El Sábado Santo de 1977 pasará a la historia del Estado español como el Sábado Rojo; ese 9 de abril tras casi cuarenta años de clandestinidad el Partido Comunista de España era legalizado. Era la reivindicación de la lucha heroica de toda una generación de luchadores comunistas que en la negra noche de la dictadura franquista lo dieron todo por el triunfo de su clase. Ese 9 de abril la posibilidad de barrer definitivamente con el franquismo y el sistema capitalista que lo sustentaba parecía un poco más cerca. Treinta años después de aquellos acontecimientos conviene que hagamos balance de la situación a la que han arrastrado al PCE sus dirigentes.
Una lucha heroica

A pesar de lo que algunos analistas interesados puedan señalar, la legalización del PCE no fue en absoluto una concesión del sector aperturista del aparato franquista, encabezado por Adolfo Suárez, que de este modo daba una señal inequívoca de su compromiso con la democracia, sino una conquista de la lucha de la base comunista y la clase trabajadora en su conjunto. El proceso de la "Transición" siempre se ha presentado por parte de la burguesía, y sus agentes en el movimiento obrero, como un pacto de caballeros entre los sectores moderados del viejo régimen y los líderes obreros "responsables" que, bajo los auspicios del moderno rey Juan Carlos, permitía superar sin traumas una dictadura ya superada por la historia.
Esta visión idílica ignora el hecho de que desde finales de los años sesenta la clase obrera del Estado español protagonizó una oleada huelguística sin precedentes en la historia de Europa occidental, respondida a su vez con un aumento de la represión de la que los acontecimientos del 3 de Marzo de 1976 en Vitoria y el asesinato de los abogados de Atocha son un claro exponente. Sin este movimiento titánico de la clase trabajadora en el conjunto del Estado ni Suárez, ni Fraga, ni Juan Carlos se hubiesen movido un ápice hacia la democracia formal y habrían seguido aferrados al yugo y las flechas y todos los viejos símbolos de la dictadura.
En todo este proceso los militantes comunistas se distinguieron por estar siempre a la vanguardia de la lucha antifranquista: organizaron las Comisiones Obreras, que se convertirían en el principal referente sindical bajo la dictadura, y en torno a sí agruparon a las mujeres, estudiantes, intelectuales y otros sectores de las capas medias. Gracias a sus innumerables sacrificios y a la vasta lucha social que desencadenaron bajo la dictadura, los comunistas se convirtieron en la fuerza hegemónica de la izquierda. En aquellos años, cuando se hablaba de el Partido todo el mundo sabía que se hablaba del PCE. Conectando con aquella tradición heroica, todavía quedan veteranos militantes en activo, intentando mantener sus agrupaciones en pie contra viento y marea, testigos vivientes de lo mejor que nuestra clase es capaz de dar.

Retomar el programa de Marx y Lenin

A pesar de contar con unas condiciones inmejorables, la dirección del PCE no supo aprovechar este caudal extraordinario de la lucha de clases; desde antes incluso de que se iniciasen los choques decisivos limitó los objetivos de la lucha al establecer la "reconciliación nacional" como eje estratégico de su política desde 1956. Más adelante el llamado eurocomunismo postulado por Santiago Carrillo quiso presentarse como una adaptación "inteligente" del marxismo a las condiciones de la Europa desarrollada, cuando no era sino la reformulación de las viejas tesis estalinistas de las dos etapas y la colaboración de clases. Con estas premisas no es de extrañar que la legalización del PCE abriera un periodo de amargas concesiones a la burguesía: la aceptación de la odiada monarquía, cuya bandera pasó a ondear en los locales del PCE, el apoyo a la economía de "mercado libre" sancionada en la constitución, la renuncia al derecho a la autodeterminación de las nacionalidades históricas y el pacto social consagrado con los Pactos de la Moncloa.
Medidas todas ellas que fueron impuestas por la dirección frente a la resistencia del movimiento obrero, que veía la posibilidad real de avanzar no sólo hacía la democracia parlamentaria sino hacia el socialismo. Desactivado el movimiento a partir del año 1979, el Partido Comunista, que es por definición un partido de combate, vio también declinar su influencia.
Aunque poco después Carrillo sería obligado a abandonar el PCE, la línea reformista seguiría estando muy presente en la actuación de los dirigentes comunistas desde entonces. Por ejemplo, el propio Carrillo en su libro Eurocomunismo y Estado de 1977 ya había planteado la necesidad de que los comunistas construyeran una nueva formación política que "se trataría de algo así como una confederación de partidos y organizaciones sociales diversas que actuaría de consenso (...) no sería ni un superpartido (...) ni tampoco una simple coalición electoral ni ocasional; estaría animada por un vocación de permanencia para la realización de ideales comunes".
Una década después este proyecto se concretaría en la creación de Izquierda Unida. Una Izquierda Unida que lejos de servir para aglutinar a nuevos sectores de la clase trabajadora y la juventud alrededor de los comunistas, ha sido utilizada por la dirección reformista para sumergir al PCE en el ostracismo hasta el punto de que hoy algunos dirigentes hablan de la necesidad de rescatar al partido de esta "segunda clandestinidad" que se ha autoimpuesto.
Hoy es más necesario que nunca recuperar no sólo la memoria sino las tradiciones de decenas de miles de militantes comunistas que con su lucha abnegada demolieron la dictadura y conquistaron la legalidad. Pero, si queremos que una nueva generación de luchadores una su destino a la bandera de la hoz y el martillo, es necesario retomar las ideas del genuino marxismo y del leninismo, las únicas capaces de detener la ofensiva reaccionaria de la derecha y poner en evidencia la impotencia de la socialdemocracia para resolver los problemas fundamentales de la población bajo el capitalismo.

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