Se cumplen 89 años de la proclamación de la Segunda República en un contexto político y social muy diferente al de otros años. La catástrofe capitalista que acompaña la pandemia del coronavirus ha puesto sobre la mesa la necesidad urgente de levantar una alternativa revolucionaria consecuente, que no se postre ante la oligarquía económica y que impulse la lucha por la transformación socialista de la sociedad.
Las lecciones de aquel periodo tormentoso son muy valiosas para armamos políticamente en el futuro inmediato.
Las celebraciones publicitarias, como la de aquellos que llenan las redes sociales de mensajes por la tercera República pero defienden el régimen del 78 desde sus sillones ministeriales, sólo sirven para ocultar la operación de blanqueo de la política pro capitalista de la socialdemocracia.
Este artículo invita a reflexionar y conocer más en profundidad lo que representó la Segunda República y la revolución social que la atravesó, y la necesidad de sacar las conclusiones de los errores pasados para no volver a cometerlos.
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El 14 de abril de 1931, hace 89 años, la monarquía de Alfonso XIII era derribada tras meses de movimientos huelguísticos, manifestaciones de masas y agitación política a lo largo y ancho de todo el Estado español. Con la proclamación de la Segunda República, el proceso revolucionario entraba en una fase trascendental que culminaría en el golpe militar del 18 de julio de 1936 y en la insurrección obrera que lo derrotó en las principales ciudades.
En los tres años siguientes, la clase trabajadora y los campesinos sin tierra realizaron una auténtica epopeya: combatieron con las armas en la mano al fascismo y llevaron a cabo la revolución social, enfrentándose al sabotaje de las llamadas democracias occidentales y a la traición del estalinismo. La derrota de los trabajadores y el triunfo de la dictadura franquista, los cientos de miles de fusilamientos, los campos de concentración y las cárceles, el miedo infinito, la represión generalizada…forma parte del patrimonio de nuestra lucha de clases, de las páginas más heroicas escritas por millones de hombres y mujeres anónimos que se levantaron contra la opresión y lo dieron todo por un futuro mejor.
Conocer, estudiar y asimilar las lecciones de aquel periodo revolucionario, es imprescindible si queremos enfrentarnos con éxito a la tarea que sigue pendiente y que es igual de necesaria que entonces: la transformación socialista de la sociedad.
La proclamación de la Segunda República y las tareas de la revolución democrático-burguesa
A finales el 1930, y tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, la monarquía de Alfonso XIII estaba corroída por la crisis económica, la contestación social de amplias capas de la pequeña burguesía, los estudiantes y el movimiento obrero. Carente de base social, los jefes monárquicos intentaron ganar tiempo convocando para el 12 de abril de 1931 elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. A pesar del fraude y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El júbilo de las masas se desató en las principales capitales y localidades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos.
Con una correlación de fuerzas tan desfavorable, la burguesía —que había sostenido la monarquía alfonsina y su régimen represivo durante décadas— no pudo impedir la proclamación de la República y mucho menos utilizar al ejército para reprimir al movimiento. Los capitalistas consideraron la República un mal menor mientras trataban de ganar tiempo.
En aquellas jornadas históricas, los dirigentes socialistas y republicanos que se auparon a la dirección del movimiento manifestaron grandes vacilaciones y una enorme desconfianza hacia las masas revolucionarias. Cuando Alfonso XIII tomó el camino del exilio, el mayor afán del gobierno provisional —una coalición entre los republicanos burgueses y los dirigentes del PSOE— fue encarrilar los acontecimientos hacia el terreno del parlamentarismo y la concordia con la clase dominante. En concreto, los dirigentes socialistas estaban completamente persuadidos que su coalición con la burguesía republicana les permitiría llevar a cabo las transformaciones democráticas radicales que en Inglaterra o Francia se habían realizado con las revoluciones burguesas de los siglos XVII y XVIII: crear las bases materiales de un capitalismo avanzado, aprobar la reforma agraria, lograr la separación entre la Iglesia y el Estado, el avance de la enseñanza pública, la modernización del Ejército, la creación de un cuerpo de leyes que velara por las libertades de reunión, expresión y organización, la resolución del problema nacional, especialmente en Catalunya…
Pero una estrategia semejante tenía contrapartidas: el proletariado revolucionario tenía que subordinarse a la burguesía republicana hasta que, en teoría, las organizaciones obreras fuesen lo suficientemente fuertes dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen. Sólo entonces se podría hablar de luchar por el socialismo. Este enfoque etapista defendido por los teóricos del reformismo socialdemócrata falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.
