Los años treinta fueron años de revolución y contrarrevolución en todo el mundo. La brutal crisis económica, la memoria de la matanza de la Gran Guerra, pone encima de la mesa la tarea y la posibilidad de la revolución. Pero también crea la posibilidad del fascismo, es decir, la movilización de las masas de pequeñoburgueses enloquecidos y lúmpenes contra la clase obrera, al servicio del capital. Los sectores decisivos de la burguesía se inclinan, como último recurso, por los fascistas, en Alemania, Austria y otros paí-ses, y algunos sectores flirtean con ellos, o los utilizan, en casi todos los países europeos. Pero la derrota sin lucha del poderoso proletariado alemán, el más organizado del mundo, pone en alerta a los trabajadores de toda Europa. Los fascistas tendrán que derrotar a los trabajadores austriacos antes de que en 1934 tome el poder Dollfuss. Como explicaba Marx, a veces la contrarrevolución es el látigo de la revolución.
El primer intento serio de un movimiento fascista español es la CEDA. La nutren los terratenientes y caciques agrarios y la masa de pequeños y medianos propietarios agrícolas de Castilla la Vieja y de obreros católicos atrasados. Con estos mimbres tan deteriorados un sector creciente de la burguesía, comenzando por el más ligado a la vieja aristocracia y a los curas, intenta preparar una alternativa a la revolución. Gil Robles, Jefe de la CEDA, émulo frustrado de Mussolini, intenta movilizar a los sectores más atrasados contra los rojos. La CEDA llega a tener 700.000 militantes, pero el ariete de su movimiento fascista es la JAP, Juventud de Acción Popular. Mientras la cúpula cedista arengaba con discursos fascistas ("necesitamos el poder", decía Gil Robles en octubre de 1933, "llegado el momento, el parlamento, o se somete, o le hacemos desaparecer (...). Queremos una patria totalitaria"), sus fuerzas de choque, la JAP, perseguían a los militantes de izquierda e intentaba amedrentar -con poco éxito- las huelgas y las movilizaciones.
La CEDA, plagiando a Hitler, pretendía llegar al poder combinando maniobras políticas por arriba y la violencia contra el movimiento obrero (y de las nacionalidades) por abajo. Las elecciones de 1933, ganadas por la derecha en su conjunto, dieron la mayoría simple de diputados a la CEDA. Sin embargo, la burguesía y el aparato cedista buscaron el mejor momento para su entrada en el Gobierno. Justo después de la derrota de la gran huelga jornalera de junio de 1934. Octubre del 34, aun siendo una derrota, que cobró un alto precio en la vida de miles de obreros, determinó de forma precisa la correlación de fuerzas. El fascismo podía triunfar, sí, pero no antes de entablar feroz lucha con un movimiento revolucionario fuerte, animado, rabioso, que aun sin dirección clara, era capaz de luchar a muerte, de plantar cara a la hiena fascista. Dos años después, en las jornadas de julio del 36, el proletariado industrial y agrícola lo demostró, y tomó la revancha.

Alianzas Obreras
contra el fascio

De forma instintiva, sin la ayuda de sus dirigentes, las masas revolucionarias entendían cómo luchar contra el fascismo. Las Alianzas Obreras, surgidas en Catalunya en febrero de 1933, y extendidas a Andalucía, Madrid, Valencia, Asturias, etc., eran la coordinación de las diferentes organizaciones (sindicales y políticas) de la clase para luchar contra el enemigo común: el fascismo. Un partido bolchevique habría participado entusiastamente de ese frente único de clase, intentando desarrollarlo hacia abajo (AOs en cada barrio, fábrica, etc.) y convertirlo en sóviets, en embriones de poder obrero. Habría vinculado la lucha antifascista con la movilización contra el paro masivo y los salarios de miseria, por los derechos democráticos de las nacionalidades, por un plan estatal de inversión masiva y por la expropiación de latifundios y grandes empresas para llevar a cabo esas medidas. El drama es que ese partido bolchevique no existía. Las AOs (salvo en Asturias, en parte) no pudieron superar sus limitaciones: por un lado, no pasaron de ser acuerdos de organizaciones por arriba sin dar cauces a la participación y control de los trabajadores por abajo; por otra parte, no supieron orientarse a la base de la CNT -la principal organización obrera- para luchar contra los prejuicios antipolíticos y sectarios de su dirección, y obligarla a integrarse en las Alianzas. A nivel de programa, si bien las de Cataluña y Asturias vinculaban el antifascismo con la necesidad del socialismo, no se intentó ninguna vinculación entre la insurrección antifascista y revolucionaria que tendría que llegar -y que llegó, en octubre del 34, cuando la reacción se sentía más fuerte-, y las luchas que obreros, campesinos y nacionalidades oprimidas protagonizaban.

¿Cuál es la táctica leninista del frente único de clase?

Se trata de organizar la lucha conjunta contra la reacción (fascista o bonapartista), con el objetivo de defender cualquier organización obrera, cualquier local o militante, y de luchar por reivindicaciones que debiliten al enemigo (depuración del aparato del Estado, derechos democráticos para la policía y su control por parte de los trabajadores...). A la vez, se trata de mantener la independencia política de cada partido: los revolucionarios han de preservar a cualquier precio el derecho de criticar a los reformistas, pues es su política, su defensa del capitalismo, lo que permite la expansión del fascismo. La lucha conjunta demuestra quién es el más resuelto luchador antifascista, o mejor dicho, quién tiene un programa que sirve más para la lucha antifascista. Las reivindicaciones defensivas pueden convertirse rápidamente en ofensivas, y los comités de frente único, si son abiertos a todos los trabajadores y no burocráticos, pueden convertirse en sóviets, en órganos de democracia obrera que en un determinado momento pueden sustituir las carcomidas instituciones burguesas. Si la dirección socialdemócrata no acepta la unidad de acción queda en evidencia ante su propia base y demuestra su inacción.
La ceguera sectaria y los intereses burocráticos primaban en la mayoría de dirigentes cenetistas, que rechazaban despectivamente las AOs por la participación de partidos políticos y por su "origen marxista". Fue un drama que mientras los trabajadores asturianos luchaban en unidad de acción contra las tropas de Franco y por la revolución, en Octubre del 34, el Sindicato Federal Ferroviario de la CNT se negaba a hacer huelga y, por tanto, a impedir el transporte de material militar y soldados para la represión en Asturias.

