos miles en la izquierda combativa que creemos que hay que levantar una alternativa unitaria contra el fascismo y enseñarles el puño de nuestra clase. En los años treinta, cuando los nazis todavía no se habían hecho con el poder, Trotsky escribió estas palabras:
“Por el momento, la fuerza principal de los fascistas se limita a su número. En efecto, recogen numerosos votos en las elecciones. Pero la papeleta del voto no es decisiva en la lucha de clases. El ejército principal del fascismo está siempre constituido por la pequeña burguesía (…) Sobre la balanza de la estadística electoral, mil votos fascistas pesan tanto como mil votos comunistas. Pero sobre los platillos de la balanza de la lucha revolucionaria, mil obreros de una gran empresa representan una fuerza mucho más grande que la de mil funcionarios, empleados de ministerios, con sus mujeres y sus suegras. La masa fundamental de los fascistas está compuesta de polvo humano.”[9]

Existe un formidable potencial para barrer a la extrema derecha. Pero sin la organización consciente de todo ese potencial con un programa revolucionario, que una a todos y todas las explotadas para derrocar el sistema capitalista, el antifascismo se vuelve estéril. En la Alemania de los años treinta existía la clase obrera más fuerte e instruida culturalmente de todo el continente, que poseía las organizaciones sindicales y políticas más poderosas. Nada de eso fue suficiente ante el fracaso político de la socialdemocracia y el estalinismo.
La extrema derecha avanza, precisamente porque la sociedad está pagando un tributo intolerable a un puñado de grandes corporaciones y Estados imperialistas que deciden sobre nuestras vidas desde que nacemos hasta que morimos. De poco sirven los prodigios de la ciencia y la tecnología para aliviar el sufrimiento de la humanidad. Mientras los medios de producción sigan en manos privadas, mientras el Estado nacional sobreviva anacrónicamente, la economía imperialista será un medio para la acumulación y concentración de capital a costa de la depauperación creciente de la población, de un militarismo atroz y de una imparable destrucción ecológica.
Para los marxistas revolucionarios no existe una crisis final del capitalismo, un derrumbe inevitable del sistema. Como en anteriores circunstancias de la Historia, la burguesía siempre tiene una alternativa: la guerra de clases y la guerra entre las naciones.

Este sistema decrépito y criminal debe ser derrocado cuanto antes. Expropiando a los expropiadores, como dijo Marx, con la clase obrera ejerciendo su poder y el control socialista y democrático sobre la producción, se lograría fácilmente suprimir la lacra del desempleo, conseguir salarios y viviendas dignas, servicios públicos de calidad sin recortes, y se reduciría drásticamente la jornada laboral permitiendo a la población decidir realmente sobre toda la actividad de la vida social, de la economía, la política y la cultura…
Bajo el socialismo internacional, la humanidad se verá liberada de la esclavitud asalariada, de la opresión en todas sus formas, de la violencia racista y machista, de la barbarie. Esta es la verdad que los grandes medios de comunicación y la ideología dominante ocultan obstinadamente.
Dedicamos nuestro compromiso vital y nuestra inteligencia a la tarea de construir una herramienta para la emancipación de los oprimidos. Sabemos que nos enfrentamos a numerosos obstáculos. Pero no dudamos en que merece la pena hacerlo.
¡Únete a Izquierda Revolucionaria!
Notas:
[1] León Trotsky, ¿Adónde va Francia?, 9 de noviembre de 1934.
[2] León Trotsky, ¿Y ahora? Problemas vitales del proletariado alemán, enero de 1932.
[3] León Trotsky, “¿Y ahora?”, en La lucha contra el fascismo, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, Madrid, 2004, p. 131.
[4] Para un análisis en profundidad de la revolución española y la guerra civil se puede consultar:
Trotsky, Escritos sobre la revolución española, Fundación Federico Engels.
Juan Ignacio Ramos. Los años decisivos. Teoría y práctica del Partido Comunista de España (1931-1939), Fundación Federico Engels.
Juan Ignacio Ramos. Obreros en armas, Fundación Federico Engels.
[5] León Trotsky, ¿Y ahora? Problemas vitales del proletariado alemán, enero de 1932.
[6] Lenin, La bancarrota de la Segunda Internacional.
[7] León Trotsky, El único camino, 14 de septiembre de 1932.
[8] León Trotsky, Una vez más, ¿adónde va Francia?, 28 de marzo de 1935.
[9] León Trotsky, Alemania, la clave de la situación internacional, noviembre de 1931.



















