Todos los diques levantados por el Estado y la clase dominante para frenar el imparable desgaste de la monarquía borbónica se han demostrado, una vez más, insuficientes. La avalancha de noticias sobre los negocios ilegales de Juan Carlos I y su enriquecimiento obsceno mediante el cobro de comisiones millonarias, golpea nuevamente al régimen del 78.

Ni la negativa del PSOE, PP, Cs y Vox a abrir una comisión de investigación parlamentaria, ni las medidas cosméticas de la Casa Real para distanciarse del patriarca, ni las presiones del gobierno de Pedro Sánchez para mantener a Felipe VI a flote de esta debacle y salvar a la monarquía de la crítica popular, están sirviendo para evitar lo que es una evidencia escandalosa: que la monarquía borbónica es una maquina de corrupción impune que cuenta con el beneplácito de los partidos del sistema.

Todos los medios han sido puestos en juego para evitar que la descomposición de la monarquía agudice más la polarización social y política, haciendo aflorar un sentimiento republicano masivo. El ejemplo de Catalunya es un aviso muy serio de lo que puede suceder en un ambiente como el actual. Por eso también Pablo Iglesias, en su posición de leal socio del Gobierno de coalición, ha echado un capote declarando que “Unidas Podemos está comprometido con la Ley, aunque algunas leyes no nos gusten” y que ese ordenamiento jurídico, unido a la “actual correlación de fuerzas en la política española… hacen que un debate de esta naturaleza difícilmente pueda traducirse en cambios a corto plazo en nuestro sistema político”.

¡Siempre la correlación de fuerzas como justificación teórica para la política del disimulo, la colaboración de clases y la retirada! En lugar de impulsar un movimiento masivo contra la monarquía y el régimen del 78, se intenta apuntalar ambos haciendo cabriolas retóricas y orillando la lucha de clases. En lugar de elevar el nivel de conciencia y de organización del movimiento obrero y la juventud, se introduce el perenne prejuicio de que la “gente no está por la labor” para justificar lo que en realidad es una renuncia más en el programa. En todos los terrenos está es la norma que han adoptado los dirigentes de Unidas Podemos. La última, su descubrimiento de que la Europa del capital, de los grandes monopolios, de los recortes, la austeridad y el racismo se ha convertido, de la noche a la mañana, en la Europa social. La socialdemocracia de siempre no puede estar más entusiasmada con esta posición.

No es sólo un rey corrupto, es un sistema en descomposición

Como hemos señalado en múltiples ocasiones, no ha sido la corrupción de Juan Carlos de Borbón lo que ha desencadenado la crisis del régimen del 78, sino que ha sido la profunda descomposición global del sistema capitalista y de todos los equilibrios que mantuvieron la estabilidad social y política en el Estado español tras la muerte del dictador Franco, lo que ha despertado la indignación de millones de personas y ha atraído la atención pública sobre los tejemanejes financieros del ex rey y de su entorno, formado por los más conspicuos representantes de las élites financieras y empresariales.

La corrupción del monarca es un secreto a voces prácticamente desde el mismo momento en que gracias a las disposiciones del dictador Franco accedió al trono. Pero esa corrupción, como las de la familia Pujol y de otros insignes prohombres del régimen, era pecata minita en comparación con lo que políticamente había significado blanquear la monarquía y colocarla como una institución responsable gracias a la operación de la Transición.

Desde el PCE al PSOE, pasando por los grandes sindicatos y las diferentes formaciones de la derecha neofranquista, los medios de comunicación, el sistema judicial, la Inspección de Hacienda, el Banco de España, en fin, los poderes públicos en general, todos cerraron sus ojos ante los desmanes financieros y la corrupción de Juan Carlos I, de su camarilla y de destacados miembros de su familia. Y así hemos llegado en estos años a conocer, gracias a las abundantes investigaciones que han destapado esta olla podrida, que Juan Carlos I amasó —como comisionista mayor del reino— una fortuna de más de 2.000 millones de euros.