Del ‘socialfascismo'
a los Frentes Populares

En cuanto al PCE, desgraciadamente, su dirección estalinista no basaba su acción política en los intereses de la revolución, sino en los de la camarilla burocrática que se había adueñado del poder en la URSS y del control de la Internacional Comunista. La teoría del socialfascismo fue decisiva para el triunfo del nazismo. Según esa teoría, puesto que fascistas y socialdemócratas eran diferentes instrumentos para mantener la dictadura del capital, no había que hacer distingos entre ellos. Tan enemigo eran los fascistas puros como los socialfascistas (o los trotskofascistas y los anarcofascistas, por supuesto). En la práctica, esto significó cerrar el camino a los millones de trabajadores socialdemócratas, y minusvalorar el peligro fascista.
No era inevitable que los nazis tomaran el poder. Por supuesto que tenían fuerza. En las últimas elecciones libres, en noviembre de 1932, obtuvieron casi doce millones de votos. ¡Pero la suma de votos al SPD y al KPD fue de más de trece! Más importante que eso es que la suma de las milicias obreras daba alrededor de un millón de milicianos. Millones de trabajadores afiliados a sindicatos eran la base fundamental para una resistencia bien organizada contra el fascismo. No es comparable con la base nazi. No tienen la misma fuerza mil mineros (sobre todo si tienen un programa y una dirección que les anime a la lucha) que mil abogados, tenderos y lúmpenes. Sólo la desorganización del proletariado permitió que la escoria fascista se adueñara de la calle. Millones de obreros esperaban una orden, que nunca llegó, una orden acompañada de un plan serio, de reivindicaciones precisas, para parar la producción, para salir a la lucha, acorralando a los nazis en sus propias guaridas. El drama del triunfo nazi, del holocausto, de la Segunda Guerra Mundial, del capitalismo en general, es el drama de la falta de dirección revolucionaria en Alemania en los treinta.
A raíz del triunfo nazi hubo un cambio en la estrategia de la burocracia estalinista. Frente al peligro que venía del Este (la URSS era el enemigo declarado de la Alemania hitleriana), Stalin, que siempre maniobraba con una visión de corto plazo, buscó una alianza con las democracias burguesas, especialmente Francia y Gran Bretaña, pensando que esos burgueses liberales se aprestarían a controlar la agresividad nazi. Afianzar esa alianza exigía demostrar responsabilidad, es decir, renunciar a la revolución, llamar a la moderación de las reivindicaciones para hacerlas asumibles por los burgueses, olvidarse del socialismo, al menos, hasta que el peligro del fascismo hubiera pasado. El estalinismo contribuyó con el reformismo a evitar la revolución en el Estado español.
El instrumento fueron los Frentes Populares. Al contrario que las AOs y que el frente único propuesto por Lenin, los Frentes Populares eran la alianza de los partidos obreros -y los PCs en primer lugar- con los partidos burgueses liberales, como Izquierda Republicana de Azaña, e incluso con el clerical y reaccionario PNV. La "alianza antifascista", interclasista, exigía a la clase obrera sacrificios de todo tipo, olvidarse no sólo de la revolución, sino de cualquier mejora significativa en sus miserables condiciones de vida. El problema es que la lucha antifascista de los liberales empieza y acaba en el parlamento y en el salón de sus buenas mansiones, y así no se derrota al fascio. El golpe del 18 de julio fue en primera instancia aplastado sólo porque las masas obreras y campesinas salieron a la calle, se armaron y se organizaron, mostrando la determinación de la que carecían el Gobierno republicano y la mayoría de sus dirigentes. Pero esas masas escribieron esa gesta sólo porque entendieron que aplastar el fascismo era una parte más (y muy importante) de su lucha por acabar con la explotación. Demostraron que el antifascismo iba de la mano de la revolución, al tomar el control de las principales empresas y tierras. En la medida que la guerra antifascista fue perdiendo su contenido revolucionario ante la población (no sin grandes resistencias), el desánimo se adueñaba de los trabajadores, los campesinos gallegos, navarros o castellanos encuadrados en el Ejército franquista no tenían motivos para rebelarse y jugarse la vida, y el fascismo se pudo imponer.
Las posibilidades de un régimen fascista hoy son minúsculas. Su base social no tiene hoy la fuerza numérica del pasado. El proletariado es absolutamente mayoritario y las capas medias, en parte, están más en contacto con la clase obrera, más influidas por ella. Pero esta época de decadencia del capitalismo, tras el largo paréntesis del auge de la posguerra, sí alimenta todo tipo de movimientos reaccionarios que son un peligro para la clase obrera. El empleo de bandas fascistas y, a más largo plazo, la búsqueda de alternativas bonapartistas, por parte de la burguesía en declive, es inevitable. Enfrentarnos a ello exige la máxima unidad de nuestra clase, la máxima organización (incluyendo la autodefensa), la máxima determinación, y un programa que conecte las necesidades inmediatas, con las reivindicaciones de defensa de nuestros derechos democráticos, y con la imperiosidad de la democracia obrera.

La experiencia histórica de la lucha contra el fascismo (I parte) 

 

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