Las imágenes que nos han llegado desde Nepal a mediados de septiembre son impactantes. Una movilización de masas, en la que se ha destacado la juventud al frente de manifestaciones impresionantes en cantidad y en determinación, ha colocado contra las cuerdas el nepotismo, la corrupción y la desigualdad que anega este pequeño país.
Los miembros del Gobierno han sido perseguidos y sus casas incendiadas, igual que el Parlamento y el Tribunal Supremo. No pocos comentaristas de la izquierda han atribuido este levantamiento a una conspiración del imperialismo estadounidense y la CIA. Tratan así de ocultar el vergonzoso papel que los mal llamados partidos comunistas que existen en Nepal han jugado estos años, renunciando a llevar a cabo la transformación socialista del país para gobernar codo con codo con la burguesía y los terratenientes, y fundirse con la élite de privilegiados y corruptos que saquean al pueblo.
Efectivamente. En Nepal hay un Gobierno liderado por el Partido Comunista (Marxista-Leninista Unificado), en coalición con el partido de derechas Congreso nepalí, y son estos líderes estalinistas y corruptos, que en ningún momento rompieron con el capitalismo tras la caída de la monarquía, y sus privilegiados hijos quienes son el blanco de la furia y la indignación de la población. Pero ¿cómo llegaron estos partidos, que se autodenominan comunistas, a gobernar Nepal y a ser tan despreciados?

La revolución nepalí y la caída de la monarquía
Tras diez años de lucha armada, grandes movilizaciones y huelgas se abolió la odiada monarquía, que durante siglos había subyugado al pueblo dividiendo las tierras comunales entre terratenientes feudales, oprimiendo a las minorías nacionales y religiosas, imponiendo un estricto sistema de castas y entregando el país como semicolonia al imperialismo británico.
Pero el resultado de ese gran levantamiento liderado por el Partido Comunista y su guerrilla no fue la liquidación del feudalismo y el capitalismo, sino un acuerdo con la clase dominante para proclamar una república burguesa en mayo de 2008.
La revolución que alcanzó su punto culminante en 2006 estuvo liderada por el Partido Comunista (Maoísta), que ejercía una considerable influencia entre el campesinado. Este partido, dirigido por el legendario Prachanda, comenzó como una pequeña escisión de uno de los muchos “partidos comunistas” de tendencia estalinista en Nepal, rechazando supuestamente la vía reformista y enarbolando la bandera de la lucha de clases. Desde esta posición, apelando al campesinado explotado, las minorías oprimidas y los “intocables” (los oprimidos) de las clases bajas, se convirtió en un movimiento de masas y una amenaza existencial para el régimen.
A lo largo de una década, el ejército cometió atrocidades contra el campesinado rebelde, con masacres, violaciones, secuestros y purgas llevadas a cabo con creciente ferocidad a medida que el régimen se desintegraba.
Finalmente, la caída de la odiada monarquía se produjo tras una huelga general que paralizó la capital del país, Katmandú. En esas circunstancias las clases dirigentes se vieron obligadas a apelar a la única autoridad capaz de evitar que las masas oprimidas liquidaran su poder y el propio capitalismo nepalí: los dirigentes estalinistas contra los que habían combatido durante diez años.
Prachanda y su círculo más estrecho de colaboradores no rechazaron la invitación a llegar a acuerdos. Fieles estalinistas, rápidamente dejaron en un segundo plano la fraseología comunista y revolucionaria para adoptar el programa del etapismo: afirmaron que el socialismo solo sería posible tras años de democracia burguesa, eso sí, con la participación gubernamental del Partido Comunista.
En lugar de basarse en la insurrección de la clase obrera de la capital y la fuerza del campesinado pobre, pactaron con las clases dirigentes. Menos de una semana después de la huelga general se anunció un alto el fuego, seguido de un “acuerdo de paz”, en el que los maoístas se comprometieron a poner fin a su insurgencia, desarmar sus fuerzas y disolver sus centros de poder popular a cambio de un acuerdo nacional de reparto del poder manteniendo los pilares del régimen burgués.

