Por su interés publicamos este artículo editado en  el periódico El Salto. Pincha aquí para acceder al original.

Yolanda González, Teófilo del Valle o los abogados de Atocha son muestra de que no existió una transición sin víctimas y de que la violencia institucional no se frenó con la muerte del dictador, tal y como denuncian los familiares, caso por caso.

Las personas que acuden hoy al local de Carabanchel, para asistir a las jornadas “La Transición Sangrienta” organizadas en el Espacio Rosa de Luxemburgo, no se parecen en nada a los héroes arquetípicos de la literatura o el cine. Sus rostros están marcados por el agotamiento que causan las largas jornadas laborales, y muestran sonrisas que vacilan bajo el peso abrumador de las preocupaciones cotidianas. Sus miradas desvelan una actitud de aturdimiento. Algunos de ellos han escrito lo que quieren decir en unas cuantas hojas de papel. No van a olvidar lo que tienen que contar, pero saben que es fácil dejarse llevar por las emociones y perderse. Hablar de lo que a uno le atormenta es complicado. Requiere de un tipo de valentía que solo los que más temor sienten pueden adquirir. Los once oradores han sufrido pérdidas enormes, dramáticas, quizás insuperables.

Sus familiares y amigos fueron víctimas de la violencia policial y fascista durante la transición (1975-1982) . Esa etapa de la historia de España que hace no tantos años se intentaba vender como ejemplo modélico de los procesos de transformación democrática en Europa.

Sin embargo, aquel relato sobre el pacifismo y la responsabilidad del pueblo y sus dirigentes es solo un mito. Así lo atestigua la historiadora francesa Sophie Baby, quien afirma que entre 1975 y 1982 se produjeron más de 3.000 actos de violencia política y 714 asesinatos.

¿Amnistía o impunidad?

Los invitados a la charla recorren la librería Rosa Luxemburgo en pequeños grupos, conversando con calidez, como si fueran viejos conocidos. Los que van a hablar se colocan en un estrado situado al fondo de la sala. Los demás se sientan frente a ellos y esperan a que dé inicio el acto. Uno de los organizadores hace una breve introducción y le pasa el micrófono a Pablo Mayoral, militante del Partido Comunista de España (marxista-leninista) (PCE m-l) y de su brazo armado: el Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP).

En septiembre de 1975, iba a ser fusilado junto a los últimos condenados a muerte por el régimen franquista: sus compañeros José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz y José Humberto Baena, y los etarras Juan Paredes Manot y Ángel Otaegui. Pero su pena fue conmutada por otra de 30 años de prisión. Pasó dos de ellos en las cárceles de Carabanchel, Cartagena y Cáceres, hasta que fue puesto en libertad tras la aprobación de la Ley de Amnistía de 1977.

La misma que perdonó a los guardias civiles que se presentaron voluntarios para matar a sus amigos. La que permitió que los crímenes cometidos por los funcionarios franquistas durante la dictadura no fueran castigados. Y la que impidió que miles de personas que habían sido humilladas, torturadas y asesinadas recibieran justicia.

Pablo dice que él y sus compañeros vienen a explicar que la impunidad se extendió en el tiempo. “Queremos difundir un relato real de lo que fue la Transición”, afirma antes de dar paso a los siguientes testimonios.

La primera víctima del deber

José Antonio del Valle no puede asistir de manera presencial, aunque ha grabado un vídeo para contar la historia de su hermano Teófilo. Este fue asesinado en Elda el 24 de febrero de 1976 durante una huelga del calzado. Se lo considera la primera víctima de la Transición. “Mi hermano tenía 20 años cuando murió. Su vida fue truncada”.

Un agente de la Policía Armada, Daniel Aroca, acabó con él disparándole por la espalda. “Al día siguiente, el Gobierno Civil publicó un panfleto en el que se informaba de que Teófilo había muerto en un enfrentamiento con las fuerzas del orden. En el juicio, al policía que lo mató le dijeron que había cumplido con su deber”, cuenta conmocionado.