En el caso del Estado español, pero también en Rusia y en los países de desarrollo capitalista tardío, la burguesía unió muy pronto sus intereses a los de los viejos poderes establecidos. Nunca protagonizó una revolución como en Francia o Gran Bretaña. Por el contrario, recurrió constantemente a acuerdos con las viejas clases nobiliarias con las que compartía los beneficios de la propiedad terrateniente. La consolidación del régimen burgués no significó ningún cambio fundamental para el campesinado. La clase dominante española optó por conservar las bases de un capitalismo agrario extensivo, latifundista y expropiador de la masa campesina.
Los grandes industriales, muy vinculados a la gran propiedad agraria, utilizaron las ventajas políticas del régimen monárquico para obtener sus beneficios de los bajos salarios de la clase obrera, de extensas jornadas laborales y la represión sistemática de los sindicatos, especialmente de los anarcosindicalistas. La industrialización era débil y desigual, vastos territorios muy atrasados con otros, como Cataluña y Vizcaya, que concentraban la parte del león de las industrias extractivas, siderúrgicas y textiles y, por supuesto, los batallones pesados del proletariado. Esta configuración del capitalismo nacional también añadió una fuerte dependencia del capital exterior, especialmente del inglés y francés, que monopolizaron sectores enteros, como la minería del cobre, plomo, hierro...
En definitiva, la aristocracia empresarial y los grandes propietarios agrarios, muchos de ellos nobles aburguesados, se fundían con los grandes banqueros, para conformar el bloque dominante de poder, las famosas cien familias que controlaban la vida económica y política del país.
La historia del capitalismo español pronto puso de relieve el carácter profundamente contrarrevolucionario de la burguesía nacional y su completa renuncia a liderar consecuentemente la lucha por las demandas democráticas. Como demostró la experiencia del octubre ruso de 1917 y la oleada revolucionaria que sacudió Europa tras las Primera Guerra Mundial, sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la solución de las tareas democráticas y la eliminación de este bloque de poder que impedía el avance social. Y esta solución implicaba la lucha por el derrocamiento revolucionario de la burguesía acabando con su monopolio del poder político y económico.
Las ‘reformas’ del gobierno de conjunción republicano-socialista
El atraso del capitalismo español se manifestaba en la posición predominante de la agricultura en la economía nacional: aportaba el 50% de la renta y constituía dos tercios de las exportaciones. Aproximadamente el 60% de la población se concentraba en el medio rural, malviviendo en condiciones de extrema explotación, salarios miserables y sufriendo penurias periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra cultivable estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur, el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%.
La clase trabajadora, que superaba los tres millones en todo el país, había dado muestras sobradas de sus tradiciones combativas y de la potencia de sus organizaciones. No en vano, los campesinos y trabajadores habían protagonizado tres años de lucha revolucionaria durante el llamado trienio bolchevique (1918-1920), habían derrocado a la monarquía, y se agrupaban en grandes sindicatos de masas, la UGT y la CNT, que pronto sufrieron la radicalización de su militancia de base.
Enfrentados a una potente clase obrera y jornalera, la burguesía contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, existían 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. En total, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y al campesinado. La Iglesia era un auténtico poder económico: según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales, 7.828 urbanas y 4.192 censos.
En cuanto al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos desde el siglo XIX, y eran la espina dorsal del aparato del Estado burgués que los empleaba sistemáticamente en labores de represión del movimiento revolucionario y en las aventuras colonialistas en el norte de África.
Cuando el gobierno de conjunción republicano-socialista salido de las elecciones de junio de 1931 intentó poner en práctica sus promesas electorales, pronto se dio de bruces contra la realidad del capitalismo español. Su proyecto de reformas democráticas, manteniendo intacta la estructura social y económica del régimen burgués, fracasaron mayoritariamente. Finalmente se plegó a las exigencias de la clase dominante y se enfrentó duramente a su propia base social, reprimiendo con dureza las movilizaciones obreras y jornaleras en los años siguientes.
Este fracaso general se puede sintetizar en los siguientes puntos:
1.- La depuración del ejército. El ministro de la Guerra, Manuel Azaña, aprobó toda una serie de disposiciones legales para el retiro de algunos mandos desafectos garantizando su paga de por vida; pero la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos. El gobierno no depuró el aparato militar y policial de estos elementos, al contrario, premió y promocionó a los viejos oficiales de la monarquía —como Francisco Franco— a las posiciones más altas del escalafón militar, mientras que marginaba a los militares leales a la república.