La revolución traicionada
En una entrevista concedida el 31 de octubre de 2006 al periódico conservador británico The Daily Telegraph, Prachanda declaró: “No luchamos por el socialismo. Solo luchamos contra el feudalismo. Luchamos por un modo de producción capitalista. Intentamos dar más beneficios a los capitalistas e industriales”.
Esta frase, que rechazaba la dictadura del proletariado en favor de una “democracia popular multipartidista”, marcaría la pauta de la postura que su partido, que había logrado avanzar gracias a la defensa de la lucha de clases y al heroísmo de sus militantes, pero que viró posteriormente hacia una vergonzosa política de colaboración de clases y renuncia al socialismo.
El abandono de una estrategia comunista para tomar el poder, cuando todas las condiciones objetivas y la correlación de fuerzas eran completamente favorables, derivó en una política electoralista que finalmente ha colapsado en medio de una ira popular por la creciente degeneración de los dirigentes estalinistas y maoístas.
En las primeras elecciones celebradas en 2008 los partidos “comunistas”, surgidos de diferentes escisiones y reagrupamientos, obtuvieron el 60% de los votos y los escaños en el Parlamento. Desde entonces, los partidos de tendencia estalinista han obtenido sistemáticamente mayorías parlamentarias gracias al apoyo de la clase trabajadora y el campesinado.
¿Pero qué se ha conseguido tras casi dos décadas de partidos “comunistas” en el poder? El capitalismo sigue imperando. La economía nepalí permanece estancada. La agricultura sigue siendo la principal ocupación de más del 60% de las familias, y la reforma agraria que se estableció en la Constitución nunca se implementó. El acceso a la educación y la sanidad sigue restringido a una élite, mientras que cada vez se privatizan más escuelas y hospitales.
El paro juvenil entre los 15 a los 24 años alcanza un 22,7%, el triple que hace tres décadas; la brecha entre la ciudad y el campo no deja de aumentar: en 2023 la tasa de pobreza en las ciudades se situaba en más del 18% frente a casi el 25% en el rural. Según el Banco Mundial, el ingreso del 10% más rico de la población equivale a más de tres veces el ingreso del 40% más pobre.
Solo en 2023 más de 700.000 jóvenes nepalíes dejaron el país. Para escapar de la pobreza, los trabajadores dependen de las remesas que les envían sus compatriotas, quienes trabajan en condiciones extremadamente precarias en India, Europa, en los países del Golfo Pérsico y del Sudeste Asiático. Solo en Portugal, 50.000 inmigrantes procedentes de Nepal trabajan en el sector del turismo, la agricultura, la hostelería y la limpieza. En 2024, las remesas de todo el mundo representaron el 33,1% del PIB nacional de Nepal.

Y mientras los jóvenes de la clase trabajadora de Nepal se ven obligados a trabajar las tierras de los grandes latifundistas o emigrar a Europa para ser brutalmente explotados, los líderes estalinistas y sus familias pasaron de ser guerrilleros a vivir como verdaderos príncipes, fusionándose con la oligarquía que ha dominado el país siempre, haciendo alarde de su riqueza y de un estilo de vida lujoso en las redes sociales para que todo el mundo los vea.
La traición de los líderes maoístas también impactó la lucha de clases a nivel regional, ya que abandonaron a sus camaradas de la guerrilla naxalita y la lucha del campesinado indio contra la explotación capitalista y la represión estatal. Para apaciguar a las potencias imperialistas y al régimen reaccionario de Modi —India era hasta hace poco el principal socio comercial de Nepal—, los traicionaron cortando sus líneas de suministro.
El caso nepalí es paradigmático de los resultados de las políticas estalinistas de colaboración de clases. Estos partidos se convirtieron en instrumentos de la clase dominante, y es contra estos líderes que durante años han patrocinado esta indisimulada explotación, desigualdad y corrupción, contra los que ha estallado la insurrección de la juventud.
La revuelta de la Generación Z
En las redes sociales se encendió la chispa que desató la revuelta, con una campaña de publicaciones con la etiqueta #NepoKids denunciando la corrupción de estos líderes y contra los privilegios de sus hijos.
En un esfuerzo por censurar estas publicaciones y silenciar sus críticas, el régimen respondió ordenando el bloqueo de varias plataformas de redes sociales el 4 de septiembre. Pero Nepal, con una población con una edad promedio de 25 años, es el país del sur de Asia que más usa las redes sociales, plataformas vitales para que los jóvenes encuentren oportunidades laborales y para que las familias reciban remesas del extranjero. Esta realidad quedó demostrada por la facilidad con la que se usaron las VPN para eludir el bloqueo. Los jóvenes volvieron rápidamente a conectarse y se prepararon para las represalias. Coordinándose a través de las redes sociales, decenas de miles salieron a las calles el 8 de septiembre, bautizando su movimiento como “Generación Z” y llamando a la lucha.
Las fuerzas policiales respondieron brutalmente a la movilización, atacándolos con gases lacrimógenos y balas, dejando más de 50 muertos y más de 300 heridos el primer día. Pero ni la represión ni los intentos del Gobierno de apaciguar la situación, que incluyeron la retirada de los bloqueos en redes sociales, frenaron la furia de la juventud. Al día siguiente, desafiaron el toque de queda en mayor número aún y, venciendo a las fuerzas policiales, irrumpieron en el edificio del Parlamento, prendiéndole fuego.
Con la caída del Parlamento, el régimen se derrumbó por completo. Varios edificios gubernamentales, sedes de partidos y residencias de líderes políticos fueron allanados e incendiados. Ese mismo día, el primer ministro dimitió y se refugió, junto con otros miembros del Gobierno, en un cuartel militar.