Casi cinco décadas después, el documentalista eldense Manuel de Juan se interesó por la tragedia y realizó una nueva investigación. Desveló que el encargado de llevar a cabo las primeras diligencias jurídicas sobre la muerte del hermano de José Antonio, el juez Agustín Ferrer Barriendos, había sido presionado por las audiencias provinciales de Valencia y Alicante y por el Ministerio de la Gobernación para que trasladara el caso a los tribunales militares.

También intentaron convencerlo de que no escribiera ningún informe mencionando la posible responsabilidad del agente Aroca como autor de un homicidio. “Saber la verdad no es un consuelo, pero te libera. Quiero trasladar mi agradecimiento a todas las asociaciones que luchan por esclarecer las circunstancias en las que murieron las víctimas de la violencia policial en la Transición”, concluye José Antonio.

Perder para ganar

A continuación, toma la palabra Agustín Plaza, uno de los heridos en la matanza de Vitoria del 3 de marzo de 1976. En ella fueron asesinados Pedro Martínez, Francisco Aznar, Romualdo Barroso, José Castillo y Bienvenido Pereda.

Otras 150 personas sufrieron diversas lesiones por la acción de las fuerzas policiales, que dejaron que 4.000 trabajadores se reunieran en la iglesia de San Francisco de Asís, en el barrio obrero alavés de Zaramaga, para poder rodearlos y atacarlos. Su motivación residía en el éxito que estaba teniendo la huelga general convocada dos meses antes por los sindicatos de la región para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores fabriles vascos.

La brutal paliza que cinco policías le propinaron a Agustín le causó serios daños en un ojo. Él asegura que aquello valió la pena. “El paro fue todo un éxito. La clase obrera se unió en torno a un programa y lo llevó a cabo. Eso demuestra que, cuando se le da la dirección correcta a una lucha, la gente responde de forma positiva”. Termina aseverando que es importante transmitir esta idea a las nuevas generaciones.

“Que incendien mi cuerpo, que quiero ser humo”

El siguiente orador es Pablo Mandeville, quien recuerda cómo asesinaron a su amigo Carlos González en Madrid el 26 de septiembre de 1976. Miembros de la organización ultraderechista Guerrilleros de Cristo Rey le dispararon cuando acudió a una manifestación en la que se homenajeaba a los últimos ejecutados por el régimen. Herido de gravedad, consiguió trasladarse en un taxi junto a una amiga hasta la casa de su novia Marién, donde lo convencieron de ir al hospital.

Mientras él era ingresado, la policía condujo a los que estaban en el piso a las dependencias de la Dirección General de Seguridad (DGS), en las que fueron recibidos por el inspector de la Brigada Político-Social (BPS) Antonio González Pacheco. Este es más conocido por su alias: Billy el Niño. Fue uno de los principales torturadores de los miembros del movimiento antifranquista durante los últimos años del régimen y los primeros de la democracia.

Aunque los detenidos fueron liberados al día siguiente, salieron de las celdas para recibir la impactante noticia de que Carlos, que estudiaba Psicología en la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y que podría haberse convertido en un gran poeta, había muerto en el hospital. 48 años después, la investigación del asesinato está estancada y sus familiares y amigos siguen sin saber quién lo mató. “Que incendien mi cuerpo, que quiero ser humo”, escribió en uno de sus poemas más bellos antes de morir.

El ángel de Puente de Vallecas

Javier Almazán, hermano de Ángel, llora al pensar que este perdió la vida con 18 años el 15 de diciembre de 1976. Había ido a una manifestación convocada por el Partido del Trabajo de España (PTE) para pedir la abstención en el referéndum sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política con el que el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, pretendía legitimar la disolución de los organismos institucionales de la dictadura. Un grupo de policías lo apaleó con tal salvajismo que tuvo que ser trasladado a la Unidad de Vigilancia Intensiva (UVI) del Hospital La Paz, donde falleció cinco días después.