Y no podía ser de otro modo, porque la corrupción de Juan Carlos de Borbón no ha sido jamás una actividad delictiva individual, realizada en los márgenes del sistema. Todo lo contrario. El Borbón se ha lucrado ilegalmente participando precisamente en las más grandes operaciones financieras, empresariales e inmobiliarias del capitalismo español.

El origen de la comisión de 100 millones que ha desencadenado este terremoto no es una corruptela cualquiera, sino uno de los más grandes proyectos internacionales del capitalismo español, la construcción del AVE a La Meca, en la que participaron gigantes empresariales como OHL, Talgo, Abengoa, Indra o Dimetronic, filial del gran conglomerado industrial alemán Siemens. Antes, en 2003, Juan Carlos I ya recibió una comisión multimillonaría por los servicios prestados en la adquisición del Banco Zaragozano por Barclays Bank, uno de los 20 mayores bancos del mundo. Y algunos años antes habían sido las comisiones y los maletines vinculados a las operaciones financieras del Grupo KIO. Precisamente a través del Grupo KIO fue como Juan Carlos de Borbón obtuvo en 1991 una comisión de cien millones de dólares pagados por el Emir de Kuwait a cambio de que el Estado español autorizase a la aviación norteamericana el uso de las bases militares de Rota y Torrejón para su agresión contra el pueblo de Iraq.

Lejos de ser un vulgar golfo, dedicado a la estafa y el trapicheo, Juan Carlos I ha sido durante casi 45 años uno de los más excelsos representantes del capitalismo español. Ante los ojos, voluntariamente cerrados, del Gobierno, de la oposición y de la prensa, el Borbón supo sacar partido al período de expansión económica de los años ochenta y noventa. Pero no lo hizo solo. Fue acompañado de esa ínfima minoría de amos del país, de los dueños del Ibex-35 que han sido, y de momento siguen siendo, los grandes beneficiarios de los acuerdos que en 1977-78 pusieron fin a la crisis revolucionaria abierta tras la muerte de Franco y reestablecieron las condiciones óptimas para una nueva fase de acumulación capitalista.

Una monarquía con poderes excepcionales

Los negocios de Juan Carlos I difícilmente hubieran sido posibles si no fuese por el papel que se le asignó en los Pactos de la Transición y que se formalizó en la constitución de 1978.

Los acuerdos entre los representantes del moribundo régimen franquista y los partidos de izquierda que, encabezados por el PCE de Santiago Carrillo, prefirieron apaciguar la gigantesca ola de movilización popular que en julio de 1976 había derrumbado al gobierno criminal de Arias Navarro y Fraga Iribarne, contribuyeron a reforzar la posición de Juan Carlos I como “árbitro” y garante de la nueva “democracia” española. La clase dominante, tras haber acumulado durante casi 40 años inmensos beneficios gracias a la sangrienta represión ejercida por Franco, impuso que la Constitución de 1978 reservase para Juan Carlos I unos enormes poderes excepcionales y no sometidos a ningún control, pensados para ser utilizados en aquellos períodos de crisis en los que el funcionamiento normal del Estado se viese obstaculizado por la protesta social.

Pero Juan Carlos I no fue la única herencia que nos dejó la dictadura franquista. El papel de árbitro que la Constitución reserva al rey le serviría de bien poco si no tuviese a su disposición un aparato de Estado forjado y entrenado, durante casi cuatro décadas, para reprimir a la clase trabajadora y salvaguardar los intereses de las clases propietarias. La burguesía española se ocupó de que ese aparato sobreviviera intacto a la muerte de Franco. Y hay que reconocer que, con la ayuda de los grandes partidos de la izquierda, han tenido, de momento, éxito.

Tan pronto como se han empezado a expresar en las calles las consecuencias sociales y políticas de la crisis capitalista de 2008, el aparato de Estado franquista ha mostrado su verdadera naturaleza, que 41 años de democracia parlamentaria no han logrado suavizar en lo más mínimo. La alta oficialidad militar, los magistrados del Tribunal Supremo o el Constitución, los altos funcionarios del Estado, los mandos de la Policía y Guardia Civil, y por supuesto la Iglesia Católica mantenida, igual que en tiempos de Franco, con generosos fondos públicos, han dejado bien claro que van a usar todos los recursos a su disposición para aplastar cualquier intento legítimo de acabar con este orden social injusto.