2.- Las relaciones Iglesia-Estado. La cuestión de la financiación estatal de las actividades de la Iglesia católica y los límites al monopolio clerical de la educación fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, los reconocidos reaccionarios y republicanos de última hora, Alcalá Zamora —presidente de la República— y Miguel Maura —ministro de Gobernación—presentaron su dimisión en señal de protesta durante la redacción de la nueva constitución republicana que pretendía poner coto, muy tímidamente, al poder eclesiástico.
La enseñanza constituyó otro gran frente de batalla con la Iglesia. El mantenimiento del monopolio clerical de la educación había arrojado un saldo de atraso e ignorancia: en 1931 la tasa de analfabetismo del país superaba el 40%. En la primera semana de mayo de 1931, el gobierno de conjunción suprimió la obligatoriedad de la enseñanza de la religión. A finales de ese mismo mes, para luchar contra el analfabetismo, se puso en marcha el proyecto cultural de las misiones pedagógicas. Pero la estrella de las reformas fue el ambicioso decreto del 23 de junio de 1931, que aprobó la creación de 7.000 nuevas plazas de maestro y otras tantas nuevas escuelas, como parte de un plan quinquenal con el que se pretendía paliar el déficit educativo repartiendo más de 27.000 escuelas por toda la geografía. Sin embargo, todos estos proyectos quedaron muy cercenados. La construcción de las miles de escuelas prevista en el primer bienio sólo se llevó a cabo parcialmente debido a la escasez de recursos de las arcas municipales y al boicot de los caciques de siempre. Posteriormente, el gobierno derechista del bienio negro arrinconó definitivamente estos planes, permitiendo de nuevo a la jerarquía católica disfrutar de un amplio control sobre el sistema educativo y anulando cualquier medida reformista contra su poder económico. En cualquier caso, muchos de los avances educativos del periodo republicano fueron el resultado del esfuerzo abnegado de las organizaciones obreras y de sus militantes más comprometidos. Los ateneos libertarios, las casas del pueblo o las misiones pedagógicas se convirtieron en importantes centros de cultura en miles de localidades.
3.- La reforma agraria. La Ley aprobada finalmente en 1932, después de proyectos a cada cual más descafeinado y constantes concesiones a los terratenientes y a los partidos de la derecha en el parlamento, establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación mediante el pago de indemnización. Este sistema tenía por base la “declaración” hecha por los grandes propietarios agrarios, lo cual era una confesión del carácter extremadamente limitado de la reforma. El proyecto, además, obviaba el problema de los arrendamientos, que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo en Castilla la Vieja, Extremadura y otras zonas.
La reforma agraria del gobierno Azaña fue un fiasco en toda regla. “En 1933, ciento veinte años después de que las Cortes de Cádiz aprobasen las primeras leyes desamortizadoras —escribe Edward Malefakis— la aristocracia continuaba siendo una importante clase terrateniente. Sus propiedades que en su mayor parte eran cultivables (...) representaban más de medio millón de hectáreas en las seis provincias latifundistas estudiadas (Badajoz, Cáceres, Cádiz, Córdoba, Sevilla y Toledo) (...) La nobleza poseía de una sexta a una octava parte de toda la tierra incluida en el Registro de Badajoz, Córdoba y Sevilla. En Cádiz y Cáceres la nobleza debía controlar algo así como la cuarta parte de las tierras incluidas en el Registro”. Y continúa: “A finales de 1933, solamente había instalados 4.399 campesinos en 24.203 hectáreas. No había una sola provincia en la que se hubiese distribuido una extensión suficiente de tierras como para alterar significativamente la estructura social agraria existente. El Estado se había apropiado de 20.133 hectáreas más, propiedad de los participantes en el levantamiento de Sanjurjo, por la ley de 24 de agosto de 1932, pero en ellas se asentaron incluso menos colonos”1.
4.- Los derechos democráticos. Las promesas de poner fin a todo el entramado de leyes reaccionarias heredadas del régimen monárquico, y garantizar de libertad de expresión, de reunión y de huelga habían sido fundamentales para ganar el apoyo de las masas del campo y la ciudad a la causa republicana. Pronto se vio que el gobierno republicano-socialista no estaba dispuesto a llevar en este terreno ninguna política audaz.