Javier ha escrito un bello texto rememorando sus orígenes. Crecieron en el seno de una familia cristiana y obrerista, en el barrio de Puente de Vallecas. Ángel quería ser abogado, pero estudió un curso de formación profesional para hacerse administrativo. Era un gran lector, y, como otros jóvenes que anhelaban olvidar la vida gris de la dictadura, estaba muy comprometido con la política.

Mientras agonizaba, sus padres esperaban el desenlace de su lucha fuera de la sala donde los médicos lo atendían. “Los agentes destacados en la puerta no los dejaban pasar”, cuenta su hermano. Su funeral se celebró en la iglesia del Dulce Nombre de María, donde la policía volvió a cargar y a herir a más manifestantes que pedían justicia para Ángel.

Una justicia que no le dieron. El caso pasó con rapidez a la jurisdicción militar. Los acusados declararon que la víctima se había golpeado contra una farola. “La autopsia desmentía esa versión. Lo mataron a patadas, aunque el expediente se cerró para evitar que el referéndum tuviera mala publicidad. La Ley de Amnistía otorgó el perdón a sus asesinos”, finaliza Javier.

La primera víctima de la Semana Negra

Alejandro Ruiz-Huerta —en el segundo vídeo proyectado en la charla— y Olga Gutiérrez son los que toman la palabra para honrar a Arturo Ruiz, un joven de 19 años que murió el 23 de enero de 1977 a pocos metros de la madrileña plaza del Callao cuando participaba en una manifestación a favor de la amnistía de los presos políticos antifranquistas que seguían encarcelados. Un extremista derechista le disparó por la espalda mientras huía de él.

Alejandro es uno de los supervivientes de la matanza de los abogados de Atocha, que se produjo al día siguiente del asesinato de Arturo. Olga es la viuda de Manuel Ruiz, hermano del susodicho y fundador del Colectivo por los Olvidados de la Transición (COT). “Manuel falleció hace un año sin poder conseguir el objetivo de llevar a la justicia a su asesino”, se lamenta el letrado.

Y conocía su nombre. “José Ignacio Fernández Guaza era hijo de un militar falangista muy amigo del almirante Luis Carrero Blanco y de Billy el Niño. Tenía conexiones con Fuerza Nueva, y era un confidente y colaborador habitual de la Policía y la Guardia Civil”, dice Olga. “Si mató a Arturo, fue porque este defendió a una chica a la que estaba increpando”.

José Ignacio Fernández Guaza, el asesino de Arturo Ruiz, se exilió en Argentina y afirma que miembros de las fuerzas de seguridad de diversos países lo han encubierto y protegido durante todo este tiempo

La policía dejó que el asesino y sus colaboradores huyeran de la escena. De hecho, hirió a más manifestantes al cargar contra ellos. Guaza se exilió en Argentina, donde un equipo de periodistas del diario El País capitaneado por José María de Irujo lo encontró muchos años después. Allí reside todavía, y afirma que miembros de las fuerzas de seguridad de diversos países lo han encubierto y protegido durante todo este tiempo.

El miedo a la verdad

Anabel Santamaría fue testigo directa del asesinato de María Luz Nájera, una estudiante de Sociología de la UCM que murió víctima de la violencia policial el 24 de enero de 1977 en una protesta en homenaje a Arturo Ruiz.

Con 15 años, Anabel trabajaba en las oficinas de la aerolínea Cubana de Aviación cuando la manifestación en la que participaba María Luz avanzaba por la avenida de José Antonio —en la actualidad, conocida como la Gran Vía—. No la conocía de nada, pero “vi cómo un policía la disparaba con una escopeta de las que tiran botes de humo. El proyectil le impactó en la nuca y ella cayó al suelo”.

