El 24 de enero de 1919, la dirección del Partido Comunista Ruso (bolchevique) junto a los partidos comunistas polaco, húngaro, alemán, austriaco, letón, finlandés, la Federación Socialista Balcánica y el Partido Socialista Obrero Norteamericano, realizó el siguiente llamamiento:

“Los partidos y organizaciones abajo firmantes consideran como una imperiosa necesidad la reunión del I Congreso de la nueva Internacional revolucionaria. Durante la guerra y la revolución se puso de manifiesto no sólo la total bancarrota de los viejos partidos socialistas y socialdemócratas y con ellos de la Segunda Internacional, sino también la incapacidad de los elementos centristas de la vieja socialdemocracia para la acción revolucionaria. Al mismo tiempo, se perfilan claramente los contornos de una verdadera Internacional revolucionaria”.

El congreso fundacional de la Tercera Internacional se reunió en Petrogrado, entre el 2 y el 6 de marzo de 1919, cuando el joven Estado obrero soviético estaba sometido al cerco de la intervención militar imperialista. Aquella reunión pionera tuvo una trascendencia histórica al establecer las bases políticas delineadas en los años precedentes por Lenin y coronadas por el triunfo bolchevique en octubre de 1917.

La Internacional Comunista (IC) nació rompiendo definitivamente con la amalgama socialpatriota en que degeneró la Segunda Internacional. El triunfo de Octubre y la oleada revolucionaria que siguió en numerosos países de Europa, provocaron una sacudida profunda en las organizaciones socialdemócratas: surgieron tendencias comunistas en la mayoría de los viejos partidos de la Segunda Internacional y se produjo una masiva afluencia de obreros a las filas de la (IC). El crecimiento de la nueva Internacional fue vertiginoso: el Partido Socialista Italiano envió su adhesión en marzo de 1919; en mayo lo hicieron el Partido Obrero Noruego y el Partido Socialista Búlgaro; en junio el Partido Socialista de Izquierda Sueco y el Partido Socialista Comunista Húngaro. En Francia, los comunistas ganaron la mayoría del Partido Socialista en el Congreso de Tours (1920): el ala de derechas se escindió con 30.000 miembros y el Partido Comunista Francés se formó con 130.000. El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD) aprobó por una gran mayoría, en el Congreso de Halle de octubre de 1920, fusionarse con el Partido Comunista Alemán, que se transformó en una organización de masas. Acontecimientos similares ocurrieron en Checoslovaquia.

El II Congreso de la Internacional Comunista

Este éxito abrió la puerta también a que la vieja política oportunista penetrase de manera encubierta. Muchos dirigentes implicados en la colaboración de clases del periodo precedente, no querían perder su ascendencia entre las masas obreras de sus países y, aunque de palabra aceptaban la victoria bolchevique y demagógicamente se proclamaban partidarios de Lenin, en la práctica seguían man­teniendo posiciones reformistas o eran a lo sumo centristas.
En el II Congreso —celebrado en Moscú entre el 19 de julio y el 7 de agosto de 1920— este peligro se intentó contrarrestar con la aprobación de las 21 condiciones para la afiliación a la IC, en las que además de exigir un apoyo público y práctico a la dictadura del proletariado en Rusia y la lucha contra la agresión imperialista, se requería a todos los partidos afiliados que sostuvieran una política de independencia de clase rompiendo con el programa pacifista de los imperialistas estadounidenses (el desarme, la Liga de las Naciones…). El Congreso también ratificó sus diferencias principistas con el régimen interno de la Segunda Internacional, que había degenerado en una federación de partidos autónomos a los que se permitía actuar en abierta oposición entre ellos ante hechos trascendentales de la lucha de clases. La Internacional Comunista, como partido mundial de la revolución socialista, se construyó sobre la base del marxismo revolucionario, el internacionalismo proletario y el centralismo democrático.

