El 21 de enero se registró la última jornada de paro nacional, un nuevo episodio de las poderosas movilizaciones que desde la huelga general del 21 de noviembre están sacudiendo Colombia y que ha abierto una nueva etapa en la lucha de clases del país. Cientos de miles volvieron a tomar las calles de las principales ciudades y pueblos del país para lanzar un mensaje muy claro: el paro no para.

Desde primera hora de la mañana se registraron bloqueos en las principales vías de acceso a Bogotá, que fueron duramente reprimidas por el ESMAD (cuerpo militarizado de antidisturbios) con la connivencia de la recién elegida alcaldesa, progresista, Claudia López.

La huelga del 21 de noviembre tenía como consigna principal la lucha contra el Paquetazo de contrarreformas que anunció Iván Duque. Pero de manera totalmente espontánea, los paros se mantuvieron los días siguientes con un ímpetu tremendo.

Carreteras y ciudades enteras quedaron colapsadas y las masas protagonizaron episodios de resistencia heroica ante la represión criminal, la cual no solo fue inútil a la hora de frenar el paro, sino que levantó una ola de indignación que derivó en más protestas. Y todo ello sucedió de manera homogénea y continuada a lo largo y ancho del territorio, incluso en los bastiones del uribismo. Las inspiradoras jornadas de noviembre, diciembre y enero se han tornado ya imborrables en la memoria colectiva. Sin duda nos encontramos ante el despertar a la lucha de millones de colombianos y colombianas.

El papel de la dirección

Tal fuerza ha puesto en una situación tremendamente delicada a la dirección del movimiento. Tanto el Comité Nacional de Paro —dominado por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT)— como el Movimiento Colombia Humana de Gustavo Petro han llamado desesperadamente al diálogo para llevar la lucha por el terreno institucional abandonando la movilización de masas. Sin embargo, Duque, como fiel representante de los intereses de la oligarquía colombiana, insiste en seguir realizando ajustes para mantener los beneficios de los capitalistas y ha rechazado la negociación, a la vez que ha seguido adelante con las contrarreformas planteadas.

El hecho de que se haya impuesto el Paquetazo ha sido interpretado por el movimiento como una provocación de un Gobierno débil y mantiene la presión sobre sus dirigentes sindicales y políticos. La CUT y Colombia Humana convocaron tímidamente y a través de Twitter el paro nacional del pasado 21 de enero y llamaron a acciones descentralizadas y testimoniales.

Sin un plan de lucha definido, ni un llamamiento a asambleas en los centros de trabajo y estudio para convocar la huelga y extenderla a nuevos sectores, sin ningún tipo de agitación organizada, un sector de las masas no vio la convocatoria del 21 de enero como un paso adelante. Sin embargo, a pesar de las dificultades y la falta de decisión a la hora de ser convocada y de que fueron menores a las de finales del año pasado, lo cierto es que tuvieron una importante repercusión. Este hecho es un claro indicio de que existe aún un movimiento vivo y fuerte que tratará de ir hasta el final en esta batalla.

Un país que sangra por la represión y la desigualdad

Durante décadas la lucha guerrillera de las FARC supuso un freno importante en el movimiento. Sus limitaciones de programa y unas acciones armadas desconectadas de la lucha obrera y campesina dieron munición a la oligarquía para justificar la represión a los líderes sociales. La consecuencia de esto fue una sangrante atomización de la izquierda.

Los acuerdos de paz de La Habana entre las guerrillas y el Estado en 2016 levantaron ciertas ilusiones entre sectores importantes de la población en el sentido de que en este nuevo contexto las condiciones de vida de la mayoría podrían comenzar a mejora. También supusieron, y esto tiene una gran importancia, sentar las bases para que las movilizaciones de masas pudieran recuperar el protagonismo en la lucha contra la pobreza, la explotación y la represión del Estado burgués colombiano y las bandas paramilitares organizadas y financiadas por él.

La realidad es que la violencia y la desigualdad se mantienen. La política de los falsos positivos y la impunidad de las Autodefensas Unidas de Colombia (brazo armado del uribismo), que generó más de 20.000 víctimas en apenas quince años, lejos de desaparecer sigue muy presente. Los líderes sociales y campesinos siguen siendo perseguidos y asesinados sin que nadie sea juzgado y condenado por ello, habiendo muerto más de 160 desde enero del 2019.

La represión sigue siendo uno de los pilares clave de la política neoliberal practicada contra los trabajadores y que condena a la mayoría de la población a la miseria.

Basta con citar algunas cifras del Banco Mundial y del DANE (entidad responsable del análisis y difusión de las estadísticas oficiales de Colombia) para tener una radiografía de la situación: el 1% de la población concentra el 81% de la propiedad de la tierra; el 50% vive en la pobreza, y de estos casi la mitad se encuentra en una situación de pobreza extrema; 5.000 niños mueren al año a causa de la desnutrición, mientras los ingresos per cápita del10% más rico supera en 24 veces al del 30% más pobre. Todo esto a pesar de tener un PIB superior al de Suecia, Bélgica o Nueva Zelanda.

Una nueva etapa en la lucha de clases en Colombia

Los citados acuerdos de paz no solo despejaron el camino para la lucha de masas, sino que generaron una polarización colosal. El empeño del uribismo y la ultraderecha en mantener el conflicto para asegurarse sus negocios y continuar la guerra sucia contra la izquierda, impulsó la lucha social y generó que miles de activistas estudiantiles, profesores y campesinos asumieran la defensa de estos acuerdos como uno de los ejes de la lucha contra la reacción.

Muestra de ello fueron las elecciones presidenciales del 2018, en donde por primera vez un candidato de izquierda, Gustavo Petro, logró disputar la segunda vuelta, contra el actual presidente, el uribista Duque. Exactamente en el mismo sentido, la derecha se llevó un golpe tremendo en las elecciones municipales del pasado 27 de octubre, donde perdieron todas las grandes ciudades y departamentos, Bogotá, Medellín, Cali y Cartagena incluidos.

Es evidente que los oprimidos y oprimidas en Colombia se enfrentarán a numerosas contradicciones y dificultades, pero bajo ningún concepto se puede dar por cerrado, ni mucho menos por derrotado, al levantamiento que hemos visto. El punto central es que a pesar de la ausencia de una dirección revolucionaria consecuente, las masas colombianas han dado un paso adelante mostrando su enorme potencial y determinación para enfrentarse a la represión, a la desigualdad y a la explotación, cuestionando abiertamente la existencia del capitalismo en Colombia. La estabilidad ha abandonado al país andino y, al igual que en gran parte de Latinoamérica, las masas han entrado en escena con el firme propósito de transformar radicalmente sus condiciones de vida.

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