Aunque estaba indefensa, otros agentes la patearon mientras sus compañeros les gritaban: “¡Asesinos!”. Estos la cubrieron con sus propios cuerpos, y alguien consiguió llevarla a la Clínica de la Concepción —el ahora Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz—, en la que falleció a las pocas horas a consecuencia del traumatismo craneoencefálico provocado por el golpe.

“Esa noche, en las noticias dijeron que la habían matado sus compañeros. Mis padres me convencieron para no decir la verdad porque tenían miedo. Solo se lo conté a sus familiares años después”, declara con pena.

¿Quién es el terrorista?

Blanca Martínez coge el micrófono. Es la sobrina de Jordi Martínez, un militante barcelonés del Partido Comunista de España (internacional) (PCEi) asesinado el 15 de octubre de 1978 en la misma ciudad en la que nació. “La versión oficial es que mi tío estaba preparando un explosivo en el piso en el que vivía y que lo detonó por accidente”.

Pero sus vecinos declararon que no estaba solo y que habían oído que otra persona entraba en el apartamento. Además, uno de sus compañeros militantes hizo analizar las sustancias encontradas en él y le informaron de que uno de los componentes químicos que habían causado la explosión era imposible de obtener para la población civil.

“A pesar de esos datos tan extraños, mi familia ha tenido que vivir oyendo este relato toda su vida. Sentimos soledad y rabia por la impunidad con la que cuentan los que asesinaron a mi tío. Es bastante probable que nunca sepamos lo que ocurrió”.

Balas contra adolescentes

Marc Muñoz también ha grabado un vídeo. Es el hermano de Gustau, un joven militante del PCEi que fue abatido a disparos por la policía en Barcelona el 11 de septiembre de 1978. Los dos participaban en una manifestación que reclamaba la independencia de Cataluña y que rechazaba los Pactos de La Moncloa (1977).

A Marc lo detuvieron a punta de pistola a la altura del Ayuntamiento, pero Gustau consiguió salir corriendo y, en la calle Ferraz, recibió un disparo por la espalda. Tenía 16 años. “Fueron miembros de la Brigada Central de Información (BCI). Su cuerpo entró en el Pere Camps con un agujero de bala y salió con dos, sin los proyectiles, sin la camisa y sin la documentación”, afirma su hermano.

La denuncia hecha por sus padres fue archivada en 1982. No obstante, su familia sigue intentando encontrar justicia para él a través de la querella presentada por algunas de las víctimas del franquismo en Argentina en 2013.

No hay derechos que valgan

Javier Montañés es el siguiente orador. Su hermano José Luis falleció junto con otro joven llamado Emilio Martínez en una manifestación sindical convocada en Madrid el 14 de diciembre de 1979. “José era estudiante y trabajador, pero quisieron venderle como un agitador para engañar por enésima vez a la gente”, detalla.

Sus allegados se enteraron de que la policía le había disparado al recibir una llamada de teléfono esa misma noche. Un conocido había oído su nombre en la radio y los avisó, por lo que salieron de casa en busca del cadáver.

“Fue un momento horroroso”, describe Javier, que aún recuerda con nitidez la mochila blanca ensangrentada de José Luis y la movilización que se organizó en apoyo de la familia para conseguir justicia por su asesinato.

La colaboración del Estado

Mar Noguerol es amiga y excompañera de piso de Yolanda González, militante del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y líder estudiantil secuestrada, torturada y ejecutada en Madrid por dos ultraderechistas de Fuerza Nueva el 1 de febrero de 1980.

Yolanda había nacido en el País Vasco, estudiaba un curso de formación profesional y trabajaba como limpiadora. Estaba en la manifestación donde asesinaron a José Luis y Emilio. “Fue allí donde los fascistas la identificaron y empezaron a perseguirla. El director de su instituto fue el que les facilitó nuestra dirección”, dice Mar.