En menos de dos días, el movimiento juvenil en las calles había derrocado al Gobierno. Pero su carácter semiespontáneo, la completa ausencia de un programa anticapitalista y de una organización revolucionaria que asumiera una auténtica salida socialista alejada de la nefasta política estalinista, ha permitido que todo tipo de arribistas y oportunistas, salidos de los sectores de clase media que también participaron en la lucha en las calles, se convirtieran en la dirección del mismo.
Los errores de esta dirección improvisada, carente de un enfoque clasista y revolucionario, fueron aprovechado inmediatamente por la cúpula militar nepalí para realizar una gran demostración de fuerza y ocupar la capital. Este mismo ejército, que perpetró todo tipo de masacres contra el campesinado y la clase trabajadora durante los diez años de guerra civil, y que, a pesar de las promesas hechas durante la transición posterior a la guerra civil sigue siendo estructuralmente el mismo que sirvió a los monarcas nepalíes, se ha convertido en el árbitro de la situación.
Obviamente la burguesía es muy consciente de que el ejército carece de la confianza del movimiento que se ha desatado por abajo, y desechó la idea del jefe del ejército de imponer a un opositor monárquico como jefe del Ejecutivo. En una maniobra descarada para llegar a un acuerdo que pudiera calmar al ejército y ofrecer un “caramelo” a la juventud insurrecta, decidió presentar a la exjefa de la Corte Suprema, Sushila Karki, como primera ministra interina en negociaciones con los autoproclamados representantes de la “Generación Z”, quienes la aceptaron encantados.
También se ha incluido en el Gobierno al actual alcalde de Katmandú, que en 2022 denunciando la corrupción y las desigualdades ganó las elecciones en la capital a los partidos estalinistas. De momento la clase dominante se basa en este tipo de elementos “independientes”, que tampoco representan los intereses de las masas oprimidas, para tratar de estabilizar la situación política y sacar el foco de la movilización en las calles para ponerlo en el terreno exclusivamente parlamentario. Las próximas elecciones se han fijado para marzo de 2026.
Y en estas condiciones es evidente que las incursiones del imperialismo estadounidense y sus servicios de inteligencia se recrudecerán, mucho más teniendo en cuenta que Nepal está incrustado entre China y la India, y que en este momento para la Administración Trump cualquier punto de apoyo en su batalla contra Beijing será bienvenido.
El peligro de la contrarrevolución
Las fuerzas monárquicas buscan explotar este levantamiento para retomar el poder. Desde principios de año han realizado protestas a favor de la monarquía, y el exrey ha utilizado el descontento popular como combustible para su regreso. A diferencia del movimiento juvenil, con fuerzas dispersas y sin una dirección consecuente, la reacción cuenta con un símbolo, con recursos y un aparato estatal que les podría permitir recuperar el poder.
Tras la caída de la monarquía, la dirección estalinista se negó a expropiar a los terratenientes feudales, a depurar el ejército y el aparato estatal, y permitieron que la familia real mantuviera las empresas que la financiaban generosamente. La clase trabajadora, los campesinos y el pueblo nepalí siguen pagando caro esta traición.
Sea cual sea el próximo tipo de Gobierno que surja, el pueblo nepalí no será libre mientras no se barra de una vez por todas el capitalismo y la propiedad terrateniente. Los líderes de los mal llamados partidos comunistas pueden seguir apelando a luchar por una “democracia popular multipartidista”, pero los hechos han hablado: la democracia parlamentaria burguesa en la que han desempeñado el papel de gestores de los intereses de la burguesía ha fracasado por completo.

En la Revolución rusa de 1917 los bolcheviques lucharon firmemente contra la teoría del “etapismo”, defendida por los mencheviques y otros líderes reformistas, quienes argumentaban que, dado que Rusia aún estaba demasiado subdesarrollada y tenía rasgos feudales, les sería imposible llevar a cabo una revolución socialista. Sería necesario, decían, limitarse por el momento a transferir el poder de la monarquía a la burguesía para que esta pudiera desarrollar el país, hasta que, en un futuro incierto, se presentara el “momento ideal” para la revolución.
Lenin y Trotsky se opusieron a este absurdo, defendiendo que la clase obrera, encabezando al campesinado pobre, debía tomar el poder y expropiar a la burguesía y los terratenientes, si quería realmente conquistar la paz, el pan y la tierra. Solo el socialismo podría hacer posible las reformas democráticas, agraria o el derecho a la autodeterminación. Y entendían la Revolución rusa como una parte de la revolución mundial, por eso pusieron todas sus fuerzas en la balanza para lograr el triunfo revolucionario en Europa y en el mundo entero fundando la Internacional Comunista.
A la clase obrera, al campesinado pobre y a la juventud nepalí, que ya ha derrocado dos regímenes desde que empezó este siglo, le falta una dirección con el programa revolucionario del bolchevismo. Y aunque esa dirección no puede improvisarse, esta revuelta puede ser su comienzo. Hay núcleos de comunistas independientes y trabajadores avanzados que, durante las protestas, plantearon con acierto la consigna de formar comités obreros y tomar el poder. El trabajo de agitación y la creación, extensión y coordinación de estos comités a nivel nacional son necesarios en los centros de estudio y trabajo de todo el país. El desafío está planteado.