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"Me preocupa enormemente la desconfianza que parece extenderse en algunos sectores de la opinión pública respecto a la credibilidad y prestigio de algunas de nuestras instituciones. Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos. Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar".

Discurso de Juan Carlos I, 24 de diciembre 2011

Los acontecimientos que en las últimas semanas ha protagonizado la Corona hacen más evidente que nunca la doble moral, la hipocresía y el cinismo de este discurso pretendidamente moralizante y que trataba de congraciar al monarca con la población tras la salida a la luz de la escandalosa red de corrupción protagonizada por su yerno, Iñaki Urdangarín.

También dejaba traslucir la preocupación de la clase dominante sobre el desprestigio de sus instituciones, incluida la monarquía, cuya autoridad la burguesía ha tratado de cuidar y preservar durante años para utilizarla, basándose en su supuesta “neutralidad política”, en momentos de agudización de la lucha de clases para apuntalar la política de los capitalistas. Pero, precisamente ahora que ese escenario se acerca, con una brutal crisis económica y una enorme inestabilidad social y política, la monarquía se encuentra en sus horas más bajas. Si hasta ahora eran los jóvenes los más reacios a la Corona –en 2006 según el CIS entre la población de 18 a 24 años, la monarquía suspendía con un 4,77 y en 2008 con el 4,93—, en la última encuesta de dicho organismo, octubre de 2011, el suspenso se lo da el conjunto de la población, con un 4,89. Y los últimos “accidentes” reales son un punto de inflexión en su declive.

 

La Semana Santa nos traía la noticia de que Felipe Juan Froilán, nieto del Rey, se había disparado con una escopeta en un pie, cuando se encontraba con su padre, Jaime de Marichalar, realizando ejercicios de tiro en el patio de una finca familiar, cuando ni siquiera tiene suficiente edad para manejar armas de fuego. Rápidamente, la juez que lleva el caso ha resuelto el archivo provisional del proceso abierto a Marichalar dado que no se aprecia “imprudencia grave”. A muchos les habrá venido a la memoria el accidente que protagonizó Juan Carlos en 1956, cuando tenía 18 años de edad y que le costó la vida a su hermano pequeño, Alfonso de Borbón, de 14 años, en su residencia de Estoril: lo típico en los niños, jugando con una pistola calibre 22 (regalo de Franco) ésta se le disparó. Tanto Franco como su colega portugués, el dictador Salazar, estuvieron de acuerdo en tapar el “incidente”, evitar toda investigación del mismo y eludir responsabilidades: no hubo autopsia, Juan Carlos no declaró ante la policía y la censura se encargó de acallar a la prensa. Mientras muchos españoles cumplen condena por homicidio involuntario, Juan Carlos se libró de toda responsabilidad.

En una familia acostumbrada a una vida en la que no se exigen responsabilidades, se ocultan todas las debilidades, se tapan los errores, y se rodean de aduladores y de lujos materiales y privilegios sociales de todo tipo no es de extrañar que las noticias extravagantes se sucedan: desde mandar callar groseramente a un dignatario extranjero (Chávez), o tapar los mangoneos con dinero público de su yerno Urdangarín, hasta permitir que los niños jueguen con pistolas y escopetas, pasando por dilapidar una fortuna en un hobby como la caza de osos, búfalos, elefantes y otras especies protegidas en viajes clandestinos de coste millonario, demostrando una moralidad y una forma de vida muy alejada de la inmensa mayoría de los mortales.

El accidente en Botsuana

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El accidente del pequeño Froilán quedó eclipsado rápidamente por el de su abuelo. El sábado 14 de abril, aniversario de la II República, nos desayunamos con una estrambótica noticia: el anterior jueves, el Rey Juan Carlos I se había roto la cadera en Botsuana, durante una cacería de elefantes a la que parece fue invitado por un empresario saudí de origen sirio, Mohamed Eyad Kayali, con propiedades en Madrid y Marbella, y que suele actuar como representante de la casa real de Arabia Saudí en España. Este es el tipo de relaciones sociales que mantiene y cultiva este rey tan campechano y tan cercano al pueblo. Gobierno y Casa Real mantuvieron oculto tanto el viaje como el resultado del mismo durante dos días, ¿cuántas veces ha hecho este tipo de viajes sin que nadie se enterara?

Este ocultamiento y despilfarro han despertado la indignación en millones de jóvenes y trabajadores que estamos sufriendo las duras consecuencias de la crisis mientras asistimos al espectáculo de la Casa Real. El rey, tratando de mostrar sensibilidad social, en un acto celebrado el 15 de marzo en la Fundación La Caixa, dijo: “el paro juvenil me quita el sueño”; sin embargo, esta preocupación no debió ser tan profunda como para disuadirle de despilfarrar miles y miles de euros en una actividad tan poco edificante como la caza de especies en riesgo de extinción y safaris que, según ha publicado toda la prensa, rondan los 50.000 euros. ¿Pero no había anunciado hace pocos meses la Casa Real sus nuevas medidas de austeridad para dar ejemplo? Es evidente que la austeridad no llega a todos por igual.