El derecho a huelga se siguió rigiendo por la ley de 1909 y tan sólo se modificó parcialmente con el decreto del 27 de noviembre de 1931, limitando seriamente el derecho a la huelga al establecer que los Jurados Mixtos, que sustituían a los comités paritarios creados por la Dictadura, fueran encargados de intentar la conciliación antes de que se declarase una huelga. Fue un arma legal para reprimir a los sindicatos más combativos, especialmente a los encuadrados en la CNT, aunque también se utilizó contra las huelgas campesinas lideradas por los sectores cada vez más radicalizados de la FNTT (Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra de la UGT).
Ante el incremento de la conflictividad laboral y las ocupaciones de tierras, el gobierno republicano-socialista aprobó, el 21 de octubre de 1931, la Ley de defensa de la República que incluía la prohibición de promover huelgas políticas y todas aquellas que no hubieran seguido el procedimiento del arbitraje. Bajo el paraguas de esta ley los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en el asesinato de cientos de campesinos y trabajadores; posteriormente sería utilizada por la derecha durante el bienio negro para reprimir con saña al movimiento revolucionario de octubre de 1934.
5.- En cuanto a la cuestión nacional y las colonias, el gobierno de coalición republicano-socialista concedió a Catalunya una autonomía muy restringida, pero se negó el estatuto de autonomía a Euskadi con el pretexto de no fomentar el nacionalismo vasco, cuyo carácter reaccionario y clerical era evidente. Obviamente, la posición gubernamental ante la cuestión nacional reflejaba, una vez más, las cesiones al nacionalismo español, y no evitó que el PNV recurriera a un discurso demagógico para aumentar su influencia. Por otra parte, el gobierno republicano-socialista siguió gobernando Marruecos como antes había hecho la monarquía: como una potencia colonialista.
La respuesta del movimiento obrero y jornalero
La incapacidad de los líderes republicanos y socialistas para satisfacer las demandas de tierra, trabajo y salarios dignos —incompatibles con el mantenimiento de las relaciones capitalistas de propiedad—, y sus concesiones a los poderes fácticos, se tradujeron en un constante y violento enfrentamiento con el proletariado urbano y el movimiento jornalero. Para las masas que habían protagonizado el movimiento revolucionario que derrocó a la monarquía, el advenimiento de la República tenía que significar una solución a sus terribles condiciones de vida.
La represión tuvo escenarios sangrientos: Castilblanco, Arnedo, Castellar de Santiago, Casas Viejas, Espera, Yeste... en todos ellos los guardias de asalto y la guardia civil fueron utilizados, por orden gubernamental, para defender la propiedad terrateniente asesinando a decenas de campesinos. Las huelgas obreras también se recrudecieron y fueron acompañadas de una profunda desilusión de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizarían reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia y luchas de gran envergadura. Las huelgas generales se extendieron: Pasajes, los mineros asturianos, en Málaga, Sevilla, Granada, en la Telefónica… y una gran mayoría terminaron como en el campo: con decenas de trabajadores muertos.
La deriva represiva del gobierno de conjunción era el resultado inevitable de sus posiciones políticas y su negativa a depurar el aparato del Estado. En palabras de Julián Casanova: “Utilizaron los mismos mecanismos de represión que los de la Monarquía y no rompieron ‘la relación directa existente entre la militarización del orden público y politización de sectores militares’. El poder militar siguió ocupando una buena parte de los órganos de administración civil del Estado, desde las jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto, hasta la Dirección General de Seguridad, pasando incluso por algunos gobiernos civiles. Sanjurjo, Mola, Cabanellas, Muñoz Grandes, Queipo de Llano o Franco, protagonistas del golpe de Estado de 1936, constituyen buenas muestras de esa conexión en los años treinta, como lo habían sido Pavía y Martínez Campos en 1873. La subordinación y entrega del orden público al poder militar comenzó desde la misma proclamación de la República. El 16 de abril llegaba Cabanellas a Sevilla para ponerse al mando de la Capitanía General de la 2ª Región Militar y declaró el estado de guerra. Mantenido inicialmente durante casi dos meses, sirvió para clausurar todos los centros obreros de la CNT, dirigidos, según declaraba el general en un Bando del 22 de mayo, ‘por una minoría de audaces e indocumentados, muchos de ellos antiguos pistoleros, profesionales de la revuelta y del desorden, que en la época de dictadura fueron modelo de mansedumbre y contención’ (...) Ese tono despreciativo y amenazante con los sindicalistas y socialistas era muy típico de los militares encargados de dirigir la represión de los conflictos sociales”2.
Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y fueron convocadas nuevas elecciones para noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y sectores atrasados del campesinado. Agazapada ante los primeros embates de las masas, la derecha empezó a levantar cabeza, como demostró el intento de golpe de Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932. Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se estaba desarrollando en Alemania. El peligro del fascismo se concretaba.
La lucha contra la amenaza fascista
Con una diferencia de varias decenas de miles de votos a su favor, los radicales de derechas de Lerroux junto a la CEDA de Gil Robles se hicieron con la mayoría de diputados en el Parlamento. A partir de ese momento la burguesía realizó una amplia labor contrarrevolucionaria endureciendo la legislación laboral, aumentando la represión contra las organizaciones obreras, especialmente contra la CNT y la UGT, y enfrentando militar y policialmente el movimiento huelguístico. El poder de los terratenientes se fortaleció.
En definitiva, la burguesía buscó una salida fascista a la crisis social siguiendo los pasos del triunfo de Hitler en 1933 y de Dollfuss en 1934. Pero la tensión de los acontecimientos obraba también en otra dirección: acelerando la radicalización de las masas y de sus organizaciones. El surgimiento de la izquierda socialista liderada por Largo Caballero, con una gran influencia en la UGT —especialmente en su federación campesina— y en las Juventudes Socialistas, era la prueba más acabada de este proceso. La reacción del movimiento obrero ante el peligro fascista no se hico esperar: la formación de las Alianzas Obreras, un intento de frente único proletario, constituyó un ejemplo inédito en la Europa de los años treinta.
La izquierda estaba dispuesta a la lucha antes de dejarse aplastar por el fascismo, y así, la entrada de dirigentes cedistas al gobierno de Lerroux desató la insurrección proletaria de octubre de 1934. Sin el levantamiento revolucionario del proletariado asturiano, muy probablemente se hubiera impuesto un Estado de corte fascista utilizando la maquinaria del parlamentarismo burgués.
La represión contra la Comuna asturiana a manos de los futuros jefes militares del golpe del 18 de julio fue terrible. Cerca de dos mil muertos en los combates, cientos de fusilados, miles de detenidos y torturados, a los que sumar decenas de miles de trabajadores represaliados y despedidos de sus trabajos. Las organizaciones obreras tuvieron que pasar a la clandestinidad, mientras que la burguesía acabó por sacar las lecciones últimas de los acontecimientos. Octubre del 34 demostró que no era posible acabar con el movimiento de las masas a través de la represión “legal” que las leyes republicanas permitían. Se necesitaba aplastar a sus organizaciones y su capacidad de resistencia. Era necesario imponer el terror blanco hasta sus últimas consecuencias.
De nuevo la colaboración de clases
Tras el fracaso de la derecha para estabilizar su gobierno, las cortes fueron disueltas y se convocaron elecciones para el 16 de febrero de 1936. Los dirigentes reformistas del PSOE y de la UGT, especialmente Indalecio Prieto y Julián Besteiro, conectaron inmediatamente con las propuestas de los líderes del PCE para conformar un Frente Popular de cara a las elecciones de febrero.
Las nuevas directrices políticas de Stalin, a las que el PCE y el resto de los partidos comunistas prestaron obediencia, eran muy claras: supeditar la acción revolucionaria del proletariado a la defensa de la legalidad republicana, o lo que es lo mismo, a la defensa de la democracia burguesa. Este nuevo giro de la política estalinista representaba una ruptura decisiva con los principios de la política leninista sobre la revolución socialista y su lucha contra la política de colaboración de clases. Los estalinistas sancionaban una vergonzosa regresión a los viejos esquemas del reformismo socialdemócrata. Pero una cosa eran los esquemas políticos de los dirigentes estalinistas y otra muy diferente la realidad tozuda de la lucha de clases como habían demostrado los ejemplos de Alemania y Austria: el fascismo, que veía llegar su turno porque los mecanismos de la “democracia parlamentaria” no eran suficientes para garantizar el poder y los beneficios de la clase capitalista, solo podía ser derrotado con los métodos y la estrategia de la revolución socialista.