El comando que la mató contó con el apoyo de elementos integrados en las fuerzas de seguridad y en las instituciones judiciales del Estado. “Uno de sus asesinos consiguió huir a Paraguay gracias a su complicidad. Las armas con las que la dispararon desaparecieron, y se supo que un capitán de la Guardia Civil estaba implicado...”.

Su amiga afirma que la justicia y la reparación que se consiguieron con las condenas de los autores del crimen fueron mínimas, y que su deber y el del resto de las personas que están en la librería Rosa Luxemburgo es alzar la voz para denunciar que las víctimas de la transición han sido olvidadas.

Chantaje e intimidación

Juan Carlos Cuervo toma la palabra. Su hermano Vicente, afiliado a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) anarquista, fue ejecutado a tiros en una manifestación en Vallecas el 10 de febrero de 1980.

El caso fue sobreseído en tres meses. “El sumario al que nos dieron acceso era una basura. Ni siquiera incluía un informe balístico. Mi madre murió de dolor por lo que le pasó a Vicente, y mi padre nunca quiso hablar del tema porque recibimos llamadas telefónicas amenazadoras. Le prometieron que, si nos callábamos, los tres hijos que le quedábamos recibiríamos un empleo en la administración”, explica entre lágrimas.

Fue el propio Juan Carlos quien tuvo que realizar la denuncia del asesinato, pero en 2023. Sus padres tenían miedo, y ningún gran partido político los apoyó. Su hermano ha sido reconocido como víctima del terrorismo por parte del Estado, aunque la familia Cuervo sigue luchando para averiguar quién lo mató.

El caso Almería

Francisco Mañas es el último en hablar. Es hermano de Juan, uno de los tres jóvenes retenidos, torturados y asesinados por agentes de la Guardia Civil en Almería el 9 de mayo de 1981. “Yo tenía 8 años cuando ocurrió. Mi hermano estaba trabajando en Santander, pero volvió para celebrar mi primera comunión y para enseñar nuestra tierra a sus dos amigos”, explica.

Tres días antes, la organización terrorista nacionalista vasca Euskadi Ta Askatasuna (ETA) había ejecutado un atentado contra el jefe de la Casa Militar del rey Juan Carlos I, el general Joaquín de Valenzuela, en el que hubo varios muertos y heridos. Un taxista confundió a los tres muchachos con los autores del atentado, cuyas fotos se habían facilitado a través de los medios de comunicación, y estos fueron detenidos en Roquetas de Mar.

 “Los guardias civiles que los cogieron sabían que eran inocentes. A pesar de ello, los torturaron, los desmembraron y los balearon para no reconocer que habían cometido un error. Para eliminar las pruebas del crimen, los metieron en el coche en el que habían llegado a Almería, lanzaron el vehículo por un barranco y lo hicieron explotar”. Francisco afirma que la gasolina que causó su detonación fue comprada con el dinero de las propias víctimas.

El domingo en que debía celebrarse su comunión fue el día en que su familia comenzó la búsqueda de Juan, y también en el que recibió la noticia de su muerte. Su madre se vio forzada a no abrir el ataúd para que la entregaran el cadáver. El único abogado que se atrevió a llevar adelante la denuncia que presentó su familia sufrió amenazas y persecución por parte de la Guardia Civil. Incluso pusieron una bomba en su coche.

 “La institución y el Estado arroparon a los once asesinos de mi hermano. Solo se condenó a tres de ellos, y por homicidio. Durante su estancia en la cárcel tuvieron privilegios, y cuando salieron se les dio dinero de los fondos reservados del Estado. A día de hoy, los que siguen vivos todavía no han confesado. Son unos cobardes. La ministra de Defensa, Margarita Robles, con quien pudimos tener una reunión informal hace unos meses, nos dijo que pasáramos página, pero seguiremos luchando hasta que se sepa la verdad”, concluye. Porque sabe que ya nunca podrán obtener justicia.

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