La cacería del rey en África no ha sido un “accidente” o un episodio puntual carente de significado. En este comportamiento de su majestad se ve reflejada a la perfección la forma de vida decadente de la clase dominante –a la que él y su familia pertenecen—, los magnates del petróleo, los ricos, los banqueros; de aquellos que en plena crisis no se resienten ni un ápice mientras se permiten el lujo de hablarnos de austeridad o de realizar esfuerzos por el “bien común”.

La disculpa de rey

El rey ha tratado de mitigar el fuerte impacto político que ha tenido este episodio diciendo, con una pose estudiadamente compungida, al salir del hospital: "Lo siento mucho, me he equivocado, y no volverá a ocurrir". Su objetivo es seguir apareciendo como alguien conectado con la sociedad, que entiende el cabreo causado y que tiene la “nobleza” de rectificar. Por supuesto, esta “rectificación” tenía que ser necesariamente escueta, ya que no se puede justificar lo injustificable. En una muestra de parcialidad, cobardía y completa sumisión al poder los grandes medios de comunicación han resaltado las palabras del monarca como un gesto “sin precedentes”, exaltando hasta el ridículo su “capacidad de rectificación”. Magnificando las palabras del rey, la burguesía ha tratado, de evitar que esta crisis institucional, que ya ha llegado a un punto muy crítico, se les fuera de las manos. Pero la crisis va a continuar.

Como hemos señalado, la gravedad de la crisis de la monarquía no se debe sólo al accidente africano. Es un proceso acumulativo en los últimos años, englobado dentro de la tendencia general de deslegitimación de la política oficial burguesa, sus instituciones y del cuestionamiento del capitalismo por capas cada vez más amplias la sociedad. Ciertamente, la crisis de autoridad del rey ha sufrido un salto cualitativo con la salida a la luz pública de la amplia red de corrupción tejida por su yerno. Es difícil creer que el monarca estuviese al margen de estos manejos. Esta vinculación se ha visto respaldada, recientemente, por la acusación directa del socio de Urdangarín, Diego Torres, que implica directamente a Juan Carlos y a la infanta Cristina. El juez que lleva el caso tiene en sus manos copias de correos electrónicos atribuidos al duque de Palma que aluden a supuestas gestiones de mediación del rey ante empresarios y políticos a favor de los negocios de Torres y Urdangarín. “SM me comenta que un amigo suyo ha hecho la gestión que pedimos”; “Tengo un mensaje de parte del Rey y es que le ha comentado a Cristina, para que me lo diga, que le llamará Camps a Pedro”; estos son dos extractos de mails de Urdangarin a Torres publicados en la prensa.

Además de solemnizar las pacatas palabras de disculpa del rey, los medios burgueses están apelando a que se tenga en cuenta toda la trayectoria de la monarquía para hacer una valoración “equilibrada” de su papel, recurriendo a la consabida teoría de que Juan Carlos fue “fundamental” para la caída del franquismo y la “consolidación de la democracia”. Ese aspecto supuestamente positivo e “incuestionable” de su trayectoria es falso hasta la médula.

La verdadera trayectoria del rey

rey_y_francoJuan Carlos es heredero directo de la dictadura franquista. Fue nombrado sucesor de Franco en 1969, sustituyó al dictador en diversos actos oficiales, como por ejemplo la conmemoración en 1973 del Alzamiento Nacional del 18 de julio, así como algunas semanas de 1974 y en la última enfermedad del caudillo. El 22 de noviembre de 1975 Juan Carlos fue proclamado rey, jurando ante las cortes franquistas los principios del Movimiento Nacional fascista. Se quiere pintar al rey como un “demócrata de toda la vida”, pero la historia desmiente rotundamente esta afirmación. La caída de la dictadura y la conquista de los derechos democráticos actuales se produjeron por la lucha heroica y masiva de millones de trabajadores, particularmente de los militantes de los partidos y sindicatos de la izquierda y a pesar de rey, que jamás ha criticado la dictadura, y no gracias a él.