El programa del Frente Popular recogía reivindicaciones democráticas fundamentales, como la amnistía y la readmisión de los despedidos tras la insurrección del 34, pero ataba de pies y manos a la clase obrera. Los partidos republicanos rechazaron expresamente cualquier mención a la nacionalización de la tierra y su entrega a los campesinos y, por supuesto, a la nacionalización de la banca y el control obrero en la industria. También se negaron a establecer el subsidio de paro solicitado por los partidos de izquierda. En definitiva, se reeditaban los presupuestos políticos que habían guiado la acción del gobierno de conjunción republicano socialista del primer bienio, y que habían asfaltado el camino para que la CEDA triunfase.
Todavía hoy se justifica la política del Frente Popular en la necesidad de evitar que las capas medias giraran hacia la reacción. Pero no había terreno para salidas intermedias ante una crisis social tan profunda: o la clase obrera se hacía con el poder político y económico, o el capital movilizaría sus reservas sociales y militares para aplastar durante décadas a los trabajadores y sus organizaciones. En su texto Adónde va Francia, escrito en octubre de 1934, Trotsky analiza este fenómeno en detalle: “...Los pequeños burgueses desesperados ven en el fascismo, ante todo, una fuerza combativa contra el gran capital, y creen que el fascismo, a diferencia de los partidos obreros que trabajan solamente con la lengua, utilizará los puños para imponer más ‘justicia’. (...) Es falso, tres veces falso, afirmar que en la actualidad la pequeña burguesía no se dirige a los partidos obreros porque teme a las ‘medidas extremas’. Por el contrario: la capa inferior de la pequeña burguesía, sus grandes masas no ven en los partidos obreros más que máquinas parlamentarias, no creen en su fuerza, no los creen capaces de luchar, no creen que esta vez estén dispuestos a llegar hasta el final (…) Para atraer a su lado a la pequeña burguesía, el proletariado debe ganar su confianza (…) necesita tener un programa de acción claro y estar dispuesto a luchar por el poder por todos los medios posibles…”3.
La necesidad de una dirección revolucionaria
El Frente Popular (FP) fue apoyado entusiastamente por los trabajadores en cada rincón del país. Sin embargo, no todos los componentes del FP veían el futuro de la misma manera: “Con toda mi alma”, hablaba confidencialmente Manuel Azaña el 14 de febrero a Ossorio y Gallardo, “quisiera una votación lucidísima, pero de ninguna manera ganar las elecciones. De todas las soluciones que se pueden esperar, la del triunfo es la que más me aterra”. El triunfo de las listas del FP fue tan arrollador que muchos líderes reaccionarios como Lerroux o Romanones perdieron su acta de diputado. No obstante, como ocurriera en las elecciones de junio de 1931, sorprende que de los 257 diputados del Frente Popular 162 tuvieran filiación republicana. Los partidos obreros cedieron a los republicanos burgueses un protagonismo en las listas que nunca merecieron. En cualquier caso, el proceso de la revolución socialista encontró en las elecciones de febrero de 1936 un cauce poderoso para expresarse.
Aprendiendo de las lecciones del bienio republicano-socialista, las masas no aguardaron a la acción “legislativa” del parlamento o del gobierno para imponer sus reivindicaciones. A través de la acción directa revolucionaria asaltaron las cárceles y liberaron a los presos. Entre febrero y julio de 1936 se organizaron más de 113 huelgas generales y 228 huelgas parciales en las ciudades y pueblos de toda España. En las ciudades, los comités de acción UGT-CNT ocupaban fábricas y empresas y lograban imponer a los burgueses la readmisión de los despedidos. La situación en el campo se desbordó: “Los campesinos pasaron rápidamente a la acción”, escribe Manuel Tuñón de Lara, “(...) En las provincias de Toledo, Salamanca, Madrid, Sevilla, etc., ocuparon grandes fincas desde los primeros días de marzo y se pusieron a trabajarlas bajo la dirección de sus organizaciones sindicales. Una vez que ocupaban las tierras, lo comunicaban al Ministerio de Agricultura para que legalizase su situación. Este movimiento culminó el 25 de marzo con la ocupación de fincas realizada al mismo tiempo por ochenta mil campesinos en las provincias de Badajoz y Cáceres...”.