A la vez que la Internacional enfrentaba el oportunismo, en su seno crecieron las corrientes sectarias y ultraizquierdistas, reflejando la impaciencia de sectores de la vanguardia ante la traición de los viejos partidos reformistas, junto a una fuerte incomprensión de la política del bolchevismo y el marxismo en general. Muchos de los nacientes Partidos Comunistas (en Alemania, Holanda, Italia, Inglaterra…) se vieron afectados por esta enfermedad “infantil”, como la definió Lenin.

El II Congreso dedicó un espacio muy importante al debate sobre las posiciones ultraizquierdistas. Lenin y Trotsky se esforzaron por convencer a estos elementos —muchos de ellos revolucionarios irreprochables— de las trágicas consecuencias que podría acarrear una política semejante. En las palabras del Manifiesto del Congreso, escrito por Trotsky:

“La Internacional Comunista es el partido internacional de la insurrección proletaria y de la dictadura proletaria. Para ella no existen otros objetivos ni otros problemas que los de la clase obrera. Las pretensiones de las pequeñas sectas, cada una de las cuales quiere salvar a la clase obrera a su modo, son extrañas y contrarias al espíritu de la Internacional Comunista. Esta no posee la panacea universal, el remedio infalible para todos los males, sino que saca lecciones de la experiencia de la clase obrera en el pasado y en el presente, y esta experiencia le sirve para reparar sus errores y desviaciones. De allí extrae un plan general y sólo reconoce y adopta las fórmulas revolucionarias de la acción de masas.

Organización sindical, huelga económica y política, boicot, elecciones parlamentarias y municipales, tribuna parlamentaria, propaganda legal e ilegal, organizaciones clandestinas en el seno del ejército, trabajo cooperativo, barricadas, la Internacional Comunista no rechaza ninguna de las formas organizativas o de lucha creadas en el transcurso del desarrollo del movimiento obrero, pero tampoco consagra a ninguna en calidad de panacea universal (…) Los comunistas de ningún modo se alejan de las masas engañadas y vendidas por los reformistas y los patriotas sino que aceptan luchar con ellas dentro de las organizaciones de masas y de las instituciones creadas por la sociedad burguesa, de manera de poder acabar con esta última rápidamente…” (Ver La Internacional Comunista, Tesis, manifiestos y resoluciones de los cuatro primeros congresos, Fundación Federico Engels, Madrid 2010).

Los puntos fundamentales que defendían los izquierdistas en aquel período siguen siendo muy similares, con tal o cual variación, a los que se plantean en la actualidad. Pronunciándose contra el trabajo paciente en las organizaciones de masas y alentando todo tipo de atajos organizativos; declarando la guerra a las elecciones parlamentarias y agitando la consigna del boicot electoral, el ultraizquierdismo estaba lleno de los lugares comunes del anarquismo. Al cretinismo parlamentario contraponen el cretinismo antiparlamentario; ante el poder y la influencia de los sindicatos reformistas se conforman con crear pequeñas sectas sindicales, que aíslan a la vanguardia y fortalecen a la burocracia sindical.

“La lucha contra los jefes oportunistas y socialchovinistas la sostenemos para ganarnos a la clase obrera. Sería necio olvidar esta verdad elementalísima y más que evidente. Y tal es, precisamente, la necedad que cometen los comunistas alemanes de ‘izquierda’, los cuales deducen del carácter reaccionario y contrarrevolucionario de los cabecillas de los sindicatos la conclusión de que es preciso…¡¡salir de los sindicatos!!, ¡¡renunciar al trabajo en ellos!!, ¡¡crear formas de organización nuevas, inventadas!! Una estupidez tan imperdonable, que equivale al mejor servicio que los comunistas pueden prestar a la burguesía”. Así se pronuncia Lenin en La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo, un texto que abarca los aspectos fundamentales de la política bolchevique —una escuela histórica de táctica y estrategia revolucionaria— refractaria de las fórmulas y esquemas doctrinarios tan manoseados por los sectarios.

Escrita hace casi cien años, puede ser considerada como una de las obras marxistas más importantes para la construcción de las fuerzas revolucionarias en la actualidad.

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