Antes de la muerte de Franco y en el periodo inmediatamente posterior había un sector de la clase dominante muy consciente de que prolongar el régimen dictatorial entrañaba el peligro de provocar una explosión revolucionaria que acabase con la propia existencia del capitalismo. La revolución de los claveles en Portugal, año y medio antes, era una seria advertencia de que esta perspectiva era una posibilidad real. La táctica a seguir era ofrecer una serie de reformas por arriba para evitar una revolución por abajo y preservar lo fundamental: sus propiedades, sus posiciones sociales y sus privilegios. También había el peligro de que si las reformas iban demasiado lejos y muy rápidamente se podría dar una señal de debilidad y estimular la movilización de las masas. Por tanto el proceso de transición se debía dar de forma lenta, con concesiones limitadas y combinadas con acciones represivas. El papel de la monarquía juancarlista era aparecer como conductora de este proceso, como una institución que aparentara estar al margen de los intereses de clases, capaz de “unir a toda la nación” y dejar atrás los “odios del pasado”. Sin embargo, la vinculación de la monarquía con la dictadura era demasiado evidente para que esta pudiera tener una autoridad entre las masas. Por eso en el proceso de lavado de cara del rey fue fundamental el papel de los dirigentes del PSOE y del PCE, que sí tenían una tremenda autoridad ante la clase obrera y que renunciaron a la lucha por el socialismo durante la Transición, aceptando dejar la maquinaria del estado franquista sin depurar, incluyendo la monarquía, que era parte de ella.

Pero ahora la burguesía está preocupada con lo que está ocurriendo. Justo en el momento en que están más necesitados de una figura que pilote una situación de “emergencia nacional” todo el trabajo invertido durante décadas para dotar a la monarquía de una aureola de intachabilidad moral, de neutralidad política y de “cercanía al pueblo” se está desmoronando con una gran rapidez. Las voces que plantean la necesidad de acelerar la sucesión del rey y que ésta se produzca de forma controlada, y no precipitada por otro escándalo, se escuchan cada vez con más fuerza.

Por una república socialista

En un intento de restaurar, aunque sea parcialmente, la autoridad de la monarquía todo el debate en los medios burgueses se está centrando en propuestas superficiales sobre “modernizar la institución”, la necesidad de “transparencia” y cosas por el estilo. Una vez más son los dirigentes socialdemócratas los que más abundan en estos aspectos, renunciando a explicar el verdadero papel político de la monarquía, que no es otro que preservar los intereses del sistema capitalista, y a destapar todos los vínculos sociales y políticos que el rey tiene con la clase dominante.

En todo caso, es evidente que el Estado burgués no tiene ninguna intención de ofrecer una información clara sobre este tema, ya que desvelaría relaciones y “modos de vida” que quieren que continúen en absoluto secreto. A pesar de los supuestos avances en la claridad de las cuentas de la monarquía, como dijo bien claro la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría pocos días antes del accidente, la Casa Real “no es una administración pública” y por lo tanto no está obligada a cumplir la Ley de Transparencia, posición que desdichadamente comparte el PSOE. No sólo no hay claridad sino que además, la partida destinada a la monarquía sale prácticamente indemne de los recortes; mientras el ajuste medio del presupuesto de los ministerios en 2012 ha sido del 16,9%, el de la Corona (8,26 millones de euros) apenas llega al 2%.

Los marxistas exigimos, por supuesto, que se conozca a fondo todas las cuentas de la Casa Real, empezando por el dinero público que recibe y cómo lo utiliza. Pero esa exigencia no está vinculada a la “modernizar a la monarquía”. No sólo queremos conocer el patrimonio y los negocios de la Casa Real, sino que hay que denuncian su carácter parasitario y exigir que esos recursos reviertan en beneficio de la mayoría de la sociedad y estén realmente controlados por los trabajadores. De esta manera se reforzaría la lucha por acabar con esta institución reaccionaria.

El cuestionamiento social de la monarquía, cada vez más extendido, es completamente sano y progresista. Este sentimiento viene a menudo asociado a una simpatía por la república y está ligado al deseo de una transformación social más profunda. Pero precisamente por esta razón, ¿nos bastaría con acabar con la figura del rey? Si el poder económico y político lo sigue detentando la misma clase social que hoy apoya a la monarquía, evidentemente no. Al igual que tiraron la camisa azul del Movimiento cuando olía mal, lo harán con la corona. Los líderes del Movimiento se convirtieron en demócratas de toda la vida, y si se tercia ¿por qué no en republicanos?

El rey es un símbolo y un as en la manga de la burguesía para mantener su dominación. Pero la raíz del problema es el propio capitalismo. Sin acabar con él no conseguiremos nada. Por lo tanto queremos república, pero si no es socialista no habremos avanzado en nada. Estados Unidos es una república, al igual que Francia o Alemania. Eso no evita la explotación, los salarios miserables, el paro, la carestía de la vida, la imposibilidad de acceder a una vivienda ni, por supuesto, una restricción cada vez mayor de los derechos democráticos más elementales.

Sólo cuando acabemos con la dominación de unos pocos sobre la mayoría, podremos realmente constituir una auténtica democracia. Para ello hay que arrebatar, en la lucha contra la clase dominante, las riendas de la sociedad, poner los medios de producción a trabajar a favor de la mayoría y eliminar todos los medios represivos que hoy en día están en sus manos. Esto es, acabar con el capitalismo y comenzar a construir el socialismo. Una república socialista, basada en la democracia obrera, con los medios de producción bajo el control de los trabajadores, es la manera de garantizar un futuro digno para todos, y no sólo para unos pocos privilegiados.

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