La situación revolucionaria maduraba con rapidez., El doble poder empezaba a emerger; por una parte, las instituciones de la república burguesa —cada vez más impotentes en la tarea de frenar la lucha de las masas— eran abandonadas por los sectores decisivos de la clase dominante que se preparaban para un golpe militar fascista. Por otro, el tremendo poder del proletariado y el campesinado, que empujaba a sus organizaciones hacia una salida revolucionaria y que tenía su exponente más radical en la izquierda caballerista del PSOE, la UGT y las JJSS, y en las organizaciones anarcosindicalistas.
Las condiciones objetivas para el triunfo de la revolución social estaban plenamente maduras; pero el factor subjetivo, es decir, el de una dirección revolucionaria consecuente, todavía no. Si el PSOE o el PCE hubieran tenido una política marxista, auténticamente socialista, basada en un programa revolucionario que plantease abiertamente la toma del poder; si los dirigentes obreros hubiesen defendido la nacionalización de las fábricas y la banca bajo control democrático de los trabajadores; la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a los campesinos para su explotación; la formación de consejos de obreros y campesinos para ejercer el control y la democracia política; el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas y la independencia para las colonias (especialmente Marruecos)... En definitiva, si hubieran defendido un programa como el de Lenin y los bolcheviques en 1917, habrían encontrado el respaldo unánime de la clase obrera y de los jornaleros, de la mayoría aplastante de la población, conjurando la amenaza del fascismo.
Revolución y contrarrevolución
Cuando Azaña fue elegido presidente de la República y una mayoría de miembros de los partidos republicanos coaligados en el Frente Popular coparon las carteras ministeriales, el objetivo de estos fue restablecer el “equilibrio” capitalista en medio de una situación extrema de polarización social y política. Rearmando a los guardias de asalto y dando instrucciones concretas a la guardia civil, el gobierno Azaña intentó impedir a toda costa la revolución: no dudó en reprimir el movimiento de las masas y logró que las cárceles, vacías de presos políticos tras las primeras jornadas de febrero, fueran llenándose con militantes sindicalistas y anarquistas.
Mientras, la burguesía ya había decidido la partitura que interpretaría. Pocos días después de la formación del gobierno y con Franco ya destinado a la división militar de Canarias, se celebró una reunión a la que asistieron él mismo, los generales Mola, Orgaz, Varela, González Carrasco, Rodríguez del Barrio y el teniente coronel Valentín Galarza, para acordar los planes del alzamiento. Todo este movimiento de sables, que contaba con el respaldo de la burguesía, no permanecía secreto dentro de las paredes de las casas de oficiales y cuartos de bandera. Eran constantes los rumores y las informaciones que revelaban la existencia de estos planes. ¿Qué hizo la República, presidida por el “progresista” Azaña para conjurar esta amenaza? Nada, absolutamente nada.
Julio Busquets, reconocido dirigente de la Unión Militar Democrática en los años de la Transición, explica el comportamiento del gobierno republicano en aquellos días decisivos:
“Cuando el golpe de Estado era inminente y la Unión Militar Republicana Antifascista (UMRA) había hecho acopio de toda la información al respecto, se entrevistaron con Casares Quiroga, jefe del gobierno, para exponerle la gravedad de la situación y exigirle una respuesta inmediata. La reunión tuvo lugar el 16 de julio y se le pidió que aplicara las siguientes medidas:
1) Pasar a disponibles forzosos a diferentes militares entre los cuales se encontraban los generales Franco, Goded, Mola, Fanjul y Varela, los coroneles Aranda y Alonso Vega, el teniente coronel Yagüe, y el comandante García Valiño.
2) La rápida inspección de todas las guarniciones por parte de delegados gubernativos, que informasen a la tropa de los graves riesgos de insurrección.
3) Creación de seis unidades especiales con personal y mandos de total confianza, con sede en Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Zaragoza, Bilbao, destinada a abortar cualquier insurrección militar en sus zonas de influencia.
4) La detención inmediata y depuración de los miembros sospechosos de pertenecer a la Unión Militar Española (UME).
5) Disolución del ejército, en último caso, con el fin de abortar el golpe. (...)