El endurecimiento de la represión policial y la criminalización de la protesta social, la imposición de la Ley mordaza, todas la legislación de excepción que ataca la libertad de expresión, manifestación, organización y que ha sido puesta en acción contra el movimiento por la república de Catalunya, contra sindicalistas combativos, raperos o escritores… son las formas más descarnada de un entramado que también incluye el espionaje a los móviles de dirigentes del independentismo catalán, y que prueba que las cloacas del Estado, que en su día vomitaron el Batallón Vasco Español o los GAL, y que organizó una campaña de difamación y sabotaje contra Podemos a gran escala, sigue vivo y plenamente operativo.

Pero no parece que la presencia de Unidas Podemos en el Gobierno vaya a marcar un cambio significativo. Usar las “cloacas del Estado” como denuncia electoral es una cosa, pero actuar de verdad contra ellas desde el Gobierno, impulsando la movilización social para lograr pasos adelante efectivos, es otra muy distinta, y de momento no parece que UP vaya a ir más allá de reclamar “comisiones parlamentarias de investigación” que, como hemos podido comprobar, nacen muertas.

Abajo la monarquía corrupta. ¡Por la República Socialista!

Este aparato de Estado franquista, articulado en torno a la figura del Rey, ha cumplido durante años con su papel de garante de última instancia de los beneficios del capital y se ha preparado para tiempos de crisis como los actuales. ¿Alguien puede extrañarse de que la persona que estaba a su cabeza participase personalmente en la orgía de ganancias que él mismo estaba ocupado en garantizar?

¡Claro que no! Hasta la crisis de 2008 las actividades del Rey se cubrían con un manto de silencio, con la esperanza de que una cierta estabilidad económica y social coadyuvasen a que pasasen desapercibidas. Pero desde 2008 las cosas han cambiado. Y, en estos últimos meses, el azote del coronavirus ha servido para dejar bien claro lo poco que importan la salud y las vidas de la clase trabajadora cuando están en juego los beneficios de los empresarios.

Fue precisamente en 2008, cuando para millones de familias se iniciaba un doloroso deterioro de sus condiciones de vida que sigue de forma acelerada hasta el día de hoy, cuando Juan Carlos de Borbón empezó a retirar mensualmente 100.000 euros de sus cuentas opacas en Suiza para sus gastos extra y cuando instaló en sus aposentos ¡una máquina de contar billetes! Un insulto para millones de familias trabajadoras: el mismo personaje que en su discurso navideño nos hablaba de integridad y rectitud, disfrutaba como un lúmpen de su botín.

Entra dentro de lo posible que la burguesía española abandone a Juan Carlos de Borbón a su suerte, pero no así a la monarquía. La operación de salvamento de Felipe VI está en marcha, y pretende desvincular su figura de la de su padre. Las declaraciones infumables de los portavoces del PSOE alabando su figura, dejan claro el doble juego de esta izquierda parlamentaria y reformista que en los asuntos de Estado se sitúa en la barricada de los poderosos. Pero Felipe VI no es menos reaccionario que su progenitor, y ha demostrado que no le tiembla la mano cuando se trata de activar la represión contra el pueblo catalán.

En cualquier caso esta crisis va a continuar profundizándose. El descrédito de la monarquía acompaña la furia contra el sistema capitalista. Para millones de personas ha quedado de manifiesto que la responsabilidad de la catástrofe social y sanitaria que estamos viviendo, y que se agravará día a día, no es sólo de un monarca corrupto. El verdadero responsable es un orden social que ha impuesto recortes y austeridad en un intento de mantener a toda costa y a cualquier precio el nivel de beneficios del que disfruta una ínfima minoría de explotadores.

La rabia y el asco que despierta Juan Carlos de Borbón van mucho más allá de su persona. Por eso, echar abajo la monarquía es hoy una tarea de primer orden y tiene que servir para abrir el camino a la república socialista.

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