La producción de alimentos se ha convertido en una de las actividades más contaminantes de la industria a nivel mundial solo por detrás de la producción de energía. Miles de toneladas de gases de efecto invernadero se lanzan a la atmósfera durante proceso de plantación, abono y recogida principalmente de granos como la soja, el maíz, que no solo se utilizan como alimentos para los seres humanos sino que también se utilizan como alimentos para animales o como biodiesel, como el aceite de palma o la soja, provocando la deforestación de miles de hectáreas de tierra.  

Durante el último siglo la producción agrícola en manos de los grandes monopolios y corporaciones ha transformado por completo  la explotación de la tierra y distribución alimentaria. Bajo la lógica capitalista de la búsqueda del máximo beneficio privado, los cultivos comerciales y granjas industriales han elevado el daño sobre el medio ambiente a magnitudes sin parangón en la historia. De esta manera, se ha acelerado la desertización de la tierra y la contaminación del agua convirtiendo parcelas de cultivo en zonas baldías por el uso excesivo de pestidicidas y fertilizantes que generan una presión insostenible de los recursos terrestres e hídricos.

Si en 1961 se necesitaban 2,3 toneladas de agua per cápita para el suministro diario de alimentos, se prevé que para 2050 se necesitarán 3,7 toneladas. Pero el problema es que los recursos hídricos, fruto del cambio climático, cada vez son más escasos. Un recurso del que grandes multinacionales como Pepsico, Danone o Nestlé, el mayor consorcio alimentario del mundo, se apropian privatizándolo y despilfarran de cara a hacer negocios aunque eso signifique contaminar y agotar las reservas naturales. 

Según un informe de 2019 del Grupo Intregubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) entre el 8%  el 10% de los gases de efecto invernadero se deben al derroche de alimentos y un 37% están directamente relacionadas con la producción capitalista mundial de alimentos que provoca la emisión a la atmósfera de miles de toneladas de óxido nitroso (N2O). Un gas considerado como el tercer más contaminante, cuya suspensión en la atmósfera dura más de 100 años y que contribuye al efecto invernadero.

El caso de Brasil es paradigmático. Hemos visto desde hace años como la selva amazónica sufre grandes incendios forestales provocados para dejar tierra libre para pastos y plantaciones de cereales con el fin de dar de comer al ganado o para biodiesel de automóviles. Una deforestación impulsada ahora por las políticas del gobierno ultraderechista de Bolsonaro al servicio de las multinacionales, terratenientes y grandes ganaderos que le auparon al poder. Estos incendios a su vez provocan sequías y aumentan la temperatura causando más deforestación. 

La alimentación, una mercancía más para el lucro de monopolios y fondos de inversión

La tierra y la explotación capitalista de la misma causa su degradación y  su vez acelera el calentamiento global. Pero no es la única gran contradicción generada por este modo de producción. La sobreexplotación para el lucro privado, tiene su otra cara de la moneda en la expansión de la pobreza y la desnutrición. Más de mil millones de seres humanos pasan hambre cuando el planeta tiene capacidad para alimentar a doce mil millones de personas. Mientras la industria alimentaria, gracias al desarrollo científico y técnico, ha impulsado como nunca la productividad de la agricultura y la ganadería, este aumento de la producción genera alimentos por encima de su capacidad para colocarlos en el mercado. Fruto de ello, hasta 1.300 millones de toneladas diarias de alimentos no llegan a ser consumidos y acaban en la basura. Bajo el capitalismo los avances técnicos generan la sobreproducción, causada por la anarquía capitalista, no importando las necesidades sociales sino el beneficio privado de los capitalistas.

Las empresas alimentarias hacen grandes negocios en los Mercados de Futuros en  las bolsas de Chicago, Nueva York o Londres donde se compran y venden cosechas que todavía ni siquiera han sido plantadas. Fondos de inversión de alto riesgo y bancos de inversión son los que deciden los precios de los alimentos a través del casino del mercado bursátil. Un gran negocio que mueve ingentes cantidades de dinero, elevando el precio de los alimentos de forma artificial, fruto de la pura especulación, condenando a la miseria y al hambre a millones de personas. Estos especuladores se han convertido en los dueños del mercado de la distribución de la alimentación y son los propietarios de millones de toneladas de alimentos.

¡Por una alternativa socialista para combatir la depredación social y ambiental del capitalismo!

Sin embargo  como solución al problema medioambiental, el IPCC y la FAO nos recomiendan que cambiemos nuestros hábitos alimenticios de forma individual como fórmula para revertir la degradación del medio ambiente. Tendríamos que comer más productos verdes y menos carne, pero nada en sus recomendaciones señala a las grandes empresas transnacionales de la alimentación como las verdaderas culpables de la sobreproducción alimentaria y la desigual distribución.

No somos las personas las responsables de la degradación del medio ambiente por lo que comemos, sino que es el capitalismo y su modo de producción, con su constante búsqueda de más y más beneficios, el que está haciendo la vida insostenible en el planeta. Tampoco es cierto, como dice la FAO, que haya que aumentar la producción de alimentos en un 60% para mantener el ritmo de crecimiento demográfico. Lo que hay que hacer planificar la producción y distribuirla equitativamente, evitando despilfarrar muchos de los alimentos que generamos. Pero eso solo es posible expropiando a las grandes multinacionales de la alimentación, los bancos y el capital financiero. ¡Eso es lo que la FAO no tiene intención de señalar! 

Tenemos que preguntarnos si somos libres de comer lo que queramos o si son las grandes empresas alimentarias las que nos imponen un modelo de alimentación. La elección que tenemos en un supermercado parece ilimitada, pero en realidad no lo es. Productos que dan una gran rentabilidad como los procesados o azucarados y que son económicamente más accesibles inundan el mercado  produciendo a su paso enfermedades a la par que grandes beneficios. Quien más sufre de problemas de obesidad y salud por una mala alimentación son los sectores más pobres de la sociedad, fruto de los altos precios de los alimentos frescos.

El capitalismo se ha apoderado de todo el planeta y los alimentos han sido reducidos a mera mercancía a disposición exclusiva de la obtención del máximo beneficio en el menor plazo posible. Sus intereses de clase están por encima de nuestra salud y el medioambiente. Por ello mismo exigir cualquier responsabilidad individual a los consumidores no es sino correr una cortina de humo sobre los auténticos responsables que nos condenan cotidianamente a cargar sobre nuestras espaldas con el peso de la devastación del medio natural y el crecimiento de la pobreza. 

Sin acabar con el poder económico de la oligarquía económica no habrá manera de planificar democráticamente las palancas de la economía y los medios naturales en beneficio del conjunto de la humanidad y de la naturaleza. Con la nacionalización de la tierra, la banca y la industria alimentaria bajo control democrático de los trabajadores, y contando con todos los formidables avances técnicos y científicos existentes habría medios para reconstruir la biodiversidad, devolver los nutrientes al suelo al tiempo que se cultivan alimentos en beneficio de la sociedad, impulsar dietas saludables e intentar curar la brecha causada por la depredación capitalista en el metabolismo de la naturaleza.

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