Confundiendo deseos con realidades, Casares Quiroga afirmó que no había peligro de insurrección y se negó a aplicar ninguna de las medidas que le planteó la UMRA. Argumentó que éstas pondrían verdaderamente en contra de la República a todo el Ejército y que lo que pretendían los militares de la UMRA era desplazar a los militares citados en el escalafón para ocuparlo ellos. Obviamente, Casares Quiroga temía en ese momento más una insurrección revolucionaria de izquierdas que un golpe de derechas...”. 4
Los preparativos militares en los cuarteles se combinaban con las acciones terroristas de las bandas fascistas de la Falange, especializadas en asesinar obreros y atacar los locales de los partidos de izquierda y los sindicatos. Finalmente, el 17 de julio la Guarnición de Marruecos se levantó en armas y el resto de las guarniciones militares telegrafiadas por Franco prepararon todos los operativos. Aunque el gobierno republicano tenía un conocimiento exhaustivo del levantamiento militar, se negó en redondo a tomar ninguna medida para evitar su extensión: durante 48 horas dejaron todo el terreno libre a los golpistas —sin movilizar las fuerzas leales del ejército ni impartir una sola orden— mientras se negaban a armar al pueblo.
Lo que siguió fue la lucha heroica del proletariado y los campesinos pobres contra las fuerzas de la contrarrevolución. La derrota de los golpistas en Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, Gijón, etc., gracias a la resistencia armada de los obreros y campesinos anarquistas, socialistas, comunistas, poumistas, que desoyeron los consejos traicioneros del gobierno republicano y pasaron por encima de la política paralizante de sus direcciones, abrió una nueva etapa.
Los obreros en armas incautaron la propiedad de los capitalistas y se hicieron con el control de las fábricas, ocuparon la tierra y la colectivizaron. El poder real pasó a las manos de cientos de comités revolucionarios que se establecieron en todos los territorios donde el golpe fracasó: derogaron los gobiernos municipales republicanos, sustituyeron la justicia burguesa por tribunales revolucionarios integrados por representantes de las organizaciones proletarias, acabaron con la policía republicana que fue reemplazada por las Patrullas de Control de milicianos armados que velaban por el nuevo orden revolucionario. Se organizó el poder militar de la clase obrera sobre la base de las milicias... En definitiva, de las ruinas de la democracia burguesa, y empujado por el golpe militar, surgió el embrión de un nuevo poder obrero y socialista.
En los tres años siguientes de guerra y revolución, el proletariado y los campesinos que habían demostrado un instinto revolucionario y un heroísmo sin parangón en los campos de batalla, no dispusieron de una organización capaz de completar con éxito lo que habían logrado conquistar el 19 de julio. Carecieron de un partido bolchevique como en Rusia durante octubre de 1917. Los dirigentes reformistas de la izquierda, encabezados por el estalinismo, se esforzaron con todos los medios a su alcance por eliminar las realizaciones revolucionarias de las primeras semanas.
Bajo la consigna de la “defensa de la República”, y con la llave del suministro de armas que Stalin abría y cerraba en función de sus intereses, los gobiernos del Frente Popular reestablecieron el viejo aparato del Estado burgués en territorio republicano. Con el pretexto de conseguir el apoyo de las potencias “democráticas”, de Francia y Gran Bretaña, que por otra parte habían ideado la traicionera política de la no intervención, se eliminó cualquier rastro de la revolución: las colectivizaciones, el control obrero de la industria y las milicias obreras. El Ejército republicano distaba mucho de ser un ejército rojo para luchar por el socialismo con una política internacionalista, la única forma de vencer al Ejército franquista respaldado por Hitler y Mussolini. A pesar del heroísmo de cientos de miles de combatientes y la entrega desinteresada de los brigadistas internacionales, la política del gobierno arruinó todas las posibilidades de victoria. Al cabo de tres años, la contrarrevolución fascista no sólo suprimió la República, asesinó a cientos de miles de los mejores luchadores de la clase obrera y aniquiló sus organizaciones, estableciendo las bases para una dictadura sangrienta.
Las lecciones de la II República son una fuente de inspiración inagotable, y deben ser estudiadas con atención por la nueva generación de jóvenes y trabajadores que abrazan las ideas del socialismo. De ellas se desprende una conclusión inequívoca: sólo hay una República por la que merezca la pena luchar ¡la República Socialista de los trabajadores!
Notas
1. Edward Malefakis, Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX, Ed. Ariel, Barcelona, 1976, pp. 92 y 325.
2. Julián Casanova, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España (1921-1939), Editorial Crítica, Barcelona 1997, pp. 20-21.
3. León Trotsky, Adónde va Francia, Fundación Federico Engels, Madrid 2006, págs. 35-36.
4. Julio Busquets, Ruido de Sables. Las conspiraciones militares en la España del siglo XX, Crítica, Barcelona 2003, p 67.