La primera escena de Una batalla tras otra no podría ser más impactante: decenas de activistas antifascistas se organizan para asaltar un campo de concentración para migrantes, liberarlos y encerrar en él a los militares que los mantienen encarcelados. ¡Más de un espectador aplaudía entusiasmado!

A partir de ahí, la película es una inyección de adrenalina, con escenas de acción, giros imprevisibles y una banda sonora con cambios de registro constantes. Todo ello pensado para sacudir al espectador, transformado en uno más de esos antifascistas que desafían la represión implacable de un Estado totalitario, saltando de una batalla a otra por unos Estados Unidos situados en un momento histórico indeterminado pero que huele a Donald Trump por los cuatro costados.

Eso sí, desde el principio queda claro que esta denuncia del totalitarismo y racismo trumpista no tomará el camino de la narración realista, sino del esperpento, siguiendo el tono de la novela en la que está inspirada, aunque muy libremente: Vineland, de Thomas Pynchon. Una sátira de la sociedad estadounidense bajo los Gobiernos visceralmente anticomunistas de Ronald Reagan (1981-1989).

Paul Thomas Anderson, director y guionista de la película —y autor de otra potente denuncia sobre los orígenes del capitalismo estadounidense: Pozos de Ambición, basada en la novela Petróleo del escritor socialista Upton Sinclair—, ha insistido en distintas entrevistas en que su película no se refiere específicamente al trumpismo, sino al fascismo y el racismo en general. Pero lo cierto es que a lo largo de sus dos horas y cuarenta minutos resulta imposible no ver las similitudes evidentes entre lo que muestra la pantalla y lo que pasa hoy en EEUU: la persecución policial a los migrantes, y los activistas y movimientos de solidaridad que les apoyan, por ese cuerpo militar —que si no es el ICE se le parece horrores— dirigido por el fascista comandante Lockjaw (magistralmente interpretado por Sean Penn), los centros de deportación (auténticos campos de concentración), la infiltración policial y la brutal represión contra las manifestaciones...

De hecho, algunos críticos que tacharon la película de falsa y excesivamente caricaturesca, y al personaje de Sean Penn de sobreactuado, habrán tenido que tragarse sus palabras viendo las actuaciones del ICE, el despliegue de la Guardia Nacional y los marines en diferentes ciudades para reprimir protestas y manifestaciones, el despliegue de parafernalia fascista en el funeral del racista supremacista Charlie Kirk o la reunión del propio Trump y el secretario de Defensa, Pete Hegseth, el pasado 30 de septiembre con cientos de generales estadounidenses exigiéndoles combatir las ideas woke: feminismo, LGTBI, antifascismo y todo lo que huela a izquierda. O sus contantes discursos apelando a la lucha contra el “enemigo interior”.

Como dejó claro hace mucho tiempo Valle-Inclán en Luces de Bohemia o Tirano Banderas, el esperpento no solo no está reñido con la denuncia fidedigna de la realidad, sino que muchas veces es una de las formas más efectivas de mostrarla. Uno de los aspectos más interesantes de Una batalla tras otra es precisamente la decisión de mantener el estilo caricaturesco de Vineland y el espíritu de su personaje principal: Bob, un viejo militante de la izquierda antisistema convertido en hippy bastante caótico y desastroso (también magistralmente representado por Leonardo di Caprio), sacándolo de la era Reagan y trayéndole a la era Trump para contar una historia diferente.  

Una historia en la que, junto a la denuncia del fascismo y el racismo, destaca la fuerza del movimiento de masas que llena hoy las calles estadounidenses, representada por la nueva generación de activistas que encarnan en la película la hija adolescente de Bob y su profesor latino de artes marciales. Otras dos interpretaciones excepcionales de Chase Infiniti y Benicio del Toro.

Las escenas que comparten Di Caprio y Benicio del Toro provocan momentos desternillantes, sin renunciar nunca a la crítica contundente. Al igual que ese genial “Club de Amantes de la Navidad” que no aparece en la novela.

En la película también hay algunas pinceladas críticas dirigidas a la extrema izquierda de los años 60, aunque desde el respeto a los que luchan y en clave de comedia bastante más amable: las dificultades de Bob para comprender y asumir las ideas feministas y el apoyo a la lucha trans de su hija, el formalismo y esquematismo en ciertas situaciones, incluso la oposición entre la lucha de masas y las acciones desesperadas producto del aislamiento...

En resumen: una película vibrante y muy bien hecha, que consigue emocionar y mantener en vilo al espectador durante casi tres horas. Y una de las críticas más implacables al racismo y el fascismo filmadas recientemente que, además, consigue transmitir que hay fuerza para vencerlo. Y que esa fuerza está en la organización y la lucha masiva en las calles.

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